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Cuento.
21 págs. / 38 minutos / 133 KB.
5 de noviembre de 2020.
Disimuladamente me fui aproximando á él. Conversaba en esos momentos con el capataz de la Estancia y pude observarlo á gusto, sin que advirtiera mi presencia. Era un coloso. Las pantorrillas parecían querer reventar la ancha caña de las botas amarillas; en la cintura—gruesa como un tronco de coronilla centenario—llevaba atado el poncho de verano; la camisa de percal—pegada á las carnes con el sudor—dibujaba la poderosa musculatura de la enorme caja torácica; sobre un cuello semejante al morro de un toro viejo asentaba la cabeza grande, poblada de un bosque de cabellos revueltos, encrespados y de un color rubio rojizo. El rostro era de una de esas fealdades monstruosas que espantan y atraen al mismo tiempo. Largo y ancho—casi cuadrado—, no tenía forma humana. En el sitio de la ceja derecha se alzaba un promontorio rojizo, sin un pelo; de la ceja izquierda quedaba un montoncito de cerdas rojas y erizadas; la nariz era un conjunto de lóbulos parduscos; las mejillas y la barba, una serie de cicatrices, elevaciones y depresiones, montículos y zanjas, unos lisos y lucientes, otros ásperos como piel de cerdo; aquí encarnados, allí blanquecinos, amarillentos en partes, terrosos en otras, y el todo salpicado de cortos y rígidos pelos rojos. Pero lo más horrible del conjunto era la boca. De un lado, los dos labios habían sido completamente deshechos, triturados, convertidos en una especie de picadillo; del otro, el inferior pendía, grueso, disforme, vuelto hacia fuera como un pulpejo repugnante; y el superior, tendido, arrastrado hacia abajo, dejaba al descubierto los caninos y hacía el efecto de una espantosa risa histérica. Luego, en aquella miserable fisonomía muerta, impotente para manifestar la más mínima impresión del alma, dos ojos inmensos y renegridos —milagrosamente escapados del desastre — brillaban con incalculable intensidad allá adentro, hundidos entre las carnes abultadas. La mirada era insolente, provocativa, feroz. El incendio que un rencor inagotable había encendido en aquel cuerpo de gigante brotaba en llamaradas por los ojos. Nervioso, inquieto, hablando á gritos, sacudiendo el arreador, taloneando el caballo, el coloso me vio, notó que lo observaba, me fulminó con la vista é hizo ademán de arrojarse sobre mí... Tuve miedo.—Cierta vez, andando á pie, solo en medio del campo, con la escopeta al hombro, me hallé de pronto frente á frente con un toro bravio que pacía entre unas chucas. El toro me miró, escarbó el suelo, bajó el testuz y arrancó. Yo hinqué una rodilla en tierra, eché el arma á la cara é hice fuego. Fué un segundo, nada más que un segundo; pero el horror de aquella escena no lo había experimentado ni en el campo de batalla ni en otros varios trances apurados en que he jugado mi vida. Pues bien: la mirada del hombre de los costurones me produjo el mismo efecto. Bajé la cabeza, castigué el caballo y me alejé apresuradamente. Entonces comprendí el aire receloso del indiecito y del patrón, y entonces tuvo para mí verdadero significado la frase repetida de: «Es hombre malo.» Es que aquéllo no era un hombre, sino una fiera, un animal monstruoso que intimidaba con su sola presencia, que infundía pavor con la mirada, en la cual había algo de extrahumano, un poder misterioso que amedrentaba á los más viriles.