Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.
Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.
Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.
Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.
—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.
—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...
—Espera un momento, que voy a servir la sopa.
A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:
—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...
—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.
El empujó el plato diciendo:
—¡Dejate de sopa de hospital!... Recién me acuerdo que traigo una caja de «paté de foie gras»... ¡Ah! tomá un cartucho de «marrons glacés» para tí y dos de bombones finos para los chicos. ¿Están durmiendo ya?...
—Seguramente... ¿Pero para qué has gastado en esas golosinas cuando nos están haciendo falta tantas cosas?... Hoy vino furioso el almacenero...
—¡Que se vaya al infierno el almacenero!... Ya se le pagará... que espere; y si no quiere esperar, se busca otro: no faltan almacenes en Buenos Aires!...
Ella, humilde, guardó silencio, y él prosiguió:
—Pues, como te decía, Paulino, después de contarme su situación y sus proyectos, me preguntó:—¿Y vos, siempre en las mismas taperas, siempre amojosándote en el periodismo!...
—Siempre,—le respondí.—¿Qué quieres que haga?
—Buscar otra cosa, moverte salir de la ciudad en busca de un porvenir, utilizar tu inteligencia en provecho propio en vez de hacerlo en provecho de los demás,—me aconsejó.
—Lo comprendo, respondí; pero ¿cómo? ¿en qué?
—Mira,—me dijo;—la fortuna está en la campaña. Si tanto bruto analfabeto amontona millones en pocos años, ¿cómo no podrá enriquecerse un hombre inteligente e ilustrado como vos, decime?...
—Sí, pero...
Se interrumpió Servando para servirse vino y al encontrar vacía la botella, exclamó con desagrado:
—¿No hay más vino?
—No; compré medio litro y te lo has bebido...
—¡Siempre la manía de comprar por medio litro!... dentro de poco compraremos por bordalesas... ¿Lo dudas?... Escucha: Cuando yo dije eso, Salvatierra me interrumpió para exclamar:
—¡Ya sé lo que has de decirme!... ¡Que se necesita capital, relaciones, crédito, etc., etc!... Bueno; vos sabés, hermano, que el amigo y el caballo son pa las ocasiones, y aquí estoy yo para darte una manito. Mirá, entre los bienes que me correspondieron por herencia de la finada mamá, hay una estanzuela, un soberbio valle en Uspallata... Yo no lo conozco, ni sé bien dónde está, pero me han dicho que es de lo mejor y puede producir un platal... ¡Te lo doy en sociedad y te adelantaré unos cuatro o cinco mil pesos para los gastos!... ¿Te conviene?...
—¡Cómo no me va a convenir, hermano!—exclamé.
—Bueno. Mañana a la una te espero aquí; tomaremos los aperitivos, almorzaremos juntos y arreglaremos todo... Por lo pronto, tomá un «canario», para festejar el acontecimiento...
—¿Qué te parece, viejita?... ¡Ese es un amigo!... Fijate a ver si está la chiquilina de al lado, que vaya a traer un litro de vino.
El amigo cumplió la promesa y poco después la familia partió para Mendoza. Iba Servando rebosando de entusiasmo, mas no así su compañera, quien estaba habituada a tales entusiasmos, siempre fugitivos.
En la estanzuela—un vallecito enclavado en la montaña—no había nada más que una casucha de adobones y media docena de chivas semisalvajes. Pero el flamante cultivador, muy orgulloso de su traje, su gorra y sus botas de alpinista, no se amilanó por eso: el abundante surtido de conservas que había llevado consigo aseguraba por varios meses exquisito comestible.
Púsose a la obra inmediatamente. Lo primero fué planear un jardincito; mientras el peón preparaba la tierra, él se engolfaba en la lectura del más reciente tratado de floricultura venido de París. Luego siguió la formación de una pequeña huerta de hortalizas y un plantel de frutales; todo lo cual daba pretexto a frecuentes viajes a la ciudad en procura de semillas, plantas y útiles. Al principio demoraba el regreso un par de días, pero después las estadas prolongábanse por una semana y aun más, ocasionando considerables dispendios.
Y mientras el ex periodista derrochaba el tiempo y el dinero en viajes, en diversiones y en fantásticos planes de explotación agropecuaria, llegó el invierno con sus nieves y turbonadas y fríos atroces. El jardín y la huerta—absurdamente y descuidadamente cultivados—se agostaron bien pronto; y los árboles que no derribaron los vientos, perecieron por inadaptación al clima.
Terminadas las conservas, fué necesario surtirse de víveres, a gran costo, en la capital de la provincia. Todos los chivatos y casi todas las chivas fueron muertos a tiros por Servando, que no encontró otro medio de utilizar su copioso material cinegético. Frecuentemente bloqueado por el mal tiempo, y abandonado el propósito de consagrar los ocios al cultivo de la alta literatura, el joven se consolaba abusando más que nunca de los alcoholes.
Por otra parte, los cinco mil pesos estaban a punto de agotarse; y un buen día, el pioneer, desilusionado y aburrido, empezó a maldecir la tierra ingrata, la campaña que «envejece, empobrece y embrutece», según dice el adagio.
Y no tardó en decirse:
—La campaña—dijo—está hecha para los animales. ¡Volvamos a Buenos Aires!...
Marcelina, sumisa, dócil, sin voluntad, aceptó con indiferencia y sin un reproche el nuevo fracaso, preparándose para el venidero.