¡Se me Jué la Mano!

Javier de Viana


Cuento


Valentina había sido la muchacha más linda del pago. Blanca y rubia, alta y airosa, —aunque delgaducha, eso sí,— pero admirablemente conformada.

¿Qué causas habían motivado la completa destrucción de su hermosura en el transcurso de diez años y cuando sólo contaba treinta y dos de edad?

Unos decían:

—De perversa.

—La yel, desparramándosete pu’el cuerpo, la jué secando de a piacitos, —explicaba una curandera; en tanto un mozo simple y crédulo, se expresaba así:

—A mi me contaron que una vez, tomando agua en el arroyo, se tragó una nidada ’e víbora y los viborones han quedao adentro, creciendo, mordiendo y golviándola asina, mala, fea y asquerienta como perro sarnoso. Yo no sé... a mi me lo contaron de esa laya...

Alta, flaca, lisa, Valentina tenía efectivamente una fealdad repulsiva. El rostro mentido, pecoso, estaba surcado en todo sentido por una inmensidad de pequeñas arrugas; los ojos, que debieron ser bellos, tenían una permanente expresíón de fiereza; los labios, finos y secos, agitábanse en un temblor continuo: nadie podía imaginar la sonrisa ni el beso en aquellos labios convertidos en cuerdas, duras y ásperas, por el hábito de gritar, de reñir, de proferir palabras groseras y frases agrias. Aquella mujer era una espina humana.

Como hacendosa no tenía rival: cuando el gallo lanzaba el primer canto, lanzaba ella el primer grito y desde entonces hasta la noche, hasta que el sueño y la fatiga no la rindiesen, sus manos y su lengua no paraban un momento.

Los improperios, los insultos, los rezongos salían de su boca como acompañamiento indispensable a la labor de sus brazos; parecía una máquina infatigable y barullenta.

Sobre su marido, Mateo, y sobre su sobrinita, Amelia, caía sin intermitencias el chubasco; sobre Amelia caían también, a menudo, pellizcos y mojicones. Los peones y las «peonas», cuando tenían cargada la paciencia «hasta la punta ’e las estacas», liaban sus petates y se mandaban mudar. Amelia, que no podía irse, lo pasaba llorando casi todo el día. Mateo, quien tampoco podía irse, se reía.

Era Mateo un cuaretón sano, robusto y alegre. A las frases compasivas de los amigos replicaba:

—Vea, don... Cuando en las montiadas, al llegar la noche, se tira uno a dormir y lo encomienzan a comer los mosquitos ¿qué hace?... Echarse el poncho por la cabeza y aguantar un poco el resuello hasta agarrar el sueño. Dispués, aunque se destape y la sabandija se le prienda, ya no se siente... Creamé, con un güen poncho ’e resinación se puede hacer noche en cualquier estero ’e la vida. El primer aguacero es el que moja y luego de estar hecho sopa ¿pa qué hacerle asco al segundo?

Otras veces decía:

—¿Qué cómo puedo soportar?... Pero amigo, usté no soporta lo mesmo los grillos y las chicharras, y los zapos cuando hay tormenta y los perros les da po’aullar? Creamé, pa pasarlo rigularcito en la vida nu hay que ser delicao y acordarse de que habiendo hambre, hasta las tripas amargas son achuras.

Conviene advertir que, de cuando en cuando, de tarde en tarde, si es que estaba muy fastidiado, Mateo solía hacer sonar de un «mangazo» la cabeza dura de su mujer, pero esto, digo, rara vez, porque ella gritaba de tal modo entonces que se hacía verdaderamente insoportable: había, que matarla o irse. Claro, él ensillaba y se iba, dejando aterrorizados a Amelia, al gato y al cuzco overo, que sabían lo que les esperaba.

La pobre chica, sobre todo era quien tenía que aguantar lo peor del chaparrón. Así estaba casi sin pelo y el cuerpo cubierto de cardenales!...

