Para Alberto Novión.
Más arriba de Concordia, sobre las barrancas que ponen valla al
río, señoreábase la estancia del «Tala Chico», llamada así, quizá porque
no habiendo piedras por ninguna parte, no existía en la comarca un solo
tala, grande, ni chico: la idiosincrasia gaucha gusta de semejantes
ironías, que hacen sonreír compasivamente á los «dotores», con la misma
razón con que los gauchos sonríen, en burla respetuosa, ante el «Doctor»
que precede al nombre de muchas calabazas.
El propietario de «Tala Chico», un criollo de ley, había muerto hacía un año, y como su hijo, único heredero, ahogaba la pena en el «Royal» y el «Casino» de Buenos Aires, la estancia quedó en manos de don Venancio, el viejo capataz, que estaba más gastado que esas tabas de oveja que sirven de botón en las colleras de bueyes.
El viejo don Venancio, ñandú criado guacho entre la empalizada de una esclavitud moral, tenía duros los caracuces y pesado el mondongo. Más que recorrer el campo, prefería quedarse en las casas, amargueando, churrasqueando, jugando al «siete y medio» y «prosiando» con los forasteros.
Como de joven, había servido de voluntario en una revolución oriental, enorgullecíase de ser blanco, y cada vez que caía á la estancia un oriental blanco, regocijábase, halagábalo y atestiguaba las mentiras heroicas del intruso, para, á su vez, presentar un testigo que confirmara sus propias mentiras...
—¿Vd. si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la salvajada?
—No me vi á acordar!... Yo servía con el coronel Pampillón...
—Yo diba con Sipitría... Qué modo’é meter chuza!... ¿Si acuerda que había un cerrito con mucha piedra menuda, y después, un cañadón con unos sauces en los labios, que parecían bigote’é colla?...
—No me vi á acordar!—respondía el otro, sorbiendo el mate y echando una ojeada al asado.—Ahí al la dito no más, yo degollé un «zumaco» dispués de voltiarle el caballo en un tiro é’ bolas de los de mi flor!...
—Pues á mí me acorralaron cinco ó veinte «churrinches» y me prendieron juego, y yo revolié la lanza y los desparramé como ovejas donde dentra un tigre... ¿Vd. no supo?...
—¡Pucha si supe!
Y así seguían mintiendo, buenamente, inocentemente, narrando cosas que hubieran querido hacer y no hicieron, ofreciéndose mutuo testimonio de la veracidad de los relatos y quedando al fin convencidos uno y otro, de que si aquello no ocurrió, pudo ocurrir. En tanto, el auditorio, gauchaje joven, admiraba.
Una vez—póngase cualquier época—se estaba organizando—digamos mejor, preparando—una revolución blanca, y la estancia del «Tala Chico» prestó albergue á media docena de cabecillas en tren de invasión, y el viejo don Venancio estaba á sus anchas con aquella gente, á la que hartaba de carne asada, mate cimarrón y caña aguada.
—Metanlé, metanlé;—decía—yo sé lo que son esas cosas!... Cuando hay pulpa, hay que enllenarse, por un por si acaso no se come en tres días!...
Y los futuros revolucionarios, que tenían buen diente y quizá hambre atrasada, le metían cuchillo al sobrecostiilar de ternera, sonriendo ante la ingenua observación del capataz: en la Banda Oriental había vacas como mundo, y teniendo buen, caballo, lazo y boleadoras, cualquiera pasa un día sin comer... en tiempo de guerra!...
Entre los tertulianos, estaba Panchito Gutiérrez, peón de estancia, y su padre, don Protasio, una resaca,—«montón de güesos envueltos en una lonja»—un viejo gaucho que había peleado con las policías, siendo matrero, y había peleado con los matreros, siendo policía; que había recibido golpes de los potros, domando, y golpes de los oficiales, cuando lo domaban en un cuartel. Rarísima vez hablaba, y cuando lo hacía, cuidábase de no decir nada; era un vencido, un arruinado, una «garra»....
En cambio, su hijo, Panchito, se entusiasmaba oyendo los relatos bélicos, y ardía en deseos de acompañar á los revolucionarios, en su heroica empresa de ir á tirar tiros contra el gobierno, que, como todos los gobiernos, no permitía tirar tiros ni en Noche-buena. Uno de los cabecillas lo había entusiasmado aún más, diciéndole:
—Vea, amiguito; usted es joven, y si se siente con coraje pa jinetear el potro, que le albierto es bellaco, puede hacer carrera.
Panchito estaba decidido y había hecho sus preparativos en secreto. No tan en secreto, sin embargo, que no los hubiese olido el viejo, quien en el momento decisivo, lo cogió de un brazo, lo llevó á su cuarto, y con tono severo y cariñoso á un tiempo, ordenó:
—Vd. se queda aquí!... No tiene nada que hacer ni nada que ganar, peliando en tierra ajena!...
Y luego abundó en razones suministradas por su larga experiencia y el muchacho se resignó, sin convencerse.
—Ta bien, tata;—dijo—yo lo obedezco; pero coste que mi hace perder una carrera!
—¿Una?—interrogó maliciosamente el viejo—No m’hijo: un montón de carreras y por cancha fiera, sin andarivel y con más aujeros que cangrejal!... Yo conozco el oficio!....