La revancha
Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de su delito, comprendió que era inútil la defensa..
Por eso se concretó a decirle a Secundino:
—Lindo pial. Pero no olvides que una refalada no es cáida, y que de la cárcel se sale. Prepárate pa la revancha.
—En todo caso, siempre habrá lugar pa la güena,—respondió taimadamente el capataz;—empardar no es matar.
—Dejuro, correremos la güena, que a mí nunca, me gustaron las empatadas... ¡y es difícil que no la gane!...
—¡Claro! Como la cana v'a ser larga, tenés tiempo pa estudiar al naipe y marcarlo.
—Descuida: algunas cartas ya las tengo marcadas—respondió Pedro Pancho con extraña entonación que dejó pensativo a su rival.
Los peones comentaban el suceso.
—Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente—observó uno.
—Y yo lo mismo—confirmó otro.—La contraseñalada de los borregos la hizo el mesmo capataz pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo.
—Ya dije yo—filosofó Dionisio—que Secundino es como coscuta en alfalfar y que ha 'e concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va formando cercao. Ya despió a Pantaleón y a Liandro pa reemplazarlos por dos papanatas que son mancarrones de su marca. Cualesquier día nos toca a nosotros salir cantando bajito...
Transcurrió el tiempo.
Las predicciones de Dionisio se cumplieron en breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro, todos los antiguos peones fueron eliminados y substituidos por personas que—debiéndole el conchabo—obedecían ciegamente a Secundino.
Rápidamente adquirió una autoridad despótica en la administración de la estancia. Don Eulalio intentó varias veces rebelarse contra aquella absorción de facultades de su subordinado.
Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión de Eufrasia, decidida protectora del capataz.
—¿Cómo andarían nuestros intereses—decía—si vos, viejo y achacao, no tuvieses a tu lao un hombre como Secundino, ativo, trabajador y honrao a carta cabal?...
Pasó más tiempo.
En la obscura noche de un sábado invernal, llegó a la estancia un viajero, emponchado, arrebozado, caída sobre la cara el ala del chambergo.
En las casas estaban solos don Eulalio y un muchacho sirviente. La señora, el capataz y los peones habían ido a un gran baile que se celebraba en la pulpería, a tres leguas de allí.
—Apéese.—dijo el estanciero.
Y el recién llegado, obedeciendo:
—Por poco tiempo. Vengo, patrón, a cumplir con usté, que siempre güeno conmigo, un deber sagrado, y... a satisfacer una venganza!...
—¡Pero vos sos Pedro Pancho!—exclamó don Eulalio.
—El mesmo, patrón. Apenas salido de la cárcel, he caminao cincuenta leguas pa venirle a decir que yo nunca juí ladrón, que la señalada de los borregos del puesto fué una artería de Segundino pa perderme. Y vengo pa entregarle las pruebas de quel ladrón es él; él que l'está robando hacienda, que l'está robando en los negocios y que... dende hace tiempo, l'está robando su mujer... Tome estos papeles.
El viejo, alelado por aquella revelación que confirmaba sus vehementes sospechas, no pudo articular una palabra.
Sin más decir, Pedro Pancho volvió a montar y dando riendas, exclamó:
—Tengo que dirme antes que me vea la luz del día, porque, aunque inocente, pa las gentes del pago soy un ladrón. Sólo le pido, don Eulalio, que le diga a Secundino que l'he ganao la revancha y que lo espero para la güena!...
¡Sálvate Juan!
Sentado al borde de la hamaca, las piernas colgantes, la cabeza inclinada sobre el pecho, Juan Maidana se había olvidado de todo el medio material: del río que silenciosamente se deslizaba bajo sus pies, del bosque que empezaba a ensombrecerse, de la boya roja de la línea de pescar, llevada y traída por un cardumen de mojarras curiosas; del perro lobuno, que echado al lado suyo, aburrido, enviaba codiciosas miradas al corazón de buey, por el mozo llevado para carnada y que sólo aprovechaban las moscas.
Y quien sabe cuanto tiempo habría permanecido así Juan Maidana, si de pronto no se le hubiese presentado Alberto Medina.
—¿Qué haces abombao?—díjole cariñosamente.
—Estoy pescando,—respondió el mozo, un tanto avergonzado al ser sorprendido en aquel estado de embebecimiento.
—¿Pescando?... ¿Lo cuál?... ¡Cómo si han de rair de vos los pescaos!...
—¿Y por qué si han de rair?
—Porque si mi hace que vos pescás con anzuelo e pulpa... ¿No trujistes caña?
—Ahí, junto al sauce está la botella...
Anacleto se inclinó, tomó la botella, la miró al trasluz y exclamó:
—¡Cuasi llena!... ¿Asina querés pescar con caña...?—Bebió e interrogó con ironía:—¿Sábés por qué no sacas vos ningún pescao?
—¿Por qué?
—Porque tenés miedo.
—¿Miedo?...
—Si... Miedo de que al ver que te sumen la boya salga ensartao un cangrejo o una tortuga... ¡En tuito sos lo mesmo vos!... De tanto buscarle juego a la taba, cuando vas a largarla tenés los dedos acalambraos y se te clava un... Cuando tenes una carrera en fija, cansas el caballo en partidas, buscando ventajas y te la llevan de arriba...
—P'andar ligero hay que andar despacio.
—Sí... Y acompañao con ese estilo, acontece que en mientras uno riflexiona al lao del agua cuando y por ande ha e bandiar el arroyo con menos peligro, el arroyo sube, se enllena, se desparrama...y uno se áoga en el bañao como los aperiases...
—Cuestión de genio...
—Dejuro... Genio y figura hasta la sepoltura... Vos vas a morir augau entre las pajas como los aperiases cuando el bañao s'enllena...
—¡Avisa si sos lechuza!—replicó Juan amostazado.
Y el otro.
—No; soy amigo;... pero asina como hay cristianos a quienes no les dentra bala, hay otros a quienes no les dentra albertencias... ¿Te quedás?
—Sí.
—Hacés bien... pueda que a juerza 'e pasencia saqués la madre e'l agua!...
* * *
Las sombras avanzaban rápidamente; el monte se llenaba de humo.
El perro se había levantado y luego de olfatear con gula el corazón de
buey, dio unas vueltas inquieto, reprochando el retardo...
Y a medida que iba acenizándose el bosque, se argentaba la laguna, brillando como un espejo etrusco, en el cual se reflejaban los camalotes y los sauces de la ribera...
Como buen muchacho, era muy buen muchacho, Juan Maidana. Era feo. Petizo, retacón, la cabeza cuadrada, la cara ancha y corta, pequeños los ojos, roma la nariz, gruesos los labios, ralo y rígido el bigote... Perro ñato, Bichito e la humedad, Nutria, Lobo'e río, Bagre sapo... y veinte apodos más le habían puesto; y todos le iban bien.
Era muy bueno y no era tonto; pero era desconfiado, receloso, arisco. Siempre sospechaba que lo engañasen, y en todas las oportunidades de la vida quedábase estudiando el pro y el contra con lentitud y proligidad tal, que, cuando se resolvía, ya no era caso... Era lerdo, y siendo lerdo, tenía por destino recibir espuela y no merecer agradecimiento, aún cuando llegase al punto de destino primero que el pingo escarceador y voluntarioso que se derretía en sudor a lo largo del camino
Hacía tres meses que estaba comprometido en Dorotea, «la peona» de la estancia, la ñata Dorotea, que con su cuerpo de gata, fino, airoso, y flexible, traía trastornado al pago.
Él pensaba, recordando su talle gracioso:
—¡Hay muchos que lo han estrechao!...
Él pensaba, recordando sus manos gorditas y lindas:
—¡Hay muchos que las han tenido entre las suyas!...
Él pensaba, recordando sus labios carnosos, jardín de besos:
—¡Muchos han besado esos labios!...
Y él la quería, la quería, la quería con pasión exclusiva... Nada le importaba que otros, antes que él, hubiesen recibido la caricia de su mirada de terciopelo, el calor de su cuerpo, el fuego de sus labios... ¡Ah! ¿Pero después?... Después todo eso sería suyo, exclusivamente suyo. ¿Y quién le garantizaba la inviolabilidad de bien tan grande?...¿Cómo acostarse a dormir tranquilo, pensando en la posibilidad de un audaz que, al amparo de la sombra nocturna, cortara el alambrado y cruzase su propiedad?...
Y una voz sin sonido decíale al gauchito: «Sálvate, Juan!... Tú quieres tener todo, y ni Dios, con ser Dios, ha podido tener todo: Luzbel le ha quitado los cuatro quintos de las almas humanas...¡Sálvate, Juan!... Corazón de mujer, es como alcachofa: lo recoges lindo a la mañana, y a la noche se te vuela a todos vientos y te quedas con un palito seco y un montón de espinas en la mano!... ¡Sálvate, Juan!...
Juan cerró los ojos y comenzó a ver. ¡Qué linda era ella!... Un cuerpo más apetitoso que una picana con cuero bien asado. Una mirada más embriagadora que el vino. Unos labios más incitantes que el peligro...
Y todo aquello podía ser suyo. Sí, suyo; cuidada a galpón sin un instante de descuido: ¡era mucha mujer para un hombre solo!...
Juan Maidana reflexionó, calculó, se inclinó cada vez más al borde de la laguna; se inclinó, se inclinó y oyendo una voz sin sonido que le decía:
¡Sálvate, Juan!...
...se dejó caer.
Burbujó el agua, ladró asustado el perro, lo tapó todo la noche, y una paloma recién caída al nido, pareció decir:
«¡Te salvaste, Juan!»...
La Peona
Era un 25 de Mayo, la cosecha había sido buena, las autoridades no habían cometido muchas barbaridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.
La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tejidas con ramas de sauce y hojas de palma.
La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.
Sobre la acera frente a la municipalidad se había construido una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contemplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.
Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, excolono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros ítems.
Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.
Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.
El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.
Sin embargo, con su pollera y su bata de merino negro, muy ajustadas, con su delantal blanco y con su casco de cabellos retintos, que hacía resaltar la frente estrecha y recta, Balbina aparecía aún como una moza garrida, capaz aún de despertar codicias. Bajo el ardor del sol comenzó el sport gaucho. Los mozos del pueblo, vistiendo chiripás bordados, calzoncillos cribados, grandes y llamativas golillas, botas de potro y espuelas de plata,—caricaturas gauchescas,—se aprestaban,—caballeros en lustrosos pingos cuidados a galpón, y lujosamente aperados,—a hacer proezas para deslumbrar a las muchachas que los observaban desde la gradería oficial—«fragante y polícramado búcaro»—según la frase del cronista social de la localidad.
Formando contraste en el grupo lucido de los disputadores del anillo glorioso, veíase un gauchito—sancho de verdad—modestamente vestido con bombacha negra, botas de becerro y espuelas de acero.
Montaba un rosillo, bien cuidado, pero «animal de campo».
El apero era sencillo: «pura guasca».
A pesar de eso, Apolinario Fagundez, el gauchito modesto, atraía todas las miradas femeninas. Era un lindo tipo de criollo, alto, esbelto, de rostro hermoso y varonil. Pertenecía a una de las mejores familias de la comarca, arruinada en las luchas políticas de la provincia. Siendo muy joven quedó huérfano y en la indigencia. Muy muchacho entró de peón de los Gambibella, y después de un tiempo se permitió cortejar a Jerónima, la mayor de las hijas del patrón. Ante su proposición, ella lanzó una carcajada y llamó:
—¡Mamá!, ¡mamá!... Venga de aquí para ver al «pión» Apolinario que me hace l'amor!...
Y riendo, con risa despreciativa, y mala; se alejó dejando al gauchito enrojecido por la ofensa. A la hora de la cena se le llamó en vano; había desaparecido. Don Cayetano cortó todo comentario, diciendo:
—No se aflican. Lo gaucho son come lo perro; siempre encuentran que cumer!...
—Y ademá,—agregó la señora,—sa pasan tre día sin cumer, propiamente que lo peros...
—¡Eh! Lus aracanes no precisan mucha cumida.
En tanto Apolinario estaba sentado sobre las raíces de un ombú, detrás del gallinero, fumando cigarrillo tras cigarrillo y entregado a amargas meditaciones. No sufría por el rechazo de «la gringa», para quien no sentía mayor cariño, pero sí por la insolencia del rechazo, que hirió cruelmente su orgullo de nativo.
Luchaba entre el propósito de irse de aquella casa y el deseo de vengar la ofensa; y abstraído en sus cavilosidades, sólo advirtió la presencia de Balbina, la piona, cuando ésta le dijo con voz emocionada:
—Tome.
—¿Qu'es eso
—Un pedazo de asao.
—Gracias, no apetesco—dijo.
—Yo mesma le elegí la mejor presa...
Apolinario aceptó. Cortó un bocado que mascó con dificultad, y luego preguntó:
—¿Y por qué se ha molestao?
—Porque... porque...
Y como él insistiera, ella rompió a llorar y dijo con rabia:
—¡Por que lo quiero yo!...
Al otro día, Apolinario abandonó la estancia.
Desapareció del pago. En muchos años, nadie tuvo noticias suyas. Cuando volvió fué para comprar uno de los mejores campos del departamento y poblarlo de hacienda flor. Era rico y nadie se preocupó de averiguar cómo había conquistado la fortuna.
* * *
La murga municipal rompió en una marcha tan briosa como desafinada, y con ella dió comienzo la carrera.
Escaramucearon los gauchos puebleros, fueron desfilando en rápida carrera sin anilla. Llególe el turno a Apolinario. «Armó éste su rosillito peludo, que al sentir el roce de la espuela, partió como jinete en nube de polvo. A pocos pasos más allá del arco, el gauchito lo sentó de garrones; y cuando la muchedumbre lo vio regresar al tranco, y advirtió que Apolinario llevaba el brazo derecho levantado, sosteniendo el palillo con la sortija conquistada, la ovación fué estruendosa.
Apolinario avanzó lentamente hasta el palco oficial. Al llegar allí, desmontó y puso la sortija en manos del presidente, quien le entregó el estuche con el anillo de oro y brillantes que constituía el primer premio.
Hubo unos minutos de silencio absoluto. ¿A quién destinaría la prenda, vale decir, a quién ofrecería su corazón...
Con paso firme, el gaucho se dirigió al sitio ocupado por la familia Gambibella. A pesar de su aplomo, Jerónima empalideció de emoción. Hacía tiempo que había dejado de ser una niña, y, a pesar de su fortuna, ya no estaba en edad de elegir: El «pión» cruelmente desdeñado, la amaba aún y ya no era «peón» y seguía siendo un gallardo mancebo.
Apolinario se detuvo junto a la familia de su antiguo patrón, y encarándose con Balbina le tendió el estuche, diciéndole —ante la indignada sorpresa de las Gambibella:
—Tomá.
—¿Pa mí—exclamó ella, empurpurada y sin atreverse a tomar el obsequio.
—Pa vos—repitió el gaucho;—y mirando fiamente a Jerónima, agregó:
—Pa voz; un pion no se debe casar sino con una piona. El pedazo de asao que me trajistes aquella noche que me llamaron perro, se convirtió en un rodeo de muchos miles de vacas. El cariño que me demostrastes esa noche, lo puse a interés y aura es una fortuna. Tuito es tuyo... o tuito es nuestro, porque yo digo como vos dijistes aquella noche:
—«¡Por qué te quiero, yo!»...
El más fuerte
A las dos de la tarde, soportando con estoicismo el quemante sol de noviembre, don Evaristo Villar avanzaba animosamente en el aporcado de su gran tablón de papas.
No descansaba en el manejo de la azada, sino, de rato en rato, para beber el mate que le traía su hija Luz.
En uno de sus «viajes», la niña, compadecida, viendo a su viejo padre bañado en sudor, rogó:
—¿Por qué no deja un rato, tata, y espera que baje un poco el sol?
—Porque no se puede, hija mía;—respondió con bondad cariñosa el anciano;—si no me apresuro en el trabajo, corro el riesgo de perder la cosecha... ¡Y nosotros ya no podemos exponernos a perder nada!...
Don Evaristo era un hombre de más de sesenta años. Era pequeño, flaco, pero huesudo, con una amplia caja torácica. De color cetrino, de nariz aguileña, de ojos obscuros, de pómulos salientes, de mentón ancho, grueso y prolongado, su rostro expresaba una mezcla, poco común, de bondad y de energía.
No había aún cumplido diez años cuando abandonó su asoleada tierra de Castilla para venir a América con la eterna ensoñación del vellocino de oro.
Empezó su carrera como dependiente ínfimo en un ínfimo boliche de campaña. Enérgico, sobrio fué ascendiendo y prosperando, de etapa en etapa, crecía. Llegó a ser dueño de un almacén importante y del campito en que estaba ubicado.
Se casó, ya en edad madura, y tuvo una hija, Luz que resultó tan buena y cariñosa como doña Emilia, su madre, y don Evaristo vivía contentísimo, feliz cuando un hombre puedo serlo.
Pero ocurrió que un año desastroso para la ganadería y la agricultura, echó abajo, de golpe, como un soplido de huracán, todos los esfuerzos acumulados por aquel honesto luchador.
Frente al derrumbe, su voluntad y su hombría de bien, no flaquearon un momento. Renunciando a expedientes que le propusieron profesionales de la chicana y de la embrolla, pagó integramente a sus acreedores.
Quedóle como saldo una pequeña chacra, y en ella se refugió con su familia poniéndose a cultivar la tierra con la misma fe, con la misma perseverancia, con la misma honradez que había empleado en edificar su fortuna.
—Hay dos cosas que uno no debe perder nunca,—decía;—la honestidad y el amor al trabajo. La primera nos asegura la tranquilidad moral, indispensable para que el trabajo sea fecundo y soportado con placer.
Y cuando don Evaristo estaba aporcando sus papas, cerca del alambrado que delimitaba el camino real, se aproximó un joven jinete, que saludando con respecto preguntó:
—¿No precisa usté un pión?
—¿Para qué?—interrogó a su vez el chacarero.
—Pa todo servicio... Ando sin trabajo... no sé robar ni pedir limosna...
Don Evaristo lo observó al forastero. Era él un lindo tipo de criollo, de fisonomía enérgica y noble.
—Yo necesitaría un peón—dijo—para el trabajo de la chacra; pero puedo pagar muy poco, no ha de convenirle.
—Por ahora cualquier cosa me conviene.
Pablo Páez entró desde ese día en la casa.
Fué un peón modelo. Poquito a poco don Evaristo llegó a conocer toda su historia. Procedía de una provincia lejana. Una vez, en una reunión, de pulpería, pelió y mató al guapo del pago. Después pelió y mató a otros, adquiriendo una fama de guapo que intimidó hasta las policías.
Luz era joven, era linda, era inocente...
Pablo Páez era joven, era fuerte, era un lindo mancebo.
Se amaron.
Una madrugada, muy de madrugada, Pablo estaba ensillando su caballo, cuando inesperadamente se le presentó don Evaristo.
—¿Dónde vas?—preguntó.
—A la pulpería...
—¡Mientes! Te vas a escondidas, como ladrón que eres!... Lo sé todo. Abusando de mi bondad, de mi confianza, de la hospitalidad amplia y generosa que te dí en mi casa, has seducido a mi pobre hija y ahora intentas huir cobardemente! ¡Pero te equivocas!... ¡Veo que no eres nada más que un gaucho asesino, explotador de mi buena fe, que creyendo tus mentiras te he amparado en mi casa!...
Irguióse el gaucho ante el insulto; desenvainó la daga, echó a un lado la balda del poncho dejando descubierto el mango del revólver y respondió con soberbia:
—¡A tuitos los que me han insultao los he convertido en dijuntos!...
Sin intimidarse, el viejo respondió levantando el puño:
—¡Vení a mí, canalla!... Porque calculo que además de asesino eres maula... ¡Atropellá!... Yo no tengo armas, con los puños me voy a defender!...
