Para José María Lawlor.
Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.
Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.
El patrón, su capataz y cinco peones, sentados alrededor del fogón, tomaban mate y vigilaban el medio capón que se doraba ensartado en el asador. Todos me recibieron bromeando amigablemente, con esa democrática familiaridad de paisanos viejos para los cuales no existen jerarquías sociales. Don Anselmo reanudó sus elogios al parejero; se "churrasqueó", y montamos á caballo cuando comenzó á clarecer. Blanqueaba el campo con el rocío; una línea carmesí, muy tenue, coloreaba el Levante, y en el cielo azul purísimo, la luna blanca y grande bajaba lentamente hacia, el ocaso. Cerca de las casas, las tamberas y los bueyes rumiaban echados, sin inquietarse por nuestra aproximación, contentándose con dirigirnos la mirada mansa de sus grandes ojos redondos. La majada, recién esquilada, dormía apeñuscada en el rodeo, y sólo las perdices madrugadoras correteaban picoteando la yerba y silbando alegres. La peonada iba contenta: el arreador de larga trenza en la diestra, las boleadoras en la cintura, el lazo á los tientos. El capataz, con dos peones, "enderezó pal rodeo del Bajo"; otros dos peones,, con el patrón á la cabeza, se dirigieron al rodeo de las Islas. Yo quedé, con un indiecito, en una loma donde ya estaban dos hombres con el señuelo. Media hora después resonaban por todo el campo el golpear de las pezuñas de los vacunos y la gritería de los gauchos. Poco á poco habían ido llegando los "convidados", y cuando, á eso de las siete, el ganado estaba, en el rodeo, más de veinte personas lo circundaban.
Los vacunos mugían, remolineando, moviéndose incesantemente, escarbando el suelo, embistiéndose toros contra toros, vacas contra vacas, en furiosos asaltos á "guampa". A cada. instante, un animal emprendía la fuga, y al punto un grupo de jinetes se apartaba en su persecución, emprendiendo carrera loca, sin preocuparse de las asperezas y accidentes del', terreno, ya en cuesta abajo, ya saltando zanjas, ora remontando pedregosas faldas de cerros enhiestos, ora hundiéndose en la ciénaga de los bañados. Todo esto acompañado del zumbar de los arreadores y los ladridos de los perros, que se encarnizaban mordiendo los garrones de la res, saltándole al hocico, prendiéndosele de la cola. De cuando en cuando, el novillo se detenía, ponía á raya á los perros, embestía lanzando inútiles botes de aspa, remolineaba, tornaba á emprender la fuga, y, al fin, transido, dominado, tornaba al rodeo, dando bufidos sordos de soberbia impotente.
En lucha mi temperamento con mi educación, impelido por mis instintos heredados y sofrenado por la prudencia de mis raciocinios, permanecía yo muy quieto: la pierna cruzada sobre el recado, el cigarrillo en la boca, en la orilla del rodeo, contemplando con curiosidad las diversas fases de la faena. Me había llamado la atención un hombre muy grande, con el rostro estriado de costurones, que cabalgaba en un redomón airoso, corría frenéticamente y vociferaba sin cesar, blandiendo el arreador de urunday con virolas plateadas. Como el indiecito que había sido mi compañero acertó á pasar por mi lado, le detuve y le pregunté:
—¿Quién es ése?
El peón, muy atareado en armar el lazo, me respondió entre dientes:
—Bichuca... hombre malo.
Con más curiosidad aún después de haber oído aquel extraño nombre y aquel comentario, volví á interrogar al indiecito:
—¿Y esas cicatrices?
Mi compañero miró al hombre que tanto llamaba mi atención, y con voz muy baja y recelosa, contestó:
—Por matar la cachila.
En seguida, sin concluir de arreglar los rollos del lazo, y tomando como pretexto un ternero que disparaba, picó espuelas y se alejó rápidamente.
"Bichuca... hombre malo... Por matar la cachila."—¿Qué diablos podía significar todo eso?... Preocupado con aquel misterio dejé de observar las maniobras del aparte, y concretado á estudiar mi extraño personaje, me distraje hasta el punto de que más de una vez estuve expuesto á ser arrastrado por un novillo. Sentía inmensos deseos de hablar á don Anselmo, quien seguramente habría de darme datos más precisos; pero éste se hallaba en el interior del rodeo, mirando, dando órdenes, señalando la res que debía sacarse, y tuve que esperar ocasión propicia.
El sol era fuego, el aire estaba inmóvil, y tan grande era la polvareda, que se hacía muy penosa la respiración. Sin embargo, los trabajadores no cejaban: sudorosos, los rostros ennegrecidos por la tierra, multiplicaban las carreras en los pobres caballos, que echaban espuma por boca y narices, y que parecían haber salido de un baño, luciente la piel, hundida la barriga. Las voces se hacían más roncas, el tropel más grande, las corridas más frenéticas. Algunas reses apartadas aprovechaban un descuido de los rondadores y escapaban bufando, con dirección al rodeo; la lucha se entablaba entonces rabiosa de una parte y de otra, los novillos no disparaban ya, sino que embestían encolerizados, bregando por reunirse con los demás. La torada, inquieta, excitada por el trote y por el calor sofocante, mugía escarbando el suelo y levantando nubes de polvo fino; los terneros, extraviados de las madres en el alboroto, balaban desesperadamente, y el vacaje, furioso, se revolvía sin cesar. En las orillas se multiplicaban los duelos: resonaba el chocar de los cuernos y de las frentes, y no era raro oir el quejido lastimero de algún becerro enamorado que, sorprendido y tomado de flanco por un toro corpulento, se alejaba con una costilla rota ó con las entrañas desgarradas.
