A Alberto Ghiraldo.
Juan avanza pausadamente por el patio. El ruido que producen las
rodajas de sus espuelas es ahogado por los compases furiosos de la polka
que chiflan cuatro guitarras en la sala.
Llega á la enramada. Su moro, que lo ha reconocido, levanta la cabeza, orejea y ahoga un relincho. A la luz blanca de la luna, sus grandes é inteligentes ojos brillan rojizamente, fijándose en el amo con expresión interrogativa.
Hace ya muchas horas que la manea mortifica sus manos finas y nerviosas; hace ya mucho tiempo que el recado está sobre su lomo y que la cincha oprime sin piedad su vientre.
En la mirada que dirige al amo hay pintada extrañeza; en el impaciente tascar del freno hay como un reproche.
Juan ha comprendido: cariñosamente lo palmea en el cuello. Enseguida afloja la cincha, acomoda prolijamente el recado, ata el poncho á los tientos, desprende la manea.
El moro, que también ha comprendido, escarba alegremente el suelo.
Por cinco minutos, el gaucho permanece pensativo, las riendas en la mano y la mano apoyada en la cabezada del basto. En el instante en que alzaba el pie para estribar, una voz sonó á su espalda.
—¿Te vas asina?...
Volviendo la cabeza, pero sin cambiar de actitud, Juan respondió:
—Dejuro... ¿De qué otra laya iba á dirme?
Suspiró la moza, acercóse al jinete y exclamó con pena:
—¡Cómo has cambiao, Juan!... ¡Cómo te has vuelto malo!... ¡Qué diferencia de antes, cuando sabías bailar conmigo y decirme al oído cosas lindas!...
—Las palabras, Malvina, son como las flores cuya lindura y cuyo perfume se concluyen entre dos viajes del sol.
—Tus palabras de entonces yo las guardo en la memoria como si juesen flores secas venidas de uno que me quiso y se murió...
El gauchito fijó sus ojos de cálida mirada en la atristada fisonomía de Malvina. Con cariño, pero con firmeza, dijo:
—Basta, china... ¿Por qué arar una tierra que naides ha de sembrar?...
Gimió ella y reprimiendo el llanto, exclamó:
—Sí, basta, basta ahora, dispués que me has llenao de yuyos el alma, como se llena de yuyos un jardín abandonao!...
—Olvidame... Amor de mujer es igual que flor campera: nace de golpe y se marchita en seguida...
—Amor de mujer?...—interrogó ella con expresión amarga.—Decí amor de hombre, de hombre como vos, de los hombres como vos, que dentran en una alma p’arruinarla y quemarla, lo mesmo que la helada con las plantitas tiernas!..
—¡Qué querés!... ¡Mi alma me la dieron hecha!...
Malvina guardó silencio. Sus ojos inmensos, de un negro profundo, se fijaron, brillantes y ansiosos, en el rostro indiferente de Juan, y sus labios temblaron como si una frase fulminadora hiciera fuerza por escaparse de entre ellos. Pero la voz retrocedió; los ojos lindos de la criolla, llenáronse de lágrimas, el pecho agitóse violentamente, y apenas pudo decir:
—¡Antes no me hablabas asina!...
—Dejuro!—replicó Juan sonriendo irónicamente.
—Sería muy zonzo hablar siempre lo mesmo!..Iba parecer canto ’e tero!...
Enseguida, tornándose serio, agregó:
—Concluyamos, Malvina. Nunca t’engañé, porque no te oculté nunca que no soy ni seré jamás pájaro de jaula ni caballo de soga!... Nos quisimos... gozamos... Se acabó... Adiós.
La abrazó, le dio un beso en la frente y sin una palabra más, montó á caballo y partió.
Ella quedó sollozando, recostada á un horcón de la enramada y él se alejó al tranco, erguido sobre el moro brioso, que resoplaba de contento al aspirar el olor fresco de los pastos...