Macachines

Cuentos breves

Javier de Viana


Cuentos, colección



MACACHÍN. — OXÁLIS PLATENSIS.

Oxalidáceas. — Pequeña planta silvestre de flores rosadas y amarillas y tubérculos comestibles.

Soledad

Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una arruga de la tierra. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el agua turbia, salobre, recalentada por el sol.

A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin, donde amarilleaban las masiegas de paja brava y cola de zorro, y que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y desolada y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin cesar.

A la izquierda, formando como costurón rugoso de un gris opaco, el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva irregular salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas parecen hendidas por un tajo de bruto, ha crecido un canelón que tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a cabeza despeinada y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las rocas donde está enclavado.

Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía construida para servir de albergue a la miseria; pero a una miseria altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más allá, los lastrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba al ardoroso sol de enero la vergüenza de su desolada aridez. Y en todas partes, a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uniforme, se notaba idéntica expresión de infinita y abrumadora soledad.

No cantaban los chajaes en el pajonal vecino, ni gritaban los teros a la vera del cañadón menguado, ni silbaban, volando al ras del suelo, sobre las masiegas de paja mansa, las tímidas perdices. La naturaleza allí, no tiene lengua; el corazón de la tierra no palpita allí. El sol abrasador del mes de enero, calcina las rocas, agrieta el suelo, achicharra las yerbas, seca los regatos, y sin embargo, se siente frío en aquel sitio.

Yo me acerqué al rancho, golpié las manos y pronuncié el obligado:

—¡Ave María!

Y una voz cavernosa respondió:

—¡Sin pecado concebida!... ¡Abajesé!...

Desmonté. Ante mí, sentado sobre un cráneo de vacuno, estaba un hombre viejo; viejo como esos caballos del piquete, que tienen la carretilla mora y los dientes en horqueta y que a pesar de eso trotan leguas y endurecen el garrón en los barriales.

—Paisano —dije,— vengo muerto de sed, y en la cañada...

—En la cañada —interrumpió,— el agua es fiera; pero es la única que tenemos pa beber nosotros.

—¿Nosotros? —exclamé, encontrando inadecuado el plural.

—Si, nosotros: yo y los aperiaces, —respondió el viejo con entonación agresiva.

—¿No hay otra?

—No hay. Si no le gusta, espere que llueva y pongasé con la panza pa arriba y la boca abierta, pa rejuntar la que cai... y tamién es fiera aquí, —concluyó con una mueca amarga.

El tipo me interesaba; le ofrecí la cantimplora.

—¿Quiere un trago de caña?

—Alcanse, —respondió, y bebió un gran sorbo, sin demostrar ni satisfacción ni agradecimiento. Luego, mirándome por la angosta hendidura que dejaban las espesas cortinas de los párpados rugosos, mustios y caídos, agregó con la misma voz áspera y provocativa.

—Usté, por la pinta, parece sonso,.. digo... colijo que así será, porque el que ofrece pagar pastoreo en el campo pelao como corral de ovejas, o trai la tropa pasmada o es gringo dejuro...

—¿De qué nación es Vd.?...

—Oriental, para servirlo.

—¡De estorbo sirven Vds!...

—Muchas gracias. Y a Vd. no necesito indagarle lo que es; pero, si no es mala pregunta ¿quiere decirme quién es?

Brillaron un instante los ojillos del viejo, aquellos ojillos turbios como las aguas del cañadón de bordes cárdenos, donde van a beber los aperiaces, y respondió altanero:

—En antes juí el capitán Pancho Alvariza... aura soy el viejo Pancho, a secas, porque los pobres semos como los güeyes: mientras estamos uñidos tenemos nombre y al clavarnos el fierro nos llaman: ¡Doradillo!... ¡Salpicao!... ¡Florcita!... y después que nos largan, semos los güeyes, no más... «Andá a echar los güeyes,ché!...»

Las réplicas amargas del paisano me hacían mal.

—¿No tiene familia? —le pregunté.

—¿Familia?... Supe tenerla —contestó.— Una mujer que me hizo tragar juego durante una montonera de años y que era más indigesta que carne de animal cansao; porque, vea mozo, mujer mala y caballo asoliao no tienen compostura... Y tuve tamién tres hijos; uno me lo mataron en Severino, otro en Corralito, cuando la revolución del primer Aparicio, y el otro ni sé ande dejó la osamenta... Y tuve tamién una hija que me la robó un sargento e policía, hace un tiempo largo y dende entonce no sé ande anda arrastrando las naguas sucias.

—¿Y ahora?

—¿Aura?... vea... Yo tuitas las mañanas voy a mirar ese canelón, que no sé pa que está allí, entre las piedras, sin dar sombra a naides, porque hasta los horneros juyen de esta soledá, y dispués bajo al cañadón pa mirar como se va secando cuando el sol calienta; y cuando se corta y las tarariras comienzan a morirse y a boyar, panza arriba, largo una risada, pensando que en este silencio de velorio, sólo yo y el canelón seguimos viviendo... Es verdá que yo soy oriental... ¡y el canelón tamién!...

La tísica

Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.

Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.

A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.

Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.

Para todos era «La Tísica».

Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.

Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.

Exponiéndose a un rezongo de la patraña, ella apartaba la olla del fuego para que calentase una caldera para el amargo el peón recién venido del campo; o distraía brasas al asado a fin de que otro tostase un choclo...; ¡y no la querían los peones!

—«La Tísica tiene más veneno que un alacrán»— oí decir a uno.

Y a otro que salía envolviendo en el poncho el primer pan del amasijo, que ella le había alcanzado a hurtadillas:

—«La Tísica se parece al camaleón: es el animal más chiquito y más peligroso».

A estas injusticias de los hombres, se unían otras injusticias del destino para amargar la existencia de la pobre chicuela. Llevada de su buen corazón, recogía pichones de «venteveo» y de «pirincho» y hasta «horneros» a quienes los chicos habían destruido sus palacios de barro. Con santa paciencia los atendía en sus escasos momentos de ocio; y todos los pájaros morían, más tarde o más temprano, no se sabe porque extraño maleficio.

Cuidaba los corderos guachos que crecían, engordaban y se presentaban rozagantes para aparecer una mañana muertos, la panza hinchada, las patas rígidas.

Una vez pude presenciar esta escena:

Anochecía. Se había carneado tarde. Media res de capón asábase apresuradamente al calor de una leña verde que se «emperraba» sin hacer brasas. Llega un peón.

—«¡Hágame un lugarcito pa la caldera!...»

—«¡Pero no ve que no hay juego!...»

—«¡Un piacito!...»

—«¡Güeno, traiga, aunque dispués me llueva un aguacero ’e retos de la patrona!...»

Se sacrifican algunos tizones. El agua comienza a hervir en la pava. La Tísica, tosiendo, ahogada por el humo de la leña verde, se inclina para cogerla. El peón la detiene.

—«Deje —dice;— no se acerque».

—«¿No me acerque?... ¿por qué, Sebastián?» —balbucea la infeliz lagrimiando.

—«Porque... sabe... pa ofensa no es... pero... ¡le tengo miedo cuando se arrima!...»

—«¿Me tiene miedo a mí?...»

—«¡Más miedo que al cielo cuando rejucila!...»

El peón tomó la caldera y se fué sin volver la vista. Yo entré en ese momento y vi a la chicuela muy afanada en el cuidado del costillar, el rostro inmutable, siempre la misma palidez en sus mejillas, siempre idéntica tristeza en sus enormes ojos negros, pero sin una lágrima, sin otra manifestación de pena que la que diariamente reflejaba su semblante.

—«¿La hacen sufrir mucho, mi princesita?» —dije, por decir algo y tratando de ocultar mi indignación.

Ella rió, con una risa incolora, fría, mala, a fuerza de ser buena, y dijo con incomparable dulzura:

—«No, señor. Ellos son así, pero son buenos... y después... para mí to...»

Una acceso de tos le cortó la palabra.

Yo no pude contenerme; corrí, la sostuve en mis brazos entre los cuales se estremecía su cuerpecilo, mientras sus ojos, sus ojos de crepúsculo de invierno, sus ojos áridos inmensamente negros, se fijaban en los míos con extraña expresión, con una expresión que no era de agradecimiento, ni de simpatía, ni de cariño. Aquella mirada me desconcertó por completo: era la misma mirada, la misma, de una víbora de la Cruz, con la cual, en circunstancia inolvidable, me encontré frente a frente cierta vez.

Helado de espanto, abrí los brazos. Y antes que me arrepintiese de mi acción cobarde, cuando creía ver a la Tísica tumbada, falta de mi apoyo, la contemplé muy firme, muy segura, arrimando tranquilamente brazas al asado, siempre pálida, siempre serena, la misma tristeza resignada en el fondo de sus pupilas sombrías.

Turbado en extremo, sin saber qué hacer, sin saber qué decir, abandoné la cocina, salí al patio y en el patio encontré al peón de la caldera que me dijo respetuosamente:

—« Vaya con cuidao, dotor: yo le tengo mucho miedo a las víboras; pero, caso obligao, prefería acostarme a dormir con una crucera y no con La Tísica.»

Intrigado e indignado a un tiempo, le tomé por un brazo, le zamarree gritando:

—«¿Qué sabe usted?»

Él, muy tranquilo me respondió:

—«No sé nada; nadie sabe nada: colijo.»

—«¡Pero es una infamia presumir de ese modo!» —respondí con violencia— «¿Qué ha hecho esta pobre muchacha para que la traten así, para que la supongan capaz de malas acciones, cuando toda ella es bondad, cuando no hace otra cosa que pagar con bondades las ofensas que ustedes le infieren a diarlo?...»

—«Oiga, don... Decir una cosa de La Tísica, yo no puedo decir. Tampoco puedo decir que el camaleón mata picando, porque no lo he visto picar a naides... Pueda ser, pueda no ser, pero le tengo miedo... Y a la Tísica es lo mesmo... yo le tengo miedo, tuitos le tenemos miedo... Mire, dotor; á esos bichos chiquitos como el alacrán, como la mosca mala, hay que temerles miedo...»

Calló el paisano. Yo nada repliqué. Pocos días después partí de la estancia y al cabo de cuatro o cinco meses leí de un diario este breve despacho telegráfico:


«En la estancia X... han perecido envenenados con pasteles que contenían arsénico, el dueño señor Z., su esposa, su hija, el capataz y toda la servidumbre, excepto una peona conocida por el sobrenombre de La Tísica.»

Como alpargata

—¡Ladiate!

—¡Ay!... cuasi me descoyuntas el cuadril con la pechada!...

—¡Y por qué no das lao!...

—Lao!,.. lao!... Dende que nací nu’hago otra cosa que darles lao a tuitos, porque en la cancha e la vida se olvidaron de dejarme senda pa mí! ¡Suerte de oveja!...

Y lentamente arrastrando la pierna dolorida, escupiendo el pasto, refunfuñando reproches, Castillo se alejó; en tanto Faustino, orgulloso de su fuerte juventud triunfadora, iba a recoger admiraciones en un grupo de polleras almidonadas.

—¡Cristiano maula! —exclamó el indiecito Venancio, mirando a Castillo con profundo desprecio. Éste le oyó, se detuvo,y con la cara grande y plácida iluminada por un relámpago de coraje, dijo:

—¿Maula?... ¿Creen que de maula no le quebré la carretilla de un trompazo a ese gallito cacareador?...

—¿De prudente, entonces?...

—De escarmentao. Yo sé que dispués de concluir con ése tendría que empezar con otro y con otro, sin término, como quien cuenta estrellas. ¿Pa qué correrla sabiendo que no he’e ganar, que si me sobra caballo se me atraviesa un aujero, y que si por chiripa gano, me la ha de embrollar el juez?...

Y sin esperar respuesta, continuó alejándose aquel pobre diablo eternamente castigado por las inclemencias de la vida, cordero sin madre que no ha de mamar por más que bale, taba sin suerte que es el ñudo hacer correr!...

—¡Vida de oveja! ¡Vida de oveja! —iba mascullando mientras se alejaba en busca de un fogón abandonado donde pudiese tomar un amargo con la cebadura que otros dejaron cansada, con el agua recocida y tibia.

Allí, en cuclillas, con la pava entre las piernas, con la cabeza gacha, chupaba, chupaba el líquido insulso, sin escuchar las músicas y las risas que desparramaban por el monte las alegrías juveniles. En aquel domingo de holgorio su alma permanecía obscura y desolada. ¡Si su alma no tenía domingos!...

Culpa suya, decían.

¡Culpa suya!... ¿Culpa suya si el potro que agarraba le salía boliador?... ¿Culpa suya si el novillo que corría enderezaba para los tucutucus, tarjándole de antemano una rodada?... ¿Culpa suya si los aguaceros se desplomaban siempre durante su cuarto de guardia en las tropeadas?... ¡Culpa suya!...

No; era la suerte, no más —respondía,— la suerte que castiga lo mesmo a los animales que al cristiano... En ocasiones, un matungo sotreta cae en manos de un gringo prolijo, que lo cuida a maíz y galpón, lo ensilla los domingos para dir al tranco a la pulpería y lo deja ocioso tuita la semana; y en ocasiones un potrillo de lai, lindo de estampa, juerte pal trabajo, lijero pal camino, v’al poder de un gaucho vago que lo galopea a medio día y lo larga en noche de helada, sin tomarse siquiera el cuidao de pasarle el cuchillo por el lomo. Y aquél, ruin y fiero, está siempre gordo y pelechao, comiendo hasta hartarse, durmiendo a pierna suelta, mimao como muchacha linda y haraganeando como un perro!... Y en cambio el otro, flaco y peludo, calentao a rebenque, sangrao a espuela, se lo pasa comiendo raíces en los potreros pelaos de las pulperías y durmiendo parao en las enramadas, con la manea en las patas, con el freno en la boca, con el recao en el lomo... ¿Culpa suya, tal vez, si es el amo un hereje?...

Resignado, Castillo siguió chupando la bombilla hasta agotar el agua. Luego —¡pequeña venganza!— tiró el mate entre la ceniza y la pava sobre el fuego; ésta cayó sobre un tizón e hizo saltar una chispa que fué a quemar el pie desnudo del desgraciado.

—¡Malhaya!

—¿Se quemó, amigo? —preguntóle un viejo que pasaba.

—Si; esta pata tiene disgracia; una vez me la saqué de una rodada; otra vez me agarró un pasmo, y en Masoller me la atravesaron de un balazo...

—¿Anduvo en la última guerra?

Castillo miró con asombro a su interlocutor y dijo:

—¡Dijuro!... ¿M’iba a librar de la guerra?... Siguramente que si hubiera sido pa un baile o pa una merienda no me envitan, ¡pero pa pasar trabajo!...

—¿Con quién sirvió, con los blancos o con los coloraos?

—Al prencipio con los blancos, dispués con los coloraos.

—¿Cómo es eso, amigo?... ¿Entonces no tiene partido usted?

—¡Partido! ¡partido!... ¿Qué quiere que tenga yo? Yo soy como l’alpargata, que’no tiene lao, y lo mesmo sirve pal pie derecho que pal izquierdo!...

—¡Hay hombres asina! —exclamó con tristeza el viejo paisano.

Y Castillo asintió, agregando filosóficamente:

—¡Hay hombres asina! Hay hombres que que son como los caminos, hechos pa que tuitos los pisen!...

La rifa del pardo Abdón

Bajo el ombú centenario que cerca del galpón ofrece grata sombra en el bochorno de enero, don Ventura, en mangas de camisa y en chancletas, recién levantado de la siesta, amargueaba en compañía de dos viajeros amigos que habían pasado en su casa el medio día.

Amargueaba y charlaba, cuando, caballero en un rocín peli-rojo y pernituerto, llegó al tranquito un muchachuelo haraposo que se quitó zurdamente el chambergo informe, gruñó un «güeñas tardes» y contestó a la indicación de apearse con el siguiente rosario, cantado de un tirón:

—Muchas gracias no señor manda decir mamita que memorias y cómo sigue la señora y que si le quiere hacer el por favor de comprarle un numerito d’esta rifa qu’es una toalla bordada por las muchachas que se corre el domingo en la pulpería e don Manuel en cincuenta números de a un realito cada número porque tiene mucha necesidá y como un favor y qu’es por eso que lo incomoda y que dispense.

Resolló al fin el chico y enseñó una vieja caja de cartón donde debía estar la prenda. Pero don Ventura, sonriendo, lo detuvo con un gesto, sin darle tiempo para enseñarla; y alcanzándole una moneda:

—Toma el realito y andate, —le dijo— yo no dentro nunca en rifas.

Luego dirigiéndose a sus tertulianos:

—Palabra, —exclamó,— no dentro en rifas de ninguna laya; y eso qu’antes era mu dentrador: pero, dende una pitada machaza que me hicieron...

—Ha de ser divertido; largúela pues.

—No, es que ustedes van a decir qu’es cuento, y les asiguro qu’es más verdá qu’el bendito...

—No, don Ventura; ya sabemos que usted no miente, —dijo uno.

—Cuando ronca, — completó el otro.

Y el viejo, que se pirraba por darle a la sin hueso, haciendo caso omiso de la anticipada duda del auditorio, empezó así:

—No quisiera mentir, pero me parece que fué cuando las carreras grandes en lo’e Mendigorry, en que jugaban el rabicano de mi compadre Ledesma y el doradillo del capitán Menchaca... Sí, aura me acuerdo, fué allí mesmo, hará como pa seis años... ¿no hará seis años de las carreras grandes?...

—Sí, pu’hay ha d’andar.

—Pa mi gusto, sí, eso es, seis años... u siete. Pus güeno, tábamos merendando en la carpa e la parda Belisaria, varios amigotes, entre otros el tuerto Perdomo, el cachafás aquel qu’era medio dotor pu’el agua fría, —cuando se presenta el pardo Abdón... ustedes lo conocen al pardo Abdón, un abombao...

—Y haragán que d’asco.

—Eso mesmo, haraganazo, el pardo. El dotor, —nosotros siempre le llamamos el dotor al tuerto Perdomo,— encomenzó a buscarle la boca y a preguntarle cómo andaba con la renga Braulia y que cuándo se casaban, y qu’era una lástima que se perdiera casal tan lindo, y que fuí aquí y que fuí allá!... El pardo qu’era bobote...

—Eso ya dijo, don Ventura.

—Dije qu’era abombao.

—Es lo mesmo.

—No, ché; no es lo mesmo cola qu’espinazo... pero viá seguir...

El pardo, tuito redetido, le contestó:

—«¡Si tuviese pa los gastos!...»

—«¿Y cuánto precisás, pa los gastos?» —dijo el tuerto.

Y dijo Abdón:

—«Yo no sé, no señor... pero se mi’hace que con cincuenta pesos...»— y le relampagularon los ojos al pardo qu’era...

—Bobote, —interrumpió uno de los amigos de don Ventura.

—Eso ya dije, —replicó éste— qu’era namorao tamién.

—«¿Y rancho tenes?» —le preguntó el dotor.

Y él dijo:

—«Rancho, no señor, tamién no tengo... pero...»

—«¿Pero tenés amigos?»

—«¡Eso es, sí señor!...»

—«¡Es claro!... Y dispués que te casés con la renga, más entoavía!»

El pardo largó una risada y el dotor lo siguió hamacando.

—«Pues mira ché, no se ha’e decir que po’una miseria, e cincuenta pesos ande suelta yunta tan pareja que puede dar cría superiora. Yo te vi’a conseguir las cincuenta latas.»

—«¿Pa en cuándo?»

—«Pa hoy mesmo.»

—«¿De en deberas?»

—«Tan de endeberas como que vos sos el ñandú más ñandú de tuitos los ñanduces del pago. Escucha; va’a hacer una rifa. ¿Qué te parece?»

—«Lindo; pero es el caso que yo no tengo nada pa rifar, ¿sabe?»

—«¡Qué no vas a tener!... Veni p’acá.»

Y el dotor se llevó a Abdón p’ajuera y le metió labia, y de allá vinieron los dos, y el pardo se raiba, como si le cosquillaran las patas.

Perdomo se jué p’adentro, habló con el pulpero, pidió papel, hizo la lista y se vino y nos llamó a tuitos y juimos a la cancha’e taba, ande había un porción de amigos y leyó el papel que decía ansina:


«RIFA.—Se rifa en cincuenta números, a los daos y a peso el dentre, el pardo Abdón González. El que lo saque tiene derecho a tenerlo un año e’ pión sin pagarle nada más que la comida».


Tuitos nos raimos ’e la ocurrencia’el tuerto y nos escrebimos. Se tiró a los daos... y me tocó a’mi el pardo!...

—¿Y lo llevó? —preguntaron los amigos.

—¡Qué lo vi’a llevar!... ¡si por la comida era caro!

—¿Y el pardo?

—El pardo se casó y antes del mes la renga Braulia, qu’era una desorejada se le alzó con un indio’e la costa’el Chuy.

Charla Gaucha

Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habría de ser. Noche asfixiante. El sol había desparramado tanto calor durante el dia, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevárselo para su cueva de occidente.

Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visible, parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde ocultarse.

Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, prefiriendo sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, para impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la patrona.

En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre vellones, la peonada charlaba tomando mate «tibión y labao.»

Los bichos de luz rayaban el cielo en todas direcciones; los «cascarudos» silvadores y hediondos, casi ciegos y borrachos de un todo, pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:

—Esta sabandija es como nágua’e china comadrona: mucho ruido, mucho viento y al primer apretón se aplasta.

—Pero no jiede.

—¿Qué sabés vos?..

—Es verdá... ¡disculpe, maistro!

Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y venían, atiborrándose de insectos en sus, al parecer, giros idiotas.

De rato en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna culebra que le tenia medio tragado. Un enjambre de insectos pequeñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.

—¿Pa qué hará chus chus la lechuza? —interrogó Serapio.

Y replicó Faustino:

—Pa hacer hablar a los bobos.

—Esa ha’e ser verdá, ché, porque he albertido que cuando la lechuza no grita, vos estás callao...

Los perros daban vueltas, se echaban, gruñían, se levantaban nuevamente, andaban un poco y tornaban a echarse y a gruñir, palpitantes los ijares, pendiente, húmeda y temblorosa la lengua.

—¡Uff!... ¡Si no llueve esta noche me se redite la riñonada!...

—Si eso decís vos, que no tenés ni sebo en las tripas, —contestó Faustino,— ¿qué dejas pal patrón viejo con su panza y sus tocinos de chancho macao?

—El patrón se refriesca pegándole a la caña ’e l’Habana y a l’agua ’el pozo, mientra nosotros tenemo que conformarlo con el mate qu’está sedando Serapio... Tomá, ché, y arréglalo un poco... ¿No ves que andan boyando los paraguayos?

Picado, Serapio retrucó:

—¡Muy fino, el talón rajao!... ¡Quién sabe no querés que te sirvan chicolate?...

—¡Me ca ... iga un árbol encima!...

—¿Qué te pasa?

—¡Qué me dentró un guampudo por la camisa y me anda pezuñando en la panza!...

—Dejalo. Pueda que se coma las «muquiranas»!...

—Guarda eso pa vos, ladiao, que solo te lavás cuando llueve...

—¡Dejuro, con esta seca!... ¿Diande vi’a sacar agua?... Sino me lavo con saliva, como los gatos...

—No, che, no hagas eso... pa mi que tu saliva ensusea...

Desde el galpón, haciendo sonar los zuecos descalzos, —as tamangas,— avanzaba el pardo Hildebrando, y decía:

¡Tempo aborrecido!

—¿Qué te ocurre, bahiano?

Mi ridito... ¡Si ñao bufo, revento!...

—¿No trais otra novedá?...

Nao; mais truje una limeta é cachaza.

Con la noticia alborozáronse los gauchos. Gritó uno:

—¡Alcanza, Patricio, qu’ estamos secos como la perdiz!...

—¡Hágase ver, rubio! —profirió otro.

—Convidá, macaco, y te perdonamos la vida, —agregó un tercero.

—Alargue la mulatihna, ño Tizón.

Fora! foro toudos!... Piquen sabendo que eu por bondade do; mais pe la forza... ¡jem!...

—¡Si te lo pedimos de rodillas!...

Antón sim...! Eh! dispasinho, dispasinho!... ¡Pucha castigao valentes pa la cachaza!...

—¡Ajjj! Medio chamusquea e! gañote, pera es linda.

—¡Cha digo!

—¿Qué tenés vos?

—Que le abrí no más la jareta, le encajé buche y trago, y me va quemando hasta la pajarilla!...

—¡Alcanzá, mulato!

Nao, ya yega.

—¡Un buchito, no más!

¡Ñao! O que fica da rapariga va deitar na mea panzaz.


* * *


La puertecita del muro que cierra el patio de la estancia, se abrió, apareciendo en el dintel un bulto blanco, más ancho que alto. Era el patrón que gritaba con imperio:

—¿No se acuerdan que mañana hay parada e’rodeo? ¡A ver si concluyen la plática y se van’acostar!...

—... ’Stá bien, patrón —respondió el capataz.— Vamos, muchachos: cada chancho a su chiquero.

—No hable tan juerte que puede oir el patrón eso de chancho...

Mendocina

En el fondo de un zanjón cuyos bordes semejan los cárdenos labios de una herida se enverdece un mísero filete de agua, bien escondido entre ásperas masiegas, sin duda para evitar la codicia de la inmensa llanura devorada por la sed.

Tras un bosquecillo de chañar —donde los troncos dorados parecen lingotes de oro sosteniendo negra ramazón de hierro,— luce una joven alameda, que presta sombra a la finca, deteniendo en parte la incesante llovizna de arenas finísimas que los vientos recogen de la pampa.

El edificio, bajo, con muros de adobones con techos de caña embarrada, con su color gríseo —un extraño color de mulato enfermizo,— presenta un no sé qué de triste, de melancólico, de casa de silencio y de duelo.

Sin embargo hay fiesta en la finca.

A la sombra de álamos y sauces, se ven bostezar varios de esos bravos caballitos mendocinos que Fader ha pintado con asombrosa verdad; se ven dormitar varias de esas gallardas mulas andinas, la mitad de! cuerpo oculto en la silla montañés, de la que penden los estribos de cuero con guardamontes y capacho en la cabeza enteramente oculta con los innumerables caireles de lonja.

Y desde adentro, desde la sala —cuya puerta perfuman como boca de mujer, tupidos racimos de glicinas,— las guitarras lanzan torrentes de armonías.

Las «tonadas» chilenas —que traen reminiscencias del viejo romance español,— se balancean en cadencias de una dulzura y de una melancolía de cosas muy lejanas, de cosas idas: cantos dolientes de una raza desesperanzada; cantos que parecen coros de viudas sin consuelo junto al túmulo del esposo muerto. Cada compás es un quejido; cada estrofa un lamento, y cuando la música cesa y las voces callan, parece que se escuchara el susurro de un eco quejumbroso, el eco de ruegos extraños que fueran resbalando por las peñas de las cumbres, sin encontrar abismo asaz profundo donde disolverse en las sombras.

Hay fiesta en la finca. La hija del patrón se casa, se casa con un joven y gallardo cabuyera, y por eso gimen las guitarras, y por eso se doran los chivitos en las parrillas y las empanadas en el horno, y por eso brillan las tabletas, sobre cuyo hojaldre de plata correrá en torrentes de rubí el vino viejo.

Adentro, en la sala, que las glicinas perfuman, la alegría rueda incesante como el agua de la acequia.

Pero enfrente, a la puerta de mísera habitación, una criollita enlutada, cuyo rostro redondo, bello pálido y triste, sombrea el gracioso manto chileno, clava sus enormes ojos negros, húmedos de pena, en la planicie sin término, en la desolada pampa, donde rojean las arenas estériles, en la terrible travesía que apenas animan los jumes argentados, la zampa sombría, las tropas de jarillales el piquillín y el chañar.

Luego, lentamente, muy lentamente, la cabeza se inclina y la mirada se fija en el pequeñuelo que dormita entre mantas, en el cajón que le sirve de cuna.

Y luego, lentamente, muy lentamente, la mirada de los ojos negros y húmedos va hacia el cielo azul, el cielo profundo, el cielo remoto, ese cielo amedrentador de Mendoza que parece huir ante la vista del que observa, cuyo espíritu arrastra hacia lo infinito.

Después, como las guitarras han cantado de nuevo y las alegrías salen de la sala al patio haciendo temblar los racimos de glicinas, la criolla se estremece y se seca cual abrazada por el viento Zonda; crispa las manos, torna a mirar al pequeñuelo sin padre que le recuerda a toda hora su infelicidad y su deshonra. Se inclina, lo besa con estrépito, se endereza, y, sin duda para refrescar su espíritu clava la mirada de sus enormes ojos negros en el bonete nevado del Tupungato, que fulgura sobre la gigante gradería de peñascos obscuros, en tanto el sol, castigando la sábana rojiza, hace volar en polvo impalpable la tierra atormentada por la sed.

Conversando

—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?

—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...

—¿Güeña?...

—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.

—¿Cargosa?

—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?

—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.

—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.

—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...

—¿Y de hay colige mi tío?...

—Colijo... que vale más rodear que rodar! Desconfíale a la taba que eche muchas suertes seguidas, por qu’esas, en cuanto encomienzan a volcarse, es una sinfinidad... de nalgas!... Potro que bellaquea mucho en el primer galope, se hace caballo’e confianza a juerza e lazo y con garrones duros; pero el que comienza a corcobiar dispués de redomón, ese es como el trigo que crece sin heladas; se va p’arríba sin macoyar, o estira mucho y es muy lindo pa planta, pero en llegando la trilla, se vé qu’es como el chajá, pura pluma, no más, pura pluma!... Ningún gaucho se auga en los ríos, ché; porque pa tirarse a nado en un río, se saca el poncho y las botas, aprieta la cincha y carcula la corrientera pa saber ande ha’e largarse y ande ha’e salir; ande uno se auga, vos lo sabes, es en los arroyitos de mala muerte, en los cañadones hinchaos, que uno los despresea, les hace poco caso y lo tragan... Mirá: a mí no me ha voltiaó ningún potro, —y eso que he jinetiao algunos que se jerjeniaban fiero, y qu’eran potros de veras, grandes como rancho, no los aperiases de aura, ni esos caballos gringos criaos con mamaderas en las caballerizas, con colchón pa dormir y plato pa tomar agua, como si juesen gente: —en cambio, esta islilla que tengo rota, se la debo a un matungo basteriao que salté en pelos p’atajar una lechera !...

—Pero, mi tío, —yo le decía...

—Que te querías casar.

—Y que la muchacha es güeña...

—Ya sé, ya sé; cuando a uno le gusta un caballo y tiene gan’e comprarlo, hasta el relincho le parece lindo.

—No! qu’es güeña es güeña!... no, mi tío!

—No te aliego!... Y además el tropero ha de apartar a su gusto y pior pa él si es sonso y no tiene ojo y echa pal señuelo novillo flaco. No es eso; pero el juego se ha’e jugar aunque la plata se pierda, y si no, es al ñudo calentarse la cabeza pa llevar carteo.

—Eso es verdá. Y por lo mesmo es que antes de echar mi platita a un naipe, vengo a consultar su esperencia.