Al fin, el patrón, que andaba distribuyendo caña, se acercó á mí con la botella en la mano:
—Tome un trago pa que no se le corte la sangre—me dijo campechanamente; y agregó riendo y mientras se secaba el sudor de la cara con la manga de la camisa:
—¡Trabajo loco, el suyo! ¡Tamién se mi'hace que usté es de los qui'andan á caballo e'miedo'e las víboras!
Sonreí, le devolví la botella, y siempre preocupado con el hombre de los costurones:
—¿Aquel?...—dije señalándolo.
Don Anselmo cesó de reir y contestó brevemente:
—Bichuca.
—Ya, ya; pero, ¿y esa cara así?...
El patrón hizo como el indiecito: miró receloso, se me acercó y, bajando la voz:
—Por matar la cachila—dijo.
—¡Cuénteme, cuénteme!—exclamé en el colmo de la curiosidad; pero el estanciero empinó la botella, sorbió un gran trago de caña, se limpió los bigotes con el revés de su mano grande, negra y velluda, y contestó, siempre en voz baja:
—Dispués... es hombre malo.
Y sin agregar más, se alejó nuevamente.
¡Misterioso personaje,al cual todos parecían demostrar temor! ¿Recuerdos de qué drama serían aquellas espantosas cicatrices que le daban el aspecto de un monstruo?...
Disimuladamente me fui aproximando á él. Conversaba en esos momentos con el capataz de la Estancia y pude observarlo á gusto, sin que advirtiera mi presencia. Era un coloso. Las pantorrillas parecían querer reventar la ancha caña de las botas amarillas; en la cintura—gruesa como un tronco de coronilla centenario—llevaba atado el poncho de verano; la camisa de percal—pegada á las carnes con el sudor—dibujaba la poderosa musculatura de la enorme caja torácica; sobre un cuello semejante al morro de un toro viejo asentaba la cabeza grande, poblada de un bosque de cabellos revueltos, encrespados y de un color rubio rojizo. El rostro era de una de esas fealdades monstruosas que espantan y atraen al mismo tiempo. Largo y ancho—casi cuadrado—, no tenía forma humana. En el sitio de la ceja derecha se alzaba un promontorio rojizo, sin un pelo; de la ceja izquierda quedaba un montoncito de cerdas rojas y erizadas; la nariz era un conjunto de lóbulos parduscos; las mejillas y la barba, una serie de cicatrices, elevaciones y depresiones, montículos y zanjas, unos lisos y lucientes, otros ásperos como piel de cerdo; aquí encarnados, allí blanquecinos, amarillentos en partes, terrosos en otras, y el todo salpicado de cortos y rígidos pelos rojos. Pero lo más horrible del conjunto era la boca. De un lado, los dos labios habían sido completamente deshechos, triturados, convertidos en una especie de picadillo; del otro, el inferior pendía, grueso, disforme, vuelto hacia fuera como un pulpejo repugnante; y el superior, tendido, arrastrado hacia abajo, dejaba al descubierto los caninos y hacía el efecto de una espantosa risa histérica. Luego, en aquella miserable fisonomía muerta, impotente para manifestar la más mínima impresión del alma, dos ojos inmensos y renegridos —milagrosamente escapados del desastre — brillaban con incalculable intensidad allá adentro, hundidos entre las carnes abultadas. La mirada era insolente, provocativa, feroz. El incendio que un rencor inagotable había encendido en aquel cuerpo de gigante brotaba en llamaradas por los ojos. Nervioso, inquieto, hablando á gritos, sacudiendo el arreador, taloneando el caballo, el coloso me vio, notó que lo observaba, me fulminó con la vista é hizo ademán de arrojarse sobre mí... Tuve miedo.—Cierta vez, andando á pie, solo en medio del campo, con la escopeta al hombro, me hallé de pronto frente á frente con un toro bravio que pacía entre unas chucas. El toro me miró, escarbó el suelo, bajó el testuz y arrancó. Yo hinqué una rodilla en tierra, eché el arma á la cara é hice fuego. Fué un segundo, nada más que un segundo; pero el horror de aquella escena no lo había experimentado ni en el campo de batalla ni en otros varios trances apurados en que he jugado mi vida. Pues bien: la mirada del hombre de los costurones me produjo el mismo efecto. Bajé la cabeza, castigué el caballo y me alejé apresuradamente. Entonces comprendí el aire receloso del indiecito y del patrón, y entonces tuvo para mí verdadero significado la frase repetida de: «Es hombre malo.» Es que aquéllo no era un hombre, sino una fiera, un animal monstruoso que intimidaba con su sola presencia, que infundía pavor con la mirada, en la cual había algo de extrahumano, un poder misterioso que amedrentaba á los más viriles.
