Para Luis Reyes y Cirico Borges, amigos.
La víspera se había combatido con encarnizamiento, sin que
hubiera sido posible afirmar a cual de los bandos pertenecían los
laureles del triunfo.
Siempre ocurría lo mismo: ninguna batalla tenía otra significación ni otra importancia, que el mayor o menor desangre de los adversarios. La guerra no debía concluir por combinaciones tácticas, sino por el aniquilamiento de uno de los combatientes... o de los dos.
Semejantes a dos perros bravos, irreconciliables, cuando se encontraban, reñían hasta que uno de ellos, agotadas las fuerzas, se alejaba un poco e iba a echarse, ensangrentado, erizado el pelo, rojas las pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera. El otro, el triunfador, se echaba en el sitio del combate, ensangrentado, erizado el pelo, rojas la pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera.
Desde cada uno de sus sitios de reposo, continuaban mirándose y gruñendo. Ni el vencido tenía objeto en marcharse más lejos, ni el vencedor tenía porque espantarlo. ¡De todos modos, en cuanto estuvieran descansados volverían a agarrarse a diente!
Por eso, al siguiente dia de una batalla, los dos ejércitos dormían tranquilos, a pocas leguas uno de otro, curando sus heridos y restaurando sus fuerzas.
Uno de los bandos despertaba después de prolongado sueño reparador, sin importársele un ardite del resultado de la batalla.
La carneada fué abundante; las reses eran gordas y como había mucha leña, se churrasqueó mucho y bueno. La indiada quedó contentísima.
A la vera de un cañadón de lecho pedregoso, había un grupo de soldados. Como el tiempo era espléndido no habían necesitado armar las carpas que se improvisaban con los ponchos y trozos de alambre del vecino.
En medio ardía un enorme fogón hecho con tres o cuatro postes de ñandubay. Al rescoldo, en los asadores chamuscados, dos costillares de vaca que no habían podido engullir los milicos; cerca, tirados sobre los cojinillos, aquellos amargueaban, mirando sus caballos que pacían, atados a soga, en el verde de enfrente...
A un lado de la hoguera, negros y herrumbrosos estaban tres fusiles armados en pabellón; de la bayoneta de uno pendía, ensartada, una lengua de vacuno.
El opulento sol de otoño llenaba de luz y alegría el campo verde y ondulado, todo cubierto de tropas y de caballos; de muchísimas tropas y de una enormidad de caballos. Toda aquella insólita población de la campaña aparecía en el más plácido y despreocupado reposo.
Uno de los milicos del grupo, un gauchito aindiado, grueso, lustroso, de cara lampiña, de ojos dormilones, echado boca abajo sobre el poncho patrio, se incorporó un poco, extendió el brazo, cogió un tizón y, lentamente dio fuego al cigarrillo que acababa de liar. Luego tiró lejos el tizón, —que al caer dejó en el suelo un reguero de brasas,— chupó el negro, cerrando un ojo, lanzó una gran bocanada de humo y dijo con acento de extrema satisfacción:
—¡Es linda la guerra!... Se pita, se pita, se pita, se pita...
Y sorbiendo el amargo, otro de los soldados agregó:
—Se come gordo y después se pita....
—Se pita, se pita, se pita... —continuó el indiecito con voz perezosa y echando humo.
—¡Es linda guerra!... Güenos pingos pa ensillar, güenos asaos pa comer, aire puro, vida libre...
—Se come, se duerme, se amarguea, se pita...
—Y en ocasiones se pelea...
—Güeno ¿y qué?... Se pelea y el que queda, queda y se acabó... Barriga llena, corazón contento... ¡Es linda la guerra!...
Un muchachón greñoso que parecía dormitar sobre un montón de cueros de carneros, lanudos y sucios, intervino con voz quejumbrosa:
—¡Es linda, sí!... Pero si nos tratasen mejor... Yo tuavía tengo el lomo dolorido dé la paliza que me atracó antiyer el sargento Gómez sólo pu’habermele asustao con el cinto a un gringo chacarero.
—La verdá. ¡De un gringo!... ¡Al fin es plata nuestra, plata que nos han robao a nosotros, los hijos del país!...
—¡Dejuramente!
Y siguieron mateando y pitando.
* * *
Dos horas más tarde el ejército marchaba lentamente por las cuchillas desiertas.
Por allá se veia un rancho incendiado; por acá una huerta abandonada, y, entre los yuyos, volcado, herrumbroso, inútil, un arado. Los cercos de alambre habían desaparecido; los rebaños sin pastor erraban en grupos y al aproximarse la tropa huían abandonando jirones del vellón comido por la sarna.
Al tranco, indiferente bajo el luminoso sol de otoño, el ejército, —los miles de caballos gordos,— continuaba desfilando sobre la loma rica y desierta.
¡Es linda la guerra!...
La columna pasó junto a un grupo de terneritos, veinte, treinta, quizás más, terneritos que balaban desconsoladamente al rededor de las cabezas y las panzas de sus madres sacrificadas esa mañana.
El indiecito gordo y lustroso, siempre con el cigarrillo entre los dientes, miró el grupo desdeñosamente y dijo con su voz cantora y despaciosa:
—¡Es linda la guerra!... Se come, se duerme, se amarguea y se pita, se pita, se pita, se pita...