Pablo Páez, el mozo fornido y provisto de una daga y de un revólver, consideró a aquel viejo débil e inerme que lo provocaba con semejante arrogancia. Y él, que no había temblado nunca delante de ningún enemigo, tuvo miedo.
La daga se escapó de sus manos y con voz sumisa dijo:,
—¿Me deja casarme con Luz?...
La bondad del Coronel
Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.
La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.
Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.
En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:
—«La consina era juir».
Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.
El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:
—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.
Y luego agregaba:
—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.
Por eso el coronel Valenciano y su división, siempre marchaban a punta, a la vanguardia, prestando inapreciables servicios al ejército, facilitando la disparada en su conocimiento del territorio, de las cortadas de campo, de las «picadas» desconocidas para la mayoría. ¡Como que entre los comandantes que acompañaban al coronel no había uno que no hubiese sido tropero, carrero, mayoral de diligencia, empleado de policía, contrabandista o cuatrero!... ¡Si sabían ellos por donde se «juye»!...
Y dado que la consigna era huir, hacer durar la guerra mientras hubiesen vacas que comer y caballos que montar, la división Japú llenaba cumplidamente su misión. Ella iba siempre delante, manifestando un profundo desprecio por el enemigo que venía detrás y que no encontraba una res que carnear, ni un caballo que ensillar, ni un poste de alambrado que echar al fuego.
Además de esos méritos, el coronel Valenciano tenía el de ser bueno y justo casi habitualmente; porque cuando le venía el ataque al hígado y se le «caía la paletilla»,—empujada por excesos de caña y mate amargo,—tornábase irascible al extremo.
Aquejado por una de esas cosas estaba cuando la división acampó en la margen izquierda del Espinillo.
Y apenas había tenido tiempo de echarse sobre la cama improvisada con las prendas del apero y aún no había concluido de quitarse las botas, cuando uno de los comandantes se presentó trayendo preso un individuo acusado de un montón de delitos.
—¿Qué ha hecho ese cachafaz?—preguntó malhumorado.
—Primeramente, mi coronel, le faltó a una muchacha en los ranchos de un puestero del Tala. Dispués la mató y mató a la madre y al padre qu'era un viejo lisiao y una hermana e la muchacha quera tuavía mamona... mas dispués juyó y jue a pedir posada a l'estancia del brasilero Guimaraens y lo mató de una puñalada y le sacó el cinto y un parejero doradillo que tenía escondido en la cocina...
—¿Y dispués?
—Nada más, mi coronel.
El coronel se refregó fuertemente el abultado abdomen.
—Parece como si me se reditiese el sebo!...
A poco, encarándose con el preso:
—¿Cómo te llamas vos?
—Juan Portillo.
—¿De los Portillos del Zucurú?
—Sí señor, hijo'e Ladislao Portillo.
—Lo conocí. Güeno bien che. Lo conocí; era muy amigo.
—¿Amigo suyo, coronel?
—Muy amigo'e lo ajeno.
—Sí; tenía esa debilidá, el pobre finao tata.
—Y a lo que parece, vos no negás la cría... Vamo a ver, ¿qué tenés que decir en tu disculpa?
Con estudiada humildad, el mozo respondió, bajando la vista.
—Digo... Lo e'la muchacha, Facunda, jué asina: yo la quería, ella me abrió juego, pero torciendo a dos riendas, en ocasiones diba de mi lao y en ocasiones del lao del sordo Serapio... L'otra noche caí al rancho... yo encelao, ella retrechera... estamo en tiempo e'guerra... ¡usté compriende, coronel
—¿Y?...
—Güeno, y asina no más jué.
—¿Y por qué la matastes dispués?
—¿Y qu'iba hacer?... ¿no estamo en guerra?... Aura pasamo pu'aquí y quien sabe cuándo pegaremos la güelta, si la pegamo, y yo no la iba a dejar a ella, la pobrecita a la disposición de Serapio qu'anda ronciando, escondido en el monte, pa no servir ni a Dios ni al Diablo...
El coronel volvió a refregarse la panza y continuó el interrogatorio.
—¿Y por qué degollastes a los viejos?...
—¡Por prudencia, coronel... Usté sabe que dispués de la guerra se hace la paz y con la paz encomienzan a fastidiarnos a nosotros, los chicos...
—Eso es razón. Pero la guacha mamona no iba dar declaración. ¿Por qué l'achurastes tamién?
—¡Por lástima, mi coronel!... ¿Qu'iba a ser de la pobre criaturita sola en el mundo, sin una perra que le diera la teta?...
—Eso es verdá. Pero aura viene lotro, el asesinato del brasilero Guimaraens.
—¡Pero eso es claro como agua e'cachimba, coronel!... Yo iba juyendo. Serapio había avisao a la gente del capitán Umpiénez y me largaron una partida que me venía pisando los garrones. Yo llevaba el mancarrón aplastao. Llegué a l'estancia el brasilero. Me recibió de mala manera. Descubrí el parejero doradillo, se lo pedí, me lo negó, discutimos; el sacó una pistola, yo saqué la daga... Me atropelló... y el bruto s'ensartó hasta la «ese»... El mesmo se dijuntió... Le saqué el caballo y...
—¡Le sacastes el cinto tamién!...
—¡Velay!... ¿Pa qué quiere un dijunto un cinto lleno de onzas de oro?...
—Eso es razón igualmente.
El coronel sentíase inclinado a la clemencia.
Encontraba muchos atenuantes en los crímenes de Juan Portillo y quizá hubiera llegado hasta la sentencia absolutiva si en ese momento el hígado no hubiese volcado un jarro de bilis.
Durante un rato se revolcó en la cama como caballo atacado de mal de orina, y cuando la crisis hubo cedido un poco, exclamó, dirigiéndose al comandante:
—Al fin y al cabo, son cosas que pasan a cualesquiera... Hay que tener compasión... Llevesló usté mesmo al muchacho, y afile bien el cuchillo pa degollarlo sin hacerlo sufrir al pobrecito...
La perra rabiosa
Los viejos vecinos de Marmarajá conservaban buena memoria de Teresa López, que durante muchos años fué una gran fogata a cuyo alrededor iban a revolotear y a quemarse las alas los más gallardos mozos del pago, ardiendo en rivalidades y que más de una vez salpicaron con su sangre las claras zarazas de los vestidos de la coqueta.
Era muy linda, Teresa. Alta, esbelta, blanca la piel, azules los ojos, rubios los cabellos, aguileña la nariz, era, sin duda, retoño atávico de su madre, mulata brasileña de labios jetudos, nariz aplastada—herencia materna—y el oro en las motas y el celeste en las pupilas, don del «fazendeiro» alemán que fué su padre.
Y a estos contrastes fisiológicos, correspondían otros tantos contrastes morales. A veces imponíase la ardencia del café: a veces triunfaba la cebada de la cerveza. Compuesto inestable hallábase a merced de las influencias del medio ambiente.
Pero su característica era la coquetería perversa que no atraía a los hombres para gozar del homenaje sino del dolor que causaba en sus adoradores su infalible falsía, siempre manifestada con refinamientos de crueldad.
Y si engañar a un hombre constituía para ella un placer el máximum de la satisfacción era robárselo al cariño de otra mujer. Joven o viejo, lindo o feo, rico o pobre, todo era igual para ella.
—Teresa no come nunca los pescaos que saca del agua—decía un paisano sentencioso—;por eso lo mismo hecha el anzuelo a un dorao que a un bagre sapo.
De entre sus innumerables amores—trágicos muchos de ellos—uno dió amplio campo al comentario comarcano.
Julio Lara, uno de los mozos más serios y juiciosos del pago, iba a casarse con una chica muy buena. Se querían entrañablemente, con un amor sereno, tranquilo, reposado, con uno de esos amores que tienen por base la estimación recíproca y por fin ayudarse mutuamente en las luchas de la vida.
En fecha cercana debía celebrarse el matrimonio.
Él tenía ya pronto el rancho y ella su ajuar modesto. Pero una semana antes hubo un baile en la estancia. Teresa, que se encontraba en él, despreció a sus galanes y yendo al rincón donde los novios permanecían aislados, vivendo sus vidas ajenos al mundo ambiente, exclamó sonriendo, al mismo tiempo que tendía la mano a Julio:
—¡Hay que romper esa collera! ¡Tiempo les va sobrar p'aburrirse juntos!...
Él no pudo resistirse. Bailaron una danza, luego un schottis, después una polca, mientras la pobre chica tímida agonizaba abandonada en el rincón más obscuro de la sala...
Al día siguiente, Julio rompió su compromiso matrimonial, y al otro los peones sacaron del aljibe el cadáver de su novia.
Poco tiempo después, Julio Lara, ardiendo en celos, mataba a puñaladas a un rival preferido por la terrible coqueta. Quince años de penitenciaría soportó.
Al volver era ya viejo. Fué a vivir en casa de un puestero amigo, trabajando de peón por la comida y los vicios.
—Yo no preciso plata pa nada—había dicho—; yo ya no soy nadie; un animal, una planta: con comer me basta...
Y Teresa existía aún. Vieja ella también, horriblemente desfigurada por las viruelas, ya no lograba seducir a nadie; pero la perversidad de su alma se ejercía en otra forma. Errando continuamente de estancia en estancia, de rancho en rancho, iba desparramando veneno por todas partes.
De pura maldad oficiaba de Celestina corrompiendo doncellas y desquiciando hogares. La llamaban la perra rabiosa y en todas partes infundía terror.
Cuando llegaba a oídos de Julio Lara la noticia de alguna catástrofe motivada por la intervención de Teresa, él decía:
—Dende que volví de la cárcel tengo la escopeta cargada con bala. Yo no la busco a ella. La he perdonado; pero si se acerca a mí, la mato como se mata un perro rabioso, un puma ladrón de ovejas, un zorro ladrón de gallinas.
Y ocurrió que Rufina, la hija del viejo puestero que había dado albergue al ex presidiario, se casó con un peoncito del pago. Vivían en la misma casa. Se querían; eran felices.
Sin embargo, al volver Julio de un viaje del pueblo donde fuera a vender una carrada de maíz, se encontró a su amiguita toda afligida.
—¿Qué le pasa, nena?—preguntó fraternalmente.
Ella pretendió excusarse; más al fin, empezó:
—Que Juan m'engaña, que tiene amores con Timota...
—¡Mentira!—¿Mentira?... ¡Vea aquí está este pañüeloe seda que yo le bordé con sus letras y qu'él se lo regaló a la china Timota!...
—¿Y quién se lo trujo el pañuelo?
—Me lo trujo... ña Teresa...
—¿Estuvo aquí Teresa?
—Sí; ayer.
—¡Milagro había'e ser, pero!...
—Y esta nochecita quedó en volver trayéndome una esquela'e mi marido pa Timota en la que le dice que ella sola es el cogollito'e su alma y una punta'e cosas más... ¿Compriende ahora?...
—¡Ya lo creo que compriendo!—respondió Julio.
Y luego:
—¿Adonde se van a ver con Teresa?
—En la islita'e los talas, al oscurecer... ¿Por qué?
—Por nada.
Antes del obscurecer, Julio estaba oculto en la islita de los talas, el oído atento, la vista fija en el camino, martillada la escopeta.
Poco después llegó la chica, que se sentó en el suelo, junto a un árbol y se puso a llorar desesperadamente.
Un cuarto de hora más tarde, apareció Teresa montada en un famoso caballo porcelana.
Al verla la chica se enderezó de un salto. Julio la dejó acercar. No obstante el crepúculo, pudo ver la satisfacción que brillaba en los ojos, todavía bellos, de la perversa. Se echó la escopeta al hombro. Luego apuntó despacio, muy despacio e hizo fuego..
Teresa cayó al suelo, partido el corazón de un balazo. El porcelana emprendió la carrera por el campo, y Julio, sereno, tranquilo, presontóse ante la pobre muchacha que lo miraba atónita, y dijo:
—Ya no muerde más a naides la perra rabiosa. Vayasé tranquila...
Las tormentas
Muere el día, estrangulado por un dogal de fuego.
En el poniente, el rojo cárdeno del sol que se va como con rabia, hace levantar de la tierra un vapor gríseo, parecido a la humareda de un asado que se quema.
En el oriente, ensombrecido ya, negrea, como curva y enorme ceja de criolla, el monte espeso y bravío que borda las márgenes de un arroyo al que no sin razón le llaman «Malo».
Desde esa barrera obscura hasta el incendio crepuscular del occidente, la tierra y el cielo van ofreciendo suave graduación de luz, perfectamente abarcable a la vista desde el lomo empinado de la cuchilla.
En la amplia extensión del campo, sobre las lomas, los vacunos ambulan aún, indecisos, irresolutos, sin ánimo para seguir triscando la hierba y sin decisión para tenderse sobre ella y entregarse a la melancólica función de la rumia, que es, para las bestias, como prolijo recuento de lo ganado en el día.
Un ternero extraviado de la madre, bala lastimosamente a la distancia; y la madre, volviendo la pesada cabeza y buscándole con sus grandes ojos redondos, llenos de bondad y de pena, le responde con otro balido más angustioso aun.
Por los llanos, ya ennegrecidos, se encaminan lentamente hacia el rodeo, balando y tosiendo, las majadas.
Al ras de la tierra se escurren las perdices silbando con infinita melancolía, y pasan por delante de las cachilas, que de pie, inmóviles junto a la maciega parecen esperar resignad amenté algo maléfico.
En lo alto, tendidas y quietas las grandes alas potentes, planea un carancho, ambarado el plumaje y enrojecidas las pupilas por los reflejos del sol muriente; y, rígidas sobre los postes del alambrado, las lechuzas, esponjado el ropaje gris, lanzan de rato en rato un graznido y más lúgubre que de costumbre En las casas, los eucaliptos ofrecen la quietud imponente de una fila de granaderos nepoleónicos, esperando serenos y sin jactancias, la carga, que saben formidable, del enemigo presentido próximo. En cambio, los sauces de cabellera mujeril y las frágiles casuarinas experimentaban ligeros estremecimientos medrosos.
Los perros vagaban sin sosiego, gachas las orejas, la cola entre las piernas, olfateando el suelo y echando vistazos al firmamento, desde donde presagiaban cólera.
Las gallinas, con su habitual prudencia apresuráronse a instalarse en el cobertizo protector.
Y a medida que iban densificándose las sombras, acrecentábase el malestar ambiente; ese malestar, esa angustia, esa inquietud muda que precede a las batallas.
De pronto, en medio del silencio colosal del campo, cuando ya del sol sólo quedaba fina ceja roja cerrando el occidente, oyóse como un retumbo, cada vez más fuerte, cada vez más cercano. Era una potrada disparando sin objeto y sin dirección. Al llegar frente a la estancia, el escuadrón se detuvo de súbito, encandilado por las llamas del gran fogón de los peones. Un segundo, tan sólo; y de inmediato, cambiando de rumbo, reemprendió la azorada carrera huyendo despavorida.
La masa blanca del caserón perfilaba su silueta maciza, toda oscura, salvo la pieza del medio, de donde brotaba inusitada claridad, chorreando la luz amarilla de las bujías sobre el parral del patio.
En aquella pieza estaban velando a la esposa del patrón, muerta de parto en la madrugada de ese mismo día.
Y, en frente, acostado al palenque, inmovilizado en actitud hierática, él permanecía con los ojos clavados en lo infinito del obscuro horizonte.
Parecía que la vida se hubiere suspendido en todo su cuerpo, para concentrarse en el cerebro, en forma de vertiginoso torbellino, que le impedía sufrir en la imposibilidad de pensar.
Salcedo había sido infeliz toda su vida. Su alma buena, plena de afectos, hubo de sufrir repetidas y amargas decepciones. Los hombres traicionaron su amistad, las mujeres desdeñaron su amor. Y ya en el ocaso de la existencia, conoció a Arminda y conoció toda la infinita felicidad que brota de la sólida soldadura de las almas honradas y sinceras.
Recién entonces empezó a encontrar luminoso el cielo, verde el campo, gorda la hacienda, bello el arroyo, buenos los perros...
Y a poco más de un año de dicha absoluta, la causa de esa dicha se iba, triturada por los dedos de hierro, brutales, inconsiderados, de la muerte.
Allí, en la pieza vecina desde donde los cirios mortuorios enviaban amarillentos resplandores sobre el patio arbolado, se estaba velando su vida! En el alba siguiente, con seguridad bajo lluvia y viento, en medio del encono celeste, entre truenos y rayos, se cavaría la fosa destinada a guardar los despojos de la compañera adorada; y la misma tierra que cubriría sus despojos, sepultaría el ideal de su existencia...
Apretaba el calor; el calor húmedo, asfixiante, oprimente de la tormenta próxima. En lo opaco del cielo, trazaban rayas culebreantes los relámpagos.
Un enjambre de bichitos, de esos bichitos que no se sabe de donde brotan, formaban nube sobre la atormentada cabeza del gaucho.
—Patrón,—dijo el capataz acercándosele.—Por mi gusto v'haber tormenta juerte... El Sarandí está muy hinchao; la Cañada Grande rejuntó much'agua en la lluvia e l'otra güelta... y aura, si cái un aguacero largo, van a reventar los cañadones y apeligra augarse la majada fina del puesto Tala...
—Posible...—murmuró el patrón sin levantar la cabeza.
—Yo hice ensillar, y via dir con tres piones, p'ayudar al puestero Dionisio...
—Vaya...
—Pero pal lao de los molles, la majada grande se va correr, dejuro, arrempujada pu'el viento de l'este,—que tráia agua come peste,—pal bañao de los Apenáses, que ya está hondo y...
—Se augarán.
—A la fija si no dimos a espantarla pal alto...y... falta gente, gente, patrón...
—Que se auguen...
—¿La majada grande?
—Tuita l'hacienda... Mande desensillar; que se queden tuitos aquí, velando a mi Arminda!...
Y entonces, levantando la cabeza, fosforecentes los ojos, exclamó:
—¿Qué importa que se mueran diez mil ovejas? ¿qué significa la muerte de diez mil ovejas frente a la muerte de mi mujer?... ¿Pa qué preciso yo ovejas, ni vacas, ni potros?... ¡Amalaya diluvee tuita la noche y tuito el día y desaparezcan tuitos los animales y mueran arrancados tuitos los árboles, y no quede un mata e'pasto pa dar abrigo a un chingolo!...
—¡Pero patrón!...
—¡Mande desencillar!... Dispués que a uno se le ha quemao la casa, es zonzo preocuparse de qu'el viento no le lleve las cenizas!...
Saca chispas
Un tipo original Eloy Larraya. Bajo, delgado, nervioso, tenía un rostro fino, casi glabro, y una hermosa cabeza poblada de rubia, larga y ensortijada cabellera.
La causa más insignificante lo excitaba haciéndole proferir tremendas amenazas. Sus compañeros, que lo habían apodado «Sacachispas», gozaban urdiendo chismes, contando que fulano, en tal parte se había expresado en tales términos, ofensivos para él.
Sea que lo creyese, o que fingiera creerlo, Eloy montaba en cólera, agitábase violentamente y rompía en tremendos apóstrofes:
—¡En cuanto me tope con ese cascarudo le vi'a dejar el cuero como espumadera, a juerza 'e chuzazos!...
—¿Conque... pica al naco, aparcero?—mofóse uno de los peones.
—¡Con esta fariñera!—replicó Sacachispas, desenvainando una descomunal cuchilla, que, lo mismo que el pistolón calibre dieciséis, sólo para dormir quitábaselo de la cintura... Y eso, no siempre.
Otro peón observó burlonamente:
—No importa qu'el lazo sea largo si falta juerza en el puño pa largarlo hasta las guampas del animal!
—¡Pa sirsiorarse no tienen más que probarme!..
—Nosotros no, hermano; pero no ha'e faltar quien quiera darte un cotejo, con ganas de ver si tu daga saca chispas como tu labia.
Los enojos de Eloy se apaciguaban con la misma rapidez con que nacían.
—La corro con el qu'enfrene,—dijo, y salió del galpón tranquilamente, esperando encontrar en la cocina a Dalmacia, la chinita retrechera por la cual se derretía hacía meses.
