Los Gringos

Javier de Viana


Cuento


La estancia de los «Horcones», después de extenderse por varias leguas en el oeste de la provincia, se ha ido desparramando en otras varias leguas, por la pampa lindera.

Las primeras se debieron al esfuerzo consecutivo de tres generaciones de Salazar de Villarica. Don Martín el fundador, fué un vasco recio y animoso que se instaló en el entonces semidesierto, con un rebaño de ovejas y cuya energía logró triunfar en la lucha incesante con la indiada, con los malevos, con las policías, con los alcaldes y las calamidades menores de las sequias torturantes y de las inundaciones desvastadoras.

El segundo Salazar de Villarica, don Carlos, heredó de su padre un vasto y próspero establecimiento, que él agrandó y perfeccionó mediante un esfuerzo y una tenacidad dignas del heróico antecesor.

Contribuyó no poco a sus éxitos, Lino Colombo, robusto y activo mocetón genovés, que empezó por sembrar unas cuantas hortalizas y plantar una docena de frutales.

Y dos años después, ya no era una docena, sino una centena de durazneros, perales, manzanos, que formaba alegre festón al antes desnudo y triste caserón de la estancia.

La peonada gaucha miró al principio con adversión al innovador.

—Ahí viene el loco 'e los árboles—decía despreciativamente uno, al verlo regresar, siempre a pie, las herramientas al hombro, en mangas de camisa, la cabeza eternamente descubierta.

—Ahí está el dueño de la hacienda verde—mofaba otro, no pudiendo comprender que el campo pudiese ser ocupado en otra cosa que en la cría de vacas, caballos y ovejas.

Empero, como el gaucho es por naturaleza goloso, cuando llegó la producción, cuando pudieron hartarse de duraznos, de peras, de manzanas, de membrillos, cesaron las hostilidades, aunque no las puyas, hacia el «ganadero de la hacienda verde», a quien, por otra parte, don Carlos dispensaba la mayor confianza, alentándolo en sus plantaciones.

—Dejenló tranquilo a mi gringo. El trabaja lo mismo que nosotros, para nosotros para los que vengan. Cada uno tenemos nuestra misión en la vida, y la cosa es cumplirla bien. Los caballos no sirven para el matadero, ni los bueyes para correr carreras.

Y los gauchos se iban acostumbrando; pero ocurrió que una vez, al regresar el patrón de un viaje a la ciudad, trajo una bolsita de semillas que Gino recibió con manifiesta expresión de júbilo.

Desde la madrugada del día siguiente, se puso a preparar un gran rectángulo de tierra elegida. La preparó animosa, prolija, cariñosamente, y cuando al fin esparció sobre ella la diminuta semilla del saquito traído por el patrón, su rostro bello y enérgico expresaba la alegría de un gran acto triunfal.

—¿Qué yuyo es ese?

—Espera, espera...

—¿Se come?

—No se come, ma da de comer.

Los gauchos se encogieron de hombros, considerando con desprecio aquellos centenares de plantitas de un verde de plata, que crecían rápidamente, estirando sus tallitos endebles...

Quince años más tarde, diez mil eucaliptus, unos colosos ya, otros de mediana altura, formaban un delicioso parque, recreo de la vista, generador de salud, fuente preciada de riqueza en todo sentido...

A la muerte de don Carlos, Pedro, el tercer Salazar de Villarica, se encontró poseedor de una inmensa fortuna. Acababa de regresar de Europa, donde fuera en viaje de recreo y de instrucción, al terminar su carrera de abogado.

Hombre de ciudad, no descuidó, sin embargo, sus intereses, y siguió la tradición, administrando y explotando personalmente sus estancias, contando siempre con la eficaz ayuda del fiel genovés, quien no obstante haberse enriquecido, comprando tierras con sus economías, y a pesar de tener varios hijos y muchos nietos, todos propietarios, continuó prestando su mayor atención y sus últimas energías al cuidado de los bienes de sus patrones.

Y con tanto mayor motivo, cuanto que los cinco hijos del tercer Salazar de Villarica—dos mujeres y tres hombres—se habían despreocupado por completo, consagrados a la ociosidad fastuosa, viviendo la mayor parte del año en Europa, desparramando monedas con esplendidez de nababs.

Y como los derroches eran idénticos en el ciclo de las siete vacas flacas que en el de las siete vacas gordas, la mina empezó a disminuir su cosecha de oro.

Y recién cuando frente al pedido de una fuerte suma de dinero, Gino respondió manifestando la imposibilidad de conseguirlo sin recurrir a operaciones onerosas, Julio, el mayor de la familia, resolvió ir a la estancia.

—¡Dejenmé no más, que yo les voy a arreglar las cuentas a esos gringos ladrones!—manifestó al partir.

Todas las explicaciones de Gino fueron inútiles. Grandes extensiones de tierra estaban desiertas porque las haciendas propias se habían malbaratado para satisfacer el incesante pedido de sumas cuantiosas...

—¿Y los arrendamientos?

—Ya no hay arrendatarios, patrón. La época es mala, el precio caro; quien arriende se muere de hambre.

—¡Lo que hay—exclamó violentamente el mozo,—es que ustedes se aprovechan con la confianza que les damos; lo que hay es que ustedes los gringos nos van tragando poco a poco!...

El viejo servidor no pudo permanecer impasible ante el insulto tan supremamente injusto. De un brusco manotón se arrancó el chambergo que tiró con rabia al suelo, y sacudiendo la larga, espesa melena nevada, gritó, golpeando el pecho con las manos encallecidas en más de cincuenta años de labor sin treguas ni fallecimientos:

—¡Los gringos!... ¡Ma los gringos aquí son ostedes, ostedes que se pasan en la Uropa, gastando la plata en divertirse, sin trabacar, sin hacer nada per so tierra!... ¡E in cambio, ío, gringo, vivo aquí, pegao a la tietro que beso y riego con mi sodor, haciandola cada vez más rica!... ¡Y yo tengo once hicos, que son arquentinos, que trabacan la tierra y la quieren, y tengo trentaun nietos arquentinos y todos tenemo las raíces del alma metidas inta la tierra arquentina como los ucalitos, esos d'allá, todos esos, que yo planté cuando!...

Y luego, presa de un acceso de lágrimas, dijo, sacudiendo la nevada cabeza:

—¡No! ¡no me dica esto, don Culio!... Y sabe, no es por ofensa, pero, en veritá, aquí los únicos gringos sos ostedes, ostedes que tienen vergüenza de so tierra, que ni meno la conocen, e que porque no la conocen no la quieren...


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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