Tapera Humana

Javier de Viana


Cuento


Mal resguardado por la sombra escasa de una triguera escuálida, don Paulino observaba distraídamente, sin emoción y sin interés, la dilatada cuchilla que se extendía delante suyo como un océano, sin término visual.

Era un mar amarillento, de cuya superficie inmóvil brotaba un vaho blanquecino, muy tenue, pero incesante, y de un brillo insorpotable para otros ojos que no fuesen los ojos aguileños del viejo gaucho.

El sol hacía estremecer bajo su beso de fuego a la tierra fecundada.

En el sopor del mediodía estival, ni una brisa ni una ala batían el aire inmóvil.

Todos los músculos estaban en reposo y todas las gargantas estaban mudas y todos los seres respiraban fatigosamente, oprimidos los pechos por la rodilla brutal del bochorno.

¿Por qué causa el paisano, despreciando el alivio de la siesta permanecía allí, sentado en un banquito, sufriendo la resolana?...

Entre los labios secos y descoloridos sostenía el «pucho» de un grueso cigarro de tabaco negro. Debía hacer mucho tiempo que estaba apagado, porque cuando quiso retirarlo para encenderlo de nuevo, el papel encontrábase de tal modo adherido al labio, que le produjo un despellejamiento doloroso.

Aquello pareció sacarlo del abismamiento. Aplicó el dedo a la parte dolorida y advirtiéndolo ligeramente teñido de rojo, musitó con amarga sonrisa:

—¡En tuavía tengo sangre!... ¡Yo créiba que ya nu había más que yel en el cuerpo del viejo Paulino!...

En seguida púsose a palpar y a observar, primero los brazos, después las pantorrillas. En unos y en otras, los músculos habían casi desaparecido. Una piel negra, rugosa, reseca, cubría la potente armadura ósea.

—Tuito se va secando,—dijo con expresión extraña, mezcla de amargura y de contento.

Y luego:

—¡Pensar que no había coronilla, por viejo y morrudo que juese, capaz de resistir cinco golpes de hacha dados por estos brazos que aura no tienen juerza pa llevar un jarro de agua a la boca!... ¡Y pensar qu'estas piernas aguantaban el seco de un novillo de cuatro años y no se despegaban del lomo del bagual más grande y más bellaco!...

Tomó los abíos, obtuvo fuego con gran dificultad, encendió el pucho y siguió filosofando:

—Sin embargo, no estoy tan viejo aún, y, en güena ley, debían quedarme tuavía muchas leguas de vida que galopiar... Y no puedo quejarme: cuando un caballo se cansa, no es por lo general, culpa del jinete; pero cuando se «aplasta», sí... Yo aplasté el mío, y tuitas las maturranguiadas se pagan caro...

Con los ojos ensombrecidos por la tristeza volvió a absorberse en la contemplación de campo achicharrado por el sol y a evocar recuerdos.

Veíase en su juventud triunfal luminosa y cruel como ese sol que muerde sin piedad la tierra sumisa. Enamorar, engañar, llenar de pena las almas y de lágrimas los ojos fué el encanto de su vida. Por orgullo, no por perversidad. La seducción, la conquista, el olvido después, sin remordimientos, sin compasiones por los corazones que quedaban sangrando, de las existencias que quedaban destruidas como tiernas margaritas bajo la presión brutal del casco de un potro.

Pero no hay soberbia que no se rinda ni potro que no se dome.

Carolina, la más insignificante de las mozas del pago, se encargó de vengar a todas las otras. Pequeña, flaca, fea, sin ningún atractivo físico, había aceptado por novio lo único que se le presentó en los treinta años que llevaba: un burdo chacarero napolitano, viudo, vejancón, desaliñado, vulgar, ridículo.

Iban a casarse cuando apareció Paulino. Carolina rechazó sus avances. El insistió, porfió, enfureciéndose ante aquella inesperada resistencia y concluyó por caer vencido: en vez del viejo y ridículo chacarero, Carolina tuvo por esposo al tenorio del pago, al terrible burlador gaucho.

Lo hizo su esposo y lo hizo su esclavo. Él la odiaba pero no podía resistirla, y en su carácter de vencido, perdida toda esperanza de triunfo, humillado, entregado, empezó a secarse rápidamente, a consumir voluntariamente su vida.

En eso pensaba cuando una voz agria y violenta sonando a su espalda le hizo estremecer y levantarse rápidamente de su asiento.

—¿Qu'esperás pa dir a lavar los platos, haragán?...

Él se irguió, apareciendo como un soberbio ejemplar esquelético ante aquella mujercilla escuálida, de rostro horrible, de ojos perversos, de labios resecos, de boca desdentada, de mejillas cuajadas de arrugas.

Y humildemente, resignadamente, respondió:

—Ya voy, mujer, ya voy...

Y fué.


Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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