I
Llegóse al gran galpón y desmontó sin atender á los perros que ladraron un momento y callaron en seguida al olfatearlo y reconocerlo como hombre de la casa. Con toda calma y con la prolijidad de quien no tiene prisa, quitó la sobrecincha, luego los cojinillos, que dobló por el medio, con la lana para adentro, y los puso con cuidado sobre el barril del agua. De seguida quitó la cincha, el "basto", las caronas y el sudadero, y agrupándolo todo con cuidado, formó un lío que fué á depositar en un rincón sobre unas pilas de cueros vacunos.
Con una daga de mango de plata labrada y larga hoja afilada, refregó los lomos sudorosos de su cabalgadura, levantando el pelo, para que refrescaran.
Todo esto fué hecho en el mayor silencio. Al ladrido de los perros, un hombre había asomado las narices por la puerta de la cocina, y una vez enterado de quién era el visitante, hizo más ó menos lo que habían hecho los perros momentos antes.
El forastero no se inquietó ni poco ni mucho con aquel recibimiento, al cual parecía estar acostumbrado, y tomando su caballo por el cabestro, lo llevó hasta un potrerito distante pocos metros de allí y que él sabía rico en pasturas y sobrado en acequias.
Cuando regresó jugando con el rebenque plateado—sujeto á la muñeca por una cinta celeste, bastante descolorida—, el dueño de la casa lo esperaba en el galpón.
Se estrecharon la mano en silencio, serios, fríos y ceremoniosos los dos.
—Vamos padentro—había dicho secamente el dueño de casa; y ambos echaron á andar hacia las habitaciones.
La estancia, aparte de los galpones y una serie de ranchos que constituían la cocina, la despensa, la "troja" y las piezas de los peones, era un largo edificio de sólidos muros de piedra y rojo techo de tejas.
Los dos hombres penetraron en una salita que hacía oficio de comedor, y en la cual tres largos escaños de pino blanco sin pintar suplían á las sillas. Todo demostraba gran prolijidad y aseo, incluso el piso de tierra de cupy, recientemente regado y barrido con escoba de carqueja.
Hallábanse allí la esposa del patrón, una hermana de ésta y la "piona", china ya entrada en años y bastante arruinada en el diario y penoso trajín de su oficio.
El forastero tendió la mano á cada una de las mujeres, repitiendo tres veces y con igual tono:
—¿Cómo está?... ¿cómo está?... ¿cómo está?...
Lo que fué contestado con otros tres:
—Bien, gracias, ¿y usted?... bien, gracias, ¿y usted?... bien, gracias, ¿y usted?...
Después de lo cual se sentaron: las mujeres, en los escaños; el recién llegado, en amplio y tosco sitial con asiento de cuero peludo,—la silla de la "patrona".
El estanciero ordenó á la sirvienta que cebara un mate dulce, y en seguida se sentó en un escaño, frente al forastero, cruzando la pierna "en número cuatro" y sosteniendo el pie con ambas manos.
—¿Qué vientos lo han traído por acá?—preguntó el patrón, dando á la frase una cierta entonación irónica, que el otro pareció no percibir, porque se contentó con exclamar con indiferencia:
—Caminando.
Llegó el mate dulce—porque el forastero era hombre delicado y no tomaba amargo—, y la conversación giró sobre vacas flacas y caballos gordos, sequías probables y carreras próximas.
Notábase sin gran esfuerzo que la conversación no gustaba ni divertía á ninguno.
Las mujeres, cansadas de tomar mate dulce "por hacer compaña" al intruso, hallaron modo de escurrir el bulto, una después de la otra, y así que los hombres se quedaron solos, el forastero se preparó como para hablar de importantes y delicados asuntos.
El dueño de casa le allanó el camino al preguntarle:
—¿Qué se habla de elesiones por allá?
—Bastante—dijo el otro—; bastante: esta vez es de á deberás.
—No comprendo.
—Bueno, para eso he venido; porque, ¿sabe?, estamos trabajando firme, ¿sabe?; y de esta hecha ó la ganamos ó nos lleva el diablo, ¿sabe?
—Yo creo más siguro que nos lleve el diablo. Convénsase, amigo; no da el potrillo pa botas.
—Yo compriendo que usted no crea: ¡las cosas han ido tan mal...! Pero, ¿sabe?, ahora es otra cosa, ¿sabe?, porque contamos con la ayuda de los de arriba, ¿sabe?
—¡Pa jeringarnos, como siempre!...
El forastero sonrió con aire compasivo, en tanto el dueño de casa sacaba del bolsillo del chaleco un trozo de tabaco en rama y lo picaba sobre el dedo. Lió dos cigarrillos y ofreció uno al visitante.—
Gracias; yo pito blanco—dijo éste; y á su vez extrajo del bolsillo de la bombacha un paquetito de tabaco caporal brasilero. Usaba yesquero, una calabacita con aro y tapa de plata. Golpeó el pedernal, encendió la yesca, sopló para avivar la combustión, y mientras encendía el cigarrillo, cerrando un ojo,
—¡Es á la fija!—exclamó—. El capitán Nicanor García trabaja en la Sexta y ya tiene visto todo el vecindario; en la Cuarta está don Marcelino González, hombre patriota y altivo; dispués están Santos Téliz, Secundino Benítez, Martín Pedragrosa, y, en fin, ¡la mar!... Hombres todos, ¿sabe?, que, ¿sabe?, trabajan, ¿sabe?
Prosiguió el forastero ponderando las probabilidades de éxito, citando nombres, descubriendo á medias secretos electorales y supliendo con guiños, con muecas y con sabes lo que se reservaba para decir más tarde.
El ganadero escuchaba serio, los ojos medio cerrados, dibujada en el rostro una casi imperceptible expresión burlesca, bostezando á menudo con marcadas muestras de fastidio.
La "patrona" entró anunciando que el almuerzo estaba pronto, y esto hizo suspender la plática.
