El invierno siempre es feo, porque siempre es malo. Pero cuando su maldad no se manifiesta franca y violentamente, con lluvias, con vientos, con truenos y rayos; cuando le da por hacerse el manso y el bueno, es cuando resulta más feo; cuando se presenta apacible, cuando tiene una sonrisa de sol que no calienta, cuando está preparando la escarcha para el amanecer siguiente!...
En un día así, Baldomera estaba encerrada en su habitación, trabajando, sin entusiasmos, en su ajuar de novia.
Llevaba cerca de tres meses en la obra, que adelantaba con suma lentitud, pues sólo podía consagrarle los ratos perdidos, y éstos eran pocos. Casi toda la labor de la casa pesaba sobre ella. Misia Rosaura, su tía y madrina, estaba ya muy viejita y sin fuerzas; su prima Delfína era una pobre enferma, incapaz de servirse a sí misma y la negra tía María, negra ya de motas blancas, chocheaba casi.
Ella tenía, pues, que hacerlo todo y lo hacía sin protestas, aun que sin entusiasmo también.
Pero lo último era debido a su temperamento, que en una ocasión, hizo decir a su primo Camilo:
—Esta muchacha debe haber nacido un viernes trece, en el mes de Julio, durante una noche de helada!...
—Dejala, pobrecita,—había respondido don Timoteo;—ella es asina, pero es muy güena.
—Muy güena, no hay duda; pero lisa y fría como la escarcha.
Y si alguien se lo reprochaba, ella respondía invariablemente, con su voz pálida, impersonal:
—¡Yo siempre fui así!...
Y efectivamente, siempre fué así, desde chiquita.
Cuando hacían caso omiso de ella en los juegos o cuando le arrebataban un juguete suyo, nunca tenía una protesta. No lloraba, siquiera: desde un rincón, inclinada la cabecita, mordiendo la punta del delantal, se quedaba quietita mirando jugar a los demás.
Después, ya moza, concurría a los paseos y a los bailes con la misma indiferente tranquilidad.
Siempre fué así.
Era hermosa; pero sus cabellos, muy negros, no tenían brillo; su frente, alta era demasiado lisa; la nariz, era demasiado regular; las mejillas demasiado pálidas; la boca, perfectamente dibujada y con dientes espléndidos, parecía tétrica, a falta de la sonrisa y de la frase vivaz; por último, sus ojos, grandes, obscuros, rasgados, sufrían idéntica carencia de expresión, de vida pasional. Era una linda muñeca, pero nada más; Nunca fué huraña, pero nunca tampoco supo expresar un entusiasmo. Las frases galantes no la emocionaban, ni la enrojecían las zafadurías. Su conversación no era tonta, pero no tenía signos, ni acentos, ni color.
Sabía bailar bien, pero nadie gustaba sacarla de compañera, porque su danzar era como su conversación: su cuerpo seguía armónicamente el ritmo de la música, pero su alma permanecía ausente.
De ese modo y por esa causa, había llegado a los veinticinco años sin una sola intriga amorosa, sin el más leve noviazgo, hasta el día en que su primo Camilo tuvo la ocurrencia, nadie se explicaba por qué, de hacerle la corte.
Una noche, en una fiesta, él la había sacado a bailar una danza, y de sopetón le había preguntado:
—¿Querés casarte conmigo? A ella, ni le extrañó ni le emocionó el ex abrupto.
—Bueno,—respondió con la misma calma con que habría respondido: «Bueno», si Camilo le hubiera preguntado: «¿Querés ebarme un mate?»
Fueron novios. Durante el noviazgo, que duró dos años, él siguió su vida alegre, parrandeando, chacoteando, enamorando, sin arrancarle a Baldomera la menor observación.
Fijaron plazo para el casamiento y ella se puso a confeccionar su ajuar con una impasibilidad, con una indiferencia igual a la empleada en remendar un trapo de cocina...
Y ocurrió que, tres meses antes del día fijado para la boda, fueron los Martínez a pasar una semana en la estancia de don Timoteo. Julia Martínez era una chinita vivaracha que no tardó en encender el inflamable corazón de Camilo.
Baldomera se dio bien pronto cuenta de lo que pasaba y fué la primera en solucionar el conflicto.
—¿Por qué no te casas más mejor con Julia?—le dijo.
—¿Por qué decís eso?—exclamó él asombrado.
—Porque me parece que te vendrá mejor.
Él sintió piedad y rabia ante aquello que era el colmo de la magnanimidad o el colmo de la frigidez.
—¿Y vos?
—Pa mí es lo mismo... Yo siempre fui así...
El compromiso de deshizo, tranquila, pacíficamente.
En esa tarde de invierno frío y feo, cuando trabajaba en terminar el ajuar de novia, su madrina entró en su habitación y quedó asombrada al verla en tal tarea.
—Es pa Julia,—respondió Baldomera;—como yo ya no lo preciso, se lo vendí y lo estoy terminando.