—¡Esperencia!... Mirá, ché: en estas cosas naides tiene esperencia. Yo sé que animal tubiano es güeno pa tiro, que los tordillos son superiores pal agua y que los lobunos son tuitos maulas en el camino... eso sé. Sé que año llovedor, es de peste pa las majadas y de engorde pal ganao; sé, que campos ande hay cardo y trébol, son campos juertes; qu’el apio es güeno pa limpiar la sangre y qu’el cipó milón echáo en caña suele curar la picadura’e vivora... pero a lo que vos decís... Hay güeyes que aran muy lindo y en la carreta no tiran ¡hay caballos que llevan un carro a la cincha y con pechera son maulas; hay otros que solos, tiran muy bien, y en yunta, rompen el coche.

—¿Entonces?

—Entonces, como pa saber si los mancarrones tiran derecho no hay más remedio que prenderlos, lo mejor es prender la lanza flojita, y que los tiros sean guasquitas, no más, cosa de que si resultan mañeros, se bayan sin estropiar el coche. Porque, mirá: el carro ’e la vida, cuando se ha rompido una vez no tiene compostura.

Oí cuando ella dijo

—¡Salí! ¡salí! ¡basura!... ¡Vos sos como la flor del cardo, que no se puede oler porque pincha!... ¡Y como la flor del cardo sólo servís pa cuajar la leche!...

—¡Sujeta, Jacinta!...

—¿Pa qué?... Yo estoy acostumbrada a galopiar en cuesta abajo y no les temo a los tucu-tucus.

—¡Jacinta!

—Como siempre he sido zonza y he andao atrás tuyo, siguiéndote como sigue un cordero estraviao de la madre a cualesquiera que cruza el campo, sé que vos tenes parentesco con los aperiases y con las culebras; que te gustan los bañaos onde hay pajas y barro, onde no dentra el sol porque le d’asco, onde no dentran las gentes porque les da repunancía.

—¡Mirá Jacinta!

—Yo m’ensuciao las patas pa seguirte y he visto que sos haragán como lagarto, blando como palo’e seibo y falso como rial d’estaño.

—Mirá china, que yo...

—Vos sos lo mesmo qu’esos sancochos de penca pobre: pura partida, y al largar quedan paraos.

—¡No me calentés, Jacinta!...

—¡Si a vos no te calienta ni el sol de enero... porque si hace sol te acostás bajo un ombú a dormir y roncar como un perro!...

—¡Si yo me enojo... Jacinta...!

—¡Enójate de una vez!.., ¿En qué topa que no dentra, mozo?... ¡Yo no tengo miedo al rayo, y entre vos y el rayo,.. fíjate sí hay que galopiar, Lucindo!

—Si yo juese rayo...

—Yo me vestiría de blanco, trotaría por las cuchillas y cuando castigase mucho el aguacero, me apearía al pie de un árbol copudo!... ¡Ja, já, já!... Si vos jueses rayo, si todos los rayos juesen como vos, los rayos, sabes, serian más mansos que terneros guachos y no harían mal a naides!

—¡Jacinta!... ¿Vos cres que yo soy maula?...

—¿Y si no jueses maula hubieras permitido qu’el rubio Morales m’insultase en el baile’e los Castros, diciendo que me ponía caracú en el pelo?... ¡Salí!... ¡Salí!... Vos l’oiste y te callaste y me dejaste afrentar haciendo que no vías las risadas de las ñanduzas de Gómez.

—¡Te juro que no’oi nada, Jacinta!...

—Ya sé. Vos no viste más que la daga que llevaba en la cintura el rubio Morales!... Y es lindo tipo el rubio Morales. Baila que da gusto y conversa bailando sin perderse...

—Adios, Jacinta.

—¿P’ande vas?

—Voy pal bañao... a registrar las pajas, a ver si encuentro algún aperiá dormido...


* * *


—Güeñas tardes, Jacinta.

—Güeñas tardes, Lucindo. ¿Qué trais en el poncho?

—Un regalo pa vos.

—¡Siempre llegás tarde!... El pardo Juan me trajo ayer una docena.

—¡Quién sabe si son como este!

—¿Es de ñandú macho?...

—Si. Mirá...

—¡Ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡la cabeza de Morales!... Del Morales que yo quería... del guapo... deL tigre...

—Si, lo pelié, lo maté, lo desgollé, le corté la cabeza...

—¡Vos Lucindo!

—Yo, si, yo mesmo, pa probarte que no soy maula.

—¡Oh, Lucindo, mi Lucindo, como te quiero mi Lucindo!... ¿Me llevás pal rancho?...

—¿Pal rancho, decís?

—¡Seguro!, pa tu rancho, mi querido, pa ser tuya, pa vivir siempre contigo, pegao a vos como clavel del aire a un guayabo...

—No. Pa mi rancho no... En mi rancho —vos sabes como es pobre mi rancho,— en mi rancho suelen dentrar l’agua cuando llueve juerte, y los vientos cuando se enoja el pampero; y... y el rayo cuando Dios lo manda... Pero... ¿sabes, Jacinta?... Las que no entran en mi rancho, las que no pueden entrar porque mi rancho está rodeao de ajos... ¡son las víboras!... ¡Vos no podés entrar!...

—¡No me queres más!...

—¡Si! te quiero... Aquí abajo, en el tajamar de la cañada hay un sitio lindo pa dormir la siesta... ¿Vamos a dejar la osamenta allí?...

Puesta de sol

Sinforoso y Candelario, eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuento, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recojer la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivaban el fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

¿Qué podrán decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, diciendo «nada o, lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito...


* * *


El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando, Sinforoso y Candelario, charlaban.

—Ta dura la tierra.

—A sigún ... pal bajo no’stá mala.

—Si no apuramo, va venir tarde la siembra.

—Pal cañadón va precisar tres fierros por qu’está plagao de abrojos.

—¿Y en el aito?... ¡La chinchilla d’asco!... ¿No está medio frión?. ..

—No, tuavía está güeno... ¡Pucha! ¡los bichos coloraos m’están comiendo!...

—Frieguesé con caña.

—Se m’acabao. Pue que mañana baya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré, pa bajarle la panza. Ta medio pesao.

—Dejuro, de ocioso... Tengo ganas de firmarlo en la penca’e Palacios...

—Se me hace güeen dentre... ¿Es marca’el finao Evaristo, el pangaré?

—Dejuro.

—¿Pero entonces es la marca vieja, la de pescao con raya abajo?

—Sí, pues! La marca’e ña Rosaura, que jué quien me regaló el potrillo.

—¿Vive entuavía ña Rosaura?

—No, murió hace como tres años... ¿Vamo arrimar los bancos un poco p’ayá? S’está haciendo escuro.

—Vamo.


* * *


En el fondo del galpón empezaban a instalarse las sombras. Las pilas de cueros lanares de un lado y las pilas de cueros vacunos de otro, parecían mirarse, echándose reciprocamente en cara sus rigideces de cosas muertas que habían sido ropajes de cosas vivas. En medio, junto a un muro sin revoque, blanqueado por las llamas, rojeaba débilmente el fogón, y al frente, a través del ojo vacío de la puerta, se divisaba el campo, infinito, en el finito poder de la visual humana. Las últimas luces parecían escapar con premura, cual si hubieran tocado llamada en un punto dado del horizonte...


* * *


—Sí, yo creo que Tiburcio anda medio enriedao con Agapita.

—El caso es qu’ella cabestree. Ño Luis, el tuerto, no mira bien el enriedo.

—Esta mañana vide en el campo un novillo marca’e ño Luis.

—¿Un ternero medio corneta?

—El mesmo.

—Yo también le vide antiyer... ¿Vamo arrimar los bancos más p’ayá?....

—Arrimemo...

—Pues... el novillo ese dentra puel portillo el bañao.

—Yo se lo dije al patrón, que allí estaba cáido... Pa mi qu’es Patricio que lo voltea pa dir a visitar a la china Nicolasa... ¿Vos no hayas qu’es fiera la china Nicolasa?

—Como asau de paleta... ¿Vamo arrimando pal portón? Ya no se ve ni la boca’el mate.

—Arrimemo.

—Ta medio lavativa.

—Dale güelta.

—Es al ñudo, esta yerba es flojaza.


* * *


Casi noche.

En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre nubes azules. Sobre la inmediata cuchilla, las lecheras, echadas, rumiaban. Silbando lastimeramente, las perdices hembras trotaban, apresuradas, en busca de la masiega, donde piaba la prole. A la puerta de las cuevas, las lechuzas abrían sus grandes ojos noctámbulos, golpeaban el pico y gritaban, quien sabe porqué, quien sabe a quien.

—¡Chus, chus!... ¡Chus, Chus!

El overo del piquete, atado a soga, cerca de las casas, pacía filosóficamente, sin imaginarse que en ese momento, su frente blanquecina se había maquillado, ofreciendo una coloración verdirroja. De cuando en cuando, en su atolondramiento de bohemio, gritaba un tero. A lo lejos relinchaba un caballo, y allí cerca, oíase el ruido de las gallimas acomodándose en los barrotes del gallinero. Desde el brete baló un ternero.

Por delante de la puerta del galpón pasó un perro con la cabeza gacha, la cola caída, perezoso, cansado de no haber hecho nada en todo el día. Desde la cocina, un olor a asado llegaba hasta el galpón. Y en tanto la luz se iba zambullendo en la laguna del poniente...


* * *


—El osco es mañero, pero es güeno; a juerza’e picana y de pacencia se le puede echar al surco.

—¿Pacencia?... ¡Yo tengo más que el tinao Patita!... ¿Se acuerda ’e don Panta?

—¡No me vi acordar!... ¡Güenazo el hombre!...

—Sirvasé: ’stá frión.

—Gracia... ¿Vamo a dejar?...

—Dejemo. Y’astá muy escuro.

¡Miseria!

Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, de lluvias sin tregua y de fríos intensos; noches intranquilas pasadas al abrigo de! techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pampeanas que amenazaban arrancarle y esparcirle, hecho añicos, por las llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.

Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de los aburridos y de los domados a lazo por la estación inclemente.

En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de la reja con las manos en las quijadas y la boca abierta.

Adentro, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. Nunca faltaban cuatro piernas para una partida y la botella de caña y el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la mañana hasta las dos o las tres de la madrugada.

Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de indispensable necesidad, en las raras ocasiones en que faltaba una pierna. A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por compañero; hallaban que era muy zonzo y que no sabía mentir: cuando tenía cartas, se las estaban adivinando por el lomo y cuando se hallaba ciego, era más conocido que la fonda del pueblo. Si por casualidad ligaba treinta y tres, nadie le daba una falta; y si se aventuraba a retrucar con el bastillo, era a la fija que lo estaba esperando la espadilla para ensartarlo en un vale cuatro. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como potrillo nacido en viernes santo.

Por eso a menudo debía resignarse a pasar la noche cebando mate, y observando el juego de los demás. De lejos, porque ninguno consentía que se sentase al lado suyo; que sentarse Casiano al lado de un jugador y perder éste la liga, todo era uno: no había peor lechuza en toda la extensión del territorio.

Siempre había sido así Casiano: demasiado manso, excesivamente bueno, extremadamente zonzo; y de ahí desgraciado en todos los viajes de la vida, y seguro de errar, lo mismo apuntando al siete que a la sota, lo mismo persiguiendo mayor que encaprichándose en menor. Para Casiano, ni el barro clavaba una suerte en la taba de la existencia; era una taba lisa que en ninguna de sus dos caras ofrecía el relieve de la S ganadora; como quiera que cayese, era siempre... pérdida.

Él se había acostumbrado a aquella adversidad constante, como se acostumbra el mancarrón del pobre a los lomillos herejes, a los pastos ruines y a los galopes inconsiderados. Sin embargo, de tiempo en tiempo, su desventura solía amargarle demasiado, generando como un conato de rebelión, un súbito deseo de corcobiar, que se extinguía de inmediato, en un triste y resignado abatimiento de la cabeza... ¿Para qué?... Cada hombre nace con su destino, y pretender cambiarlo, es como intentar cambiarle de pelo a un animal. ¡El que ha nacido zonzo, será siempre zonzo, como será siempre pangaré el caballo que pangaré salió del vientre de la yegua!

Y en una de las últimas noches de aquel invierno, Casiano sufrió como nunca del eterno desdén de la fortuna. Se jugaba fuerte aquella noche en el comedor de la pulpería de don Manuel. Se jugaba fuerte y se bebía fuerte: antes de las doce, Casiano había ido cinco veces hasta el bocoy de la estiba, para llenar de caña la limeta. El también había bebido bastante y sentía en el cuerpo el cosquilleo de todos los apetitos insatisfechos en su larga existencia miserable.

Entre partida y partida, entre un resto ganado y una contra flor perdida, los jugadores hablaban. Hablaban de sus juventudes distantes, de sus aventuras lejanas, de sus tragedias remotas, de sus amores olvidados, de cuanto significaba algún triunfo, alguna esperanza realizada, algún deseo satisfecho, algún orgullo triunfante. Y a través de la escarcha superpuesta de muchos inviernos, en el alma de todos ellos perduraba la flor de vanidad de un éxito. Hablaban de mujeres y hablaban de amores, con la jactanciosa petulancia de los viejos, que han perdido la facultad de retozar sobre las lomas verdes que la primavera afelpa y taracea con florecitas multicromadas.

Casiano oía y sufría. Dentro de su alma, en el gran odre vacío, resecado en medio siglo transcurrido a la espera de sensaciones amorosas, resonaban, como sobre el estirado parche de una tambora, aquellas frases que invocaban besos y caricias, espasmos y deliquios.

¡Ser amado una vez!... ¡Ser dueño un instante de un corazón de mujer, aún cuando ese instante fuese rápido como el brillar de un bichito de luz, como la emoción de una carrera de trescientas varas!... ¡Poseer el recuerdo de una hora feliz que sirva para explicar la existencia; montar alguna vez un caballo de su marca y carnear, siquiera un día, una oveja de su señal; poder tarjar un triunfo en la lonja de la vida; hacer indeleble una fecha, guardar memoria de una tarde en que, al apagarse el sol y al asomar la noche, las sombras le encontraran desangrando feliz por sus múltiples heridas de vencedor!... ¡Pero nada! Para Casiano, la existencia había sido una pampa interminable, lisa, uniforme, desesperante en su monotonía colosal. Y por sobre esa planicie desolada, él había trotado triste y aburrido, durante cincuenta años. Y en su miserable docilidad de bestia buena, confiaba aún y esperaba todavía!... Aquella noche, espolonado su espíritu perezoso por las frecuentes libaciones tuvo como la vislumbre del éxito.

—¡Si no es aura, no es nunca! —se dijo— Y le dió otro beso a la botella. Luego, tomando la caldera, exclamó en voz alta.

—L’agua está friona: le viá dar un calorcito.

Salió. Con paso mal seguro atravesó el patio, llegó hasta la cocina, donde Clota, la peona, una mulata sucia y fea y vejancona, preparaba la cena con que los trasnochadores acostumbraban dar remate a la jugada. Casiano, con singular osadía, se acercó hasta rozar con su brazo el brazo de la fregatriz. Y con entonación melosa, dijo poniendo los ojos en blanco:

—¿Me dá un lugarcito pa la pava?

Ella respondió con voz agria y soñolienta:

—¡Dale a jeringar con la pava!...

El infeliz recordó que había oído a los patrones mentar la audacia como de máxima eficacia en las lides amorosas; y su intento fué irse al bulto y estrechar a la mulata entre sus brazos con caricia brutal. Pero la eterna timidez de su vida le agarrotó la voluntad. Un triunfo así no era triunfo; no era el triunfo que anhelaba su alma, ávida de cariños más que de satisfacciones groseras. Por eso, como siempre, en todos los instantes de su vida, en vez de obrar, habló, y, claro, como siempre, perdió la partida.

—No se enoje, Clota, que yo la quiero en deberás y las buenas mozas...

La sirvienta, medio dormida, cansada con el penoso trajín de todo el día y la mitad de la noche, le arrebató la caldera, lo hizo tastabillar de un empellón y heló sus entusiasmos exclamando furiosa:

—¡Bueno, bueno! ¡Traiga la pava y no sea zonzo, que no está la noche pa baile, ni yo plancho pa que usté arrugue...

De la insolente respuesta, Casiano guardó una sola palabra : ¡Zonzo!... El debía ser eternamente un zonzo y allí estaba el secreto de su empecinada mala suerte. ¡Ni aquella arrastrada le llevaba el apunte! Hasta en ese cañadón barrioso le era imposible el baño que calmase las ardencias de su alma sensitiva y despreciada! ¡Miseria!...

Bajó la cabeza, y cuando la caldera empezó a chillar, la cogió en silencio, y salió y atravesó el patio dando traspiés y murmurando con profunda amargura:

—¡Miseria!... ¡Miseria!...

No-ha-de

La vió una tarde en que paseaba distraído por las pardas barrancas y arenosos zanjones del humilde barrio llamado—en la orgullosa ciudad de las siete Corrientes— Cambacuá; y que es, efectivamente, la cueva de los negros, de los pocos negros subsistentes en la vieja tierra indiana.

Él descendía, admirando el agreste paisaje, cuando ella ascendía, inclinado el cuerpo con el peso de la enorme cesta que llevaba al brazo. La vió y quedó fascinado.

Era muy joven y de una perfecta hermosura indígena. Los grandes ojos negros, iluminaban su esférico rostro broncíneo; bajo la naricita respingada, que dijérase la chimenea de una fragua para fundir metales de amor, abríanse en expansión florácea los carnosos labios trémulos; las cúspides de los senos nacientes se insinuaban tras el ténue percal de la bata; las caderas opulentas y los muslos torneados y firmes trasmitían extremecimientos tentadores a la roja pollera de saraza; las piernas desnudas, admirablemente modeladas, parecían dos columnas de cobre reposando sobre unos pies de princesa.

Varias mañanas, en esas luminosas mañanas correntinas en que el aire embriaga con el aliento capitoso de los azahares, la vió pasar con la cesta de chipá, torta de mandioca que la madre amasaba en la noche y ella iba a vender en el mercado.

Un día se atrevió a interpelarla.

—¿Quiere venderme todos los chipá? —le dijo.

La criolla se detuvo sorprendida, lo miró, sonrió y desdeñosamente echó a andar diciendo:

—No-ha-de.

Jacobo no atinó una respuesta, desconcertado por la actitud y por la voz de la morocha. Sin embargo, su admiración crecía y todas las mañanas y todas las tardes, iba, casi automáticamente, a pasear por las barrancas, pretextando el encanto del paisaje, pero en realidad por el deseo de verla pasar, siempre seria y huraña.

Aquello había llegado a ser como una preocupación enfermiza contra la cual su voluntad luchaba sin resultado. Era absurdo, lo reconocía pero no podía dominarlo.

Una de esas tardes había tentado su excursión en rumbo opuesto, y sin advertirlo, por imposición tiránica, echó a andar, lentamente, muy lentamente, hacia la pintoresca ranchería de Cambacuá.

Era una tarde cálida. Parecían de oro las arenas de la playa; parecían de nácar las aguas del rio, limitadas allá lejos, muy lejos, por la compacta muralla obscura de la selva chaqueña.

En la ribera dormían las barcas, suavemente balanceadas por la corriente; en la playa arenosa afanábanse las viejas lavanderas en su final de labor; y encaramados sobre los negros peñascos, bostezaban los pescadores de dorados, sosteniendo entre sus dedos callosos el piolín del aparejo. Las nubes iban tiñéndose de un violado enfermizo, y las aguas, al rodar presurosas en el crepúsculo tibio, modulaban como un canto muy suave, muy tierno, muy melancólico, cual si desearan imitar el susurro de los remotos manantiales donde crecieron, allá en las boscosas fraguas del trópico.

Recostado al tronco de su enorme timbó, Jacobo permaneció más de un cuarto de hora, sumergido en una especie de dulce somnolencia. Luego, tendió la vista por la senda tortuosa que conducía al centro de la ciudad, esperando ver surgir, sobre ella, la gallarda silueta de Eudoxia, la linda vendedora de chipá.

Ya era tarde, ya estaba oscureciendo, cuando ésta apareció andando de prisa, el cuerpo derechito y la vista baja, como siempre.

—Buenas tardes, amiga —dijóle ei mozo, y ella respondió con su vocecita de pájaro:

—Buena.

—¿No le queda ninguna torta?

—Nada no me queda —dijo ella, deteniéndose y fijando en él, por vez primera, sus grandes ojos, hermosos y tristes.

Jacobo, logrando dominar la extraña timidez de los días anteriores, se aventuró a exclamar:

—¿Por qué es tan huraña conmigo? ¿Me tiene miedo?

—Nunca no tengo miedo yo.

—¿Entonces por qué se marcha siempre? ¿por qué no quiere conversar conmigo?

—¿Para qué?

—Para darme la gran alegría que me da en este momento y que puede darme todos los dias, permitiéndome verla, oirla, hablarla, durante unos minutos siquiera.

—Nada no va a ganar.

—Mucho: ser feliz.

Ella lo miró fijamente y con voz triste, dijóle:

—¡Caray yapú! (hombre embustero) —y se alejó sin volver la cabeza.


* * *


Esa noche, concluida la cena, Jacobo se encerró en el cuartejo de la fonda para meditar a gusto, mejor dicho, para soñar a gusto. ¡Amaba, entrañablemente a la criollita!... ¿Y qué?... Ella era muy pobre, hija única de una honrada mujer, viuda de un oficial de milicias muerto en la guerra; pero ¿y él mismo que era?... Pobre también, sin más recursos que su modesto sueldo de empleado público: huérfano descendiente de una familia quizá más humilde que la de Eudoxia, solo, joven, libre...

Durante una semana continuó yendo todas las tardes a Cambacuá, para tener el gusto de ver un momento y cambiar unas palabras con la gallarda y esquiva morocha. Varias veces intentó manifestarle un propósito que había ya decidido en su conciencia; pero siempre, antes de que hubiera conseguido dar forma al pensamiento, ella se había marchado con un indiferente:

—Adiós, che amigo.

Y efectivamente, una tierna amistad los fue uniendo poco a poco. Las entrevistas se prolongaban algo más, aún cuando las conversaciones no fuesen mucho más extensas.

Sin embargo, Jacobo decidió concluir de una vez. Una tarde la esperó al pie de la barranca, cerca del rio, junto a un delicioso grupo de sauces llorones. Con voz emocionada le pintó su cariño, su propósito de casarse con ella. Eudoxia protestaba; aquello no podía ser, ella no era «decente», él era un «mozo», quería engañarla. Él iba destruyendo todas sus objeciones, con palabra cálida, con acento apasionado... Ella escuchaba con embeleso, sin retirar sus manos de las manos del mozo, sin apartar los ojos del rostro amigo. Su cuerpecito menudo y grácil temblaba y sus labios enmudecían.

De pronto, bajó la vista. Su mirada se fijó en sus piececitos desnudos y en los zapatos de charol de Jacobo y aquello fué el derrumbe de un ensueño que empezaba a edificarse en su cabeza y en su corazón. Lanzó un grito, miró a su amigo con los ojos húmedos de llanto, retiró bruscamente las manos, y echó a correr exclamando con lágrimas en la voz...

—¡No-ha-de!... ¡No ha-de!...

Fin de enojo

Con la cabeza sin más protección contra el rajante sol de enero que la espesa melena azabache, sentada sobre la tranca del cerco, Casilda investigaba curiosamente el horizonte.

Estaba furiosa Casilda. El sábado había visto a la vieja Sinforosa, quien le contó que Lindoro, en el baile de las Peña, había andado toda la noche arrastrándole el ala a la rubia pecosa. Y como aquella le dijese, —por comadrear, no más,— que no podía atenderlo por constarle el compromiso existente con Casilda, él, el muy trompeta de Lindoro, había respondido:

—«¡No m’enriede el fleco ’el poncho!... ¡Nu’ haga caso ’e la chinusa!»...

Y Casilda, rabiosa, arrancaba mechones de lana al cojinillo que le servía de asiento y miraba insistentemente al camino, cual si quisiera atraer con la vista al ingrato desdeñoso.

—¡La chinusa!... ¡la chinusa! —exclamaba con encono.— ¡Muy delicao el mozo, dende que anda perdiendo las plumas por la rubia Peña, ese pichón de benteveo, más flaca que mestre’escuela y más fiera que remedio!...

No li hace, no li hace; en cuanto llegue yo le viá arreglar la libreta y le viá cantar tuito el compuesto sin necesidá ’e guitarra... ¡Oidos le van a hacer falta al indino y le viá probar que a veces se llueve más l’azotea qu’el rancho ’e paja, y que hay criollos que la corren con el mestizo ’e más menta!... Ya tengo bien pensao cuanto le viá decir a ese trompeta mal agradecido. ¡Y lo viá repetir aura pa que no me se olvide!

Colérica, la china levantó la cabeza, sacudió la crin, escupió, se compuso el pecho y empezó a recitar con voz chillona:

—«¡Pué seguir no más delargo qu’el camino está güeno y tengo poco máiz y lo preciso pa las gallinas y ya he renuncian a criar chanchos y hace tiempo que no llueve y no quiero gastar el agua ’el pozo en lavar bajeras que se ensusean en el lomo ’e mancarrones mataos»... Y... y... y... ¿cómo era dispués?... ¡Ah! ya mi acuerdo—: «... y yo no soy sobra ’e naides y más menos de esa estopor que tiene el pelo mesmo como escoba ’e lavar servicios!... ¡Que churrasco lindo pa ensartar el mozo!... La cigüeña tiene más pulpa en los caracuces qu’ella en tuito el cuerpo y que si la van a comer es como tararira chica criada en el barro, gedionda y llena de espinas!... Y arreglao al carro son las estacas y no tiene la culpa el chancho sino quien le da de comer y... »

La china volvió a escupir espeso y a mirar el camino.

—¡Allí viene! ¡allí viene! —exclamó; y mientras una ola de sangre arrebolaba su linda faz de morocha y le relampagueaban los ojos y se agitaba el seno opulento y firme, esforzábase en dar a su fisonomía la máxima expresión de desdén y de fiereza.

Llegó el mocito, un criollo de bella estampa; boleó la pierna con gracia, alzó la rienda al overo y se acercó a Casilda, haciendo sonar las rodajas de las espuelas de plata.

—¿Cómo le va diendo, mi vieja? —preguntó con mimo; y ella comenzó airada:

—«Pué seguir no más de largo qu’el camino está güeno y tengo poco máiz y lo preciso pa...

Él no la dejó proseguir. Se acercó, la abrazó, y buscándole los labios con sus labios, preguntóle:

—¿Qu’está cantando mi nena?. .. Traiga pacá esa trompica que la viá comer a besos!...

—¡No quiero!... ¡andá besar la rubia! —replicó Casilda defendiéndose.

—¡Bobeta!... ¿Qué te pasa?... ¿has pescao la madre ’el agua?...

—¡Salí! ¡salí!... ¡andá buscar la rubia mangangasa!...

El gauchito con voz de almíbar, siguió diciéndola:

—¡No diga cosas fieras mi prenda!... ¿Qué le importa que a otras les dé las achuras, si tuita la res es suya?... ¿Qué l’importa qui ande como pájaro, volando de rama en rama, si hasta en la noche escura sé rumbear al nido y te sé trair en el pico un granito ’e pitanga y una florcita del monte?... Desensille el picazo pa refrescarle el lomo y vamo a ver si en la cocina hay agua pal amargo, que traigo seco el tragadero de tanto galopiar pa estar pronto al lao de mi Casilda!...

—¡Me llamaste chinusa! —respondió la joven casi rendida; y replicóle el mozo:

—¿Y di’ái?... Por chinusa te quiero, criolla pura, flor de los pastos en las cuchillas lindas de mi tierra!...

Y tornó a besarla; luego dijo:

—¿En tuavia está enojada mi rainita?...

Ella hizo un mohín.

—Aura no, —respondió muy quedo, y rompió a llorar.

—¡Pucha digo! —exclamó;— si soy lo mesmo que perro: me pongo brava y ladro y cuando me llama el amo...

—¿Vamos pal rancho?...

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas, le dió un sonoro beso en ia boca y respondió sumisa y contenta:

—Vamos.

La carta de la suicida

Corridos todos los trámites, enterrada la difunta, el juez de paz entregó a Torcuato la carta que ella había dejado escrita para él, su prometido.

Torcuato recibió el pliego, le dió vuelta entre sus dedos callosos, lo miró, tornó a darle vueltas y concluyó por doblarlo al medio y guardarlo cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta.

A pesar de que estaba obscureciendo, de que no había almorzado y de que sus ranchos quedaban lejos y atrásmano, montó a su caballo y se dirigió al trote, rumbo a la pulpería de don Manuel.

Allí, a solas con ei dueño de la casa, sacó la carta, se la presentó y dijo con súplica solemne:

—Vengo pa que me lea esto.

Don Manuel, —un gallego petizo, grueso, hinchado con los cuatro o cinco miles de pesos que congestionaban sus arterias de labriego,— se caló las antiparras, rasgó el sobre escrito y tras un momento de afanoso estudio,confesó con rabia:

—¡No entiendo estus jarabatus!

Torcuato, resignado, guardó la carta, montó a caballo y trotó hasta su rancho, distante, muy distante. La noche era obscura pero Torcuato y su overo sabían rumbiar con los ojos cerrados. La noche era fría; pero Torcuato y su overo tenían la piel curtida, resistente a todos los rigores del clima; helada, sol, lluvia, granizo... ¿que les iban a contar de nuevo?

El paisano llegó a su rancho, que con ser chico le pareció inmenso esa noche. Tiró el puncho sobre el catre, se acostó sin desvestirse. Como no había cerrado la puerta se quedó mirando hacia afuera, hacia lo negro sin término, abiertos los ojos que el sueño no quería cerrar.

Cuando la aurora echó un resoplido purpúreo en el interior del rancho, el paisano se enderezó en la cama. Al recojer el poncho lo encontró destrozado, como si hubiese estado escarbando una alimaña uñosa.

¿Fueron las rodajas de sus espuelas en convulsión nerviosa o fué algún bicho malo que penetrara en la noche, al amparo de las sombras y aprovechando la puerta abierta de par en par?

No lo sabía, no intentaba saberlo, incapaz de raciocinos en la semi-inconciencia en que le había sumergido el trágico acontecimiento de la víspera, y en la ansiedad que le atenaceaba, porsaber lo que decían las palabras sin voz de la muerta, guardadas allí, bajo un sobre, junto a su corazón, en un pliego arrugado.

Salió, se sentó en las raíces del ombú, tomó la carta y la estuvo contemplando largamente, estudiando con minuciosidad extrema cada uno de aquellos signos, para él misteriosos, indescifrables, incomprensibles.

El sol iba subiendo, iluminando, calentando. El casal de barcinos rabones y reyunos, daba vueltas, en silencio, olfateando, mirando al amo con miradas que parecían decir:

—«¿Hoy tampoco carneamos, patrón»?

Y el overo, atado a soga, extrañando que no se le largase aún, giraba alrededor de la estaca, se detenía, miraba fijámente al dueño, con las orejas inclinadas, con la cabeza baja, como presintiendo una desgracia.

