Un Despertar

Javier de Viana


Cuento


Había cerrado la noche, y agotada la grasa del candil, la cocina hallábase casi en tinieblas, pues las brasas del fogón apenas iluminaban débilmente y a intervalos, el rostro de Peregrina, quien se sorprendió cuando Cleto, casi al lado suyo, le dió cariñosamente las buenas noches.

Sin acritud, pero con firmeza, advirtióle la joven:

—Ya sabes que no debemos encontrarnos solos... ¿Qué querías?

—Verte.

—Si no andás con los ojos cerrados, me podés ver todo el día; y más mejor que aura, en lo oscuro.

—Y hablarte.

—Yo no te puedo escuchar; ya te lo dije ves pasada, y vos me prometiste respetar mis razones.

—¡Pero es que no puedo olvidar! —gimió el mozo.

—Yo tampoco te olvido.

—¡No puedo resinarme a verte casada con otro!...

—¡Yo tengo que resinarme y sufrir más que vos, acollarada a un hombre que nunca podré querer, pero al cual he de serle fiel toda la vida!...

—¡Y me condenás a quedar como ternero guacho?

—Casi siempre vale más criarse guacho que alimentao por una madrasta!

Con voz ahogada por la pena, gimió el mozo:

—¡Ya no me querés!... Tu amor jué una linda fruta que se cayó verde del árbol.

—¡Quizás por demasiado grande!

—¡Tal vez por falta ’e juerza!... Dende perjeños juimos amiguitos, y eramos entuavía unos mocosos, cuando una tarde, en la orilla’el arroyo, juramos que habríamos de ser marido y mujer, que habríamos de pasar la vida juntitos como el casal de torcazas qu’en ese mesmo estante s’acariciaban sobre una rama del tala grande que cuida la boca de la picada!...

Yo te marqué en la boca con un beso y vos pusistes en mi boca la marca de tus labios!... ¡Marcas a juego, Peregrina!... y esas marcas no se borran!...

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —respondió sollozando la moza.

Y luego, en arranque violento y desesperado, exclamó:

—Como sube en la olla la leche hirviendo, y se desparrama y se quema, así me sube del corazón a la garganta el cariño que te tengo y las palabras se desparraman por mis labios!... Nunca he querido, ni nunca querré a otro hombre que vos, Cleto!... Pero tata ordena que me case con otro, y aunque se m’enllene de yuyos el alma, tengo que obedecerle!...

—¡Es una iniquidá de tu padre!

—¡Es mi padre!

—¿Y lo querés más que a mi?

—¡Dejuramente!... ¡Quien no quiere a sus padres no sabe tener ley a nadie!...

En el colmo de la exaltación, acercándose, tendiendo los brazos, Cleto imploró:

—Juyamos juntos, Peregrina!... Yo no tengo miedo a ningún peligro, ni asco a ningún trabajo!... Vení conmigo! El campo es grande, la tierra es güena: ¡no nos ha’e faltar la horqueta de un árbol, o el abrigo d'una masiega p’hacer nido!...

Ella lo rechazó con violencia.

—Si me hablás así, vi’a crer que no me querés!... Yo moriré de pena, pero salvaré la vida a tata...

Cleto se contuvo, permaneció un instante en silencio; y después, ya serenado, exclamó:

—Tenés razón... Perdóname que en la locura de mi encariñamiento te haiga ofendido a vos y al patrón... Adiós, Peregrina!...

En ese mismo momento, la voz ruda e imperiosa de don Cenobio resonó a espaldas de la enamorada pareja:

—¿No pensás servir la cena entuavía? —dijo; y en seguida, fingiendo advertir recién la presencia de Cleto; agregó con aspereza:

—¿Qué hacés vos aquí?...

El mozo intentó una disculpa; él lo interrumpió con violencia:

—Los piones en el sitio ’e los piones! ¡Andá’tu sitio!...


* * *


Era don Cenobio un cincuentón robusto, criollo como el ombú y el apio cimarrón. Hijo de la miseria, logró, a fuerza de voluntad y trabajo, ascender de simple peón de estancia, a mayordomo y a propietario de campos y haciendas.

Nunca supo quien fué su padre; perdió tempranamente a su madre; carecía de hermanos y no conocía parientes. Se casó tarde y su mujer murió al dar a luz a Peregrina.

El enérgico y laborioso criollo vivió consagrado a dos cariños, que en su alma fértil, ramificaron con lujuria de vicios: su tierra y su hija.

Una de esas inevitables contingencias a que están expuestos los más previsores industriales, le forzó a hipotecar al pulpero Sopeña, un potrero de mil hectáreas, la flor de su campo, en la barra del Yagua. Persistió adversa la suerte, y el terreno pasó a dominio del prestamista.

Don Cenobio sufrió lo indecible; sufrió lo que sufre un pueblo a quien el adversario victorioso le arrebata una porción de su territorio. Rescatarlo, de cualquier modo, a cualquier precio, fué desde entonces su idea fija. Trabajó, luchó, economizó, sin conseguir reconquistar el perdido florón de su corona: Sopeña había declarado que no lo cedería ni aunque le ofreciera el quíntuplo de su valor.

La terquedad del pulpero causaba la desesperación de don Cenobio, cuyo carácter fué agriándose día a día, y cuyo odio llegó a inspirarle serios temores:

—Estoy viendo —decía— qu’en cualquiera ocasión, me vi’a disgraciar por ese roña!...

Pero un acontecimiento inesperado se interpuso: Pancho, el hijo de Sopeña, andaba muriéndose por Peregrina, sin qué le desanimaran los continuos desaires de la moza. El padre del galán, interesado en esa unión, le hizo una «tanteada» al viejo hacendado.

—¿Darle m’hija a un hijo suyo?... ¡Ni una yegua ’e mi marca!...

Pero cuando el mañoso comerciante le insinuó el propósito de restituirle el campo, empezó a ceder. Tímidamente, como quien sabe que comete una mala acción, comunicó a Peregrina la proposición del pulpero; y ella, conocedora del estado de ánimo de su padre torturado por la idea fija de reconquistar su terreno, se resignó al terrible sacrificio.


* * *


Al día siguiente de la escena de la cocina, don Cenobio, hizo llamar a Cleto, y en presencia de Peregrina, le dijo:

—Ensillá y andá decirle a Sopeña qu’e riflixionao en que el potrero’el yagua vale mucho menos que m’hija... y cierto cachafaz a quien recién noche he conocido.

Y como ambos jóvenes, profundamente emocionados, permanecieran inmóviles, con angustiosa interrogación en las miradas de sus ojos húmedos, el viejo ordenó con imperio:

—Andá!... Y desiseló asina!...


Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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