Don Basilio, antes de ser don Basilio, cuando era Basilio Peralta, el hijo mayor de don Braulio Peralta, uno de los más fuertes ganaderos de Curuzú-Cuatiá, fué un mozo alegre y aventurero.
Trabajador, arreglado, era de una generosidad prudente, gastaba una docena de pesos, compartiendo con un amigo famélico, una buena cena y un beberaje copioso, porque los cobraba con la satisfacción de la compañía.
Pero si al partir, ese amigo le pedía unos centavos, invocando tal o cuales necesidades, Basilio no tenía casi nunca níqueles disponibles, y si alguna vez daba, hacíalo a regañadientes y guardando rencor al pedigüeño.
Gustábale organizar, en su casa, grandes fiestas, bajo cualquier pretexto; y más contento quedaba, cuanto mayor era el número de los invitados concurrentes.
Las comilonas, las vaquillonas con cuero, el amasijo que consumía una carrada de leña, las varias damajuanas de caña, amén de los guisados y los pasteles y los postres, hacían ascender a sumas crecidas cada una de esas fiestas.
Empero, él no lo sentía, por aquello de que sarna con gusto no pica, y esas verbenas eran su vicio.
Se cobraba satisfaciendo su vanidad, teniendo auditorio sumiso para sus relatos insustanciales, y, sobre todo, «piernas» para jugar al truco, todo el día y toda la noche, por fósforos.
Era en realidad, un profundo egoísta, convencido, sin embargo, de ser un hombre excepcionalmente bueno y generoso.
Por eso, cuando debido a los gastos excesivos, unidos a su desidia e incapacidad administrativa, su fortuna mermó considerablemente, se quejaba con amargura, de los cuervos, a quienes hartó en sus épocas de opulencia y que ahora, no sintiendo olor de la carniza, pasaban de largo, volando sobre su casa.
Empezó a aburrirse de un modo atroz; y fué entonces que le vino la idea de casarse. Cierto que iba ya frisando la cincuentena, que su físico no tenía nada de atractivo, —obeso, mofletudo, ñato, los dientes comidos por la caries, el rostro cubierto por la frondosidad capilar,— pero era todavía bastante rico para comprar mujer.
Y muy poco después se casó con Martinetta, la joven hija de un chacarero italiano.
¡Feliz idea!... Lo primero que hizo fué enseñarle a jugar a! truco. Durante las comidas, le espetaba sus narraciones de hechos pueriles, que ella, al principio, escuchaba disimulando los bostezos y después sin disimularlos.
Y apenas concluida la comida, a la mañana como a la noche, se sustituía el mantel por la carpeta, y empezaba para la pobre chica el tormento del truco.
Su juventud protestaba contra aquella servidumbre. Al principio tímidamente:
—¡Tengo sueño!... ¡Vamos a dejar!...
—Vamo el último y dejamo —respondía Basilio. —Y seguían; y llegó un día en que ella se negó rotundamente a acompañarlo.
Basilio sufrió mucho. ¡Valía la pena haberse casado para tener una esposa que se dormía cuando él le hablaba y que se resistía a jugar al truco!...
Y estuvo triste hasta la tarde en que la vieja Paula, la cocinera, madre de Sandalio, el único peón que le quedaba, le dijo, mientras levantaba la mesa, después de haber partido Martinetta:
—Yo no sé cómo la patrona no le gusta el truco, un juego tan lindo...
—¿Y vos sabes jugar si truco? —preguntó con ansiedad el patrón.
—¿Si sé?... ¡Y me tengo una fé bárbara!... ¡Pa ganarme a mí un «vale cuatro» carece ser muy toro y apuntarse con la espadilla y el bastillo!...
Desde esa misma tarde, empezó la partida, que se repetía todas las noches, continuándose hasta al amanecer del día siguiente.
—¡Truco!
—¡Retruco!
—¡Vale cuatro!...
—¡Envido!
—¡Real envido!
—¡Falta envicio!..
—¡Tengo flor!
—¡Contraflor al resto!...
Don Basilio estaba encantado. Aquello duró varios meses. Pero he ahí que una noche, doña Paula, le ganó dos «vale cuatro», una falta y tres «restos», el último con treinta y ocho pies. Don Basilio se «calentó» —¡no era para menos!— tiró los naipes y se fué a dormir...
Si no hubiera salido del comedor gritando y metiendo barullo, habría visto en su alcoba al hijo de Paula jugando al truco con Martinetta; pero alcanzó a ver lo bastante para indignarse todo cuanto le permitían su adiposidad y su natural bondadoso.
Su primer impulso fué matar a Martinetta, a Sandalio y a la vieja Paula; pero, hombre serio como era, ante la resolución tan seria, resolvió consultarlo con la almohada...
¡Qué vida más triste!... ¡No tener a quién hablarle y no tener con quien jugar al truco!... Dos meses, más de dos meses pasaron así; pero aquello, no podía continuar, se imponía una solución. Precisamente, don Basilio estaba pensando en ello, los codos apoyados en la mesa, la cara entre las manos, cuando Paula, ocupada en acomodar la vajilla en la alacena, preguntó humildemente:
—¿Este naipe, qu’está al ñudo aquí, lo tiro, patrón?
Él permaneció un instante indeciso. Luego ordenó:
—¡Poné la carpeta!
Ella la puso.
—¡Sentáte!
Ella se sentó.
—¡Da las cartas!..
Ella dió.
Y, en seguida, alegres, como antes:
—¡Truco!
—¡Retruco!
—¡Flor!
—¡Contraflor al resto! —gritaban sin fatigarse, hasta la llegada del día, y sin preocuparse de Martinetta y de Sandalio que, en el altillo, jugaban también al truco, diciéndose en voz muy baja:
—¡Envido!...
—¡Quiero!...