Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.
En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.
Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».
Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.
Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.
Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.
—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...
—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:
—No te apurés, muchacho; es el churrasco p'abrir l'apetito; en dispués vendrán los costillares. ¿Qué le parece don?—agregó dirigiéndose al forastero.
—Me parece que el churrasco es ruin.
Y como en ese momento el viejo había dado vuelta un tres y un siete:
—Copo al siete,—dijo.
—Me doy güelta por el siete... y con mucho cuidao, porque le tomo mal olor al apunte... Sota... Un cuatro bagual... ¿De qu'es su siete? ¿De oro?... Aquí viene un martillo... Y pinta raya corrida... ¡Si se rumpe la achura!... ¡Se le rompió aparcero!... ¡El tres de copas!...
—Está bien,—respondió sereno el mozo y puso los siete pesos de la apuesta. Don Bonifacio siguió mezclando las cartas.
—¿Vicio, don?... Si agrandó la nidada. Est'es churrasco 'e bofe: cuanti más se cocina más s'infla.
—Pero al cortarlo se güelve nada.
—¿Y quién lo corta?... Un sais y un rey. ¿A cual le meten?... Meta no más sin miedo, don...
—Copo al rey...
¡Claro! Siendo 'e la ciudá le pagan al ray!... Pero en tiempo 'el durazno, me... rio 'e la pera, y en país de república los reyes no dentran ni placé, siquiera... Vea... Una, dos, tres... abajo este cinco, el sais... ¡Ahí está el sais!... S' hicieron ochenta. Va creciendo el arroyo.
Durante una hora la partida continuó, siendo constantes perdedores los tres forasteros. A las tres de la madrugada se hizo un alto para comer el puchero de gallina que había hecho preparar el dueño de casa.
En el intervalo, don Bonifacio contó la ganancia. Había ochocientos noventa pesos.
—Ochenta y nueve pa las velas,—dijo don Benito; y apartó la suma.
—Y cuatrocientos pa mi,—dijo un señor hosco y barbudo que todo el tiempo se lo había pasado mirando jugar y bebiendo caña.
—Güenas cuentas, güenos amigos,—habló el tallador distribuyendo el dinero.
Y entonces el joven forastero, que no parecía afectado por la pérdida, preguntó:
—¿No tienen miedo de que la autoridad los sorprenda?
El viejo se echó a reir.
—¡Que vamo tener miedo!... L'autoridá es güena... El señor—y designó al hombre de la pera negra,—es el comisario y nos deja divertirnos...
—¡Ah! ¿Usted es el comisario de la sección?
—¡Ya lo creo, qu'es el comisario!—respondió don Bonifacio; y el otro, altivo:
—Soy el comisario, soy... ¿Qué le duele?...
—¿Usted es el comisario?
—¡Claro qu'es el comisario! intervino con violencia el viejo.—¿Y si no juese el comisario, iba a cobrar la coima?... ¿Y usté quién es, pa priguntar como maistro?...
—Soy el nuevo jefe político,—respondió tranquilamente el joven.
Y don Bonifacio, empalideciendo súbitamente se echó al buche un trago de caña y exclamó hipando:
—¡Aura si que la... embarré!... ¡Metete a ensillar ajeno sin averiguar la marca!...