Concluida la faena, ya pasado medio día, volvimos á la Estancia, donde nos esperaban, dorados y sabrosos, los gordos asados. Yo comí poco, hablé menos, me retiré á mi cuarto para dormir, como todos, la apetecible siesta; pero fueron inútiles todos mis esfuerzos por conciliar el sueño. La imagen de Bichuca me perseguía, me obcecaba, flotando siempre ante mi vista como el fantasma de una pesadilla. Cada vez que cerraba los ojos veía inclinada sobre mí la monstruosa cabeza y me parecía sentir el fuego de aquella mirada iracunda. Me bajé del catre, abrí sigilosamente la pequeña puerta, y salí al patio. Reinaba un imponente silencio: el suelo ardía; inmóviles y achicharradas estaban las hojas del frondoso paraíso, á cuyo pie roncaban, tendidos largo á largo, dos corpulentos mastines; sobre los techos de cinc el sol producía una reverberación deslumbradora; en la enramada, los caballos, con los cuellos estirados y cerrados los ojos, intentaban dormir y sacudían sin cesar las largas colas, acosados por el enjambre de moscas; en el campo, sobre las lomas cubiertas de flechilla, brillante como una coraza de oro, las bestias permanecían quietas, embargadas por el sopor de la siesta.
Andando muy despacio llegué á la puerta del gran galpón, donde dormían diez ó doce hombres tendidos sobre los recados, tapadas las cabezas con los ponchos para librarse de los insectos que zumbaban, yendo de ellos á los grandes trozos de carne que envueltos en bolsas de arpillera colgaban cerca del techo, enganchados en aspas de venado. El sudor de los hombres, el hedor de los perros, el tufo de los cueros apilados en un rincón, las emanaciones de la bosta de los caballos, todos esos olores acres se aunaban para producir un olor sui géneris, fétido, espeso, amodorrante.
Detrás del galpón se erguía un añoso ombú que ofrecía inmensa y envidiable sombra. Me dirigí hacia él, me acerqué y de pronto me detuve medroso. Sentado sobre las gruesas raíces, el codo apoyado en el muslo y la cara en la palma de la mano, estaba Bichuca. Yo veía su torso de gigante y su clinuda cabeza roja. No había hecho un movimiento, no había oído mis pasos; pero yo sentí que aquel hombre no dormía. Solo, mientras los otros estaban juntos; velando, mientras los demás roncaban; inaccesible á la fatiga, indiferente al rigor de los calores, el monstruo debía de sentir un horroroso tormento; el veneno corrosivo de un incurable sufrimiento moral debía de hervir en aquel corpachón grande y fuerte como ñandubay. Pasaron diez, quince, veinte minutos. Bichuca no hacía un movimiento, y yo me hallaba como petrificado; contenía la respiración y me veía impotente para retroceder, y más impotente aún para avanzar. En eso, un perrazo negro, reyuno y rabón, que dormitaba á los pies del amo, volvió la cabeza para rascarse el flanco; me vio, se incorporó, descubrió su blanca y temible dentadura y lanzó un gruñido sordo. El hombre se movió rápidamente y fijó en mí su espantosa mirada amenazante. Yo debí permanecer como el pajarillo fascinado por la serpiente. Quise hablar y no lo conseguí; intenté huir y me fué imposible. El terror, un indescriptible terror, se apoderó de mí, palideció mi rostro, oprimió mi pecho é hizo temblar mis piernas. ¿Que es absurdo? ¡Oh, es necesario haber visto aquel rostro, ¡aquel rostro!, ¡y haber sentido el fuego abrasador de aquella mirada!... Cuánto tiempo pasó, no sé... un siglo. El coloso se puso en pié, masculló unas palabras terribles,, se alejó, llegó á la enramada, tomó su caballo, montó de salto y partió al galope, al galope hasta perderse en el próximo bajío.
Cuando, dos horas más tarde, contaba á don Anselmo mi aventura, éste frunció el ceño y me dijo con voz solemne:
—Se ha escapao como de entre los indios..
—¿Pero quién es ese hombre?—pregunté ansioso, rabiando por descifrar aquel enigma..
—Una historia—me respondió el viejo ganadero—,una historia larga y fiera.
—Pero cuéntela; me parece que no voy á. poder comer, ni dormir, ni estar tranquilo mientras no sepa quién es ese misterioso y terrible ser que á todos asusta.
—Luego, cuando estemos solos... á la noche, dispués de la cena—contestó el patrón.
Y en seguida, caviloso, como hablando consigo mismo, continuó:
—Hombre malo... el mesmo demonio. Usté se ha escapao como de entre los indios. ¡ Qué barbaridá!
No insistí y esperé febrilmente que llegara la noche. Cenamos, "amargueamos", y don Anselmo salió al patio con el pretexto de dar algunas órdenes; lo esperé más de una hora, y viendo que no volvía, me dirigí á mi cuarto y me senté en el catre, dispuesto á no acostarme sin haber tenido la explicación del misterio. Estaba concluyendo mi cuarto cigarrillo cuando el patrón apareció. Sin pronunciar palabra cerró la puerta, echó la tranca y vino a sentarse á mi lado. Entonces, emocionado y en voz muy baja—como si aún temiese ser oído, no obstante las precauciones tomadas — dio comienzo al trágico relato. Cuando se puso en pie y me dio las buenas noches empezaban á cantar los gallos. Yo me acosté, sin tomarme el trabajo de quitarme las ropas, y estuve todavía largas horas sin poder conciliar el sueño.