II
Don Lucas Cabrera, el dueño de la estancia, era hombre entrado en años, que ocultaba entre su cabellera crespa y larga y su abundante barba negra, salpicada de escasos hilos blancos, setenta otoños bien cumplidos. No mostraba su edad, y era como esos guayabos seculares que tienen podrido el corazón y amenazan ruina, en tanto que la corteza se conservaba verde y llena de vida.
Fué soldado en la Guerra Grande, con Oribe; oficial el 64, en la campaña contra Flores, y jefe el 71, en la revolución de Aparicio. En la primera patriada perdió toda la hacienda que le habían dejado sus padres; en la segunda vendió la mitad del campo para armar y equipar su compañía; en la última perdió la otra mitad y ganó dos lanzazos y el grado honorífico de teniente coronel.
Desde entonces se dedicó al trabajo, y al cabo de muchos años—durante los cuales fué tropero y capataz de su antigua estancia—llegó á adquirir media suerte de campo con mucha piedra y poco pasto. Su ganado tambero fué procreando: las ovejas produjeron onzas de oro con su vellón, y al finalizar tres lustros de labor ruda y economía extrema, allí estaban dos suertes de campo, cuatro mil reses, tres mil ovejas y cuatro tropillas de caballos buenos y malos para repartir entre los diez hijos que "Dios y su mujer"—decía él—le habían dado. No sabía leer ni escribir, aunque sí contar las "tarjas" en hierras y apartes.
Sus más grandes placeres fueron siempre una carrera importante, un asado gordo ó una siesta tranquila. Conservaba el amor al partido y el respeto á sus hombres—los dioses penates, que adoraba adornados con cintas celestes: Oribe, el dios; Aparicio, su profeta—. Pero la adversidad había quebrado sus energías y se entusiasmaba con la leyenda sin creer en el futuro, con esa tenacidad de los viejos que, viviendo cubiertos con la caparazón del pasado, no esperan ni confían en las generaciones que les suceden. Sin comprender que es imposible hacer lo que ellos hicieron antaño, achacan á voluntario achicamiento de los hombres lo que es evolución fatal de las cosas.
Partido que vive en la llanura proscrito y vejado y no va á la lucha, y no se alza en armas contra el bando prepotente, no es partido—pensaba. La divisa sin las cuchillas era un trapo sin objeto.
Antes se peleaba, y hoy se discute; ¡las elecciones reemplazan á la guerra, las balotas á las lanzas, la intriga al valor!... ¡Qué tiempos aquéllos!... ¡Bastarrica, el león cantábrico de arengas extrañas y de valor de fiera, buscando siempre jefes enemigos para "darse un cotejo"; Aparicio, la lanza invencible, el huracán, el fantástico luchador de la leyenda; Medina, la vieja reliquia de la era de la epopeya!...
¡Qué tiempos aquéllos!... ¡Hasta las chinas peleaban!... Y el ganadero sacudía con rabia la espesa melena, recordando con dolor la gloriosa espada del héroe de Ituzaingó y la lanza inclemente del iracundo vencedor de Severino... ¡Qué tiempos aquéllos!...
La bota de potro, la espuela nazarena, la tacuara, la vincha, un flete bravío, la divisa, los caudillos y... á morir!... ¡Qué tiempos aquéllos!... Hoy los gauchos usan pantalón y son blandos como madera de ceibo, y no piensan más que en comisariatos, á los cuales se pegan como pedazo de pulpa espumosa arrojada contra la pared de un rancho!... Intrigas, bajezas, chismes; mucha charla, muchas compadradas... ¡Lindo tiempo! ¡Lindos gauchos que no saben domar un potro, ni enlazar un novillo, ni reñir con una policía, ni robar una china, y usan pañuelos de golilla por lujo y revólver niquelado para vista!...
¡Elecciones!... ¿Para qué? ¿Para que las gane el gobierno y se ría de los zonzos que gritan y hacen reuniones y gastan plata inútilmente?... Y si acaso alguna vez se vence, ¿qué obtiene el vecindario? ¡Nada!... los que ganan son los políticos, los doctores. ¡Así va el partido en manos de los políticos! ¡Así va la patria en manos de los doctores!
Este era don Lucas Cabrera.
Su visitante era hombre de otra época, de otra escuela y de otro temple. Era el gaucho transformado en personaje político en el transcurso de unos pocos años. Toda su persona acusaba esta transformación más superficial que profunda.
Su físico era agradable. De regular estatura, bien formado, aunque con las piernas algo abiertas; la cabeza pequeña y el pelo negro muy corto; la faz morena, la frente estrecha y muy pobladas las cejas; ojos grandes, redondos, con poca expresión; bigote y pera napoleónicos, bastante cuidados.
Usaba saco negro, bombacha de merino del mismo color, sombrero calabrés y botas charoladas, sin brillo ya á causa del mucho uso. En el cuello llevaba de golilla un pañuelo de seda blanco—que pregonaba excesos de lavados y de servicios—, y en el dedo índice de la mano derecha—una mano morena, pero no grande, y cuidada—un grueso anillo de oro con una gran piedra lila; en el meñique de la izquierda, un arito de oro y un anillo de cola de lagarto.
Con frecuencia llevaba la mano á la cadena de pelo con virolas de oro, que sujetaba un reloj de plata muy viejo y muy gastado.
Este hombre se llamaba Celestino Rojas: era conocido en todo el departamento y se sabía su historia por las frecuentes narraciones que él mismo hacía de sus proezas. Muy joven se había alistado en el ejército revolucionario del general Aparicio, haciendo toda la campaña y encontrándose en todas las acciones memorables. Habíase hallado en las cargas heroicas de Severino y Corralito; asistió á la triste jornada de Manantiales, después de haberse estrellado contra los infantes de hierro del general Suárez en el Sauce.
Y como él servía, ya en el ejército, ya en las partidas, y no se preocupaba de cometer anacronismos al narrar sus aventuras, resultaba que el 28 de Febrero, sirviendo con Puentes y Salvañach, derrotaba á Fidelis en Cuñapirú, y el 6 de Enero llegaba con Muñiz á las puertas de Montevideo, y así seguía combatiendo con Pintos Báez, con Bastarrica, con Moreno, con Benítez ó con Mena, en todas partes y en toda época.
