Recuerdos

Javier de Viana


Cuento


A Carlos Roxlo.


Eramos cuatro: un letrado estanciero, muy rico y muy noble; mi joven político a quien un ventarrón llevó de su aldea al parlamento y de éste al ejército revolucionario; un poeta exquisito y yo, anomo.

El hacendado, el joven político y yo, teníamos sobre el poeta tres indiscutibles superioridades: la primera saber andar a caballo; la segunda, llevar unas libras esterlinas en el cinto; la tercera... no ser poetas.

Él no poseía más caudal que su gran talento. Ahora bien: podéis creerme a no, pero os aseguro bajo mi palabra de honor que el talento es de una escasísima utilidad para un soldado revolucionario.

Allí, en nuestra guerra gaucha, el ser buen jinete permite gozar el summum de las comodidades, —léase: soportar el mínimun posible de molestias —sin contar con los servicios que puede prestar a los prudentes en un día de batalla, y a todos, hasta a los temerarios, en un día de derrota.

Y el poeta era un maturrango sin enmienda. Montaba unas veces por la izquierda y otras por la derecha, argumentando con aparente lógica que, siendo el caballo igualmente alto de un lado y del otro, y teniendo la silla idénticos estribos a diestra y siniestra, no existía razón para someterse al precepto rutinario que ordena subir por la izquierda. Desgraciadamente, los caballos no querían comprender este acertado razonamiento y con frecuencia aporreaban sin piedad al poeta.

En aquella campaña, larga y ruda, nuestro trovador pasó horas amargas. Él no sabía nada más que cantar, y sus cantos suaves, tiernos, melódicos no podían interesar allí, donde, casi diariamente oíase el canto de los fusiles y los cañones. ¡Cualquiera escucha una vidalita cuando está hablando un Canet!...

De ahí que el poeta, a pesar de ser bravo y muy capaz de hacerse matar al igual de cualquier bruto, fuese, en general considerado como un inútil. Un hombre, en efecto, que ignora el arte de acondicionar sólidamente su caballo durante la noche, que no sabe hacer fuego, ni menos un asado, ni aún cebar un mate, es un inútil, no cabe duda.

Algunas noches, es cierto, nos entretenía con sus anécdotas sentimentales y solía alegrar nuestras marchas recitándonos algunas de sus estrofas; pero, con poca frecuencia, porque habitualmente nuestros espíritus estaban más tentados por el reposo que por las deleitaciones artísticas...

Sin embargo, de uno de esos momentos de expansión intelectual guardo perfecto recuerdo.

Habíamos acampado junto al labio arenoso de un arroyo, bajo unos molles desgreñados como cabeza de mulata sirvienta de estancia antigua. Después de churrasquear, tirados boca arriba sobre las camas improvisadas con los recados, fumábamos contemplando el cielo de un azul turquesa, en medio del cual parecía enclavada, bañándose con su luz blanca y fresca, la luna plena.

Cerca nuestro, chispeaba aún el fogón. Los caballos atados a soga pacían gozosos la hierba humedecida con el relente. En todo el campo, un solemne silencio, sólo turbado por algún relincho lejano o por el zumbar de los insectos nocturnos.

Rato hacía de nuestra inmovilidad contemplativa, cuando el hacendado, lanzando un suspira sonoro, dijo:

—¡Mi nena!... ¡Cuándo podré verla y comerle la trompita a besos!...

—Yo también estaba pensando en mi novia—agregó el joven político.

—¡Y yo en mi fantasma! —exclamó el poeta con un acento de dolorosa sinceridad. Y como a poco todos empezamos a deshojar recuerdos y tejer esperanzas, desnudando las almas, el bardo, vibrante de emoción, se sentó en la cama y se puso a contarnos la miseria de sus amores. A los cinco minutos nos tenía dominados, salidos de nosotros mismos para vivir en las sensaciones de su relato. Me parece verlo aún, iluminado por la luna su puro perfil romano, revuelta su rala cabellera de oro, humedecidos los parlantes, ojos azules. Las palabras brotaban vertiginosamente de sus labios y la voz musical de un encanto extraño, de una seducción única, iba echando afuera, en chorro continuo, interminable, la hiel bebida en muchos años de bondadosa inocencia...

¡Miserable historia!... Había amado con la intensidad y la sinceridad con que aman los hombres-pájaros. Dormido en su mansión de quimera no advirtió jamás que la familia de su novia le iba extrayendo poco a poco su patrimonio, muy delicadamente, eso sí, y cuando ya no tuvo nada, cuando fué un pellejo vacío, le cerraron las puertas con una carcajada coral...

Y él siguió amando. Su prometida le hizo mil desaires. El siguió amándola. Del desdén pasó a la ofensa. Él continuó amándola. Ella se casó con otro. Él continuó amándola. Los amigos reían de él, pero él, en arranque lírico, exclamaba:

—"¿Acaso mi amor, acaso el cariño que la tengo, depende de ella ni de nadie?... Es mío, es un producto de mi alma que persiste independientemente de las personas y de las cosas!... El hecho de que esa mujer haya dejado de amarme, aún el hecho de que no me haya amado nunca, no es motivo para que yo deje de adorarla!"...

Cuando el poeta concluyó de hablar, y concluyó por que el llanto le ahogaba era muy tarde. Muy poco habíamos dormido, cuando el clarín nos ordenó ensillar, montar, marchar.

Tres horas después estábamos en pleno horror de batalla. Al obscurecer de aquel día trágico, en las angustias de la retirada tras una horrible y completa derrota, unas de las últimas balas enemigas fué a anidar en el pecho del poeta. Cayó moribundo. Nuestro auxilio era del todo inútil, y él comprometiéndolo así, nos dijo:

—¡Sigan, sigan no más!...

Luego, con una extraña expresión de fervor religioso, exclamó ahogándose con su propia sangre:

—¡Hubiera querido vivir unos cuantos años más, mientras tuviera calideces mi alma, para seguirla amando, para seguir repitiendo su nombre bendito!...

Y así expiró.


Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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