Los Agregados

Javier de Viana


Cuento


—¿Hasta el lobuno?

—¡Hast’el lobuno, amigo!

—¡Hombre hereje!...

—Los güeyes y el petizo tubiano; nadita más me deja tener en el campo!.. ¡Parece mentira, amigo!...

Y mientras amargueaba y convidaba a su amigo, bajo la sombra escasa de un tala guacho, el viejo Venancio continuó lamentándose... ¿Podía creerse?... En aquel campo había nacido, allí habían nacido su mujer y sus hijos, y allí pensaba morir tranquilamente entre los cuatro terrones de su rancho, cuando apareció el nuevo dueño de la estancia, «el hombrecito rubio», cuyos ojos azules eran duros como piedra de afilar y cuya palabra silbaba como látigo. En la primera parada de rodeo, empezó por decir:

—De aquí en adelante no quiero que haya en el campo más marca ni más señal que la mía... Todos esos animales ajenos tienen que salir: o los venden, o se los llevan. Tienen dos meses para buscar acomodo.

Y asi fué. A los dos meses inexorablemente obligó a vender o levantar las diversas haciendas de los varios «agregados». Venancio tenía su ganadito —algo más de cien reses,— su majadita y una tropilla de caballos. Los «patrones viejos» le habían dado el derecho de criar allí esos «animalitos», como le habían dado la población y la chacra, donde todos los años semblaba sus cuatro hectáreas de maíz, «pa choclos, pa las gallinas, pa engordar un chancho y pa preparar un parejero en invierno». Así había sido siempre, para él y para varios otros pobres como él, antiguos servidores, hijos de antiguos servidores, nietos de antiguos servidores de la estancia. ¿Qué podrían importarle una cuantas centenas de hectáreas al propietario de las treinta leguas que constituían el establecimiento del «Duraznillo»?... Nada, de fijo; pero el «hombrecito rubio» no quería al paisano, ni las cosas criollas, y trataba de espantarlos...

—Ansina ha’e ser —respondió con convicción el visitante, chupando el amargo.

Luego, el dueño de casa sacó la tabaquera, lió un cigarrillo y convidó a la visita.

—Gente mala estos puebleros.

—Desalmaos.

Y guardaron silencio, echando humo.

Enfrente, los bueyes uncidos al arado permanecían quietos, las cabezas abatidas por el sol quemante, las colas incesantemente agitadas espantando insectos.

—Güeno —dijo el forastero poniéndose de pie,— va siendo hora que me vaya.

—¿Y ande va dir con este sol?... Esperesé que desuña los güeyes y vamos pa las casas, que los churrascos han de estar listos.

—Si se empeña...

Poco después, ambos amigos comenzaban otra cebadura de yerba y platicaban, esta vez en compañía de la familia del puestero, comentando la perversidad del nuevo patrón. Los hombres condenaban la tacañería del doctorcito con frases duras y palabras gruesas, pero sin acento indignado, como si no estuviesen muy convencidos de la justicia de sus reproches. En cambio, la puestera gritaba, echaba chispas por los ojos y gesticulaba rabiosa contra el «entruso», mal agradecido y roñoso que algún día las había de pagar con réditos...

—¡Si es al ñudo! —agregaba;— los manates, tuitos, pero tuitos, son de esa laya, almas duras como ñandubay. Una pa servirlos, pa mandarles hoy un osequio y mañana otro, pa ofrecerse en cualquier lidia, éste pa ayudar en cuanti trabajo salga, y dispués nos dan el pago de la vaca empantanada: ¡corniar al que la saca’el barro!...

—Así es —asentían los hombres.

—Fíjese —prosiguió la puestera,— que hasta nos ha prohibido criar cerdos, porque dice que los cerdos l'echan a perder el campo...

Y así continuaron las lamentaciones furibundas, olvidándose hasta de que se pasaba la hora del «pulpeo».

Se olvidaban también de decir el daño incesante que causaban al dueño del campo aquellos buenos agregados; se olvidaban de decir que sus majadas procreaban de un modo asombroso; que de cinco veces, cuatro, la oveja que carneaban era señal del patrón; se olvidaban de decir que si iban al monte por leña, la pereza o la maldad les hacia causar destrozos de toda suerte; que si veían un desperfecto en un alambrado, pasaban de largo; que eran incapaces de cerrar la portada que encontraran abierta, cuando no la dejaran abierta ellos mismos...

Sin embargo, la opinión pública defendía a los pobres «agregados» y censuraba amargamente al doctorcito sin entrañas que tenía la egoísta pretensión de ser dueño de lo suyo.

¡La opinión pública!...


Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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