Por la Petiza Lobuna

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Pedro Manini y Ríos.


Era un grande, un hermoso dominio—cerca de cien leguas de campo,—pero, muerto don David, liquidaba la testamentaría, pagadas las costas, el tasador, el agrimensor, el procurador, el abogado, á cada uno de los catorce hijos del brasileño ricacho, sólo le quedó un guiñapo de tierra; cinco ó seis leguas por cabeza, unas chacras como quien dice.

Se hubiesen considerado pobres con la herencia paterna; pero cada uno de ellos—machos y hembras—tenía su fortuna propia, constituida á base de matrimonios inteligentes. Los Souza, los Ribeiro y los Andrade, formaban una gran familia de estancieros millonarios. Casábanse siempre entre ellos desde tiempo inmemorial, y si la raza iba degenerando por el pernicioso efecto de la consanguinidad, en cambio acrecentábanse cada vez más las fortunas. Todos ellos eran extravagantes, desequilibrados, medio locos; pero todos conservaban incólume la virtud ancestral: la tacañería.

El viejo David, un filósofo analfabeto, como deben ser los verdaderos filósofos, un viejecito enclenque, giboso, exageradamente barbudo, solía decir:

—Os Souza, os Ribeiro y os Andrade, têm mais cornos que todos os fazendeiros da naçâo.

Y, según las estadísticas oficiales y la murmuración comarcana, no mentía.

Su hijo mayor, Hildebrando, viudo de su prima Liberata, había desertado la grande estancia que le aportó su mujer, y se había ido á poblar en el campo heredado del padre. Construyó un rancho bajo y panzudo, á la orilla misma del arroyo,—no para hacer más cómodo el baño, sino para facilitar el acarreo del agua,—y allí se instaló en compañía de una contraparente pobre.

Allí vivía enteramente feliz. Él era ya viejo, ella era joven y cada año nacía un cachorro que Hildebrando hacía anotar en el Registro Civil con todas las formalidades de estilo. Y si algún vecino se permitía una insinuación satírica, él contestaba resueltamente:

—Bicho que nace no meu campo, é meu, e eu marco con minha marca!...

Y se agarraba una borrachera feroz para festejar el acontecimiento, porque no se emborrachaba nunca si no era para celebrar un acontecimiento, como ser el aniversario de alguno de la familia, y como la familia era innumerable, venía á resultarle casi á acontecimiento, y, por lo tanto, á tranca por día.

Las cosas iban muy bien; contenta Ciprianina, contento él, cuando ocurrió la muerte de su tío Ladislao, que dejaba una fortuna inmensa y soltera á su séptima hija, Leocadia.

—¿Qué va facer a pobre menina?—se preocupó Hildebrando.

Ciprianina su compañera insinuó:

—¡Si tu casaras cu’ella!... A fortuna ’e boa...

—Sim: é um bom bocado.

Pensando, pensando, Hildebrando se resolvió, hizo el viaje, arregló el asunto y regresó para acomodar á Ciprianina. Pronto se entendieron en lo esencial: él le escrituraba una suerte de campo, poblada con mil vacas y tres mil ovejas. En otros pequeños detalles estuvieron acordes, pero hubo uno en el cual no lograron armonizar: la petiza lobuna. Ciprianina la quería para sí; Hildebrando la reservaba como obsequio á su nueva esposa. Aquélla manifestó formalmente que no se iba de la casa sin llevarse la petiza. Él se encogió de hombros, se fué, se casó y se vino con su mujer, una rubia de quince años.

El conflicto estalló. Durante tres meses ambas mujeres, ocuparon la casa, disputándose atribuciones, riñendo diariamente, de palabra y de hecho, impidiendo á Hildebrando dormir tranquilamente sus borracheras. No pudo más y cedió.

—¡Leva á petiza!—dijo.

Ciprianina le saltó al cuello, lo besó con cariño y comenzó los preparativos para el viaje.

Tres días después, ambas mujeres se besaban con efusión y se separaban ofreciéndose sus casas respectivas.

Ciprianina iba en su overo, detrás del carretón que conducía á los chicos, y llevaba de tiro la petiza lobuna, el animal que más había querido en su vida y que prefería á todos los otros animales: las vacas, las ovejas, Hildebrando y sus hijos…


Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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