Al día siguiente regresé á mi casa. Muchas veces quise escribir la lamentable historia de aquel hombre que tan hondamente me había impresionado; pero el temor me detenía y el episodio quedaba grabado en el recuerdo, esperando la hora propicia de ser confiado al papel. Transcurrieron varios años, y un día que don Anselmo estaba de visita en mi casa me preguntó con visibles muestras de contento:
—¿A que no sabe quién murió?...
—¡Bichuca!—repliqué sin titubear.
—¡Clavao!..Se quebró el pescuezo de una rodada, apartando unos novillos en lo del viejo Lucas. Esa misma noche de un tirón, sin abandonar la pluma hasta haberle dado fin, escribí el relato de la trágica aventura que va á leerse, y que no es sino la fiel reproducción de lo que don Anselmo me contó en su Estancia, en el silencio de una caliginosa noche de Diciembre.
Marcelino Veiga era el hijo único de un viejo tropero, muy conocido en la comarca, muy jugador, y que á su muerte no había dejado á su vastago otra herencia que una tropilla de caballos y un apero de plata. Marcelino—que á la sazón frisaba en los diez y seis años—entró como peón en la Estancia de don Cesáreo Méndez, rico propietario, que fué gran amigo de su padre. Fuerte, activo, inteligente, el mozo estaba siempre dispuesto á las más penosas y difíciles tareas, y no tardó en granjearse las simpatías y el cariño del patrón. De elevada estatura, grueso y morrudo, era extremadamente prolijo en el vestir y en el cuidado de su persona. Tenía una larga cabellera crespa y rubia, tirando á rojo, siempre muy limpia, peinada y lustrosa con el aceite aromático; sus ojos eran grandes, negros y expresivos; la nariz era fina y fuerte; la boca, con labios demasiado gruesos, era bella, sin embargo, y él sabía hablar y reir de cierta manera que la hacía graciosa; en el pago pasaba por un lindo mozo: él lo sabía y se enorgullecía por ello. Domador, pialador, diestro en las más rudas labores campesinas, era al mismo tiempo el mejor bailarín del pago, el primer guitarrero y el más aplaudido cantor. Todos los domingos, bien acicalado, ensillaba su "flete" con las "garras" de plata y salía á visitar los ranchos y á requebrar las chinas. No tenía novia: distribuía sus galanteos entre todas las conocidas y todas "le seguían el apunte"—como él decía—, porque no había en el contorno mocetón más divertido y jaranista. Los compañeros le apreciaban y le querían, porque era buen amigo y buen camarada, capaz de hacer cualquier servicio con tal de que halagaran su vanidad de buen mozo y de galán afortunado. Cuando alguna de las chinas del pago daba á luz un pequeñuelo, los peones decían, riendo:
—¡Ése, dejuro es de Bichucal...
Y Bichuca sonreía socarronamente y negaba la paternidad—real ó ficticia—-de una manera que equivalía, si no á una confesión, al menos á manifiesta declaración de complacencia.
—Pueda que sí, pueda que no; yo no soy el único que lavo la ropa en ese lavadero. Y d'iai, ¡quién sabe!...
—La madre aliega que es tuya.
—¿Y quién aliega por la madre?...Tuítos hemos arrimao tierrita.
Y como uno exclamara:
—¡Y es fiero el guacho como gorrita en cabeza grande!
Bichuca, medio en serio, medio en broma, replicaba con firmeza:
—Entonce no es mío. Ternero corneta y borrego negro, no son de mi cría, y ni marco ni señalo. ¡Á otra cancha con ese pial!
De este modo, engreído, amándose apasionadamente, creyéndose un Adonis, llegó á ser, á los veintidós años, una especie de tenorio gaucho, de bombacha y poncho, sombrero con barbijo y bota con espuela de plata. No bebía, no fumaba, no era afecto á las carreras, ni al naipe, ni menos á la taba; los seis pesos de su sueldo mensual se empleaban íntegros en el arreglo de su persona. Alcanzábanle para vestir siempre lujoso, y aun sobraba para el Agua Florida y el jabón de olor, porque gustaba de los perfumes y de las flores como una china coqueta. Merced á las consideraciones que el patrón le dispensaba, tenía puerta franca después de la cena; y ora en bailes y serenatas, ora en otras más positivas diversiones, casi siempre pernoctaba fuera de la Estancia. Mal dormido, ó sin dormir, no se mostraba por eso menos afanoso en la lidia diaria, y á nadie le iba en zaga. En las siestas, mientras los otros compañeros dormían, él fregaba sus prendas de plata, ó cepillaba y tendía para que se oreasen, sus prendas de vestir, ó engrasaba las botas, ó se afeitaba prolijamente, ó ensayaba en la guitarra, á media voz y con sones apagados, alguna décima que se prometía cantar á la moza que le tenía encaprichado. Y sin descuidar ningún trabajo ni sacrificar un instante á sus obligaciones, nunca le faltaba tiempo para atusar, desvasar y "desaguachar" sus caballos. ¡Así era de linda y pareja y envidiada su tropilla! No las tenía mejores el patrón.
