Era durante la revolución de Aparicio, en el año 1870.
Un pelotón de caballería colorada, grupo heterogéneo formado á raíz de una dispersión, había hecho alto, al caer la tarde, para "churrasquear" y al mismo tiempo dar un "resuello" á los caballos, fatigados tras ruda jornada de diez horas de marcha precipitada y continua.
Empapada por una lluvia fría y pertinaz que no había cesado desde la víspera; muerta de fatiga á causa del trotar apresurado y sin tregua durante un día entero; llena de lodo, tiritando de frío y con la barriga vacía, la tropa había hecho alto en una pequeña loma, junto á un monte, desde la cual, á la luz escasa del crepúsculo, se divisaba toda la pequeña zona limitada por un arroyo á la derecha, por otro arroyo á la izquierda y por el río Negro al fondo.
Los caballos, con el vientre y las patas negras de lodo, triscaban el pasto húmedo, atados á soga, con maneadores, al tronco de los pequeños talas que crecían aislados, ya casi fuera del monte.
Los hombres, medio desnudos, descalzos casi todos, recogido el "chiripá" y remangados los calzoncillos hasta encima de la rodilla, caminaban apresurados por sobre pajas y espinas, procurándose ramas secas para encender el fuego; lo que conseguían con gran trabajo.
A poco los "churrascos" se tostaban en las brasas, sin parrilla ni asador, y los soldados, en cuclillas alrededor de los fogones, los iban comiendo, sin pan y sin sal, á medida que se iban asando.
La noche avanzaba. Veíase en la orna desierta y negra la línea sombría del monte inmediato; y con la luz de los fogones, cuyas llamas crecían y decrecían, combatidas por la llovizna ó avivadas á soplidos por los gauchos, se divisaban la tropa silenciosa, los bultos negros de los caballos, y de trecho en trecho, como centinelas inmóviles, las largas lanzas clavadas en el suelo, flotantes las banderolas rojas, que en la sombra aparecían negras.
La inmensa fatiga que relaja el músculo y embota el espíritu, quitó á aquellos soldados esa verba infatigable y ese hábito de broma y de chacota que caracteriza al gaucho, acostumbrado á reir hasta en el infierno mismo de los "entreveros", acompañando con chuscadas cada uno de sus terribles botes de lanza.
Todo era sombrío y triste en aquella inmensidad misteriosa, en aquel campo donde la lluvia, fina y continua, producía un ruido sordo al caer sobre los pequeños pozos hechos por el pie de las bestias en la tierra blanda; en aquel monte negro, donde los yatays se erguían como gigantes enlutados; en aquel cielo en cuyo manto oscuro ni siquiera se veía el brillar fugitivo de un relámpago; en aquellos hombres semi-desnudos que se presentían, más que se veían, hambrientos y fatigados, engullendo grandes trozos de carne simplemente calentada; en aquellas pequeñas llamas ondulantes que en vano intentaban rasgar la espesa tiniebla; en aquel murmullo sordo que brotaba del bosque y crecía con el monótono gritar de ranas y otras sabandijas, y el chocar de las hojas, y el masticar de los caballos, y el crepitar de las ramas húmedas al arder en los fogones; y, por fin, en aquellas lanzas, culebras del odio, derechas, rígidas, mirando al cielo, como si pidieran con muda plegaria pechos humanos pora calentar sus negros rejones.
Separados de la tropa, á corta distancia, dos hombres, de pie, hablaban.
—Capitán —decía uno de ellos—, esos hombres se nos van á dir; vamo á marchar.
Su voz era agria y denotaba impaciencia.
El otro, con acento reposado y frase correcta:
—No se apure, teniente —replicó. Y luego con tono de fastidio:
—¿Usted cree que los hombres son de fierro? —agregó—. Hace dos días y dos noches que andamos á mata-caballos, sin comer y sin dormir, y todo, ¿para qué? ¡Para dar caza á un hombre que lo ha ofendido!
