A José R. Gómez.
Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa,
estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre,
cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su
padre.
Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.
El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.
Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.
Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.
Cuando se consideró saturado de ambiente nativo, resolvióse á tomar las riendas del establecimiento. Se estaba entonces en plena fiebre de cruzamientos, de mejoramientos de razas. Él resistió á la moda, prefiriendo la selección á la mestización, y al cabo de varios años de lucha inteligente y tenaz, sus rodeos no desmerecían de los mejores mestizos, ofreciendo las ventajas de la rusticidad y de una salud á prueba de epizootias.
Su teoría criolüsta triunfaba y enorgullecíase de un triunfo que halagaba sus sentimientos y su vanidad de intelectual.
—He querido demostrar y he demostrado—solía decir—que el patriotismo no es una palabra hueca, sino un deber impuesto por las leyes naturales para obtener el perfeccionamiento de las razas.
—Con las cruzas se anda más ligero—replicábanle.
—Se anda más despacio, porque las mejoras son momentáneas y las definitivas sólo llegan cuando se llega al criollismo, á la perfecta adaptación al medio; por selecciones sucesivas yo he llegado á la perfección en menos tiempo y con menos riesgos... A la larga, lo natural priva siempre sobre lo artificial...
—Hay que mejorar—argüíanle.
—Sin duda—asentía él;—pero mejorar no quiere decir substituir.
Y así, lleno de satisfacción, comenzó á envejecer, sin más disgusto que ver reducida su prole á una única hija. Pero he ahí que un mal día llega á la estancia un joven ingeniero francés, que éste corteja á su hija, y que su hija, legítimamente criolla, se enamora á su vez del extranjero.
Lo mismo que en las haciendas, él desconfiaba del cruzamiento en la raza humana; soñaba con la selección de aquella grande y fuerte raza nativa, de aquella vigorosa raza española que tres siglos de incontaminación habían convertido bajo la poderosa influencia del medio ambiente, en raza americana. Después de agotar inútilmente razonamientos y ruegos, cedió á los deseos de su hija y consintió la boda.
Desde entonces vivió en agitación perpetua. Aquel enlace se convirtió para él en un ensayo experimental. Su hija era sana, robusta, inteligente; su yerno reunía las mismas cualidades... ¿cuál sería el resultado de la cruza?...
Y entonces una lucha terrible se entabló en su espíritu: como padre, ansiaba un nieto fuerte de cuerpo y de espíritu; como sectario, deseaba una desgracia que justificase sus teorías...
Llegó el día de la prueba: nació un hijo... Y el hijo era un monstruo: una enorme cabeza plantada entre dos gibas!
Lo primero que hizo Fausto fué lanzar un grito de alegría.
Lo segundo, ponerse á llorar como una criatura.
El destino, con irónica crueldad, le ofrecía, al mismo tiempo que la prueba definitiva de la exactitud de sus teorías, el mayor dolor de qué fuese susceptible un hombre de su edad y de su carácter.