Había sido—siempre según él—capitán de lanceros, y nadie le llamaba sino "el capitán Rojas"—cosa que le disgustaba, pues tenía méritos sobrados para que le ascendieran y fundadas esperanzas de calzar la efectividad de sargento mayor. Y —bien seguro— ó jefe ó nada: un kepis con dos galones, y aun con tres, haría una ridicula figura sobre su cabeza, que empezaba á encanecer; no tanto, decía, por influjo de los años, como por la acción destructora de las perrerías sufridas en la vida de campamento, en sus innumerables servicios prestados á la causa.
Durante mucho tiempo, su gran ambición fué lograr un comisariato —el afán de todo gaucho sin hábitos de trabajo—; pero al presente le parecía exigua recompensa á sus desvelos. Inspector de Policías, quizá; aunque su sueño era la Jefatura Política. ¿Por qué no había de calzarla?... Iban ya transcurridos más de diez años de misería, soportados con altivez de varón de nervio: porque durante ese período tan prolongado como amargo, él supo siempre conservarse en su puesto, pasando necesidades á menudo y hambre muchas veces, sin descender al trabajo, á la vil ocupación que vulgariza y que rebaja.
En lucha con la pobreza, había observado mucho y había adquirido la apariencia, si no el fondo, de un hombre superior, en medio de la general ignorancia de sus vecinos. Algunas libras esterlinas salidas no muy á gusto del bolsillo de correligionarios generosos, ó una buena suerte en el juego, pagaban los pequeños gastos: comidas en la fonda á tres reales por día; la taza de café en el biliar, que en ocasiones fiaba; el paquetito de caporal brasilero que costaba diez centésimos y solía durar una semana, y el pago de lavandera y planchadora —una buena china que se contentaba con lo que se le diera y cuando se le diera—. Si los recursos faltaban en absoluto, quedábale el expediente de ensillar caballo y salir á campaña, donde pasaba un mes, de estancia en estancia, de puesto en puesto, y de donde regresaba con dinero, mucho ó poco, en animales ó en especie.
Era indudable que en alguna época habían corrido mejores tiempos para él. Lo atestiguaban la tropilla de caballos —de la cual conservaba la mitad, distribuida en campos de amigos— y algunas prendas que fueron de valor.
Su recado llamó la atención en carreras y reuniones; pero ya las encabezadas de plata ostentaban abundantes abolladuras; los grandes estribos de campana con una inicial de oro en medio, dos años hacía que habían desaparecido: ciento treinta y cinco pesos le habían costado y los vendió por cuarenta en instantes de apremio; las riendas y cabezadas con virolas y bombas de plata decían su edad, y los pellones cosidos en muchas partes demostraban la prolijidad del dueño y los años de uso.
Hombre afanado en ser práctico, aunque en realidad no lo era, Casimiro Rojas hablaba poco y observaba mucho. De ese modo había logrado borrar su origen y ocultar su pasado. Del gaucho de maletas, pingajoso y vagamundo, afecto á compadradas y rico en refranes, restaba muy poca cosa.
Había adoptado una gravedad altiva de personaje político y usaba frases aprendidas de memoria y palabras misteriosas de gran efecto entre el gauchaje, leídas en los diarios ú oídas al cura ó al boticario del pueblo, españoles reacios con pujos literarios que hablaban por Cervantes, aplicando en todo los pasajes del Quijote, como sentencias bíblicas, infalibles é inapelables.
III
Era más de medio día cuando concluyó el almuerzo, durante el cual se había comido mucho y hablado poco, según el hábito de los paisanos. Las mujeres, sobre todo, no habían desplegado los labios sino para decirse algo al oído y con las precauciones de quien se encuentra en un velorio.
Retirado el servicio, el comedor volvió á adquirir aspecto de sala, y los dos hombres quedaron solos.
Rojas fué quien principió el diálogo, preguntando:
—¿Y sus hijos, que no veo ninguno?
—Están en las carreras.
—¿Y las carreras no eran para ayer?
—Sí, pero los muchachos dentraron en una "penca" con el potrillo malacara y sacaron un terno; pero entonces, como ya era muy tarde, risolvieron dejar pa hoy la decisión.
—¡Ah!—exclamó Rojas, que deseaba abordar un punto importante y no encontraba el medio. Después de un momento preguntó, afectando indiferencia:
—¿Mi overo está en buenas carnes?
—Está en el potrero como una bola: naídes le ha puesto las garras encima.
—Es que, ¿sabe?—continuó el capitán—, ahora lo voy á precisar, ¿sabe?
—Cuando quiera.
—Tengo que andar de aquí para allá, ¿sabe?, pa estos trabajos. Yo vine hoy pa eso, ¿sabe?...
—¿Pa qué?
—Pa hablarle...
—¡Hable, pues!...
Otra vez hallóse Rojas indeciso; no encontraba manera de expresarse, no sabía cómo decirle á aquel hombre —que odiaba la política y detestaba á los políticos— que iba á buscarlo, que iba á solicitar su concurso para el trabajo eleccionario en que estaba comprometido. Al fin, olvidando galanuras, echando á un lado aquella ilustración, que no le servía de nada en aquel momento, dejó hablar al gaucho y dijo brutalmente:
—Vengo á verlo pa que nos acompañe en las elesiones.
Don Lucas lo miró un rato con asombro, como quien no se da cuenta de lo que ha oído. Luego sacudió su cabeza y rió, rió largo tiempo, mirando con lástima al pobre capitán, que se había tornado serio, casi hosco, completamente desconcertado; que sentía deseos de marcharse sin agregar una palabra; pero... y su reputación, ¿cómo quedaba después de haberse comprometido á arrastrar al ganadero, á aquel indiferente á quien nadie se había aventurado á hablar en tal sentido?...
