Prefacio del autor
Esta colección de reflexiones sin orden y casi sin enlace, fue comenzada por complacer a una buena madre que sabe pensar. Primeramente sólo proyecté una memoria de pocas páginas; mas el asunto me arrastró, a pesar mío, y la memoria se fue haciendo poco a poco una especie de volumen, grande sin duda por lo que contiene, pequeño por la materia de que trata. Vacilé mucho tiempo entre publicarlo o no; trabajando en él he visto que no basta haber escrito algunos folletos para saber componer un libro. Después de algunos esfuerzos inútiles para hacerlo mejor, tengo que dejar mi obra como está, porque entiendo que es preciso atraer la atención pública hacia estos asuntos, y aunque mis ideas sean malas, con tal que inspiren otras mejores no habré perdido el tiempo. Un hombre que desde su retiro, sin encomiadores ni partidarios que los defiendan ofrece sus impresos al público, sin saber siquiera lo que de ellos se piensa o lo que de ellos se dice, no puede temer que puesto caso de equivocarse vayan a pasar sus errores sin examen.
Poco diré de la importancia que tiene una educación buena. Tampoco me detendré a demostrar que la usada hoy es mala: mil lo han demostrado ya, y no he de pararme a rellenar un libro de cosas que todo el mundo sabe. Únicamente observaré que desde hace infinito tiempo no hay más que una voz contra la práctica establecida, sin que a nadie se le ocurra proponer otra que sea mejor. La literatura y el saber de nuestro siglo más tienden a destruir que a edificar. Censúrase con tono de maestro; mas para proponer se debe tomar otro tono, y esto ya complace menos a la elevación filosófica a pesar de tantos escritos que, según dicen, sólo tienen por objeto la utilidad pública, todavía sigue olvidado el arte de formar a los hombres, que es la primera de todas las utilidades. Mi tema era por completo nuevo, aun después del libro de Locke, mucho temo que siga siéndolo también después del libro mío.
No es conocida, en modo alguno, la infancia; con las ideas falsas que se tienen acerca de ella, cuanto más se adelanta, más considerable es el extravío. Los de mayor prudencia se atienen a lo que necesitan saber los hombres, sin tener en cuenta lo que pueden aprender los niños. Buscan siempre al hombre en el niño, sin considerar lo que éste es antes de ser hombre. He aquí el estudio a que me he aplicado con preferencia, para que, aun suponiendo mi método enteramente falso, se obtenga siempre beneficio de mis observaciones. Puedo haber visto mal aquello que es necesario hacer, pero me parece que he visto bien el objeto sobre el que debe obrarse. Comenzad, pues, por estudiar mejor a vuestros alumnos, seguramente no los conocéis. Si leéis este libro con ese propósito, tengo para mí que ha de seros útil.
Lo que sin duda sorprenderá más al lector es la parte que pudiéramos llamar sistemática, que en este caso no es otra cosa sino el mismo desarrollo de la naturaleza. Probablemente me atacarán por esto, y quizás no dejen de tener razón. Pensarán que más bien que un libro acerca de la educación leen las fantasías de un visionario sobre ese mismo asunto. ¿Cómo evitarlo? No escribo yo sobre las ideas de otro sino sobre las mías. No veo como los demás hombres: hace tiempo que me lo han censurado. Mas ¿depende de mí el adquirir otra vista o el impresionarme con otras ideas? No. De mí depende el no abandonarme a mi modo de sentir, el no creerme más sabio que todo el mundo; de mí depende no el cambio de sentimiento, sino la desconfianza del mío; he aquí lo que puedo hacer y lo que hago. Si alguna vez tomo el tono afirmativo, no es para imponerme al lector; es para hablarle como pienso. ¿Por qué he de proponer en tono de duda lo que para mí no es dudoso? Yo digo exactamente cuanto pasa en mi espíritu.
