Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una arruga de la tierra. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el agua turbia, salobre, recalentada por el sol.
A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin, donde amarilleaban las masiegas de paja brava y cola de zorro, y que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y desolada y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin cesar.
A la izquierda, formando como costurón rugoso de un gris opaco, el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva irregular salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas parecen hendidas por un tajo de bruto, ha crecido un canelón que tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a cabeza despeinada y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las rocas donde está enclavado.
Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía construida para servir de albergue a la miseria; pero a una miseria altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más allá, los lastrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba al ardoroso sol de enero la vergüenza de su desolada aridez. Y en todas partes, a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uniforme, se notaba idéntica expresión de infinita y abrumadora soledad.
No cantaban los chajaes en el pajonal vecino, ni gritaban los teros a la vera del cañadón menguado, ni silbaban, volando al ras del suelo, sobre las masiegas de paja mansa, las tímidas perdices. La naturaleza allí, no tiene lengua; el corazón de la tierra no palpita allí. El sol abrasador del mes de enero, calcina las rocas, agrieta el suelo, achicharra las yerbas, seca los regatos, y sin embargo, se siente frío en aquel sitio.
Yo me acerqué al rancho, golpié las manos y pronuncié el obligado:
—¡Ave María!
Y una voz cavernosa respondió:
—¡Sin pecado concebida!... ¡Abajesé!...
Desmonté. Ante mí, sentado sobre un cráneo de vacuno, estaba un hombre viejo; viejo como esos caballos del piquete, que tienen la carretilla mora y los dientes en horqueta y que a pesar de eso trotan leguas y endurecen el garrón en los barriales.
—Paisano —dije,— vengo muerto de sed, y en la cañada...
—En la cañada —interrumpió,— el agua es fiera; pero es la única que tenemos pa beber nosotros.
—¿Nosotros? —exclamé, encontrando inadecuado el plural.
—Si, nosotros: yo y los aperiaces, —respondió el viejo con entonación agresiva.
—¿No hay otra?
—No hay. Si no le gusta, espere que llueva y pongasé con la panza pa arriba y la boca abierta, pa rejuntar la que cai... y tamién es fiera aquí, —concluyó con una mueca amarga.
El tipo me interesaba; le ofrecí la cantimplora.
—¿Quiere un trago de caña?
—Alcanse, —respondió, y bebió un gran sorbo, sin demostrar ni satisfacción ni agradecimiento. Luego, mirándome por la angosta hendidura que dejaban las espesas cortinas de los párpados rugosos, mustios y caídos, agregó con la misma voz áspera y provocativa.
—Usté, por la pinta, parece sonso,.. digo... colijo que así será, porque el que ofrece pagar pastoreo en el campo pelao como corral de ovejas, o trai la tropa pasmada o es gringo dejuro...
—¿De qué nación es Vd.?...
—Oriental, para servirlo.
—¡De estorbo sirven Vds!...
—Muchas gracias. Y a Vd. no necesito indagarle lo que es; pero, si no es mala pregunta ¿quiere decirme quién es?
Brillaron un instante los ojillos del viejo, aquellos ojillos turbios como las aguas del cañadón de bordes cárdenos, donde van a beber los aperiaces, y respondió altanero:
—En antes juí el capitán Pancho Alvariza... aura soy el viejo Pancho, a secas, porque los pobres semos como los güeyes: mientras estamos uñidos tenemos nombre y al clavarnos el fierro nos llaman: ¡Doradillo!... ¡Salpicao!... ¡Florcita!... y después que nos largan, semos los güeyes, no más... «Andá a echar los güeyes,ché!...»
Las réplicas amargas del paisano me hacían mal.
—¿No tiene familia? —le pregunté.
—¿Familia?... Supe tenerla —contestó.— Una mujer que me hizo tragar juego durante una montonera de años y que era más indigesta que carne de animal cansao; porque, vea mozo, mujer mala y caballo asoliao no tienen compostura... Y tuve tamién tres hijos; uno me lo mataron en Severino, otro en Corralito, cuando la revolución del primer Aparicio, y el otro ni sé ande dejó la osamenta... Y tuve tamién una hija que me la robó un sargento e policía, hace un tiempo largo y dende entonce no sé ande anda arrastrando las naguas sucias.
—¿Y ahora?
—¿Aura?... vea... Yo tuitas las mañanas voy a mirar ese canelón, que no sé pa que está allí, entre las piedras, sin dar sombra a naides, porque hasta los horneros juyen de esta soledá, y dispués bajo al cañadón pa mirar como se va secando cuando el sol calienta; y cuando se corta y las tarariras comienzan a morirse y a boyar, panza arriba, largo una risada, pensando que en este silencio de velorio, sólo yo y el canelón seguimos viviendo... Es verdá que yo soy oriental... ¡y el canelón tamién!...