Debía concluir, sin embargo, aquella vida alegre de picaflor. Marcelino encontró una paisanita más viva ó más experimentada que las otras: una morocha retrechera, de ojos atrevidos y de risa sonora, que escuchaba con gusto las frases apasionadas del galán, se cimbraba voluptuosamente en sus brazos, en las cadencias perezosas de las habaneras, pero echaba atrás la cabeza, bajaba los párpados y sonriendo contestaba: ¡No!, cada vez que él la apremiaba para que correspondiese á su amor. El vanidoso eramorado se sintió herido en lo más íntimo del alma y se propuso rendir á cualquier precio aquella plaza rebelde. Resultó lo de siempre, la eterna y vulgar historia: el capricho transformado en amor imperioso y tiránico. La chinita empezó por declararle que de ella no obtendría favor alguno antes de la unión legal. Cuando en las vueltas de un vals él la oprimía demasiado, ella se apartaba bruscamente, exclamando entre enojada y risueña:
—¡No apriete, que no es pa queso!
En otros tiempos no hubiera sido necesaria: esa advertencia, porque siempre había un viejo bastonero que de rato en rato repetía:
—¡No pegarse, caballeros, que los van á tomar por saguaipés! ¡Que se vea luz entre cuerpo y cuerpo!
Durante un año, las relaciones siguieron de este modo: él cada vez más caldeado, más exigente, brutal en sus manifestaciones de macho fuerte y dominador; ella siempre sonriente, desafiando sus iras, burlándose de sus amenazas, é inventando cada día una nueva coquetería, que resultaba una nueva rama echada á la hoguera. En la primavera, cuando todo se estremece en ansias de fecundación, en que la tierra, pronto llena, ríe satisfecha, como la buena paisana que ostenta con orgullo el vientre inflado; en esa estación en que parece que la vida renace y se desborda en brotes múltiples; en esa época en que se diría que la vida sobra en cada ser, en los animales y en los vegetales, y que una fuerza interna, impele á la reproducción, al empleo útil del exceso vital, Marcelino tuvo que doblegar su orgullo.
Fué un día á visitar á la china, firmemente resuelto á concluir aquella larga, fastidiosa y torturante disputa.
Estaba serio, hablaba poco, tomaba el mate de manos de Martina sin apretarle los dedos ó pellizcarla—como era su costumbre—y sin dirigirle casi la palabra. Un chicuelo entró en la salita, diciendo á la madre que la llamaban para que viera si ya estaba cocido el pan. Los jóvenes quedaron solos, y Marcelino, con voz extraña, en que se advertía el dolor de una concesión hecha á disgusto, empezó:
—Martina, vamos á hablar serio.
Ella sonrió; con su perspicacia criolla comprendió que el mozo había llegado adonde ella quería traerle; que se doblaba, que se rendía, y dijo haciendo una mueca:
—¡Jesús!... Vamos á hablar de difuntos.
El, muy serio, enojado por la broma, continuó diciendo:
—Cosas serias. Yo la quiero, usté lo sabe y usté parece dudar siempre de mí, creyendo que trato de engañarla, de burlarme de usté...
Ella lo interrumpió:
—¿Que usté me quiere?... Bueno; pero ¿usté sabe si yo lo quiero? ¿Le he dicho alguna vez que lo quiero?
—¡No sea mala!
—Mala; ¿por qué?... Amigos sernos, pero amiguitos no más; mujeres sobran: usté puede ir á elegir pa sus porquerías. ¡Hay tantas, y tan sinvergüenzas!
Maupassant ha dicho: "C'est béte, les femmes; une fois qu'elles ont l'amour en tete, elles ne comprennent plus rien." La frase es linda, la verdad falta; aplicada á los hombres, tendría valor. Las mujeres no pierden jamás la cabeza, y menos en materia de amor: le petit sens pratique no las abandona ni aun en los momentos de verdadera expansión pasional. El aforismo de Bartrina: "La mujer no ama, se ama", aparece de un egoísmo brutal que nuestra galantería rechaza; pero la sociología, la fisiología y la psicología científica prueban que hay mucho de cierto en la grosera expresión del poeta enfermo.
El enamorado gauchito, que se sabía de memoria veinte declaraciones, quedóse turbado y sin hallar respuesta. Al fin, venciendo resistencias:
—Yo la quiero pa casamiento—dijo, poniéndose escarlata.
Martina rió ruidosamente, echó atrás la cabeza dejando ver el cuello bien torneado, y contestó con ironía:
—¡Sí!... El terutero grita lejos del nido, pero á mí no logra engañarme.
—Hablo serio.
—Y á mí lo serio me da risa.
—¿Entonce no me quiere?
—Yo no dije que no...
—Una cosa ha de ser... ó la otra.
—¿Es juerza?... El tigre tiene pelos blancos y pelos coloraos, y no es blanco ni colorao, sino overo.
—¡Overo me estás poniendo!
—¡Iguale y largue, mozo!
—¿Y por qué decís?...
—Porque me parece que no semos hermanos pa que me trate de tú.
Jamás el presumido gauchito habíase visto en trance semejante. Más desdeñado se veía, más se afanaba en la conquista y menos lograba recobrar su aplomo. De orgulloso, tornábase en humilde y mendigaba, desconcertado con las bromas de la avispada chinita.
—Mire, yo soy muy derecho...