Estaba allí, en efecto, fregando prolijamente la vajilla. Él la piropeó:
—¡A tuito lo que usté toca le saca brillo!
—Cada uno hace lo que puede—respondió irónica;—usté saca chispas, yo saco brillo.
—¡Y chispas también sabe sacar!... Hace tiempo que tengo el corazón quemao con el chisperio'e sus ojos.
Rió Dalmacia y replicó despiadada:
—Si es mucha la quemazón, le puedo pedir a Ulpiano que l'eche unos baldes de agua!...
Ulpiano, gaucho audaz, pendenciero, de coraje y destreza probados, era el odiado rival d Sacachispas.
—¡Puede que yo le enfría a él a talerazos!—exclamó con rabia.
Tornó a reir la china, y dijo:
—Si hace la hazaña, puede venir por la flor de mi querer.
—¿Palabra?
—Palabra.
—¡Hasta lueguito!...
Y esto dicho con suma arrogancia, fuese a su cuarto, cambió por la de paseo su vestimenta de trabajo, se ajustó las armas y encaminóse a la enramada, donde púsose a ensillar su flete.
Intrigáronse los peones, y uno de ellos interrogó con sorna:
—¿Ande vas tan presumido?
—¡A buscar a Ulpiano y a peliarlo!—replicó altanero el mozo.
Resonó una carcajada general, y el capataz aconsejóle:
—Lleva un pedazo 'e sebo 'e riñonada, qu'es muy güeno pa las machucaduras.
Sacachispas, sin dignarse replicar, cabalgó y partió...
Una semana después regresaba todo maltrecho, una venda en la cara y un brazo en cabestrillo.
Los compañeros ya tenían conocimiento de las peripecias del lance. La misma tarde de su partida, Eloy encontró a Ulpiano en la glorieta de una pulpería y lo provocó resueltamente. Desenvainaron las dagas y, al primer choque, el Sacachispas quedó desarmado. Enfriósele el coraje, y exclamó suplicando:
—¡No mate un hombre rendido!
—No—dijo Ulpiano;—nunca mato mulitas. Pero te vi'a poner mi marca y dispués te via dar una soba'e rebenque pa que cada vez que m'encontrés, te pongas de rodillas y me pidas: «¡La bendición, tatita»
De un gesto rápido le marcó un «barbijo» en la mejilla; y de seguida, arrojando la daga, dióle de golpes con el mango del «talero», hasta hacerlo caer sin sentido...
Los peones lo atendieron cariñosamente, ahorrándole el tormento de las mofas; pero cuando estuvo bueno, ya no hubo continencia.
—¡Quién había 'e decir que nuestro gallo habría 'e cacarear y juir sin hacer por la riña!...
—¡Maulazo, el gallito!
Sacachispas recobró su audacia para exclamar:.
—¿Maula, yo?... ¿Maula por que me agaché cuando vide qu'el otro me achuraba?... ¡No es lai ladiarse y prenderse a los sarandises cuando no se puede asujetar la correntada?... ¿Serías maula vos, si yendo por la vía el fierrocarril le das lao cuando viene chiflando, en vez de pararte y decirle: «Entre chiflador y chiflador, vamo a ver quién chifla más juerte?»... ¿Lo harías vos?... ¡De loco, pa que te aventase el miriñaque y te hicieran picadillo las patas de fierro del parejero inglés...
En ese instante se paró en la puerta del galpón Dalmacia, que volvía del lavadero, y encarándose con Eloy, díjole sarcásticamente:
—¡La flor se secó en su ausencia; pero si precisa más ingüento, entuavía queda!...
Jugada sin desquite
Había llovido hasta fastidiar a los sapos.
Todo el campo estaba lleno de agua. Las cañadas parecían ríos; parecían cocineras pavoneándose con los vestidos de seda de las patronas ausentes.
En la chacra recién arada, cada surco era un flete argentado qué hizo decir al bobo Cleto:
—¡Mirá che!... Parece el papel con rayas que venden los turcos pa escribir a la novia!...
No habiendo nada que hacer en tanto no bajasen las aguas y se secasen los campos, la peonada se lo pasaba en el galpón, tomando mate, jugando al truco o contando cuentos; engordando.
Algunos, aburridos de «estar al ñudo», mataban el tiempo recomponiendo «guascas». Entre estos hallábase Setembrino Lunarejo, un forastero.
Había caído al pago unos seis meses atrás. Pidió trabajo.
El capataz lo observó atentamente; le gustó, la estampa del mozo y como le hacía falta gente para una monteada, preguntóle:
—¿Si quiere ir a voltear unos palos?... ¿Sabe?
—Yo sé hacer todo lo que saben hacer los gauchos,—respondió con altanería. Y después, sonriendo enigmáticamente:
—Y hoy por hoy, pa la salú, prefiero trabajo e'monte.
El capataz había comprendido perfectamente y sin entrar en averiguaciones indiscretas, lo tomó.
Como resultara excelente, al concluirse el trabajo de monte le ofreció tomarlo como peón de campo, y él aceptó, haciendo la advertencia de que era posible alzara el vuelo el día menos pensado.
Buen compañero, siempre servicial, Setembrino no intimaba con nadie, sin embargo. Sin ser huraño, su reserva era extrema y sólo cuando las circunstancias lo exigían, tomaba parte en las conversaciones de los camaradas, ni tampoco en sus diversiones..
Pedro Lemos, que sentía por él una gran simpatía, tentó muchas veces, inútilmente, arrancarle el secreto de su taciturnidad o arrastrarlo a bailes y jaranas.
Nunca solicitaba nada. Si se encontraba sin tabaco era capaz de pasarse el día sin fumar, antes de pedir un cigarrillo.
—Lo vi'hacer compadre, por lo poco pedigüeño,—le dijo Pedro un día; y él respondió sonriendo:
—Siamos compadres..
Desde entonces se daban siempre ese amistoso tratamiento.
Aquella tarde Setembrino había permanecido completamente alejado del grupo, absorbido en la tarea de «armar» unos «corredores».
—Compadre—le gritó una vez su amigo—acerquesé, que el cimarrón está muy lindo.
—Gracias, compadre: nu'ando bien de las tripas.
Un tiempo después, otro ofrecióle:
—Un trago e'caña amigo Setembrino.
—Gracias; yo no sé beber.
Como estaban habituados a su modo de ser, nadie insistió. La tertulia proseguía alegre, cantando cada uno una aventura más o menos chistosa, más o menos trágica. Y ya iba languideciendo la conversación, cuando Lemos se levantó y yendo hasta donde estaba Lunarejo, le dijo:
—¿Y usté no tiene nada que contar, compadre?
—Nada, compadre: ni plata.
—Parece mentira,—prosiguió Pedro;—yo no puedo comprender un gaucho que nunca haya jugao ninguna carrera.
—Una vez dentré en una,—respondió el forastero con casi imperceptible amargura;—dentré en una y la perdí... Dispués no he vuelto a correr más.
—¿Ni siquiera pa dir pu'el desquite?
—Hay jugadas que no tienen desquite, compadre.
Empezaba a oscurecer. De sopetón, sin que los perros hubieran dado aviso, tres hombres emponchados se presentaron en la puerta del galpón. Los gauchos se asombraron, reconociendo que eran policía, pero no la del pago. Instintivamente todas las miradas se fijaron en Setembrino, quien se había puesto de pie y había hecho ademán de sacar armas. Pero en seguida bajó la mano y quedó tranquilo.
El jefe de los policianos se adelantó y saludando a los peones dijo, señalando a Setembrino:
—Vengo en busca d'este hombre...
Y avanzando, unos pasos, agregó:
—Hace un año que lo andamos buscando p'arreglarle unas cuantas cuentas.
Tranquilo, con acento ligeramente irónico, Lunarejo replicó:
—Mientras los anduve matreriando, y después que los disparé a balazos en dos ocasiones, no me buscaron muy de cerca.
—¡Date a preso!—gritó el sargento apuntándole con su revólver.
—Me entrego—respondió el forastero—y luego, dirigiéndose a sus camaradas:
—No vayan a creer que soy ningún b andido...
Un hombre me ofendió; lo pelié y lo maté... Nada más... Tome mis armas sargento y cuando quiera puede arriarme...
El policía, dominado por la serenidad del criminal, exclamó:
—¡No hay tanta priesa, amigo!... ¡No es puñalada e'pícaro!... Yo sé que usté era hombre güeno...
—Y que dejé de serlo cuando se me atravesó un pícaro... completó sonriendo el gaucho, quien luego, acercándose de nuevo a Pedro y poniéndole la mano en el hombro, le dijo solemnemente:
—Mi mujer me engañó. La maté y maté a su amante... ¡Ya ve, compadre, qu'esa jugada no tiene desquite!...
El canto de la Calandria
El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los más lindos y alegres parajes de las riberas del Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pendiente hasta el arenal del paso, un lecho de arenas finísimas, en medio de las cuales brillaban, a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas. Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos cortinados de púrpura acompañando el arenal hasta la orilla del agua.
Era de los parajes más lindos y más alegres, naturalmente; y lo fué muchísimo más cuando Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el prolijo ranchito edificado en la loma, a media cuadra del arroyo.
Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cuyos cantos hacían competencia, desde el alba hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jilgueros, a los cardenales y a los sabiás, los filarmónicos vecinos de enfrente.
Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carácter. A los tres años de casados seguían queriéndose con la intensidad del primer día. En aquel ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no había penetrado nunca.
Juan y Feliciana, los «cachorros», como los llamaban en el pago, eran la admiración de todos y la envidia de muchos.
Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.
Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.
Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.
—¿Anda por poner un güevo mi calandria?—dijo cogiéndola cariñosamente por la cintura.
—Sí;—respondió ella riendo.—Pero ya sabes que no me gusta que me vean en el nido. Andá sestiar.
—No puedo... Sin vos la cama es fiera y grande como el campo en una noche oscura... ¡Mostrá!...
—¡No muestro nada!—replicó ella, tapando con el delantal la masa y el picadillo que estaba sobre la mesa.
—Ándate te digo. Andá hacerle sala a Petrona.
Petrona era una prima de Feliciana y hacía varios días que estaba de visita en la casa. Era la amiga más íntima, la compañera, la hermana casi de Feliciana.
Trayendo en la mano la fuente de latón tapada con una servilleta
floreada, la chinita, con el rostro inundado de alegría, fué al rancho y
penetró en puntillas al primer cuarto, el comedor, esperando sorprender
a su marido. Pero como allí no había nadie, pasó al segundo que estaba
semi oscuro y exclamó gozosa:
—¡Adivina lo que...
Y no pudo decir más. Sentados al borde del lecho, estrechamente abrazados y besándose con rabia, estaban Juan y Petrona.
Feliciana dejó caer la fuente; los pasteles rodaron por el suelo.
—¡Cochinos, cochinos!—exclamó al cabo de un rato; y salió apresuradamente.
Su marido quiso seguirla, disculparse, pero ella siguió refugiándose en el monte.
Al día siguiente ella volvió a ocuparse de sus tareas; ni un reproche, ni una palabra. Él intentó hablarla, pedirle perdón, pero ella no quiso oírle.
Transcurrió una semana. La vida había cambiado por completo en el puesto de los Ceibos. El silencio reinaba ahora allí. La risa y los cantos de Feliciana no volvieron a oirse. Su rostro no expresaba enojo: estaba impasible. Cuando Juan llegaba del campo y la abrazaba y la besaba tratando de enardecerla, de devolverle la sana alegría de antes, ella lo dejaba hacer, sin una palabra, sin un gesto.
—¿Pero viejita, siempre vas a estar enojada asina?
—Yo no estoy enojada.
—Usted sabe, mi prenda, que una resfalada no es caída... ¡Perdone!
—No tengo nada que perdonar... Dejame hacer la comida;—respondía ella en una voz blanca, sin timbre, enervadora.
Y así fué transcurriendo el tiempo y la situación continuaba idéntica. La alegre casita de antes se había convertido en un sepulcro habitado por dos seres mudos.
Los ruegos, los llantos, lo mismo que los enojos y las amenazas de Juan, no conseguían modificar la actitud de su mujer. Humilde, dócil, complaciente, hacía cuanto él pedía, cuanto él deseaba; pero la risa, el canto, la alegría continuaban ausentes.
El sufrimiento del mozo fué creciendo aceleradamente. No podía conformarse a aquella existencia fúnebre. El recuerdo de la voz armoniosa de su mujer le perseguía, le obsesionaba.
Al cabo de un mes sus facultades mentales empezaron a desequilibrarse. Abandonó casi por completo su trabajo. Pasaba casi todo el día paseándose por el monte, con la escopeta al hombro, observando los árboles y pronunciando frases incoherentes.
—Se me ha vulao mi calandria... Se jué a cantar a otro nido...
Feliciana había llegado a ser para él una persona desconocida. Muchas veces solía preguntarle:
—¿Usted no ha visto a mi calandria? ¿No ha venido por acá mientras yo andaba en el campo?...
Ella se encogía de hombros, fría, impasible, terrible en su venganza que no cejaba ante la miseria de su esposo.
Una tarde ella había ido al río a lavar la ropa. Atardecía. De pronto, sin darse cuenta, Feliciana empezó a cantar una coplas, en voz baja primero, a toda voz después.
Juan, que también vagaba por el bosque, se detuvo asombrado al escuchar el canto. Cautelosamente fué acercándose al sitio de donde brotaban las notas armoniosas.
—¡Mi calandria!—exclamó con infinita satisfacción—¡Mi calandria adorada!
Al desembocar en el abra, crujió una rama; la criolla sorprendida volvió la cabeza y al ver a su marido, dio un grito y sin saber lo que hacía echó a correr.
Él la siguió gritando:
—¡No te vayas!... ¡No te vayas!... ¡No dejo ir más a mi calandria cantora!...
De pronto se enredó en unas ramas y cayó. Ella ganó terreno, iba a desaparecer. Entonces el mozo, en el colmo de la desesperación, tomó la escopeta, apuntó, hizo fuego:
—¡Aunque sea muerta quiero conservar a mi calandria! La pobre calandria, herida en mitad de la espalda, se desplomó ensangrentada y sin proferir un grito.
Yo siempre fuí así
El invierno siempre es feo, porque siempre es malo. Pero cuando su maldad no se manifiesta franca y violentamente, con lluvias, con vientos, con truenos y rayos; cuando le da por hacerse el manso y el bueno, es cuando resulta más feo; cuando se presenta apacible, cuando tiene una sonrisa de sol que no calienta, cuando está preparando la escarcha para el amanecer siguiente!...
En un día así, Baldomera estaba encerrada en su habitación, trabajando, sin entusiasmos, en su ajuar de novia.
Llevaba cerca de tres meses en la obra, que adelantaba con suma lentitud, pues sólo podía consagrarle los ratos perdidos, y éstos eran pocos. Casi toda la labor de la casa pesaba sobre ella. Misia Rosaura, su tía y madrina, estaba ya muy viejita y sin fuerzas; su prima Delfína era una pobre enferma, incapaz de servirse a sí misma y la negra tía María, negra ya de motas blancas, chocheaba casi.
Ella tenía, pues, que hacerlo todo y lo hacía sin protestas, aun que sin entusiasmo también.
Pero lo último era debido a su temperamento, que en una ocasión, hizo decir a su primo Camilo:
—Esta muchacha debe haber nacido un viernes trece, en el mes de Julio, durante una noche de helada!...
—Dejala, pobrecita,—había respondido don Timoteo;—ella es asina, pero es muy güena.
—Muy güena, no hay duda; pero lisa y fría como la escarcha.
Y si alguien se lo reprochaba, ella respondía invariablemente, con su voz pálida, impersonal:
—¡Yo siempre fui así!...
Y efectivamente, siempre fué así, desde chiquita.
Cuando hacían caso omiso de ella en los juegos o cuando le arrebataban un juguete suyo, nunca tenía una protesta. No lloraba, siquiera: desde un rincón, inclinada la cabecita, mordiendo la punta del delantal, se quedaba quietita mirando jugar a los demás.
Después, ya moza, concurría a los paseos y a los bailes con la misma indiferente tranquilidad.
Siempre fué así.
Era hermosa; pero sus cabellos, muy negros, no tenían brillo; su frente, alta era demasiado lisa; la nariz, era demasiado regular; las mejillas demasiado pálidas; la boca, perfectamente dibujada y con dientes espléndidos, parecía tétrica, a falta de la sonrisa y de la frase vivaz; por último, sus ojos, grandes, obscuros, rasgados, sufrían idéntica carencia de expresión, de vida pasional. Era una linda muñeca, pero nada más; Nunca fué huraña, pero nunca tampoco supo expresar un entusiasmo. Las frases galantes no la emocionaban, ni la enrojecían las zafadurías. Su conversación no era tonta, pero no tenía signos, ni acentos, ni color.
Sabía bailar bien, pero nadie gustaba sacarla de compañera, porque su danzar era como su conversación: su cuerpo seguía armónicamente el ritmo de la música, pero su alma permanecía ausente.
De ese modo y por esa causa, había llegado a los veinticinco años sin una sola intriga amorosa, sin el más leve noviazgo, hasta el día en que su primo Camilo tuvo la ocurrencia, nadie se explicaba por qué, de hacerle la corte.
Una noche, en una fiesta, él la había sacado a bailar una danza, y de sopetón le había preguntado:
—¿Querés casarte conmigo? A ella, ni le extrañó ni le emocionó el ex abrupto.
—Bueno,—respondió con la misma calma con que habría respondido: «Bueno», si Camilo le hubiera preguntado: «¿Querés ebarme un mate?»
Fueron novios. Durante el noviazgo, que duró dos años, él siguió su vida alegre, parrandeando, chacoteando, enamorando, sin arrancarle a Baldomera la menor observación.
Fijaron plazo para el casamiento y ella se puso a confeccionar su ajuar con una impasibilidad, con una indiferencia igual a la empleada en remendar un trapo de cocina...
Y ocurrió que, tres meses antes del día fijado para la boda, fueron los Martínez a pasar una semana en la estancia de don Timoteo. Julia Martínez era una chinita vivaracha que no tardó en encender el inflamable corazón de Camilo.
Baldomera se dio bien pronto cuenta de lo que pasaba y fué la primera en solucionar el conflicto.
—¿Por qué no te casas más mejor con Julia?—le dijo.
—¿Por qué decís eso?—exclamó él asombrado.
—Porque me parece que te vendrá mejor.
Él sintió piedad y rabia ante aquello que era el colmo de la magnanimidad o el colmo de la frigidez.
—¿Y vos?
—Pa mí es lo mismo... Yo siempre fui así...
El compromiso de deshizo, tranquila, pacíficamente.
En esa tarde de invierno frío y feo, cuando trabajaba en terminar el ajuar de novia, su madrina entró en su habitación y quedó asombrada al verla en tal tarea.
—Es pa Julia,—respondió Baldomera;—como yo ya no lo preciso, se lo vendí y lo estoy terminando.
Candelario
Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:
—Vamo a galopiar.
—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...
Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:
—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...
Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.
Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.
Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.
Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...
Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».
La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.
Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.
Pagaba con gusto diez pesos en convidadas y le dolía una temeridad que le ganasen diez centavos. Su deseo era ganar el partido, no ganar la apuesta.
Cuando tomó de peón a Candelario encontrábase enormemente triste, debido a que el pulpero don Manuel, y su compañero el juez de paz, Madariaga, le habían estado ganando, domingo a domingo, durante tres meses seguidos.
Candelario era un gauchito de veintiséis años, buen mozo, apuesto, muy simpático, pero haragán en grado máximo. En cambio, jugaba admirablemente al truco y «pasteliaba» con extraordinaria habilidad.
Un domingo don Valentín fué con él a la pulpería, y como faltase una «pierna», lo tomó de compañero, y no perdieron una sola partida. Al domingo siguiente se repitió la misma suerte.