—Yo no lo he llamao á usted, capitán Larrosa —exclamó el teniente con entonación airada—; si usted quiere seguirme, bien, y si no, es dueño de quedarse.
Y dicho esto, se alejó lentamente y fué marchando en la oscuridad, derecho hasta donde pastaba su caballo; recogió el maneador, enfrenó, y con voz enérgica y breve,
—¡Muchachos, á ensillar! —gritó.
Silenciosos, estirando las piernas con pereza, los soldados abandonaron los fogones y fueron en busca de sus respectivos caballos.
El capitán quedó solo, inmóvil, con los brazos cruzados, torvo y ceñudo. Hombre educado, militar de escuela, llevado por los azares de la guerra civil á compartir la suerte de un oficialejo gaucho, sentíase humillado y renegaba de aquella guerra inclemente, de aquel poema del odio que se continuaba sin término, sin razón y sin objeto —sin que le fuera dable apartarse de su curso.
Al amanecer, tras de una noche horrible de sangrienta derrota, se encontró con una partida de compañeros que mandaba el teniente Nieto; y aislado, solo, sin conocer el paraje, sin saber adonde dirigirse, se unió al caudillo y marchó. Marchó días y noches sin comer, sin dormir, sin descansar; inconsciente de todo, ignorando adonde iban y á qué iban.
El teniente Nieto era un paisano de cuarenta años, viejo lobo huraño y malhumorado que hablaba pocas veces, no reía jamás y daba órdenes gruñendo, como perro mimoso. Era un león en la pelea, á la cual iba contento; y si se le preguntaba cuáles eran sus ideales y por qué motivo se batía, enarcaba las espesas cejas entrecanas y señalaba la divisa roja, muy ancha, que ocupaba casi toda la copa del gacho.
Esa cinta descolorida por la lluvia y el sol, y ennegrecidas las letras bordadas con hilo de oro, que formaban el lema iracundo, simbolizaba la patria, la libertad, las amistades, los intereses; todo revuelto y confuso, informe é indefinido. Torrente impetuoso que arrastra entre sus aguas espumosas animales y plantas, y piedras, y arenas, y trozos de ribera; materias inertes que ruedan sin resistencia, y seres vivos que luchan, gimen, imploran, pero son también sumergidos y llevados entre los mil brazos de la corriente hacia un desagüe desconocido.
Esa divisa era el torrente, cuyos orígenes perdíanse en las escabrosidades misteriosas y oscuras de la tradición; era la onda turbia y bravía deslizándose con estrépito infernal, á la manera de un dios ciego que marcha sin norte, insensible é implacable.
Por eso fueron inútiles todas las observaciones que el joven capitán —sin autoridad y sin prestigio en un medio que no era el suyo— hiciera para convencer al airado montonero.
¿Por qué cambiar de rumbo, dejar la ruta que, á pocas jomadas, debía conducirlos al ejército y obstinarse en la persecución de tres hombres que no significaban nada para el triunfo de la causa que defendían?
Por toda respuesta, el gaucho había dicho que aquellos hombres lo habían ofendido y que no cejaría hasta darles alcance; y que había de buscarlos por lomas, por llanos, por sierras y por bosques; en los pajonales donde habitan apenas, y en los "potreros" donde se refugian los toros alzados y las yeguadas cerriles, y en las cuevas donde duerme el jaguareté, y en las salamancas donde anida el ñacurutú.
Dijo esto con entonación colérica, echando el sombrero á la nuca, agitando el brazo derecho y oprimiendo el arreador de mango de coronilla, cuyas virolas de plata sonaban con el brusco sacudimiento.
Después había vuelto á echarse el sombrero sobre los ojos, aplastando la crin negra y ondeada; y el arreador ya no se movía sino para castigar el caballo, insensible á los golpes del talón.