Nicanor García rió de buena gana el día que él dijo conseguiría á don Lucas; y el coronel Matos había guiñado un ojo, burlándose de su petulancia. No, no se iría sin conseguir su objeto, de una ó de otra manera.
Tras un largo silencio, volvió á la carga.
—Usted no me ha entendido bien, amigo don Lucas—dijo.
—¿Cómo es eso?... Pueda ser. Espliquesé, amigo, que los hombres hablando se entienden.
—Sí, no me ha entendido, porque yo no he querido decirle que usted tome parte en la cosa.
El viejo reía de nuevo.
—¡Vaya, vaya!—exclamó—. Más bale ansina. Yo creíba que venía... en fin... Ya sabe que hablarme de eso es al ñudo. No me friegue más por ese lao, porque pa tramoyas y enriedos no me agarran ni á tiro de bola.
—Bueno. Yo sé bien que usted no cree en estas cosas que...
—¡Que apestan, amigo!
—Que nosotros vemos segura.
—¡La enocensia les valga!
—Como quiera. Usted no irá, pero sus hijos son...
—¡Hijos de tigre, overos han de ser!
El capitán, impacientado con las interrupciones del estanciero, se veía obligado á reprimir su enojo para no contestar con un desatino que echaría abajo todos sus planes.
—Pues amigo, yo creo que, en lugar de overos, debían ser blancos—dijo afectando bromear.
—Me da gana de largarle una risada en la cara, amigo Rojas—contestó el viejo—; hijos míos ¿no han de ser blancos?
—Pues por eso deben acompañarnos.
—¿Pero pa qué?
—Pa ir á escribirse.
—¡Sí, pa que dispués anden enredaos con la polecía y tuitos los días haigan cuestiones, y lo traten á uno como á mancarrón ajeno! ¡Por buena liendre que es el comesario y por poco arteros que son sus melicos!... Y todo, ¿pa qué?...¡Pa servir de escalera á los manates de Montevideo, pa apadrinar á los dotores, que dispués ni siquiera se acuerdan del gaucho bobo que se jeringó por ellos!... ¡Es al cuete, amigo, es al cuete!...
El ganadero tenía razón, y Rojas lo comprendía; para el gaucho semibárbaro, maldita la ventaja que había en que fuera diputado fulano ó mengano; y, en cambio, los inconvenientes de inmiscuirse en trabajos electorales eran muchos.
Pero para el capitán y para otros muchos como él, que nada arriesgaban y podían obtener algo, la cuestión presentaba un cariz distinto.
Casi vencido, Rojas se decidió á emplear el último recurso.
—Bueno—dijo—; no tengo nada más que decirle entonces, ¿sabe? Yo lo siento por el coronel, ¿sabe?, que va á agarrar un disgustaso.
—¿El coronel, por qué?—interrogó don Lucas cambiando de tono.
—Porque, ¿sabe?, el coronel estaba seguro de que usted lo acompañaría, y así lo garantió á los amigos, ¿sabe?...
El ganadero profesaba gran respeto y mayor cariño al coronel Matos; de manera que la frase de Rojas le produjo el efecto que éste esperaba. Después de tironearse nerviosamente la barba con la gran mano callosa y negra,
—¡El coronel no escarmienta!—gruñó—. Siempre lo mesmo, en balde ha llevao más golpes que besos le dio su madre.
El capitán, con aire zorruno, prosiguió:
—Ha convidao á todos los amigos pa una riunión en su estancia este domingo, y á la fija va á tomar á mal que usted no vaya.
—¡Pero él sabe que yo no voy!—gritó el viejo alzando los brazos con impaciencia.
—Ya sé, amigo; pero eso no sinifica nada.
—¿Cómo, nada?
—Dejuro: sus hijos pueden ir.
—¡Dale con mis hijos!... ¿Por si acaso mis hijos son terneros de teta, ni yo ando con ellos á los tientos?... Si ellos quieren dir, ¡que vayan!
—Si usted no los manda, es seguro que no van á ir, y aunque más no sea por complacer al coronel...
—¡Está bueno, amigo!...—murmuró don Lucas rendido; y luego, como para tomar la revancha y hacer menos dolorosa la derrota:
—¡Pero yo no voy!—agregó—. ¡Yo no voy á dir, no voy á dir!... Dígaselo al coronel, que yo no voy á dir, pa nada: ¿ha oído? ¡pa nada! ¡pa nada!...
Esa tarde el capitán Rojas ensilló su overo, que efectivamente estaba "como bola"; se despidió del dueño de casa y salió de la estancia contento, "haciendo bailar su flete", agitando el rebenque plateado y cantando entre dientes un aire de pericón.
Estaba satisfecho.
IV
En el dorso de una loma no tan extensa como empinada, se destacan sobre la superficie lisa, tapizada de verde, los ranchos negros que constituyen la estancia del coronel Manduca Matos. No hay más árboles que tres higueras escuálidas que jamás dan fruto y en pocas primaveras ostentan hojas.
Unos ranchos de adobe, bastante derruidos, y un galpón casi sin techo y con los horcones inclinados y carcomidos por los gusanos, constituían la morada del viejo jefe y acaudalado estanciero.
El coronel, siempre entregado á la política y á su partido —al cual servía con singular desinterés— no había tenido tiempo de preocuparse de sus bienes. Más de veinte años hacía que proyectaba construir un edificio importante, sin que el proyecto se viera ni tuviera probabilidades de verse realizado.
El día á que hacemos referencia, un domingo de Agosto, exuberante de luz, la estancia presentaba un animado y curioso aspecto. Desde muy temprano habían empezado á llegar los invitados á la reunión, y otros que, no siendo invitados, no dejaban nunca de concurrir allí donde se podía comer bien y beber mejor, sin pagar nada.
Alrededor de las casas veíanse más de treinta caballos, atados á soga unos y maneados otros. En el galpón había otro grupo numeroso de los más haraganes, que no habían querido tomarse el trabajo de desensillar; y en los rincones, apilados, multitud de recados de todas clases, desde el "chapeao" recamado de plata hasta el "racao de negro" de "basto sillón", carona rota y cojinillos de cuero de oveja, sin curtir.