Candelario no sólo hacía matufias, sino que le había enseñado algunas a don Valentín. Y éste, hombre honesto a carta cabal, experimentaba la más intensa de las satisfacciones, cuando conseguía «sacar del medio» la «espadilla» y el «bastillo», o en convite de treinta y tres, para ganar en mala ley, unos cuantos centavos a sus íntimos amigos.
Estos lo advertían, pero lo tomaban a broma.
—¡Ya sacó del medio, don Valentín!
Y él, riendo satisfecho, responde:
—¡Qué v'a sacar, amigo!... ¡Ya tengo los dedos macetas pa ese juego!...
Cada vez que, dando él las cartas, le tocaba, por azar, buen juego, empeñábase infantilmente, en hacer creer, por medio de risueñas insinuaciones, que había hecho trampa.
El resultado fué que se acariñara cada vez más con el gauchito, quien había encontrado el medio de llevar una vida regulada, satisfaciendo su ingénita pereza.
* * *
Esa tarde el estanciero regresaba contentísimo, porque había
ganado dos «contraflor», y tres «vale cuatro». Además, como había bebido
algo más que lo de costumbre, olvidó toda prudencia, apurando el galope
por aquel paraje peligroso.
Y ocurrió lo que el peón temía: de pronto el caballo metió la mano en un agujero y rodó, lanzando al suelo el pesado cuerpo de don Valentín.
El animal se levantó con pena, tastabilló, e iba a caer de nuevo, volcándose sobre el jinete que permanecía tirado en el suelo. Candelario vio el peligro y rápidamente atravesó su caballo, lo espoloneó y chocando con el otro pudo hacerlo caer para el lado opuesto. El patrón estaba salvado, pero él rodó con tan mala suerte, que se fracturó un brazo...
* * *
Conducido a las casas, Candelario fué llevado, por orden del
patrón, a la pieza inmediata a la suya y le asistió con cariño paternal.
Una fuerte fiebre hizo temer por la vida del mozo, y don Valentín estaba desesperado. Cuando iba al galpón, expresaba su pena:
—¡Un muchacho tan güeno!... Hay que campiar mucho p'hallar uno igual!...
Al escucharlo, los peones sonreían irónicamente. Los peones, todos, odiaban a Candelario, el favorito, el haragán. Sonreían, tan sólo, y el bueno del estanciero era incapaz de adivinar lo que había de malo y de sarcástico en aquellas sonrisas.
Durante diez noches permaneció en el cuarto del enfermo, velándolo.
Después, como éste empezó a mejorar y él se sentía transido, se fué a dormir, encomendando a su esposa el cuidado del enfermo querido.
—Mira, china,—le dijo,—nosotros no tenemos hijos; y si hemos de dejar la fortuna al fisco y a mis sobrinos, que son unos perdularios más inútiles que buey corneta, más inservibles qu'el saúco, vale más que la dejemos a ese muchacho... ¿Qué te parece, vieja?
—Lo que vos hagas está bien hecho,—respondió ella,—una morocha de treinta años, robusta, garrida, incitante...
Él la besó en la frente, con reconocimiento, y le dijo conmovido:
—Me alegro que pensés asina, porque... no quería decírtelo... como ninguno tenemos la vida comprada, hice testamento... Le dejo a él una tercera parte de mis bienes... ¿te parece mal?
—Me parece muy bien...
* * *
Completamente transido, rellenados con caña los huecos abiertos
por las vigilias, blandos los músculos y duros los ojos, don Valentín se
fué a acostar esa noche. Se estiró en la cama, se desparramó, se
encontró a gusto y no tardó en dormirse con el profundo y sosegado sueño
de una -tararira en tarde caliginosa.
* * *
Candelario dormía también. Dormía en esa adorable placidez de las convalecencias.
Junto a la cabecera de la cama, en una silla de baqueta, habíase quedado dormida la patrona.
Despertó Candelario. Sus ojos de resucitado, de escapado a la muerte, ávidos de luz, decididos a encontrarlo todo bueno y bello en la vida, se fijaron cariñosamente en la criolla dormida.
Estaba hermosa con la palidez trigueña de su frente abovedada y de sus mejillas tersas y de su nariz roma y de sus labios carnosos, hechos para reventar en sangre a la presión del beso.
Durante largo rato, él estuvo observándola complacido. Luego le tomó una mano que empezó a acariciar suavemente. Ella despertó entonces y lo miró con ternura, diciendo, sin retirar la mano:
—Estése quieto... Duerma.
—¡Cuando está el sol adelante, no se puede dormir!—respondió él con zalamería.
Y en seguida, incorporándose, le pasó el brazo por la nuca y atrajo hacia sí la cabeza de la morocha, intentando besarla en los labios. Ella resistió levemente:
—¡No, no!... dejemé, sosieguesé...
—¿Por qué?—insistió el mozo.—¿Qué hace un beso?... ¡Es un relámpago, no más!...
—Sí,—balbuceó ella;—un relámpago, pero los relámpagos son pichones de rayo!...
Sonó un beso..
En tanto, en la habitación vecina, don Valentín roncaba en apacible sueño, feliz con la idea de que, a su muerte, su cuantioso patrimonio se repartiera entre la única mujer que había amado y el único amigo que quería.
En la vida, ante todo, hay que ser justo.
Cómo se hace un caudillo
Rajaba el sol.
Una pereza enorme invadía la comarca. Las florecitas, que al beso del rocío habían levantado alegremente las cabecitas multicolores, reposaban sobre el suelo, marchitas y tristes, sin brillo en las corolas, sin fuerza en los tallos.
Los pastos, amarillos, secos, daban la impresión de una fauces atormentadas por la sed.
Las haciendas, aplastadas por la canícula, permanecían quietas, incapaces de ningún esfuerzo, ni aun para pacer.
En el cielo, caldeado como un horno, no volaba un sólo pájaro.
En los lagunejos de las cañadas, las tarariras dormían flotando a flor de agua, sin hacer caso de las mojarritas, que semejando esquilas de plata, les saltaban por encima.
El techo de paja del gran edificio de la pulpería, parecía pronto a arder; parecía que estaba ardiendo ya, pues estaba ardiendo ya, pues brotaba de él un tenue vapor azul.
A su alrededor, los coposos eucaliptus dejaban pender, mustias, lánguidas, las ramas flageladas por el sol. Y entre las ramas, en el interior de los nidos enormes, se sofocaban, abierto el pico y esponjadas las plumas, los caranchos y las cotorras.
Eran más de las cuatro de la tarde, pero la temperatura se mantenía hirviente como a medio día. Una pereza colosal invadía el campo, y a esa hora, Regino era uno de los poquísimos hombres que trabajaban.
Con la cabeza cubierta por un gran chambergo sin forma, en mangas de camisa, unas bombachas de dril y los pies calzados con «tamangos», Regino iba siguiendo perezosamente el surco que, con no menor pereza, iban abriendo los dos bueyes barcinos, que atormentados por las moscas y los tábanos, avanzaban somnolientos, babeando, el hocico casi rozando el suelo.
Al concluir una melga, Regino se detuvo. Los bueyes agacharon aún más las cabezas en una actitud de suprema resignación.
El mozo clavó en la tierra la picana y, sin soltar la mancera del arado, inclinó también la cabeza. Era un muchacho alto y fornido, de cara enjuta, aguileña nariz, y ojos pequeños, boca sensual cuyos labios carnosos no llegaban a cubrir los pelos largos y rígidos de su bigote de un rubio casi rojo.
En el transcurso de varios minutos, Regino permaneció así. Después, levantando la picana, hirió con crueldad, con ferocidad, a los bueyes, que arrancaron al trote, doloridos, tastarillando sobre los terrones endurecidos, hechos piedra por a fragua solar.
A los pocos pasos las bestias volvieron al ritmo lento y perezoso de su tranco habitual. Y el arador los dejó andar, andando él mismo a idéntico compás indolente.
Pero cuando hubo recorrido todo el trayecto y cerrado la melga, volvió a detenerse y una expresión feroz se pintó en su rostro extraño; que tenía el hocico fino y alargado del zorro y los pómulos anchos, prominentes del tigre: una cara enteramente felina, pero de extraño consorcio de ferocidad y de astucia.
Las ralas cerdas del bigote se erizaban y se doraban, perladas de sudor bajo la ardencia solar. Los labios se contraían en una mueca amargamente amenazante; los ojos tenían el amarillo pálido de las pupilas de los gatos que runrunean asoleándose.
En aquel muchacho de poco más de veinte años, había, sin duda, mucho de malo, y por lo mismo, mucho de fuerte. No había nacido para penar sin tregua en oficio de buey. En su frente alta y estrecha no hacían nido las ideas, pero se albergaba una voluntad potente dispuesta a vencer a todo trance, de cualquier modo, por cualquier medio.
Aspiraciones indefinidas borbollaban en su cerebro, cuando fué sorprendido por su patrón, don Pipo, un genovés alto, gordo, ventripotente y de rabicunda faz.
Al verlo, levantó la cabeza y lo miró sonriendo con una expresión de extrema humildad, transformada instantáneamente la sombría expresión de odio y de soberbia.
—¡Siempre haraganeando!—dijo con tono manso el patrón.
A lo cual respondió Regino con acento meloso y bajando la vista:
—No, patrón; era para darle un resuello a los bueyes... ¡El sol aprieta tanto, y la tierra está tan dura!...
Su voz era cálida, ligeramente ceceosa, y aún cuando no sabía leer ni escribir, tenía tal empeño en hablar bien, que caía en el ridículo del preciosismo.
—E bueno... ya sun cerca e la cincu... Largá no más lo bueyes y andá tumar mate...
—Hay tiempo,—contestó el mozo,—voy a cerrar esta melga y después desuño...
—Cume te paresca, mico...
Y don Pipo se alejó, andando lentamente, resoplando, y al llegar al salón de la pulpería, le dijo a su mujer, mientras encendía el medio toscano:
—Mochacho bueno iste Requino... trabacador y educadito... buen muchacho, Requino...
Sandalia, una criolla obesa, desaseada, de rostro agradable y fresco aún, no obstante sus cincuenta años, se encogió de hombros desdeñosamente.
Siempre ella lo había tratado con desdén, casi con rabia. Y él siempre fué con ella sumiso, respectuoso, afectuoso.
La humildad fué siempre su característica. Lo era con sus superiores y con sus iguales, los peones del establecimiento; pero no con sus inferiores y subordinados: los perros, los caballos, los bueyes...
Ocurrió, sin embargo, que un día don Pipo cayó fulminado por la apoplegía; y un año despues, Regino, casado con la viuda, era dueño absoluto del negocio y de un vasto dominio rural.
Entonces empezó a levantar la cabeza, a mirar de frente, por primera vez, y a mirar con orgullo, con la insolencia del esclavo redimido y enriquecido.
Era rico; pero no le bastaba. Sentía ansias de dominio. El servilismo de muchos años le subía a la garganta, causándole náuseas.
Se hizo político. Empezó por ir despidiendo, uno tras otro, a todos sus antiguos compañeros de miseria, a los que tenían el derecho de seguir llamándole:
—«Che; Regino»...
Ahora era y tenía que ser para todos, «Don Regino».
Realizó reuniones, pagando de su bolsillo las vacas con cuero, el pan y el vino; auxilió con sumas más o menos crecidas a los caudillejos de mayor o menor importancia; presidió clubs, adquirió prestigio...
Un día en que doña Sandalia le reconvino por esos gastos, le dió un bofetón, diciéndole:
—¡Qué tenés que meterte entre el novillo y el lazo, vieja de!...
Y en las aspiraciones de regeneración institucional que animaba al país, sobre todo a los vagos analfabetos, su prestigio fué creciendo rápidamente.
Una vez, el comisario de la sección, fué a verle.
—Sabe, don Regino—empezó;—tengo un apuro del momento... Necesitaría doscientos pesos... por poco tiempo... y si usted pudiese...
Relampagueáronle de gozo los ojos felinos al gauchito. Pero bajó la cabeza y, tras pausa estudiada, respondió:
—Yo lo serviría con mucho gusto... pero doscientos pesos... en esta época... Y más ahora, que voy a tener que ayudar a la familia del pobre capitán Carreras...
El «capitán» Carreras, era un vago, preso por abigeato, pero persona influyente dentro los opositores al gobierno: era hombre de reunir, entre vagos, cuatreros, rateros y gentes de igual calaña, más de doscientas lanzas.
—Eso se podría arreglar,—respondió el comisario.—La culpabilidad de Carreras no está bien probada... Es cierto que se le encontró en el rancho una oveja recién carneada y un cuero; con la señal de doña Menegilda... pero... también puede, ser maldá ¿no encuentra?
—¡Claro que encuentro!... ¡Robar una oveja el «capitán» Carreras!...
—Es lo que yo digo... Y me dan ganas de ponerlo en libertá...
Carreras fué puesto en libertad, el comisario tuvo los doscientos pesos y el prestigio de «don Regino» creció enormemente. Una palabra suya bastaba para salvar a un «compañero» encarcelado por alguna debilidad propia de los hombres.... de esa clase.
Pero no bastaba, don Regino se hizo amigo del juez de paz, tipo alegre, jugador, bebedor, mujeriego, y empezó a fiarle, a fiarle... Y ocurrió que a poco, para abrir o cerrar un camino seccional, para cambiar una portera, para establecer una servidumbre, se necesitaba el consentimiento de don Regino.
En dos años la influencia política de don Regino había crecido extraordinariamente.
En la segunda reunión, un asado con cuero, le habían hecho «capitán». A los dos años era «comandante»; y cuando, al estallar la revolución reivindicadora se presentó al frente de más de quinientos «ciudadanos», le hicieron «coronel».
Después de la guerra volvió a su pago coronado de laureles. Los diputados los hace él. Las autoridades locales están supeditadas por él. Y su fortuna crece, crece, porque es hombre práctico que no pierde el tiempo en idealismos tontos.
Por eso no se ha preocupado de aprender a leer y escribir.
El baile de ña Casiana
Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la frontera brasileña, en el foñdo de un vallecito rodeado de sierras poco elevadas, pero sucias y escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa.
Doscientas cuadras de campo ruin, mal cercadas por un alambrado de tres hilos, en muchas partes cortado, flojo y con postes quebrados ó caídos, en la casi totalidad de su extensión.
Trescientas ovejas criollas, comidas por la sarna; dos yuntas de bueyes; media docena de lecheras escuálidas, cinco matungos lanudos, y un enjambre de perros, constituían la hacienda de la «Estancia».
Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huérfanos de árboles, de jardín y de huerta, rodeados de ortigas, abrojos, cepa caballo, baldeana, cicuta y malvaviscos, eran «las casas».
Los vecinos decían: la «chacra» del portugués.
Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa, que, efectivamente, era portugués, decía: «Minha Estancia!»
Elviro era un viejo grandote, gordo, enormemente haragán, superlativamente sucio. Su larga melena y sus copiosas barbas, sabían del peine lo que saben del hacha las selvas amazónicas.
Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, gorda y panzona, activa, siempre en movimiento, pero más rezongona que negra vieja y más zafada que pilluelo de arrabal.
Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y culebras, insultando al haraganote de su marido, quien, con tal de no hacer nada, soportaba los insultos con soberana indiferencia. Con eso, y con tener caña y tabaco, era feliz.
El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había baile todos los años, y en aquel año ella esperaba una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro gallinas, asado dos lechones, hecho cinco docenas de pasteles y un fuentón de arroz con leche.
Desde temprano empezó á preparar la sala. Elviro, á la fuerza, la ayudaba. Con gran fatiga, fué colocando los escaños contra los muros, después dijo:
—Y’ast'a!... Ainda un bocadinho mais y tudo fica arranyado!... ¡uff!... ¡Vida arrastrada!... ¡Mesmo para divertirse carece travalhar!... ¡Uff!...
Ña Casiana interrogó sin mirarlo:
—¿Ande pusiste el escaño chico?...
—La, na esquina.
—¡Hombre túpido!... ¡Si no tiene geito pa nada!... ¡No sirve ni pa espantar moscas, y ande mete la pata salta el barro á la fija!.. ¿Te parece lindo asina?
—Mulher, eu creiba...
—¡Salí, salí! ¡No te da el naipe pa nada!...
La china cogió el banco, lo dió vuelta, dejándolo en el mismo sitio, y exclamó con aire de suficiencia:
—¡D’esta laya!
—E o mesmo que eu fise...—aventuró el portugués; y ella encolerizada;
—¿Lo mesmo, no?... ¡Es claro!... ¿Como pa vos tanto da caracú que aceite’e pelo!...
—¡Ta bon... ta bon!...—murmuró él resignadamente..
—¡Salí de acá!... ¡salí de acá!... ¡Más mejor será que no hagas nada!...
—¡Eso e o que eu gusto!...
—¡Parece mentira!... Aurita no más van á comenzar á cáir los envitaos y no hay ningún preparo hecho!... Se mi hace que no van á alcanzar los asientos, por que carculo que va venir gente como mundo...
—¡Con certeza!...
—Pueda que venga hasta el comesario...
—¡Não tein dubida!...
—Y las muchachas del mayordomo Peralta.
—¡Pois eh!...
Ña Casiana había sostenido este diálogo ocupada en sus arreglos, dando la espalda á su marido. De pronto volvióse:
—¿Pero qu’estás haciendo, haragán?
—Estou descansando.
—¡Picando tabaco sobre el escaño ricién lavao!... ¡Si serás cochino!... ¡Animal desasiao!...¡Con vos, con el gato barcino y con la perra tuerta nanea se puede tener limpia la casa!...
Él quiso protestar:
—¡Ora isto, senhora, ora isto!
Ella, amenazándole con la escoba, ordenó furiosa:
—¡Mandate mudar de aquí, portugués caspudo!
—¡Sosiega, mulher, sosiega!...
Y se apresuró á salir, sin más protestas...
Pasaban las horas y no llegaban más invitados que cuatro negras y media docena de gurises atraídos por la perspectiva de la comilona.
Comenzó á declinar la tarde; llegó la noche: nadie.
Ña Casiana estaba hecha un basilisco. ¡Semejante desaire á ella!...
—¡Eiviro!... Elviro!...—comenzó á gritar.
A las cansadas apareció el portugués, bostezando y restregándose los ojos.
—¿Qué e o que pasa, mulher?...
—¿Qué pasa?... ¿No ves lo qué pasa?... ¡Qué no ha caído ningún invitao!...
—¡Melhor!... ¡Mais leite para o ternero!... ¡Mais caña para mí!...
—¿Con que mejor, no?... ¡Hacerme á mí ese desaire, toda esa punta de arrastraos y arrastradas!... ¡Hacerme ese poco caso á mí!...
Y luego, dejándose caer sobre un banco, y llevándose las manos á los ojos llenos de lágrimas, exclamó con infinita angustia:
—¡Ensuciarme el santo asina!...
Bocoy de caña
Santos La Luz fué una equivocación de la naturaleza. Poseía cualidades sobresalientes, pero sin aplicación posible en el medio hostil donde nació y del cual no podía evadirse.
Carecía de músculos para poder traducir en hechos lo que su inteligencia concebía. No erraba nunca un tiro de lazo, pero, sin fuerzas para sujetar al bruto, la res se iba siempre, con lazo y todo.
Le sobraba coraje; pero su valor sólo le servía para hacerse golpear,—lastimar a veces,—por los otros, que eran más fuertes.
Tenía un cuerpo pequeño, de gracilidad femenina. Su rostro era bello, delicado, denunciando inteligencia en la frente amplia, con los ojos llameantes y en los labios de expresiva movilidad.
Una flor, un pájaro.
Como leía cuanto papel impreso caía en sus manos, sabía mucho; y como sus ocupaciones eran pocas, dedicaba largas horas al cultivo de las facultades intelectuales, perfectamente inútiles en el agreste escenario donde le tocó actuar.
Poeta y músico y cantor, componía tiernas endechas, las musicaba y las cantaba en la guitarra con arte y con pasión.
Los gauchos, cuando no tenían nada que hacer, cuando los temporales les obligaban a permanecer ociosos «verdeando» en el galpón, lo obligaban a cantar. No le obligaban: él accedía, gustoso de demostrar su superioridad en algo.
