Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.
Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.
Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.
Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.
Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?
Para defensa de la casa.
Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.
Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.
Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.
También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?
Se le hacían, además, otros cargos a don Cupertino. Se le reprochaba, por ejemplo, que con frecuencia no eran de su marca las vacas, ni de su señal las ovejas que se carneaban en su casa.
Tal vez fuese calumnia, o quizá fuese cierto. Pero en el último caso, la causa estaría en que don Cupertino tenía ya poca vista y no era extraño que se confundiese. Además la culpa era de los linderos que no cuidaban sus haciendas y mantenían en mal estado los alambrados medianeros. El lo había dicho varias veces, sobre todo cuando las majadas linderas tenían sarna o cuando su campo estaba mejor empastado que los vecinos:
—¿Por qué no componen los alambrados? ¡Vamos a ver! ¿Por qué no componen?
Es claro ¿por qué no componían?
El, don Cupertino, llevaba la bondad hasta hacerlo componer por su propia cuenta... cuando había sarna en las majadas linderas, cuando su campo estaba en mejor estado que los vecinos.
Se decía también que don Cupertino en sus frecuentes rondas nocturnas, robaba corderos orejanos a los vecinos y los señalaba sobre el pucho.
Pero deberían ser calumnias, envidias, porque ninguno era capaz del sacrificio que él se imponía para vigilar su bien.
* * *
Como antes dijimos, don Cupertino y don Braulio no perdían jamás la misa del domingo. Y ni uno ni otro dejaban de llevar a los tientos el corderito destinado a don Tadeo, un cura napolitano, cabeza de melón, mofletes de nodriza gallega, cuello de toro y vientre de perra en fin de embarazo. El buen cura adoraba los corderitos asados, casi tanto como las libras esterlinas,—de las cuales era entusiasta coleccionista—y por lo tanto adoraba a aquellos dos santos varones; pero más a don Cupertino, quien con frecuencia unía al cordero infaltable, una gallina gorda, un canasto de huevos frescos, una maletada de duraznos, y, en ocasiones, una lechiguana gorda, que era una de las debilidades del virtuoso párroco.
—¡Ah, la lichidiguana!... ¡Come mi gusta la lichidiguana!...
Don Cupertino, hombre sobrio, esclavo del deber, era siempre el primero en llegar a la sacristía. Sin embargo, ocurrió una vez en que, llegando a la hora habitual, se encontró con que su vecino le había precedido.
—Lu dun Brulio l'ha che ganatu il terone ista volta,—díjole el cura.
Sorprendido, presintiendo una trastada, don Cupertino preguntó:
—¿Y ande está?
—¿Ande quiere qu'estase?... ¡A l‘iglesia, rodillao devanti San Jenaro, gulpiá qui gulpiá lo picho!...
Don Cupertino tuvo una idea:
—Si usted quiere, padre, yo mesmo vi a desollar el cordero, porqu'es muy gordo y lo va echar a perder su cocinera maturranga.
—Cume ta parezca, don Cupertini... Venise pe lu patio.
Fueron ambos. El estanciero colgó y desolló concienzudamente el borrego.
—¡Madona!... ¡Cume e gordo!...
—Rigularcito—respondió con modestia don Cupertino; y mientras arreglaba el cuero, preguntó observando uno recién estirado.
—¿Y este, padre?
—Es el de don Brulio.
—¡Canalla!—exclamó en el colmo de la indignación.
—¿Cume canalla?...
—¡Pero sí, padre!... ¿No ve las orejas?...
—¡Sicuro!... Tiene orecas come tudos los corderos…
—¿Pero no ve la señal?... ¡Punta e' lanza en la izquierda, sarcillo de arriba en la derecha!... !Mi señal!...
El fraile quedó asombrado.
—¡Ma si cuesto e vero, e propio un canalla!...
El cura continuó manifestando su indignación, mientras don Cupertino observaba uno por uno los cueros apilados. Había cincuenta y ocho: tres de su señal, veintiseis de distintas señales de linderos y veintinueve señal de don Braulio. Porque él, don Cupertino, sólo le robaba a don Braulio. Quedó satisfecho, y cuando el cura le dijo:
—Que hay qui denunciarle a la justicia a cuesto porcaccione—él contestó humildemente:
—No padre. ¡Por tan poca cosa! Cristo manda perdonar, ¡yo perdono!...
Don Tadeo miró el cordero gordo, se le hizo agua la boca y exclamó emocionado:
—¡Qui santo varone!...