En medio del amplio patio, sembrado de pedregullo, se alzaba una enramada, construida á la ligera y techada con ramas de mataojo y chalchal. El vocerío incesante y el continuo ir y venir de los hombres daba á la estancia el aspecto de una gran lechiguana abandonada sobre la colina verde.
Adentro de la cocina y á su alrededor se habían agrupado las gentes de menor cuantía, mientras bajo la enramada platicaban seriamente las personas de importancia, que eran pocas: el mayor Carranza, un indio viejo con el pelo y la barba teñidos de rojo, metidas las piernas entre unos pantalones muy estrechos, y los pies en unos botines de punta angosta que no le dejaban caminar; el capitán Nicanor García, gaucho inteligente y vivaracho, que también gastaba pantalón, calzaba botines de charol y llevaba sombrero duro, dándose humos porque era "teniente de línea" y había ocupado altos puestos públicos en el departamento; don Martín Pereyra, un viejo octogenario, muy obeso, y á quien se respetaba porque era estanciero rico y porque había servido con Oribe; Pedro Arragaray, un vasco pulpero, también viejo, pero fuerte como un toro, y para el cual, después de Dios, había tres dioses: Carlos V, Zumalacárregüi y Bastarrica; un joven pálido, periodista epiléptico que redactaba en el pueblo un periódico de oposición furibunda; dos ó tres estancieros más, uno que otro comerciante de las inmediaciones y varios oficiales de partido, con grado, pero sin despachos; después, en el patio, en el galpón, por todas partes, peones, troperos, "agregados" y puesteros endomingados, casi todos con chiripaes de merino negro, ó de ponchos inservibles, dejando ver el calzoncillo muy almidonado y casi azul con el exceso de añil, y las alpargatas nuevas, floreadas.
Junto al guardapatio, una docena de ciudadanos mataba el tiempo jugando á la taba por "rialitos", y un poco más lejos, bajo la pequeña higuera que vegetaba al lado de la puerta del rancho, varios mozos tañían la guitarra y cantaban décimas ora amorosas, ora patrióticas, mirándose, de cuando en cuando, las largas botas de charol recién estrenadas ó los grandes pañuelos de seda, blancos ó celestes, que llevaban al cuello. Más allá del guardapatio, en el playo de las carneadas, cuatro hogueras enormes, constantemente alimentadas, chamuscaban los asados con cuero: costillares, "picanas", "degolladuras", etc.
Nicanor García, haciendo de maestro de ceremonias, iba y venía, palmeando con afectada amabilidad á los que llegaban, preguntándoles por toda la familia, indicándoles el mejor sitio para atar los caballos y el paraje más á propósito para colocar los recados.
Vigilaba los asados, daba consejos, no desdeñaba llegarse hasta la cocina y dirigir alguna frase cariñosa á las gentes menudas; se detenía un instante en la cancha de taba, aplaudiendo al que había echado una "clavada", y se iba presuroso por no sucumbir á la tentación de "agarrar el güeso" —goce que hubiera perjudicado á su reputación de hombre importante. De rato en rato acudía á la enramada para conversar con el coronel, para quien tenía siempre frases elogiosas y galanterías estudiadas.
—La cosa se prepara bien, coronel —le dijo; y luego, trabajando pro domo sua, agregó:
—Mis muchachos han venido todos: ¡ninguno ha faltado!
Entonces el mayor Carranza, que se paseaba silencioso, encorvado su gran cuerpo de buey viejo, se acercó, y con voz gangosa, debida á los pólipos que habían dilatado enormemente la nariz, se atrevió á decir:
—Sí; pero el capitán Rojas no ha venido entoavía.
—La verdá, y es extraño —agregó el jefe.
García, que odiaba á Rojas y se disputaba con él el predominio, sonrió maliciosamente y exclamó restregándose las manos:
—¡Estará en algún rancho tomando mate!
Y luego, con arrogancia, repitió:
—Mis muchachos han venido todos: ¡no ha faltado ninguno!...
Carranza, que no gustaba de enemistarse con nadie, salió en defensa del ausente:
—No —dijo—; dejuro andará recolutando gente. El hombre está empeñao en el juego y ha de hacer tuito el posible... Yo digo; pueda que no pero pa mi gusto el hombre ha trabajao... De una laya ó de otra, el hombre ha hecho el posible... El hombre es güeno... el hombre es compañero derecho... No se duebla... Aurita no más ha de cair... Yo digo...
Y se sonó con estrépito la enorme nariz.
—¡Capitán García! ¡capitán García! —gritaron en ese momento—. ¡Venga á ver este asao, que se me hace que yastá!...
—¡Allá voy!—respondió el oficial, y corrió presuroso á inspeccionar los fogones. Apenas había llegado, cuando se vio en la necesidad de ocurrir á la cancha de taba, donde había comenzado una disputa.
—¡Jué clabada, amigo, y en güeña lai! —gritó uno.
—¡Miente! ¡jué Grabiel que puso la pata! —vociferó otro.
—¡Miente no, gaucho sarnoso! —replicó el primero enderezándose y echando mano al cuchillo— ¡Mal educao, verás si te doy más tajos...!
El otro se aprestaba á la lucha y la disputa hubiera concluido mal sin la pronta intervención del capitán García.
—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Entre amigos... y en este momento armar farra?... Vamos, compañeros: entre bueyes no hay cornada; ¡no se calienten al ñudo!...
Y viendo que sus palabras producían buen efecto, agregó chacoteando:
—¡No hay que pincharse la panza, aura que la vamos á llenar con esos asaos que están apagando el fuego de puro gordos!...
Rieron los concurrentes; y los dos adversarios, luego de haberse dirigido mutuamente una mirada rencorosa, volvieron al grupo, dispuestos á dar por solucionado el incidente. Otro tomó la taba y el juego continuó, en tanto, allá lejos, bajo la higuera raquítica, la guitarra lanzaba los acordes tristes de un estilo.
