Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espésanse en la hondonada la sombra y el silencio, mientras en lo alto de la gradería rocosa de la montaña, flotan aún, en vaho de argento, las últimas luces del sol muriente, marginando la ancha culebra del río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, desafía las sombras más densas de las noches más lóbregas.
En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente por el valle, arreando su majadita de chivas.
Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en la palidez de la piel como dos «salamancas» gemelas abiertas sobre los riscos nevados.
Mientras con la vara de jarilla acaricia, —más que castiga,— a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del valle soñoliento...
Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...
Y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la
noche en desconocida vereda de la montaña; imploración ténue y
tristísima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad
del auxilio...
Mi amor’se muere de frío...
¡ay¡ ¡ay! ¡ay!...
porque tu pecho de roca
no le quiere dar asilo...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
no le quiere dar asilo! ...
Rápidamente iban intensificándose las sombras y Eva, lejos de
apresurar la marcha, atardaba el regreso ai hogar. Las montañas que
tapiaban el valle parecían unir sus cumbres, formando colosal bóveda
granítica. Y el valle, ya en tinieblas, semejaba una cripta fabulosa,
soberbio mausoleo de titanes, grandes y fuertes como las moles roqueñas
que forman las vértebras del espinazo de América. Un sepulcro demasiado
amplio para el pequeño cuerpo endeble de la pastora!... Sin embargo, a
ella le atraía, imaginándose llenarlo con su espíritu, con sus
recuerdos, con su amor.
¡Su amor!... ¡Su mísero amor que se moría de frío en plena primavera! ... Imborrable, como pintada al encausto, perduraba en su mente la imagen de la escena abominable.
Fué en la pasada primavera. Igual que ahora presumía el valle con su mantilla de flores; tal como ahoa saltaban alegres las aguas que el primer deshielo echó, montaña abajo, hasta las fauces áridas del río; y al par de ahora, entre el cobalto del cielo y la obsidiana del prado, cabrilleaba la luz aromada con alientos de trébol y alhucemas. Embriagada de amor, la naturaleza parecía cantar con la alegría de la novia que está tejiendo su velo nupcial...
Gasas violetas iban invadiendo el cielo cuando Eva arreaba lentamente su rebañito caprino. Cantaba siempre, un canto perlado, expresión de sus cariños y de la suprema felicidad de amar y ser amada.
Era ya muy obscuro cuando penetró en la estrecha senda que festonan el viñedo de un lado y espeso duraznal del otro, una senda desierta, que casi siembre sólo ella y sus chivas recorrían. Sorprendióse, pues, oyendo voces que partían del interior del arbolado. Se detuvo, medrosa primero, aterrada después de haber escuchado el diálogo que sigue:
—Sí, que yo quisiera quererte, pero sé que tienes añudado tu cariño en otra parte y que florece en otra finca la glicina de tus amores.
—¡No hay ñudo que no se desate ni glicina que no se seque!
—¡Eva es muy joven y muy linda!
—¡Tan joven como ella eres tú, siendo muchísimo más linda!...
—¡Sería un crimen engañarla!
—Yo no engaño. ¡El amor se muere como se mueren los árboles, y así como la tierra hace brotar otro árbol en el sitio el árbol muerto, el corazón engendra otro cariño sobre las cenizas del amor extinguido!
—¡Habáis muy lindo!... La ciudad te ha dado el secreto de las palabras que marean a las pobres campesinas como yo!...
Hubo un silencio; y en el silencio absoluto que envolvía el valle, oyóse el suavísimo susurro de un beso...
En los oídos de la pastora resonó, sin embargo, con el horrísono estrépito que hubiera producido el Chimborazo desplomándose sobre el valle!. ..
* * *
Pasaba la hora nona. Bajo un toldo de floridas glicinas, Eva,
sentada en su mecedora de mimbre, sollozaba, mientras la madre anciana
se adormecía pasando las cuentas de su rosario.
Entre el ancho cuadro de los denegridos cabellos, la faz de la pastora, bañada por la luz de la plena luna, semejaba una imagen votiva de plata muerta.
Vanamente esperó esa noche la visita del prometido.
—Niña, ya es hora de acostarse —insinuó bostezando la anciana.
—Ya vamos, madre —respondió Eva; y tomando la guitarra que tenía a su lado, afinada para cantarle, cual de costumbre, sus amorosas endechas al ser querido, gimió:
Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño
pero nunca se lo digas!..
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...
Y luego, arrojando violentamente la guitarra, que resonó en unísono y prolongado lamento de sus seis gargantas,
—Vamos, madre —dijo la pastora.— ¡Se está secando la glicina!...