El viejo Nicéforo no profesaba simpatía ninguna por la escuela. ¡Oh, ninguna!
Su espíritu rutinario, arraigado al suelo con tentáculos de ombú, negábase a aceptar la utilidad de aquello que nunca necesitaron los antiguos para vivir bien y honestamente.
Las personas «sabidas» que él conoció, fueron los procuradores, los jueces y los pulperos, y de todos ellos tuvo siempre el concepto de que eran «árboles espinosos a quien nadie podía acercarse sin salir pinchao».
Pero, aparte de eso, la experiencia en carne propia justificaba su rencor. En efecto, de sus tres hijas, la menor, Sofía, se crió en el pueblo con la patrona del campo, misia Sofía, su madrina.
Cuando, cumplidos doce años, regresó al rancho paterno, estaba convertida en una «señorita».
Orgullosa de su superioridad, trataba desdeñosamente a sus hermanas; estomagábanle las rudas ocupaciones a que ellas se consagraban con valentía y llenaba sus ocios mofándose de sus ignorancias, de su hablar «campuso», de sus desgarbos, de sus timideces.
Resistióse formalmente a ordeñar, lavar y cocinar, alegando su desconocimiento de tales quehaceres viles que echan a perder las manos. Y ella cuidaba con extrema coquetería sus pequeñas y regordetas manos de criolla.
Su único comedimiento era para hacer dulces y golosinas, las cuales, a fuerza de complicadas, repugnaban las más veces a las hermanas y, con mayor razón al hermano Pedro y a don Nicéforo.
—¡Salí con esas misturanzas que parecen remedios de botica! —rechazaba el último.— A mí dame mazamorra con leche, arroz con leche, zapallo con leche, pero no me vengas con esas pueblerías de engrudos perfumados!
—¡Claro, a lo gaucho no más!
—¿Y qué?... ¿Somos manates nosotros?
—Vos no, pero yo sí.
—Y güeno, m’hijita, hacete pa vos esos «chumbiaos» y esos «palenques» y deja que tus hermanas cocinen pa nosotros natilla planchada y camotes en almibara, a la criolla, sin clavos de olor, ni vanilla, ni otras extranjerías que estragan el gusto.
La hermana mayor, Francisca, se casó con un honrado y laborioso puestero del mismo campo. La segunda, Malvina, tenía noviazgo con un chacarero vecino.
—¿Y vos, Sofía, cuándo pensás casarte? —preguntaba irónicamente Pedro.
—Cuando vuelva al pueblo, che, porque yo no estoy para unirme con un campuso y envejecerme haciendo hijos y lavando platos y ordeñando vacas!...
Poco después fué a pasar una temporada en el pueblo, con su madrina... y no regresó. Embaucada por un aventurero ladino, y poco después abandonada, se hundió en la ciénaga...
Francisca vivía feliz en laborioso hogar prolífero. Malvina se casó a su turno, y también Pedro, quien quedó en el rancho paterno, substituyendo en la dirección del puesto al ya viejo Nicéforo.
Cuando el hijo mayor de Pedro llagó a la edad escolar, hubo que mandarlo a la escuela, so pena de sufrir los rebencazos de las multas.
El abuelo aceptó apesadumbrado la imposición, presintiendo nuevas angustias —si no para él, «que estaba por desensillar el antes potro y ahora mancarrón maceta de la vida»— para su buen hijo.
Todas las tardes, apenas el chico se apeaba de su petizo, de regreso de la escuela, el viejo lo interrogaba:
—¿Qué t'enseñaron hoy?
—Los huesos dei cuerpo humano.
—¿Y cómo se llaman?
—Se llaman —respondió el niño indicando las partes:— el cráneo, la mandíbula, el omóplato, la clavicula, el esternón, la columna vertebral ...
—¡Ah! —esclamó indignado don Nicéforo. ¿Conque están cambiando la idioma?... ¿conque ya la cabeza y la carretilla y la paleta, y la islilla y la paletilla y el espinazo ya no se nuembran asina?
—No, tata viejo.
—¿Y pa qué sirve cambiarles de nombre?
—No sé, tata viejo.
—¿Ves, Pedro? —dijo ccn honda amargura el abuelo.— ¿Ves pa lo que sirve la escuela?... P’aprender pavadas!... Saben tuitos los nombres de las mariposas y de las flores extnrajeras, pero no saben cuando se siembra el maíz, ni cuando se siega el trigo, ni hacer una parva, ni uñir un güey!...
—¿Quién sabe, tata!... Yo he oído decir qu’estruirse es una cosa muy güeña...
—¿Estruirse en bobadas sin aprender lo necesario pa ganarse la vida?... ¿O me vas a decir qu’es más útil el jardín que la güerta?...
—No digo, tata... Pero pueda ser que vengan otras escuelas mejores... Los tiempos cambean...
—¡Pues esperá a que cambeen pa mandar tu hijo a la escuela!... ¡Esperá a que haigan escuelas ande s'enseñe a los muchachos lo necesario pa ganarse honradamente la vida!...