García se alejaba triunfante, satisfecho de su prestigio, cuando percibió un gran movimiento en el galpón y las voces de:
—¡El capitán! ¡el capitán!...
Altivo, imponente, bien erguida la cabeza, el capitán Rojas avanzaba haciendo sonar en los menudos guijarros del patio las rodajas de las espuelas de plata, y sacudiendo el rebenque que pendía de la muñeca derecha, sujeto por la cinta celeste.
Llevaba el sombrero en la nuca, la borla del barboquejo en la boca, el pañuelo blanco tendido sobre la espalda, y en el brazo izquierdo el poncho de verano, cuyos largos flecos barrían el suelo. Diez mocetones lo seguían con aire tímido, molestados con la observación de que eran objeto.
García se mordió los labios con rabia; el coronel tendió la mano afectuosamente al recién llegado, y el mayor Carranza, no encontrando en su imbecilidad una frase que expresara su admiración, murmuró asombrado:
—¡La gran...!
Entonces el capitán Rojas, sonriendo con aire de triunfador, se dirigió al jefe diciéndole:
—El amigo Cabrera está enfermo y no puede venir; pero aquí le manda esta tropilla.
El coronel, hombre bondadoso, lo felicitó por su triunfo. De veras, él no hubiera creído que don Lucas Cabrera cediese. ¡Lo conocía tanto á aquel buen amigo...!
Muy alegre —porque en el fondo de aquella alma vanidosa había un caudal de bondad y una puerilidad casi infantil—, Rojas se alejó y fuese hasta los fogones, donde García, despechado, furioso, daba órdenes á gritos, con frases groseras y soeces. Le puso una mano en el hombro, saludándolo cariñosamente.
—¿Cómo te va, hermano?...
—Ya lo ves: asando churrascos pa matarle el hambre á la indiada —respondió García dominando su enojo.
García era tan cobarde como intrigante. Conocida era su historia, desde sus mocedades de perdulario hasta que adquirió importancia y obtuvo sus galones traicionando y maltratando á sus compañeros.
Después, un jefe político lo había llevado consigo, le había dado un puesto importante, y logró reconciliarlo en cierto modo con sus compañeros de causa. Sobradamente astuto, sus armas eran la intriga y la perfidia, y por eso mostrábase más que amable, cariñoso con Rojas, mientras á la sordina y con trabajos de zapa minaba su prestigio.
Estuvieron largo rato conversando amigablemente. De pronto,
—Allá viene uno —dijo García. Y entrambos quedaron contemplando al que se acercaba. Este no tardó en llegar á los fogones, y sin bajarse del caballo,
—Buenos días, señores —dijo con sequedad.
Era un mozo joven, de pequeña estatura, de fisonomía severa y de mirada inteligente y dura.
—Bájate, muchacho —le insinuó García.
—No, gracias; yo no soy cuervo que anda olfateando carnizas —contestó, estirando desdeñosamente el grueso labio inferior. Y luego, apoyándose negligentemente en la encabezada delantera del recado, y mirando los asados:
—Carnean gordo —dijo.
—Carnecita no más, carnecita blanca —replicó García, como si el elogio hubiese sido dirigido á él, como si las vacas hubiesen sido suyas.
—¡Pero bájate, pues! —agregó.
—No, gracias; voy de paso.
—¡Bájate y pegas un tajo!...
Entonces se adelantó Rojas y le dijo con entonación severa:
—Bájate, rubio; vos sos blanco y debés acompañarnos.
—Ya soy viejo pa zonzo y no tengo ganas de que los milicos me calienten el lomo —contestó el joven, siempre sonriendo.
—¿Tenes miedo?
—¡Pueda ser! —agregó con sorna; y tirando la rienda al caballo.
—¡Hasta la vista, señores! —gritó; y al trote, muy echado para atrás, muy estiradas las cortas piernas, se alejó lentamente. Rojas permaneció pensativo observándolo, y cuando hubo traspuesto la loma, se fué meditabundo y cejijunto hacia la enramada.
Una voz fresca y bien timbrada hacía oir, al compás de la guitarra, las estrofas de una décima patriótica; la gente, que empezaba á sentir hambre, se agitaba con impaciencia y, bajo la enramada, los personajes bostezaban, en tanto el mayor Carranza, mortificado por sus botines nuevos, se paseaba haciendo pininos.
—¿Quién es ese que estuvo? —preguntó el coronel.
Rojas, cada vez más pensativo:
—Leopoldo Almeida —contestó; y se marchó hacia la troja, serio, severo, casi sombrío.
—¡Los asaos yastán! —gritó García; y esa frase hizo renacer el buen humor en todos los concurrentes.
V
Era más de la una de la tarde cuando la comitiva, en grupo numeroso y alegre, se puso en movimiento. Iban cincuenta y tantas personas, formadas en hileras de á ocho, mandadas por el capitán Rojas, pues el coronel marchó al pueblo, donde su presencia era indispensable.
Picaba el sol bañando de luz las lomas solitarias; ni una nube oscura empañaba el gris claro y uniforme del cielo; ni una brisa agitaba las ramas siempre verdes de las chucas; ningún ruido, ningún rumor de la vida turbaba el silencio de la amplia zona despoblada, que la comitiva iba encontrando muda, y dejando muda, á medida que pasaba.
Quien no conociera los hábitos del campo hubiera dicho, al ver desfilar aquellas gentes, que se trataba de una partida revolucionaria, más bien que de un grupo de ciudadanos dirigiéndose á cumplir los pacíficos deberes del sufragio. Los mangos de los facones golpeaban la cabezada del recado, y las culatas de los revólvers y las pistolas brillaban al ser besadas por los rayos solares.
Las fisonomías duras, secas, casi hostiles y amenazantes inducían á pensar más en las luchas de la lanza que en las luchas democráticas. Aquellos pardos, aquellos mulatos, aquellos negros, aquel gauchaje analfabeto y semibárbaro no podía tener conciencia de sus actos, no podía ir por voluntad propia á elegir representantes. ¿Qué sabían ellos lo que eran representantes, cuál su misión, cuáles sus deberes...? ¿Ni qué les suponía á ellos que fuesen zutano ó mengano, si nada habían de ganar con esto? ¿Que el país marchaba mejor ó peor...? ¿Y qué...?