Al exponer con libertad mi pensamiento, tan lejos estoy de suponerlo autorizado, que siempre lo acompaño de mis razones, conforme a las cuales debe juzgárseme. Pero aunque no quiera obstinarme en la defensa de mis ideas, pienso hallarme obligado a proponerlas. Las máximas acerca de las cuales tengo una opinión contraria a la opinión de los demás, no son materia indiferente: de su verdad o de su falsedad depende la dicha o la desgracia del género humano.
Proponed lo que es factible, me dicen a cada momento. Es lo mismo que si me dijeran: proponed que se haga lo que ahora se hace o, por lo menos, algo bueno compaginable con lo malo existente. En ciertas materias eso es menos práctico que lo por mí propuesto: con esa alianza se echa a perder el bien y no se cura el mal. Más quisiera seguir en todo la práctica establecida que tomar a medias una buena: habría en ello menos contradicción con la naturaleza humana que no puede encaminarse a la vez a dos fines opuestos. Padres y madres, es factible aquello que vosotros queráis hacer. ¿Tengo que responder yo de vuestra voluntad?
En toda clase de proyectos deben considerarse dos cosas: primero, la bondad absoluta del proyecto; después, la facilidad de ejecución.
Con respecto a lo primero, para que el proyecto sea admisible y practicable en sí mismo, basta con que su bondad se halle en la naturaleza de la cosa. Aquí, por ejemplo, basta que la educación propuesta sea conveniente para el hombre y esté bien adaptada al corazón humano.
La segunda consideración depende de relaciones determinadas en ciertas situaciones; relaciones accidentales a la cosa que, por consiguiente no son necesarias y pueden variar al infinito. Así, tal educación puede ser practicable en Suiza y no serlo en Francia; tal otra puede serlo en la clase media; tal otra en las grandes. La mayor o menor facilidad de la educación depende de mil circunstancias que sólo pueden determinarse por una aplicación particular del método a uno u otro país, en una u otra condición. Pero estas aplicaciones particulares no son esenciales en mi tema y no entran en mi plan. Otros podrán ocuparse de ello, si gustan, y cada uno para el estado que tenga presente a su atención. Me basta con que pueda hacerse lo que yo propongo, donde quiera que nazcan hombres, y con que luego de hacer de ellos lo que yo propongo se haya logrado lo mejor para ellos mismos y para los demás. Si no satisfago esas condiciones, mal hago, sin duda; pero si las lleno, mal se haría con pedirme otra cosa, porque yo no prometo más que esto.
Libro Primero
Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las manos del hombre. Obliga a una tierra a que dé lo que debe producir otra, a que un árbol dé un fruto distinto; mezcla y confunde los climas, los elementos y las estaciones, mutila su perro, su caballo y su esclavo; lo turba y desfigura todo; ama la deformidad, lo monstruoso; no quiere nada tal como ha salido de la naturaleza, ni al mismo hombre, a quien doma a su capricho, como a los árboles de su huerto.
De otra forma, todo sería peor, ya que nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el estado en que están las cosas, un hombre abandonado desde su nacimiento a sí mismo sería el más desfigurado de los mortales; las preocupaciones, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales, en las que estamos sumergidos, apagarían en él su natural modo de ser y no pondrían nada en su lugar que lo sustituyese. Sería como un arbolillo que el azar ha hecho nacer en medio de su camino y que los transeúntes, sacudiéndolo en todas direcciones, lo matan.
Es a ti a quien me dirijo, tierna y prudente madre, que has sabido evitar la gran ruta y librar del choque de las opiniones humanas al naciente arbolillo. Cultiva y riega la tierna planta antes de que se muera; de ese modo, sus frutos ya sazonados serán un día tu delicia. Forma a su debido tiempo un círculo alrededor del alma de tu hijo; luego puedes levantar otro, pero sólo tú debes poder apartar la valla.
