A las siete, más o menos, todas las tardes Pata Blanca llegaba al Parque 3 de Febrero y se detenía siempre en el mismo sitio, junto a la baranda que limita el emparrado del restaurant. Cuando el patrón descendía del pescante del carricoche y cargando con las cestas de pan se internaba en el edificio, él, Pata Blanca, estiraba el pescuezo dedicándose a contemplar el gran árbol que se erguía enfrente. El patrón solía quedarse hasta cosa de una hora allá adentro, haciendo quien sabe qué, —emborrachándose tal vez;— pero esto no le interesaba a Pata Blanca, como no le interesaban los tangos tocados por la orquesta, dado que, para sus orejas refinadas, los tangos eran algo así como música en putrefacción, cebada ardida o maíz con pajarilla: serían buenos los tangos, también el cardo dicen que es bueno: pero sólo los burros lo comen. Unos bichos parecidos a hombres y otros bichos parecidos a mujeres, que entraban y salían, tampoco le interesaban. Su preocupación única era el árbol. Muchas veces tuvo tentaciones de hablarle, pensando que siendo él caballo criollo y ombú el árbol, quizá se entendieran. Sin embargo, esquivando decepciones, prefirió callar.
En el rodar de muchos días y de muchos meses, la vida continuó así, salvo ligeras, despreciables variantes. Empero, en una tarde cálida, Pata Blanca oyó el ruido sonoro de cascabeles y cadenas y cuando volvió la cabeza, vió la caja de una elegante charrette junto a la caja amarilla de su jardinera; y junto a sí mismo, un soberbio anglo-normando, grande, gordo, lustroso, resplandeciente con sus arneses dorados. Pata Blanca, humilde, estiró más aún el pescuezo; el aristócrata, fingió no verlo. Desde ese día, todas las tardes, a la misma hora, la casualidad ponía juntos al peludo caballito criollo y al acicalado caballo de raza. Este tenía por aquél un profundo desprecio; le humillaba la compañía y durante todo el tiempo, pasábaselo piafando, golpeando al suelo con los cascos, sacudiendo la peinada melena, demostrando ostensiblemente su disgusto. Un día, el anglo-normando, miró al criollo dirigiéndole la palabra:
-¿Cómo te llamas vos? —le preguntó, tuteándolo, porque los ricos tienen el derecho de ser mal educados.
—Yo me llamo Pata Blanca; ¿y usted? repondió cortésmente el criollo; porque los pobres tienen la obligación de ser atentos.
—Yo... ¡Grandeeship! —contestó sacudiendo sus cascabeles el anglo-normando,— Grandeeship, por Fenhill, por Amphim, por Ermah, por Fesherman! ¿Y vos de quién descendés?...
—De un zaino rabicano de la Pampa, por mal nombre el Tuerto.
Grandeeship sonrió con lástima y como en ese momento llagaba otro «puro» levantó la cabeza a fin de que no lo viera conversando con el plebeyo. Este miró el ombú.
Desde entonces, todas las tardes, mientras su amo se entretenía en el interior con la elegante rubia que le acompañaba, Grandeeship mataba el tiempo chichoneando a Pata Blanca. Un día, díjole:
—¡Pero que flaco estás, ché!... ¿No te dan de comer?... Yo me voy a empeñar con el patrón para que te manden la paja de mi cama... no es muy buen alimento, pero para vos...
Y en esa forma siempre.
Pata Blanca callaba, y estirando el pescuezo, fijaba sus ojos en el ombú.
* * *
¡La guerra!... Había estallado la guerra y hombres y bestias
debían sacrificarse en la defensa del territorio nacional. De los
hombres, se juntaron todos, pobres y ricos; muchos ricos fueron
detenidos en el instante en que tomaban pasaje para Europa. Hubo requisa
de caballos, y algunos fueron arreados en el momento en que se
intentaba pasarlos al estado oriental. Pata Blanca y Grandeeship se
encontraron sirviendo en el mismo escuadrón. Aquél pertenecía a un
soldado, este a un oficial: continuaban conservándose las distancias y
aun en medio de la tribulación, no eran iguales los piensos ni los
cuidados... En una madrugada, el caballo plebeyo y el aristócrata
caballo, fueron brutalmente sorprendidos: se les metía el freno en la
boca, se les ensillaba a prisa con grosería, y en el instante en que un
capitán trepaba sin consideraciones sobre Grandeeship, y sin
consideración trepaba sobre Pata Blanca un soldado, un jefe decía:
Del éxito de esta comisión depende la vida del ejército: maten los caballos, pero lleguen a tiempo.
—¡Se cumplirá! —dijo el oficial.— Y el oficial y el soldado, clavaron las espuelas en los ijares de sus respectivas cabalgaduras. Grandeeship, que no era patriota, tuvo tentaciones de corcovear, pero no sabia corcovear, Pata Blanca que era patriota sabía corcovear pero tuvo intenciones de volar. Y uno por voluntad, el otro por obligación ambos volaban sobre el camino. Entonces al patricio dijo:
—Aura es el momento de probadme, amigo ¿Aguantará usted las treinta leguas que han de comer nuestras patas?
—Mocito —replicó el anglo-normando— yo vengo aquí a la fuerza, sirviendo macanas, pero mi sangre y mi estirpe me obligan a luchar. Si quiere dejar dicho algo para la familia, avise; yo cumpliré el encargo,... ¡Ay!.... ¡qué modo de pinchar con las espuelas tiene el bruto del oficial!
—Gracias, —replicó Pata Blanca,— yo no tengo familia, no sé de la familia. De mis antepasados, muchos murieron con Balcarse, con Belgrano, con San Martin, con Güemes; sobre todo con Güemes... Yo no soy más que el hijo del zaino rabicano, que quien sabe de quien es hijo... ¿Galopiamos. ..?
Se galopa, se galopa. El puro, fuerte, lindo, cuidado, mira con desprecio al pobre criollo lanudo, pequeño, flaco, endeble. Se galopa; Grandeeship comienza a resoplar formidablemente. Pata Blanca pregunta:
—¿Cansao?
—¿Yo? —Y el anglo-normando da un resoplido semejante a una carcajada.
Se galopa. El aristócrata comienza a revolear las patas. Ni el látigo ni la espuela le impresionan ya. Hace un esfuerzo, brega por orgullo, tiembla, y jadeante cae. El oficial, desesperado, mésase los cabellos. Pata Blanca sacude la cabeza, diciendo aigo. El oficial entiende, hace desmontar al soldado, monta él, hunde las espuelas y Pata Blanca vuelve a sacudir la cabeza como diciendo:
—¡No es necesario!... ¡Yo soy criollo!