De los cincuenta y tantos hombres que iban á votar, cuarenta por lo menos no tenían, á pesar de ser jóvenes, otra ambición que seguir viviendo como agregados en el rancho ó como peones en la estancia del patrón ó del amo. Y como el patrón ó el amo les había dicho que fueran y les habían dado alpargatas, camisas ó bombachas nuevas para que se presentaran con decencia, allá iban, inconscientes, sin entusiasmo, sin ideal politico, sin fe en un triunfo que no les alcanzaría y sin temer una derrota que no había de perjudicarles.
Cuando llegaron á los ranchos de la pulpería donde estaba instalada la Comisión inscriptora, ya había allí mucha gente, gente de mala catadura en su mayoría, reclutada por el comisario, ¡Dios sabe dónde y con qué fin! Recibieron á los que llegaban con aire hostil, satisfechos del disgusto que causó á éstos el tener que manear sus caballos al sol, porque la enramada, los varios ombúes y hasta la sombra de los ranchos estaban ocupados de antemano.
Rojas, acompañado de García y cuatro ó cinco amigos más, penetró en la trastienda de la pulpería, mientras los otros se distribuían por el patio ó ganaban el despacho de bebidas.
—¿Cómo va la cosa?—preguntó el capitán al pulpero, que era amigo de causa.
—Mal —respondióle éste—. Panta Gómez está ahí con el segundo y toda la polecía.
Después, en voz baja y acercándose á Rojas:
—¡Están metiendo gatos de todas layas!
El capitán salió al patio y comprobó la presencia del comisario Panta Gómez, un indio grande con cara de bandolero —quien conversaba con su segundo, sentados á la sombra de un ombú y tomando mate amargo que cebaba el asistente. Del lado de afuera de la puerta del rancho donde funcionaba la Mesa inscriptora, estaban dos soldados armados á rémington y sable, y más allá, bajo unos espinillos, cinco soldados y un sargento, también armados de carabinas.
En un minuto Rojas se dio cuenta de la situación: todos aquellos hombres, la mayor parte desconocidos, que había encontrado á su llegada, eran "gatos" destinados, no tan sólo á llenar el Registro, sino á impedirles á ellos la inscripción. La presencia allí del comisario y del subcomisario con ocho guardias civiles, respondía, indudablemente, al mismo plan. Iba á hacerse necesario luchar contra la fuerza, oponer la fuerza á la fuerza, y en esa partida Rojas veía el máximum de las probabilidades del lado del adversario. Conociendo á fondo la gente que le acompañaba, no abrigaba duda de que lo dejarían solo; pues bien que hubiera allí hombres de valor, el respeto al principio de autoridad y el temor de comprometerse por lo que no les iba ni les venía, habría de hacerles cejar. Además, dado el caso de un triunfo brutal, ¿cuáles serían las consecuencias?... La satisfacción del momento y luego la vida errabunda y arriesgada del matrero, acompañada de la pérdida irreparable de todas sus esperanzas utilitarias...
Volvió á entrar en la pulpería y comenzó á pulsar á sus compañeros; y si bien casi todos le respondieron con frases enérgicas, muchos con baladronadas, comprendió que no se había equivocado en sus juicios. Don Martín Pereyra, pretextando una repentina indisposición, se despidió, profundamente contrariado por aquel trastorno, montó á caballo y partió llevándose á sus tres hijos.
El mayor Carranza había ido, allí cerca, al rancho de un amigo, á "pedirle emprestadas unas sapargatas"; el capitán García andaba dando vueltas alrededor de las casas, sin perder de vista su caballo, que tenía atado del cabestro á un poste del alambrado, lejos de los otros, bien á mano; y el vasco Arragaray, el hombre que quizá inspiraba más confianza á Rojas, estaba roncando en la cama del pulpero, borracho como una cuba.
El capitán se paseaba impaciente, ceñudo, golpeando el suelo con los tacones de sus botas, y como había vuelto á ser gaucho, como había desaparecido el barniz pueblero que lo afeaba, estaba hermoso con el aspecto bravío, duro y altanero de la raza nativa. ¡Él no cejaría, al menos!
El iría hasta el fin, sin debilidades, sin cobardías, sin mirar atrás. Pero otra vez se le presentaba su porvenir tan bien encaminado, sus sueños de poderío y de grandeza, la labor paciente de muchos años, y allá, en el fondo, el cuadro negro de las miserias pasadas, de las escaseces, de las necesidades, de las amarguras que apura minuto á minuto quien, alentando ambiciones, se revuelve en la pobreza. La derrota electoral sería el aplazamiento de sus proyectos; pero la lucha á mano armada era la muerte de sus anhelos.
Se asomó de nuevo á la puerta y vio al comisario Panta, orgulloso dentro de su uniforme y echado sobre la oreja izquierda el kepis con tres galones. ¡El conocía bien al indio Panta! Lo conoció muchacho cuarteando diligencias, descalzo y medio desnudo; lo conoció después, cuando matrereaba á causa de un robo de caballos; lo encontró más tarde en la frontera del Brasil, contrabandeando tabacos y armando escándalos en las jugadas... ¡Y ése era capitán ahora!, ¡y comisario de Policía!...
¡Y en cambio él, perteneciente á una familia rica, relativamente educado, lleno de sacrificios, vegetaba en la indiferencia, comía mal y de limosna, vestía con pobreza, y no andaba sucio y rotoso merced á su prolijidad; y no tenía hogar, y su cuerpo enfermo, trabajado por los años y las privaciones, por las intemperies, por los soles ardientes de los veranos y las lluvias frías de los inviernos, no tenía sino un miserable catre, en el cuarto de algún amigo, para reposar en las noches, esas largas noches sin sueño pobladas de tristes reflexiones y meditaciones dolorosas!...