Se consiguen las plantas con el cultivo, y los hombres con la educación. Si el hombre naciera grande y fuerte, su talla y su fuerza le serían inútiles hasta que aprendiera a servirse de ellas y, luego, abandonado a sí mismo, se moriría de miseria antes de que los demás comprendiesen sus necesidades. Hay quien se queja del estado de la infancia, y no se da cuenta de que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiese empezado siendo un niño.
Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación.
La educación nos viene de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. El desenvolvimiento interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que aprendemos a hacer de este desenvolvimiento o desarrollo por medio de sus enseñanzas, es la educación humana, y la adquirida por nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan, es la educación de las cosas.
Cada uno de nosotros está formado por tres clases de maestros. El discípulo que en su interior tome las lecciones de los tres de forma contradictoria, se educa mal y nunca está de acuerdo consigo mismo; sólo cuando coinciden y tienden a los mismos fines logra su meta y vive consecuentemente. Sólo éste estará bien educado.
Según esto, de las tres diferentes educaciones, la de la naturaleza no depende de ningún modo de nosotros; la de las cosas está en parte en nuestra mano, y sólo en la de los hombres es donde somos los verdaderos maestros, aunque únicamente por suposición, porque, ¿quién puede esperar que ha de dirigir por completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?
Por lo mismo que la educación es un arte, casi es imposible su logro, puesto que de nadie depende el concurso de causas indispensables para él. Todo cuanto puede conseguirse a fuerza de diligencia es aproximarse más o menos al propósito, pero se necesita suerte para conseguirlo.
¿Qué propósito es éste? Pues el mismo que se propone la naturaleza, lo que ya hemos indicado. Puesto que el concurso de las tres educaciones es necesario a su perfección, nosotros no podemos hacer nada que dirija a las otras dos sobre la primera, la que nos ofrece la naturaleza. Mas como la palabra «naturaleza» puede tener un sentido muy vago, conviene que la fijemos con claridad.
La naturaleza, nos dicen, no es otra cosa que el hábito. ¿Qué significa esto? ¿No existen hábitos adquiridos forzosamente y que nunca ahoga la naturaleza? Tal es, por ejemplo, el de aquellas plantas que se evita su crecimiento vertical. La misma planta obedece la inclinación a la que fue obligada, mas la savia no cambia su primitiva dirección, y si continúa la vegetación, la planta vuelve a su crecimiento vertical. Esto mismo sucede con las inclinaciones de los seres humanos. En tanto persisten en un mismo estado, pueden conservar las que provienen de la costumbre y son menos naturales, pero cambia y vuelve lo natural cuando la costumbre adquirida por la fuerza deja de actuar. La educación no es más que un hábito. ¿Pero no hay personas que olvidan y pierden su educación y otras que la mantienen? ¿De dónde proviene esta diferencia?
Si circunscribimos el nombre de naturaleza a los hábitos conformes a ella, podemos excusar este galimatías. 1 Nosotros nacemos sensibles, y desde nuestro nacimiento estamos afectados de diversas maneras por los objetos que nos rodean. Cuando nosotros tenemos, por decirlo así, la conciencia de nuestras sensaciones, estamos dispuestos a escudriñar o esquivar los objetos que las producen, según nos sean agradables o desagradables, según la conveniencia o la discrepancia que hallamos entre nosotros y estos objetos, y, por último, según nuestro criterio sobre la idea de felicidad o de perfección que nos ofrece la razón. Estas disposiciones crecen y se fortalecen a medida que son más sensibles y más claras, pero, presionadas por nuestros hábitos, las alteran nuestras opiniones. Antes de esta mutación, son las que yo doy el nombre de naturaleza.
Por tanto lo deberíamos todo a estas disposiciones primitivas, y así podría ser si nuestras tres educaciones fueran distintas, pero ¿qué hemos de hacer cuando son opuestas y en vez de educar a uno para sí propio le quieren educar para los demás? La armonía, entonces, resulta imposible, y forzados a oponernos a la naturaleza o a las instituciones sociales, es forzoso elegir entre formar a un hombre o a un ciudadano, no pudiendo hacer al uno y al otro a la vez.