—¡Ya sé! Usté es como el anzuelo, y lo derecho del anzuelo es torcido.
—¿Por qué no me dice que soy como guampa'e carnero?
—Porque como entuavía es soltero...
—No se ría, Martina, que yo la quiero de en deberás y estoy pronto á probárselo.
Ella se puso seria y contestó sin reir:
—¿A probármelo? ¿Y cómo?
—Haciendo lo que usté me mande.
—Güeno; yo tengo simpatías por usté...
—¡Ah! ¡yo bien sabía que vos me querías!— exclamó contento Veiga.
Pero la moza, siempre seria, contuvo su entusiasmo:
—No atropelle, mozo, no atropelle, que la tranquera está cerrada—dijo—. Yo tengo simpatías por usté; pero pa atenderlo es preciso que me prometa y cumpla lo que le voy á decir; si no, nada.
—¿...?
—Primeramente, usté va á dejar de visitar á las mozas del pago; segundamente, no va á dir á ningún baile...
—¡Acetao!
—... y si yo sé—y yo viá saber—que ha cumplido lo que le digo, le permito que di'aquí dos meses venga á visitarme, y dispués que hable con mama... ya puede dir hablando al juez y aviriguando cuándo viene el cura.
Marcelino quedó perplejo:
—¡Cómo!—dijo—. ¿Y en dos meses no podré venir á verla?
—No.
—¿Ni visitar á naides?
—A naides... El hombre que á mí me quiera me ha de querer á mí sola y me lo ha de probar antes de ser mi marido.
Y después de estas orgullosas palabras le tendió la mano:
—¿Aceta?
—Aceto—contestó el mozo oprimiendo con fuerza la pequeña mano morena y gorda.
¡Dura condición la que le habían impuesto! No visitar, no ir á los bailes, no mostrarse, imponiendo sus ventajas de buen mozo: ¡una locura!... Camino de la Estancia iba pensando en ello y encontraba absurdo su compromiso; pero como nunca creyó que un hombre estuviese obligado á cumplir lo prometido á una mujer, se consoló diciéndose que no había hecho otra cosa que perder un domingo. ¡Y había tantos en el año!
Sin embargo, durante toda la semana anduvo pensativo y todas las noches durmió en su catre, en el cuarto de los peones. Un sábado debía efectuarse un baile en casa de un puestero de la Estancia, y aunque lo habían invitado y había prometido asistir, al llegar la tarde pretextó una indisposición y se acostó á dormir. Y así sucedió varias veces más. Encontraba ridículo su sometimiento, pero no se atrevía á desobedecer, prometiéndose tomar el desquite cuando la altiva chinita se hubiese rendido. Su retraimiento se comentaba en el pago, y los compañeros, excitada su curiosidad, hacían vanos esfuerzos por descubrir la causa; vanos esfuerzos, porque él no había de decirlo, y Martina era bastante perspicaz para comprender que una jactancia suya podía echarlo todo á perder, despertando el inmenso orgullo y el excesivo amor propio del gauchito.
Si Marcelino sufría con verse privado de su independencia, movíale á soportarlo el deseo de una victoria que coronaría dignamente su carrera de galanteador afortunado. Pero andaba triste, taciturno, desasosegado, como hombre que se priva de un vicio contumaz. En las tardes, después de concluido el trabajo, se aislaba para cantar á media voz, con acompañamiento de guitarra, décimas melancólicas y estilos quejumbrosos. Los domingos los pasaba generalmente en el Tala—un arroyito que corría á pocas cuadras de la Estancia—, y donde, con el pretexto de pescar, permanecía casi todo el día meditando y soñando.
De este modo y con ese género de vida se deslizaron seis semanas, hasta que una tarde, vagando por el arroyo, Marcelino se encontró con Ana Soult en el lavadero. Era ésta una mocetona de veintitrés años, alta y fornida como un granadero de la guardia napoleónica. Hija de un labrador suizo, muerto de un accidente cuando ella sólo contaba meses, había crecido miserablemente, pues el trabajo de su laboriosa madre proveía con dificultades al sustento de los seis rapaces que llenaban la choza. Con el andar del tiempo la caterva se fué dispersando; á ella la recogieron en la Estancia, donde desempeñó funciones de "mucama", hasta que su edad le permitió ascender á la categoría de "peona". Con sus cabellos rubios, con su cutis blanco y rubicundo, con sus ojos azules y su boca grande y graciosa, no era fea; pero su cuerpo hombruno, sus espaldas anchas, su amplia cintura, los gruesos pies y las lucientes manazas, parecían quitarle los atributos de su sexo, y si bien todos los peones—y Marcelino entre ellos—la hostilizaban de continuo con bromas groseras, ninguno había pensado en poseerla. Ella, por su parte, no daba ninguna importancia á las palabrotas de los camaradas, y respondía con otras no menos crudas, riendo de buena gana. Era de un carácter alegre y despreocupado, no sentía necesidad de amar y se contentaba con la amistad, muy sincera, que todos le profesaban.
Esa tarde estaba en cuclillas al borde del arroyo, con la falda recogida, las mangas de la bata levantadas y desprendidos varios botones, que dejaban ver un cuello blanco y fuerte, humedecido por el sudor. Al ver á Marcelino volvió la cabeza, y sin dejar de refregar la ropa lo interpeló alegremente:
— ¡Hola, buen mozo! ¿Qué andas haciendo por la orilla el agua, como copincha que toma el sol?...