En el intervalo, Torcuato leía, si, leía; las cifras misteriosas se aclaraban, formando palabras, formando oraciones. Por intervención de una fuerza misteriosa él, que no conocía la O por redonda descifraba la carta de la novia muerta.

Al principio dudó, creyéndose presa del delirio; pero, allí estaba el rancho, el ombú, los perros a su lado, el overo en la soga, el campo, las lecheras en el bajo, las ovejas en la loma...; hallábase bien despierto.

Leía. Y leía lo siguiente:

«Queridito mío: Esta que te escribo es pa desiarte salú, que la mía era güeña, a Dios gracias... hasta aura que...

Aquí había algo confuso, muy confuso, un borrón tal vez. Y seguia:

«Y yo te quiero mucho y a vos sólo y como no me dejan casar con vos yo me...»

En este sitio negreaba otro borrón; era claro: «yo me mato... Y adiosito mi queridito de mi alma y perdóname que te haga sufrir y rezá por el ánima de tu pobrecita.— Petrona.»

Eso es; así era la carta. Torcuato no sabía leer, pero adivinaba. Su cariño hacía un milagro.

Ladraron los perros. El paisano levantó ia cabeza. Su vecino don Jerónimo llegó hasta él.

—Buenos dias, amigo.

—Buenos; bajesé.

—Supe que andaba batiao en una ala y vine para ofertarme... sirvo... en lo que mande.

—¿Sabe leer, don Jerónimo?

—Sí, sé leer.

—Tome, lea.

Y alargando la carta, agregó no sin cierta expresión de orgullo;

—¡Vea lo que me dice la chiquilina!

El vecino leyó, meneó la cabeza y dijo:

—Qué le vamos a hacer, amigo, las mujeres son así.

—¿Cómo así? —replicó violentamente el mozo.

—Así, pues, sucias como un peso papel y falsas como botas de pulpería.

El rostro de Torcuato quedó, al oír estas palabras, tan blanco y tan rígido, como un campo cubierto por la escarcha. Su mano, que temblaba, se posó sobre el brazo del amigo y con una voz que vanamente intentaba aparentar serena, interrogó:

—¿Usted lió?

—¡Natural!

—¿Me quiere hacer el servicio ’e lerla juerte?...

—¡Si se empeña!...

—«Queridito mío...

—¡Ansina!... ¡ansina es!...

—«Queridito mío: Esta que te escribo es pa desiarte salú, que la mía era güeña, a Dios gracias hasta aura que...

—¡Clavao!... Lo mismo que yo lí.. ¡Siga, compañero!

—...«me tengo que matar..

—¿Nu hay un borrón ahí?

—Sí, grande.

—¡Es eso, el borrón!... ¡pobrecita!...

—«...me tengo que matar porque...

—Vea, eso es lo que más interesa, lea despacito, no se apriesure...

—«...porque... sabes, mi queridito... yo tuve una disgracia con Sinforoso, el sargento, y no se quiere casar conmigo y dice que si yo me caso con vos te va a contar todo, mi queridito querido...»

Torcuato pegó un brinco, asió violentamente de un brazo a su amigo y le dijo:

—¡Eso es mentira, eso no puede ser.. ansina!... Güelva a ler, por favor!...

Don Jerónimo tornó a leer el párrafo, y el paisanito tornó a increparle:

—¿Pero dice bien ansina?... Mire... la letra es fiera, puede que se equivoque!...

—No, m’ hijo, es asi! .. Pacencia!

—...Siga.

—«Como yo sé que el sargento Sinforoso es un desalmao, y yo sé que vos, mi queridito querido, sos muy bueno, te recomiendo antes de morirme, que me voy a matar, que cuidés de la criaturita que la tiene ña Pancha la del Rincón del Espinillo. Y te manda un beso tu fiel — Petrona.»

Frió, súbitamente serenado, Torcuato dijo:

—¿Concluyó?

—Sí, amigo.

—Y... ¿está bien seguro de qu’ella dice eso, que yo... me haga cargo... ’el gaucho?

—Sí, sí, lo dice.

—Güeno, amigo, gracias.

—¿No precisa nada?

—Nada.

—Adiosito entonces, y ser juerte.

—¡Vaya, amigo, vaya!... ¡Yo no he nacido a la orilla, el agua onde se crían mimbres y sarandises; yo he nacido tierra adentro, en la pampa, donde viven los ñandubaises duros y con espinas... ¡Adiós, paisano!...

Se estrecharon la mano, don Jerónimo montó y partió.

El overo seguía dando vueltas alrededor de la estaca, impaciente. Los perros remolinaban gruñendo con gruñidos que querían decir: «¿No carneamos hoy tampoco?»

Torcuato, tras un momento de meditación se dirigió hacia el sitio en que estaba atado su caballo. Quiso desatar el maneador y no pudo; intentó arrancar la estaca y no lo consiguió: sacó el cuchillo, cortó la guasca, quedó libre el overo. Siempre seguido por los perros, llegó hasta la cocina. De un garfio colgaba un pernil de oveja, negro, seco. Lo descolgó y lo arrojó a los barcinos. Más de cinco minutos permaneció inmóvil, la vista en el suelo, el cuchillo en la mano. Luego dijo en voz alta:

—Hembra... pasto ’e bañao que no alimenta, sol de otoño que no da calor... hembra!... El guacho queda a mi cargo... ¡Güeno!

Y silbando una vidalita muy triste, se puso a afilar el cuchillo en la piedra que estaba junto al fogón. Probó después el filo en el dedo, lo encontró a gusto, y dijo simplemente:

—Güeno.

Por haraganería

Era Lino el peón más estimado en la estancia del Juncal: ni fatigas ni peligros le detuvieron en ninguna circunstancia. Fuerte, guapo, noble, temerario, la lealtad le humedecía el alma al primer encuentro, como el sudor humea el lomo del caballo gordo al primer esfuerzo. Lo mismo que el ceibo, era puro corazón; corazón y flores lindas. Las gentes que desprecian las flores y las maderas inútiles, le despreciaban.

Atanasia lo quería. Es decir, Atanasia gustaba de él, de su bondad de perro, de su alegría de chingólo, de su paciencia de hornero. Le disgustaba, en cambio, su despreocupación de cigarra y su generosidad de oveja.

Estaba convenido que habrían de casarse; pero Atanasia no tenia prisa: sus diez y ocho años podían esperar aún. En la espera comenzó a reflexionar. Hizo el balance de los placeres y los sinsabores que le proporcionaría el matrimonio con Lino.

Él la quería: aceptado.

Él era bueno: conforme.

Él era trabajador: de acuerdo.

Una vez casados, no faltaría el techo y el sustento: indudable.

Empero... Atanasia era una chinita gorda, mortalmente haragana, para quien el máximun de la felicidad hubiera consistido en pasarse tres cuartos del día en la cama y el otro cuarto tendida en un sillón, tomando el mate dulce con azúcar quemada que le «acarriase» o una «gurisa». En cambio, era ella quien tenía que trabajar para otros y si se casaba con Lino, tendría que trabajar también... lavar, planchar, cuidar la casa... Atanasia era fabulosamente haragana.

Lo era en extremo tal que en su baúl se apelillaban cuatro o cinco cortes de vestidos regalados por Lino y que ella dejaba dormir allí por no tomarse el trabajo de cortar una bata o coser una pollera.

Por haraganería era desaseada: el hermoso aspecto salvaje que le daba su triunfal cabellera mal sujeta entre cuatro horquillas, surgía de su pereza para imponerse con el peine a la rebeldía de las greñas. La cadencia lasciva de su andar debíase únicamente a su falta de energía física para imprimir a su marcha un ritmo honesto. Sí ante ciertos espectáculos camperos su rostro era incapaz de ocultar la satisfacción proporcionada, en un púdico ruborizamiento de virgen práctica, debíase, no a perversión suya, sino al horror al esfuerzo.


* * *


Ocurrió en esto la muerte de la patrona. El patrón quedó inconsolable. Llevó bombacha, saco, pañuelo y hasta cuello y puños de merino negro.

Tan inconsolable quedó, que a los dos meses buscó un derivativo a su pena festejando a Atanasia, la peona.

La china no mostró sorpresa, convencida, sin embargo, de que jamás el patrón se decidiría a colocarla en el sitio dejado vacante por la difunta. Dentro de lo perceptible por su moral rudimentaria, la consagración oficial del matrimonio carecía de importancia. Entre «casarse» o «amigarse», la única diferencia visible para ella consistía en que la segunda clase de unión no se solemnizaba con baile, asado con cuero, guisado de gallina y pasteles.

Habría, pues, aceptado sin escrúpulos los galanteos del patrón, si no hubieran estado de por medio Lino y su compromiso, es decir, el trabajo de romper aquel compromiso.

En vano el estanciero le decía:

—Ladiatelé no más, y y’astá!...

Ella objetaba:

—Sí: ¿y pa lediarmelé?...

¡Claro! Para «ladiarselé», se requería un esfuerzo, un gran esfuerzo. No quiso; no pudo.


* * *


Dócilmente, sin entusiasmos y sin resistencias continuó sus amores con Lino y concluyó por casarse con él, cuando él lo dispuso.

Todo iba bien. Los quehaceres eran menores; su marido tuvo la atención de conseguirle una mucamita, que ordeñaba 1a lechera, acomodaba la casa, cebaba el mate y cocinaba. Como la ropa era nueva, la aguja tenia poca ocupación.

Todo iba bien. Lo quería a su Lino; no disputaba nunca, y ni por mientes se le ocurrió traicionarlo.

Pasaron varios meses, pasó un año, nada cambiaba; lo único nuevo y molesto, fue la recrudescencia de los galanteos del patrón. Aquello fastidiaba a Atanasia. Resistía. Y semejante resistencia implicaba una horrible labor de todos los dias. Al fin, una tarde, harta, cedió.

Continuó amando a su marido con el mismo cariño reposado, sin exaltaciones, sin entusiasmos, pero continuó cediendo, sin un adarme de perversión, sin pizca de interés.

Por haraganería.

¡Se me jué la mano!

Valentina había sido la muchacha más linda del pago. Blanca y rubia, alta y airosa, —aunque delgaducha, eso sí,— pero admirablemente conformada.

¿Qué causas habían motivado la completa destrucción de su hermosura en el transcurso de diez años y cuando sólo contaba treinta y dos de edad?

Unos decían:

—De perversa.

—La yel, desparramándosete pu’el cuerpo, la jué secando de a piacitos, —explicaba una curandera; en tanto un mozo simple y crédulo, se expresaba así:

—A mi me contaron que una vez, tomando agua en el arroyo, se tragó una nidada ’e víbora y los viborones han quedao adentro, creciendo, mordiendo y golviándola asina, mala, fea y asquerienta como perro sarnoso. Yo no sé... a mi me lo contaron de esa laya...

Alta, flaca, lisa, Valentina tenía efectivamente una fealdad repulsiva. El rostro mentido, pecoso, estaba surcado en todo sentido por una inmensidad de pequeñas arrugas; los ojos, que debieron ser bellos, tenían una permanente expresíón de fiereza; los labios, finos y secos, agitábanse en un temblor continuo: nadie podía imaginar la sonrisa ni el beso en aquellos labios convertidos en cuerdas, duras y ásperas, por el hábito de gritar, de reñir, de proferir palabras groseras y frases agrias. Aquella mujer era una espina humana.

Como hacendosa no tenía rival: cuando el gallo lanzaba el primer canto, lanzaba ella el primer grito y desde entonces hasta la noche, hasta que el sueño y la fatiga no la rindiesen, sus manos y su lengua no paraban un momento.

Los improperios, los insultos, los rezongos salían de su boca como acompañamiento indispensable a la labor de sus brazos; parecía una máquina infatigable y barullenta.

Sobre su marido, Mateo, y sobre su sobrinita, Amelia, caía sin intermitencias el chubasco; sobre Amelia caían también, a menudo, pellizcos y mojicones. Los peones y las «peonas», cuando tenían cargada la paciencia «hasta la punta ’e las estacas», liaban sus petates y se mandaban mudar. Amelia, que no podía irse, lo pasaba llorando casi todo el día. Mateo, quien tampoco podía irse, se reía.

Era Mateo un cuaretón sano, robusto y alegre. A las frases compasivas de los amigos replicaba:

—Vea, don... Cuando en las montiadas, al llegar la noche, se tira uno a dormir y lo encomienzan a comer los mosquitos ¿qué hace?... Echarse el poncho por la cabeza y aguantar un poco el resuello hasta agarrar el sueño. Dispués, aunque se destape y la sabandija se le prienda, ya no se siente... Creamé, con un güen poncho ’e resinación se puede hacer noche en cualquier estero ’e la vida. El primer aguacero es el que moja y luego de estar hecho sopa ¿pa qué hacerle asco al segundo?

Otras veces decía:

—¿Qué cómo puedo soportar?... Pero amigo, usté no soporta lo mesmo los grillos y las chicharras, y los zapos cuando hay tormenta y los perros les da po’aullar? Creamé, pa pasarlo rigularcito en la vida nu hay que ser delicao y acordarse de que habiendo hambre, hasta las tripas amargas son achuras.

Conviene advertir que, de cuando en cuando, de tarde en tarde, si es que estaba muy fastidiado, Mateo solía hacer sonar de un «mangazo» la cabeza dura de su mujer, pero esto, digo, rara vez, porque ella gritaba de tal modo entonces que se hacía verdaderamente insoportable: había, que matarla o irse. Claro, él ensillaba y se iba, dejando aterrorizados a Amelia, al gato y al cuzco overo, que sabían lo que les esperaba.

La pobre chica, sobre todo era quien tenía que aguantar lo peor del chaparrón. Así estaba casi sin pelo y el cuerpo cubierto de cardenales!...

A pesar de todo, seguía viviendo en aquel infierno donde, excusado parece decirlo, no visitaba nadie, salvo algún forastero, que, de fijo no demoraba veinticuatro horas en alzar el vuelo, a pesar de que, buena en el fondo, Valentina ofrecíale excelente y abundante comida, blando y limpio lecho. A este respecto decía un paisanito ladino:

—Tamién los camoatises tienen linda miel; pero cualquiera mete la jeta en un camoatí!...

En cuanto a Mateo era otra cosa; él quería a su mujer: sabia que su enojo perpetuo, su infatigable malhumor era una especie de enfermedad, o de vicio, y disculpaba; además según su propia expresión; «ya tenia curtido el cuero ’el alma».

Empero, sucedió que una mañana el gaucho se levantó muy alunado. No había dormido, sacudido por una soberbia indigestión de sandías: seis se había comido la víspera, de una sentada.

Valentina, diligente, se había levantado, había hecho fuego, le había servido un té de manzanilla, le había puesto parches de sebo en la barriga, pero todo esto, acompañado, naturalmente, de furibundos reproches.

—¿No te lo había dicho yo, qu’ibas a reventar atracandote como chancho?... Pero dejuro, no hicístes caso y seguistes tragando no más!... Dispués que se jorobe la burra ’e la casa pa hacerle remedios al rai!... Tras qui tina tiene que’ echar los bofes lidiando dende que amanece Dios, entuavía nu ha poder descansar de noche!... ¡Vida más puerca!...

A la hora del almuerzo Mateo llegó del campo más descompuesto que nunca. No quiso comer.

—¡Güeno! —bramó su esposa,— ¡aura no comás, asina te pones más pior y me volvés a jorobar esta noche!... ¡Ah,no! no t’imaginés qu’esta noche también me lo viá pasar a lo gallo.

—¡Pero mujer!... ¿Cómo querés que coma, si parece que mi anda corcobiando un bagual entre las tripas?...

—¡Si ayer no hubieses comido media guerta ’e sándias!...

Hastiado, Mateo, se levantó y se fue al campo: pero a la tarde, durante la cena, la provocación recomenzó más agria.

—¿Tampoco vas a comer el guisao de locro?

—No me dentra nada.

—¡Asina te dentrase un pasmo! ¡Vale la pena que una se mate cocinando pa que dispués haiga que echarle la comida a los chanchos!...

Mateo continuaba paseándose, impaciente, nervioso, castigándose la caña de la bota con el rebenque. Valentina, sin dar tregua a los insultos se levantó, dió un puntapié al cuzco y un pellizco a Amelia, después de lo cual se acercó a su marido para gritarle en la cara:

—¿Querés que te haga otra manzanilla?...

—¡Dejame el alma en paz!

—¡Pues la vas a tomar!... ¿entendés?

—¡No!

—¡Lo has de tomar a la juerza!

—¡No me mortifiques más, mujer!

—¡Asina!... ¡Asina!... ¡Hacete aura el vítima, el disgraciao, cuando yo soy la que tengo que soportarlo todo dispués de deslomarme trabajando como una reyuna!

—¿Te querés callar? —exclamó el gaucho levantando el rebenque.

—¡No quiero! —gritó ella acercándose.

Mateo, furioso, dejó caer el mango del rebenque sobre la cabeza de Valentina, quien se desplomó y quedó rígida. El golpe, recibido en la sien, la había muerto instantáneamente.

Su marido, aterrado, exclamó con profunda pena:

—¡Se me jué la mano!

Luego, tomando en sus brazos el cuerpo inanimado de Valentina y llorando como una criatura:

—¡Mi viejita!... ¡mi pobre viejita! —gemía.— He sido un animal, un verdadero animal!... ¡Mi pobre vieja!... ¡No creiba pegar tan juerte, es que se me jué la mano!...

Filosofando

Durante el día se trabajó fuerte en la estancia de los Horcones, recorriéndose todos los vericuetos del campo, escudriñando los montes, arreando toda la hacienda a los rodeos, para el recuento general de fin de año.

A la noche, en la cocina, los peones amargueaban y jaraneaban sin sentir cansancio, sin que las doce horas de rudo trabajo continuo hubiese ablandado sus músculos.

Estaban allí cuatro mozos y un viejo. Este en medio de la rueda, narraba aventuras y reía anécdotas con verbosidad andaluza, sin quitar de la boca la bombilla, porque, circulaban dos mates, y él apañaba los dos, como cordero endoblado.

—Una ocasión, —decía,— allá pu’el Entre Ríos cerquita ’e Chajarí...

—¿Usté ej entrerriano? —interrumpió un mozo.

—Si... Cuando Urquiza era gobierno...

—¡Toro lindo, Urquiza!... ¿no?...

—Torazo... Díbamos una tropilla’e muchachos...

—¿Usté era muchacho entonce, don Cesáreo?...

—¡Dejuro!... Alguna vez juí muchacho... ¿O te pensás, poca abierta, que a mi me parieron viejo?...

—No, pero ha de haber tiempo d’eso...

—¡Añares!... Pero miren, che, si me van a estar pialando las palabras en cuanto pisan la puerta ’e la manguera e’ la jeta, es más mejor que deje...

Rieron los peones y el viejo disponíase a continuar, cuando fué interrumpido por la voz colérica de Paula, la piona, que en la puerta de la cocina gritaba:

—¡A ver, pues, si me dá lao!...

Estas palabras iban dirigidas a Pedro, un gauchito taciturno, que estaba allí, recostado al marco, ajeno a la charla de sus compañeros.

—¡Está bien, dona!... —replicó el mozo con voz suave y triste.— ¡Pero pa eso no tiene necesidá de empujarme con la pata, como si juese perro echao junto al fogón!...

—Si usté no estuviese siempre atravesao en la puerta como un jueves en medio’e la semana!...

—Es pa tomarle el olor cuando pasa...

—¡Yo no soy osamenta! —retrucó la china que entró y salió como viento.

Don Cesáreo largó una carcajada y dijo a Pedro:

—¡Echale agua a la caldera, che, que de seca, se v’aujeriar!...

—¡Agarrá caballo manso! —agregó otro.

Y Pedro lívido.

—¡Cha digo!... Esta mujer me tiene el alma como brasa, y si d’esta hecha no hago una barbaridá...

—¡No te comprometas, Pedro!... —murmuró con sorna el viejo.

Y los otros corearon:

—¡Hacelo por la familia!...

—¡No dispare, compañero, que hay aujeros y usté no es parador!...

Pedro, muy pálido, se acercó al grupo.

—Frieguen nomás, —dijo;— ansina acontece siempre, tuitos ríen del que se pierde.

—¡Dejuro! Si el jugador es zonzo y se deja robar la plata...

—¡Zonzo!... Cuando un hombre es güeno y en querer se empeña...

—¡Che, che! —exclamó el viejo.— Eso parece vida1ida... Cantala, ¿a ver?.,.

—¡Mire, don Cesáreo : no me caliente la cabeza, vea que ya estoy echando espuma!...

—¡Espuma de cañadón que no hace más que barullo y si se toca ensusea!... Vamos a ver muchacho, ¿no es lástima que un hombre juerte ande arrastrándose como perro castigao al derredor de unas naguas?...

—¡Y si la quiero!...

—¿Y si ella te juye como la víbora a la baba’el venao?...

—Enantes me quería... Dispués vino ese mocito’e la ciudá...

—¿Y ella te ladió el caballo?... ¿Qué le has de hacer?... Las promesas de las mujeres no son escritura pública, ché, y hoy naide aliega propiedá de hacienda que no lleva su marca. Mascá el freno, y dispués, cuando se te haiga pasao el sarpullido, si tuavía te sentís con ganas de caballo’e galpón, despreciando el campo abierto, ande se corre y se relincha a gusto, no te ha’e faltar yegua pa enlazar. ¡La manada es grande!

Y como Pedro guardase silencio, gacha la cabeza y nublados los ojos por la pena y la rabia, don Cesáreo terminó sentenciosamente:

—Agacharse es alivio... aunque nos maten de un palo...

¡Imposible!

En aquel día el sol había hecho lo de un viejo quemado por el rescoldo de ardientes pasiones juveniles: todo el día, pero todo el día, desde la hora de ordeñar hasta la hora de acostarse las gallinas, estuvo derramando oro líquido sobre las colinas y los valles. Al caer la noche, los pastos, borrachos de luz, pálidos, ajados, se doblaban sobre sus tallos esperando la ducha restauradora del rocío nocturno.

En el cielo, las Tres Marías iban elevándose muy lentamente; y en rumbo opuesto, el Lucero, «rastaquere» del firmamento, centelleaba como brillante de coronel brasileño y avanzaba con cautela a fin de hallarse en el cénit, justo a media noche. Al sur, la Cruz Americana abría los brazos a una multitud de estrellas menores, en tanto, a su izquierda, el Saco de Carbón dibujaba tres sombras irregulares, sobre la sombra regular del todo de la tierra.

A lo lejos parpadeaba Venus en guiños de coqueta; y más lejos aún, en lo remoto de lo remoto, Sirio, sultán celeste, dominaba con el sereno fulgor de su pupila a la luz de las pupilas temblorosas de las estrellas de su harem.

Un enjambre de luces taraceaba la bóveda obscura; una diversidad de luces; blancas algunas, como gotas de argento, como ascuas otras; serenas luces de planetas, padres de familia; luces inquietas de soles vírgenes; luces infantiles de asteroides y luces opalinas de nebulosas, que pasean por el espacio con orgullosa desvergüenza el vientre inflamado en su preñez de mundos.

La luna demoraba en salir.

Tras los montes, la divina pastora juntaba nácares, perlas y lirios, esperando que el aliento de los prados y de las selvas hubiesen perfumado el ambiente, que se acallaran todos los rumores de la vigilia afanosa, a fin de que pudiese llegar hasta ella la elegía de los suspiros y la endecha de los besos.

La luna demoraba en salir.

El suave aroma de las glicinas se confundía con el penetrante perfume de los naranjos en flor.

Bajo la bóveda de enredaderas lujuriantes había un banco rústico, dónde él y ella, reunidos por el caprichoso oleaje de la vida, meditaban, —después de haberse leído mutuamente,— en la fatal equivocación de sus existencias. Él, que había pasado su tiempo regando una roca, vió en los ojos azules de ella la profunda melancolía de un sueño malogrado.

Era un silencio aromático y obscuro, en el cual aquellas dos almas tristes se besaban sin saberlo y sin desearlo.

No hablaban. En la quietud solemne de la noche aromatizada con el aliento de los jazmines y jacintos, las rosas y los claveles, los nardos y los lirios, los blancos azahares y los caireles lila de las glicinas, en aquel búcaro fragancioso, se inmovilizaba el sentimiento.

La primera palabra rompería el encanto. Al hablar, los labios buscarían los labios para un beso imposible, asustando a los espíritus que estaban deliciosamente juntos, un pico con otro pico, una ala sobre otra ala. Unidos así surcaban el espacio en un consorcio ideal. Pasando estrellas, desgarrando nubes, bogaban en lo infinito, estremeciéndose en espasmos amorosos, sordos al hoy, cerrados los ojos al mañana, lograron olvidar un momento el saco de miserias del pasado y el odre de miserias del futuro.

Nacidos el uno para el otro, se habían encontrado demasiado tarde, cuando ya sus existencias habían cavado sus cuencas irremediables, en lineas paralelas, conductoras las dos al mar del desengaño.

Sin embargo, tuvieron un instante de adorable olvido. Sin buscarse, las manos se juntaron y se oprimieron; las pupilas azules sobre las negras pupilas del atormentado... En ese instante se amaron hasta el punto de hacer crujir sus almas en lo frenético del abrazo!...

La luna tardaba en salir.

Él tenía cuarenta años; ella tenía treinta. En la sombra perfumada, comenzaban a olvidar deberes y una fuerza irresistible los atraía. Sus dedos se oprimían mutuamente, los labios, cerca de los labios, temblaban ganosos de soldarse en un beso. Ambos pensaban que la felicidad estaba allí, a un paso. Era el abismo. Dar cariño, triturarse en las aristas de las rocas, desangrar en los lastrales, ser arrastrados luego, como pedruzcos por las aguas del torrente... ¿qué importaba?...

La luna apareció en el cielo.

Él dijo:

—«Mañana debo partir.»

Y ella:

—«¿Por qué partir?».

—Porque antes de que la luna se haya hundido en el ocaso, y antes de que las glicinas y los naranjos hayan consumido el perfume de sus incensarios, me habrá olvidado usted. Si así no fuese, yo quedaría para observar, para admirar la luna, siempre contento, siempre feliz, recibiendo la luz de sus ojos, aunque lejos, muy lejos, uno de otro.

—Y cuando la luna se va, cuando la luna se esconde, cuando no hay luna ¿qué hará usted?

—Pensar en ella.

Instintivamente, los cuerpos se acercaron; las manos se oprimieron con fuerza; los labios de ella y los labios de él se encontraron a un milímetro de distancia; pero en ese mismo instante, la luna plena derramo una lluvia de luz blanca sobre el lila de las glicinas.

Ella dijo:

—¿Ama usted el cielo?

Y él:

—Mucho.

—Yo también... Busco eternamente en él dos angelitos, hijos de mis entrañas, devorados por la tierra, que deben aletear en lo azul.

Él sintió frío. Ella se puso de pié, arrancó un racimo de flores de glicina, y, pálida, muy pálida, dolorosamente pálida, murmuró arrojando la flor al suelo:

—¡Imposible!

Él guardó silencio, y luego, con infinita melancolía, respondió:

—Si, imposible... ¡La felicidad es siempre imposible!...

¡Patroncito enfermo!

—¡Una taba cargada no tiene más suerte qu’ este animal de Polidoro!

—Y más haragán que un gato mimoso. Llenar la panza y echarse a dormir, es lo único que hace, porque hasta pa hablar tiene pereza ese cristiano.

—No es verdá: ¿dónde dejás su mancarrón? Pa cuidar su matungo no le pesa el mondongo...

—Cierto. Pero, ¿pa qué lo cuida?... Ni dentra en ninguna penca, ni lo empriesta pa que otros dentren, ni lo luce en nada; sólo lo monta pa dar una güeltita por el campo al tranco, cuando ha bajao el sol. ¡Indio sinvergüenza!...

—¡Así está, hinchao como un chinche!


* * *


Esta conversación se repetía todos los días, diez veces al día, entre los peones de la estancia Grande. Todos odiaban y envidiaban a Polidoro; y, sin embargo, nadie, ni el mismo patrón se atrevían a increpado por su holgazanería. Polidoro era sagrado. Polidoro no sufría los fríos de las madrugadas de «recogidas», ni las fatigas de las hierras, ni el tormento de las tropeadas. A montear no iba nunca, a alambrar, tampoco; en la esquila comía pasteles, tomaba mate y jugaba al güeso. En cuanto a trabajo... ni comedirse a alcanzar una manea.

¿Qué quién era Polidoro?... Un gaucho aindiado, petizo, retacón, casi lampiño. No era peón de la estancia, pero vivía allí, allí comía, allí dormía y allí le daban todo el dinero que necesitaba para sus vicios. ¿Quién se lo daba?... «Patroncito», el tirano.

Polidoro era el amigo, el primado de Patroncito. Toda su vida se consagraba a cuidar su bayo, su bayo amarillo como si fuese, de oro puro, —y a complacer al pequeño déspota. Polidoro hacía facones de palo, caballitos de cartón y muñecos de guampa pa Patroncito. Y éste, cada vez que se amasaba, elegía el mejor pan y la torta más linda para su amigo. En las «paradas de rodeo», Polidoro no podía trabajar, pues que llevaba por delante a Patroncito; en el esquileo no podía trabajar porqué mientras tomaba mate, tenía a Patroncito sentado en una de sus piernas, exigiéndole cuentos, tironeándole la melena, golpeándole sin cesar con sus patitas inquietas. A veces pegaba exprofeso en el mate, para que el gaucho se quemase los dedos y se hiciera el furioso: entonces reía y palmoteaba hasta enfermarse. De pronto saltaba de las rodillas, penetraba brincando en la «cancha», pedía un «lata» a un esquilador, otra a otro, y a otro, y regresaba con un puñado de pasteles y bizcochos que repartía alegremente con su favorito.

Polidoro salía al campo todos los días y en ninguno regresaba sin una nidada de perdiz o de teru-tero, o algún pichón vistoso, un patito implume, un principio de nutria, un «charabón» ridiculo o un airoso cervatillo. Dádiva por dádiva se entendían siempre. Polidoro, que no soportaba nada a nadie, le soportaba todo al mocoso. Polidoro adoraba la siesta. Tirarse sobre unos cojinillos, a la sombra de la enramada, en las caliginosas tardes estivales, panza arriba, la boca abierta desafiando al «mosquerío»... ¡lindo al igual de un jarro de apoyo de vaca con ternero grande!...

Polidoro y Patroncito se acostaban juntos a dormir la siesta y el pequeño saltaba, cosquillaba, tironeaba los cabellos del hombretón, le metía los dedos en tos ojos, le soplaba en los oídos, le escarbaba en las narices con una pajita, y reía, reía hasta que su cabecita rubia caía rendida, mezclándose los pelos cerdudos del gaucho con los pelos dorados del chico y las lanas sedosas del cojinillo.


