Nabuco

Javier de Viana


Cuento


Era Nabuco uno de esos tipos físicamente vulgares, que no llaman la atención ni por su belleza ni por su fealdad; y para justificar el dicho de que la cara es el espejo del alma, era, moral e intelectualmente, mediocre.

Un talento indiscutible poseía, sin embargo: el de no gastar energía en lamentos y protestas después del hecho irremediablemente consumado.

—«Con rabiar y echar maldiciones,—decía,—no se saca la carreta del pantano. Lo mejor es fijarse bien en el terreno pa no volver a enterrarse en el mesmo sitio; y la rabia añubla la vista.»

Cierta vez, siendo mozo y encontrándose sin conchabo, se enganchó de milico en una policía fronteriza. Otros que se hallaban en caso igual, se lo pasaban abominando del comisario cruel, del sargento déspota y del cabo egoísta, por no haber obtenido la baja.

—¡Lindo oficio!—exclamaba uno.—Andar tuito el día al tranco, escoltando carretas de contrabandistas o tropas de cuatreros, como si juese perro, medio desnudo, comiendo pulpa flaca y cobrando un sueldo cada seis meses, pa qu'el comesario se enriquezca y el sargento tenga tropilla propia y el cabo herraje plateao!

—¿Qué pensás vos, Nabuco?—inquiría otro dolorido,

—Pienso,—respondió;—que por haberte oído el cabo hablar parecido, te ligaste el mes pasado unos talerazos del comisario y quince días de cepo.

—¿Entonces hay que sufrir la enjusticia y tragar saliva?

—Dejuro que sí cuando se sabe que alegar es pa pior.

Y Nabuco no alegó ni se quejó nunca; pero una noche que lo mandaron en comisión, le robó los dos mejores pingos al comisario, un espléndido poncho al sargento y el «chapeao» al cabo. Esa misma noche vadeó el Uruguay, se internó en el Brasil y nunca jamás volvieron a verlo en el pago.

—«El quejarse es pa los niños, y amenazar pa las mujeres»,—era otro de sus dichos.

En su estada en el Brasil trabajó de peón, luego de capataz de tropa y cuando llegó a reunir un capitalito, se asoció con Segismundo Campos Lima y tropearon por su cuenta propia.

Una vez que Nabuco estaba enfermo, Segismundo condujo solo una tropa de novillos en cuya adquisición el primero había insumido la casi totalidad de sus ahorros. El socio vendió el ganado, jugó la plata y la perdió.

Nabuco no dijo nada.

—¿Por qué no lo denuncias a la justicia?—le aconsejó un amigo.

—¿Pa qué?

—Pa que lo metan preso!...

—¡Y qué m'importa qu'él se pudra en un calabozo, si de esa laya yo no me vi'a juntar ni con un peso de mi platita?

Siguió trabajando en sociedad sin haber gastado un solo reproche al socio infiel. Al cabo de un tiempo, éste logró reunir una gran tropa de novillada flor. Nabuco fué encargado de conducirla. La vendió a buen precio en un saladero de Quarahy, pasó a la Banda Oriental y hasta hoy ignora su socio su paradero.

Ya poseedor de un pequeño capital, y cansado de la vida andariega y sin afectos, contrajo matrimonio con una viuda, estanciera, rica, todavía joven y bonita.

—Hombre pobre casao con mujer rica,—díjole un amigo;—no tiene más que dos caminos, y los dos son fieros: ser disgraciao por rebelde o serlo por humillación cobarde.

—Puede que haya una senda, entre los dos caminos,—replicó sentenciosamente Nabuco.

Se casó. Su mujer le resultó una fiera agresiva y egoísta. Su marido era para ella algo semejante al tronco de hermosos anglonormandos que arrastraban su breack. Un alojamiento confortable, alimentación abundante, lujosas guarniciones... ¿qué más?...

Nabuco, que profesaba sincero cariño a su esposa, hizo los mayores esfuerzos por escapar a aquella tiranía que no sólo le denigraba, sino que era insalvable obstáculo a la felicidad conyugal.

No lo consiguió. Sus reiteradas concesiones y sus exhortaciones no fueron, ante los ojos de su esposa, sino manifestaciones de debilidad que la incitaban a extremar el despotismo.

El amigo, con conocimiento de su situación lo quiso compadecer:

—Yo le dije, compañero, qu'el casao con mujer rica no tenía más que dos caminos...

—Y yo le contesté, que podía descubrirse alguna senda.

—¿La encontró?

—Pueda ser que sí...

Poco después, en la trastienda de la principal pulpería del pago, Nabuco y el escribano Pérez, terminaban una larga conferencia con estas frases:

—Mitad por mitad.

Y poco después Nabuco desapareció del pago y su esposa supo, aterrada, que en vez de un contrato de arrendamiento había firmado una escritura de venta de todos sus campos y haciendas a un tercero desconocido.

Y como el comisario y como el socio tropero, ella nunca volvió a tener noticias de Nabuco.


Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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