A mi amigo, el ilustre gobernador de Corrientes, Dr. Juan Ramón Vidal.
En lo más obscuro de lo más hondo del monte; en algo como una
ampolla que formaba la selva,—una ampolla reventada al término de la
senda de pumas que iba en caprichoso caracoleo, desde la vera pantanosa
hasta la barranca que contiene el furor de la laguna;—en el medio de una
glorieta cerrada y toldada por lapachos más viejos que Nembucú,—el
bisabuelo de mi bisabuelo,—humeaban los tizones de un fogón recién
apagado.
La mucha sombra que envolvía el diminuto potril, parecía aumentar el silencio de aquel sitio agreste y espinoso en que hasta las aves consideraban con respeto la majestad protectora de sus troncos envejecidos y endurecidos en lucha inmemorial con los pamperos que soplaban de arriba y las aguas que castigaban de abajo en las crecidas insolentes de otoño.
De un lado del fogón estaba Cantalicio, mordiendo la bombilla de lata del amargo, encontrado singularmente amargo aquella tarde.
En frente estaba Eloíso, con su cara apacible y serena, semejante al tronco seco de un ceibo viejo cuya copa continúa verdeando de hojas y rojeando de flores.
De pronto, Cantalicio, dijo:
—Hermano, ya m'encomienza á jeder la vida?...
Y Eloíso, apretando el cigarrillo entre sus labios color de camalote arrancado, contestó:
—Hum!...
—Estoy cansao;—continuó el del mate, tirando el mate sobre la yerba,—¿Pa qué hacerle botón á un lazo que no tiene presilla?... ¿No te parece?...
—¡Hum!
—Hasta aura, dispués del primer rajón dao en el poncho 'e la vida, fi cosiendo; pero aura se mi hace que y’ estoy como carona 'e negro: más tientos que cuero!... ¿No hayás?
—¡Hum!....
—¡Qué vida!... Condenado á peliar jaguaretés y vivir como vizcacha por haber muerto una perdiz... ¿No es triste?...
Cantalicio se incorporó un poco y levantando el brazo por encima de los tizones, descargó pesadamente la mano sobre el hombro de Eloíso, que se dobló diciendo:
—¡Hum!
—¿Verdá qu’es zonzo,—continuó Cantalicio,—pasárselo así cuidando y componiendo un caballo pa no correrlo con naide? ¿Verdá, hermano, qu’es triste tener güenos dientes pa mascar leche como los guachos y tener uñas de tigre para rascar caraguatases?...
—¡Hum!
Ya era de un todo noche, ó ya era, por lo menos de un todo obscuro. Ni una pava se movía sobre las gruesas negras ramas de los lapachos. Del campo, cerrado por una muralla forestal de quince cuadras, no llegaba una voz; y del otro lado, el río, inmediato, separado del potril por pocos metros de tierra poblada de espeso y áspero bigote de frondas, corría en silencio, plácido bajo la plácida claridad estelar.
—¡Decí algo, pues!—gritó Catalicio, sacudiendo el hombro del amigo; y el otro, tranquilo, sosegadamente, respondió:
—¿Lo qué?...
—Te hablo y siempre decís: ¡Hum!
—¡Hum!
—Siempre lo mesmo.
—Siempre es lo mesmo.
—Algunas veces cambea.
—Nunca... Y dispués, ¿á qué gastar palabras al ñudo?... La fuerza del lazo está en la calidá de los tientos y no en la primura de los pasadores...
—¿De modo que yo?
—¡Hum!...
Y Eloíso volvió á pitar con fuerza.
Catalicio, irguiéndose á medias en un brusco ademán, pegó con el pie en los tizones, y el fuego que ardía en silencio bajo cenizas, relampagueó en una llama roja.
Entonces el rostro amarillo, arrugado, inexpresivo de Eloíso, el rostro semejante á un tronco de ceibo muerto que continúa produciendo hojas y flores, cobró vida, ardió cual pajonal reseco y exclamó con vehemencia:
—¡Hum! Asina t’ he contestao hast’ áura!... El perro que de güena ó mala gana, sigue al amo ande el amo vaya... ¿No soy un perro yo?... Tu padre me crió guacho y vos me acariciaste de chiquito... Yo juí fiel... Cuando vos dibas al arroyo yo diba con vos. Una vez que cuasi te augaste en la laguna sucia, yo casi me augué pa sacarte d'entre los sarandises; en otra ocasión, en un aparte de noviyada chúcara, me quebré una pata aplastao po’ el mancarrón que costaló en la pechada que le di al toro que t'iba á ensartar en las guampas mientras le bajabas el recao al doradillo marca flecha que se te había aplastao en el aparte... ¿Te acordás?
—Me acuerdo!...
—Y dispués, cuando mataste á Sandalio,—en güena ley, no hay que negarlo, aunque le pegaste unas cuantas puñaladas de más,—yo te acompañé en la juida y con vos he matreriao hast'áura, sin una queja.
—¡Vos sos mi hermano!... Si hubiera que seguir así...
—Seguiremos... Del cuero salen las correas y mientras tengamos cuero pa jugar, seremos ricos; pero... ¿me permitís que te hable y te aconseje una vez?... ¿Sí?... Yo sé que desís que sí... Güeno: oíme. ¿Qué culpa tiene la pobrecita Jesusa de que el otro la hubiese codiciado?... Vos la querés, vos sabés qu’ella te jué fiel siempre, y sin embargo, comés carne revolcada en yel, atravesando entre los dos cariños, un dijunto qu' está sobre tierra como una ñeblina...
—Hermano,—dijo Catalicio en voz muy trémula,—¿vos crees qu' ella me quiere?
—Yo creo,—respondió el hombre de cara semejante á un ceibo viejo,—yo creo que cuando no se cree en que hay quien nos quiere, no vale la pena montar á caballo... Si vos querés yo lo veo al padre qu’influirá pa conseguirte el indulto... Dispués te arreglarás más fácilmente vos mesmo con Jesusa... y güelta á vivir la vida de la gente, dejando de incomodar á los bichos, que aunque la casa es grande, ellos son muchos de familia... ¿qué te parece?
—Me parece,—respondió con voz firme el mozo,—muy lindo... pero pa eso hay que humillarse y entonces...
—¿Y entonces?
—Que yo no dentro por puertas en que hay que doblar el cogote!..
—Asina?... No hablar más... Vamos á preparar el churrasco!...
—¿Estás conforme en seguirme?
—¡Pregunta boba!