* * *


Una mañana Patroncito amaneció muy enfermo. Boca arriba en su lecho, ardiendo en fiebre, muy triste los ojitos azules, entreabierta la boca en respiración anhelante, sufría, sufría el pobrécito. A un lado de la cama estaba el padre; del otro lado, el perro Talevar, sus mejores amigos. Por la pieza, varias personas afligidas. El padre dijo mirando al capataz:

—Hay que ir a buscar un médico al pueblo.

—¡Yo! —respondió simplemente Polidoro. Patroncito con una mirada llena de cariño le tendió su manecita pálida y ardiente.

—Ensilla mi malacara parejero, —indicó el patrón.

—Mi bayo —respondió con sequedad el gaucho.

En cinco minutos el bayo estuvo ensillado. Polidoro le palpeó el cogote diciéndole:

—¡Patroncito enfermo!... —y la bestia enarcó el cuello y sacudió la melena de oro como contestando:

—¡Comprendido!

Cinco minutos después ya no se veían de las casas el caballo y su jinete. Quince leguas se estiraban de la estancia al pueblo treinta leguas a galopar en el día, en un día abrasador de verano, en un flete «sin rebajar». —¡No importa! ¡Patróncito enfermo! —decía el gaucho; y el bayo, como sí comprendiese, clavaba la uña, se estiraba, volaba, sudando por todos los poros y resoplando fuerte, «Pa las ocasiones son los amigos: ayúdame aura, bayíto; agradéceme áura el maíz y la alfalfa que t’he dao: ¡Patroncito enfermo!» —decía Polidoro dialogando con su pingo. «¡No hay cuidao!» —parecía contestar en sus testereos el bayo, el perezoso bayo que jamás salía del tranco y que ahora, gacha la cabeza, «escarcando abajo», se iba, se iba, en frenético galope. La espuela y el rebenque no tenían nada que hacer...


* * *


En tanto en la estancia la gente desesperaba ante la rápida marcha del mal. La difteria trataba de estragular al pequeño enfermo antes de que su amigo llegara con el remedio salvador. El padre consultaba frecuentemente el reloj: —«A esta hora —murmuraba— estará por el Sauce». Más tarde: —«Ahora irá pasando «Los Talas». Luego: —«Ya irá llegando al pueblo»...

El enfermito seguía muy mal, muy mal. Todos rodeaban su camita y el padre exclamaba lagrimeando:

—¡No llegará a tiempo Polidoro!... ¡Ahora estará saliendo del pueblo!...

Sintióse en eso un tropel afuera. Un chico corrió gritando:

—«¡Polidoro!... ¡Patrón, ahí viene Polidoro!»

Todos salieron al patio y a penas tuvieron tiempo de ver en una nube de polvo, un grupo épico. Sofrenado junto a la puerta el bayo se desplomó muerto. Polidoro, radioso, sublime de amor y de triunfo, tendió los remedios que llevaba en la diestra, dió dos o tres pasos tambaleantes y cayó juntando su cabeza negra, su faz amoratada con la dorada cabeza sin vida de su caballo.

—¡Patroncito enfermo! —murmuró como si soñara.

Chaqueña

Habíamos andado todo el día, a tranco de mula por el serpeante camino que a veces cruza en diámetro un vallecito circular, a veces se hunde, a manera de reptil en el amplio túnel formado por las insolentes ramasones de los quebrachos, grandes como catedrales.

Iba cayendo la tarde y teníamos la vista y la mente fatigadas con la incesante contemplación de la selva sin término. Un viento del sur, espantando el bochorno, castigábanos en cambio con el polvo rojizo y sutil de las arenosas tierras de la pampa chaqueña; el tormento del polvo, digno competidor de la saña perversa de mosquitos y jejenes. El cielo mantenía en la inmensidad de su imperio el impertinente azul que enceguece, que domina, que anonada con la monotonía de sus luminosidades.

Saliendo de un laberinto de frondas ásperas y amenazantes, abrióse de pronto ante nosotros un risueño vallecito tapizado con el dañino capihacuá (pasto que pincha), terror de las cabalgaduras a las cuales se obliga a cruzar sobre ellos sin la protección de las polainas de cuero.

Formaba el descampado aquel, una circunferencia casi perfecta en un diámetro no mayor de quinientos metros. Aquí y allá, sobre el tapiz de hierba, gallardeaban las palmas carandaís, la teja natural de las techumbres comarcanas.

Por todas partes la selva lujuriosa rodeaba el valle con alta, ancha, impenetrable barrera, entre cuyos verdes diversos, echaban como una sonrisa los lapachos con las grandes manchas rosadas de sus flores, junto al cobre de los adustos guayacanes y la púrpura imperial de los ceibos. En el centro del playo centelleaba cual pupila de acero un lagunejo de aguas blancas donde bogaban dulcemente, semejando diminutos barcos negros, los pescadores mbiguás.

En la linde oriental del potrerillo un higuerón colosal ofreciónos la apetitosa sombra de su domo esmeraldino. Desmonté y tendíme con delicia sobre el colchón de hojas muertas y de suaves y sedosas lianas acumuladas al pié del gigantón.

Mis acompañantes correntines, más duros aún que los quebrachos familiares, ajenos a la fatiga y al sol que cabrillea sobre sus rostros de jacarandá, desdeñaban echar pié a tierra y con la pierna cruzada sobre el recado, oprimido entre el nácar de los dientes el hediondo paraguayo, entornaban los párpados, quizá para soñar mejor con la cuñataí que habían dejado allá lejos, más allá del agrio bosque, más allá del imponente rio, escondida en un nido de barro y de palma entre los floridos naranjales del inolvidable Taragüy.

Yo también, semi adormecido por el conjunto enervante de la tibiedad ambiente, de los perfumes selváticos y del colosal silencio, comenzaba a soñar; a soñar con el pasado, tan próximo y tan lejano ya, del desierto salvaje, del fenecido imperio índico. Es la misma tierra huraña devorada por las selvas, calcinada por los soles, atormentada por las sequías; es la misma región ingrata donde los prados son de acero y los ríos de sal; es el mismo infierno de las sedes que enloquecen; es el mismo cielo sin nubes donde revolotean siniestros los cuervos famélicos; es el mismo bosque donde se arrastra cauteloso el tigre; es el mismo pajonal donde las lampalaguas anidan; son los mismos esteros donde galopan furiosos los jabalíes, y son los mismos riachos en cuyas sucias riberas se asolean los jacarés. Todo parece lo mismo, inmutable con su belleza eterna y su eterna rebeldía; falta el señor indígena solamente...

¿Falta?... Mezclado con los correntines de mi escolta viene un toba. Es el único que ha descendido de la mula y se ha echado de bruces sobre el suelo, parece contemplar el paisaje con la soberana indiferencia de sus pupilas turbias donde duermen nostalgias. Los mosquitos cubren casi sus pantorrillas desnudas y los jejenes forman una nube grísea sobre su cabeza descubierta sin obligarte a mínimo gesto: tiene el aspecto y la inmovilidad de un rollizo hachado, cepillado y curado por la intemperie. Espécimen de la raza desposeída, quien sabe qué extrañas y confusas ideas siente bullir en las obscuridades de su pequeño cerebro. Quizá al contemplar la tierra esquiva, inhospitalaria, donde un tiempo albergábanse los suyos en continua disputa con las fieras, cavile en el grado de indigencia que es menester para no despertar codicia.

Mis párpados se han cerrado del todo y una placidez de ensueño orea mi frente, invitando al reposo. Sensación de pocos segundos; estoy en el Chaco y en el Chaco dominan aún, salvajes furibundos, los mosquitos que me obligan a mantener la vigilia fatigosa.

Pero ¿que advierto delante de mí? ¿Es realidad, es visión febril?...

Me restregó los ojos, observo atentamente el extraño grupo que parece haber surgido del suelo a la voz de un conjuro poderoso. Lo forman tres indias viejas, tres espantosas figuras de remota apariencia humana. Un trapo anudado en la frente sujeta la crin escasa y lustrosa; un guiñapo encubre ligeramente el busto miserable dejando ver el cuello flaco, negro y arrugado como un tronco de sauce y unos brazos escuálidos, obscuros; brazos de momia y brazos de mono a la vez. Una saya hecha jirones llega hasta poco más abajo de la rodilla desdeñando cubrir las piernas, magras y negras como las extremidades toráxicas. Todas llevan colgada del cuello y echada a un flanco, una bolsa repleta de quien sabe que raras inutilidades. Una de ellas sujeta ahorcajado sobre la cadera, un chico desnudo, flaco, ventrudo, horrible como un implume pichón de venteveo.

Inmóviles, sin pronunciar una palabra, sin un gesto facial, me tienden las manos pequeñas, huesudas, simiescas. Así permanecen varios minutos soportando mi asombrada observación. Al fin, una de ellas parece impacientarse y exclama con una voz sin timbre:

—Dá, dá.

Tampoco yo acierto a moverme ni a pronunciar palabra temeroso de ahuyentar la macabra visión. Y el miserable ser, casi sin mover los labios, rígido el cuerpo, impasible el rostro, continúa su súplica.

—Dá... dá...

Le doy unos níqueles y le pido plantas, plantas del bosque, flores del aire. No entienden. Repito tres o cuatro veces el pedido, sin éxito. Al cabo, se miran, se acercan, y semejantes a hormigas que se encuentran y se comunican en un contacto de antenas, dan media vuelta y silenciosamente, como habían venido, se alejan, se internan en la selva y desaparecen.

Quedé indeciso, no sabiendo si lamentar o agradecer la desaparición de aquéllos seres misérrimos, semi-humanos, semi-bestias. Poco más de diez minutes habían transcurrido cuando, con igual sigilo, con el mismo andar sin ruidos, de fantasma, se me presentan las tres harpías, acompañadas esta vez de algo que podría pasar por beldad, entre los tobas. Era joven; llevaba una pañoleta de lana rosada en la cabeza, una limpia y nueva bata de zaraza azul y blanca, y una falda roja. Las piernas, bien formadas, y los pies menudos, desnudos, como las otras pero cuidados con prolijidad. De sus orejas pendían aros de oro; en el cuello ostentaba un collar de perlas falsas y sus dedos estaban cuajados de sortijas ordinarias.

Al verme, apartóse de sus compañeras, —que permanecieron alineadas, erguidas, silenciosas,— y se acercó a mí, sonriendo con indescriptible sonrisa, la más espantable sonrisa que haya profanado y degradado un rostro humano.

¡Aquella sonrisa!... Si queréis formaros una idea de su horrorosa repugnancia, imaginad —¡si os es posible!— una gorila cortesana ensayando gestos de lujuriosa coquetería.

¡Oh, la sonrisa de la infeliz criatura!... Me hizo mucho mal, más mal que la presencia de las brujas tobas. Le di todos los niqueles que tenía, ansiando se marchase. Pero ella sonrió, sonrió, sonrió con esfuerzo visible y comenzó a pasar y repasar frente a mí. De pronto, sorprendida sin duda ante la adustez de mi mirada, bajó la vista, tornóse triste y tendió la mano en demanda de nueva limosna. Como no se la diera, fué a reunirse con las viejas y en su compañía, siempre silenciosas como fantasmas, derechas, rígidas, sin volver la cabeza, se internaron y se perdieron en la selva.

Cuando hubieron desaparecido, me puse de pie dispuesto a continuar la marcha. Mis ojos se encontraron entonces con los del toba, quien interpretando a su manera el disgusto pintado en mi semblante, me dijo, en su idioma, como filosófico consuelo:

—«Caica la chihué, caica la mohua».

(Acabada la plata, se acabó la mujer.)

El viaje del perro

Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.

Y si el físico no era simpático, en nada podía remediar el defecto con galas de espíritu. No que fuese bruto ni tímido, pero si provisto de un fastidioso sentido crítico.

La mayor parte de las frases de los camaradas, sobre todo en conversación con mujeres, le parecían simplezas. No queriendo imitarlos y costándole gran trabajo escapar á la vulgaridad, callaba muchas veces; otras encontraba la idea cuando la oportunidad de exponerla había pasado, exponiéndose a que le tomaran por pedante o por tonto. De ahí que poco a poco se hubiera ido retrayendo de las tertulias o asistiendo a ellas en silencio.

Al principio sufrió, luego, poquito a poco, se fué acostumbrando a la indiferencia, a ser considerado cómo un objeto habitual cuya presencia ni extraña ni incomoda.

¿Por qué se había unido a Dionisio y Andrés en aquel viaje a la pulpería de don Goyo, siendo así que no habría de bailar, ni de galantear a ninguna moza ni de entretenerse allí lo mismo que en la estancia, igual que en todas partes?...

¡Pues!... por eso; porque era lo mismo y porque siendo lo mismo, faltábale la razón de singularizarse quedándose en casa.

Cuando poco antes de mediodía hicieron alto en la islita de sauces, cerca de la pulpería, él se aseó y mudó de ropa con tanta prolijidad y esmero como sus camaradas, a quienes, por otra pate, ya no llamaban la atención aquellos inútiles preparativos.

Llegados a las casas se separaron, Andrés y Dionisio, alegres, bulliciosos, se apresuraron a reunirse con sus amigos, en tanto Sebastián desensillaba tranquilamente, averiguaba sitio seguro para colocar su apero, e iba después en busca de lugar apropiado para atar a soga a su caballo.

Cuando regresó, ya estaba instalada la primera mesa. Sin impaciencia, mientras llegábale el turno fuese a un fogón donde había rueda de humildes y púsose a amarguear, respondiendo complacido a las preguntas sobre parejeros del pago, estado de la hacienda y otras cosas sin importancia.

Almorzó. Fué después a pararse en la puerta de la sala donde habia dado comienzo el baile al compás chillón de los acordeones. Allí permaneció una hora, callado, sin experimentar alegría ni fastidio, como un soldado de facción, ajeno a cuanto pasaba a su alrededor.

Más tarde estuvo en la cancha de taba y en la carpeta de truco, mirando —él no jugaba;— en la última, ocupada por cuatro viejos, se entretuvo cebándoles mate. Durante todo el día anduvo así, inadvertido, ajeno al bullicio, a las risas, a la diversión, a la alegría.

Después de cenar estuvo otra hora parado en la puerta de la sala, mirando bailar. Un estanciero viejo y jaranista se le acercó y golpeándole el hombro, díjole:

—¿Porqué no baila, amigo?

—No sé; miro nomás.

—¿Y pa eso hizo el viaje?

—Yo hago e! viaje de! perro —repondió tranquilamente Sebastián, y como el otro no entendiera, explicó:

—Sí, pues; ¿para qué vá el perro detrás de la carreta o del caballo del amo?... Anda leguas; donde el otro se para, él se acuesta; cuando el otro marcha, él sigue. ¿Haciendo qué?... Nada; al nudo... Nadie lo obliga a ir, no presta ningún servicio ni gana nada en la trastiada; no lo lleva obligación ni provecho... Va; va al santo cuete, no más... Yo soy asina; tuita la vida me lo paso haciendo «el viaje del perro».

Mamá aquí’stá la ropa

Era un sábado.

Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belarmina envolvía su linda cabeza en floreado pañuelo de algodón, y, disponiéndose a transponer el guardapatio, despidióse alegremente:

—Hasta lueguito, mama.

—No dilatés la güelta —aconsejó la madre;— la noche cae de golpe en este tiempo y no es güeno que te agarre pu’el campo.

Rió la chica.

—¡Cuidado, no me vayan a comer los lobinzones! —dijo— y agregó en serio: —No hago más que enjugar la ropa que dejé asoliándose esta mañana y en seguidita me güelvo.

Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en dirección al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.

El bosquecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuentes lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, representados por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca, la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujuria en la constante humedad del suelo, formaban compacta muralla de verdura, rasgada a trechos, a manera de agrietamientos, por angostas y culebreantes sendas, que abrieron los vacunos en el cotidiano bajar a la aguada.

Por uno de esos túneles penetró Belarmina, yendo a salir a pequeñísima playa. Al borde del arroyo, en cuclillas, arremangada hasta el codo, entregóse afanosamente a la tarea, trinando al mismo tiempo, en contrapunto con las calandrias y los zorzales que revoloteaban sobre su cabeza.

Pero el canto y el trabajo eran interrumpidos a menudo, por fútiles pretextos o por súbitas ausencias. Las mojarritas que, atraídas por el batir del agua, llegaban hasta sus manos en agitado cardumen; un bagre que coleteaba ruidosamente en mitad de la laguna; el mugido de un vacuno, el grito de una urraca, constituían otros tantos motivos para suspender la ocupación. Algo preocupaba a la linda cabecita criolla, haciéndole olvidar su promesa de pronto regreso, hasta el punto de que al concluir la tarea, comenzaba a obscurecer en el monte. Apresuróse a juntar las ropas, y en eso estaba cuando un crujido de ramas la hizo enderezarse y volver rápidamente la cabeza. Reconociendo a Luciano, se puso de pie y con la vista baja y las mejillas encendidas, díjole:

—Te había pedido que no vinieses.

—Verdá —contestó el mozo;— pero otro que manda más que vos, me ordenó que viniera.

Alzó ella la cabeza mirándolo con ojos interrogadores, y

él continuó:

—¿No malisiás quién?... Mi cariño, que de ande quiera qu’esté m’espanta pa tu lao... que no me deja encontrar nada lindo donde no estás vos, ni encontrar nada güeno estando vos ausente.

—Siempre decís lo mesmo.

—Dejuro, dende que siempre pienso lo mesmo... Y ya, no aguanto más, mi prenda. Vengo a buscarte. El ranchito está pronto y mi overo tiene el anca chata y blandita como p’asiento’una reina...

Belarmina siguió juntando las piezas de ropas esparcidas sobre las ramas, escuchando en silencio las insinuaciones del mozo; que hablaba con frase lenta y permanecía inmóvil, los brazos pegados al cuerpo.

—Mama no quiere —murmuró al fin la chinita; y él replicó:

—Tampoco quería la mama de tu mama que tu tata se la sacase pa quererla y ser felices.

—Sí... pero...

—No le gusta a ninguna madre que le lleven la cría, pero asina tiene que ser por juerza .. Cuando los pichones son grandes, enllenan el nido y al emplumar las alas, vuelan buscando el árbol donde anidar con su amigo...

—Sí... pero...

Ella había juntado la ropa; hizo un paquete y lo echó al hombro. Él se acercó, le enlazó el talle con el brazo, y, en silencio, comenzaron a andar por la senda estrecha, hasta llegar a la orilla del monte. Bajo un tala el overo tascaba impaciente el freno.

—¿Me querés?— preguntó Luciano oprimiéndola entre sus brazos.

—Mucho.

—¡Dame un beso!

—Tomá.

—¡Otro!

—¡Pedigüeño!...

El gauchito tendió su poncho sobre el anca del overo; alzó a Belarmina, le alcanzó el atado de ropa, montó... y al trotecito se perdieron en la sombra, rumbo al nido.


* * *


Era un sábado. Había transcurrido una semana, cuando Belarmina regresó al rancho; y poniendo el atado de ropas sobre la mesa, dijo tranquilamente:

—Mamá, aquí’stá la ropa.

La vieja la miró lagrimeando; la abrazó, la besó y exclamó con cariño:

—¡Sentate, pues!...

Hormiguita

Era una pobre muchacha, muy delgada, muy pálida, con lacios cabellos negros, con grandes ojos tristes, con finos labios amargos. Era una pobre muchacha, débil como un tallo de flechilla, insignificante como uno de esos pajaritos sin colores, sin voz, casi sin vuelo, que nacen, viven y mueren en la húmeda obscuridad de los pajonales.

Llamábase Tomasa y la llamaban «Hormiguita». Se había criado en la estancia como un cachorro flaco, que caído sin que nadie supiera de donde, nadie se preocupa de averiguarlo; era como esos yuyos que nacen en lo alto del muro del patio: como no lucen, ni sirven, ni estorban, pasan inadvertidos.

Tan pequeña, tan silenciosa, hablando rara vez y con voz incolora y débil, deslizándose más que marchando, en rápidos saltitos de chingólo, nadie se daba cuenta de la enorme labor ejecutada al cabo del día por la humilde «Hormiguita». Ella ordeñaba, levantándose con la aurora; ella hacía diariamente un queso: ella amasaba todos los sábados; ella dirigía las comidas; ella cebaba todas las tardes, el amargo para el patrón, y el dulce con azúcar quemada, para la patrona y las niñas.

Y concluido el trajín diurno, recogida en su pieza, no se acostaba antes de un par de horas de trabajo de aguja, recomponiendo sus ropas, confeccionándose alguna prenda humilde.

Cuando habla baile en la estancia, o cuando las niñas iban a algún baile en estancias vecinas, «Hormiguita» pasaba lo mas del tiempo «ayudando», ofreciéndose para cebar el mate, hacer el chocolate o servir los refrescos.

Nadie le hacia caso; los mozos todos parecían guardar para ella algo más hiriente que el desprecio: la indiferencia. Con su carita triste, con su aire de inocencia irreductible, con su cuerpecito insignificante —más insignificante aún dentro de la bata lisa, de la pollera lisa, de colores obscuros y sin ningún adorno— con su vocecita de chicuela humilde, con su andar rápido y silencioso, pasaba por todas partes sin que ninguno la viera: era una cosa.

A veces, en los bailes, algún estanciero maduro, condolido, la sacaba para una danza dormilona o una mazurca aburrida. Ella seguía, sin demostrar placer ni agradecimiento, sin ruborizarse con las zafadurías inofensivas, con las alusiones picantes de su viejo caballero: no comprendía nada, no le impresionaba nada, ni nada abría brecha en su suprema inocencia, en la frialdad de su cuerpo insexual.

Hasta los viejos concluyeron por considerarla una cosa, tornándose en proverbio la frase de uno de ellos:

—«Bailar con «Hormiguita», es los mesmo que bailar con una silla: es desabrida como sandia pasmada!...»

Tomasa tuvo conocimiento del dicho y no protestó, no se ofendió: continuó siendo el mismo ser indiferente, trabajador y resignado, para quien la vida es buena, merced a la máxima sabiduría de la conformidad.

En sus ojos, pregoneros de adorable inocencia, de humildad extrema, jamás un relámpago de odio, de encono, de despecho, de rebeldía, llegaba a interrumpir el sosegado crepúsculo de una dulce y apacible tristeza; sus labios demasiado finos, demasiado pálidos, demasiado fríos para servir de nido al beso, tenían el dejo amargo de esas frutas del monte en quien nadie repara; pero sin asomo de rencor, de envidia, o de protesta.

Era como una de esas florecitas del campo, que nacen en la mañana para morir en la tarde bajo el casco de un potro o la pezuña de un buey, de igual modo inadvertidas en la vida y en la muerte.

Sin embargo, llegó un tiempo en que Pedro un paisanito de las cercanías, comenzó a mirar a la Cenicienta con ojos de ternura. Buscaba, muy discretamente, hallarse solo con ella y en las raras ocasiones en que lo lograba, aventurábase, también muy discretamente, en amorosos interrogatorios, en tímidas insinuaciones.

La «Hormiguita» no comprendía nada. Como jamás pasó por su mente la idea de que pudiese haber un hombre que la amara, como no entendía una sola sílaba del lenguaje del amor, las palabras del mozo resbalaban sobre su alma cual resbala la suave brisa de las madrugadas sobre la blanca escarcha del bajío.

Tan grande ignorancia, tan extreana inocencia, fueron convirtiendo en pasión la primitiva simpatía del mozo.

Una tardecita, encontrándola sola en el lavadero, se atrevió a ser explícito.

—Tomasa... ¿si usted quisiera ser mi mujer?...

—¡Callesé!... Ya sabe que no me gustan las bromas.

—No es broma: yo le hablo en serio —y como el mozo se acercase tratando de tomarle una mano, ella la rechazó diciéndole:

—¡Sosieguesé!... Vaya por ahí, que sobran mozas lindas y dejemé a mí que soy...

—¿Qué sos?

—La hormiguita —exclamó, rompiendo a llorar.

—¡Sos la más buena, la más pura, la que yo quiero! —dijole Pedro estrechándola entre sus brazos cariñosamente.

«Hormiguita» resistió todavía un buen rato, negándose a creer en la sinceridad de Pedro.

Al fin, vencida, cedió; protestando, sin embargo, contra el plazo de un mes señalado por él mozo para realizar la boda.

—Es muy corto —dijo.

—A mí me parece muy largo; pero haré lo que vos quieras. Sañalalo vos...

—Güeno, pa...

—¿Pa cuándo?

—¡No sé!... Venga mañana aquí, a esta mesma hora y le contestaré.

—Bien. Hasta mañana... mi hormiguita.

Pedro depositó un beso ardiente en los labios fríos y apretados de la muchacha y partió.

Ella permaneció en el mismo sitio, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, el seno palpitante, los ojos fijos en el suelo y con el rostro arrebolado.

Al día siguiente, muy de madrugada, se fué corriendo hasta el rancho de ña Filomena, distante unas cuadras de la estancia. Ña Filomena, medio bruja, medio «médica», la recibió cariñosamente.

—¿Qué te pasa m’hijita, qué te pasa que trais esa cara de potrillo asustao?...

Hormiguita le contó lloriquieando la extraña aventura de la víspera, y la vieja respondió riendo socarronamente:

—Lindo, pues, lindo no más...

—Es que...

Y entonces Tomasa, siempre llorando, se acercó y murmuró unas palabras al oído de la bruja. Esta alzó los brazos al cielo y exclamó escandalizada.

—¡Pero muchacha!... ¡Otra güelta y ya van cuatro!...

La baja

Después de un suculento almuerzo constituido por medio costillar de ovejas «la policía» de Pago Solo dormía concienzudamente la siesta.

«La policía» de Pago Solo estaba representada por don Abelino Montenegro.

El comisario, Carlos Leiva, era un rosarino cachafaz, que se había visto obligado a abandonar la ciudad y con ella su puesto de periodista oficial, a causa de unas trapisondas demasiado sonadas. Sus amigotes le obsequiaron con el cargo de comisario de Pago Solo, donde debería pasar unos meses a fin de que las gentes olvidaran el escándalo.

—¿Dónde está Pago Solo?— preguntó cuando le hicieron el ofrecimiento.

—Allá por la frontera de Córdoba.

—¡Aja!... ¿Por donde el diablo perdió el poncho?

—Por ahí cerca.

—¡Bueno!... Iremos a Pago Solo. Siempre conviene conocer mundo, aunque dudo mucho que Pago Solo forme parte del mundo.

Y provisto de sus credenciales se marchó alegremente, diciendo que «para buen gaucho no hay caballo lerdo, ni hueso pelado para perro hambriento».

El edificio de la policía era un rancho ruinoso rodeado de ortigas y perdido en la soledad de la llanura. De lejos en lejos negreaban algunos ranchos semejantes que eran otras tantas poblaciones de «chacareros».

Carlos fué recibido por un viejo tuerto y patizambo que al saber quién era y el cargo que traía, se cuadró militarmente e hizo la venia con comicidad tal, que el joven comisario lanzó una carcajada.

El viejo permaneció inmóvil. Con el deformado kepis sobre la nuca, con el cigarro paraguayo entre los dientes, con la enorme blusa militar, las viejas bombachas de merino negro, las alpargatas enlodadas y el sable inmenso, el personaje era grotesco.

—¿Dónde está la policía? —preguntó el novel comisario.

—¡Presiente!—respondió el viejo haciendo gala de la más pura tonada cordobesa.

—Te pregunto donde está el personal.

—¡Pues!... presiente, don Comisario.

—¿Vos solo?

—¡Pues!... Asi ha de ser... io solo... el sargento Montenegro... pa servirlo...

—¡No puede ser!... Me han dicho que el persona! constaba de un sargento y cuatro agentes.

—¡Pues!... El sargento soi io...

—¡Ya! ¿Y los soldados?

—¡Velay!... Los soldados son numerales.

—¿Qué es eso de numerales?

—¡Veiga!... así icía el comisario di antes.... ¡Veiga!... Como la paga es poca, el comisario comía tres milicos...

—¿Y el otro?

—El otro lo comía io... Es el costumbre.

—¿Ajá?... Perfectamente, mantendremos la costumbre; y para probar que yo tengo mejor diente que mi antecesor, me comeré los cuartro soldados.

No puede ser, mi comisario, uno lo he i comer ió...

—¡Chitón!... Si me fastidias, te como a ti también, y de fijo que los vecinos no estarán peor servidos. Conque, ya sabes.

Y con esto, Carlos Leiva tomó posesión de su cargo.

Durmiendo, tocando la guitarra, escribiendo «décimas», jugando al naipe y enamorando a las «chacareritas», el experiodista se encontraba muy a gusto, en compañía de su «personal» el sargento Montenegro, que desempeñaba las funciones de ayuda de cámara, ranchero, mandadero y confidente. ¡El «servicio» era muy liviano!...

Pero no hay felicidad que dure, ni aún en Pago Solo. Cierta mañana, mientras «la policia» sesteaba y el comisario, en ropas menores ensayaba un tango en la viola, cayó un vecino apuradísimo, dando cuenta de una gruesa trifulca ocurrida en la pulpería del «Pito», distante tres cuartos de legua: una pelea, dos heridos, un muerto, ¡Había que proceder!

Leiva despertó a Montenegro y le mandó ensillar los caballos, enterándole previamente de lo que pasaba. El sargento cumplió la orden de mala gana, rezongando, y a poco, ambos trotaban hacia el lugar del siniestro. Montenegro iba pensativo. A poco andar dijo:

—Veiga, don Comisario... Si los dilincuentes son gringos, los prendemos; pero si son criollos, vale más dejarlos.

—¿Por qué?

—Porque los criollos son muy brutos y van a piliar.

—Los peleamos.

—¡Hum!...

Montenegro volvió a meditar. Diez minutos después apareó su caballo con el del comisario y dijo:

—Veiga... ¿Sabe lo qui estoy pinsando?

—¿Que pensás?

—Qui mi den la baja.

—¿Cómo te voy a dar la baja en medio del camino... Te la daré cuando volvamos.

—Veiga, don Comisado... ha i ser aurita... y si no...

—Si no ¿qué?...

—Si no... me vi a risiertar... ¡Y ai mi risierté tamien! —gritó dando media vuelta y partiendo a escape para la comisaria.

Leiva se quedó mirándolo, desconcertado, y cuando el sargento desapareció entre una nube de polvo lanzó una carcajada y a su vez emprendió el regreso.

En la comisaria encontró a Montenegro tomando mate, muy tranquilo.

Aver, apróntate que te voy a dar la baja —dijole fingiendo cólera.

—¿Pa qui la quiero?

—No me la pediste recién?

—La pedí allá... pero pura no hay motivo... ¡pues!

Leiva volvió a reír y dijo:

—Alcanzá un amargo.

Como la gente

Cuando visito un pueblo o una ciudad provincial, gusto de recorrer los suburbios, porque son ellos quienes me suministran pasta maleable para intentar arte. Los pueblos y las ciudades provinciales se parecen a las toronjas: sólo la cáscara tiene sabor y valor sativo; el interior son granos y agua: funcionarios, «pa. venus» y brutos solemnes envueltos en el pergamino de un título universitario. Todo sin sustancia y todo uniforme, como un artículo de confección o una romanza en pianola. Nadie es suyo; nadie es alguien. En cambio, en la orilla, acodado al mostrador de zinc de una taberna, se ven almas al través de las ropas desgarradas; almas sucias, almas cubiertas de cicatrices, desteñidas, remendadas, pero ingenuas, simples, naturales, verídicas, porque no tienen fuerza para mentir...