El mozo se encogió de hombros, sin responder, y mientras ella seguía hablándole, sin mirarlo y siempre ocupada en su trabajo, él la contemplaba. Aquel montón de carne blanca, las gruesas caderas que se dibujaban con audacia, un trozo de pantorrilla que se mostraba oprimida en la media blanca, el torso morrudo, la nuca sudorosa, el olor de mujer comenzaron á trastornar la cabeza al enamorado gauchito. Quiso bromear.
—¡Abájate la pollera, chancha, que te se ven las piernas!—la dijo.
Pero ella, que estaba habituada á tales dicharachos, contestó sin inmutarse:
—¿Y di'ay? Son mías y las puedo mostrar.
Marcelino se acercó y pellizcó audazmente la rolliza pantorrilla; entonces la moza, volviéndose rápida, le dio un revés en la mano atrevida.
—No te propases—exclamó fingiendo enojarse—; ya sabes que de palabra todo está güeno, pero no me gusta que me toquen, porque no soy guitarra.
A poco, riendo con su alegre y sonora risa infantil, prosiguió:
—¿Te han echao de las casas, y andas aura buscando por el monte?
El mozo se había puesto serio y tenía el rostro encendido. Se acercó é intentó besarla.
—No seas boba—dijo—; ¿por qué no me querés?...
Ana se puso de pie y mirándolo con ojos de asombro:
—¡Avisa—exclamó lanzando una carcajada, creyendo que sólo se trataba de las bromas de costumbre. Sin embargo, no tardó en convencerse de que no era así y de que su camarada ardía en deseos que ni él ni ningún otro le habían manifestado jamás. Al principio tornóse seria, pero en seguida volvió á reir, á reir con más gana, divertida con la ocurrencia de Marcelino, que encontraba grotesca. Su ancho rostro rojizo, de expresión infantil, honesto y cándido, sereno y plácido, rió con los labios, con los ojos y con las mejillas; rió con la buena risa fresca y sana de la gente del pueblo ante una farsa graciosa. En su alma niña no cabía la pasión amorosa, y en su cuerpo de marimacho, castigado por ruda y larga faena, el instinto del sexo había desaparecido. No obstante la libertad de lenguaje que empleaba, poseía una castidad animal, que mantenía sin violencias, no habiendo soñado en hora alguna que pudiese ser codiciada, y no habiendo tampoco sentido nunca los enardecimientos de la carne. Mas como Marcelino, loco de deseo, convertido en bestia imperiosa, manifestara su intento de obtenerlo todo á todo trance, por buenas ó por malas, y se hiciera cada vez más provocativo, llegando á exclamar furioso:
—No te resistas, que ha de ser por la razón ó la juerza, como las onzas chilenas.
Ella se preparó á la lucha, desdeñando á su adversario y diciéndole en son de burla:
—Bueno: vamos á luchar, y si me voltiás, me matás la cachila.
No había concluido la frase cuando el mozo se abalanzó sobre ella, la cogió por la cintura y comenzó á forcejear para tumbarla. Tomada de sorpresa, ella tambaleó hasta que, logrando afirmar en la arena sus gruesos pies, encorvó el torso, contrajo los brazos y arrojó contra el suelo al atrevido mocetón. Este se levantó ciego de ira y tornó á abrazarla, y otra vez cayó de espaldas al suelo; pero esta vez había arrastrado á Ana en la caída, y mientras la moza le tenía oprimido, riendo siempre, él sentía bullir su sangre con el contacto de aquella sangre y con el olor acre del sudor. Tan pronto como le fué posible levantarse volvió á embestirla con nuevos bríos, recibiendo un porrazo por cada atropellada, hasta que hubo de declararse vencido. Montó á caballo y salió al trote, perseguido por las risas y las bromas de la "peona".
En toda la mañana del día siguiente no vio á la alegre y forzuda muchacha. Su ardor se había calmado, y no hubiese pensado más en ella sin las burlas de que fué objeto durante el almuerzo.
Siempre alegre, siempre bonachona, sin asomo de resentimiento, Ana había contado á los, peones la escena de la víspera, terminándola con estas palabras:
—¡Y jué al ñudo: yo lo asonsé á golpes y no me pudo matar la cachila!
La indiscreción enfureció á Marcelino, quien juró que jamás se le había ocurrido codiciar aquella vaca suiza; pero que para que no fuese alabanciosa, y como, gracias á Dios, tenía buen estómago, le habría de matar la cachila.
Y el dicho quedó aceptado como una apuesta.
Pasaron los días; la peonada llegó á olvidar el incidente, pero Marcelino, empeñado en poner de manifiesto sus recursos en materia de amor y ansioso de vengarse de la mocetona, preparaba el terreno para lograr sus fines. Había vuelto á ser con ella el mismo camarada de antes, sin repetir sus insinuaciones y riendo cuando ella le recordaba los porrazos recibidos "por zafao", en el lavadero del Tala. Ella misma llegó á olvidarse de la cosa, aceptando el hecho como una locura ó como una broma del tenorio gaucho, y, movida por su natural bondadoso, siguió siendo con él, como con todos los peones, la complaciente y franca camarada, sin guardarle ningún rencor, sin abrigar ninguna desconfianza.