Vencido una vez más, palpando su impotencia, el joven capitán fué en busca de su caballo y ensilló rápidamente. Cuando montó, ya la columna estaba en marcha.
Durante un rato siguió solo, callado, pensativo, teniendo por guía la masa negra que marchaba delante y el ruido sordo del pisar de las bestias aplastando achiras y juncos, caraguatás y pipirís. De cuando en cuando, el viento, que soplaba de frente, traíale frases hirientes para él, pronunciadas por los soldados de retaguardia.
—Ché, el cajetilla se queda atrás —dijo uno.
Y otro agregó:
—Andará por pegar la sentada.
—Dice que es más colorao que raíz charrúa.
—Pueda ser; pero pa mi gusto anda asustao. Mancarrón viejo no come putuy, y el mosito se pinchó y anda mesquiniando la oreja.
Entonces el joven, humillado y colérico, picó espuelas al caballo, flanqueó la columna y fué silenciosamente á colocarse al lado del jefe.
Así marcharon un rato, uno al lado del otro, sin decirse una palabra. El gaucho fué el primero en hablar.
—¿Ve aquella cosa oscura allá abajo? Es el río Negro.
El joven no replieó, y Nieto, sin hacer caso de su silencio, continuó:
—Y esta otra, á la derecha, es el Zapallar; y acá, á la izquierda, donde campamos, es el Sauce.
Después de un corto silencio siguió hablando de este modo:
—El Zapallar y el Sauce hacen barra allí, cuasi juntos, y hay una picada. Es fiera, porque tuito es bañao; pero se pasa. Siguro, ellos pasaron por ahí. Y han de haber rumbiao al norte, por la cuchilla de Caraguatá. Nos vamos á encontrar con ellos.
El joven, á pesar de su disgusto, sentía deseos de saber quiénes eran los perseguidos, y por qué los perseguía el teniente Nieto, juzgando que algún drama se ocultaba bajo el fiero rencor del guerrillero.
—¿Y quiénes son esos hombres? —preguntó después de un largo silencio.
—Uno, el que yo quiero agarrar, es el capitán Farías. Los otros dos no lo sé —replicó el gaucho con voz rencorosa.
—¿Y se puede saber por qué lo quiere agarrar al capitán Farías?
—Primero, porque es blanco; y pa mí, blanco y perro es la mesma cosa. Y dispués...
—¿Después?
—Dispués, porque tengo que arreglarle una cuenta —dijo el gaucho tornándose más sombrío aún.
Luego continuó:
—Cuando "los" fuimos á servir al gobierno, y "los" redotaron en el Cerro, este trompeta hijo e perra pasó con una partida por Tupambae y me asaltó la casa. Entonces se limpió las manos en mi china, y dispués le pegó juego al rancho y se alzó con mi tropilla de bayos.
Por eso... ¡Cuidao! hemos llegao á la picada. Pase atrás mío y afloje la rienda.
Con dificultad vadearon el río Negro, y ya en la otra margen, la marcha continuó en silencio, porque el joven, conmovido con el rápido relato del teniente, no sabía qué hacer ni qué decir. Empezaba á comprender que el gaucho tenía su parte de razón y presentía lo que esperaba al fugitivo si se le daba alcance.
El viento frío de la represalia le soplaba en las espaldas presagiando torturas. El torrente proseguía su loca excursión hacia el desagüe ignoto, y las víctimas irían cayendo una tras otra, rodando indefensas entré las aguas turbias y espumosas.
Amaneció. La tropa llegó á una estancia donde abundaban los perros y faltaba la gente. Un viejo octogenario, único hombre que había quedado en el establecimiento, se acercó temblando, mientras dos mujeres y medía docena de chicuelos harapientos lloraban en un rincón del amplio patio cubierto de hierbas —yuyo colorado, borraja y cepacaballo— que crecían lozanas, demostrando abandono, desolación y ruina.