Una noche me encontré en el beberaje de un almacén orillero, en un pueblucho de la provincia de Buenos Aires, con un tipo extraño, uno de esos tipos que son como la osamenta de un drama. Su potente armadura ósea denunciaba la robustez pasada; porque ahora menguado en carnes, arrugado el rostro como un sobre vacío, sin luz los ojos, trémulos los dedos flacos, nudosos, negros, con arqueadas uñas de roedor troglodita, tenía todo el aspecto de una tapera.

Le hablé. Al principio sólo pude sacarle frases incoherentes; luego, sobada con la mordaza de la ginebra, se le ablandó la lengua, y, a tropezones me contó su vida.

—Yo me crié en las islas, entr’el monte, a la orilla’el agua... De chico, pescaba; primero pescaba mojarritas, dispués sábalos, y más dispués tarariras y basta doraos tamién pescaba... Cuando más grandote juí a montear con mi padre y con mis hermanos... ¡He echao más árboles al suelo que besos me dio mi madre!... La pobre vieja murió un invierno y jué en la noch’el velorio que nos entendimos con Jesusa, y al mes más tarde nos ayuntamos y nos juimos pa otra isla, ande había un monte muy fiero y víboras malas y tigres, y yacareses que dab’asco... Pa cuidarno’e los bichos, hicimos un ranchito sobre unas estacas bien altas... Era lindo allí...

—¿Y entonces se puso a montear por su cuenta? —interrogué....

Él sonrió, bebió otra ginebra, se limpió con la manga las cerdas del bigote, y dijo:

—¡No!... ¿Pa qué?... ¿No dije’ qu’era lindó allí?... Había fruta’e tuitas layas en árboles plantados por Dios, y había cardumen de pájaros y bichos lindos pa comer, y había carmatises y lechiguanas y en l’agua tanto pescao que se podían agarrar con la mano... ¡Era lindo!... Estuvimos allí como siete o catorce año y tuvimo un monton de hijos...

—¿Cuántos?...

—¡No m’acuerdo! ¡muchos!...

—¿Varones?...

—De tuito había, macho y hembra misturao... Viviamo lo más güeno...

—¿Y sus padres?...

—¡Mis padres!... No sé; a la cuenta, morirían: eran viejazos.

—¿Pero usted no volvió a salir de la isla?

—¿De la isla?... ¿Pa qué?... Yo, Jesusa y los cachorros, tuitos estábamos pansones cuando jué un fraile...

—¡A la isla!

—¡Dejuro! a la isla... Jué y nos dijo que había que casarse por la iglesia y que había que cristianar la morralla y que había que dir pal poblao, y dijo una punta’e cosas más que no entendimo bien porque era medio en gringo que hablaba el fraile, pero que parece quería decir que nosotro éramos mesmo que animales... Yo no hice caso y Jesusa por lo consiguiente, y la chamuchina se reiba al verlo a! fraile con polleras y tuito negro, mesmo que tordo y con un aujero blanco en el mate... ¡Pucha!..

—¿Y después?

—Dispués se jué, nomás, hablando’el infierno, el diablo, ¡y yo no sé cuánta bobada dijo!... Pero se jué con el chisme al poblao y di ahi apoco vino el comesario y nos dijo que no podíame vivir asina, porqu’era contra la ley y contra la civilización. .. y que teníamo que salir p’ajuera... y nos arriaron nomás...

—¿Para adónde?

—¡Pal pueblo, pues!... Cuando yegamos nos miraban como bichos raros. Nos dieron un ranchito pa vivir y unos trapos y algunas golosinas. El principio no iba mal, pero dispués se olvidaron de nosotros. Entonce...

—¿Entonces?

—Entonce no teníamos que comer, hasta hambre, robé una oveja, me prendieron... Cuando volví al rancho un casal de los cachorros había volao... ¡de hambre los pobrecitos! Dispués, volví a robar y me volvieron a prender, y cuando salí, la finada había muerto...

—¿Y sus hijos y sus hijas?

—Puaí andan; unos de melicos, otros de malevos, otros en la cárcel; y las mujeres, puaí... ¡por los ranchos!... Algunas pueda que sea dijuntas... ¡Yo no sé!... Pero aura ya no semo animales; aura vivimo como la gente...

Rivales

Don Dalmiro Morales, parado en medio del brete, haciéndose visera con la mano, dijo indicando un jinete que se acercaba:

—Aquel es mi compadre Santiago... ¿no hallas?...

El peón interrogado, sin hacer caso de los tirones de la oveja, que tenía sujeta de una pata, observó a su vez, confirmando:

—Es el mesmo... ¿no conoce el azulejo sobre-paso?

—Asina es. ¡Viene a vichar el viejo!...

Entre gritos de hombres, balidos de ovejas, ruidos diversos y en medio del olor nauseabundo de las grasas y de los sudores, la esquila seguía, afanosa en la tarde de despiadada canícula.

El jinete fue acercándose, amenazando con el arreador a la tropilla de perros que le rodeaba el caballo, ladrando, saltando, sordos a los: —«juera!... ¡juera!»— del dueño de casa.

—¡Allegúese, compadre!... ¿Que viento lo ha traído? —y riendo, extendida la manaza velluda, arrastrando con dificuldad el corpachón enorme, fué al encuentro de su compadre.

—¿Cómo vamos?... ¿La gente?...

—Güenos gracias. ¿Y pu allá? ¿mí comadre y compañía?...

—Tuitos lindo.

—Pase p’acá, bajo l’enramada... A ver, gurí, alcanzá esos bancos y prepárate una caldera y un mate.

—¿Tuavía lidiando con las chivas? —interrogó don Santiago.

—Así es; y usté, ya concluyó —respondió don Dalmiro.

—¡Dende antiyer! —dijo el visitante sonriendo con satisfacción.

El dueño se mordió los labios y guardó silencio.

Don Santiago Rivas y don Dalmiro Morales eran dos ricos estancieros, linderos, viejos camaradas ligados por una de esas francas y sólidas amistades paisanas, que se trasmiten de padres a hijos, sin interrupción y sin merma.

Grandes, gruesos, sanos, simplotes y joviales los dos; feroces mateadores ambos y ambos encarnizados jugadores de truco, —siempre andaban buscándose y no se juntaban nunca sin armar una disputa.

Eran rivales, eternos e irreconciliables rivales, que pasaban la vida haciéndose rabiar mutuamente con encarnizamiento infantil. Sin trepidar, uno se haría matar por el otro en cualquier momento; si alguno de los dos necesitaba unos puñados de onzas de oro, ya sabía que el trabajo era ensillar el caballo y trotar hasta la estancia del compadre, llenar el cinto y volverse; sin dejar documento alguno, en claro, ni un simple recibo: «entre hombres honraos no se precisan papeles; palabra es contrato». Entre ellos nunca era demasiado grande un servicio solicitado; al contrario, uno y otro encontraban inmensa satisfacción en servirse. En cambio ¡de cuántos ardides valíanse para aventajarse en todos los negocios, para comprar ganado de invernada medio real más barato que el vecino; para vender un real más caro!... ¡Que alegría para don Santiago saber que la majada del compadre había dado 19 y 3/4 % de rendimiento, mientras la suya propia alcansó al 20!... ¿Y para vender las lanas, para conseguir una ínfima superioridad en ei precio?... Valíanse de todas las astucias, de todo el maquiavelismo gaucho para salir triunfantes.

Naturalmente, la avaricia no entraba para nada en esta eterna rivalidad. Por otra parte, las diferencias de utilidades eran siempre insignificantes: lo que buscaban era la superioridad moral, demostrar que se había sido mas vivo: poder chichonear al compadre. Era, ya lo hemos dicho, una rivalidad enteramente infantil. Doña Josefa, la esposa de don Santiago, lo había dicho gráficamente a propósito de una disputa en cierta partida de truco, en la cual, como siempre, la parada era un cigarrillo negro:

—«Parecen gurises estos vejestorios!... No pueden estar uno sin el otro y en cuanto se juntan es pa peiiarse!»


* * *


En el año anterior, don Santiago había vendido sus novillos ganando en cada uno cinco centésimos más que don Dalmiro. Como habían invernado la misma cantidad —400 reses— resultó que el primero obtuvo de su venta 8020 pesos oro, y el segundo tan solo 8000. En la venta de lanas don Santiago consiguió dos centésimos más que don Dalmiro, en cada diez kilos. En las hierras, con igual número de hacienda, don Santiago marcó cinco terneros más que don Dalmiro —678 el primero y 673 el segundo.

Y aún había más. Durante el año los compadres habían entrado en seis pencas, y como es natural, cada uno jugaba en contra de los caballos del otro. Don Santiago había ganado dos: don Dalmiro ninguna.

Se comprende, pues, que don Dalmiro estuviese muy caliente y ansioso de desquite.

Tan caliente estaba que había quedado mal con su viejo amigo Faustino Elizalde —rico comerciante del pago— impidiendo los amores del hijo de este, Julián, con su hija Benita. Julián era buen muchacho; él lo apreciaba; pero bastó que don Santiago manifestara su simpatía por tal unión, para oponerse rotundamente.

Súplicas, ruegos, todo fue inútil: don Dalmiro mantúvose inflexible.


Aquel año iba a ser su desquite ruidoso y lo saboreaba de antemano, mientras mateaba con su compadre bajo la enramada.

—Qué tal el peso? —prosiguió don Santiago.

—Regulando en veinte. ¿Y la suya?

—Por ai.

—Aura, la cuestión de vender... Yo ya tengo oferta.

—¿Güeña?

—Ansinita...

Don Dalmiro resopló, se palmeó el vientre, y mirando fijamente al amigo, como para no perder uno solo de los gestos de asombro y desagrado que habrían de marcarse en su rostro, dejó caer esta frase:

—¡Treinta y cinco!....

Aquello era asombroso: los precios corrientes oscilaban entre veintiocho y treinta. Sin embargo, el compadre, sin demostrar extrañeza, preguntóle:

—¿Cerró trato?

—Sí.

—Hizo mal: yo vendí a treinta y siete.

—¡A trenta y siete!...

Don Dalmiro sintióse mal.

—¿A quién vendió?

—A Elizalde.

Don Santiago vió á su amigo sufrir de tal modo, que no quiso abusar de su triunfo; se despidió y partió.


* * *


El buen hombre sufría horriblemente. Esa tarde concluyó la esquila. No cenó. Bebió mucha caña y pensó. Pensó largo tiempo. Aquella derrota no era posible, de ningún modo posible. Por primera vez en su vida el viejo estanciero había cometido una mala acción, combatiendo deslealmente a su compadre: él no había vendido a treinta y cinco, mentira; pero había convenido con su comprador. Martínez —venderle en medio más barato con tal que certificase la venta por aquel precio. ¡Y el compadre vendía a 37!... Lo peor es que él habíale declarado a don Santiago que era trato cerrado; ya no había enmienda!...

Al siguiente día, su determinación estaba tomada. Venciendo repugnancia, iría a ver a Elizalde. Ensilló, montó, salió. El almacenero recibiólo con afabilidad. Él abandonando preámbulos fastidiosos, dijo:

—¿Quiere comprarme las lanas?

—Bueno.

—¿Cuánto?... Vd. las conoce.

—Conozco... Pagaré... treinta y dos...

—Treinta y dos.

—Treinta y dos... ¿Y a Santiago no le pagó treinta y siete?... ¿Es mejor que la mía la lana ’e Santiago?

—Mejor no; pero don Santiago sigue siendo cliente mío y amigo mío, mientras Vd. se ha enojado y ha hecho sin motivo que mi pobre muchacho ande medio loco por culpa suya no más...

—¿Lo del casorio con Benita?

—¡Pues!

Don Dalmiro se rascó la cabeza, pensó, resopló, y dijo:

—Yo no he de dejar de ser su amigo.

—Pruébemelo dejando que se casen los muchachos.

El estanciero volvió a rascarse la cabeza a resoplar y a toser y al rato respondió:

—Y si fuese ansina ¿cuanto?

—Entonces igual que a don Santiago, 37.

—No... 38?

—Imposible.

—¿Y medio?

—¡No puedo, don Dalmiro!

—Güeno: 37 y 1/4... o nada.

—Por complacerlo, acepto, perdiendo.

—Trato hecho.

—Trato hecho.

Se estrecharon las manos, y don Dalmiro galopó radioso para su casa.


* * *


A la semana siguiente, gran comilona en casa de don Dalmiro, festejando la próxima boda de Julián y Benita. En medio de la fiesta, estando juntos don Santiago, Elizalde y el dueño de casa, el primero preguntó al último:

—¿Cuándo carga Martínez?...

—No carga ya; me faltó —respondió don Dalmiro.

—¿Entonce?

—Vendí al señor, —dijo indicando a Elizalde.

—Verdá, — dijo Elizalde.

—¿A cómo?

—A 37 y 1/4 —exclamó triunfante don Dalmiro.— ¡Un cuarto más que Ud!...

Su amigo largó una carcajada.

—No, viejo! no!... ¡Cinco ríales y cuarto... porque yo vendí a 32!...

—¿Entonce?

—Entonce, fué una gauchada mía, combinada con don Elizalde, pa conseguir que Vd. dejase casar a esos muchachos que s’ estaban muriendo uno pu’ el otro.

Un instante, don Dalmiro quedó como petrificado. Luego, reaccionando, dominado por la innata hidalguía gaucha, dijo:

—Entonce... hemos vendido igual.

Y tendiendo la mano a Elizalde:

—A 32, amigo.

Pata Blanca y Grandeeship

A las siete, más o menos, todas las tardes Pata Blanca llegaba al Parque 3 de Febrero y se detenía siempre en el mismo sitio, junto a la baranda que limita el emparrado del restaurant. Cuando el patrón descendía del pescante del carricoche y cargando con las cestas de pan se internaba en el edificio, él, Pata Blanca, estiraba el pescuezo dedicándose a contemplar el gran árbol que se erguía enfrente. El patrón solía quedarse hasta cosa de una hora allá adentro, haciendo quien sabe qué, —emborrachándose tal vez;— pero esto no le interesaba a Pata Blanca, como no le interesaban los tangos tocados por la orquesta, dado que, para sus orejas refinadas, los tangos eran algo así como música en putrefacción, cebada ardida o maíz con pajarilla: serían buenos los tangos, también el cardo dicen que es bueno: pero sólo los burros lo comen. Unos bichos parecidos a hombres y otros bichos parecidos a mujeres, que entraban y salían, tampoco le interesaban. Su preocupación única era el árbol. Muchas veces tuvo tentaciones de hablarle, pensando que siendo él caballo criollo y ombú el árbol, quizá se entendieran. Sin embargo, esquivando decepciones, prefirió callar.

En el rodar de muchos días y de muchos meses, la vida continuó así, salvo ligeras, despreciables variantes. Empero, en una tarde cálida, Pata Blanca oyó el ruido sonoro de cascabeles y cadenas y cuando volvió la cabeza, vió la caja de una elegante charrette junto a la caja amarilla de su jardinera; y junto a sí mismo, un soberbio anglo-normando, grande, gordo, lustroso, resplandeciente con sus arneses dorados. Pata Blanca, humilde, estiró más aún el pescuezo; el aristócrata, fingió no verlo. Desde ese día, todas las tardes, a la misma hora, la casualidad ponía juntos al peludo caballito criollo y al acicalado caballo de raza. Este tenía por aquél un profundo desprecio; le humillaba la compañía y durante todo el tiempo, pasábaselo piafando, golpeando al suelo con los cascos, sacudiendo la peinada melena, demostrando ostensiblemente su disgusto. Un día, el anglo-normando, miró al criollo dirigiéndole la palabra:

-¿Cómo te llamas vos? —le preguntó, tuteándolo, porque los ricos tienen el derecho de ser mal educados.

—Yo me llamo Pata Blanca; ¿y usted? repondió cortésmente el criollo; porque los pobres tienen la obligación de ser atentos.

—Yo... ¡Grandeeship! —contestó sacudiendo sus cascabeles el anglo-normando,— Grandeeship, por Fenhill, por Amphim, por Ermah, por Fesherman! ¿Y vos de quién descendés?...

—De un zaino rabicano de la Pampa, por mal nombre el Tuerto.

Grandeeship sonrió con lástima y como en ese momento llagaba otro «puro» levantó la cabeza a fin de que no lo viera conversando con el plebeyo. Este miró el ombú.

Desde entonces, todas las tardes, mientras su amo se entretenía en el interior con la elegante rubia que le acompañaba, Grandeeship mataba el tiempo chichoneando a Pata Blanca. Un día, díjole:

—¡Pero que flaco estás, ché!... ¿No te dan de comer?... Yo me voy a empeñar con el patrón para que te manden la paja de mi cama... no es muy buen alimento, pero para vos...

Y en esa forma siempre.

Pata Blanca callaba, y estirando el pescuezo, fijaba sus ojos en el ombú.


* * *


¡La guerra!... Había estallado la guerra y hombres y bestias debían sacrificarse en la defensa del territorio nacional. De los hombres, se juntaron todos, pobres y ricos; muchos ricos fueron detenidos en el instante en que tomaban pasaje para Europa. Hubo requisa de caballos, y algunos fueron arreados en el momento en que se intentaba pasarlos al estado oriental. Pata Blanca y Grandeeship se encontraron sirviendo en el mismo escuadrón. Aquél pertenecía a un soldado, este a un oficial: continuaban conservándose las distancias y aun en medio de la tribulación, no eran iguales los piensos ni los cuidados... En una madrugada, el caballo plebeyo y el aristócrata caballo, fueron brutalmente sorprendidos: se les metía el freno en la boca, se les ensillaba a prisa con grosería, y en el instante en que un capitán trepaba sin consideraciones sobre Grandeeship, y sin consideración trepaba sobre Pata Blanca un soldado, un jefe decía:

Del éxito de esta comisión depende la vida del ejército: maten los caballos, pero lleguen a tiempo.

—¡Se cumplirá! —dijo el oficial.— Y el oficial y el soldado, clavaron las espuelas en los ijares de sus respectivas cabalgaduras. Grandeeship, que no era patriota, tuvo tentaciones de corcovear, pero no sabia corcovear, Pata Blanca que era patriota sabía corcovear pero tuvo intenciones de volar. Y uno por voluntad, el otro por obligación ambos volaban sobre el camino. Entonces al patricio dijo:

—Aura es el momento de probadme, amigo ¿Aguantará usted las treinta leguas que han de comer nuestras patas?

—Mocito —replicó el anglo-normando— yo vengo aquí a la fuerza, sirviendo macanas, pero mi sangre y mi estirpe me obligan a luchar. Si quiere dejar dicho algo para la familia, avise; yo cumpliré el encargo,... ¡Ay!.... ¡qué modo de pinchar con las espuelas tiene el bruto del oficial!

—Gracias, —replicó Pata Blanca,— yo no tengo familia, no sé de la familia. De mis antepasados, muchos murieron con Balcarse, con Belgrano, con San Martin, con Güemes; sobre todo con Güemes... Yo no soy más que el hijo del zaino rabicano, que quien sabe de quien es hijo... ¿Galopiamos. ..?

Se galopa, se galopa. El puro, fuerte, lindo, cuidado, mira con desprecio al pobre criollo lanudo, pequeño, flaco, endeble. Se galopa; Grandeeship comienza a resoplar formidablemente. Pata Blanca pregunta:

—¿Cansao?

—¿Yo? —Y el anglo-normando da un resoplido semejante a una carcajada.

Se galopa. El aristócrata comienza a revolear las patas. Ni el látigo ni la espuela le impresionan ya. Hace un esfuerzo, brega por orgullo, tiembla, y jadeante cae. El oficial, desesperado, mésase los cabellos. Pata Blanca sacude la cabeza, diciendo aigo. El oficial entiende, hace desmontar al soldado, monta él, hunde las espuelas y Pata Blanca vuelve a sacudir la cabeza como diciendo:

—¡No es necesario!... ¡Yo soy criollo!

Fiel

Jesusa está contenta.

Es domingo. Los patrones han hecho atalajar el breack y han salido para las carreras.

Los peones se han ido todos para las carreras.

Liborio también. Liborio es el cochero.

Jesusa, después de haber limpiado toda la vajilla, tiene miedo en el caserón inmenso y solitario. Está absolutamente abandonada. Se lava las manos en la pileta, se quita el delantal... En uno de los ganchos de la carne se ve colgado un corazón de vaca. Coje el cuchillo de la cocina, corta un trozo. Junto al muro duerme una caña de pescar; la toma. Sale... la puerta del patio suena al cerrarse. Un gato que dormita sobre el muro se asusta y salta...

Las gallinas picotean en el guardapatio. La chancha overa, echada al sol, hace ¡grun! ¡grun! mientras diez lechoncitos rosados, exprimen las ubres, sacudiendo sin descanso los rabitos filiformes.

Algún pato ventrudo y patiancho, avanza parsimoniosamente, las plumas en desorden, abierto el pico espatulado.

Las gallinas se esponjan y hastiadas de amores, no hacen caso al gallo, que, al pasar junto a ellas, caído el copete, pálidas las carúnculas, roza los espolones y ensaya un requiebro por compadrada, sin deseos él también.

Por allá duerme un perro, tirando de tiempo en tiempo, furiosas dentelladas a las moscas que le molestan en su reposo.

Sobre el horcón de la enramada, un hornero, posado en la pared del nido en construcción, medita. Cerquita, entre las ramas de unas talas escuálidas, sin miedo de pincharse, varias urracas saltan, gritan, se ríen, dejando en las espinas jirones de sus vestimentas gríseas.

Más allá en la copa de los eucaliptos, las cotorras vocean, vocean, armando una farra tan descomunal, y tan sin objeto, que una águila posada en uno de los árboles para descansar un momento, se indigna, agita las alas y tiende serenamente el vuelo.

Jesusa observa durante unos instantes.

Las casas y el campo presentan el silencio triste de las siestas. Hasta se diría que tienen el olor agrio del sudor de las siestas.

Jesusa, lentamente, coge la caña de pescar en una mano, un pedazo de corazón de vaca en la otra, se encamina, paso a paso, hacia la cañada vecina.

Como es primavera y el campo está todo lleno de flores, evita pisar las flores con sus pies calzados con alpargatas floreadas.

Va sola.

Es decir, sola, no. Con la lengua de fuera, trotando despacio la acompaña Fiel, el perro de Liborio, un perro muy feo, rabón, sin orejas, pelicrespo.

Jesusa siente rabia al ver que la sigue el perro de su amado, cuando su amado se ha ido, y le tira un puntapié. Fiel da un brinco y sigue trotando a! lado de la moza, con la lengua de fuera, el tronco del rabo erguido y los flancos batiendo como un fuelle.

Jesusa se enoja.

—¡A las casas! —grita al can, señalando las casas con una de sus manos regordetas, morenas, sabrosas como un asado de picana.

Fiel se sienta sobre sus patas traseras, y, sin dejar de batir la enorme lengua rosada, fija sus grandes ojos, inteligentes y tristes, en la moza.

—¡A casa!

Fiel no se mueve.

Jesusa reemprende la marcha, vuelta hacia atrás la mirada amenazante.

Fiel no se mueve.

Andando, preocupada, aburrida, enojada, la china olvida al perro. El perro se incorpora; sacude el muñón de cola que le resta, sacude la cabeza sin orejas, se lame el hocico, torna a estirar la lengua y trota, oliendo el suelo. Un rastro de perdiz le detiene un instante; ¡al fin es perro!... Se impacienta, duda, reflexiona, pero, como no es hombre, renuncia a su placer y galopa para alcanzar a la patrona, cuya silueta blanca se perdía casi entre las maslegas doradas de la flechilla del bajo...

Jesusa avanzaba con miedo. Le asustó una perdiz volando junto a ella; le asustó una lechuza que graznó a su paso; le asustó un ñandú que, levantado del nido al sentirla,golpeó el pico y agitó los alones.

Empero, criolla, Jesusa continuó su marcha. Llegó al borde de la cañada en cuyas aguas de plata dardeaba el sol primaveral.

Apretando pajas, espinándose con los caraguatás, despreciando las rosetas, haciendo poco caso de los bichos colorados, logró sitio en la ribera, en la barranca, sobre una blanca laguna de cañadón, donde saltaban inocentes las mojarras.

Desenvolvió la linea, tomó el corazón de vaca para cortar la carnada; y al tomarlo vió, echado junto a ella, húmeda la lengua y los ojos, a Fiel.

A la sombra de tos grandes sauces que bordaban la ribera opuesta, brincaban las mojarras...

Jesusa, con una mano en el anzuelo, se detuvo; posó su otra mano sobre la cabeza del noble amigo echado a sus pies... y tomando el corazón de vaca, se lo ofreció diciendole:

—¡Tomá!... Está mejor empleado que en usarlo para cazar los pobres pescaditos!....

Y una voz de hombre dijo entonces a su espalda:

—¡No le dé tuito el corazón a mi perro!... ¡Guarde algo pa mi!....

Jesusa, dando un brinco, dejando caer al agua la cana y el cuchillo, se echó en los brazos de Liborio.

Fiel, abandonando la carniza que habla empezado a mascar, saltaba acariciándolos a ambos.

Era perro, Fiel.

Por tierra de arachanes

En el crepúsculo


Un amplio ademán, un silbido en el aire, un golpe en el agua y heme aquí pescando...

¡Pescar!... No existe en la vida aburrimiento más entretenido. Alguien definió al pescador: «un aparato que empieza en un anzuelo y concluye en un zonzo». Y aunque así fuese ¿quién más feliz que los zonzos?... Creer —como los tres infusorios de Baritina,— que el mundo es la gota de agua donde moran; que más allá no hay espacio; que ellos son los reyes de la creación, señores de todo y a todo superiores; mirarse a sí mismo con la admiración de un bolonio de tierra adentro contemplando el mar; no sentir en el alma la formicación de anhelos que piden alas y espacio; no tener un organismo dolorosamente sensible a las impresiones sutiles, y, sobre todo, no llevar bajo la bóveda craneana una abominable máquina de ideas... ¿qué suerte mejor?...

Solitario, silencioso, aniquilado entre las dos grandes masas azules, —el cielo y el río,— el pescador espera y sueña. Su pensamiento se desliza suavemente sobre las aguas, choca en las barrancas de la opuesta ribera, retrocede, remolinea en la corriente, llega, torna, va y vuelve, satisfecho y adormecido en el dulce hogar sin sacudidas. Sueña y espera; que para eso lanzó al río el anzuelo, como en la vida se larga de cuando en cuando una esperanza al mar obscuro del porvenir... De pronto le hace temblar un débil temblor de la línea; ¡pica! ¿morderá? ¿no morderá?.. ¿Será un pez serio, dispuesto al sacrificio, o un pececillo informal y burlón?... ¡Cuántas deliciosas ansiedades, cuántas gratas combinaciones hormiguean en la mente del pescador!... ¡Quién no ha sido pescador alguna vez en su vida! Un tirón más recio, una sacudida violenta... ¡ya está!... Recoge, recoge presuroso, soñando surubíes y dorados; y las más de las veces, tras grandes inquietudes y dilatadas esperanzas, encuentra al extremo de la línea, un pobre bagrecito que gruñe, salta y se resiste, sin comprender, ¡el infeliz! que es soberana tontería encolerizarse después de haber cometido la tontería de tragar el anzuelo!...

El pescador arroja al cesto la mísera presa, ceba con afán y lanza otra vez el aparejo para soñar de nuevo con capturas importantes... ¿Ridículo?... ¿Porqué?... Toda la felicidad humana reposa en el poder de esperar. Solamente lo ignorado es grande y en la sed insaciable del porqué de la vida, está el misterioso encanto de los abismos. Cuando la ciencia los haga luminosos, cuando no hayan ya sombras para servir de nido a la quimera, la existencia, sin objeto, se marchitará, se agotará, se apagará. El exeso de luz matará al hombre, haciéndose carne la ficción bíblica del árbol maléfico de la fruta prohibida... Dígase cuanto se quiera, la pequeña flor azul del ideal es la estrella de los reyes magos en la ignorada ruta, agria y tortuosa, que va desde la cuna hasta el sepulcro. Y cuando se haya explicado todo, ya no tendrá explicación la vida. A través de los siglos, cada gran convulsión del alma humana, ávida de luz, arranca un pétalo a la divina florecita azul; y cada verdad adquirida, es una ilusión deshojada, cada misterio esclarecido, es una esperanza muerta. El día de la última y definitiva batalla; cuando tenga a sus pies como misérrimo botín de guerra, la masa de símbolos deshechos, el hombre echará a andar sobre inconmesurable planicie luminosa, siempre lisa, siempre clara, siempre igual, sin recodos, sin sombras, sin secretos. Entonces se preguntará porqué anda aún, cuando ya no le restan ni razones ni pretextos. No engendrará, porque el amor quemó sus alas en la hoguera del saber. Disecada el alma fibra a fibra, puesto el corazón a descubierto, como una pieza anatómica, clasificados los sentimientos como simples reacciones de química biológica, adiós la amistad, adiós el patriotismo, el desinterés, el honor, la abnegación, el sacrificio, todos los necios compases de la vieja armonía. El egoísmo, semejante a la noche glacial imaginada por Byron, se extenderá en una ola de muerte, lenta y continua desde los polos hasta el ecuador del alma. Con la convicción de la inutilidad del esfuerzo, cesará la voluntad de vivir; y el ciclo fatal se cerrará en las sombras de la suprema civilización —¡words, words, and words!— para recomenzar en las sombras de la suprema simplicidad de! génesis.

Mientras el pescador, atento al temblor de la línea, se abstrae y sueña, las aguas del río corren en fatigosa actividad, lamiendo los fondos, mordiendo las barrancas, para ir a echarse en borbollones espumosos sobre la amplia laguna que verterá luego sus riquezas en el mar. Involuntariamente vienen a mi memoria, dos versos del tierno y olvidado poeta a quien es ridículo citar en esta época en que se jura por Rimbaud, Verlaine y Mallarmé: «L’homme n’a point de port, le temps n’a point de rive; il coule, et nous passons!...»

¿Por qué esa actividad infatigable? Por qué ese afanoso viajar del suelo al cielo y del cielo al suelo, cambiando constantemente de tonos, hoy lluvia mansa y huracán mañana, suave deslizar ahora y luego desvastador torrente? ¿Por qué? ¿Para qué?... Reír en el murmurio de blancas linfas que hamacan camalotes; rugir en el borbollón de turbias aguas que arrancan coronillas; ser una sonrisa ahora y más tarde gesto airado; hoy dar la vida en forma de riego fecundo a los árboles que engalanan la ribera, y mañana arrancarlos de cuajo y enviarlos a la mar como osamentas inservibles; dormirse en un remanso para cantar amores en notas perfumadas, y despeñarse en seguida en la abra angosta, revolviendo lodo y escupiendo espumas; desparramarse en la laguna como extensa y límpida mirada de alma buena, y holgar en el estero con la ambigüedad traicionera de esos párpados que se cierran a medias dejando en el espíritu la duda de sus fondos; por instantes magnánimo distribuidor de mercedes, y en ocasiores implacable espada que al abatir cabezas no reconoce méritos ni desméritos; fuerza ciega y fatal que crea y destruye sin saber porqué; que ríe, que llora, que ruge, que hace brotar corolas polícromas o que troncha vidas lozanas, sin alegrarse, sin inmutarse, sin satisfacción y sin remordimiento... tal es la vida.

