No-ha-de

Javier de Viana


Cuento


La vió una tarde en que paseaba distraído por las pardas barrancas y arenosos zanjones del humilde barrio llamado—en la orgullosa ciudad de las siete Corrientes— Cambacuá; y que es, efectivamente, la cueva de los negros, de los pocos negros subsistentes en la vieja tierra indiana.

Él descendía, admirando el agreste paisaje, cuando ella ascendía, inclinado el cuerpo con el peso de la enorme cesta que llevaba al brazo. La vió y quedó fascinado.

Era muy joven y de una perfecta hermosura indígena. Los grandes ojos negros, iluminaban su esférico rostro broncíneo; bajo la naricita respingada, que dijérase la chimenea de una fragua para fundir metales de amor, abríanse en expansión florácea los carnosos labios trémulos; las cúspides de los senos nacientes se insinuaban tras el ténue percal de la bata; las caderas opulentas y los muslos torneados y firmes trasmitían extremecimientos tentadores a la roja pollera de saraza; las piernas desnudas, admirablemente modeladas, parecían dos columnas de cobre reposando sobre unos pies de princesa.

Varias mañanas, en esas luminosas mañanas correntinas en que el aire embriaga con el aliento capitoso de los azahares, la vió pasar con la cesta de chipá, torta de mandioca que la madre amasaba en la noche y ella iba a vender en el mercado.

Un día se atrevió a interpelarla.

—¿Quiere venderme todos los chipá? —le dijo.

La criolla se detuvo sorprendida, lo miró, sonrió y desdeñosamente echó a andar diciendo:

—No-ha-de.

Jacobo no atinó una respuesta, desconcertado por la actitud y por la voz de la morocha. Sin embargo, su admiración crecía y todas las mañanas y todas las tardes, iba, casi automáticamente, a pasear por las barrancas, pretextando el encanto del paisaje, pero en realidad por el deseo de verla pasar, siempre seria y huraña.

Aquello había llegado a ser como una preocupación enfermiza contra la cual su voluntad luchaba sin resultado. Era absurdo, lo reconocía pero no podía dominarlo.

Una de esas tardes había tentado su excursión en rumbo opuesto, y sin advertirlo, por imposición tiránica, echó a andar, lentamente, muy lentamente, hacia la pintoresca ranchería de Cambacuá.

Era una tarde cálida. Parecían de oro las arenas de la playa; parecían de nácar las aguas del rio, limitadas allá lejos, muy lejos, por la compacta muralla obscura de la selva chaqueña.

En la ribera dormían las barcas, suavemente balanceadas por la corriente; en la playa arenosa afanábanse las viejas lavanderas en su final de labor; y encaramados sobre los negros peñascos, bostezaban los pescadores de dorados, sosteniendo entre sus dedos callosos el piolín del aparejo. Las nubes iban tiñéndose de un violado enfermizo, y las aguas, al rodar presurosas en el crepúsculo tibio, modulaban como un canto muy suave, muy tierno, muy melancólico, cual si desearan imitar el susurro de los remotos manantiales donde crecieron, allá en las boscosas fraguas del trópico.

Recostado al tronco de su enorme timbó, Jacobo permaneció más de un cuarto de hora, sumergido en una especie de dulce somnolencia. Luego, tendió la vista por la senda tortuosa que conducía al centro de la ciudad, esperando ver surgir, sobre ella, la gallarda silueta de Eudoxia, la linda vendedora de chipá.

Ya era tarde, ya estaba oscureciendo, cuando ésta apareció andando de prisa, el cuerpo derechito y la vista baja, como siempre.

—Buenas tardes, amiga —dijóle ei mozo, y ella respondió con su vocecita de pájaro:

—Buena.

—¿No le queda ninguna torta?

—Nada no me queda —dijo ella, deteniéndose y fijando en él, por vez primera, sus grandes ojos, hermosos y tristes.

Jacobo, logrando dominar la extraña timidez de los días anteriores, se aventuró a exclamar:

—¿Por qué es tan huraña conmigo? ¿Me tiene miedo?

—Nunca no tengo miedo yo.

—¿Entonces por qué se marcha siempre? ¿por qué no quiere conversar conmigo?

—¿Para qué?

—Para darme la gran alegría que me da en este momento y que puede darme todos los dias, permitiéndome verla, oirla, hablarla, durante unos minutos siquiera.

—Nada no va a ganar.

—Mucho: ser feliz.

Ella lo miró fijamente y con voz triste, dijóle:

—¡Caray yapú! (hombre embustero) —y se alejó sin volver la cabeza.


* * *


Esa noche, concluida la cena, Jacobo se encerró en el cuartejo de la fonda para meditar a gusto, mejor dicho, para soñar a gusto. ¡Amaba, entrañablemente a la criollita!... ¿Y qué?... Ella era muy pobre, hija única de una honrada mujer, viuda de un oficial de milicias muerto en la guerra; pero ¿y él mismo que era?... Pobre también, sin más recursos que su modesto sueldo de empleado público: huérfano descendiente de una familia quizá más humilde que la de Eudoxia, solo, joven, libre...

Durante una semana continuó yendo todas las tardes a Cambacuá, para tener el gusto de ver un momento y cambiar unas palabras con la gallarda y esquiva morocha. Varias veces intentó manifestarle un propósito que había ya decidido en su conciencia; pero siempre, antes de que hubiera conseguido dar forma al pensamiento, ella se había marchado con un indiferente:

—Adiós, che amigo.

Y efectivamente, una tierna amistad los fue uniendo poco a poco. Las entrevistas se prolongaban algo más, aún cuando las conversaciones no fuesen mucho más extensas.

Sin embargo, Jacobo decidió concluir de una vez. Una tarde la esperó al pie de la barranca, cerca del rio, junto a un delicioso grupo de sauces llorones. Con voz emocionada le pintó su cariño, su propósito de casarse con ella. Eudoxia protestaba; aquello no podía ser, ella no era «decente», él era un «mozo», quería engañarla. Él iba destruyendo todas sus objeciones, con palabra cálida, con acento apasionado... Ella escuchaba con embeleso, sin retirar sus manos de las manos del mozo, sin apartar los ojos del rostro amigo. Su cuerpecito menudo y grácil temblaba y sus labios enmudecían.

De pronto, bajó la vista. Su mirada se fijó en sus piececitos desnudos y en los zapatos de charol de Jacobo y aquello fué el derrumbe de un ensueño que empezaba a edificarse en su cabeza y en su corazón. Lanzó un grito, miró a su amigo con los ojos húmedos de llanto, retiró bruscamente las manos, y echó a correr exclamando con lágrimas en la voz...

—¡No-ha-de!... ¡No ha-de!...


Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.