Se acercaba el invierno, y Próspero Mendieta, que llevaba ya muy cargada la maleta de los años, púsose a imaginar en qué estancia confortable encontraría apacible asilo su pereza innata.
No presentaba fácil solución el problema. La mayor parte de los establecimientos de la comarca, actualmente propiedad de gringos o agringaos, ya no ofrecían a los gauchos vagabundos la tradicional hospitalidad de antaño.
Entre las pocas estancias de corte y usanza antiguas que subsistían, estaba la de Yerbalito; pero su propietario, João Maneco Leivas de Figueredo, era un viejo brasileño famoso en todo el pago por su egoísmo y su tacañería sin ejemplo.
Sin embargo, fué por el que se decidió Próspero Mendieta. Hombre de recursos —como que de ellos había vivido toda su vida, obligado por su natural aversión al trabajo,— había combinado un plan digno del adversario que proponíase atacar. Una vez más dispúsose a sacarle jugo a su fama de gaucho bravo, peleador sin asco, de esos que «ande quiera bolean la pierna y la corren con el que enfrenen, porque no tienen el cuero pa negocio ni el puñal pa cortar tientos.»
Seguro del éxito de su plan, aceptó tranquilamente, el nada cordial recibimiento, pues tras un seco «bájese», lo hicieron pasar al galpón, excusando la habitual frase de cortesía paisana:
—¿No gusta desensillar?
Los diez o doce peones —en su mayoría negros y mulatos— que rodeaban el fogón, acogieron con mal semblante al forastero que iba a restarles una parte de la nunca abundante merienda.
Pero él apenas probó la pejoada de charque rancio y porotos apolillados. Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a responder brevemente a las escasas palabras que se le dirigieron durante el almuerzo. Al final, como el capataz lo interrogara:
—¿Va de paso?
—No —respondió con cierto aire de misterio— Vine hast’acá no más.
Y luego afectando indiferencia:
—¿No tiene noticia de nada nuevo?
¿Algo nuevo?... No; ninguno tenía noticia de nada nuevo. Todo estaba igual; hasta el tiempo manteníase bonancible. Pero la pregunta del forastero despertó la curiosidad general, y varios inquirieron a un tiempo:
—¿Qué pasa?
Próspero, tras una pausa estudiada, dijo:
—Ustedes deben conocer al mellao Fagúndez...
El sólo nombre del famoso y temido bandolero emocionó a la peonada. Y advirtiendo el efecto producido, el gaucho prosiguió:
—Anda en el pago.
—¿Aquí cerca?
—Cuasi pegao: en los montes del Yerbalito.
—¿Sólo?... ¿Juyendo, a la fija?
—Con una banda de diez hombres...
Lo acompañan el negro Luna, el pardo Wenceslao y el ñato Malaquias...
La noticia cayó como una bomba entre los tertulianos del fogón. Los espesos montes del Yerbalito, linde de la estancia, estaban a una legua de la población y los nombres citados por Próspero correspondían a los más temibles bandidos de la provincia. Y siendo voz corriente que Leivas de Figueredo, inmensamente rico y del mismo modo bruto, guardaba sus tesoros en botijos, como en el tiempo de las onzas de oro, nadie dudó de que la presencia de los facinerosos respondía a un plan de asalto a la estancia. El capataz apresuróse a ir en busca del patrón para comunicarle la grave noticia, y cuando en su compañía regresaba al galpón, Próspero disponíase a partir. Don João Maneco lo saludó con inusitada amabilidad, instándolo a quedarse.
—No, gracias. Tengo algo que hacer. Vine no más p’alvertirle...
—Mais não vase embora, sen Próspero! —imploró el estanciero; y luego, dirigiéndose a un negrillo:
—¡Vae, rapaz, trageo a limeta de caniña!...
¡Abánquese, sen Próspero, e vamos a falar!...
* * *
La primera parte del plan de Mendieta tuvo el mejor éxito. El
estanciero ofreció, pidió, rogó al gaucho bravo que se encargara de la
defensa «pidiendo o que vocé quizer»...
Próspero aceptó, no sin hacerse rogar, y desde ese día quedó confortablemente instalado en la estancia. Sus indicaciones eran órdenes. Se le proveyó de un arsenal guerrero: dos revólveres, un Winchester, una daga de ochenta centímetros de largo; prendas de vestir y prendas de apero; tabaco y caña a discreción, churrascos a todas horas, cuenta abierta en la pulpería...
Un mes transcurrió. El gaucho holgazán, explotando el miedo de Leivas, vivía como un príncipe, y a menudo decía sonriendo:
—Güen juego... si no se apaga...
Pero, desgraciadamente, no hay fuego que no se apague. La peonada, envidiosa de las prerrogativas del intruso, pasado el susto del primer momento, empezaron a desconfiarle el juego. Y de desconfianza en desconfianza y de averiguación en averiguación, descubrieron el pastel: ¡en todo el contorno no habla ni noticias de la famosa pandilla!...
* * *
Era un sábado. La cena había sido abundante. Vino y caña
circularon con profusión. La peonada festejó las historias heróicas del
intruso, quien, a media noche, se retiró a su habitación en estado
bastante deplorable.
Estaba en lo más profundo de su sueño de borracho, cuando lo despertaron un tropel de caballos, gritos de hombres, ladridos de perros, y un tiroteo infernal. Levantóse precipitadamente y se echó afuera, olvidando hasta de proveerse de sus armas. Agazapándose por detrás de la cocina, intentó internarse en el maizal inmediato; pero antes de conseguir su objeto fue alcanzado por media docena de diablos negros, que, a planchazos y rebencazos lo echaron por tierra.
El tiroteo había cesado. Dentro del caserón fortaleza, don João Maneco temblaba, medio muerto de miedo, cuando el capataz, golpeando reciamente el portón, gritó:
—¡Patrón, patrón!... ¡Abra que tenemos prisionero al famoso mellao Fagúndez!...
Lleno de júbilo el viejo abrió la puerta exclamando:
—¡Qué venga a meus brazos o valete sen Próspero!...
—Aquí está —respondió con sorna el capataz, señalando al gaucho, que dos peones arrastraban maniatado, sangrando y desfallecido.
* * *
Tan pronto como tuvo fuerzas para montar a caballo, Próspero,
despojado de sus armas y de sus pilchas, y, lo que era más, de su
prestigio de guapo, partió de la estancia y nunca más se tuvieron
noticias suyas en el pago.
Cuentan que se fué muy lejos, muy lejos, y que murió en un rancho miserable, pronunciando, entre dos boqueadas, estas palabras enigmáticas:
—Pa ser, hay que ser.