A pesar de todo, seguía viviendo en aquel infierno donde, excusado parece decirlo, no visitaba nadie, salvo algún forastero, que, de fijo no demoraba veinticuatro horas en alzar el vuelo, a pesar de que, buena en el fondo, Valentina ofrecíale excelente y abundante comida, blando y limpio lecho. A este respecto decía un paisanito ladino:

—Tamién los camoatises tienen linda miel; pero cualquiera mete la jeta en un camoatí!...

En cuanto a Mateo era otra cosa; él quería a su mujer: sabia que su enojo perpetuo, su infatigable malhumor era una especie de enfermedad, o de vicio, y disculpaba; además según su propia expresión; «ya tenia curtido el cuero 'el alma».

Empero, sucedió que una mañana el gaucho se levantó muy alunado. No había dormido, sacudido por una soberbia indigestión de sandías: seis se había comido la víspera, de una sentada.

Valentina, diligente, se había levantado, había hecho fuego, le había servido un té de manzanilla, le había puesto parches de sebo en la barriga, pero todo esto, acompañado, naturalmente, de furibundos reproches.

—¿No te lo había dicho yo, qu’ibas a reventar atracandote como chancho?... Pero dejuro, no hicístes caso y seguistes tragando no más!... Dispués que se jorobe la burra ’e la casa pa hacerle remedios al rai!... Tras qui tina tiene que’ echar los bofes lidiando dende que amanece Dios, entuavía nu ha poder descansar de noche!... ¡Vida más puerca!...

A la hora del almuerzo Mateo llegó del campo más descompuesto que nunca. No quiso comer.

—¡Güeno! —bramó su esposa,— ¡aura no comás, asina te pones más pior y me volvés a jorobar esta noche!... ¡Ah,no! no t’imaginés qu’esta noche también me lo viá pasar a lo gallo.

—¡Pero mujer!... ¿Cómo querés que coma, si parece que mi anda corcobiando un bagual entre las tripas?...

—¡Si ayer no hubieses comido media guerta ’e sándias!...

Hastiado, Mateo, se levantó y se fue al campo: pero a la tarde, durante la cena, la provocación recomenzó más agria.

—¿Tampoco vas a comer el guisao de locro?

—No me dentra nada.

—¡Asina te dentrase un pasmo! ¡Vale la pena que una se mate cocinando pa que dispués haiga que echarle la comida a los chanchos!...

Mateo continuaba paseándose, impaciente, nervioso, castigándose la caña de la bota con el rebenque. Valentina, sin dar tregua a los insultos se levantó, dió un puntapié al cuzco y un pellizco a Amelia, después de lo cual se acercó a su marido para gritarle en la cara:

—¿Querés que te haga otra manzanilla?...

—¡Dejame el alma en paz!

—¡Pues la vas a tomar!... ¿entendés?

—¡No!

—¡Lo has de tomar a la juerza!

—¡No me mortifiques más, mujer!

—¡Asina!... ¡Asina!... ¡Hacete aura el vítima, el disgraciao, cuando yo soy la que tengo que soportarlo todo dispués de deslomarme trabajando como una reyuna!

—¿Te querés callar? —exclamó el gaucho levantando el rebenque.

—¡No quiero! —gritó ella acercándose.

Mateo, furioso, dejó caer el mango del rebenque sobre la cabeza de Valentina, quien se desplomó y quedó rígida. El golpe, recibido en la sien, la había muerto instantáneamente.

Su marido, aterrado, exclamó con profunda pena:

—¡Se me jué la mano!

Luego, tomando en sus brazos el cuerpo inanimado de Valentina y llorando como una criatura:

—¡Mi viejita!... ¡mi pobre viejita! —gemía.— He sido un animal, un verdadero animal!... ¡Mi pobre vieja!... ¡No creiba pegar tan juerte, es que se me jué la mano!...


Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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