Después de más de un mes de sequía comenzó á llover copiosamente, y como el patrón tenía la vieja costumbre criolla de comer tortas fritas cada vez que llovía, Ana dispuso la sartén y empezó á trabajar la masa. Era un domingo y los peones habían salido temprano para ir á mudarse. En la cocina estaban solos la moza y Marcelino, que tomaba mate; aquélla siempre locuaz y jaranista, éste serio y preocupado. La cocina se llovía por todos lados, el agua caía en la sartén, y Ana, impaciente, exclamó:
—Me voy pa mi cuarto á freir las tortas allí.
Llevó la masa y la sartén, y después vino á sacar los gruesos tizones del fogón hecho en el suelo.
—¿Avise si me v'á dejar sin juego?—profirió el mozo.
—¡Como hace tanto frío!—contestó ella.
—No es pu'el frío; pero á mí no me gusta el mate con agua tibia.
—¿Y di'ay? Venga pa mi cuarto y cebará pa los dos.
El no se hizo de rogar. En la pequeña pieza de muros de terrón y techo de paja se preparó el fogón, se pusieron las trébedes, la sartén encima, la "caldera" al lado, y continuó la charla y el mate. Marcelino cebaba; Ana, inclinada, iba echando las tortas y las daba vuelta con un gran tenedor de estaño. En un ángulo de la habitación había un lecho de madera, de los denominados marquesas; al pie, sobre un cajón que hacía las veces de baúl, había varias guascas, que servían á la moza para manear las vacas cuando iba á ordeñar. Su conversación proseguía amigable y alegre.
En el momento en que ella le dio la espalda y se agachó para soplar el fuego, Marcelino cogió una de las guascas, la pasó rápidamente por las piernas de la moza, que perdió el equilibrio y dio en tierra. Antes de que pudiera defenderse tenía los pies ligados. Ella no rió, comprendiendo el peligro; se puso pálida é intentó levantarse, defenderse con los brazos; pero el gauchito, después de una larga lucha, logró sujetárselos por detrás de la espalda con otra "manea". Como ella, viéndose perdida, intentara gritar, la amordazó con el pañuelo que llevaba al cuello.
Con grandes esfuerzos, porque la pobre muchacha se resistía aún desesperadamente, el "bandido" logró subirla á la cama...
. . . . . . . . .
Contento, extremadamente satisfecho de su hazaña, el gauchito desató á su víctima, le quitó el pañuelo de la boca, y, mientras se lo anudaba nuevamente al cuello, exclamó con acento de triunfo:
—¡No te dije que te iba á matar la cachila!...
Ella se había arrojado del lecho y estaba en medio de la pieza, inmóvil, muy pálida, los ojos muy abiertos, los labios contraídos dolorosamente, el estupor pintado en el rostro, amonadada por aquella violencia, desprovista de ideas y de voluntad. Pero de pronto la sangre afluyó á sus mejillas como una llamarada, un grito sordo se escapó de su garganta, y, cogiendo con prontitud la sartén colocada sobre las trébedes, arrojó la grasa hirviendo al rostro del forzador. Este lanzó un rugido y retrocedió hasta el muro, llevándose las manos á la cara.
—¡Toma por matar la cachila!—exclamó Ana, furiosa...
Tras un par de meses de horribles sufrimientos, Marcelino Veiga logró ver cicatrizadas sus múltiples heridas. Lo primero que hizo, el día que pudo levantarse, fué mirarse en un espejo. Retrocedió horrorizado y sufrió más en aquel instante que en los dos meses de crueles padecimientos físicos. Las cejas desaparecidas; la frente y las mejillas acribilladas de cicatrices; los labios cortados, despedazados, mal soldados, dibujando una mueca horrible, le daban el aspecto de un monstruo en el cual sólo brillaban, en el cual sólo vivían dos grandes ojos negros milagrosamente escapados al desastre. Del bello, del arrogante y vanidoso Marcelino Veiga, del enamorado gauchito, del buen mozo burlador de doncellas, sólo quedaba una máscara espantosa, capaz de causar miedo á los chicueIos. Su furor fué tan grande, tanta su desesperación, que cogió su puñal y salió furioso, dispuesto á matar á la causante de su mal. Ciego de ira, no respetaba ni al patrón que lo detuvo, y á quien hubiese ultimado á puñaladas sin la pronta intervención de los peones.
No pudiendo consumar su venganza, ensilló su caballo y partió á gran galope, sin saludar á nadie, y desapareció del pago. Se fué lejos y se convirtió en un hombre terrible, á quien nadie se atrevía á mirar cara á cara. Siempre solo, siempre furioso, parecía buscar la muerte en todas partes y en todos los momentos. La espantosa fealdad de su rostro era un tormento que no le dejaba un instante de reposo y que le hacía odiar á todos los seres vivientes. Se fué lejos; pero el eco de su triste historia llegó hasta el pago lejano. Nadie se atrevió á mentarla en su presencia, lo que no obstaba para que, cuando algún forastero como yo preguntase el por qué de aquella monstruosa fisonomía, hubiese siempre uno que contestara con aire misterioso:
—¡Por matar la cachila!
Estancia «Los Molles». Junio, 1900.