Toda sociedad parcial, cuando es íntima y bien unida, se aparta de lo grande. Todo patriota es duro con los extranjeros; ellos no son más que hombres, y no valen nada a su modo de ver.
Este inconveniente es inevitable, pero tiene poca importancia. Lo esencial está en ser bueno con las gentes con quienes se vive.
Los espartanos eran ambiciosos, avaros e inicuos, pero el desinterés, la equidad y la concordia reinaban dentro de sus muros. Desconfiad de los cosmopolitas que van lejos a buscar en sus libros obligaciones que no se dignan cumplir en torno de ellos. Esa filosofía la practican los tártaros, sin importarles el bien de sus vecinos.
El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene más relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social.
Las buenas instituciones sociales son aquellas que poseen el medio de desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para reemplazarla por otra relativa, y transportar el yo dentro de la unidad común; de tal manera que cada particular no se crea un entero, sino parte de la unidad, y sea sensible solamente en el todo. Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio; era un romano que amaba exclusivamente a su patria por ser la suya. Por cartaginés se reputaba Régulo, como un bien que era de sus amos, y en calidad de extranjero se resistía a tomar asiento en el senado romano; fue preciso que se lo ordenara un cartaginés. Se indignó de que se le quisiera salvar la vida. Venció y regresó triunfante a morir en el suplicio. Me parece que esto no tiene mucha relación con los hombres que conocemos.
El lacedemonio Paderetes se presentó para ser admitido en el Consejo de los trescientos, y, rechazado, se volvió a su casa, contento de que hubiese en Esparta trescientos hombres de más mérito que él. Supongo que esta demostración fue sincera, y no hay motivo para no creerlo. He aquí un ciudadano.
Una espartana tenía cinco hijos en el ejército, y aguardaba noticias de la batalla. Llega un ilota, y ella le pregunta temblando. «Vuestros cinco hijos han muerto». «Vil esclavo, ¿te pregunto yo eso? Nosotros hemos alcanzado la victoria». La madre corre hacia el templo y da gracias a los dioses. He aquí una ciudadana.
Aquel que, en el orden civil, quiere conservar la primacía de los sentimientos naturales, no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo y fluctuando entre sus propensiones y sus deberes, no será jamás ni hombre ni ciudadano, ni será bueno para él ni para los demás. Será uno de los hombres actuales, un francés, un inglés, un burgués; no será nada.
Para ser algo, y para ser uno propio y siempre el mismo, importa decidir el partido que uno debe tomar, hacerlo resueltamente y seguirlo con firmeza. Yo espero que se me presente este prodigio para saber si es hombre o ciudadano, o cómo se las apaña para ser a la vez ambas cosas.
De estos objetos necesariamente opuestos devienen dos formas de instituciones contrarias: la una pública y común, la otra particular y doméstica.
Si queréis formaros una idea de la educación pública, leed la República, de Platón. No es, pues, una obra de política, como piensan los que juzgan los libros por su título, sino es el más excelente tratado de educación que se haya escrito.
Cuando quieren hablar de un país fantástico, se cita con frecuencia la institución de Platón; mucho más quimérica me parecería la de Licurgo si nos la hubiera dejado solamente en un escrito. Platón ha depurado el corazón del hombre; Licurgo lo ha desnaturalizado.
La institución pública tampoco existe, y no puede existir, pues donde no hay patria, tampoco puede haber ciudadanos. Los dos vocablos patria y ciudadano deben borrarse de las lenguas modernas. Yo sé la razón, pero no quiero expresarla, porque no importa para mi tema.
No considero institución pública esos establecimientos irrisorios llamados colegios. Tampoco tengo en cuenta la educación del mundo, porque, como se propone dos fines contrarios, ninguno de los dos consigue; no sirve más que para hacer dobles a los hombres, que con la apariencia de proporcionar beneficios a los demás, jamás hacen nada que no sea en provecho propio. Pero como estas muestras son comunes a todo el mundo, a nadie engañan, y son, por lo tanto, trabajo perdido.