Cantaba con el alma, diciendo cosas muy lindas en frases muy torpes; y cuando esperaba tener subyugado por la emoción al auditorio, alguno exclamaba en voz alta:
—¡Le digo qu'el malacara 'e Robustiano no le hace ni la cola al overo de Umpierrey!
—¿En trescientas varas?
—Ni en veinte.
Y otro del grupo:
—Che, Feliciano, a ver si me devolvés el sobeo que te presté l'otro día!...
Nadie le hacía más caso que el caso que allí se hacía a los pájaros y a las flores. Y él sufría.
Nadie lo tomaba en serio y consideraban pagarle en exceso, ofreciéndole caña a discreción, y Santos La Luz bebía, bebía para conseguir la inconsciencia, por obtener el largo sueño en el cual su imaginación fabricaba castillos.
Bebía sin medida.
«Bocoy de caña», lo apellidó, un guaso, y ese nombre le quedó.
El alcohol hacía nacer diariamente en su alma, espléndidas florescencias, que se marchitaban y morían de inmediato.
Y él mismo se consumía rápidamente, enflaqueciendo, empalideciendo, achicharrándose con los efectos del tóxico fatal.
Cuanto más bebía, más ansias sentía de beber, sin saciarse nunca. ¿Y qué iba a hacer?...
Llegó al extremo del descenso físico y moral. Andaba sucio, haraposo, mendigaba miserablemente, soportaba impasible las sátiras y los insultos groseros.
Estaba ya muy cerca del final inevitable, cuando el nuevo comisario del pago, enamorado de su excelente caligrafía, le dio el puesto de escribiente, previa advertencia de que:
—La primera vez que te mames, te caliento el lomo á rebencazos, te meto en el cepo de cabeza por tres días y te largo de aquí a patadas!...
Santos no volvió a «mamarse», no volvió a beber, siquiera. Una rápida transformación se operó en él. Con la platita de su sueldo se vistió bien, se cuidó, compró apero elegante y, sintiendo vibrar una olvidada cuerda de su alma, comenzó a galantear a las mozas del pago, concluyendo por enamorarse de Josefina, la más linda y la más coqueta de las criollas comarcanas.
Ella correspondió a sus requiebros, porque en ese momento su alma de gata pérfida no tenía un ratón con qué jugar.
—Todas las flores que dé el ceibo de mi cariño serán pa vos!—expresaba Santos.
—Y todos los besos de mis labios serán tuyos,—respondía la coqueta.
—Yo m'esconderé en el nido de las calandrias p'aprender los cantos más lindos y cantártelos a vos...
—Y yo esconderé mi amor en la caja de tu guitarra pa que tenga sonidos más dulces...
Idilio de un mes.
Una tarde en que Santos llegó a los ranchos de la morocha para cantarle unas décimas rebosante de pasión, los padres de la morocha le comunicaron entre sollozos que en la noche anterior, ésta había volado en compañía de un bandolero del pago, mulato, picado de viruelas, tuerto, mellado y rengo...
En vez de regresar a la oficina, Santos La Luz enderezó a la pulpería y al siguiente amanecer, no fué Santos La Luz, sino «Bocoy de caña» quien se presentó al comisario.
Este cumplió su promesa. Lo azotó brutalmente, lo puso en el cepo y lo arrojó después a patadas...
«Bocoy de caña», detenido un momento en el descenso de su vida, rodó de nuevo, cuesta abajo, vertiginosamente.
Dos meses más tarde, en una noche de bochornosa borrachera, erró el paso del río y se tiró en una laguna donde pereció ahogado.
Su cadáver, sujeto por las sarandíes del fondo no salió nunca a flote. Las tarariras y las mojarras comieron su cuerpo, como los hombres y las mujeres, tarariras y mojarras humanas, habían comido su espíritu.
En nombre de Marta
Caraciolo Villareal era un verdadero misterio que traía intrigado al pago.
¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, que nunca abandonaba a Caraciolo?...
Los que lo conocieron, diez años atrás, recordaban que era uno de los mozos más alegres del pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy generoso, tenía tantos amigos como personas habitaban la comarca.
Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de concurrir a los bailes, a las yerras, a las carreras, a las pulperías, y aún dentro de su misma casa mostrábase inaccesible a las visitas.
De madrugada, daba sus órdenes al capataz, montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por el campo, no regresando, frecuentemente, hasta el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba en su habitación.
Tras la muerte del padre, había quedado completamente solo en el inmenso caserón de la estancia.
Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz más áspera, mayor su deseo de aislamiento.
¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Riquísimo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, fornido, con una hermosa estampa de criollo, de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios personales por su valentía, su destreza campera y su bondad, ¿qué mal le atormentaba a sí?... ¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuerte, lleno de energías.
¿Mal de amores?... Era la suposición general, pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa.
Y era así, sin embargo.
Lindando con la Estancia de su padre estaba la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas familias mantenían una amistad tradicional.
Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la madre de Marta, murieron con intervalo de pocos meses, cuando él tenía quince años y ella no había cumplido los diez. Criados juntos, un cariño infantil los unía.
Andando el tiempo, la amistad floreció en amor, un amor discreto que pasó inadvertido para todos, hasta para el coronel, al cual no podían extrañarle las asiduidades del mozo, considerado como de la familia.
Además, esos amores duraron muy poco tiempo.
Antes de los tres meses de iniciados, don Egidio murió a consecuencia de una rodada.
Marta quedó sola en la Estancia. Sola con una tía anciana y achacosa, con el viejo capataz, don Telmo, y unos cuantos peones, viejos también, antiguos soldados del coronel.
Después de la muerte de éste, Caraciolo pasaba la mayor parte del tiempo en casa de su novia y estaba combinando el matrimonio, cuando pasó algo extraordinario: una tarde, al llegar a la Estancia del coronel, le dijeron que Marta estaba enferma y no podía recibirlo. Al día siguiente lo mismo; y así durante tres semanas.
—¿Pero qué tiene?—preguntaba el mozo angustiado.
Y la respuesta era siempre la misma:
—No sé.
Súplicas, amenazas: todo en vano. Nadie sabía o nadie quería decir nada.
Sin embargo, un día Caraciolo logró sorprender a Marta en el fondo del parque de eucaliptus.
Ella intentó huir. Él la detuvo.
—¿Por qué me huyes, Marta?... ¿No me querés ya?... ¿Qué ha pasado?... ¡Decilo!... Si no me querés, si querés a otro, decilo, yo me iré, no te mortificaré, en ninguna forma... ¡Hablá!...
Ella, extraordinariamente pálida, llevando en el rostro las huellas de un sufrimiento horrible, respondió sollozando:
—No quiero a nadie... tampoco puedo quererte a tí... Dejame, por favor!...
—¿No me querés ya?
Marta titubeó un momento y luego exclamó:
—¡No!... ¡No te quiero! Él le soltó la mano y ella echó a correr hacia las casas.
Caraciolo volvió a su Estancia medio enloquecido.
Desde entonces todos sus esfuerzos para obtener una entrevista con Marta fueron infructuosos. Ella vivía como enclaustrada en el viejo caserón paterno y él comenzó a consumirse de pena.
Y se fueron pasando, horriblemente amargos, los años, hasta que una noche, mientras cenaba solo y taciturno en el gran comedor vacío, entró Anselmo, su peón de confianza, un mulato criado en la Estancia con todo género de mimos y preferencias, y le alcanzó una carta, diciendo:
—Un peón de la Estancia del finao coronel trujo esto... y dijo que la niña Marta había muerto.
—¡Muerta!—gritó el mozo dando un brinco...
Febrilmente rompió el sobre y leyó:
«Mi queridito: Esta carta te será entregada el mismo día que yo
me haya muerto. ¡Y ojalá fuese ahora mismo!... Y te la escribo para
decirte que siempre, siempre te he querido y que si te despedí fué que
no podía ser tuya; no podía ser tuya a causa... a causa... de que un
infame, tu peón Anselmo me sorprendió un día en la huerta y...
¡Queridito, queridito mío!...
Moriré adorándote. Adiós, mi querido, mi idolatrado!... Tu infeliz—Marta.»
Caraciolo concluyó de leer la carta y permaneció un rato
anonadado. Luego se puso de pie, se acercó al pardo y, sereno,
tranquilo, glacial, preguntóle:
—¿Sabes lo que dice esta carta?...
Confuso, asustado, el peón tartamudeó:
—No sé, no señor.
—Una recomendación de Marta para tí.
—¿Una recomendación?—articuló el mulato temblando de miedo ante la terrible expresión del rostro de Caraciolo.
—Sí.—exclamó éste.
Y desnudando el cuchillo se lo hundió en el corazón, diciendo con acento de inaudita perversidad:
—¡En nombre de Marta!...
Flor del Estero
A la orilla de un arroyuelo menguado, de aguas turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y Fabia lavaban en silencio.
El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío y recio el viento, uno de esos días en que parece que el sol ha dormido mal y se levanta alunado.
A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, regordeta, sonrosada, conservaba su constante buen humor y su sana alegría. Fregaba sin cesar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la tarea ni la agriedad del tiempo conseguían contrariarla.
No así Albina, quien mustia, desganada, silenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, caídos los brazos, cerrados los ojos.
—¡Pero mujer,—exclamó Fabia,—anímate un poco, que da lástima verte con ese aire de cordero achuchao!...
Albina volvió la cabeza y dijo:
—Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, siempre contenta, siempre cantando, indiferente y despreocupada como los pájaros!
—¿Querés que me ponga a llorar porque no tengo ninguna pena?...
—¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!...
—Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con l'auja o me clavo una espina en un pie o tengo retorcijones de tripas; pero eso no es como p'andar tuito el tiempo llorando y con cara de viernes santo.
—¡Es que a mí a cada momento me pinchan las aújas y se me clavan espinas!...
—¡Porque siempre andas con el corazón descalzo!—respondió riendo Fabia.
La risa de la chica resonó sonora en la soledad del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pescaba plácidamente quince varas más abajo, separado y oculto de las mozas por un mechón de las largas y ásperas barbas del estero.
, No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió la pesca y se encaminó al lavadero, donde se presentó de improviso, saludando con un:
—Güeñas tardes, linduras...
—Muy güenas las tenga el zalamero,—contestó Fabia.—¿Sacó muchos pescaos?...
—¡Un cardumen!...
—¡Dejuro!... Ande usté echa el anzuelo no hay mojarrita que no se prienda!...
—No, vea: yo no me explicaba que picase tanto, pero cuando su risada me anunció que ustedes estaban acá, comprendí en seguida...
—¿Cuála la causa?...
—Qu'el cardumen las vido y los péscaos se atropellaban pa que yo los sacase ajuera, por que sabiendo que se los había 'e llevar a ustedes, estaban ansiosos por morir mirando a las reinas del arroyo!...
Y esto diciendo, ofertó a cada una de las mozas un espléndido collar de alabastrinas mojarras, ensartadas en fresca y verde rama de junco.
—¡Qué lindas... ¡Parecen de plata!—agradeció Fabia.
En cambio Albina las desdeñó diciendo:
—Gracias; no apetezco bichos del agua.
Conmovido y apenado, el mozo desató el junco y vació sobre su sombrero las mojarras, que vivas aún, comenzaron asaltar dentro del chambergo.
Después, con brusco ademán, las arrojó al arroyo, exclamando:
—¡Que vuelvan al agua, entonces, y que me perdonen haberlas hecho sufrir por osequiar a una ingrata!...
Acto continuo, Patrocinio púsose el sombrero y partió sin agregar palabra.
—¿Por qué haces eso?—interrogó Fabia abrazando cariñosamente a su prima.
—¡Porque no lo quiero!—respondió Albina con imperio.
—¿Entonces, no sabés querer a naides?... Este es el quinto novio que te conozco y a éste, como a los otros, te le has volcao sin motivo...
No te compriendo. Sos joven, bien parecida, tus padres tienen un pasar, los mozos te codicean y ninguno te contenta y estás siempre triste... ¡No te compriendo!
—No podés comprenderme,—contestó Albina, volviendo su rostro afilado y pálido, de una belleza extremadamente melancólica;—no podés comprenderme porque vos sos nacida y criada en otros pagos, donde la tierra es alta, donde los arroyos son hondos y tienen aguas blancas y árboles lindos que las cuidan, donde el aire es puro y el sol alegre... Y yo he nacido y crecido entre estos bañaos maldecidos, puro barro, agua sucia, juncos y paja brava!... Deseo amar y nadie consigue encender en mi corazón el fuego de un cariño!... Llevo dentro mi alma, la humedá, el silencio y la tristeza del bañao!... ¡Yo soy la flor del estero!...
Collera rota
En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.
Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.
—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.
Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.
Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.
Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.
Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.
Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.
De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.
—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.
Se detuvo, sin embargo.
Al acercarse a las casas, por detrás del ranchejo que servía de cocina, llegó a sus oídos la risa perlada de Ursulina, aquella risa tan fresca, tan alegre que antes le llenaba de luz el alma y que ahora le producía el más amargo de los dolores. Cada vez que la oía reir o cantar, experimentaba violenta tentación de apuñalearla, antojándosele la más cruel, la más cínica de las mofas.
Su mal humor disminuyó un tanto al encontrar en la cocina a su viejo amigo Goyo Pérez, a quien se había acostumbrado a considerar como un hermano mayor cuyos consejos siempre le fueron útiles.
Después de saludarse afectuosamente, dijo el visitante:
—El patrón me encargó te preguntara si habías visto la bragada mocha.
—La campié y no la pude encontrar,—respondió Corvalán, a quien la mentira le hizo enrojecer el rostro.
Ursulina, que desde la llegada de su marido había transformado su rostro, trocando en dura y rencorosa expresión la alegre y risueña de un segundo antes, opinó con agriedad:
—¡L'has de haber campiao en el rancho de alguna china!...
Sin responder a la agresión, el mozo tomó la pava y comprobando que el agua estaba fría, quiso colocarla al fuego.
—¡Salí, salí!—gritó Ursulina;—¡no me vengas a distráir las brasas del asao! Corvalán estuvo a punto de estallar, pero logró nuevamente contenerse. Ursulina, dirigiéndose a Goyo con tono amable, dijo:
—Vigilemé el asao, compadre, mientras vi'a poner la mesa... por queste inútil es capaz de dejarlo quemar.
Después que hubo ella salido, el visitante expresó con pena:
—Parece que sigue agriándose la leche.
—Y'asta como cuajada y se me hace qu'esto va reventar lueguito no más. A juerza de hacerme mascar juego a todas horas, celarme al ñudo y rezongarme en tuito momento, me va obligar a que haga una barbaridá.
—Hay que serenarse, amigo...
—¿Quién serena al arroyo cuando las lluvias lo enllenan y lo revuelven dénde el fondo hasta las barrancas?...
Pocos días después se produjo la esperada escena definitiva.
Corvalán había tenido una tarea enorme. Primero hubo de curar, a campo, y él solo, numerosas ovejas «avichadas», «cueriar» una vaca muerta de carbunclo y componer un gran trecho de alambrado que los cuatreros habían destruido la noche anterior, arriando, sin duda, hacienda robada.
Cuando llegó a sus ranchos era ya más de la una de la tarde. Desde el comedor, sentada en la mesa y con la cara entre las manos, Ursulina estuvo mirándolo níientras lentamente, con aire de fatiga, extendía en el suelo el cuero del vacuno, colgaba de un garfio de la enramada la máquina de alambrar y desensillaba su caballo.
—Güenos días,—dijo al penetrar en el comedor; y ella, sin cambiar de postura y con su agresividad habitual, respondió:
—¡Güeñas tardes!
—¿Ya almorzaste?—preguntó él, en tono conciliador, que mereció una respuesta más iracunda todavía:
—¡Dejuro!... ¡No m'iba dejar pasmar de hambre mientras a vos se te pasa el tiempo de tertulia con las chinas!...
Sin levantar el cargo, el mozo tomó la fuente de latón donde quedaban los restos de un mal guisado de oveja, completamente frío, cuajada de grasa.
—Calentame un poco eso,—pidió.
—¡Andá calentarlo vos, si querés!... ¡Y además, ya está apagao el juego, y yo no soy tu piona!...
Aquello colmó la medida: una formidable bofetada hizo rodar por el suelo a la insolente mujerzuela. Tan inusitada violencia le produjo estupor; pero reaccionando de inmediato, rompió en los más soeces improperios.
—¡Callate!—ordenó el marido con tono amenazante.
—¡No m'he de callar!... ¡bandido, asesino, cobarde!—rugió.
—¡Callate!...
—¡No me callo, perro!...
Ciego de ira, él se abalanzó y cogiéndola del cabello la golpeó brutalmente...
—¡Aura mesmo me voy pa casa 'e mama!...
—¡Andate... y no vuelvas más!
Ursulina tomó el caballo del piquete, ensilló y se marchó no más.
Él la dejó hacer. Toda la tarde permaneció sentado junto a la mesa, en un estado de absoluta inconsciencia. Al llegar la noche, sintiendo hambre, se levantó, fué a la cocina, hizo fuego y ensartó medio costillar de oveja. Mientras se asaba le pegó golosamente al «amargo», que nunca le supo tan bien. Después cenó con un apetito al que desde hacía meses estaba desacostumbrado.
Se acostó y durmió un largo y plácido sueño. La cama, ahora toda suya, en la cual podía dar vueltas, estirarse, desparramarse a su antojo, le proporcionó satisfacciones hasta entonces desconocidas.
Se levantó tarde. Churrasqueó con apetito de convaleciente y al bienestar físico notó que se unía un mayor bienestar del espíritu. Las ideas se movían ahora con libertad dentro del cerebro que hasta la víspera estuvo como atrabancado con la cachivachería de las preocupaciones.
Ensilló y salió al campo que encontró, como nunca, alegre. Regresó silbando unas vidalitas.
Cenó con redoblado apetito. Mateó enormemente y luego de meterse en la cama, armó y fumó un cigarrillo.
Embargado por suavísima sensación de reposo, exclamó en voz alta:
—¡Es al ñudo: animal acollarao no puede engordar nunca!...
El pañuelo de seda
El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.
Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.
El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.
Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.
Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.
Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.
Y además, las «patronas», que iban a ayudar a la patrona en los trajines de la fiesta, y las «muchachas» que iban a aportar su auxilio a las muchachas de la casa en la preparación de los vestidos; y otros muchos hombres y otras muchas mujeres que invocaban diversos pretextos para tragar de arriba durante una semana entera, en satisfacción de las hambres atrasadas.
Siempre espléndida la fiesta del patrón, aquel año debía serlo en grado superlativo, en virtud de ser el quincuagésimp aniversario de su nacimiento.
—«Al llegar a la media arroba 'e la vida, hay que marcar tarja»,—había dicho.
Por eso, la víspera del festival todo el mozaje hallábase contento y atareadísimo en preparar las prendas domingueras. Todo el mozaje, menos «Palo 'e sauco», un hombrecillo que si bien pasaba de los veinticinco, apenas aparentaba quince, tan pequeño, endeble, insignificante era. Blando e inservible como la madera del sauco, de fealdad repugnante con su enorme nariz, sus ojos diminutos y su mentón tan reducido que la cara parecía terminar en el labio inferior, era sin embargo atrozmente perverso, un alacrán humano.
A todos causaba repugnancia, extrañándoles la bondad de Daniel que siempre lo trataba con cariño. Esa misma tarde, al verlo barbudo y zaparrastroso, le dijo:
—¿No pensás arreglarte pa la fiesta?
—Y qué me vi'a arreglar,—respondió él con su voz aflautada;—si voy como los animales, que no tienen más ropa que la puesta?
—Yo te vi'a dar ropa, pero primero te vi'a afeitar. Sentate ahí!...
Accedió de mal grado el alacrán; pero Daniel, sin hacer caso, lo rasó y luego le dio una muda de ropa interior, unas bombachas, un saco, un par de alpargatas y un pañuelo de seda. Luego, alargándole un par de pesos, díjole:
—Tomó, pa que podás hacer unos tiritos a la taba. Maliseo que has de ser suertudo.
