Una Achura

Javier de Viana


Cuento


A Enrique García Velloso.


En un ángulo del galpón—ya casi obscuro—los peones, concluidas las faenas del día, tomaban mate, á la espera de la cena.

Animaba la tertulia Ciriaco Sosa, gauchito cachafaz, andariego y decidor, que se fué del pago y volvía á él, tras años de ausencia, con los prestigios de su juventud conquistadora, rica en aventuras de daga y de amor.

Cuando se fué, montaba un «patria», viejo y maceta, y era su «apero» un lomillo «basteriador», una carona de cuero crudo, cojinillos lanudos, rienda de guasca y freno de fierro. Un «vichará» como arnero cubríale el busto endeble, y un chambergo sin forma la melenuda cabeza, y no llevaba maletas, porque no tenía nada que llevar en ellas.

Sin una moneda en el bolsillo y sin un propósito en la mente, se fué, al trote fastidioso del tordillo lisiado y al azar del destino.

Lo que hizo en las comarcas lejanas, nadie lo sabía; pero regresó al pago con buenas pilchas, dos pingos de ley, «herraje» de plata y oro, y un «capincho» en cuyo vientre inflado dibujaban circunferencias las «amarillas».

Nadie le preguntó el origen de su prosperidad, aun cuando todos la suponían proveniente del naipe, la taba ó las carreras. Como era amable, divertido y generoso, lo aceptaron y agasajaron, sin entrar en averiguaciones fastidiosas é innecesarias.

Hasta el patrón y la familia del patrón colmábanlo de amabilidades, porque los entretenía con sus historias pintorescas, y porque, además, era acordeonista, guitarrero, cantor y bailarín sin rival en todo aquel pago, que él alegraba de uno á otro extremo, vagabundeando como un señor que disfruta sus rentas. Sin embargo, su cuartel general era la estancia Portillo, donde, como dejo dicho, todos le profesaban simpática admiración.

Todos, no. Apolinario era el único á quien el aventurero no había logrado cautivar. Mientras los otros, formando rueda en la penumbra crepuscular del galpón, gozaban oyendo los pintorescos relatos del gauchito, él estaba solo, lejos del grupo, trenzando un lazo, cuyos tientos escupía con rabia, como si quisiera envenenarlos, convertidos en víboras, repletas de ponzoña y de odio!...

Y sin embargo, la cara de Apolinario—una cara ancha, vulgar, rugosa, semilampiña—mostrábase serena, tranquila, inofensivamente buena. Cuando le ofrecieron un amargo, dijo:

—Gracias: no apetezco.

Cuando Ciriaco, después de liar un cigarrillo, le ofertó la tabaquera, respondió mostrando un pucho:

—Gracias: estoy pitando.

Al pasarle la limeta con caña para el obligado trago con que se «asienta» el mate, la rechazó manifestando:

—No sé beber.

Y todo eso lo decía con una voz blanca y desabrida como escarcha, sin levantar la cabeza, sin apartar la vista de la alezna con que iba apretando los tientos, prolija, concienzuda, sabiamente.

Los otros concluyeron por no hacerle caso; y él, contento, prosiguió escupiendo y tironeando los hilos de lonja, blancos, parejos, bien sobados... ¡como que eran para un lazo de catorce brazas, encargo de un pialador de fama!..

Apolinario siempre fué silencioso, taciturno, solitario. Era un contemplativo, y como tenía muchas cosas que conversar consigo mismo, faltábale tiempo para platicar con los demás.

Era lógico que ese modo de ser le enajenara las simpatías de sus camaradas, quienes atribuían á orgullo lo que era natural expresión de su temperamento. Por otra parte, el patrón profesábale particular estima y como todos veían en él al sucesor del viejo mayordomo, don Zacarías, más se acentuaba la repulsión.

Apolinario, que en el fondo era un buen hombre, sufría y se agriaba con las sátiras de sus compañeros, á las cuales no respondía por no responder con violencias. La palabra era para él un instrumento absolutamente rebelde.

