¿Cuál era su nombre?
Nadie lo sabía. Ni él mismo, probablemente. Fernández o Pérez, y si alguien le hacía notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:
—¡Qué sé yo!... ¿Qué importa el apelativo?... Los pobres semos como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato, Barcino... ¿Pa qué más?...
En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un vagabundo. Dormía y comía en las casas donde lo llamaban para algún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro, o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; componer un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.
Terminando su trabajo, que siempre se lo remuneraban con unos pocos reales—lo que quisieran darle,—se marchaba, sin rumbo, al azar.
Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque que aún siendo él, como era, chiquitín y magro, no hubiera podido conducirlo sobre sus lomos durante una jornada entera.
Pero Juan marchaba casi todo el tiempo a pie llevando al hombro la vieja escopeta de fulminante, que no la abandonaba jamás.
Él iba adelante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, deteniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca rezagada.
Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino cubierto de abundante y substancioso pasto y el animal apresuraba los tarascones, demorábase, levantando de tiempo en tiempo, la cabeza, como implorando del amo:
—«Déjame aprovechar esta bolada».
Y Juan, comprendiendo, sentábase en el suelo y esperaba pacientemente. De todos modos, nunca tenía prisa, puesto que nunca iba a ninguna parte preestablecida. Un trozo de carne fiambre y un par de galletas, siempre tenía para la cena, y para dormir, ningún colchón más blando que la tierra y ningún techo mejor que el gran techo del cielo.
Luego, contentos los dos, volvíanse a poner en marcha. Juan se detenía a menudo para hacer fuego sobre todo pájaro que se le presentaba a tiro. Porque, habitualmente, sólo mataba pájaros. Recién cuando le escaseaban las municiones y el dinero para reponerlas, dignábase tirar sobre liebres y venados, únicas piezas que recogía para trocarlas luego, en el primer boliche, por pólvora y perdigones.
Cuando en el rigor de las siestas los pobladores cercanos al camino oían una detonación, exclamaban convencidos:
—Ahí viene «Matapájaros».
Y cavilaban en qué podrían aprovechar la oportunidad de su presencia y sus múltiples habilidades.
—Ahí anda el loco'e los pájaros—decía otro, sin demostrar la menor extrañeza.
Al principio despertó general curiosidad aquella guerra encarnizada a los inocentes pajarillos, pues conviene advertir que Juan jamás hacía fuego sobre las águilas, caranchos ni chimangos: los rapaces le merecían todo respeto.
Andando el tiempo, todos se convencieron de que era una chifladura como otra cualquiera, y no se preocuparon más. Él, por su parte, taciturno, guardaba empecinado silencio ante toda las preguntas que al respecto le hicieran.
En un atardecer lluvioso iba malhumorado pues en el transcurso de una hora de marcha a pie, no había encontrado un sólo pajarito que ultimar.
—¡Se escuenden!—exclamaba con rabia;—pero es al ñudo, porque yo acabaré por encontrarlos!...
Andando, vió en lo alto de uno de los palos de una cancela un nido de horneros. El macho, muy tranquilo, muy confiado, hacía guardia a la puerta de su palacio de barro.
Juan, respetando la superstición gaucha, nunno había tirado sobre los horneros. Ese día vaciló.
—¡A fin de cuentas, pueda ser qu'está ahí no más!...
Tras unos momentos de indecisión, se echó el fusil a la cara, apretó el gatillo...
Siguióse una tremenda detonación y el vagabundo cayó en tierra cubierto de sangre el rostro y el pecho destrozados por los trozos de acero del cañón del arma, que había reventado con extraordinaria violencia.
Lo recogieron agonizando, y sólo entonces, en medio de las incoherencias del delirio, reveló su secreto:
—Cuando se me juyó mi mujer... la vieja Casilda... me echó las cartas... Luisa muerta... su alma escondida en un pajarito... ¡P'hacer arterías mala indina! ¡Juré chumbiarle el alma!... ¡Dejuro qu'estaba adentro'el hornero y m'hizo reventar la escopeta!...