Amigos, pero entrañablemente amigos, eran Lindolfo y Caraciolo; amigos de aquellos entre quienes carecen de valor las palabras tuyo y mío.
Si Lindolfo no encontraba su cinchón al ensillar, tomaba el de Caraciolo; si Caraciolo, en un apuro, hallaba más a mano el freno de Lindolfo, con él enfrenaba. Por eso andaban casi siempre con las «garras» misturadas.
Común de ambos eran los escasos bienes que poseían, siendo, como eran, humildes peones de estancia, y además, mocetones despreocupados y divertidos. Pero común de ambos era también el opulento caudal de sus corazones.
A pesar de esto llegaron a ser rivales. El caso ocurrrió del modo siguiente:
Con motivo de una hierra frutuosa el patrón regaló un potrillo a cada uno de los peones. Lindolfo eligió un pangaré; Caraciolo eligió un overo. Un año después ellos mismos domaron sus pingos, y para probarlos decidieron una carrera por un cordero «ensillado», es decir, el almuerzo: un cordero al asador, el pan, el vino y lo demás.
Corrieron y ganó el overo.
Lindolfo no se dió por satisfecho y concertaron otra prueba, tiro igual, plazo de un mes.
Volvió a perder el pangaré, pero tampoco quedó convencido su dueño.
—Me has ganao por la largada.
—¡Qué quiere, hermano! Cuando se corre un caballo hay que cerrar la boca y abrir los ojos. Aunque te advierto que no me vas a ganar ni haciendo vaca con el diablo.
—¿Querés jugarla pal otro domingo?
—¿Las mismas trecientas varas?
—Dejuro.
—Ta güeno.
Y al domingo siguiente corrieron con igual suerte. Esta vez Lindolfo quedó amoscado. No pudo, como antes, soportar impasible las burlas de su amigo. Este comprendió «que estaba demasiado caliente el horno y que había peligro de que se arrebatase el amasijo», y calló.
Si esa tardecita, cuando regresaban de la pulpería, Caraciolo hubiese rodado, quebrándose una pierna, Lindolfo quizás se hubiera alegrado; pero al día siguiente ya no conservaba ningún rencor, expulsado el despecho por el afecto fraternal que los unía.
A pesar de eso, Lindolfo no se resignaba a reconocer la inferioridad de su caballo, encontrando para cada derrota una causa justificativa y empecinándose cada vez, más en obtener el desquite.
—Si es al ñudo, hermano; —decíale Caraciolo;— su pangaré es mestizo con burro.
—Lo veremo el domingo.
Aquel duelo divertía al pago entero. Domingo a domingo repetíase la prueba. Varias veces Caraciolo, condolido de la terquedad de su amigo, fue dispuesto a dejarse ganar; pero luego en las excitaciones de las «partidas», la pasión lo dominaba y de nuevo era suyo el triunfo.
Un día, viendo que las cosas iban tomando mal cariz, Caraciolo dijo:
—Bueno, hermano; esto ya es zoncera; no le corro más.
Lindolfo no podía conformarse. Alegó, protestó, rogó.
—La última pal domingo, y nada más.
—¿La última?
—Sí.
Quedó convenido. Lindolfo tuvo durante esa semana todos los cuidados imaginables, viviendo solamente para su caballo, que el día de la carrera se presentó en un estado admirable.
Cuando le quitó la manta, el paisanaje conocedor se manifestó admirado, y esa admiración llenó de alegría el alma de Lindolfo. Sin embargo, desde la primera partida empezaron las ofertas con usura, causándole verdadero dolor.
—¡Cinco a dos!
—¡Diez a tres!
—¡Tres a uno!
—¡Doy doble y luz al overo!...
Largaron. En balde Lindolfo despedazó su caballo a espuela y chicote: perdió. Al desmontar estaba densamente pálido.
Anduvo un rato dando vueltas, sin saber lo que hacía, y concluyó por acercarse a Caraciolo. Un numeroso grupo rodeaba y elogiaba al overo.
—Lo qu’es aura no corremos más! —dijo Caraciolo, poniendo cariñosamente la mano sobre el hombro de su amigo.
—No, no corremo más, —respondió este con voz amarga y ronca. En seguida, como presa de un vértigo, sacó la daga y la hundió en el codillo del overo.
Caraciolo, asombrado, dió un paso atrás, mientras su caballo se desplomaba, pataleando.
—¿Qué has hecho?... —dijo.
Y, furioso, desnudó el cuchillo, se avalanzó sobre su amigo y antes de que nadie pudiera intervenir, Lindolfo caía con el cuerpo acribillado a puñaladas.
Preso, Caraciolo, mostróse resignado y tranquilo, confiando en la absolución.
—¡Quién había ’e creer que Lindolfo juese capaz de hacerme una porquería!... Porque ¡pucha! es porquería grande matarme el caballo, queriéndonos como nos queríamos!...