De estas contradicciones nace aquella que experimentamos continuamente en nosotros mismos. Llevados por la naturaleza y por los hombres por caminos contrarios, y forzados a distribuir nuestra actividad en distintas proyecciones, tomamos una dirección compuesta que ni a una ni a otra resolución nos lleva. De tal modo combatidos y fluctuantes durante el curso de nuestra vida, la terminamos sin haber podido ponernos de acuerdo con nosotros mismos y sin haber sido buenos para nosotros ni para los demás.
Falta por último la educación doméstica o la de la naturaleza. Pero ¿qué reportará a los demás un hombre educado cínicamente para él? Si los dos fines que nos proponemos pudieran unificarse borrando las contradicciones del hombre, eliminaríamos un gran obstáculo para su felicidad. Faltaría, para juzgar de ello, ver al hombre del todo formado, observar sus inclinaciones, ver sus progresos y seguirle; en una palabra, sería indispensable conocer al hombre natural. Creo que se darán algunos pasos en esta investigación después de leer este escrito.
Para formar este hombre raro, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Mucho, sin duda. Se ha de evitar lo que se ha hecho. Cuando sólo se trata de navegar contra el viento, se bordea, pero si está alborotado el mar y se quiere permanecer en el sitio, es preciso echar el ancla. Cuida, joven piloto, que no se te escape el cable, arrastre el ancla y derive el navío antes de que lo adviertas.
En el orden social, donde todas las plazas están señaladas, cada uno debe estar educado para la suya. Si un particular formado para su puesto se sale de él, ya no vale para nada. La educación sólo es útil en cuanto se conforma la fortuna con la vocación de los padres; en cualquier otro caso es perjudicial para el alumno, aunque no sea más que por las preocupaciones que le proporciona. En Egipto, donde los hijos estaban obligados a seguir la misma profesión de sus padres, tenía un fin determinado, pero entre nosotros, donde sólo las jerarquías subsisten, y los hombres pasan frecuentemente de una a otra, nadie está seguro de si educando a su hijo para su estado no lo verifica contra él mismo.
En el orden natural, los hombres son todos iguales; luego, su vocación común es el estado del hombre, y quien hubiere sido bien criado para éste, no puede desempeñar mal los que con él se relacionan. Que destine mi discípulo a la espada, a la iglesia o a la abogacía, poco me importa. Antes de la vocación de sus padres, la naturaleza le llama a la vida humana. El oficio que quiero enseñarle es el vivir. Cuando salga de mis manos, yo estoy de acuerdo, en que no será ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote; primeramente será hombre, todo cuanto debe ser un hombre y sepa serlo, si fuera necesario, tan bien como el que más, y aunque la fortuna quiera hacerle cambiar de situación, él siempre se encontrará en la misma. Occupavi te, Fortuna, atque cepi; omnesque aditus tuos interclusi, ut ad me aspirare non poses.
Nuestro verdadero estudio es el de la condición humana. Aquel de nosotros que mejor sabe sobrellevar los bienes y los males de esta vida es, a mi parecer, el más educado, de donde se deduce que la verdadera educación consiste menos en preceptos que en ejercicios. Desde que empezamos a vivir, comienza nuestra instrucción; nuestra educación se inicia simultáneamente con nosotros; nuestro primer preceptor es nuestra nodriza. Por eso la palabra educación tenía antiguamente un significado que ya ha desaparecido; quería decir alimento. Educit obstetrix, dice Varrón; educat nutrix, instituit paedagogus, docet magister. Así la educación, la institución y la instrucción son tres cosas tan diferentes en su objeto como institutriz, preceptor y maestro. Pero estas distinciones son mal entendidas, ya que el niño, para ser bien conducido, no debe tener más que un guía.