Chamamé

Patricio mezcló las cartas con arte, puso sobre la mesa el mazo y dijo con áspera, imperativa voz:

—¡Corten caballeros!... ¡Hay cien pesos de banca!...

Lo dijo con tal energía que osciló la luz de la vela, afanada de esparcir humildes claridades sobre el tapete verde.

Cortaron. El tallador volcó un tres y un rey.

—Copo el tres! —gritó uno de los jugadores; y con sus dedos, temblorosos de emoción, movió la carta elegida, haciéndola formar un ángulo recto con la que dejaba al banquero.

—Este esperó un instante, la mano sobre el naipe, la mirada sobre la mano.

Su contricante, impaciente, temiendo quizá la demora fuese calculada, para distraer su atención, y «armar el pastel a gusto», tornó a decir:

—¡Copo!... ¡y dése güelta!...

El tallador sonreía.

—Me han dejao el ancho, —murmuró.— El finao mi padre —que Dios tenga en su santa gloria,— me solía decir: «Si querés conservar salú, toma solamente agua ’e manantial; si querés vivir tranquilo, sin quebraderos de cabeza, no tengás nunca ni mujer ni caballo propio, y si querés ganar al monte, apuntale siempre al rey, ¡qu’es el que tiene más panza, y la panza es gobierno!... ¿Me doy güelta?...

—¡Dése güelta!...

—¡Allá vá!

Volcó el naipe que mostró una sota.

—¡El rey chico! —exclamó;— como quien dice, el sargento; detrás viene el comisario... Vamos tironiando despacito que no se juega plata ’e locos... Este es basto; no castiga a naides... ¡Espadas!... por ai me gusta... ¡un mancarrón!... ¡Mala seña, compañero!: ¡lo vienen convidando pa que dispare!...

—¡No sé lo qu’es eso! —replicó el otro picado. Y Patricio con sorna:

—Es verdá —dijo;— aquí no estamos en las guerrillas.

—¿Y en las guerrillas, qué?

—¡Nada! que hay más campo para disparar.

—¡Le albierto que si es pa insulto!...

—¡Al revés!... ¡ponderación!...

Los asistentes intervinieron para calmar los ánimos.

—¡Vamos, señores, vamos!... ¡pa pelarse la plata no carece enojos!...

—¿Me lleva dos nales, don Patricio? —preguntó un mulatillo tísico.

Y el tallador, sin dejar de correr las cartas, respondió jovialmente:

—No puedo, m’hijito; no puedo llevar a naides porqu’estoy cansao... El rey, señores...

El perdedor cubrió la banca. Los demás jugadores, con los codos sobre la mesa se apretaban para acercarse al banquero cuyos movimientos seguían ávidamente, cual si jugara su propio dinero. Cuando Patricio dió vuelta al mazo, ocho pares de ojos, brillando en medio de las ocho caras pálidas clavaron en sus manos las visuales.

—Doy en tres!

—Pago!...

—¡Me juí! —dijo solemnemente el tallador. Y como el mulatito tísico susurrara— por no dejar de pialar pasando el terreno a tiro:

—¡Men juí, venden las copas! —Dos codazos le hundieron las costillas, imponiéndole silencio.

—Una sota en trampa: ¡la alcagüeta’e siempre!... Una... dos... tres... y si no sabes... pa qué te metés... ¡Esta te pido güesito!... Un seis... Un caballo... ¡no corre en esta carrera!... ¡Refilate, Reginaldo y te hago obispo!...

Un viejo que seguía especialmente atento la jugada, extendió la mano y dijo:

—¡Paresé compañero, no tire! ...

—Estoy parao —respondió Patricio.

—¡Le cargo al tres vainte pesos!

—Pué cargar no más.

—¿Me lleva dos nales? —insinuó el mulatillo tendiendo dos billetes en las puntas de sus dedos secos y descoloridos.

—Salí p’allá, —respondió el viejo dándole con los codos; y en seguida, al tallador:

—¿Van jugaos?

—De juro, eche pal rodeo ¿es de los que apunta?

—¡Al tres!... De fijo que al tres ¿se li han tapao los óidos?... tire no más y no esté escarbando como gallina culeca.

—¡No crea! Al que le toque macho, macho, y al que le toque hembra...

—¡Que se degüelle y se saque el cuero, que pa tamangos sirve, estando bien estaquiao!...

—¡Habló como un libro el viejo! ¿tiro?

—¡Párese! Vamo a despabilar la vela pa que se vea lo que conversamos.

—¡Se me hace, viejo, que de miedo a las víboras, es capaz de dormir a caballo!... ¿Me doy güelta?...

—¡Paresé, don Patricio! —interrumpió el mulatillo, que tendiendo en los dedos sus dos pesos, agregó:

—¡Lléveme esto en la banca!

Y el tallador contestó egoísta.

—Ladiate, ladiate; no estorbes que la picada es angosta... ¿Tiro?...

—Tire.

Patricio volvió al naipe; redobló la atención, y, en medio del silencio obscuro, el pobre mulatillo tísico, brillantes los ojos, torturado el rostro, dijo:

—¡Pongo esto al tres!

—¡Ese rey, señores!... La banca está gorda aprovechen los que precisen sebo ¿hay quien cope?...

—¡Yo no copo, amigazo, —respondió el principal perdedor— porque el caballo no me da pa correr en ese tiro, pero apunto.

—¿Está dispuesto a perder?

—¡Hasta las tripas, amigos!..,


* * *


Clarea el día. Santos el jugador infortunado, aprieta lentamente la cincha a su overo y «conforme» para partir. El mulatillo, envuelto en un poncho desflecado, se le acerca; tose, tose y tose al recibir el aire frío de la madrugada. Pasado el acceso, dice quejumbrosamente:

—¿Sabe? ¡Jugué los dos pesos a su manos... y me pelaron!

Y volvió a toser, sorda, continuamente, desesperadamenmente.

El gauchito había colocado los pellones, la badana encima, luego el cinchón, una mano en la rienda, la otra en la cabezada, el pie en el estribo. El overo sacudió la cabeza, el gaucho detuvo el ademán, echó el sombrero a la nuca, y escupió esta frase:

—¡La plata ’el arrendamiento! ¡el desalojo, la vergüenza, la miseria! Si mi mujer me hace...

Montó a caballo y, al erguirse, la aurora naciente echó sobre su rostro tostado una pincelada rojiza.

Una porquería

Amigos, pero entrañablemente amigos, eran Lindolfo y Caraciolo; amigos de aquellos entre quienes carecen de valor las palabras tuyo y mío.

Si Lindolfo no encontraba su cinchón al ensillar, tomaba el de Caraciolo; si Caraciolo, en un apuro, hallaba más a mano el freno de Lindolfo, con él enfrenaba. Por eso andaban casi siempre con las «garras» misturadas.

Común de ambos eran los escasos bienes que poseían, siendo, como eran, humildes peones de estancia, y además, mocetones despreocupados y divertidos. Pero común de ambos era también el opulento caudal de sus corazones.

A pesar de esto llegaron a ser rivales. El caso ocurrrió del modo siguiente:

Con motivo de una hierra frutuosa el patrón regaló un potrillo a cada uno de los peones. Lindolfo eligió un pangaré; Caraciolo eligió un overo. Un año después ellos mismos domaron sus pingos, y para probarlos decidieron una carrera por un cordero «ensillado», es decir, el almuerzo: un cordero al asador, el pan, el vino y lo demás.

Corrieron y ganó el overo.

Lindolfo no se dió por satisfecho y concertaron otra prueba, tiro igual, plazo de un mes.

Volvió a perder el pangaré, pero tampoco quedó convencido su dueño.

—Me has ganao por la largada.

—¡Qué quiere, hermano! Cuando se corre un caballo hay que cerrar la boca y abrir los ojos. Aunque te advierto que no me vas a ganar ni haciendo vaca con el diablo.

—¿Querés jugarla pal otro domingo?

—¿Las mismas trecientas varas?

—Dejuro.

—Ta güeno.

Y al domingo siguiente corrieron con igual suerte. Esta vez Lindolfo quedó amoscado. No pudo, como antes, soportar impasible las burlas de su amigo. Este comprendió «que estaba demasiado caliente el horno y que había peligro de que se arrebatase el amasijo», y calló.

Si esa tardecita, cuando regresaban de la pulpería, Caraciolo hubiese rodado, quebrándose una pierna, Lindolfo quizás se hubiera alegrado; pero al día siguiente ya no conservaba ningún rencor, expulsado el despecho por el afecto fraternal que los unía.

A pesar de eso, Lindolfo no se resignaba a reconocer la inferioridad de su caballo, encontrando para cada derrota una causa justificativa y empecinándose cada vez, más en obtener el desquite.

—Si es al ñudo, hermano; —decíale Caraciolo;— su pangaré es mestizo con burro.

—Lo veremo el domingo.

Aquel duelo divertía al pago entero. Domingo a domingo repetíase la prueba. Varias veces Caraciolo, condolido de la terquedad de su amigo, fue dispuesto a dejarse ganar; pero luego en las excitaciones de las «partidas», la pasión lo dominaba y de nuevo era suyo el triunfo.

Un día, viendo que las cosas iban tomando mal cariz, Caraciolo dijo:

—Bueno, hermano; esto ya es zoncera; no le corro más.

Lindolfo no podía conformarse. Alegó, protestó, rogó.

—La última pal domingo, y nada más.

—¿La última?

—Sí.

Quedó convenido. Lindolfo tuvo durante esa semana todos los cuidados imaginables, viviendo solamente para su caballo, que el día de la carrera se presentó en un estado admirable.

Cuando le quitó la manta, el paisanaje conocedor se manifestó admirado, y esa admiración llenó de alegría el alma de Lindolfo. Sin embargo, desde la primera partida empezaron las ofertas con usura, causándole verdadero dolor.

—¡Cinco a dos!

—¡Diez a tres!

—¡Tres a uno!

—¡Doy doble y luz al overo!...

Largaron. En balde Lindolfo despedazó su caballo a espuela y chicote: perdió. Al desmontar estaba densamente pálido.

Anduvo un rato dando vueltas, sin saber lo que hacía, y concluyó por acercarse a Caraciolo. Un numeroso grupo rodeaba y elogiaba al overo.

—Lo qu’es aura no corremos más! —dijo Caraciolo, poniendo cariñosamente la mano sobre el hombro de su amigo.

—No, no corremo más, —respondió este con voz amarga y ronca. En seguida, como presa de un vértigo, sacó la daga y la hundió en el codillo del overo.

Caraciolo, asombrado, dió un paso atrás, mientras su caballo se desplomaba, pataleando.

—¿Qué has hecho?... —dijo.

Y, furioso, desnudó el cuchillo, se avalanzó sobre su amigo y antes de que nadie pudiera intervenir, Lindolfo caía con el cuerpo acribillado a puñaladas.

Preso, Caraciolo, mostróse resignado y tranquilo, confiando en la absolución.

—¡Quién había ’e creer que Lindolfo juese capaz de hacerme una porquería!... Porque ¡pucha! es porquería grande matarme el caballo, queriéndonos como nos queríamos!...

¡El lobo!... ¡El lobo!...

Era un muchacho enclenque, las piernas increíblemente flacas, arqueado el torso, hundido el pecho, demacrado y pálido el rostro, donde los grandes ojos obscuros estaban inmovilizados en eterna expresión de espanto.

Tenia quince años; se llamaba Cosme, pero sólo le llamaban El idiota.

Vivía El idiota con un viejo puestero sin familia, cuyo rancho dormitaba a dos cuadras del Arroyo Malo. En el arroyo pasaba el chico casi todo el día, todos los días, pescando que era cuanto sabía hacer. Algunos suponíanlo al viejo don Pancho abuelo del idiota: pero eso no era cierto. Si lo tenía consigo, era obedeciendo a órdenes del patrón, quien le había cedido el rancho de la finada Jesusa, encargándolo al mismo tiempo del cuidado del huérfano, que contaba ocho años en la época de la desgracia.

Refiriendo ésta, volaban muchas narraciones distintas, bordadas todas ellas con comentarios absurdos. La verdad parece ser así:

El patrón don Estanislao era ya maduro cuando se casó con la viuda doña Paula, la mujer más mala que haya nacido en el pago del Arroyo Malo, desde el tiempo de españoles hasta ahora. Sus celos lo tenían medio loco a don Estanislao, que era hombre bueno, aún cuando la cara enorme, la cabeza cerduda, la nariz chata, los ojos saltones y los rígidos bigotes le dieron un cierto aspecto feroz de lobo fluvial.

Los celos de doña Paula se enredaban en todo bicho que gastase polleras, fuese joven, fuese viejo, rubio, pardo o negro. Ni la lógica, ni las posibilidades, ni la verosimilitud intervenían para nada en sus agravios. Don Estanislao estaba ya a punto de enllenarse, cuando su consorte descubrió las relaciones que en un tiempo tuvo con Jesusa, la puestera del Arroyo Malo... ¡Ardió el campo!...

Al fin de dos meses de vida envenenada, Estanislao se dijo una mañana:

—¡Este animal no me va a dejar ni cebo en las tripas !... Hay que buscarle remedio.

Y montando a caballo, salió al campo, castigando a su zaino, mientras su mujer le gritaba, desgañitándose:

—¡Andá buscarla, asqueroso!, ¡andá buscarla, andá!...

No oyó más.

Como hacía calor y él estaba con rabia, se dirigió al arroyo para darse un baño. Aquí encaja decir que el nombre de Malo, con el cual se designa aquel curso de agua, no es fruto de la hipérbole criolla. Hállase constituido por una serie de lagunas —no anchas pero profundas y sucias,— separadas entre sí por trozos de estero, terror del que tiene que atravesarlos.

Don Estanislao, pues, amontonó unos camalotes junto a la orilla del agua, entre los sarandies, y se sentó, desnudo, «para secar el sudor». Una voz de criatura le hizo levantar la vísta y observar la otra margen. Allí, en una abra pequeña, estaba Jesusa lavando; al lado suyo, brincaba el chico. Aquella visión le hizo perder la cabeza; su cabeza de bruto, que se incendió de odios contra la pobre mujer, causa inocente de sus mayores fastidios conyugales. Todo el furor impotente en que le había arrojado su consorte, derivó en un instante hacia Jesusa, la humilde amiga de lejanos tiempos. El vértigo le obscureció la vista, y ya completamente loco se deslizó en el agua y arrancando un gran manojo de camalotes detrás de los cuales se ocultaba, se puso a nadar hacia el lavadero.

La mujer seguía su tarea, pero el chico se quedó mirando aquella isla de hierbas que avanzaba rápidamente hacia ellos. De pronto, el chico dió un grito de espanto.

—¡Mama!... ¡el lobo!... ¡el lobo!...

Los camalotes se habían detenido junto al lavadero y de entre las grandes hojas verdes emergía una cabeza siniestra, con sus ojos redondos y saltones, su nariz aplastada y sus largos bigotes de cerdas rígidas.

—¡El lobo!... ¡el lobo!...

No pudo decir más. La fiera se avalanzó sobre Jesusa, que se había inclinado para observar, —la cogió del cuello y la arrastró al fondo de la laguna en rápida zambullida.

El muchacho echó a correr gritando con espanto:

—¡El lobo!... ¡el lobo!...


***


Dos días después se encontró a Jesusa flotando en la laguna. Cosme, completamente idiota, fué recogido por el patrón y entregado a la solicitud de un viejo puestero sin familia.


***


Allí, cerca del agua, creció El idiota, enclenque, enfermizo, encorvado, pálido, los grandes ojos obscuros inmovilizados en eterna expresión de espanto.

En un atardecer de invierno, rondaba por la ribera, cuando oyó pedido de auxilio partiendo del próximo paso en el estero. Atraído por los gritos, pero sin prisa, fué andando hacia allá, y al echar la mirada al bañado, dio un brinco atrás, exclamando despavorido:

—¡El lobo!... ¡el lobo!...

Era él, en efecto; era don Estanislao, cuyo caballo, hundiéndose en la ciénaga, había cedido, aplastándole. A cada pataleo, a cada esfuerzo del animal para enderezarse, el barrizal lo tragaba un poco más. Del ganadero quedaba afuera solamente la cabeza, la horrible cabeza de lobo, cuyos ojos redondos, saltones, rojos, se fijaban con desesperación en el chico y cuyos labios, coronados por inmensos mostachos cerdudos, se agitaban gritando:

—¡Avisá en el puesto!... ¡avisá en el puesto!...

Pero Cosme, fijos en la horrible cabezota sus ojos sin luz, no se movía; de cuando en cuando, señalando con su dedo escuálido gritaba:

—¡El lobo!... ¡el lobo!...

La noche iba ilegando ya. El caballo había casi desaparecido entre el lodo y sólo se divisaba del grupo la cabeza espantosa del ganadero, haciendo desesperados esfuerzos por mantenerse a flote. La voz ronca y sin eco, seguía aullando:

—¡Avisá en el puesto!... ¡avisá en el puesto!...

De pronto la voz cesó, la cabeza desapareció bajo el barro. Entonces, Cosme, El idiota, echó a correr, rumbo al puesto, gritando con creciente espanto:

—¡El lobo!... ¡el lobo!...

De tigre a tigre

—Todo arreglao —dijo «Ventarrón».

—¿Pa cuando?

—Pasao mañana.

—¡Ya sabes pues! —exclamó el jefe de la gavilla, «Alacrán», dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en escondido potrero del Uruguay entrerriano.

—Yo no voy —dijo Lino Baez.

—¿No venís? —interrogó Alacrán.

—No.

—¿Andás apestao?

—Gracias a Dios puedo vender salú.

—Entonces te ha entrao miedo.

—Yo no tengo miedo a naide, ni a vos mesmo, Alacrán.

El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.

—Tenés algún motivo particular?

—Ninguno.

—Güeno. No vengas; nosotro bastamo; pero ya sabes que las ganancias son pa los que exponen el cuero, y no esperés nada si nos sale bien el asunto.

Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y desapareció del potrero.


¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo de la pulpería de Pereyra: explicable, ninguno. No lo conocía a Pereyra: y un asalto, un homicidio, un robo más o menos ¿qué podía importarle a Lino Baez?... ¿Por qué entonces cometió aquella cochinada con sus compañeros, aquella baja delación que costó la vida a uno, dos balazos a otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico botín?... No lo sabía: tantas burradas se hacen así, sin saber porque...


Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a Lino Baez. De balde no le llamaban «El Alacrán» a Pedro Cruz, jefe de la más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado espanto en Entre Ríos.

Nadie lo conocía mejor que Lino Baez, y no tardó en darse cuenta de que pesaba sobre su cabeza, inexorable sentencia de muerte; empero, guapo, audaz y astuto, aceptó la situación con cierto regocijo. Le repugnaba el pasado, la cobardía de los asesinatos en común. No es que no le gustase matar; matar le gustaba mucho; pero no así, once contra uno, contra dos o tres, agarrados dormidos y sin perros!... ¡Matar peliando parejo!... ¡Así era lindo!...

Bueno: ahora se trataba de no caer en las uñas del Alacrán y la pandilla, quienes, de agarrarlo lo habían de picar como para chorizos.

Primeramente pensó en huir del pago; más bien pronto reconoció lo absurdo de la idea. ¿Donde iría que no lo siguieran sus antiguos camaradas?... No, bien pensado, lo mejor era estar cerca de ellos, seguirles los pasos, descubrir sus planes. Siempre había pensado así: «enemigo que se vé, ya no es más que medio enemigo».


Su plan le dió excelentes resultados. El Alacrán y sus compinches hicieron varias tentativas para o «madrugarlo»; ¡vanas tentativas!... Él los dejaba hacer, gozándose, a igual del zorro, en pegarles el grito burlón destrás de una masiega. Llegó a tomarle gusto al juego. Sin embargo, una vez, la guitarra le quedó sin prima. Fué así.

Alacrán y sus amigos habían llegado un anochecer al boliche de Umpierres, un ranchita perdido en la llanura de Villaguay. Lino Baez, que le seguía continuamente, llegó poco después y, agazapándose, fué a instalarse junta a la ventana, una ventanita hecha con tablas de cajón, por cuyas hendijas pasaba la luz de la vela y la voz de los bandidos.

Estos combinaban su plan. El jefe decía:

—De aquí al rancho ’e la china Nemesia habrá cosa de una legua, asigún me dijo la china, Lino cairá por allí al subir el crucero...

—¡China arrastrada! —pensó Baez.

—Pa la media noche, —continuó el Alacrán,— cuando la luna esté en mitá del ciclo, nosotros caimo, le rodiamo el rancho.

—¡Y lo achuramo! —exclamó otro.

Lino Baez pensó: Lo qu’es en esta recogida no caigo al rodeo; pero hay que cavilar un poco. Yo ando, como quien dice, a pié; y matreriar sin buen caballo es como cortarse las uñas pa dispues pelar mondongo.

De pronto rió interiormente y se dijo:

—¡Soy bobo! ¿Y no están ahí los caballos de ellos?... ¡Han de haber fletes!

Ya iba a marcharse, cuando una frase de Alacrán lo detuvo:

—¡De juro que va a peliar! Es muy sabandija, pero es guapo ¿pa que negarlo?... Lino Baez no para la mano.

Aura, la cuestión es que no lastime a ninguno, y pa eso he pensao una combinación.

—Andá diciendo.

—Es ansina. Al llegar al rancho, nos desnudamo tuitos, bien desnudos. De una patada echamo la puerta abajo.

—Es fiero dentrar en cuarto oscuro, —observó «Ventarrón».

—Ya sé, —continuó el jefe; pero dentramo desnudo; ansina, vamo manotiando; si tocamo carne, es compañero; si tocamo ropa, ¡meniar daga!... ¿comprienden?...

—¡Lindo! —exclamaban alborozados los bandidos; y Lino Baez se dijo también, mentalmente:

—¡Lindo!

En seguida fue hasta el cardal donde había dejado su caballo, montó y trotó hasta el rancho de Nemesia. Recibiólo ésta con muestras de cariño, él, sin hablar, ¿para que hablar?... le hundió la daga en la garganta. Cuando dejó de patalear, la levantó y la arrojó encima del catre. Luego, tranquilamente, se desnudó por completo. Hizo un atado con sus ropas y lo puso junto a la puerta. Apagó la vela, desenvainó el facón y sonriendo, sonriendo con indefinible placer, fué a estacionarse en un ángulo del rancho.


Tras un tiempo que a Lino le pareció un siglo, su oído de matrero oyó el pisar de caballos que se acercaban. De pronto, un golpe recio; la puerta se abrió de par en par. Absoluto, terrible silencio. Los bandidos iban sobre seguro; a dos pasos del rancho estaba el moro de Baez y la casa no tenía más salida que aquella puerta. Sin embargo, la víctima no hacía ninguna manifestación de defensa. Los asaltantes avanzaban cautelosamente, extendiendo la mano izquierda en tanteo al aire. Alacrán, que iba delante, tocó un cuerpo; estaba desnudo; detuvo el ademán de la diestra; casi de inmediato, una mano se le posó en la espalda y en seguida dió un grito y se desplomó con el corazón partido de una puñalada.

—¡Traición! ¡traición! —gritaron varias voces.

Lino Baez ganó la puerta, gozando de la horrible escena que se desarrollaba en el interior del rancho: los bandidos, presa del pánico, se apuñaleaban entre sí, y cuando alguno intentaba huir y por casualidad daba con la puerta en la profunda obscuridad de la noche, lo recibía el facón inclemente de Lino Baez...


Al venir el día en el interior del rancho de Nemesia no había más que cadáveies y moribundos.

Lino Baez se vistió; ensilló el mejor caballo, puso el bozal con cabestro a otro considerado bueno; volvió; observó y dijo:

—Los caranchos no van a tener tiempo de comer tanto dijunto. Vamos a prenderle juego pa que el jedor no envenene el aire.

Sacó un fósforo; lo encendió y lo aplicó a la reseca paja del techo.

Después montó a caballo. Meditó un momento; luego dijo:

—En la banda Oriental está la guerra.

Y silbando un estilo, sin volver la cabeza, al trote, con su caballo de tiro, enderezó rumbo al Uruguay.

Una sola flor

Tras siete años de ausencia, Delio Malvar retornaba a su provincia.

Obtenido el diploma de médico, tuvo halagadoras ofertas para que se radicase y ejerciese en la capital: su puesto de interno en San Roque le aseguraba el pan; la decidida protección de sus maestros Meléndez y Güeno, —dos celebridades médicas,— le abría las puertas de un porvenir lisonjero.

Sin embargo el gusanillo de la nostalgia comenzó a roerle la entraña y no obraba sólo la nostalgia; había también el imperioso y bien humano deseo de presentarse triunfador en aquel pueblo donde creció en la pobreza, diariamente abofeteado por el desdén o por la compasión de los ricos ignaros.

Cuando el buque aferró, casi en mitad del río lo que Delio vió no fué la playa arenosa ni el alto murallón de defensa, ni los eucaliptos de la plazoleta Berón de Astrada, ni las barrancas gríseas, ni las peñas brunas, ni la península histórica; no advirtió ningún detalle: el «Turagüy» se le fué encima, entrándole de golpe, en un súbito reverdecimiento de todos los recuerdos juveniles guardados celosamente en un repliegue del alma durante la larga ausencia.

La primera semana pasada en el terruño fue de perpetua alegría para el joven médico.

¡Con cuánta satisfacción estrechábala mano de los amigos mareándolos a preguntas !... Todos y todo le interesaba; inquiría noticias hasta de las personas más insignificantes y de las cosas más vulgares, con una volubilidad y una vertiginosidad de chicueío.

—¿Y el negro Damían, el vendedor de chicharrones, vive todavía?...

—¿Se ha casado Ranchita Suárez?

—¿Siempre está igual el cementerio de La Cruz, con su iglesia sombría, sus muros en escombros, sus sepulcros abandonados y la negra, ruinosa tumba del héroe del Pago Largo, profanada por las gallinas y los perros?

Y continuaba así, interminablemente en una especie de prolijo inventario de sus recuerdos.

La segunda semana la ocupó en paseos, en recorrer uno por uno los parajes conocidos, tomando posesión mental de la ciudad y de sus deliciosos alrededores.

En sus caminatas, —incansable, sin que los groseros adoquines le lastimaran los pies y sin que los arenales del suburbio le fatigasen las piernas,— en sus largas caminatas, gozaba un raro placer al cerciorarse de que todo estaba igual, de que nada había cambiado: ni un naranjo más, ni un cambanambí menos...

Una tarde vagabundeando por las sombreadas calles de las quintas, entreteniéndose, con puerilidad de chico, en hacer equilibrio sobre los rieles del tren y sobre los maderos de las alcantarillas, quedóse sorprendido observando una casita, semioculta entre ramazones de sauces, de espinillos y timbós. Había al frente un cerco de alambre, cubierto de madreselvas; luego un patiecito lleno de tiestos con claveles y malvones, y, en seguida, la clásica morada correntina, con su «corredor», su tejado de palma «caranday», la puerta en guillotina y las dos ventanillas pintadas de verde.

¡Era allí!... Era allí la casa de Lucinda, de aquella Lucinda que había amado tanto, y el único nombre, sin embargo, que no habíase presentado en su memoria hasta entonces.

¿Cómo fué el olvido?

Sin tanta explicación Delio acercóse a la casita y golpeó las manos.

No tardó en presentarse una muchacha como de diez y ocho años, una linda morocha de cuerpo airoso, que le tendió la mano y le dijo con indiferencia:

—Pase.


Penetraron en la salita; se sentaron.

El mozo, impresionado, no encontraba palabras con que iniciar la conversación.

—¿No se acuerda de mi? —preguntó al rato.

—¿Y por qué no me vi acordar? —replicó ella tranquilamente.

—¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!

—Hace.

—La ausencia mata cariños.

—Así será.

—Sin embargo, cuando bien se quiere nunca se olvida.

—Dicen.

—¿No lo cree?

—Puede.

Deiio comenzó a encontrarse mal. Su pasión juvenil renacía imperiosa en presencia de aquella mujer que fué la novela de su adolescencia.

—¿Usted es libre aún, Lucinda? —preguntó.

—¡Nunca no fui esclava yo! —contestó ella, con cierta cólera.

—Quiero decirle... ¿no se ha casado?...

Lucinda sonrió con amargura, guardando silencio.

—¿No tiene novio?...

Ella tornó a sonreír del mismo modo; y Delio, levantándose y tratando de cogerle una mano, exclamó con emoción sincera:

—Entonces, mi Lucinda!...

Ella lo rechazó con violencia.

—Vea, —dijo; tengo un planchao de apuro... y mamá no está... No puedo seguir haciéndole sala!...

—¡Yo te quiero siempre, Lucinda!

—Quien quiere no engaña. Usted mismo dijo.

—¡Perdóname!... Te quiero y estoy dispuesto a casarme contigo!...

—Eso mismo ya antes me dijo.

—¡Ahora lo cumpliré!

—Nada no creo ya... y aunque creyese...

—¿Si creyeses?....

—Yo soy como el «yboty añó»...

—¿Que es el «yboty añó»?.

—¿No acuerda?... ¡Estoy quiriendo creer que ha olvidado hasta l’habla nuestra!...

—¡Lucinda!

—El «yboty añó» es árbol que da flor no más una vez en toda la vida!... Vayasé... Yo soy «yboty añó»...


Y Delio echó a andar por las calles arboladas, triste, abatido, sin encontrale ya encanto a los paisajes familiares.

—¡Yboty añó!... ¡Una sola flor!... Así es en la vida, y miserable de aquel que pasa por su lado sin cogerla!...

Bichita

Como érase en primavera y en pleno campo —donde el sol no encuentra estorbos a sus amores fecundos,— el amor reía en el bosque con los rojos labios de los ceibos en flor; reía en las lomas con las boquitas multicromadas de los pastos florecidos; reía con el saltarín montoncito de plumas del chingolo; reía en las plácidas pupilas de las potrancas y en las pupilas de fuego y en las crines eréctiles de los potros; en la luciente piel de los vacunos; en la blanca bondad de los ovinos; en el polvo que burbujeaba en el aire, y en la abismante suavidad celeste del gran techo.

Ese cálido efluvio que, penetrando en el alma de todos los seres les obligaba a hincharse y a reventar en flor sacudió la timidez de Horacio, decidiéndole a jugar de una vez los últimos realitos de esperanza amorosa que le restaban.

El domingo temprano recogió el bayo de las crines de ópalo, lo lavó, rasqueteó y cepilló con esmero, lo aperó cuidadosamente y, poco después de mediodía, partió a trote corto, rumbo a la casa de Ana Fermina.