—¡Suertudo—replicó «Palo 'e sauco», sin mostrar el menor agradecimiento. Y cuando Daniel se alejó, él lo quedó mirando con la más cruel expresión de odio. Alto, gallardo, fornido, todo un buen mozo, inteligente, rudo trabajador, buen camarada, Daniel era unánimente querido y apreciado, empezando por el patrón, quien había aceptado gustoso sus amoríos con Patronila, la menor de sus hijas. En la extensión del pago sólo una persona lo odiaba: «Palo 'e sauco»; y acaso también Malvina, una chinita coqueta, que fué su novia y a quien por coqueta dejó.
* * *
Nunca hubo en la región, baile tan lucido y ambiente de tan
general alegría. Al principio, Petronila sintióse apenada viendo que su
novio llevaba al cuello un pañuelo blanco, en vez del celeste que ella
le había bordado y regalado para que lo estrenase en la fiesta.
—¿Por qué no te pusiste mi pañuelo?—preguntó con amorosa recriminación.
Algo turbado, Daniel respondió disculpándose:
—Hoy, cuando fui a ponérmelo, lo encontré todo aujereado: alguna laucha, sin duda, que se metió dentro el baúl.
Ella dióse por satisfecha con la explicación, y su natural disgusto desapareció a poco, dulcemente adormecida entre los brazos de su galán adorado.
En un momento en que Daniel había abandonado la sala, «Palo 'e sauco» se acercó a Petronila y le dijo con acento bilioso:
—Mire que lindo pañuelo lleva Malvina.
Y como ésta pasaba justo por delante, Petronila pudo ver el pañuelo azul, que la otra llevaba tendido sobre el dorso, dejando bien visibre la D blanca bordada por ella...
* * *
Petronila fué inflexible, negándose en absoluto a recibir a su ex
novio, quien desesperado, resolvio marcharse de la estancia y del pago.
Antes de partir le dijo a «Palo 'e sauco»:
—Ahí queda él baúl con toda mi ropa: te la regalo.
—Gracias.
Pocos meses después se supo que Daniel, tras una disputa estúpida con un sargento de policía, había sido muerto de un balazo por aquél.
—¡Todo por un miserable pañuelo 'e seda,—exclamó lagrimeando el viejo capataz.
—Yo se lo robé del baúl y se lo di a Malvina,—respondió cínicamente «Palo 'e sauco».
Los pocos hombres que rodeaban el fogón se levantaron al mismo tiempo, movidos por igual sentimiento de indignación:
—¿Y por qué hiciste eso, canalla?—bramó el viejo, levantando el puño amenazante.
«Palo 'e sauco», sin intimidarse, respondió con calma:
—P'hacer daño... ¡Es tan lindo hacer daño!...
La borrega guacha
La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.
—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.
—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.
—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.
—Está bien, mama.
—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.
—Ya tengo la plancha en el fuego.
Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.
Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.
No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.
¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.
Había nacido en la chacra, hija de una «peona» que murió al darla a luz. No hubo nadie que reclamara su paternidad, ni nadie que la solicitara invocando derechos de parentesco. Doña Paula se dio la pena de criar la guacha. La calabaza que servía de biberón iba del hocico del cachorro o del cordero a los labios de la chica, sin cambiarle siquiera el trapo que hacía de tetina. Eran guachos todos. Y como todos los guachos, creció ruin, pequeña, delgaducha, fea y afeada más aún por esa humildad que obliga a hacerse lo más insignificante posible, a ocultar cuanto pudiese darle algún realce,—mimetismo moral, basado en la conveniencias de pasar inadvertido, como compensación de la carencia de armas de defensa.
Poseía una cara pequeña, fina, aborregada, y de ahí que todos la apodaran: la «Borrega guacha», mote ofensivo que nunca hizo mella en su alma de escasa sensibilidad.
¿Experimentó alguna vez ansias amorosas? Quizá; pero en todo caso fugitivas y desde mucho atrás anuladas, expulsadas de aquel cuerpecito, donde las fatigas cotidianas agotaron tempranamente los escasos encantos juveniles.
Sin embargo, el capricho del destino le tuvo reservado papel de protagonista en un drama emocionante.
Aquella tarde, al disponerse a regresar, ya en el gris del crepúsculo, terminada su tarea, fué bruscamente sorprendida por la aparición de un desconocido en el claro del lavadero.
—No se asuste, moza—díjole con voz suave y triste, el forastero;—no vengo p'hacerle mal, sino más bien pa pedirle ayuda.
Algo tranquilizada por la sincera afabilidad de aquella voz, Julia se atrevió a mirarlo. Era un mozo apuesto, de rostro casi lampiño y densamente pálido. Por debajo del ala del chambergo se advertía un pañuelo blanco, manchado de rojo, que le vendaba la frente, y otro pañuelo de seda blanco, que le cruzaba el pecho en bandolera, ofrecía también grandes máculas de sangre.
—Vengo mal herido—continuó diciendo;—y la polecía me persigue de cerca... Ya no tengo juerzas ni pa peliar ni pa juir... Usté ha'e conocer en este monte algún lugar seguro donde refugiarme durante tres o cuatro días... y si quisiese ser güena...
Súbitamente se le llenaron los ojos de lágrimas a la mansa «Borrega guacha».
—Sígame—respondió; y a través de estrecha y tortuosa vereda lo condujo hasta el sitio del bosque que parecía un cenador natural construído con murallas de árboles colosos y disimulado por lujuriante vegetación de zarzas y enredaderas: una verdadera cripta sobre el ras de la tierra.
Al pie de un guayabo centenario amarilleaba la paja de un ranchejo de dos metros de largo por uno de alto y otro de ancho.
—Aquí vivió seis meses el matrero Lucas Peña, sin que pudiesen descubrirlo tres policías que lo perseguían a pleito y que l'olfatiaban pu'acá—dijo Julia, con la expresión más natural del mundo...
* * *
Quince días habían transcurrido, y durante ninguno de ellos le
faltó a la «Borrega guacha» algún pretexto para visitar al asilado,
llevarle alimentos y curarle las heridas.
Rápidamente se estableció entre ambos una franca camaradería. Él le contó sin recelos toda su historia. Se llamaba Faustino Sierra, era «guacho» como ella, había crecido sin afectos, sin dirección, sin amparo y después de mucho rodar, con poco amor al trabajo y menos aún a la subordinación, terminó por dedicarse al contrabando de haciendas. Varias veces su cuadrilla anduvo a los tiros con la policías, y en el último encuentro, mal herido y bajo una persecución tenaz, llegó a aquel paraje, donde la bondad y la discreción de Julia le permitieron abrigo seguro y medios de restablecerse rápidamente.
—¡Usté ha sido mi madrecita!—exclamó emocionado.—Y si quisiese ser más güena entuavía, sería mi novia, y al calor de nuestros cariños secaríamos las ropas que durante tuita la vida hemos llevao sobre el alma!...
—¡No diga esas cosas!—exclamó la Borrega con voz ahogada y con el rostro convertido en un ascua.
Y a poco:
—Aura que ya está juerte, vayasé y... olvidesé de mí.
—Olvidarla, nunca. ¡Vámonos juntos, matreriemos juntos, casemos nuestras tristezas, y dese casal nacerá la alegría!...
Él hablaba con voz cálida, insinuante, sincera. Ella temblaba y sollozaba, repitiendo invariablemente:
—¡No! ¡no!... ¡vayasé!...
Faustino la vió vencida. Bruscamente la estrechó entre sus brazos y le besó frenéticamente los labios.
Julia desfallecía ante aquella caricia, la primera recibida en la aridez de sus treinta años.
El violento latir del corazón la ahogaba. Una cortina roja le nubló los ojos y la voz se apagó en su garganta...
Serenado, Faustino explicó:
—Yo he conseguido un buen caballo y un apero... Cuando cierre la noche y los viejos se haigan acostao, venite... Yo soy baquiano y te garanto que al amanecer estaremos del otro lao de la frontera... ¿Vas a venir?...
—¡Sí!—contestó ella, sin saber lo que decía, y escapó hacia las casas.
Como autómata, en completa inconsciencia de sus actos, hizo la cena, la sirvió, lavó el servicio, levantó la mesa y se retiró a su cuarto, todo con la misma regularidad de siempre, sin que ninguno hubiese advertido en ella algo anormal o insólito.
Encendió la vela, sentóse al borde de la cama y permaneció abismada, intentando vanamente un raciocinio que le permitiera orientarse en aquel tan obscuro y complicado trance de su hasta entonces simple y monótona existencia.
Largo tiempo permaneció así. Luego se puso de pie y sacó del baúl sus prendas domingueras, que fué extendiendo prolijamente sobre el lecho. Luego se quitó la bata y la pollera, y tomando el peine fué a arreglarse frente al pedazo de espejo enclavado en el muro.
Se observó con pena. Encontróse fea y vieja. Ni su rostro ni su cuerpo podían ofrecer el menor aliciente al más benévolo de los amantes, y experimentando por primera vez el sentimiento de rebelión contra las injusticias del destino, rompió a llorar, y estrujando con rabia las prendas domingueras, las volvió de nuevo a la oscuridad del baúl.
Luego lloró, lloró por largo tiempo, regando con su llanto los pétalos de su única ilusión deshojada al nacer...
Cuando logró un poco de calma, tomó un pedazo de papel y un lápiz, y escribió en toscos caracteres:
«Vayasé. Vayasé solo, porque yo... ¡yo no lo quiero!...
Tornó a llorar copiosamente y al final salió, corrió, llegóse al escondido potril. A la entrada encontró el caballo de Faustino, ensillado, pronto para la partida. Con una espina de tala clavó la esquela en el cojinillo y se marchó con la misma premura, sin que Faustino hubiese tenido tiempo de advertir su presencia.
Y al día siguiente, la «Borrega guacha», con el corazón sereno, con los ojos áridos, conformada, curada de aquella repentina cuan insensata crisis emotiva, retornaba tranquilamente a sus rutinarias tareas de animal doméstico.
Filosofías gauchas
La habitación era grande: tenía como cinco brazas de frente y medio maneador de largo. Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del sur bonaerense—trecientas leguas de llanura abrumadora, desabrida como mate lavado,—los pamperos, entropillados, corretean a diario, haciendo estragos.
La habitación era grande, y parecía más grande por la casi ausencia de muebles; del mismo modo que parece más grande un caballo desensillado.
Y allí sólo había una mesa de pino, larga, flanquada a cada lado por un escaño.
Sobre la mesa veíase un candelero de latón sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin como rama de duraznero apestado; una botella de caña, varios vasos, un naipe y un platillo con porotos.
Sobre los escaños había, del lado de montar, don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo negro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el pardo Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de víbora que tienen indispensablemente los mulatos.
Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias «Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo de los ombúes del patio; Roque Suárez, por mal nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, muy feo, con la cara muy larga, la nariz muy afilada, los ojos muy chicos...
Desde las siete de la noche, hora en que terminó la cena, hasta las diez, había estado jugando al «solo», tomando mate y chupando caña. Y hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer «codillo», exclamando con su voz aflautada, dolorosa y desagradable:
—¡Es al ñudo prenderle juego a la leña verde!...
—Cuestión de echarle sebo—insinuó maliciosamente el mulato.
Y el patrón con bondad:
—¡Pobre amigo Suárez!... Y'está caliente!...
Díaz, que era el cebador de mate, cogió la pava, se echó un chorro de agua sobre el dedo y contestó a don Cantalicio:
—No, señor, y'está fría... Si quiere le doy un calorcito.
—Cuándo no había 'e meter la pata el Tapera?
—¿Qu'está fea la yerba?... Si quiere cambeo la sebadura...
Mientras el patrón y el pardo reían de los enredos del sordo. Roque Suárez, medio lagrimeando, protestó:
—¡Caliente no!... ¡Pero, pucha, se la doy a cualquiera!... Tuita la noche pasando, pasando, sia ver un «juego»; y cuando me liga uno rigular, m'encuentro tuita la espada de un lao y me coran la «malilla» y el «as»...
—Una disgracia... Y el pozo era chico.
—Una disgracia... Juego a la güelta y me topo con tuito el triunfo en una mano.
—¡Se topó con el harcón del medio!...—respondió el mulato Díaz con su sonrisa más mala...
—Una disgracia,—volvió a decir el patrón.
Y el sordo sin que nadie le hiciera caso, protestó:
—¡Yo no hice jugada mala!... Embarqué la malilla de oros porque...
—Otra disgracia...—siguió Roque Suárez;—repongo el pozo otra güelta, me viene un «solo» que era una «bola».
—Agujeriada,—interrumpió Díaz...
—...lo canto y el Tapera me va más y arrastra la cobrera... Y aura la pierdo con las cuatro malillas!...
—En ocasiones uno está mal,—dijo afectuosa y consoladoramente don Cantalicio;—y Roque gritó exasperado:
—¡En ocasiones!... Si juese en ocasiones!... Pero pa mí siempre es lo mesmo! Pa mí la suerte es como los tanos que nunca cambean de caballo...
—¿Y di áy?... A la fin pa lo que ha perdido no carece quejarse tanto!—dijo agriamente el mulato.
Y entonces, Roque Suárez, con su voz más aflautada, más silbante, más estridente, dijo levantando los brazos y sacudiendo nerviosamente las manos grandes y flacas:
—¡Qué m'importa lo perdido!... No me quejo por eso: la plata se ha hecho pa gastarla y pa perderla... Me quejo 'e la suerte que siempre me trata como a entenao!... Yo siempre juí como techo 'e cocina: dando abrigo a tuitos, contra el viento y el frío en invierno contra el sol y la sabandija en verano; y en recompensa, las lluvias y las ventoleras me castigan pu' arriba y las llamas y las humaderas del fogón, me tiznan y me cuecen pu'abajo!... ¡Es asina! pa eso es techo. Y alguno ha 'e ser techo ande aiga casas!... Otros son piso, y al piso lo pisan tuitos, lo mesmo cuando bailan alegres las parejas afinando la guitarra de la vida, que cuando uno patea porque se le ha voliao el mancarrón de la suerte... Y uno lo escupe; y otro lo raya con el cuchillo p'hacer la marca del novillo que se le ha estraviao; y las gallinas lo escarban con las uñas; y los perros lo ensusean... Y dispués el amo se enoja on el piso por qu'está desparejo, por qu'está lleno 'e pulgas de tuitas layas y porque giede... ¡Como si eso juere culpa del piso!... Si la hubiesen dejao sola, libre, al aire y al sol, la tierra, reventando semillas, se habría cubierto de pasto y de flores!... Es asina... Por eso me da rabia la vida, que a unos les da tuito y a otros no les da nada!...
Tan amarga, tan dolorosa era la palabra de aquel desgraciado, que no había conocido una sola ventura, que ninguna vez había clavado una suerte en su existencia, que hasta el mulato guardó silencio...
Las gentes del Abra Sucia
Cuando Delfina tenía quince años, era la morocha más agraciada del pago del «Abra Sucia»,—que tenía fama de ser un pago de chinas lindas, hasta el punto de que los mozos no trepidasen en galopar treinta leguas por concurrir á un baile en «Abra Sucia».
Hijas del amor, casi todas; producto de los fugitivos amores de un malevo escapado del bosque, con riesgo de la vida; flores silvestres, hurañas, con mucho de salvaje en la forma, en el color, en el perfume...
Sus rostros parecían hechos con corazones de ñandubay; sus cabellos tenían los reflejos negro azulados de las alas del urubú; sus ojos chispeaban como fogones; sus bocas atraían con la voluptuosidad de los gruesos labios encarnados, pero imponían con la doble fila de dientes menudos, parejos, afilados, amenazantes... En la altivez del rostro, en la gallarda solidez del cuerpo, en la rudeza provocativa de la mirada, en la elegancia de los gestos, había algo de la potranca arisca, criada á orillas del monte, siempre recelosa, siempre pronta á escapar buscando refugio en la intrincada maraña de los espinillales...
Eran todas lindas, las chicas del pago; pero Delfina descollaba entre todas. Su padre, un bandolero famoso, fué muerto á tiros por la policía, una noche en que dormía confiado en el rancho de su amada. Ésta, que no podía negar la raza, peleo á la par de su hombre, y sucumbió dos días después de resultas de las heridas recibidas.
Delfina fué recogida por don Saulo Manzanares, antiguo contrabandista y cuatrero, á quien se atribuían sinnúmero de crímenes, pero que había conseguido liquidar amigablemente sus pleitos con la justicia, había comprado un campito, y se había sosegado, llegando á ser el más rico y considerado estanciero del pago. Las malas lenguas murmuraban que muy rara vez carneaba una vaca de su marca ni una oveja de su señal... pero deberían de ser calumnias... Desde hacía muchos años, la policía toda, empezando por el comisario, se sentía muy orgullosa de ser recibida y agasajada por don Saulo Manzanares...
Delfina contaba cinco años cuando fué recogida por el potentado del lugar, quien tenía un hijo único, Santos, muchachón que á los quince anos, era ya la propia piel de Judas.
Hijo de tigre, overo ha de ser. Y aunque el padre se hubiese llamado á sosiego para disfrutar tranquilamente el producto de una vida deshonesta, no por ello habría de haber transmitido á la prole otra herencia que la de su verdadero acervo moral.
En el pago de la «Abra Sucia» sólo había bandidos. La honestidad era ave que nunca hizo nido en las almas de allí, fuesen masculinas ó femeninas.
La situación geográfica que incitaba al contrabando; la topografía del paraje, que se prestaba admirablemente para albergar bandoleros, burlando la persecución policial; la historia comarcana, rica en aventuras, en episodios bélicos, siempre terminados con el triunfo del malevaje, y agregado á esto la poderosa influencia de la sangre en varias generaciones de bandidos, mantenían, en hombres y mujeres, el tipo rudo, violento, todo pasión y todo instinto, audacia, aspereza y rebeldía...
Saulo, bandido inteligente, echó una raya—trazada con onzas de oro,—separando el pasado del presente y del futuro. Pero lo que no supo prever fué lo que habría de producir su estirpe, De semilla de cardo, cardo habría de nacer.
Todos los malos instintos, todas las perversiones brotaron lujuriosamente en el alma de su hijo Santos. Los lazasos con que á menudo intentaba corregirlo, sólo sirvieron para avinagrar su alma perversa. Y cuando Saulo apareció una mañana, tendido á la entrada del Abra, muerto de un balazo en el corazón, todo el pago atribuyó el crimen al hijo...
El hijo tenía entonces veinte años y se convirtió en el más tiránico señor del pago.
Delfina fué una de sus víctimas. Delfina amaba á Panta, joven contrabandista, fuerte y bello, y guapo, y que á los veintidós años de edad contaba ya en su haber glorioso, cuatro muertes. Pero Santos decidió que la china fuese suya, y lo consiguió á rigor.
Ella lo odiaba. Él le era continuamente infiel y la trataba con grosería brutal.
Panta y Delfina se encontraron una vez en el monte. Ella le contó sus cuitas. Él dijo:
—Si vos querés... Cortando el árbol se acabó la sombra...
—Sí vos te animás...
Y una noche, una noche de invierno, obscura, fría y lluviosa, Panta llegó á la estancia del viejo Saulo, pidiendo posada. Santos, medio borracho, lo hizo entrar, lo invitó á compartir su cena; luego á jugar al truco.
Delfina cebaba mate.
Santos, como de costumbre, «pasteleaba», arrastrando las onzas del forastero, que parecía no advertir la trampa, y con la alegría de su fácil ganancia, le pegaba sin cesar á la botella de caña.
—Bien dicen que tuitos los días nace un zonzo y que la cuestión es encontrarlo...
—Asina es—respondió el cuatrero sin incomodarse.
Y empezaron otra partida. Santos daba las cartas y «sacó del medio» con torpeza infantil. Su contrincante sonrió, miró sus naipes y jugó callado.
—¡Dos ríales envido, maula!—gritó el dueño de casa.