No se consiguieron caballos, pero se supo que los fugitivos estaban cerca, que habían pasado esa noche con los "matungos aplastados".
Siguió la marcha. Al cabo de un rato el ojo de águila del teniente distinguió tres jinetes subiendo una loma. Aparó el trote; el capitán y tres soldados, los mejor montados, lo acompañaron. A la media hora, los perseguidos, que habían visto la fuerza enemiga é iban con las cabalgaduras cansadas, estaban á tiro de pistola.
Habían ganado una loma extensa, la cuchilla de Caraguatá, y no había quebradas ni arroyos próximos. El capitán, profundamente abatido, siguió galopando al lado de Nieto, sin hacer nada por disuadirlo de su empeño, convencido de que no existía antemural capaz de detener el desborde de la pasión exacerbada, la fiebre de venganza que hacía arder el cerebro inculto del gaucho.
Dejó andar las cosas.
Perseguidos y perseguidores emprendieron el galope. De los primeros, dos iban adelante, uno quedó atrás.
—El de atrás es Farías —gruñó Nieto con la satisfacción del tigre que olfatea la presa. Frunciendo el ceño y tomando las bridas con los dientes, echó mano á su pistola brasilera de dos largos cañones de bronce. Espoleó al caballo, tendió el brazo é hizo fuego: la bala se clavó en la tierra sin alcanzar al perseguido. Volvió á tirar, con igual resultado. Entonces cargó de nuevo el arma, bien cargada, hasta la boca, con seis "cortados" en cada caño; y sin cesar el galope, fué arrojando la sobrecincha, los cojinillos, la cincha, el basto, la carona, las jergas, hasta quedar "en pelo". El animal, aliviado en su peso, ganó distancia, dejando al capitán á varios metros y á la tropa muy lejos.
Farías, con el cuerpo echado sobre el cuello del caballo, huía sin volver la cabeza, en tanto que el teniente se acercaba cada vez más. Este había arrojado la lanza, y de nuevo hizo fuego, sin dar en el blanco.
Inmensa griteria brotaba del grupo: siniestras amenazas lanzaban los soldados, que en vano castigaban recio á las cabalgaduras, ansiosos de tomar parte en la venganza. Semejaban excitada jauría ladrando frenética á la res transida que galopa sin esperanza, mirando con inmensa pena la dilatada loma sin guaridas y el claro cielo sin sombras.
El mozo sintió rabia y vergüenza: hubiera querido estar al lado del fugitivo y morir allí antes que presenciar la iniquidad.
—¡Teniente, teniente! —gritó, desesperado, haciendo esfuerzos para alcanzarlo. Pero el gaucho, en el paroxismo del odio, víctima de las iracundias nativas, impelido por el instinto, era la bestia humana enfurecida que muere ó mata ineludible, fatalmente.
Lanzó una interjección espantosa, mientras pasó la pistola á la mano izquierda y desató las boleadoras que llevaba en la cintura. En el momento en que las revoleaba por encima de la cabeza, el fugitivo tendió el brazo y disparó su pistola. La bala, lanzada sin rumbo, hirió en medio del pecho al caballo de Nieto, y el noble bruto dio un salto, dobló las manos y cayó pesadamente.
El gaucho estuvo en el suelo antes que su caballo, y vio rodar, con las boleadoras enroscadas en las patas, al zaino de Farías, dejando á éste debajo. Entonces corrió, con el facón en la mano, dando brincos de felino y profiriendo amenazas. Cuando, al rato, el capitán llegó hasta allí, pudo ver á la víctima degollada "de oreja á oreja", revolcándose en convulsiones espantosas, en medio de un charco de sangre.
La venganza estaba consumada.
Mudo de terror, el joven quedó como petrificado, mirando con asombro á Nieto, quien, sentado tranquilamente en el suelo, estaba picando tabaco con el facón, cuya hoja, mal limpiada en las ropas del muerto, aun conservaba sangre.