Llegó demasiado temprano; los perros, cuya digestión iba a turbar, lo recibieron con inusitada belicosidad; las muchachas sorprendidas con las cabezas empapeladas y los trapillos de entre casa, tuvieron para con él una agria cortesía. Lo condujeron a la sala, se sentaron, cambiáronse frases sin objeto y dificultosamente expresadas. Dos minutos después, Rómula, la mayor, se levantó y con un breve:

—Con permiso —desapareció.

Josefa no demoró en imitarla, con el pretexto de ordenar a Bichita que cebase el mate; pero ya su hermana debió adelantarse en la galantería, pues cuando Horacio se reconfortaba con lo que consideró una táctica convenida para dejarlos solos, entró la chica con el amargo. Como concluyera en dos sorbos, Ana Fermina se levantó diciendo:

—Debe estar frío... Esta gurisa no sabe hacer nada como la gente!... —Y no obstante las protestas del mozo, tomóle el mate y salió, seguida de Bichita.

Horacio quedó solo, esperando que su amada hubiera salido para arreglarse y no demorase en volver; pero quien volvió fue la chinita, que le entregó el mate, se sentó campechanamente y se puso a observarlo con insistencia. Molesto, el mozo interrogó:

—¿Qué me mirás? —Y ella riendo:

—¡Pobre don Horacio! —dijo.

—¿Por qué, pobre?...

—No sé, es un decir... ¡Pucha!... ¡cómo arruina el amor!...

—¡Qué sabés vos gurisa!

—¿Qué sé?... Mucho más de lo que usted supone, mucho más de lo que tuitos suponen!... ¡Cuando uno se ha criao asina, guacho, rodando pu’ aquí y pu’ ayá, recibiendo una caricia de acá y una patada de allá... muchas... más patadas que caricias!... ¡pucha si se apriende!... Delante de una, las gentes hablan como delante de los animales, y como nosotros tenemos oídos y los ojos grandes y abiertos lo mesmo que lechuzón, vamos rejuntando esperencia... Vea, don Horacio: nosotros aprendemo la vida como la música: de oido no más.

—Es malo saber demasiado, Bíchita.

—¡Qué va ser malo!... Sabiendo de qué lao viene una cachetada siempre hay tiempo pa cuerpiarla!... ¿A usted nunca li han dao una cachetada?

—Nunca.

—¡No sabe!... ¿Y que más cachetada que la que le da Ana Fermina?...

—¡Bichita!

—¡Sí! —exclamó.— ¡Usté no ve!...

—Y vos ¿qué ves?...

—Veo, veo... primeramente que usté con pantalón en lugar de bombachas, y con botines en vez de botas, con ese arreglo que se ha hecho pa complacer a Ana Fermina que dende que estuvo un mes en el pueblo el campo le jiede a ruda...

—¿Qué?

—Que no es ni pozo ni aljibe: pal uno le falta soga y pal otro le sobra.

—¿Vos crees que Ana Fermina?...

—¡Es loca... por la risa!...

—Yo la quiero y ella me ha dao esperanzas... Vos debés saber...

—¡Yo sé que la calandria hace nido con palitos que rejunta de todos los laos!... ¡Ah! ¿sabe que hoy debe venir don Marcelino, aquel escrebidor del pueblo que Ana Fermina conoció en el baile del comesario?... Sí, va venir...

—¿Ella sabe?

—¡No va saber!... Pa eso se han enrrulao y han almidonao las naguas y la pollera amarilla que de plancharlas quedaron como vidrio, y... Vea’ es un decir, pero calculo que no le van’agradecer su visita hoy.

—¿Vos crees, Bichita?

—Maliseo no más.

—¡Bichita, Bichita! M’estás envenenado el alma!

—¡Qué quiere!... La culpa no es del «mío mió» sino del animal que por inorancia lo come!...

—¡Sabés mucho, Bichita!

—¡Eh!... ¡Se apriende! ¡Cuanti más golpiada está la masa, más sabroso sale el pan!...

Púsose de pie la chica y mirando al gauchito abatido con ojos burlones, dijo:

Voy a cebarle otro mate.

Y desapareció.

Juicio de imprenta

La copiosa cuanto intempestiva lluvia obligó a suspender las carreras y al atardecer no quedaban arriba de 20 personas en la pulpería.

Algunos «rialudos» adueñáronse de las dos únicas carpas de vivanderos, entregándose a «trucos» barullentos o a silenciosas partidas de monte, mientras la chusma, refugiada en la «glorieta», derrochaba charla y ginebra.

Más de una docena de harapientos habíanse juntado allí; y si bien todos metían baza, gritando, como de estilo el tallador era el viejo Malaquías.

Menguando en carnes cuanto opulento en pelos, presentaba Malaquias una simpática y original fisonomía. Sus grandes ojos pardos, rebosantes de malicia, parecían reir siempre, con una risa burlona, y despectiva. Con una cara larga y flaca, con su nariz curva y fina, ofrecía un cierto aspecto de pájaro —de urraca— decían algunos.

Sus cuentos sabrosos, su charla amena, sus hirientes invectivas, permitíanle vivir de gorra, vagando de rancho en rancho y de pulpería en pulpería, sin más bien que su yegüita tubiana y su «recado de negro».

Sin ser muy vasto su repertorio, sabía él variar sus historias, renovando los dicharachos y adjuntando episodios inéditos. Pero de todas ellas, la más grata al paisanaje era la del juicio de imprenta, en que había actuado como protagonista.

Aquella tarde, el auditorio, saturado de alcohol, le había exigido relatos escandalosos —de los cuales tenía buen acopio,— pero al fin clamaron por la famosa aventura, que los encantaba, como todas las vivezas gauchas.

Condescendiente, Malaquias apuró un vaso de ginebra y dió comienzo así:

—Güeno,ustedes han de saber que a mi siempre me gustó refregarme con la gente, y como no soy muy negao del todo, algo había de pegarsemé por juerza. Siendo potrillo estuve de pión con Luis Peralta, un procurador más fino que chiflido de águila y capaz de correrla parejo con cualisquiera dotor en leyes... Güeno, mientras mi hombre pasiaba por la pieza, ditándole cosas de papel sellao al galleguito escrebidor, yo le acarriaba mate y al mesmo tiempo m’estruía escuchándolé... Si me hubiese dao por aprender a leer y escrebir, a esta fecha yo sería algo: empliao de tienda, deputao... ¡quién sabe!...

—¡Mentira! —interrumpió el sargento, que emponchado y de pie junto a la puerta de la glorieta, miraba llover con filosófica tranquilidad.

—¡No es mentira, sargento! —replicó ofendido el narrador.

Rió el otro y confuso:

—Digo... ¡mentira parece que llueva con tanto viento!...

Dándose por satisfecho, don Malaquias prosiguió:

—Dispués dentré de mucamo de un vasco, dotor en medicina, que se lo pasaba día y noche jugando al «mus» en la trastienda del boticario, y yo cebándoles mate aprendí...

—¿Medicina?...

—No, a jugar macanudamente al «mus»... Pero la querencia me tironeaba y un mal día enderecé pal campo y anduve una punta de años de monteador, de esquilador, de carrero y pión de estancia, hasta que una vez que juimos con tropa me quedé en el pueblo enlazao en las trenzas de una rubia orillera,.. Y andaba más cortao que oveja trasquilada por gringo, cuando me conchavé pa cuidarte los parejeros a un dotorcito que tenía un diario contra el gobierno... ¡Y aquí viene el cuento!... Sucede que un día mi patrón puso en el diario un escrito bárbaro, mentándole leña al comesario, y el comesario al no más le encajó un pleito... Entonces, mi patrón, el dotor me llamó y me dijo:

—«Te doy cincuenta del país si te animás a dir al juzgao y decir que sos vos el autor del escrito».

—«Animarme, me animo —dije yo;— pero ¿qué debo hacer?»

—«Eso no más —dijo él,— sostener que vos sos el autor.»

—«Güeno —dije yo: y juí a la audencia y me declaré autor, y aunque el procurador del comesario patiaba y rabiaba, yo seguí alegando y no hubo qui hacerle; el juez tuvo que acetarme por parte, y díspués que leyeron la diclaración, me alcanzó la pluma para firmar... ¡Junamente!... Ese piacito no lo llevaba preparao; pero ¿para qué me había refregao tanto con gente de letra menuda?...

—¡Disculpe señor juez! —dije— ¡No sé escribir!...

—¡Cayó en el garlito! —gritó el procurador loco de contento.— Y el juez me dijo furioso:

—¿Te pensás burlar de la justicia?... ¿Cómo tenés la desfachatéz de decir que vos sos el autor del escrito, si no sabés escribir?

—Soy el autor, sí, señor —dije yo, y acordándome de mi primer patrón añadí:— ¡No sé escribir, señor juez... pero sé ditar!...

—¡Y ansina los pité en cachimbo a los letraos! —concluyó el viejo largando una carcajada que el auditorio coreó estrepitosamente.

Como hace veinte años

Con suave lentitud venía insinuándose la noche, y en el gris vespertino, una brisa salutífera aportaba un calmante a las ardentías de la tarde estival.

Pasado el sopor del bochorno, los cuerpos experimentaban la intensa satisfacción del funcionamiento de los órganos. Era uno de esos instantes en que los hombres sienten la necesidad de ser buenos por imposición de la calma, pues es sabido que la bondad es estática, así como la maldad es un sentimiento en acción.

Y en tales circunstancias se encontraron don Heriberto, cimarroneando y charlando con Pedro Luis, el donjuanesco gauchito del distrito, cuya conducta le traía avinagrada el alma. Cuando le diera cita, su espíritu ardía en rencores, dispuesto a increpar y a castigar; más allí, en la apacibilidad de la tarde moribunda, descolorida y silenciosa, vióse invadido por un sentimiento de conteporización y de perdón.

Bajo la entreabierta camisa de percal rayado, veíase un rudo pecho velloso alzarse y bajar regularmente al influjo del sereno latir del corazón. En su rostro enérgico reflejábase el alma en reposo.

—Si, amigo —dijó;— yo siempre tuve confianza en vos, porque sé que las locuras son cosa común en la mozada... Al principio, cuando me enteré de la falla de m’hija, me dió rabia... ¿a quién no le sucede lo mesmo?... pero después juí pensando que tuito se arregla, habiendo gana, y que los hombres hablando se entienden... Yo te conozco a vos... la muchacha es buena y te quiere una barbaridá... ¡Hace dos días que no come la pobrecita!... Dispués, el año ha venido bien... Doscientas reses, una majadita y población les puedo dar...

Don Heriberto había dicho lo que antecede con voz tranquila y calmosa, observando a Luis Pedro, quien con la vista en el suelo, guardaba silencio, golpeándose la caña de la bota con el rebenque. Tras una pausa interrogatoria, el viejo preguntó directamente:

—¿Qué decís?

—¡Qué quiere que diga!...

—¿No te vas a casar con Lola?

—Vea, don Heriberto... por aura... más adelante, no digo... puede ser muy bien...

—¡Ya sé! ¡ya sé! —exclamó el gaucho; y sofrenando un impulso, continuó diciendo con fingida calma:

—Hace veinte años, un picaflor como vos, engañó como vos a mi hermana Jacinta, y alzó el poncho como vos, y como vos se puso a matreriarnos. Hasta que un día mi padre lo hizo venir, y aqui, bajo esta mesma ramada, sentaos como estamos sentaos, él hizo las mesmas reflesiones que yo te hice y él contestó lo mesmo que contestaste vos. Y entonces, el viejo, que entuavía era juerte, se lenvantó del banco...

Don Heriberto uniendo la acción a la palabra con celeridad tal, que Pedro Luís no pudo oponer resistencia, continuó deciendo:

—¡Lo agarró ansina, por el pescuezo, y apretó! ¡Apretó! ¡¡Apretó!! ¡¡¡Apretó!!!... ¡y al largarlo, caía un muerto a sus pies!...

Y efectivamente; Pedro Luis se desplomaba estrangulado.

Don Heriberto, con el rostro enrojecido y bañado en sudor, con la mirada extraviada y las manos presas de un temblor convulsivo, exclamó mirando el cadáver:

—¡Lo mesmo que hace veinte años!...

El hombre malo

Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.

En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.

Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.

A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.

De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...

—¡Marca! —gritaba uno.

Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.

En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.

Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.

—¡Marcá! —gritábanle con apremio.

Y Mauro respondía furioso:

—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...

Y a la vuelta, siempre rezongando, abríase paso a empujones y daba un puntapié a un perro y un coscorrón a un chico, con cualquier pretexto.

—¡Manga’e haraganes!.. ¿No pueden ladiarse pa dar paso a la gente?...

—¡Delen lao al rai! —solía replicar algún paisanito burlón— y Mauro, sin volver la cabeza, lo rajaba de un juramento en que iban enrabadas todas las malas palabras del vocabulario campesino.

Siempre había sido asi el viejo Nuñez; irascicible, duro, mal hablado, agrio como membrillo verde. Por eso le llamaban «el hombre malo», que imponía respeto con su cabeza de león, grande y clinuda, con su hosca faz cubierta de pelos, con los pequeños ojos de mirada torva, con su voz bronca y con la larga daga que llevaba siempre cruzada en la cintura.

¿De dónde había salido?... Nadie lo sabia.

«Del infierno» quizá; de alguna cueva de puma, «tal vez». Nadie conocía su vida, pero todos daban por sentado que era un bandido de siniestra historia... Un hombre muy malo, sin afectos, sin sentimientos, un alma seca, un corazón hecho piedra...

Y él rezongaba a todos sin dirigirse a nadie.

De pronto, una tremenda gritería resuena en la playa. Un toro de cuatro años, grande y cerril recién mutilado, se ha puesto de pié, ha escarbado furiosamente el suelo y ha embestido, ciego de dolor y de ira. Los gauchos, tomados de sorpresa, corrieron despavoridos. En cuatro brincos la bestia estuvo a pocos pasos del fogón. Mauro tuvo todavía tiempo de salvarse, encaramándose a las tapias del corral... Pero al volver la cabeza, vió á su lado a un chico, un chico de seis años, que con la pava en una mano y la calabaza en la otra, estaba lívido, inmovilizado por el terror... El hombre malo no titubea un segundo, agarra el niño y lo levanta sobre su cabeza, ofreciendo su propio pecho a las astas del toro.

Oyóse un grito de horror salido de veinte bocas a un mismo tiempo; los rojos tizones del fogón vuelan en todas direcciones, una nube de humo y polvo borra momentáneamente la escena, y cuando el toro es arrastrado de ella, con dos lazos en las astas, las gentes, atónitas, presencian el cuadro.

Junto al fogón deshecho, el chico está de pie, muy pálido, pero ileso. A su lado, en e! suelo, tendido a lo largo, inmóvil, está Mauro, el hombre malo de la historia siniestra; la cabeza reposa sobre las cenizas y del robusto pecho, abierto por una cornada feroz, salen las visceras, sangrientas y destrozadas.

Fin de ensueño

Transcurría una de esas noches de invierno, obscuras, frías, largas, silenciosas, sembradoras de miedo, en las cuales el grito de un chajá ó el ladrido de un perro resuenan con eco trágico en las soledades campesinas. Noches espesas que intensifican las angustias y aceran los insomnios; noches de gloría para los trogloditas alados y para el matrero errabundo!....

Matrero de avinagrada existencia era Paulino Aldabe, a quien una locura fugitiva impulsó al primer delito, imponiéndole el dilema de la expiación carcelaria o el triste iterinario de la perpetua zozobra: su alma criolla sólo podía decidirse por lo último, la libertad, tanto más preciada cuanto a mayores esfuerzos obligara su conservación, cuanto a más riesgos condujera su defensa.

Paulino, joven y vigoroso, experimentaba como una voluptuosidad de jugador en aquella lucha incesante, en la que el valor y la astucia eran únicas garantías de su existencia libre. Perseguido sin descanso, cuando lograba hallarse en seguridad, apenas repuesto de las fatigas o curado de las heridas, una fuerza irresistible lo empujaba de nuevo al peligro, a las aventuras temerarias. De ese modo, iba agregando al delito inicial nuevos delitos que hicieron imposible la reconciliación con la sociedad. ¡La cárcel por toda la vida!... Antes, mil muertes...

Mientras trotaba lentamente entre las sombras espesas, descuidado, seguro de no ser sorprendido, iba recordando el torbellino de los últimos cinco años de su existencia. En aquel mismo pago —al que recién regresaba después del lance fatal,— había nacido y se había criado. Fué siempre un muchacho bueno, rudo para el trabajo. Excelente camarada. Su mala suerte hizo que se prendara de Aquilina, la hija del puestero Demetrio, viejo egoísta, haragán y vicioso, que había derrochado un regular patrimonio, y soñaba con un yerno rico para recomenzar su vida de placer y de holganza.

Paulino, pobre peón de estancia, fué brutalmente desechado, no obstante los ruegos y los llantos de Aquilina. Empero, como los jóvenes se amaban con la vehemencia de sus juventudes y la calidez de sus almas criollas, continuaron las relaciones en secreto. Un domingo, mientras Demetrio se emborrachaba en la pulpería vecina, los dos enamorados departían confiadamente. De improviso, el viejo apareció en el rancho. La escena duró un segundo.

—¡Guacho atrevido, yo te viá enseñar a que respetes el corral ajeno!... —gritó con voz aguardentosa, al mismo tiempo que cruzaba el rostro del gauchito con la ancha y dura lonja de su talero.

Brilló una daga; cayó al suelo un cuerpo: hízose nn charco de sangre; Aquilina lanzó un grito; Paulino saltó por encima del cadáver, montó a caballo, picó espuelas y huyó, huyó sin rumbo, sin idea de lo que hacía, sin otra preocupación que escapar a la cárcel abominada. La policía no demoró en lanzarse detrás suyo, arrojándole al bosque, persiguiéndolo sin descanso y sin piedad. Un día tuvo hambre y carneó una oveja; una noche robó un caballo para reemplazar su overo transido; una madrugada, sorprendido por la partida, peleó, mató... y logró escapar, para vivir condenado a dilinquir siempre, a robar para comer, a robar para huir, a matar para defender su libertad, hasta que llegase la bala policial, término obligado de semejante existencia.

Al cabo de tres años de matreraje, Paulino regresó a su pago. ¿Con qué objeto?... Él mismo no lo sabía. Silenciosamente, multiplicando las precauciones, agazapándose, como un puma entre pajonales y malezas, llegó a la comarca familiar. El bosque del «Tacurú» le albergó dos días y una noche. A la segunda, aprovechando las sombras, montó a caballo, dirigiéndose al rancho de su primera víctima. Quería volver a ver a su Aquilina, recibir una mirada de sus ojos, una palabra de sus labios. Luego partiría para buscar la muerte, para concluir con una existencia que empezaba a pesarle demasiado...

Lentamente fue acercándose a las casas, y al bosquecito de higueras y durazneros que resguardaban sus fondos, desmontó con intención de esperar el día, ya cercano. De pronto parecióle oir rumor de voces en el rancho y avanzó con prudencia entre los árboles; vio luz. Dominado por la curiosidad, llegó hasta el patio y se encontró con un grupo de mujeres que no demostraron sorpresa al verlo.

—¡Pobrecita!.. Parece que está dormida —dijo una vieja que salía del cuarto.

Paulino empujó la puerta entreabierta y entró, para quedar como petrificado ante la mesa sobre que reposaba un ataúd, y en el ataúd, Aquilina. Los asistentes miraron con indiferencia al forastero. Pero uno de ellos lo miró fijamente, se puso de pie y adelantando unos pasos:

—¡Vos sos Paulino! —dijo.

Altanero, el gauchito replicó:

—Pudiera ser... ¿y vos quién sos?

—Soy el comisario Gutiérrez. ¡Date a preso, bandido!

Paulino dió un salió atrás. Desenvainó la daga, y exclamó sonriendo:

—Viá ser otro dijunto p’aprovechar las velas.

—Sí —rugió el comisario;— Dios te manda a morir en el mesmo sitio en que asesinastes al padre de mi mujer!..

—¿Aquilina, su mujer?... —tratamudeó el matrero.

—¡Sí, mi mujer!... ¿O pensabas que había de ser tuya?

Paulino titubeó un momento, y en seguida arrojó la daga y cruzándose de brazos, exclamó:

—¡Matá!... ¡Concluida la banca, se acabó la jugada!

Cómo y porqué hizo Dios la R.O.

El progreso, incesante y rápido, ha transformado en poco tiempo, y de manera casi radical, la campaña uruguaya. Los modernos medios de cultura modifican las costumbres patriarcales de antaño. La antigua estancia, el caserón tosco y macizo que, como centinela encargado de vigilar la inmensa heredad, se alzaba en la loma desnuda, va cediendo el paso a los chalés policromos, rodeados de parques y jardines que aíslan la morada del propietario.

El patrón ya no va en mangas de camisa y en alpargatas a compartir el amargo y a «prosear» con la peonada en la tertulia de los fogones. Los hábitos democráticos de aquella sociedad primitiva, van desapareciendo. Apenas si quedan algunos pocos ejemplares del estanciero-caudillo, patrón, jefe y padre, respetado y querido en la paz y en la guerra.

Para encontrar todavía el tipo de la estancia antigua con su azotea denegrida, sus galpones pajizos, sus «enramadas» y sus ombúes; para ver la vieja vida pastoril en que el patrón y la patrona y los hijos de los patrones forman como una sola familia, es necesario ir al norte, buscar en las abruptas proximidaddes de la frontera brasileña, allí donde aún tiene crédito el parejero criollo, donde el lazo y las boleadoras no han sido totalmente vencidos por los bretes, donde el chiripá y la bota de potro se llevan sin menosprecio.

En invierno, cuando las lluvias hinchan los arroyos, cuando durante semanas enteras las gentes se ven obligadas a la reclusión en «las casas», cuando, por la misma causa, ninguna visita llega a las «casas», cuando las tareas camperas quedan casi en absoluto paralizadas, el tedio invade las almas. En los días turbios y en las noches negras, la cocina atrae y el fogón reune en rueda igualitaria a los amos y a la servidumbre.

Por la tarde, mientras la «piona» fríe tortas y los «gurises» ceban el amargo, se improvisa una banca de «siete y medio» sobre un cajón, que tiene un cojinillo por carpeta.

En la noche, después de cenar, y mientras se «cimarronea» a la escasa luz del «trasfoguero» comienzan los cuentos, simples, infantiles, pero embellecidos por el pintoresco lenguaje y las curiosas observaciones de los narradores. Como muestra, vaya una de esas leyendas del fogón.

En la frontera, existe siempre latente, si no un sentimiento de hostilidad, una rivalidad de razas, que el paisanaje de ambos pueblos exterioriza en pullas más o menos hirientes, pero que, entre ellos, nunca constituyen motivos de enojos. De ese corte era la historieta que un paisano riograndense comenzó así:

—«Después de hacer el Rio de la Plata, Dios le dijo a San Pedro:

—Acabóse; vamos pal rancho qu'es hora de tomar un amargo y churrasquear.

—Todavía no —replicó el apóstol;— falta hacer la República Oriental.

Dios se opuso; pero ante los reiterados pedidos de San Pedro, accedió, no sin antes advertirle que había de arrepentirse de su capricho. Anduvo el creador unos pasos, y viendo una piedra chata, rodeada de florecitas blancas y rojas, le dió vuelta, «pegándole con la punta de la alpargata» y dijo:

«Que se crien la República Oriental y los orientales».

Inmediatamente brotaron de la humedad de la tierra unos hombres chiquitos; armados de grandes facones. Daga en mano y con el chambergo en la nuca, se encararon con San Pedro gritándole:

—¡Pagá la contribución direta, si no querés que te degollemos aquí mesmo!...

Dios pretendió intervenir, pero los hombres chiquitos lo increparon:

—Y vos ¿que te tenés que meter en nuestras cosas, gringo atrevido?... Ya te podés ir diendo a mandar a tu tierra!

San Pedro se desprendió el cinto, largó unas onzas, y en seguida él y Dios montaron a caballo y rumbiaron pa sus pagos, silenciosos y entristecidos. Y apenas habrían andado un par de cuadras, cuando una gritería que resonó a sus espaldas les hizo volver la cabeza. Vieron entonces un cuadro curioso: los orientales, divididos en dos bandos, habían adornado sus sombreros con flores rojas y blancas, respectivamente, y enfurecidos se acuchillaban a los gritos de:

«¡Viva Rivera!»

«¡Viva Oribe!»...

Desempate

Más de treinta dias iban transcurridos desde aquél en que dejaron a don Emiliano reposando en la falda pedregosa del cerrito de los Espinos, y aún persistía en la estancia el estupor producido por la brusca desaparición del jefe. Desde que cesó de oírse su voz fuerte y buena, pesaba sobre la casa un silencio espeso. Las mujeres semejaban fantasmas negros, atravesando el patio rápidas y sin ruido; los hombres, al reunirse en la tertulia nocturna del fogón, encontrábanse sin asunto, pues cualesquiera fuesen los temas tocados, todos ellos traían el recuerdo del patrón, y entonces, entristecidos, callaban.

Mateo y Santos, los dos hijos varones del finado, se ensombrecían cada vez más, y habían concluido por adquirir un aspecto fúnebre. Terminada la cena y retirada la familia, ellos permanecían con los codos apoyados en la mesa y la cabeza en las manos, dolorosamente abstraídos, hasta que Mariano, después de haber retirado el servicio, les ponía delante la vela de sebo, el mazo de naipes y el platito con los granos de maíz.

Entonces los hermanos cruzaban una mirada indefinible. Uno de ellos tomaba las cartas y se eternizaba mezclándolas, sin que el otro diese signos de impaciencia. Ninguno tenía prisa; ambos temblaban pensando en el resultado de aquella horrible jugada, emprendida cinco noches atrás.

Las cosas ocurrieron así: Mateo y Santos amaban desesperadamente a Mariana, la primita huérfana que don Emiliano y su esposa habían recogido y criado en calidad de hija. Estos no le habían hecho una declaración explícita; pero ella sabía que los dos la querían y tuvo siempre para los dos coqueterías sabiamente previsoras. Mateo y Santos profesábanse un intenso cariño y no se preocupaban de ocultarse aquel cariño a Mariana que les apenaba con el doble motivo de la incertidumbre y de la rivalidad que clavaba entre ambos. Mientras vivió el padre, supieron contener el impulso de sus corazones; pero en la tristeza y la desorbitación producida por la muerte del guía, sus almas desbordaban, y, sin hablarse, comprendían mutuamente que era menester dar término, en cualquier forma al torturante conflicto.

En una de las penosas sobremesas, Mateo habló, y, tras larga meditación, su hermano propuso con voz emocionada:

—Vos la querés, yo la quiero, y nosotros nos queremos los dos.. Es un ñudo de esos que suele hacer el diablo y que pa desatarlos...

—Hay que usar el cuchillo.

—Ansina es, hermano. ¡Cortemos!...

—¿Cómo?..

—Mirá; —dijo Santos, mientras, mezclaba nerviosamente las cartas,— jugamos la suerte al truco. Ella será la apuesta... El que pierda, dejará libre el campo al otro... ¿Acetás?..

Mateo, conmovido, titubeó. Luego, resuelto:

—Aceto —respondió.— Da las cartas.

—¿A tres chicos?... ¿De tres dos?...

—¡Sí!... ¡Da!...

Y empezaron. El primer chico lo ganó Santos. El segundo Mateo y al irse a jugar el bueno, ambos convinieron en que era tarde y que sería mejor dejarlo para la noche próxima.

En la noche siguiente resolvieron comenzar de nuevo, y ocurrió lo mismo. Y en la otra noche igual y en la otra idéntico, hasta que, llegada la quinta, conformáronse darle término.

Era horrible aquella jugada. Ambos hermanos estaban lívidos y sus dedos temblaban al dar y al orejear los naipes. Luchaban con encarnizamiento, disputándose tanto a tanto como si fuesen pedazos del corazón, y habían llegado a igual a ocho buenas. Santos dió las cartas: un grano de maíz iba a decidir de sus suertes. Cada uno tenía adelante sus tres naipes y no se atrevía a tomarlos...

En eso oyeron dos tiros, y acto continuo Sandalio el peón de confianza, entró azorado en el comedor:

—¡Patroncilos! —gritó.— El indio Rebusca, que ustedes ampararon aqui... acaba de juir en el parejero tordillo del finao!...

—¡Dejame! —replicó Santos orejeando.

—¡Es qué!..

—¡Tengo flor! —gritó Mateo alborozado...

—Es que se ha llevao en ancas a Mariana!... —vomitó el peón...

Los dos mozos se pusieron bruscamente de pie:

—¿La ha robao? —rugieron a un tiempo.

—No. —respondió Sandalio;— ella se jué de güeña gana... yo vide y les prendí juego!...

Los hermanos se miraron en silencio.

Mateo, que conservaba las cartas en la mano, dijo amargamente:

—¡Flor!... ¡Flor de tumba!...

Rompió los naipes y tendiendo los brazos a su hermano, terminó con lágrimas en la voz:

—¿Más vale asina?.. ¿No?...

—¡Más vale asina! —contestó Santos oprimiéndolo efusivamente.

Los agregados

—¿Hasta el lobuno?

—¡Hast’el lobuno, amigo!

—¡Hombre hereje!...

—Los güeyes y el petizo tubiano; nadita más me deja tener en el campo!.. ¡Parece mentira, amigo!...

Y mientras amargueaba y convidaba a su amigo, bajo la sombra escasa de un tala guacho, el viejo Venancio continuó lamentándose... ¿Podía creerse?... En aquel campo había nacido, allí habían nacido su mujer y sus hijos, y allí pensaba morir tranquilamente entre los cuatro terrones de su rancho, cuando apareció el nuevo dueño de la estancia, «el hombrecito rubio», cuyos ojos azules eran duros como piedra de afilar y cuya palabra silbaba como látigo. En la primera parada de rodeo, empezó por decir:

—De aquí en adelante no quiero que haya en el campo más marca ni más señal que la mía... Todos esos animales ajenos tienen que salir: o los venden, o se los llevan. Tienen dos meses para buscar acomodo.

Y asi fué. A los dos meses inexorablemente obligó a vender o levantar las diversas haciendas de los varios «agregados». Venancio tenía su ganadito —algo más de cien reses,— su majadita y una tropilla de caballos. Los «patrones viejos» le habían dado el derecho de criar allí esos «animalitos», como le habían dado la población y la chacra, donde todos los años semblaba sus cuatro hectáreas de maíz, «pa choclos, pa las gallinas, pa engordar un chancho y pa preparar un parejero en invierno». Así había sido siempre, para él y para varios otros pobres como él, antiguos servidores, hijos de antiguos servidores, nietos de antiguos servidores de la estancia. ¿Qué podrían importarle una cuantas centenas de hectáreas al propietario de las treinta leguas que constituían el establecimiento del «Duraznillo»?... Nada, de fijo; pero el «hombrecito rubio» no quería al paisano, ni las cosas criollas, y trataba de espantarlos...

—Ansina ha’e ser —respondió con convicción el visitante, chupando el amargo.

Luego, el dueño de casa sacó la tabaquera, lió un cigarrillo y convidó a la visita.

