Rivales

Javier de Viana


Cuento


Don Dalmiro Morales, parado en medio del brete, haciéndose visera con la mano, dijo indicando un jinete que se acercaba:

—Aquel es mi compadre Santiago... ¿no hallas?...

El peón interrogado, sin hacer caso de los tirones de la oveja, que tenía sujeta de una pata, observó a su vez, confirmando:

—Es el mesmo... ¿no conoce el azulejo sobre-paso?

—Asina es. ¡Viene a vichar el viejo!...

Entre gritos de hombres, balidos de ovejas, ruidos diversos y en medio del olor nauseabundo de las grasas y de los sudores, la esquila seguía, afanosa en la tarde de despiadada canícula.

El jinete fue acercándose, amenazando con el arreador a la tropilla de perros que le rodeaba el caballo, ladrando, saltando, sordos a los: —«juera!... ¡juera!»— del dueño de casa.

—¡Allegúese, compadre!... ¿Que viento lo ha traído? —y riendo, extendida la manaza velluda, arrastrando con dificuldad el corpachón enorme, fué al encuentro de su compadre.

—¿Cómo vamos?... ¿La gente?...

—Güenos gracias. ¿Y pu allá? ¿mí comadre y compañía?...

—Tuitos lindo.

—Pase p’acá, bajo l’enramada... A ver, gurí, alcanzá esos bancos y prepárate una caldera y un mate.

—¿Tuavía lidiando con las chivas? —interrogó don Santiago.

—Así es; y usté, ya concluyó —respondió don Dalmiro.

—¡Dende antiyer! —dijo el visitante sonriendo con satisfacción.

El dueño se mordió los labios y guardó silencio.

Don Santiago Rivas y don Dalmiro Morales eran dos ricos estancieros, linderos, viejos camaradas ligados por una de esas francas y sólidas amistades paisanas, que se trasmiten de padres a hijos, sin interrupción y sin merma.

Grandes, gruesos, sanos, simplotes y joviales los dos; feroces mateadores ambos y ambos encarnizados jugadores de truco, —siempre andaban buscándose y no se juntaban nunca sin armar una disputa.

Eran rivales, eternos e irreconciliables rivales, que pasaban la vida haciéndose rabiar mutuamente con encarnizamiento infantil. Sin trepidar, uno se haría matar por el otro en cualquier momento; si alguno de los dos necesitaba unos puñados de onzas de oro, ya sabía que el trabajo era ensillar el caballo y trotar hasta la estancia del compadre, llenar el cinto y volverse; sin dejar documento alguno, en claro, ni un simple recibo: «entre hombres honraos no se precisan papeles; palabra es contrato». Entre ellos nunca era demasiado grande un servicio solicitado; al contrario, uno y otro encontraban inmensa satisfacción en servirse. En cambio ¡de cuántos ardides valíanse para aventajarse en todos los negocios, para comprar ganado de invernada medio real más barato que el vecino; para vender un real más caro!... ¡Que alegría para don Santiago saber que la majada del compadre había dado 19 y 3/4 % de rendimiento, mientras la suya propia alcansó al 20!... ¿Y para vender las lanas, para conseguir una ínfima superioridad en ei precio?... Valíanse de todas las astucias, de todo el maquiavelismo gaucho para salir triunfantes.

Naturalmente, la avaricia no entraba para nada en esta eterna rivalidad. Por otra parte, las diferencias de utilidades eran siempre insignificantes: lo que buscaban era la superioridad moral, demostrar que se había sido mas vivo: poder chichonear al compadre. Era, ya lo hemos dicho, una rivalidad enteramente infantil. Doña Josefa, la esposa de don Santiago, lo había dicho gráficamente a propósito de una disputa en cierta partida de truco, en la cual, como siempre, la parada era un cigarrillo negro:

—«Parecen gurises estos vejestorios!... No pueden estar uno sin el otro y en cuanto se juntan es pa peiiarse!»


* * *


En el año anterior, don Santiago había vendido sus novillos ganando en cada uno cinco centésimos más que don Dalmiro. Como habían invernado la misma cantidad —400 reses— resultó que el primero obtuvo de su venta 8020 pesos oro, y el segundo tan solo 8000. En la venta de lanas don Santiago consiguió dos centésimos más que don Dalmiro, en cada diez kilos. En las hierras, con igual número de hacienda, don Santiago marcó cinco terneros más que don Dalmiro —678 el primero y 673 el segundo.

Y aún había más. Durante el año los compadres habían entrado en seis pencas, y como es natural, cada uno jugaba en contra de los caballos del otro. Don Santiago había ganado dos: don Dalmiro ninguna.

Se comprende, pues, que don Dalmiro estuviese muy caliente y ansioso de desquite.