Sus amores con Eudoxia, la hija del capataz, habían comenzado, según la mordacidad de los peones, de este modo:

En la fiesta tradicional de fin de esquila, Apolinario bailó con Eudoxia, ocho polkas y diez mazurcas, sin haberle dicho una sola palabra en toda la noche, por la doble razón de que, él, si hablaba bailando se «perdía», y cuando concluían de bailar, ella íbase en busca de mozos dicharacheros, y hasta zafados, que la entretenían con su «prosa». Recién en la madrugada, cuando se concluyó el baile, porque los guitarristas tenían llagados los dedos, el gauchito, haciendo un gran esfuerzo, dijo:

—Yo la quiero.

Ella fingió extrañeza.

-¿Vd.?

—Yo... ¿Quiere que seamos novios?...

Ella tuvo tentaciones de reír, al verlo con la cara de angustia, roja, llorosos los ojos, pero se contuvo y respondió:

—Bueno.

Y no hubo más. Se estrecharon las manos, se dieron las buenas noches... y quedaron de novios. Don Zacarías, consultado, dijo:

—Es güeña yunta,—Y después aconsejó al mozo:

—Ella es güeña, pero un poco dura ’e boca; no le aflojés mucho la rienda y en caso ’e necesidá, acomódale un mangazo.

Los amores prosiguieron sin gran gasto de frases. Apolinario pobló en la costa del Arroyo Malo, ocupando un potrerito cedido por el patrón, para cuidar una majada de la hacienda, y sus propios animalitos.

—Pa primavera, casamos;—había propuesto; y ella asintió, sin obstáculo y sin entusiasmo:

—Casaremo.

Pero á principios del invierno llegó Ciriaco al pago. Sus cuentos divirtieron á la criolla; sus dichos picantes la hicieron reír, y cuando un hombre divierte y hace reir una mujer, está muy cerca de ganarle el corazón.

Apolinario vió venir la catástrofe y no hizo nada para evitarla, ni dió á comprender á nadie que estaba enterado de la traición. Un día partió para la costa del Arroyo Malo, á pretexto de ultimar los trabajos de la población, y demoró allá cerca de un mes. Cuando volvió, los compañeros no ahorraron indirectas para hacerle saber la infidelidad de su prometida; pero él se obstinaba en no comprender.

Estuvo tres días en la estancia y volvió á marcharse á sus ranchos, tranquilo, impasible, confiado.

—¡No cái... la leña cargada!.—manifestó un peón.

—Es sonso ’e nacimiento,—agregó otro.

—Hay gentes—concluyó un tercero—que les gusta comer las sobras!...

Y transcurrió otro mes. Durante ese mes. Ciriaco, satisfecha su vanidad, había alzado el vuelo, dejando á Eudoxia abandonada á su vergüenza y á su miseria.

Poco después llegó Apolinario. Iba paquete y contento. Cuando todos estuvieron reunidos, anunció:

Ya están concluidos todos los preparativos vengo á convidar pal casorio.

El asombro fué general. La muchacha, sorprendida de principio, recapacitó y pensando, quizá, que la tontería de Apolinario daba para todo, ó tal vez, que eran suficientes para él los restos de amor que podía ofrecerle, le acarició con una mirada voluptuosa, y dijo á media voz:

—Cuándo?

—Pal otro domingo.

El viejo Zacarías, sintiendo rebelarse su nobleza gaucha, exclamó:

—¿Pero de endeberas; te vas á casar?...

—Y sí, don Zacarías!... Tengo la población concluida y como allí cerca encontré una muchacha güeña...

—¿Qué decís?—saltó Eudoxia, pálida de rabia.

—¿Con quién te vas á casar?

Tranquilamente, Apolinario respondió:

—Con Pancha, la hija del chacarero don Remigio.

—¿Con la ñata Pancha?—interrogó furiosa su antigua novia; y agregó con profundo desprecio:

—¡Linda achura!...

Él la miró fijamente, y con su habitual voz blanca y desabrida como la escarcha, dijo:

—Una achura, es verdá... Pero más vale achura fresca, que asao de res cansada...

Y ninguno rió, entonces.


Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.