Por otra parte, el orgullo del gaucho valiente, esa reputación de guapo que desaparecería en la primera "aflojada", aguijoneábalo impulsándolo al abismo... Pero, ¿por qué desesperar así?... Acaso sus desconfianzas fueran infundadas y posible el triunfo, ó cuando menos la lucha.
De pronto, deteniéndose en su paseo y dirigiéndose á los compañeros que bebían ó charlaban en la pulpería,
—Muchachos —dijo—, no hemos venido aquí á perder el tiempo. Vamos á inscribirnos.
Y otra vez, como en su entrada en la Estancia del coronel Matos, marchó adelante, erguida la cabeza, audaz la mirada, arrastrando el poncho y haciendo sonar las rodajas de las espuelas de plata.
Muchos lo siguieron; pero la mayoría tímida, irresoluta, haciendo comprender que al primer obstáculo daría vuelta cara.
Así que se acercaban á la puerta del Juzgado, el comisario y su segundo se pusieron de pie, y los cinco soldados, como si ya estuvieran prevenidos, cogieron sus armas y fueron á formar rápidamente detrás de sus jefes, Al mismo tiempo, los perdularios de que hemos hablado empezaron á moverse, formando círculo alrededor de los compañeros de Rojas.
Algunos de éstos, los más desconfiados, vieron pistolas que se corrían hacia adelante y mangos de facones que relucían. En las puertas de la pulpería que daban al patio, los curiosos, el dueño de casa y varias mujeres observaban lo que iba á acontecer. Reinaba un silencio profundo, amenazador y terrible.
El capitán Rojas, bastante pálido, pero siempre sereno y altivo, siguió avanzando, fija la mirada en el comisario Panta, quien, con la mano en la empuñadura del sable, el kepis en la nuca y el rostro encendido, no perdía de vista uno solo de sus movimientos.
Comprendió Rojas que estaba perdido, que iba á suceder lo que había previsto; pero una furtiva mirada dirigida hacia atrás lo reanimó, al ver el numeroso grupo que le seguía. Llegó al umbral de la puerta, y un soldado le mandó hacer alto.
—Vengo á inscribirme —respondió con voz entera.
—No se permite entrar más que de á dos —agregó el guardia civil.
—Entraré yo con otro.
—Hay gente adentro.
—Esperaré.
Panta Gómez y sus hombres no se habían movido; pero se adivinaba en la nerviosidad de aquél que sólo esperaban el momento oportuno.
Rojas, afectando indiferencia, extrajo del bolsillo su paquetito de caporal brasilero, lió un cigarrillo, sacó fuego en el yesquero, encendió y, fumando, esperó tranquilamente que salieran los dos que estaban adentro. Cuando hubieron salido, hizo ademán de entrar, y entonces el soldado, ganando la puerta y presentándole la boca de la carabina,
—¡Alto! —volvió á decirle.
—¿Por qué? —replicó el capitán, enarcando las cejas y apretando los labios.
—Porque no se puede —dijo una voz dura, detrás de él; y al volverse para mirar, vio al comisario, que adelantaba seguido de sus soldados.
La gente de Rojas retrocedió; éste también dio un paso atrás, y encarándose con Panta,
—¿Por qué no se puede? —preguntó con altanería.
—Porque esos señores —contestó el comisario, mordiendo las palabras y señalando á los harapientos que llenaban el patio— están primero y les toca el turno á ellos.
Rojas, densamente pálido, con los ojos brillantes y el rostro descompuesto por la ira,
—Aquí no hay turnos —replicó—; yo voy á entrar.
—¿Qué decís? —bramó el comisario con profundo desprecio.
—¡Que voy á entrar! —contestó el otro con bravura, y dio un paso hacia adelante.
—¡Párate, trompeta! —díjole el comisario; y al mismo tiempo, con movimiento rápido, desenvainó el sable y lo levantó, amenazante. No con menor ligereza sacó á relucir Rojas su larga y filosa daga, recogió sobre el brazo izquierdo el poncho de verano y se plantó en guardia, fiero y firme. Toda reflexión murió en su cerebro, oscurecido por la cólera, y el alma del gaucho iracundo vibró de nuevo altanera y viril, desafiando el peligro, sonriendo á la muerte.
Pasaron unos segundos de angustiosa expectativa; se oyó golpear de puertas cerradas bruscamente y gritos destemplados de mujeres que huían. El dueño de la casa, por lo que pudiera ocurrir, entró á su tienda y corrió los pasadores de la puerta que daba al patio.
El grupo que acompañaba á Rojas clareó en un momento; muchos se fueron escurriendo, llegaron donde estaban sus cabalgaduras, montaron y partieron. El mayor Carranza no había concluido de quitarse los botines en el rancho del amigo, y García, solo en la esquina del alambrado, junto al camino real, tenía el caballo de la rienda, la mano derecha en la cabezada del recado, y la mirada fija en el patio, esperando el desenlace.
Cuando Panta Gómez vio que su adversario hacía uso de armas, levantó más la espada, y con voz que revelaba la autoridad de que se hallaba investido, al par que la bajeza de su origen,
—¡Date preso, sarnoso! —gritó, y bajó el brazo, largando un mandoble á la cabeza de Rojas.
Este paró el golpe, lanzó un rugido y se abalanzó sobre el comisario, ciego y terrible, como fiera enardecida.
Oyóse un gran clamoreo; inmenso tropel llenó el patio; los hombres corrían y se golpeaban, luchando por llegar primero á sus caballos; bufaron éstos asustados; muchos, reventando riendas y cabestros, emprendieron la fuga, golpeando los grandes estribos de campana y sembrando recados por el campo; y cuando Panta Gómez, herido en el vientre, gritaba desde el suelo á sus soldados: "¡Maten! ¡Maten!", y Rojas, á su vez, caía, bajo los golpes de sable, vomitando alaridos, el capitán García montaba su caballo, y al trote, muy tranquilo, salía rumbo á la sierra.