—¡Allá va la falta, guapo!—respondió Panta; y levanta adose rápidamente, le deshizo la cabeza de un pistoletazo.
En ese momento entraba Delfina con el mate.
—¿Ya está?—preguntó tranquilamente.
—Ya está. ¿Lo dejamos aquí no más?
—Dejuro. No nos vamos incomodar cargando basura...
—¿Tenes pronto el atao de ropa?
—Pronto.
—Vamos pal monte.
—Vamos.
Y al poco salían, serenos, tranquilos, sin un remordimiento, en busca del espinillal, refugio seguro de todas las fieras.
Lección suprema
Llevaban poco más de un año de casados. Su noviazgo y su matrimonio se produjeron en forma sin precedentes en la comarca.
Tomando como pretexto la terminación de los cursos, don Lucas, el opulento comerciante en cuya casa estaba instalada la escuela, resolvió dar una gran baile.
Clorinda debió necesariamente concurrir a la fiesta, por más que supiera que, al igual de otras muchas semejantes a que había asistido, no tendría ningún aliciente para ella.
Unánime era la opinión de que no existía en el contorno muchacha más guapa, más gentil, más buena, ni más honesta que «la maistra».
Huérfana de padre y madre, había sido recogida por una tía solterona, cuya agriedad de carácter le hacía pagar bien caro el albergue y el alimento que le daba. Ella soportaba resignada y humilde, las reconvenciones injustas y el mal trato continuo; pero decidida a independizarse cuánto antes, seguía afanosamente sus estudios de maestra normal.
Con frecuencia su tía hacíale abandonar los libros, ordenándole hacer la cocina, o fregar los pisos, o lavar la ropa. E indignada porque Clorinda—, bien que con los ojos llenos de lágrimas,—obedeciera siempre sin quejarse, pretendía justificar su maldad, diciendo:
—Tengo el deber de velar por tu porvenir, y sé que aprender los quehaceres domésticos te será más útil que todas las paparruchas de los libros.
A pesar de todo obtuvo su diploma de maestra. Podía ya libertarse de aquella tiranía, pero su verdugo cayó enfermo y ella se dedicó a cuidarlo con celo ejemplar, hasta que la bilis estranguló a la vieja harpía, cuyo último acto de maldad fué hacer testamento legando la totalidad de su escasa fortuna a su sirvienta.
Dueña al fin de su destino, aceptó el puesto de maestra que se le ofrecía en un lejano distrito rural.
Contaba apenas dieciséis años cuando se instaló en la pulpería de don Lucas, y ya había cumplido los veintidós al celebrarse la fiesta de que al principio hablamos.
Esos seis años habían transcurrido en medio de una suave melancolía muy preferible, por cierto, a los de su angustiosa infancia. A falta de amor, cuyo perfume ya no esperaba respirar, distribuía sus afectos entre sus alumnos—que la habían apellidado «Mamita Clorinda»—,y los menesteressos del lugar, en cuyo auxilio empleaba la mitad de sus emolumentos.
* * *
La noche del baile, Clorinda estaba hermosísima con su sencillo
vestido blanco, sin más adorno que un ramo de claveles rojos prendidos
en el corpiño. Aislada, como si fuera la reina que preside la fiesta y
hasta la cual ningún vasallo osa acercarse, la alegría de los demás no
le causaba ninguna pena; pero la conmovió, sin embargo, la actitud
apenada de Pedro Juan, uno de los más gallardos y simpáticos mozos del
pago.
Fué hasta él y díjole con invariable amabilidad:
—¿Cómo es eso que usted, el primer bailarín de la comarca, y el mozo más alegre y decidor, no baila y tiene esa cara de viernes santo?
Estremecióse el mozo y respondió balbuciendo:
—Hoy no apetezco...
—¿Está ausente su simpatía?
—No, señorita.
—¡Ah! comprendo: una de esas frecuentes nubécillas que se interponen entre los novios.
Él la miró con expresión tristísima y respondió como gimiendo:
—¡Si yo no tengo novia!
—Eso está muy mal. El primer deber de un hombre honrado es buscar una compañera, formarse un hogar...
—Yo no podré hacerlo nunca.
—¿Por qué?... Un hombre como usted, joven, buen mozo, trabajador, sin vicios, ¿no va a encontrar una muchacha que lo quiera?
—Es que sólo hay una a quien yo quiero... ¡Y esa no me podrá corresponder jamás!
—¿Quién es?... Si yo la conozco quizá pueda convencerla de que usted reúne todas las condiciones de un buen marido. Vamos a ver, ¿quién es esa tontuela que desdeña el mejor partido del pago? ¿Tiene acaso un compromiso?
—Lo ignoro; creo que no; nunca le declaré mi amor... Sería ridículo...
—¡Bah, bah!... A mi no me gustan los misterios ni los romanticismos... ¿Quién es ella!?...
En ese momento las parejas giraban suavemente al pausado compás de una habanera de notas tiernas y acariciadoras como un susurro amoroso... Pedro Juan, ahogado por el cariño que le llenaba el alma exclamó:
—¡Es usted!... ¡Ya ve si es imposible!
Clorinda empurpuró y empalideció sucesivamente.
—¡Criatura!—respondió con voz muy tierna.
* * *
No fué imposible. Pocos meses después la solemnidad del matrimonio hermanaba sus existencias...
Había transcurrido poco más de un año, y Clorinda se encontraba al final de una crisis que dió comienzo al segundo mes de la vida en común.
Pedro Juan era extremadamente bueno y sentía adoración por su esposa. Ella le amaba también pero a pesar de todos sus esfuerzos, no podía armonizar su alma cultivada, con el espíritu simple y basto del rústico mancebo. La diferencia de origen y de cultura social, reforzada por sus estudios universitarios, primaba sobre el sentimiento amoroso. Por más empeño que pusiera, la conversación vulgar de su esposo nunca le interesaba; y si ella hablaba, veíase obligada a callar repentinamente, convencida de que Pedro Juan, atento, embelesado, la «miraba hablar», escuchando con deleite la música de unas palabras y de unas ideas incomprensibles para él. El corazón los unía tiernamente, pero interponíase un Andes entre sus dos cerebros.
Cuando Clorinda advirtió el error fatal, irremediable, la rectitud de su alma le impuso el sacrificio...
Era una tarde gris, tediosa y fría. Apoyada en un ceibo viejo y macilento, Clorinda tenía fija la mirada en las aguas turbias y espumosas, del arroyo engrosado con las recientes lluvias; y en el preciso instante en que iba a pedirles el término de una vida imposible, Pedro Juan, que la había seguido y la observaba oculto entre las zarzas del monte, la retuvo, cogiéndola de un brazo.
Volvióse ella azorada.
—¡Tú!...
Estaba el mozo densamente pálido y reflejábase en su rostro el máximum del dolor que puede caber dentro de un corazón humano.
—¿Por qué haces eso?... Desde tiempo me di cuenta de cuánto sufrías, por culpa mía, por no haber tenido coraje de sacrificar mi cariño ante el convencimiento de qu'era un locura aspirar al tuyo!... Tú has penao; yo mucho más que vos!... De la felicidá que soñé se ha quemao hasta el último palito, pero no tengo un sólo cargo que hacerte. Al darme cuenta de que nuestro rancho no tenía compostura, no pensé en matarme, porque sólo los cobardes se matan, pero pensé decirte lo que aura te digo: «Me iré y no volveré más. Requinchá el rancho de tu vida y tené la seguridá de que de día y de noche, ande quiera qu'esté, siempre estaré pensando en vos y que moriré adorándote... ¡Sólo te pido que me perdonés!... Yo creia que el amor podría enllenar güecos. M'equivoqué...
Clorinda, que había escuchado en silencio la doliente exposición del mozo, le tendió los brazos al cuello, apoyó la cabeza sobre su pecho y díjole:
—No te has equivocado. El amor lo puede todo... Soy yo quien debe pedir perdón... ¡Vamos a casa, esposo mío, amado mío!...
¡Lindo pueblo!
Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.
Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.
Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:
—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.
—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!
—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.
—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...
—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.
—¿Cómo?
—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.
La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.
Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.
—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.
—Antes habían muchas; pero se acabaron.
—¿Alguna peste?
—No. Como aquí ningún solar tiene muros, las gallinas se iban a la calle y fulano se comía las de zutano, zutano las de mengano, y así hasta que las concluyeron.
—¿Y la policía?...
—La polecía ayudó bastante, hay que decirlo, comiendo de las de todos, sin hacer preferencias ni enjusticias. El cabo Pérez, lo mesmo que los melicos, son muy güenos, no incomodan a naides.
—¡Lindo pueblo!
—Lindazo.
—¿Y nunca vienen forasteros?
—Allá por la muerte un obispo suele cruzar alguno... Aquí hasta las mangas de langosta pasan de largo, porque nos despresean y prefieren galopiar tres leguas pu'el aire pa dir a los naranjales de ño Facundo y a los trigales del rengo Alfonso...
Rió el viejo evocando una escena que se le antojaba en extremo cómica:
—Una vez vinieron unos forasteros: un fraile, un sacristán y tres manates. Diban p'hacer un casorio en una estancia del pago, y como cayeron al escurecer, hicieron noche en la pulpería... Al otro día, cuando diban a seguir viaje, el pulpero tuvo que prestarle sus mulas pa prenderlas al breque...
—¿Se habían ido los caballos?
—Sí; se jueron junto con el poncho'el cochero y las valijas de los manates...
—¿Y no descubrieron a los ladrones?
—Hast'aura, no.
—¿Y cuándo fué eso?
—Va como pa diez años.
—¿Entonces, para qué está la policía; para qué sirve la policía?...
El viejo gaucho nos miró con expresión de asombro y respondió sin asomo de ironía:
—¿Cómo pa qué sirve?... ¿Y las votaciones quién las iba hacer?...
—¡Lindo pueblo!
—Lindazo; aquí tuitos viven y los que tienen habelidá viven bien.
—¿Y usted de qué vive?
—¿Yo?... Yo tengo más habelidá que ninguno... sacando el pulpero, se entiende...
—No comprendo qué negocios puede hacer el pulpero con gentes que no tienen nada ni trabajan en nada.
—Que no tenemos nada, es verdá; pero trabajar, trabajamos, y le vendemos cueros, cerda, plumas de ñandú y de cuando en cuando una puntita'e ganao.
—¿Y de dónde sacan todo eso?
—¡De donde haiga, pues!... ¡Pucha que había sido lerdo!...
La herencia del tío Filemón
I
Desde chiquitín, don Macario Bengochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones.
A un hombre que es hombre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre, y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.
Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazo, como a perro importuno, diciéndole:
—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tucuruces del campo y los aujeros del camino!...
Mas, cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota, de suero, como quien amasa queso.
Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las carreras, o en el silencio de las carpetas y los velorios, sin preocuparse de aflojarles la cincha a los pingos de la imaginación y el sentimiento... ¡A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo!...
Él lo exponía en su parla gráfica:
—La vida pa ser linda y ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas: entre argolla y argolla un corredor.
Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre en equilibrio prudente las dos alas de la alforja. Más, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía.
Del nacimiento hasta los veinte, los años marchan al tranco; de ahí hasta los cuarenta, trotean; y más padelante le meten galope tendido...
Hacía ya tiempo que don Macario vivía a galope a toda rienda. La sección trabajo quedó reducida al mínimum, y a medida que iba decreciendo, iba inflando la otra. En su casa, las fiestas se sucedían sin interrupción, no faltando nunca un pretexto para justificar el jolgorio. Todas las fiestas del calendario era puestas a contribución, lo mismo que todos los aniversarios familiares y una multitud de acontecimientos, como la terminación de la esquila o de las hierras, la doma del potro «formado en una penca», el triunfo del potro, cuando triunfaba y el desagravio alpotro por haber «perdido injustamente»...
El caso es, que, como mínimum, una vez por semana, el gran horno se tragaba una carrada de espinillo, para dorar en sus entrañas el copioso amasijo, las tortas, los bizcochos y los lechones; en tanto al frente, otra carrada de coronilla fabricaba montañas de brasas para la larga y difícil operación de asar los «con cuero», y mientras en los fogones de la cocina bramaban las ollas con los vientres llenos de gallinas destinadas al indispensable guisado con arroz.
Con semejante banqueteo continuo, todo el mundo estaba gordo en la Estancia del Pedernal, y de ahí que todos, siguiendo el ejemplo del patrón, consagraran al trabajo el menor tiempo posible. Después de un copioso almuerzo, sería una iniquidad privarle a un hombre de la larga siesta reparadora; y tras una noche de baile, juego y chupandina, inicuo sería obligar la peonada a montar a caballo e ir a recorrer el campo.
Doña Tolentina, quien, contagiada con la glotonería de su esposo se había convertido en pesado ballenáceo, abandonaba la cama para desparramarse sobre su amplia y sólida mecedora, en la cual permanecía tomando mate hasta que llegase la hora de sentarse a la mesa.
Jovita, hija única del ventripotente matrimonio, sin poseer el caudal adiposo de sus genitores era, sin embargo, tan perezosa como ellos. Para bailar y charlar con los mozos, era incansable; pero por natural consecuencia de ese derroche de energías, encontrábase durante todo el resto de la semana sin ánimo para hacer nada, ni siquiera del aseo y compostura de su persona.
¿Para qué lavarse, ni peinarse, ni engalanarse cuando las pocas horas que permanecía fuera del lecho, sólo la veían los «viejos» y el personal de la casa?
Hasta los peones y los gatos estaban gordos y siempre ahitos. Por eso los perros, despreocupándose de sus deberes policiacos, cuando no comían, dormían, y a cualquier hora del día o de la noche podían acercarse al guarda patio, no ya un forastero silencioso y prudente, sino una banda numerosa y barullenta sin que ellos llevasen el esfuerzo más allá de abrir un ojo y lanzar un gruñido.
Los gatos, por su parte no interrumpían el plácido ronroneo ni aún cuando los ratones pasaban por sus narices o brincaban sobre sus lomos. Como los ratones también estaban gordos, mostrábanse igualmente alegres.
Los bueyes, que rara vez se uncían, que cuando los uncían era para exigirles corta y liviana labor, competían en gordura y gallardía, con los caballos de la tropilla del servicio, tan deshabituados al trabajo, que cada vez que los ensillaban, todos, hasta los matungos de carretilla, mora y dientes en orqueta, sentíanse potros y nunca fallaban en hinchar el lomo y dar unos corcobos inofensivos al iniciar la marcha.
II
En la amplia sala, donde cuatro lámparas, a kerosene compiten con veinte velas de sebo, no a quien dé más luz, pero sí a quien produce más y más apestoso tufo, la alegría crepita como un paquete de cohetes chinescos. Ríen las primas , lloran las bordonas, acompañadas por el ruido acompasado da los giros de los danzantes y hay murmullo que semejan al pintado aletear del picaflor, y hay risas trinadas que recuerdan la salutación de las calandrias, en la umbría de la selva al sol que nace.
El baile está en su apogeo y don Macario no cabe en sí de satisfacción.
—¡Ansina me gusta ver retozar la mozada; y si no juese porque me pesa mucho el mondongo, ya me le había prendido a este chotías que mestá haciendo cosquillas en las tabas!...
—Ricuerdo qu'en un tiempo usté era más bailarín que un trompo,—notició un viejo gaucho adulador.
—¡Como un trompo silbador que desparramaba las parejas abriendo cancha pa sí solo!... ¡A ver, mulata!... alcanzale la limeta a mi compadre Ramón!... ¿Quiere pitar, compadre?...
En el más solitario y obscuro rincón de la sala, Gorgonio permanecía de pie, con el hombro apoyado al muro, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inclinada sobre el pecho la cabeza con visible expresión de amargura y de tristeza en el semblante.
Entre aquella apiñada muchedumbre, sólo había una persona que le interesara, su prima Jovita; y Jovita, ora en brazos de su galán, ora en los de otros, pasaba y repasaba junto a él, empujándolo a veces en los giros de la danza, sin mirarlo, sin advertirlo... ¡y era su novia!...
Cinco o seis veces había ido a «sacarla» y en todas recibió idéntica respuesta:
—Pa esta estoy comprometida.
—¿Y pa la que viene?
—Creo que también... dejame cumplir con los forasteros, que a vos te sobra tiempo!... Además ya sabes que no conviene que tata malisée nuestras rilaciones... Pa mi gusto que, la vieja ha olido algo... Hasta luego...
Fué entonces cuando Gorgonio optó por irse a refugiar en el más obscuro rincón de la sala, para poder, sin mostrar a los demás la miseria de su sufrimiento, seguir contemplando a la ingrata adorada...
Extraño novio era él. Novio de entre semana, clandestino, considerado por Jovita como un vicio inconfesable, algo así como la camaradería de la niña de la casa con la sirvienta, camaradería que debe desaparecer en absoluto ante la presencia de las visitas; amistad igualitaria en la chismografía del fogón de la cocina, pero que no podía trasponer las puertas de la sala, dentro de la cual era forzoso poner ambiente entre las distanciadas categorías: la «niña» y la «piona».
Cruelmente herido en su cariño y en su orgullo, luchaba el mozo entre el deseo de marcharse indicado por el amor propio ofendido, y la orden de permanecer allí, dada por el torcedor de los celos.
Estaba a punto de triunfar el primer impulso en el instante que Jovita fué a pasar junto a él, dirigiéndose a las habitaciones interiores.
Tanta tristeza notó expresada en el rostro de Gorgonio que se sintió conmovida y se detuvo para decirle afectuosamente:
—Te reservo la primera polca que venga.
—¿Pa qué?—replicó él con amargura; pa qué, si ya veo que la plantita'e mi cariño se ha secao en tu corazón!
Irritóse ella:
—Siempre has de hablar de cosas bobas, siempre has de andar con ese aire triste de lechuzón y siempre has de andar llorando achaques y miserias como una vieja pedigüeña!...
—¡Porque te quiero!...
—También te quiero yo, y estoy contenta y me río y me divierto.
—Porque no sentís el verdadero querer.
—Si el verdadero querer obliga a estar siempre con cara de sepulturero y a pegarse las vistas con cáscara'e cebolla pa que s'enllenen de agua cuando una no tiene denguna ganas de llorar, renunceo al querer. Yo soy así.
—Yo desearía que jueses de otra laya.
—Vos me querés porque m'encontrás bonita, sempática, alegre, pero pretendés que sea bonita, sempática y alegre, sólo pa vos; pretendés que sea pa vos un jilguero cantor, de linda pluma y saltarín, y pa los demás una lechuza cebruna, empacada, muda... Pensar ansina y querer ordeñar una mosca son locuras tocayas...
Gorgonio no encontró la réplica. Todo lo dicho por su prima parecióle falso, sofístico, malo, pero en la cartuchera de su ingenio faltaba la munición para contestar con eficacia al ataque.
—Hasta luego,—dijo ella; vení a sacarme en la primera polca.
Y se fué.
Él esperó.
Los guitarreros tocaron una mazurka, después un vals, a continuación una habanera; más adelante otro vals, otra mazurka y otra habanera, y, por último, un pericón, cuyas variadas figuras prolongaron la fiesta hasta que la luz del nuevo día entró por puertas y ventanas, avergonzando a lámparas y velas... Fatigados los «musiqueros» y los bailarines, terminó la jarana, sin haber dejado sitio para la polka que Gorgonió esperaba bailar con su novia.
Durante toda la noche, nadie, y su novia menos que nadie, se habían preocupado lo más mínimo de Gorgonio.
Y sin embargo, don Macario había tomado como pretexto de la «comilona», el onomástico de su sobrino Gorgonio!...
III
Cuando el mozo regresó a su casa, ya el sol iba trepando la cuchilla del cielo. Aunque no había pegado los ojos en toda la noche, no hizo más que cambiarse las prendas domingueras por las habituales del trabajo, y echándose al hombro la azada se encaminó a la huerta y se puso a continuar la carpida del extenso sembrado de papas.