Tan caliente estaba que había quedado mal con su viejo amigo Faustino Elizalde —rico comerciante del pago— impidiendo los amores del hijo de este, Julián, con su hija Benita. Julián era buen muchacho; él lo apreciaba; pero bastó que don Santiago manifestara su simpatía por tal unión, para oponerse rotundamente.

Súplicas, ruegos, todo fue inútil: don Dalmiro mantúvose inflexible.


Aquel año iba a ser su desquite ruidoso y lo saboreaba de antemano, mientras mateaba con su compadre bajo la enramada.

—Qué tal el peso? —prosiguió don Santiago.

—Regulando en veinte. ¿Y la suya?

—Por ai.

—Aura, la cuestión de vender... Yo ya tengo oferta.

—¿Güeña?

—Ansinita...

Don Dalmiro resopló, se palmeó el vientre, y mirando fijamente al amigo, como para no perder uno solo de los gestos de asombro y desagrado que habrían de marcarse en su rostro, dejó caer esta frase:

—¡Treinta y cinco!....

Aquello era asombroso: los precios corrientes oscilaban entre veintiocho y treinta. Sin embargo, el compadre, sin demostrar extrañeza, preguntóle:

—¿Cerró trato?

—Sí.

—Hizo mal: yo vendí a treinta y siete.

—¡A trenta y siete!...

Don Dalmiro sintióse mal.

—¿A quién vendió?

—A Elizalde.

Don Santiago vió á su amigo sufrir de tal modo, que no quiso abusar de su triunfo; se despidió y partió.


* * *


El buen hombre sufría horriblemente. Esa tarde concluyó la esquila. No cenó. Bebió mucha caña y pensó. Pensó largo tiempo. Aquella derrota no era posible, de ningún modo posible. Por primera vez en su vida el viejo estanciero había cometido una mala acción, combatiendo deslealmente a su compadre: él no había vendido a treinta y cinco, mentira; pero había convenido con su comprador. Martínez —venderle en medio más barato con tal que certificase la venta por aquel precio. ¡Y el compadre vendía a 37!... Lo peor es que él habíale declarado a don Santiago que era trato cerrado; ya no había enmienda!...

Al siguiente día, su determinación estaba tomada. Venciendo repugnancia, iría a ver a Elizalde. Ensilló, montó, salió. El almacenero recibiólo con afabilidad. Él abandonando preámbulos fastidiosos, dijo:

—¿Quiere comprarme las lanas?

—Bueno.

—¿Cuánto?... Vd. las conoce.

—Conozco... Pagaré... treinta y dos...

—Treinta y dos.

—Treinta y dos... ¿Y a Santiago no le pagó treinta y siete?... ¿Es mejor que la mía la lana ’e Santiago?

—Mejor no; pero don Santiago sigue siendo cliente mío y amigo mío, mientras Vd. se ha enojado y ha hecho sin motivo que mi pobre muchacho ande medio loco por culpa suya no más...

—¿Lo del casorio con Benita?

—¡Pues!

Don Dalmiro se rascó la cabeza, pensó, resopló, y dijo:

—Yo no he de dejar de ser su amigo.

—Pruébemelo dejando que se casen los muchachos.

El estanciero volvió a rascarse la cabeza a resoplar y a toser y al rato respondió:

—Y si fuese ansina ¿cuanto?

—Entonces igual que a don Santiago, 37.

—No... 38?

—Imposible.

—¿Y medio?

—¡No puedo, don Dalmiro!

—Güeno: 37 y 1/4... o nada.

—Por complacerlo, acepto, perdiendo.

—Trato hecho.

—Trato hecho.

Se estrecharon las manos, y don Dalmiro galopó radioso para su casa.


* * *


A la semana siguiente, gran comilona en casa de don Dalmiro, festejando la próxima boda de Julián y Benita. En medio de la fiesta, estando juntos don Santiago, Elizalde y el dueño de casa, el primero preguntó al último:

—¿Cuándo carga Martínez?...

—No carga ya; me faltó —respondió don Dalmiro.

—¿Entonce?

—Vendí al señor, —dijo indicando a Elizalde.

—Verdá, — dijo Elizalde.

—¿A cómo?

—A 37 y 1/4 —exclamó triunfante don Dalmiro.— ¡Un cuarto más que Ud!...

Su amigo largó una carcajada.

—No, viejo! no!... ¡Cinco ríales y cuarto... porque yo vendí a 32!...

—¿Entonce?

—Entonce, fué una gauchada mía, combinada con don Elizalde, pa conseguir que Vd. dejase casar a esos muchachos que s’ estaban muriendo uno pu’ el otro.

Un instante, don Dalmiro quedó como petrificado. Luego, reaccionando, dominado por la innata hidalguía gaucha, dijo:

—Entonce... hemos vendido igual.

Y tendiendo la mano a Elizalde:

—A 32, amigo.


Publicado el 5 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.
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