Al doctor Claudio Willintan.
La pulpería de Umpiérrez, en la Cuchilla Brava, cerca del
Arerunguá Chico, era casi un cubo, y á la distancia, aislada como estaba
en la cumbre de la loma, sin un árbol á su alrededor, parecía inmenso y
pulido bloque de piedra blanca, plantado sobre la felpa verde de la
colina.
Sin embargo, en aquel dorado domingo de enero, el habitual aspecto de la pulpería había cambiado. A su alrededor, blanqueaba un escuadrón de carpas y negreaban las enramadas, construidas en un día con cuatro horcones de blanquillo y varias carradas de ramaje de laurel y chalchal.
Además, veíanse desparramados por el contorno, carretas y carros, caballos y bueyes; y mientras de costumbre reinaba un silencio adusto, entonces, era todo bullicio: chocar de arreos de plata; sonoras interjecciones de gauchos y de perros, chillidos de acordeón y de mujeres; lloriqueos de guitarras y de niños; lamentables mugidos de bueyes hambrientos, y sonoros relinchos de parejeros ansiosos de lucha...
Junto á un ombú, un paisanito empurpurado, balbuceando frases de amor al oído de una chinita derretida...
Junto á las casas, un bullicioso grupo de jugadores de taba....
Junto á un carretón, una vieja friendo tortas y pasteles, rodeada de parroquianos y lanzando zafadurías por sus labios de pergamino, sin dejar caer el cigarro de chala...
Más allá, la pista, alisada, peinada como criolla en noche de baile, y varios profesionales que la recorren, estudiándola en todos los detalles de las trescientas varas comprendidas entre la «largada» y la «raya».
Y sobre todo eso, sobre el cubo blanco, sobre las carpas grises, sobre los hombres, sobre los animales, el sol, el gran sol de enero, derramaba fuego.
Entre la enorme concurrencia que todos los pagos vecinos habían volcado sobre la pulpería de Umpiérrez, atraída por el aliciente de unas «carreras grandes», encontrábase don Filémón Saldaña, viejo y riquísimo hacendado cuya estancia blanqueaba sobre la misma Cuchilla Brava, al margen boscoso del Arerunguá Chico.
Había llegado justo en el momento en que «enfrentaban» para la «california» los cuatro parejeros del primer tercio.
A caballo, inmóvil sobre su tordillo viejo, apoyadas las manos sobre la cabezada del «basto», siguió impasible todas las peripecias de la luchá hípica.
Los gritos de:
—¡Cincuenta onzas al malacara!
—¡Doy cinco á cuatro y voy al overo!
—¡Doy el campo con el malacara!...
...Todo el bullicioso tiroteo de las apuestas que enfebrecía al paisanaje, dejábalo indiferente. En medio de su rostro moreno, circundado de espesa barba blanca, sus ojos, sus grandes y buenos ojos de niño, se movían siguiendo los caballos en las partidas; pero sus oídos no oían, y sus labios no se desplegaban para nada.
Así estuvo mientras se corrió la «carrera grande» y así estuvo mientras se corrieron otras subalternas, retirándose cuando ya la noche mandaba atrancar la pista.
Entonces, se fué al tranco, hasta la pulpería. Cenó con el pulpero. Después, cuando levantada la mesa, se instaló la partida del «monte», él, desde un extremo de la mesa, observaba, observaba, siempre en silencio, siempre impasible.
Umpiérrez, acercándose para ofertarle un mate, le preguntó:
—¿No le dan ganas de tantiar la suerte, don Filemón?
—No; no me dan ganas—respondió sonriendo el viejo.
Y el otro, intrigado, insistió:
—Sin embargo, cuentan que usted fué un jugador terrible.
—No es mentira..
—Que solía pasarse dos días sin levantarse de la carpeta, tallando una banca.
—Y tres también.
—Que era un jugadorazo. A la taba...
—A naides rispetaba.
—En cuestión de carreras...
—Era capaz de dentrar con el petizo del barril del agua...
—Y ahora ¿á nada juega?... Es porque está muy rico.
—No; estoy muy rico, porque no juego, y, sobre todo, soy feliz porque no juego... Tuito se lo debo á mi prima Uíogia...
—Me gustaría saber.
—Puede saberse... Mi prima Ulogia...
—¿Es su mujer?
—La mesma... Mi prima Ulogia se crió en casa, y tata la quería como á hija... Nos criamos juntos... Yo, que siempre juí perdido por el juego y las mujeres, ni albertí que la gurisa s’iba poniendo linda... Pero aconteció, yo no sé cómo aconteció... Parece qu’ella me quería dende tiempo, y... cómo jué, por qué jué, dónde jué, no mi acuerdo, nunca mi ’é acordao... hice una barbaridá... una e las muchas barbaridades que llenaron mi vida como los yuyos en gtterta de dejao...
La pobrecita sufrió mucho. Yo seguí galopiando al ñudo por los campos de la existencia, Un presto por lindas cuchillas, tan presto por tierras sucias, bañao, espina y barro...
Cuando murió tata y juí dueño del establecimiento, los alambraus comenzaron á cairse; las ovejas estaban comidas de sarna; las vacas ni balaban ya de flacas... y tuito se redetía como terrón de azucara echao al agua... Tuito se jué yendo, una pajita aura, y otra luego, y después muchas... A la fin... la ruina. Las carreras, las carpetas, la cancha’e taba, el beberaje y las mujeres me comieron más ligero que comen una osamenta de vaca los cuervos, los caranchos, los chimangos y los gusanos...
En la noche del día en qu’entregué la estancia al acreedor hipotecario, cenamos juntos Ulogia y yo.
—¿Y aura qué pensás hacer?—me dijo ella, Y yo le dije:
—¿Vos te cres que si yo juese capaz de pensar algo, me hallaría en este brete?
—Hay que pensar—dijo ella.
—Sí; pienso que lo mejor sería tirarme al agua; el arroyo es hondo, y la correntada es juerte; cuesta poco augarse.
—Eso es maula—me dijo Ulogia.—Los gauchos no se matan nunca, porque los gauchos tienen coraje.
—¿Y p’ande querés que rumbee?
—Rumbiá pal Iao del so).
—El sol encandila.
—Bajando el ala del sombrero, se hace sombra.
—Yo ya ni sombrero tengo...
—¿Querés que yo lo sea?—me dijo medio así como si llorara...
—Güeno—dije, y la miré y vide que entuavía era linda y tenía una cara de güena como la virgen del altar mayor en l’iglesia’el pueblo.
—Güeno—volví á decirle, y le di un beso...
Y dende entonces, agaché el lomo, no l’hice asco á nengún trabajo, ni juí á las pulperías... y hoy, soy el estanciero más rico de Arerunguá... y el hombre más feliz también... Y tuito se lo debo á mi prima Ulogia...