Sabía perfectamente que su padre no le reprocharía unas cuantas horas robadas al trabajo para satisfacer la necesidad juvenil de divertirse; pero ni su concepto del deber, ni el estado de su espíritu le permitían ir en busca de reposo.
Siempre había tenido por su austero padre el más respeetuoso cariño y se esforzaba siempre en todo en emularlo.
Eran dos camaradas. Don Filemón, cuantas veces tenía que referirse a su hijo lo designaba afectuosamente:
—Mi amigo Gorgonio...
Esa vez don Filemón prolongó más que de costumbre la «recorrida» del campido, entreteniéndose en curar las ovejas «abichadas», numerosas en aquella época. Llegó a la casa pasado el medio día. Se sentó a la mesa y ordenó a la vieja negra que acabara de llevar la fuente del puchero:
—Andá a ver si Gorgonio se va a levantar, o si quiere que le lleven la comida al cuarto...
—El niño Gorgonio está trabajando en la chacra.
—¿Ya se levantó?
—No se acostó. Ansina que llegó del baile no hizo más que cambiarse 'e ropas y dir a carpir las papas... Ni mate quiso tomar. Yo le oferté: «¿Querés que te sebe unos amargos?»... Y él me respondió de esta laya: «Gracias, tía Juana; dimasiaos he tomado anoche»... Y se jué a trabajar. Ansina es, pué...
—Güeno!... Andá llamarlo, que la comida s'enfría; y no te metas en lo que no te importa!...
Asustada por aquella insólita violencia del patrón, la viejecita corrió hasta la puerta, pero antes de salir exclamó:
—Yo no me meto, patrón, porque yo soy una pobre negra vieja más redonda que argolla el lazo... Pero pa mí que al niño Gorgonio le pasa algo, y que usté debería meterse...
Pocos minutos después entró Gorgonio.
—Güenos días, tata.
—Güenos, amigo Gorgonio.
El «amigo Gorgonio» mostróse singularmente triste y silencioso durante el almuerzo, a cuyo término don Filemón hablóle en esta forma:
—Amigo Gorgonio, hace tiempo que usté anda con un entripao muy grande al cual es preciso aplicarle una güena medecina; y usté no debió olvidar que los amigos son pa las ocasiones, y que mejor amigo que su padre, no ha'e tener en el mundo...
—Nada me pasa, tata,—tartamudeó el mozo.
—Tan grande es el pedazo'e pulpa que lo tiene atorao, que hasta l'obliga a mentir, a usté que siempre supo decir verdá!
—Hay cosas, tata, que no se deben decir.
—Hay cosas, que no se deben hacer, pero hijo, una vez hechas carece aguantarlas como varón; esconder una lacra no es curarla... Pero no perdamos tiempo al ñudo. ¿Vos estás enamorao de tu prima Jovita?
—¡Hasta los caracuces, tata!...
—¿Y ella te cabrestea?
—Parece que sí, pero siempre me dice que hay que desimular, porque los viejos no serían conformes.
—¿Y se hace el amor a escondidas? Lo desconozco amigo Gorgonio. Yo le enseñé que un hombre honrao debe viajar siempre por el camino real y a la luz del día. Sólo quien tiene delito marcha escondido en el poncho negro'e la noche, cortando campos y maniando alambraos. Y hay que tener vergüenza pa no hacer una mala acción, no pa empezarla.
Luego, suavizando el tono, el viejo prosiguió:
—Yo creo que mi sobrina no es la mujer que te conviene; pero como sé que lo qu'el corazón elige la riflesión no lo cambea, hoy mesmo viá ver a mi hermano y le hablaré derecho, viejo, como deben hablar los hombres.
IV
Don Filemón era la antítesis, física y moral, de su hermano don Macario.
Era alto y flaco, serio, parco en todo. No fumaba, no bebía alcoholes, no frecuentaba las pulperías, no tuvo jamás un «parejero» y no conoció otras caricias femeninas que las de su esposa, muerta al dar a luz su único hijo, Gorgonio.
Su padre les dejó al morir muy reducida herencia quinientas hectáreas de campo y unos pocos animalitos correspondieron a cada uno de los dos hermanos.
Don Macario, con más inclinaciones al placer, a la vida alegre, que el trabajo rudo y metódico, despilfarró en poco tiempo las tres cuartas partes de su modesto patrimonio.
Empero, su casamiento con Tolentina, una jamona poco agraciada pero poseedora de una hijuela respetable, lo convirtió, del sábado al domingo en acaudalado estanciero, mientras su hermano mayor proseguía su vida laboriosa, cultivando por sí sólo su escasa heredad sin ningún progreso visible.
Tal era la situación respectiva de los dos hermanos, cuyas relaciones, dicho sea de paso, si siempre fueron cordiales, nunca fueron íntimas, en virtud de la desigualdad de fortuna—cuando don Filemón fué a la Estancia del Pedernal en misión casamentera.
Llegó en mal momento. Don Macario era un hombre generalmente alegre y bondadoso, pero no convenía abordarle al siguiente día de una fiesta, pues el exceso de comidas y de alcoholes, poníalo de un humor de perros. En la juerga de la víspera había ingerido, entre otras frioleras, medio lechón que «entuavía l'estaba patiando en la barriga», y una tal cantidad de vino y caña, que ya había concluido un barril de agua sin lograr extinguir el incendio que le devoraba las entrañas.
A las primeras palabras de don Filemón trató de evadirse, proponiendo postergar la discusión del asunto; pero el otro, con su terquedad de hombre metódico, habituado a hacer las cosas en su debido tiempo, insistió.
—Yo propongo. Vos decidís. Pa responder si o no, no carece consulta de abogao.
—Güeno, ¡pues no!—fué la categórica contestación de don Macario, expresada con una violencia poco común en él. Luego, intentando dulcificar la brutalidad de la negativa, explicó:
—No puede ser, Filemón. Escúchame y verás que me asiste razón. Pa cuasi todos yo soy un hombre rico; pero la verdá es que tengo más deudas que capital, y no abrigo más esperanza'e salvarme como me salvé antes, haciéndole un güen casamiento a Jovita antes de que el pago se entere de qu'estoy partido pu'el eje... ¿Es razón?
—Mirá que yo tengo algo que dejarle al muchacho... Algo que no es tan poco...
—Pa vos, hermano... Pero no pa mí. Todo lo que vos podas dejarle,—agregó—me lo fundo en dos comilonas!...
—¿Ultima palabra?
—Yo no tengo más que una.
—¿Y no te parece que sería justo consultar a Jovita?
—No me parece; ella hará lo que yo mande.
—Respeto tu parecer,—respondió don Filemón y sin demostrarse agraviado se despidió de su hermano para ir á transmitir a Gorgonio el fracaso de su misión, que, por otra parte, él preveía.
El mozo escuchó con serena entereza el relato de la entrevista; y cuando el padre interrogóle:
—¿Qué piensas hacer?—él contestó:
—Necesitó hablar con ella. Si ella me quiere como yo la quiero, consentirá en ser mi compañera, pobres o ricos, pese a quien pese. Si alega las mismas razones de tío Macario, tendré la asiguranza de que he colocao mal mi cariño y trataré de salvar anque más no sean las ganas.
—¡Así hablan los hombres!—dijo el viejo poniendo su callosa mano sobre la cabeza del hijo; y en segida, con augusta solemnidad, sentenció:
—Pero no olvidés que los hombres, los verdaderos hombres, están obligaos más que a decir lo que sienten, a cumplir lo que han dicho!...
V
La entrevista de Gorgonio con su novia fué breve y decisiva.
—¿Sabes lo que conversaron tata y tío Macario?
—Sí; mamá me contó todo, ordenándome que rompa mis relaciones con vos inmediatamente, porque nosotros, con juntar nuestras pobrezas lo vamos a pasar pescando sapos en arroyo'e la vida.
—¿Vos decís eso?
—Jué mamá que dijo que había dicho tata.
—Entonces vos pensás lo mesmo... Sin embargo tata dijo que él tenía su capitalito, y que a su muerte...
Sonriendo con cierta expresión despectiva, Jovita interrumpió:
—¡La herencia del tío Filemón!... Una chacra unos matungos viejos, una majadita que no habría, de alcanzarnos para el consumo de tres meses... y algunos pocos pesos que tenga ahorraos!... Convéncete, Gorgonio; yo te quiero bien, pero la vida es la vida y los cuatro vintenes que pueda dejar tío Filemón, serán mucho pa ustedes, pero nada pa nosotros, acostumbraos a ser ricos.
Gorgonio que se había puesto densamente pálido, inquirió con voz breve y seca:
—De modo que... ¿hemos rompido?...
—Tiene que ser... Seguiremos siendo amiguitos;—y le tendió la mano que el mozo no se dignó a tomar.
—Güeno, adiós,—dijo—que la suerte te dé el marido que mereces.
—Quien sabe, más adelante....—insinuó ella; y él respondió con tranquila firmeza:
—Un vale que se rompe ya no se paga jamás.
VI
Tres años transcurrieron y don Macario había ido a media rienda por el camino de la ruina. Apremiado por los acreedores, conocida su verdadera situación,—que él había intentado ocultar multiplicando la frecuencia y la explendidez de sus fiestas,—se encontraba ya al borde del abismo, cuando ocurrió el fallecimiento del tío Filemón. Jovita, agriada, herida en su amor propio, por el sucesivo abandono de parte de sus múltiples galanes de la época en que la creían un buen partido, empezó a juzgar menos despreciable la herencia del tío Filemón.
Sus padres compartían ese modo de pensar y los tres rivalizaron en esfuerzos para exteriorizar ante Gorgonio la pena que les causaba el infausto acontecimiento y las simpatías, el sincero cariño que le profesaban.
—Mi hermano Filemón no puede haber dejao gran cosa... pero quien anda con el freno en la mano no desprecea el caballo que le regalan porque no le gusta el pelo...
Misia Tolentina asintió. Para ella cualquiera solución era aceptable, con tal que le permitiese proseguir su vida holgazana de perro gordo, sin otro ideal que comer y dormir.
Jovita, que en su alma poco sensible al amor, sentía, si no cariño, tampoco repulsión por su primo, se resignó también al remate modesto de su brillante ensueño matrimonial.
En suma: la herencia del tío Filemón era misérrima, pero las circunstancias imponían la obligación de aceptarla; y en esto estuvieron perfectamente concordes los tres miembros de la familia.
No consultaron a Gorgonio, dando por sentado que había de aceptar jubilosamente el honor y la satisfacción de casarse con su adorada prima.
Y se esperó el desarrollo de los acontecimientos, guardando discreta compostura.
Poco antes de fallecer, don Filemón había dicho a su hijo:
—En la caja de latón qu'está en el fondo el baúl, encontrarás tuito lo que te dejo: la propiedá del pedazo'e tierra que me dejó mi padre, y lo que hemos ido ahorrando con mi trabajo y el tuyo, amigo Gorgonio.
La familia de don Macario, que había escuchado esas palabras, no se movió de la casa.
Durante él velorio no abandonaron un momento la sala, y en la casa quedaron instalados hasta el segundo día de la inhumación de los restos.
Hay que atender al pobre muchacho, canejo!... ¡P'algo sernos los parientes!...
Al tercer día, tras un almuerzo silencioso, casi lúgubre, don Macario llamó a parte a Gorgonio y le dijo paternalmente:
—Mira muchacho... Yo compriendo qu'estés abatatao... Pero es mi deber aconsejarte, que pa eso soy tu tío y tengo esperencia... El pobre Filemón ya se jué; aura hay que pensar en los vivos, porque por perra que sea la vida estamos condenados a vivirla... Es tiempo que abrás la caja e'latón pa ver lo que te manda hacer tu finao padre, con respeto a sus bienes.
—Tiene razón, tío,—respondió Gorgonio y extrajo del baúl la caja de latón.
Poco pesaba. La abrieron. Sólo contenía papeles: los títulos de propiedad del campito; los certificados de los diversos animales adquiridos; dos boletos de señal y de marca, y, finalmente, un sobre grande, dentro del cual había un documento prolijamente doblado y un papel garabateado por el viejo.
El papel decía así:
«Amigo Gorgonio: Con nuestro trabajo hemos vivido, pobremente, pero sin pasar necesidades. Vos nunca me pedistes y yo nunca te rendí cuentas. Aura te las presiento. El papel questá abajoésta esqu'ela es la libreta 'el Banco ande juí amontonando los aurritos de veinte años y que con las pariciones de los intereses han de andar rayando en los veinte mil. Cuando yo muera t'entregarán la platita con sólo mostrar ese certificao.. Te dejo una fortuna, amigo Gorgonio y sólo te pido que sepas emplearla bien, siendo siempre honrado y trabajador...»
—¡Veinte mil pesos!—exclamó entusiasmado don Macano.—Con esa suma podemos levantar las hipotecas del Pedernal, vos te ponés al frente del establecimiento, y...
—Y una vez casado...—dijo misia Tolentina—¡Eso será lo primero!... ¿No te parece Jovita?
—Me parece... es decir... según le parezca a Gorgonio,—respondió la chica con fingida emoción.
El mozo secóse las lágrimas que habían inundado sus ojos, y luego, con voz firme, enérgica, respondió:
—Sí. Lo primero ha'e ser casarme, formar un nido, pa no estar sólo, sin un poste en que rascarse, sin una cría pa lamber, y pa probarle al viejo querido que no me olvido de lo que me dijo, cuando me dijo: «Los verdaderos hombres están obligaos, más que a decir lo que piensan, a cumplir lo que han dicho».
—Está bien eso... Y como vos había prometido casarte...
—Con la hija del Chacarero Gervasio, dispués que usté me negó la mano'e Jovita y Jovita se me ladió también, me caso, con Juana, la hija del chacarero Gervasio, que me quiso sin saber que yo iba a recibir cincuenta mil pesos de herencia del finao mi padre... Espero, tío Macario y tía Tolentina que ustedes sean mis padrinos de casamiento...
Doña Tolentina y su hija quedaron mudas. Don Macario, venciendo la amargura causada por aquella decepción tan imprevista, dijo:
—¡Cómo no, sobrino! ¡Cómo no!... ¡Y habrá que hacer una comida y una fiesta machazas!... Yo m'encargo d'eso!...
La abuela
Después de almorzar se acostó a dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso a «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».
Eso le dió rabia.
Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.
Entretanto, puso la pava junto a los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación a lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.
Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.
Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de compreder tragedias anímicas—llama vida vulgar.
Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, Suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estética cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un ál amo.
¿Cuántos años tenía?... ¡Quién sabe! Muchos, sin duda. Y casi todos ellos, años pesados, feos, fríos, sucios, con mucha lluvia, con poco sol; las primaveras echadas a perder por las ventiscas; los veranos convertidos en tormento por la canícula; los otoños encharcados... y luego, los inviernos, con sus tintas grises, con su helada, con sus lluvias, con sus crueldades sin término.
Tenía una cabeza pequeña, que parecía más pequeña aún con el peinado apretadísimo y con la largura de la cara magra, oscura, surcada en todas direcciones por millares de arrugas. Tenía unos ojos de pupila negra, de cornea turbia, profundamente hundidos en los huecos orbitarios, donde, de largo tiempo atrás, habían desaparecidos, quemados en el horno de la vida, los cojinetes adiposos. Tenía una nariz fuerte, alta, larga, acuchillada y curva como un alfanje, y tenía por boca un ancho tajo, una larga línea negra, fina, recta, rígida, formada por las dos tiras de pergamino—que un tiempo fueron labios—sólidamente aplicadas sobre las encías desguarnecidas.
Todo en ella hacía pensar en un árbol seco; pero en un árbol como el coronilla, que tronchado, separado del suelo nutridor, continúa viviendo, convertida en hierro la médula imputrescible.
Los poquísimos contemporáneos suyos que supervivían en el pago, atestiguaban que había sido una real moza; que muchas guitarras habían gemido a la puerta de su rancho, y que muchas trovas habían desparramado ruegos amorosos en el silencio de las noches blancas, por entre las tupidas y perfumadas ramazones de la vieja madreselva, guardián de su ventana.
Pero ella manteníase esquiva, viviendo muy contenta en el puesto florido, en unión de sus padres y sus dos hermanos, hasta que una guerra arrastró en su ola de barro, el padre y al primogénito, iniciándola en la amargura de las primeras lágrimas brotadas del dolor moral.
La paz volvió a reinar sobre la tierra; pero el padre y hermano no regresaron al rancho, porque sus cuerpos habían quedado sirviendo de abono a unas tierras tan lejanas y tan ignoradas, que a las pobres mujeres no les quedó ni el piadoso consuelo de llevaríes la ofrenda de un cirio, de unas flores y de un rezo.
La vida continuó, sin embargo, renaciendo el humano afán de plantar plantas de alegría y esperanza en los hoyos que ocuparan las prematuramente desaparecidas.
Otra guerra le llevó el hermano menor; y éste volvió, un año más tarde, para arrastrar durante meses una miserable existencia, con las vísceras destrozadas por la lengua brutal de las lanzas. Les proporcionó, sin embargo, el consuelo de tenerlo cerca, y poder ir, de cuando en cuando, a orar en su tumba.
Tenía Carmelina cerca de treinta años cuando se decidió a aceptar la mano de Claudio Vergara, honrado chacarero, ya bastante maduro.
Dos años apenas habían pasado y recién el nuevo jardín había producido su primera flor, cuando la terrible segadora volvió a pasar por el país y se llevó a Claudio, rumbo al campo grande y remoto de donde casi nunca se vuelve. Y él no volvió.
Con el alma casi seca y semi muerta, la paisana comenzó una existencia de simples deberes, sin otro placer que el cuidado de su hijo, placer que se iba amargando a medida que el chico crecía, acercando la hora en que iría a buscarle la guerra miserable.
Empero, por un fenómeno—un fenómeno tan raro como un invierno sin fríos y sin lluvias,—los años transcurrieron en paz. El pequeño Claudio creció, se hizo hombre, se casó y la madre convertida en abuela, se dio a esperar una ancianidad tranquila, ya que no venturosa.
¡Vana esperanza! La malvada tornó al pago junto con los primeros perfumes de una radiosa primavera.
Una tarde vinieron en busca de Claudio, le dieron un caballo, una divisa y una lanza y se lo llevaron.
Desde entonces Carmelina se convirtió en una especie de autómata. Todo el tiempo que le dejaban libre los quehaceres lo pasaba en el guardapatio, recostada al palenque, observando al campo inmenso, esperando ver dibujarse en lontananza la silueta del hijo ausente.
Un día llegó un jinete; pero ese jinete no era Claudio, sino su amigo Pascual, compañero de patriada. No tuvo necesidad de contar nada, de hablar nada, para que la infeliz mujer comprendiese el horrible mensaje de que era portador.
¡Cómo el padre, cómo los hermanos, cómo el esposo, el hijo había sido sacrificado a la saña infecunda de la guerra!... Como ellos había sido devorado por la sangrienta divinidad, cuyo culto misterioso había renunciado a comprender Carmelina tras las desesperadas reflexiones de sus largas angustias de hija, de hermana, de esposa, y de madre.
Renunciando a comprenderla la odió con el odio de la esposa honesta y buena hacia la mujer de placer que le arrebataba el cariño del esposo.
Durante el cuarto de hora que permaneció delante suyo el fatal mensajero, ella no pronunció una palabra, ni hizo un sólo gesto, secos los ojos, sellados los labios...
Y hacía rato que el otro había partido balbuceando vanas condolencias cuando se levantó de un brinco y corrió al interior del rancho para regresar trayendo en brazos al nietito, quien bruscamente despertado, lloraba a lágrima viva, agitando las piernas desnudas.
Ella lo separó de su cuerpo, lo miró con expresión indefinida y con arranque de furor insano empezó a gritar:
—¡Todavía quedas vos!... ¡Todavía quedas vos, para satisfacer a la perdida!... Pero no!... No tendrá a nadie más de mi sangre, a nadie más!... "Y completamente enloquecida corrió hacia el pozo, el pozo de balde de veinte metros de hondo, se apoyó en el brocal y arrojó de cabeza al pequeño...