Partición Extraña

Javier de Viana


Cuento


Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas, Alipio interrogó suplicando aún:

—¿De modo, tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me arreen la majadita?

—Así ha ’e ser, —respondió impasible el viejo, aquel viejo de cabeza y barbas patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo cuyo rostro hacía presentir un santo varón dispuesto siempre a tender la mano caritativa al prójimo afligido.

Él joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la maleza de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de conmover el corazón de su padre.

—Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me ha ido mal...

—Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.

—¿Pero será posible, tata, que por dos mil pesos miserables me haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi mujer y a mis hijos, teniendo usted una gran fortuna?...

—Si la tengo es porque siempre supe rascarme p’adentro, dejando que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayuda, a la fecha estaría más pelao que corral de ovejas.

Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado, aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por vivir, por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.

Sin rencor, sin vehemencia, dijo:

—Güero: adiós, tata.

Y el viejo, con la misma impertubable tranquilidad:

—Adiós, hijo; que Dios te ayude, —respondió.

Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a preparar la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa mezclada con sebo; más sebo que grasa.

Mientras se hacía el comistrajo, recogió del suelo los tres o cuatro «puchos» gordos que su hijo había tirado en la nerviosidad de su conversación. Los deshizo, peinó una chala y lió un grueso cigarrillo...

Y quedó impasible, don Juan.

Tenía cerca de setenta años. A fuerza de trabajo, de astucia, de avaricia, logró una fortuna considerable. Casado a los cuarenta, tuvo siete hijos, de los cuales tres murieron en edad temprana, quizá porque debían morir, quizá porque no quiso gastar un peso en médicos ni farmacias; hasta la ciencia empírica de la curandera del lugar rehusó su mezquindad desalmada.

A los restantes los fué ocupando de peones; pero como les resultaba más caros y menos rendidores que los peones asalariados, los fué «espantando», uno tras otro.

—Cuando los pollos han emplumao, —se expresaba— el deber de la gallina concluye: que cada uno vaya a buscarse la vida por su cuenta y como pueda.

Su mujer, pobre bestia consumida por un trabajo superior a sus fuerzas, se murió de agotamiento y de fatiga. Y don Juan quedó solo y contento. Menos bocas inútiles, menos gastos, y luego, el placer que experimentaba todas las noches, antes de acostarse, contando y recontando las onzas de oro, las libras esterlinas, los cóndores, las brasileñas, que llenaban tres botijos cuidadosamente ocultos en una cueva, bajo la alacena que ocupaba un ángulo de su dormitorio.

Sus hijos se habían dispersado, y ni sabía ni le importaba saber de ellos, que tampoco se preocupaban de él, sabiendo por repetidas experiencías, que no había nada capaz de conmover el corazón empedernido del avaro.

Poro cuando más satisfecho se encontraba, un súbito arranque de parálisis vino a postrarlo en cama, obligándole a tomar una «piona» para atenderle.

Y la «piona» fue Chuma, la viuda de su hijo José, quien, sin recursos y sin ayuda de su padre, se hizo policiano y fué muerto en una refriega con los contrabandistas.

Chuma lo mimaba, haciéndole todos los días un puchero de gallina, costillares de cordero, arroz con leche, compotas de ciruelas y orejones.

Y estos dispendios exasperaban al viejo que, no pudiendo hablar, protestaba con gestos de una violencia grotesca.

Pero Chuma acrecentaba el poder de su dominación a medida que avanzaba la enfermadad del tullido.

Una noche vió el viejo, con gran sorpresa, que su nuera preparaba una mesa con cuatro cubiertos, allí en su propia pieza.

Más se sorprendió luego, viendo entrar y tomar asiento junto a la mesa, a sus tres hijos.

Chuma sirvió un verdadero banquete, que los otros devoraron, mientras el viejo se estremecía rabioso.

Concluida la cena, durante la cual se había agotado una damajuana de vino carlón, Chuma dijo:

—Güeno, aura vamo hacer la repartija ...

Y, medio ebrios todos, fueron al ángulo donde estaba la alacena, la separaron y retiraron los botijos llenos de oro, cuyo contenido volcaron sobre la mesa.

Sin contar, haciendo montones de valor aproximado, se repartieron las monedas, que cada uno fue echando en las maletas traídas exprofeso.

Durante la escena, la fisonomía del viejo, clavado en el lecho, tenía expresiones horribles. Haciendo un esfuezo colosal logró incorporarse un poco y haciendo muecas trágicas, los ojos fuera de las órbitas bramaba sin poder articular palabra

—¡Bab!... ¡bab!, ¡bab!...

Los tres hombres algo conmovidos, se retiraron llevando su botín respectivo.

Quedó sola Chuma, se acercó al lecho, y como despedida le arrojó al rostro del viejo esta frase:

—Adiós, tata. Que Dios lo ayude y gracias por la platita.

Y salió riendo.


Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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