Esto, pues, hace generalizar nuestros puntos de vista y considerar en nuestro discípulo el hombre abstracto, el que está expuesto a todas las eventualidades de la vida humana. Si los hombres nacieran ligados al suelo de un país, si la misma estación durara todo el año, si cada uno dispusiera de su fortuna de tal modo que jamás pudiera cambiar, la práctica establecida sería buena para ciertos modos de ver. El niño educado para su estado, no saliendo jamás del mismo, no se vería expuesto a los inconvenientes de otro distinto. Mas teniendo en cuenta la inestabilidad de las cosas humanas, mirando el espíritu inquieto y revoltoso de este siglo, que lo trastorna todo a cada generación, ¿puede concebirse un método más insensible como el de educar a un niño como si jamás hubiese de salir de su habitación y tuviera que vivir siempre rodeado de su gente? Si este desgraciado da un solo paso en la tierra, sí baja un escalón, está perdido. Esto no es enseñarles a soportar el dolor, sino ejercitarle a sentirlo.
Se sueña en conservar al niño, pero eso no es suficiente; debieran enseñarle a conservarse cuando sea hombre, a soportar los golpes de la desgracia, a arrastrar la opulencia y la miseria, a vivir, si es necesario, en los hielos de Islandia o en las ardientes rocas de Malta. Inútil es tomar precauciones para que no muera, pues al fin tiene que morir, y aunque no sea su muerte un resultado de vuestros cuidados, aun serán éstos mal entendidos. Se trata menos de impedir morir que de hacerle vivir. Vivir no consiste en respirar, sino saber hacer uso de nuestros órganos, de nuestros sentidos, de nuestras facultades, de todas las partes de nosotros mismos que dan el sentimiento de nuestra existencia. El hombre que más ha vivido no es el que tiene más años, sino el que más aprovechó la vida. Uno que murió al nacer se le enterró a los cien años; mejor le hubiera sido morir en su juventud si por lo menos hubiera vivido hasta este tiempo.
Toda nuestra sabiduría consiste en preocupaciones serviles; todos nuestros usos no son otra cosa que sujeción, tormento y violencia. El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones.
Se dice que algunas parteras pretenden dar una forma más conveniente a la cabeza de los recién nacidos apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas del modo como Dios las formó que nos las modelan las parteras por fuera y los filósofos por dentro. Los caribes son la mitad más felices que nosotros.
Apenas el niño ha salido del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y extender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le envuelven, le ponen a dormir con la cabeza fija, las piernas estiradas y los brazos colgando; le cubren de lienzos y vendajes de toda especie que le privan del cambio de posición. Feliz si no le han apretado hasta el punto de privarle de respirar y si se ha tenido la precaución de acostarle de lado con el fin de que los líquidos que debe sacar por la boca, ya que no le queda libertad de mover la cabeza de lado, para facilitar la salida de los mismos.
El niño recién nacido tiene necesidad de extender y mover sus miembros para sacarlos del adormecimiento en que han estado, a causa del envoltorio, durante tanto tiempo. Los estiran, es verdad, pero les impiden el movimiento; sujetan hasta la cabeza con capillos, como si tuviesen miedo de que den señales de vida.
Así el impulso de las partes internas del cuerpo que tienden al crecimiento encuentran un obstáculo insuperable a los movimientos que esas partes requieren.
El niño hace continuamente esfuerzos inútiles que apuran sus fuerzas o retardan su progreso. Estaba menos estrecho, menos ligado, menos comprimido dentro del vientre de la madre que en sus pañales. No veo lo que ha ganado con nacer.
La inacción, la presión en que retienen los miembros de un niño, no pueden favorecer en nada la circulación de la sangre y de los humores, es estorbar que se fortalezca o crezca la criatura y alterar su constitución. En los países donde no practican estas extravagantes precauciones, los hombres son todos altos, fuertes y bien proporcionados. Los países en los cuales se fajan los niños son aquellos done abundan los jorobados, cojos, raquíticos, malatos y contrahechos de toda especie. Por miedo a que los cuerpos queden deformados con la libertad de los movimientos, se dan prisa a realizarlo, poniéndolos en prensa, y los dejarían lisiados para impedir que se estropeasen.