—Gente mala estos puebleros.

—Desalmaos.

Y guardaron silencio, echando humo.

Enfrente, los bueyes uncidos al arado permanecían quietos, las cabezas abatidas por el sol quemante, las colas incesantemente agitadas espantando insectos.

—Güeno —dijo el forastero poniéndose de pie,— va siendo hora que me vaya.

—¿Y ande va dir con este sol?... Esperesé que desuña los güeyes y vamos pa las casas, que los churrascos han de estar listos.

—Si se empeña...

Poco después, ambos amigos comenzaban otra cebadura de yerba y platicaban, esta vez en compañía de la familia del puestero, comentando la perversidad del nuevo patrón. Los hombres condenaban la tacañería del doctorcito con frases duras y palabras gruesas, pero sin acento indignado, como si no estuviesen muy convencidos de la justicia de sus reproches. En cambio, la puestera gritaba, echaba chispas por los ojos y gesticulaba rabiosa contra el «entruso», mal agradecido y roñoso que algún día las había de pagar con réditos...

—¡Si es al ñudo! —agregaba;— los manates, tuitos, pero tuitos, son de esa laya, almas duras como ñandubay. Una pa servirlos, pa mandarles hoy un osequio y mañana otro, pa ofrecerse en cualquier lidia, éste pa ayudar en cuanti trabajo salga, y dispués nos dan el pago de la vaca empantanada: ¡corniar al que la saca’el barro!...

—Así es —asentían los hombres.

—Fíjese —prosiguió la puestera,— que hasta nos ha prohibido criar cerdos, porque dice que los cerdos l'echan a perder el campo...

Y así continuaron las lamentaciones furibundas, olvidándose hasta de que se pasaba la hora del «pulpeo».

Se olvidaban también de decir el daño incesante que causaban al dueño del campo aquellos buenos agregados; se olvidaban de decir que sus majadas procreaban de un modo asombroso; que de cinco veces, cuatro, la oveja que carneaban era señal del patrón; se olvidaban de decir que si iban al monte por leña, la pereza o la maldad les hacia causar destrozos de toda suerte; que si veían un desperfecto en un alambrado, pasaban de largo; que eran incapaces de cerrar la portada que encontraran abierta, cuando no la dejaran abierta ellos mismos...

Sin embargo, la opinión pública defendía a los pobres «agregados» y censuraba amargamente al doctorcito sin entrañas que tenía la egoísta pretensión de ser dueño de lo suyo.

¡La opinión pública!...

El tiempo borra

En el cielo, de un azul inmaculado, no se movía una nube. Esparcidos sobre la planicie de inabarcables límites, multitud de reses, casi inmóviles, salpicaban de manchas blancas y negras, amarillas y rojas, el verde tapiz de las pasturas de otoño. Ni calor, ni frío, ni brisas, ni ruidos. Luz y silencio, eso sí; una luz enceguecedora y un silencio infinito.

A medida que avanzaba, a trote lento, por el camino zigzagueante, sentía Indalecio que el alma se le iba llenando de tristeza, pero de una tristeza muy suave, muy tibia, experimentando sensaciomes de no proseguir aquel viaje, de miedo a las sorpresas que pudieran esperarle a su término.

¡Qué triste y angustioso retorno era el suyo!... Quince años y dos meses llevaba de ausencia. Revivía en su memoria la tarde gris, la disputa con el correntino Benites por cuestión de una carrera mal ganada, la lucha, la muerte de aquel, la entrada suya a la policía, la amarga despedida al pago, a su campito, a sus haciendas, al rancho recién construido, a la esposa de un año.. Tenía veinticinco entonces y ahora regresaba viejo, destruido con los quince de presidio... Regresaba... ¿para qué?... ¿Existían aún su mujer y su hijo? ¿lo recordarían, lo amarían aún?... ¿Podía esperarle algo bueno a un escapado del sepulcro?... ¿Estaba bien seguro de que era aquel su pago?... Él no lo reconocía. Antes no estaban esas grandes poblaciones que blanqueaban a la izquierda ni las extensas sementeras que verdeaban a la derecha.

Y cada vez con el corazón más oprimido prosiguió su marcha, espoleado por fuerza irresistible.


¿Era realmente su población aquella ante la cual había detenido su caballo?... Por un momento dudó. Los paraísos que la sombreaban, los había plantado él; el horno de amasar, el chiquero de cerdos, la huerta de hortalizas, nada de aquello existía en su tiempo. Sin embargo, el rancho, a pesar del techo de zinc que reemplazaba el de paja quinchado por él, era su mismo rancho: lo conocía en el tallado de los horcones y en la comba del tirante frontal.

—¡Bájese! —gritóle desde la puerta de la cocina una mujer añosa, que, enseguida, anudándose el pañolón que le cubría la cabeza, fué hacía él, seguida de media docena de chiquillos curiosos.

—¿Como está?

—Bien, gracias; pase pa adentro.

Ella no lo había reconocido; él presentía a su linda morochita en aquella piel cansada y aquellos mechones de cabello gris que aparecían bajo el pañolón.

Entraron en el rancho, se sentaron, y entonces el dijo:

—¿No me conocés?

Ella quedó mirándolo, empalideció y exclamó con el espanto de quien viera aparecer un difunto:

—¡Indalecio!

Los ojos se le hicieron agua y los chicos la rodearon, se le prendieron del vestido y comenzaron a chillar. Cuando se hubo calmado un poco, habló creyendo sincerase.

—Yo estaba sola, no podía cuidar los intereses; hoy me robaban una vaca, mañana me carneaban una oveja... dispués, habían pasao cinco años; tuitos me decían que vos no volverías más, que te habían condena© por la vida... entonces... Manuel Silva me propuso que nos juntásemos... yo resistí mucho tiempo... pero dispués...

Y la infeliz seguía hablando, hablando, echando palabras desesperadamente, repitiendo, recomenzando, defendiéndose, defendiendo su prole; pero hacía rato que Indalecio no la escuchaba. Sentado frente a la puerta, tenía delante el amplio panorama, la enorme planicie verde, en cuyo fin negreaba el bosque occidental del Uruguay.

—Vos comprendes —proseguía ella,— si yo hubiera creído que ibas a dar la güelta...

Él la interrumpió:

—¿Tuavía pelean en la Banda Oriental?

Ella quedóse atónita y respondió:

—Si; los otros días bandió una juerza de acá, por las puntas de la laguna Negra, frente a Naranjito, y...

—Adiosito —interrumpió el gaucho.

Y sin hablar una palabra más, se levantó, fué al galpón, desmaneó, montó y salió al trote, rumbo al Uruguay.

Ella quedóse de pié, en el patio, mirándole atónita, y cuando lo perdió de vista, dejó escapar un suspiro de satisfacción y se volvió apresuradamente a la cocina, sintiendo chillar la grasa en la sartén.

Palabra dada

Muy de mañana, Petronila, la ahijada del patrón, fué como todos los días a llevar los baldes y los jarros al corral, donde Venancio estaba maneando las lecheras.

Recién se había instalado el dia, luminoso y fresco. Con la humedad del rocío desprendíase de las gramillas una fragancia suave y sana, que, mezclándose al olor fuerte del estiércol pulverizado del piso del corral, formaba un perfume extraño, excitante y deletéreo como el que emana de la tierra reseca en un chaparrón de estío.

A llegada de la moza, Venancio, que, en cuclillas, remangado el chiripá y al aire los brazos musculosos, terminaba de manear una barcina, respondió torpemente al saludo. Luego, enderezándose, apoyóse en el anca huesuda de la lechera y se inmovilizó contemplando en silencio a Petronila, ocupaba entonces en alinear los cachorros.

Estaba más linda que nunca, la linda morocha, cuyas mejillas, color de trigo, encendía el fresco matinal, y cuyos ojos, inquietos como cachilas, brillaban intensamente, pregonando alegría y salud.

Venancio, mortificado, como atorado por las frases que tenía prontas para decirle y que no quisieron salir de su garganta, dirigióse al chiquero inmediato, y largó un ternerito, que brincando y balando, corrió a prenderse golosamente a la ubre opulenta.

—¿Y hasta cuándo vas a dejar que mame el ternero? —interrogó ella.

Estremecióse el mozo, y retirando el mamón fué a atarlo en un palo del corral. Luego murmuró a manera de excusa:

—Estaba pensando en vos.

—Pensá en ordeñar ligero, que la patrona está esperando la leche pal mate, —replicó ella con cierta violencia.

—¿Te fastidia que piense en vos?

—¡Dejuro! Ya es tiempo que concluyás de cargociarme. Es bobo estar siempre codiciando una prenda que tiene dueño.

Venancio fijó en ella sus dos ojos pardos, de mirada intensa, sus labios se contrajeron en expresión amarga y dura y exclamó con voz sorda:

—¡Falsa y tras que falsa, soberbia!... ¡Andá no más, que en este mundo tuito se paga!... ¡tuito!... ¡hasta el pedazo ’e tierra que ha de guardar nuestra osamenta!...

—¡Sólo te faltaba amenazar!... ¿Por qué no me pegas tamién?..

Un enjambre de recuerdos iluminó el alma del gauchito, enterneciéndolo.

—¿Pegarte a vos, Petronila, pegarte a vos?...¡Mas antes me encajaría el cuchillo en el pecho!.. Y, sin embargo...

—Sin embargo ¿qué? —insistió ella, orgullosa y provocativa.— Hablá, no te tragués la lengua!.. ¿Qué tenés que echarme en cara?... ¡Solamente que te he dejao por un hombre que vale más que vos!...

Ante el insulto, Venancio irguióse airado y dijo:

—Vos te casarás esta tarde con Sandalio, dispués de haberme engañao, dispués de haberme estao mintiendo cariño tres años enteritos...

Ella interrumpió:

—Cuando dentramos de novios, no firmamos contrata.

Sin responder a!a sátira, Venancio prosiguió:

—Vos te casarás esta tarde con Sandalio, pero, casarse y ser feliz son dos caballos de distinto pelo... ¡Ya lo verás!... ¡Te lo juro por el finaito mi tata, que Dios tenga en su santa guarda!...

Y cruzando los índices, los besó ruidosamente.

Respondió ella con una sonrisa forzada. Él se puso a ordeñar, llenó un jarro y se lo alcanzó sin hablarle y sin mirarla. Petronila, tomando el cacharro, dio un despreciativo coletazo con la pollera y se alejó cantando.

Concluido el suculento almuerzo, y luego de efectuada la boda, comenzaron a vibrar las guitarras, y mozas y mozos invadieron la sala, dejando solos en el comedor al cura, al comisario, al juez y al patrón, dispuestos a darle al truco y al amargo hasta que los espantase la patraña para tender de nuevo la mesa.

Y el baile estaba en todo su apogeo, cuando entró Venancio en la sala. En ese mismo instante, Petronila, linda como el lucero, orgullosa de su dicha y de su triunfo, bailaba con Sandalio una lánguida mazurca.

Acercóse Venancio, detuvo la pareja, y dijo sonriendo:

—Vengo, Petronila, a cumplir lo prometido: ¡palabra dada, palabra cumplida!...

Oyéronse un grito de dolor y un grito de espanto. Retrocedieron atemorizadas las parejas, y el cuerpo de Sandalio cayó pesadamente sobre las baldosas del piso.

Al oir los gritos y lloros, acudieron presurosos el patrón y el comisario.

—¿Que hay? —interrogó el segundo.

Entonces, Venancio, adelantándose, entregó el cuchillo ensangrentado, diciendo con pasmosa calma:

—Cuasi nada, comisario... ¡Un dijunto y una viuda!...

Visión de oro

Al llegar al límite del campo, antes de pasar la última portada, don Patricio desmontó y púsose a contemplar dolorosamente la comarca.

La masa rugosa del cerro Calvo aparecía al frente; a sus plantas, junto a un regato, un gran molle alzaba su cabellera azulada; más arriba, en la faz lampiña de la gran mole granítica y luego en los picos sucesivos, y en las ramazones de las «talas» y de las «espinas de cruz», y de los «sombra de toro», y más lejos todavía, en las suaves curvas de las lomas y en la tranquila superficie de la «laguna gaucha», enceguecía el mismo resplandor azul, como si en todas partes se reflejase el inmenso toldo azul caldeado por el sol de Enero.

¡Todo azul!.... Una lluvia suave y alegre de luz azul, que era como un regocijo, como una promesa de infalibles recompensas para los que aman, creen y esperan, varones fuertes frente a la tierra pródiga. Y luego vendría el sol de la tarde,y todo resplandecería con el baño de orgullo glorioso; hebras de oro en las flechillas de las colinas; oro macizo en las asperezas rocosas; oro líquido en las lagunas; arborescencias de oro, flores de oro, reflejos dorados hasta en los lomos del laborioso caballo, hasta en la frente del buey venerable, hasta en los flancos inflados de la res fecunda. ¡Todo oro!... El oro regio, el oro coronario, el oro cobrizo, el placer del cuerpo y el deleite del alma, el triunfo, el fruto del árbol de la vida, el fruto conquistado con rudos afanes, el fruto ganado brava y noblemente!...

Insaciable en su contemplación, los labios entreabiertos, los brazos apoyados sobre el recado, nublado el rostro por una mortal tristeza, el viejo paisano esperaba la presentación del maravilloso espectáculo.

Lentamente iba descendiendo el sol y a medida que bajaba, las tintas azules cedían el puesto al esmalte dorado.

En lo más alto, los cerros se vestían con túnicas de oro vivo, de oro tibar, mientras en los bajíos el vello fino de las hierbas estremecido con el suave rozar de la brisa vespertina, semejaba un oleaje cobrizo. Y los trozos de arroyo, columbrados desde la altura, producían la ilusión de gigantescos crisoles llenos de metal precioso en fusión. El pelaje de los vacunos tenía reflejos áureos mientras el vellón de las ovejas diseminadas en el llano atraía con su color suave y pálido del oro viejo...

Pero donde el triunfo se imponía completo, tumultuoso, avasallador, era allá lejos, en el occidente incendiado, donde el divino metal corría a chorros, llenando las hondonadas, alfombrando los esteros, revistiendo los bosques y subiendo hacia el cielo en grandes penachos ígneos...

¡Todo oro!

Y el pobre viejo sentíase atraído, fascinado por aquellas riquezas feéricas que se alzaban a su vista como para magnificar la última visión de aquel suelo amado, de aquel campo que fué suyo y fué de sus padres y de sus abuelos y de sus bisabuelos...

¡Oro! ¡oro!... ¡Singular ironía!... El campo producía oro por todas partes y aquella cosecha fabulosa él la había dejado perder, la había olvidado, aniquilándose en perpetua oración a sus muertos. El dolor hízole indiferente a cuanto no fuese el culto de los seres queridos —la esposa y los hijos— que partieron prematuramente, dejándolo solo y pequeñito en la inmensidad del mundo...

Cuando despertó del prolongado sueño era un extraño en la heredad ancestral... ¿Era posible aquello?... ¿Se concebía que la «Estancia del Arbolito» hubiese salido de manos de los Mendietas?... Y la marca «flecha», aquella marca conocida en cien leguas a la redonda, aquella marca que había quemado miles y miles de ancas de novillo, cientos y cientos de muslos de potros ¿no volvería a enrojecerse en el fuego alegre de las hierras? ¡Oh!... ¡La marca «flecha», el viejo blasón de los Mendietas, herrumbrada, abandonada como un trasto vil!...

Era posible, sí; era posible. Y el viejo patricio, montado sobre su viejo tordillo «sobrepaso», seguido de su viejo perro barcino, se iba, por ahí, por el mundo, sin rumbo, sin objeto, a morir en cualquier parte. Se iba dejando el campo, la tierra de los abuelos en ajenas manos y en el pelecheo de la siguiente primavera, otra marca, que no sería la marca «flecha» luciría sobre las ancas de los novillos...

Las lágrimas anegaron los ojos del viejo paisano, que volvió a montar a caballo, y al tranco, sin volver la cabeza, pasó la última portera y se alejó seguido de su perro barcino, mustio y triste como él.

Y en tanto, como el sol bajaba, la sierra, el llano, los árboles, los arroyos, las haciendas, todo parecía de oro; una fabulosa naturaleza de oro coronario, de oro cobrizo, de oro tíbar, suave en las lineas y suave en los reflejos.

Bajo el cielo sereno, en la adorable quietud de la atmósfera perfumada con la hierba de lagarto de las peñas y los trebolares en flor de los bajíos, toda aquella pompa regia parecía el triunfo silencioso de la vida.

Malos recuerdos

Para Luis Reyes y Cirico Borges, amigos.


La víspera se había combatido con encarnizamiento, sin que hubiera sido posible afirmar a cual de los bandos pertenecían los laureles del triunfo.

Siempre ocurría lo mismo: ninguna batalla tenía otra significación ni otra importancia, que el mayor o menor desangre de los adversarios. La guerra no debía concluir por combinaciones tácticas, sino por el aniquilamiento de uno de los combatientes... o de los dos.

Semejantes a dos perros bravos, irreconciliables, cuando se encontraban, reñían hasta que uno de ellos, agotadas las fuerzas, se alejaba un poco e iba a echarse, ensangrentado, erizado el pelo, rojas las pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera. El otro, el triunfador, se echaba en el sitio del combate, ensangrentado, erizado el pelo, rojas la pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera.

Desde cada uno de sus sitios de reposo, continuaban mirándose y gruñendo. Ni el vencido tenía objeto en marcharse más lejos, ni el vencedor tenía porque espantarlo. ¡De todos modos, en cuanto estuvieran descansados volverían a agarrarse a diente!

Por eso, al siguiente dia de una batalla, los dos ejércitos dormían tranquilos, a pocas leguas uno de otro, curando sus heridos y restaurando sus fuerzas.

Uno de los bandos despertaba después de prolongado sueño reparador, sin importársele un ardite del resultado de la batalla.

La carneada fué abundante; las reses eran gordas y como había mucha leña, se churrasqueó mucho y bueno. La indiada quedó contentísima.

A la vera de un cañadón de lecho pedregoso, había un grupo de soldados. Como el tiempo era espléndido no habían necesitado armar las carpas que se improvisaban con los ponchos y trozos de alambre del vecino.

En medio ardía un enorme fogón hecho con tres o cuatro postes de ñandubay. Al rescoldo, en los asadores chamuscados, dos costillares de vaca que no habían podido engullir los milicos; cerca, tirados sobre los cojinillos, aquellos amargueaban, mirando sus caballos que pacían, atados a soga, en el verde de enfrente...

A un lado de la hoguera, negros y herrumbrosos estaban tres fusiles armados en pabellón; de la bayoneta de uno pendía, ensartada, una lengua de vacuno.

El opulento sol de otoño llenaba de luz y alegría el campo verde y ondulado, todo cubierto de tropas y de caballos; de muchísimas tropas y de una enormidad de caballos. Toda aquella insólita población de la campaña aparecía en el más plácido y despreocupado reposo.

Uno de los milicos del grupo, un gauchito aindiado, grueso, lustroso, de cara lampiña, de ojos dormilones, echado boca abajo sobre el poncho patrio, se incorporó un poco, extendió el brazo, cogió un tizón y, lentamente dio fuego al cigarrillo que acababa de liar. Luego tiró lejos el tizón, —que al caer dejó en el suelo un reguero de brasas,— chupó el negro, cerrando un ojo, lanzó una gran bocanada de humo y dijo con acento de extrema satisfacción:

—¡Es linda la guerra!... Se pita, se pita, se pita, se pita...

Y sorbiendo el amargo, otro de los soldados agregó:

—Se come gordo y después se pita....

—Se pita, se pita, se pita... —continuó el indiecito con voz perezosa y echando humo.

—¡Es linda guerra!... Güenos pingos pa ensillar, güenos asaos pa comer, aire puro, vida libre...

—Se come, se duerme, se amarguea, se pita...

—Y en ocasiones se pelea...

—Güeno ¿y qué?... Se pelea y el que queda, queda y se acabó... Barriga llena, corazón contento... ¡Es linda la guerra!...

Un muchachón greñoso que parecía dormitar sobre un montón de cueros de carneros, lanudos y sucios, intervino con voz quejumbrosa:

—¡Es linda, sí!... Pero si nos tratasen mejor... Yo tuavía tengo el lomo dolorido dé la paliza que me atracó antiyer el sargento Gómez sólo pu’habermele asustao con el cinto a un gringo chacarero.

—La verdá. ¡De un gringo!... ¡Al fin es plata nuestra, plata que nos han robao a nosotros, los hijos del país!...

—¡Dejuramente!

Y siguieron mateando y pitando.


* * *


Dos horas más tarde el ejército marchaba lentamente por las cuchillas desiertas.

Por allá se veia un rancho incendiado; por acá una huerta abandonada, y, entre los yuyos, volcado, herrumbroso, inútil, un arado. Los cercos de alambre habían desaparecido; los rebaños sin pastor erraban en grupos y al aproximarse la tropa huían abandonando jirones del vellón comido por la sarna.

Al tranco, indiferente bajo el luminoso sol de otoño, el ejército, —los miles de caballos gordos,— continuaba desfilando sobre la loma rica y desierta.

¡Es linda la guerra!...

La columna pasó junto a un grupo de terneritos, veinte, treinta, quizás más, terneritos que balaban desconsoladamente al rededor de las cabezas y las panzas de sus madres sacrificadas esa mañana.

El indiecito gordo y lustroso, siempre con el cigarrillo entre los dientes, miró el grupo desdeñosamente y dijo con su voz cantora y despaciosa:

—¡Es linda la guerra!... Se come, se duerme, se amarguea y se pita, se pita, se pita, se pita...

Combate nocturno

Encendida como rostro abofeteado, conservóse la atmósfera durante aquella tarde. Sobre el suelo abierto en grietas, las amarillas hojas yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido; sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de rendir las frentes sobre la cálida alfombra de grama. Los caballos y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia del arroyo. Las tarariras desfallecían flotado sobre el plomo derretido de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ovejas sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas escamosas, trotaban los unicornios, inmovilizábanse los zorrinos, zumbaban las avispas y esponjaban las plumas las cachilas. El sol, sin lástimas, castigaba; castigaba a todos los seres de la creación, desde la hierba hasta el árbol, desde el insecto hasta el hombre, para probar resistencias sin duda. En la selva, la brisa bochornosa había humillado todas las imperiales vestimentas de estío. Los árboles en flor sudaban sus perfumes, acres a fuer de violentos, hediondos como vaho de piel de lujuria. Estremecíanse los ceibos bajo las ascuas de sus corolas purpúreas; los blancos racimos femeninos de los sarandíes, repugnaban en el medroso abandono que los exponía desnudados, expandiendo aromas ultra capitosos, repulsivos en su intensidad vulgar. Los viejos de la selva presentían borrascas y adustos, sin fanfarronadas y sin miedo, afirmaban las raíces, en tanto los sauces pusilánimes; vencidos por la canícula, doblegaban las cabezas de cabellera lacia y mustia, como doncel rendido en la ebriedad de una noche amorosa, y en tanto las temblorosas enredaderas sollozaban avergonzadas del repentino envejecimiento de sus flores, ajadas por el bochorno.

Los coronillas, los talas, los guayabos, los vivarós y los yathays, esperaban la batalla. Ellos eran guerreros a quienes una maldición divina amarró a la tierra, condenándoles a resistencia pasiva contra los guerreros sueltos y feroces, sus enemigos declarados, los vientos. Los vientos, escupiendo saña combativa, anunciaban su embestida. Los veteranos del bosque, esperaban, firmes, serenos, silenciosos, sin orgullos ni desfallecimientos.


* * *


Se echó la sombra sobre el campo y hubo un gran silencio formado con miedos, contentos y esperanzas. Una brisa fresca pasó sobre las campañas abrasadas. La chusma vegetal respiró a gusto. Los macachines, las verbenas y las marcelas —¡mujeres!— irguieron los tallos y tendieron las corolas buscando la luz de luna que prestase irisaciones a sus policromadas pedrerías. Imprevisoras, como mujeres, las hierbas gozaron del repentino fresco. Pero los fuertes de la selva, los aguerridos luchadores, temblaron cual tiembla un hombre ante un peligro que no ha de cuerpear.

Se ensombreció el cielo y algunas rachas, veloces y agudas, —partidas exploradoras de la borrasca,— fueron a embestir, a estrellarse y a morir sobre las duras ramazones. A lo lejos oíase como el redoble de múltiples tambores batiendo carga. Y las enredaderas, temblorosas, muertas de susto, abrazaban suspirando los nudosos y gruesos tallos de los árboles protectores, y las innumerables plantas epífitas, contraían sus radículas oprimiendo los lomos del macho.

Ya era todo obscuro, con una de esas obscuridades infinitas que envuelven el crimen y el placer máximo, lo que no deben ver ojos mortales y delatores.

Lejanas, vibraron las trompas sonando halalí, retumbaron las cumbres al rodar sobre las lomas una carga frenética; sonaron los aires cual un millón de cristales rotos; gimieron, en hondo gemido, las florecitas arrancadas brutalmente de sus tallos; lanzaron una interjección las pajas aplastadas contra la ciénaga; se lamentaron los sarandíes despojados de sus esposas, los racimos amorosos; y penetraron los cosacos en lo hondo de la selva, sacudiendo las crines y vomitando alaridos. Las avanzadas selváticas se defienden con honor. Una racha furiosa coge un tala por la melena, le sacude; se pincha; suelta; le vuelve a coger; forcejea; ella se enfurece, él resiste, silba la una, gruñe el otro, el otro que lanza un soberbio apóstrofe al ser vencido, al ser arrancado de la tierra y tirado muerto sobre la tierra. Pero más allá la contienda prosigue. Hay muchos árboles bravos que no quieren doblarse, que resisten al huracán. Ruge el viento, tiemblan las ramas, vuelan las hojas. El trueno retumba en la inmensidad del campo; la lluvia cachetea a los árboles; el rayo, aliado de los vientos, cae en lanzas de fuego amputando brazos de combatientes. Las soberbias copas se doblegan hasta tocar el suelo y desde allí vuelven a levantarse combativas. Un relámpago ilumina la escena dejando ver un coloso sangrando, y los vientos arremeten con más furia. Tiemblan las ramas, vuelan las hojas, aqui cruje un ramo, allí se desploma un árbol, agotadas las fuerzas. Unidades que caen: el grueso brega, se sostiene, espera. Abajo, las hojas muertas remolinean, se chocan, suben, bajan, giran en danzas macabras; arriba, las ramas se estremecen, en tanto tiemblan los pájaros encerrados en el nido, abiertas las alas en protección de la prole. Y muy abajo, bajo la tierra, las raíces forcejean, se endurecen como músculos de luchador, adquieren la fuerza máxima de los sacrificios estériles, hunden las uñas en la tierra!...

Simple historia

Saturno sacudió las crines enredadas y fijando en el juez sus ojos grandes, negros, sinceros y bravos, dijo, con severidad y sin jactancia:

—«Viá declarar, ¿por qué nó?... viá declarar todito, dende la cruz a la cola. Antes no tenía porqué hablar y aura no tengo porqué callarme. Hay que rairle a la alversidad y cantar sin miedo, sin esperar al ñudo compasión, que no llega jamás pal que ha perdido la última prenda en la carpeta’e la vida.

El indio volvió a sacudir la cabeza, escupió y siguió diciendo:

—«A mí me han agarrao, y dejuramente había’e ser ansina: más tarde o más temprano se halla el aujero en que uno ha’e rodar... No me viá quejar, ni a llorar lástimas, que pa algo dijo ¡varón! la partera que me tiró de las patas. Viá contar todo, pues, pa desensillar la concencia, y disculpen si aburro, porque mi rilato va ser largo como noche’e invierno...

Velay, señor juez: Yo me crié con don Tiburcio Díaz, que, sin despreciar a los presentes, era güeno como cuchillo hallao. Supo tener fortuna y la jué perdiendo, porque le pedían y daba, le robaban y se dejaba robar; cuando vendía era al fiao. Asina se le jueron reditiendo los caudales y aconteció que al mesmo tiempo que dentraba en la vejez, entraba en la pobreza. Con eso...

—¡Concrétese a su caso! —exclamó impaciente el juez.

—¿Cómo dice? —interrogó Saturno.

—Que se ocupe de usted y su caso.

—P’allá voy rumbiando; pero precisa que me den tiempo, porque ninguna carrera se larga sin partidas.

Ya dije que don Tiburcio era muy giieno; por güeno perdió su hacienda primero, su campo dispués. Tenía una mujer, doña Encarnación, que lo tenía todito el día al trote, gritándole por acá, gritándole por allá, mortificandoló dende que amanecía Dios, porque la mujer aquella era más barullenta que una bandada’e cotorras: lo sobaba al marido lo mesmo que la masa’el pan en la batea...

—La historia de don Tiburcio... —interrumpió malhumorado el juez...

—Es una historia tristaza, —replicó el acusado.

—No es eso; nada nos interesa esa historia, sino la suya, la declaración de los crímenes de que se le acusa.

—P’ailá voy trotiando, señor juez!... El patrón tenía dos hijos: el Zurdo, —el apelativo era Pedro, pero nosotro lo llamábamos el Zurdo, nomás,— y ña Panchita, una moza. Los dos eran mimosos y mal criaos y haraganes como perro cuzco. Todo pal lujo, sabe, y pa darse importancia, y más blando era el viejo con ellos, y más les hacía el gusto, más lo maniosaban, hasta tenerlo sobao lo mesmo que corrión de cincha. Y a medida que don Tiburcio sé iba augando, los de ajuera le iban haciendo poco caso y los de casa le cáian encima como tábanos en la siesta. Cariños, ya no habían, y respetos, menos. ¡Pucha! era como cuando una de esas secas machazas en que hasta los yuyos mueren y los animales encomienzan a pensar qué los matará primero, el hambre o la sé...

El juez, que se estaba durmiendo, gritó rebosando impaciencia:

—¡Ya he dicho que se ocupe de su caso, sin venirnos con historias que no interesan!... Se trata de la muerte de que se le acusa!

—¿La muerte de quién?...

—¡La muerte de Agapito Morales!...

—¡Pero yo tengo una ponchada’e muertes!

—Pues declárelas entonces.

—Ya vi a declarar. ¡Caramba qu’está apurao por darme la sentencia’e los cuatro tiros!...

—No tenemos tiempo para escuchar zonceras.

Al oír estas palabras el gauchito se puso de pie haciendo sonar el grillete, le relampaguearon los ojos y sacudiendo la melena, rugió más que habló:

—¿Zonceras? no... Yo he contao eso por demostrarle que era güeno y que vide pol ejemplo’e mi patrón lo que vale ser güeno, qu’es lo mesmo que ser camino, pa que tuitos lo pisen; qu’es entregarse pa que lo muerdan hasta los perros que ha criao!... Yo vide, por la esperencia, que era más mejor ser malo, malo como vívora’e la cruz, sin amistades, sin compasión, sin respeto a naides! Y ansina, he pasteliao en las carpetas, he embrollan en las carreras, he engañao mujeres y he matao hombres... ¡Velay!... Esa es la historia... ¡Y aura sentenseen nomás y ajusilen!...


Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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