La idiosincrasia animal, como la humana, se plasma bajo la influencia combinada de factores internos y externos. Es ley fatal para las razas y los individuos, adaptarse a las mutaciones del medio ambiente o sucumbir. El perro gaucho no escapó al imperio de esa ley universal. A fin de perdurar, hubo de conformarse e identificarse con la naturaleza del suelo y las exigencias de la vida a que le sometía el trasplante. Y es así cómo el perro gaucho resultó adusto y parco, valiente sin fanfarronerías, y afectuoso sin vilezas, copia moral de la moralidad de su amo.
Los bueyes
En la aldea con presunciones de capital, había dignatarios solemnes, clérigos engreídos, dómines pedantes, licenciados de Hipócrates y leguleyos siembrapleitos, más temibles que la lepra.
Y había tertulias familiares donde las damas discutían sobre trapos y donde los mozalbetes pelaban discretamente la pava bajo la vigilancia severa de las rígidas mamás.
Y había el cafe, donde el Corregidor y el Alcalde, el cura y el farmacéutico, el procurador y el tendero, amenizaban las partidas de tresillo con graves comentarios sobre la política.
Y hasta había la Casa de las Comedias.
En cambio, en la campaña, noche y día, todas las noches y todos los días soplaban iracundos vientos de tragedia.
Y todo era esfuerzo continuo de la imaginación y del brazo, perpetuo alerta, heroísmo permanente.
Los “bárbaros”, para labrar la tierra y mover los pesados vehículos en que debían conducir el producto de su trabajo, lo único que daba vida y hasta enriquecía a los sibaritas de la orgullosa aldea, sólo disponían de los bueyes.
Y como ellos sabían domarlo todo, domaron los toros bravíos, los toros de imponente cornamenta, de ojos de fuego, de coraje de león.
Y los hicieron bueyes. Apagaron sus rebeldías, los civilizaron, los convirtieron en trabajadores, haciendo entrar en sus cerebros espesos, la orden evangélica:
“Con tu sudor ganarás el sustento.”
Mansos al extremo de que un gurí los domina y conduce, cuando los
desuñen van a pacer cerca de las casas, y al caer la noche, allí
cerquita se echan y rumian sin ocurrírseles huir en busca de la selva
agreste, amparo de sus viriles mocedades.
Y no ignoran, sin embargo, que al clarear del día siguiente, deberán entregar de nuevo a la tiranía del yugo y la coyunda, su fatigado testuz, para seguir forcejeando por las cuestas abruptas de las serranías y por los terribles barrizales de las llanuras.
Tienen conciencia de su deber y lo cumplen.
El espíritu del gaucho les ha impuesto la necesidad de resistencia, sobriedad, abnegación y sacrificio.