Nupcial

Javier de Viana


Cuento


La prolongada sequía estival convirtió en polvo las pasturas de los serranos campos del norte.

Los cañadones mostraban áridas y ardientes, como la piel del desierto, las doradas arenas de sus lechos.

Los arroyos quedaron reducidos a exiguas lagunetas, aisladas unas de otras por los médanos de los altos fondos.

Los grandes ríos, exhaustos, acostumbrados a decir imperativamente al viajador: ¡por aquí nadie pasa!... semejábanse en su magrura a gigantes éticos, y debían sufrir viendo cribada de portillos su imponente muralla líquida.

El aire caldeado, cargado con las emanaciones de los millares de osamentas de vacunos, era casi irrespirable.

Ni un clavel, ni un malvón, ni un toronjil resistieron a la aridez feroz. Cayeron achicharradas las hojas de los cedrones, y se consumieron sin madurar las rojas frutas de los ñangapirés.

Los hacendados más pudientes resolvieron trashumar sus haciendas, —los animales que aún caminaban,— en busca de las tierras del sud, más fértiles, menos castigadas por la sequía.


* * *


Una tarde, después de angustiosa recorrida del campo, Maneco de Souza penetró en el galpón y encarándose con Yuca Fleitas, el hijo de su viejo mayordomo y su peón de más confianza, le dijo:

—Esto es el acabóse. Ya la gente no alcanza ni pa cueriar la animalada que muere... ¿Te animás a marchar pal sur con una tropa de tres mil novillos?. ..

—Yo me animo a tuito lo que me mande, patrón.

—Hay que dir más de cincuenta leguas p'abajo.

—Iré.

—Con seguridá que vas a dir dejando el tendal de novillos pu’el camino.

—Anque me quede uno solo he llegar al destino, con la ayuda de Dios...

—Güeno; mañana, al clariar el día, paramos rodeo y apartamo lo mejorcito, y lo que llegue que llegue, y que lo que ha de llevar el diablo, que cargue cuantiantes con él!...


* * *


No alcanzaban a quinientos los novillos salvados, no obstante la obstinada defensa de Yuca.

Pero los quinientos novillos estaban gordos, muy gordos y al amparo de la escasez casi equivalían a lo perdido.

Yuca recibió orden de conducir la tropa a la Tablada.

Debía partir al iniciarse el día.

Esa tarde fué a despedirse de don Braulio, quien le había dado pastoreo.

Terminada la cena, —que fué festín,— y hecha ya la noche, noche opaca, huérfana de luna y de estrellas, Yuca y Carmela se encontraron, sin duda por casualidad, junto a las raíces morrudas del ombú.

—¡Te vas! —exclamó la moza apesadumbrada.

—Me voy pero volveré.

—¡Es tan lejos tu pago!... De aquí basta allá has d’encontrar tantas mujeres que te brinden su cariño, que no espero la güelta!...

—Si le tenés miedo a las tentaciones del camino, venite conmigo.

—Yo iría, pero...

Y él, oprimiéndola entre sus brazos, ordenó:

—¡Dame un beso!

Ella intentó resistir.

—¡No, no!... Si me besas me embozalás y tendré que seguirte a la juerza.

—Por juerza no, por güeña gana.

Y se besaron.

Y en eso, en la sombra de la noche, toda hecha de sombras, surgió una más grande.

Era don Braulio, un viejo alto y robusto como un viraré, con la cabeza y el rostro emblanquecido por copiosas barbas de toro.

—¿Qué hay, gurises? —preguntó con voz plácida.

Tras breves instantes de indecisión, musitó Carmela humildemente:

—Yuca me quiere sacar...

Solemne, el viejo interrogó al joven:

—¿La querés?

—Dejuramente,

—Tenés cara de güeno. Dame la mano.

Y besó a la hija en la frente...

Y a la madrugada, cuando todavía no se había encendido ninguna luz en el cielo, Yuca partía, llevando en la anca chata de su tordillo, al mejor clavel del pago.

A falta de sacerdotes, el radioso sol levante, besándolos en la frente, santificó sus desposorios.


Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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