Una violencia tan cruel, ¿no podría influir en su humor lo mismo que en su temperamento? Su primer sentimiento es de dolor y de pena; no hallan otra cosa que obstáculos en todos los movimientos de que tienen necesidad; más desgraciados que un criminal esposado, hacen esfuerzos inútiles, se irritan y gritan. ¿Decís que sus primeras voces son llantos? Así lo creo, pues desde que nacen los atormentáis; los primeros regalos que reciben de vosotros son cadenas; los primeros tratamientos que conocen son los tormentos. No quedándoles otra cosa libre que la voz, ¿cómo no han de hacer uso de ella para quejarse? Gritan por el daño que les estáis haciendo, pero vosotros gritaríais más si del mismo modo estuvierais agarrotados. ¿De dónde viene un uso tan irracional? De otra costumbre inhumana. Cuando las madres desdeñan su primer deber, no queriendo criar a sus hijos, tienen que confiarlos a las mujeres mercenarias, las cuales se convierten en madres de niños extraños, porque la naturaleza nada les dice; sólo han buscado el medio de ahorrarse trabajo. Habría sido necesario hallarse en continua vigilancia estando el niño libre, pero bien sujeto se le deja en un rincón sin preocuparse de sus gritos. Con tal que no haya pruebas de la negligencia de la nodriza, con tal que no se rompa el niño un brazo o una pierna, ¿qué importa que se muera o se quede enfermo mientras viva? Conque conserve sus miembros a costa de su cuerpo, la nodriza queda disculpada.
Esas dulces madres que se desprenden de sus hijos para vivir alegremente las diversiones de la villa, ¿saben qué tratamiento recibe su hijo en la aldea? A la menor molestia que sobreviene, se le suspende de un clavo como un paquete de trapos, y mientras la nodriza se dedica a sus quehaceres, el desgraciado resta así crucificado. Todos los que han sufrido esa situación tenían el rostro amoratado, el pecho fuertemente comprimido privando la circulación de la sangre, que subía a la cabeza, y creían que el paciente estaba tranquilo porque carecía de fuerza para gritar. Yo ignoro cuántas horas un niño puede estar en esta posición sin perder la vida, pero temo que está muy cerca de perderla. He aquí, según yo creo, una de las mayores utilidades del fajado.
Se opina que los niños en libertad pueden adquirir malas posiciones y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros. Éste es uno de tantos vanos razonamientos de nuestra falsa sabiduría, y que ninguna experiencia ha confirmado.
Entre multitud de niños de los pueblos, que son más sensatos que nosotros, son criados con toda la libertad de sus miembros, y no se ve ni uno que se hiera ni se estropee, pues no podrían dar a sus movimientos la fuerza que les resultase peligrosa, y cuando toman una posición violenta, el dolor les advierte en seguida que la cambien.
Nosotros aún no hemos pensado en fajar a los perritos ni a los gatos. ¿Observamos algún inconveniente en esta negligencia? Los niños son más pesados, de acuerdo, pero también son en proporción más débiles. Si casi no se pueden mover, ¿cómo se han de estropear? Si se les tendiese de espaldas, se morirían en esta postura, como la tortuga, sin que consiguieran girarse.
No contentas con haber dejado de amamantar a sus hijos, las mujeres ya no quieren en adelante concebir y la consecuencia es natural. Tan pronto como es fatigoso el estado de madre, se encuentra el modo de librarse de él; quieren hacer una obra inútil para retornar continuamente a ella, y es en perjuicio de la especie el atractivo dado para la multiplicación: Este uso, junto a otras causas de despoblación, nos indica la próxima suerte de Europa. Las ciencias, las artes, la filosofía y las costumbres que ésta engendra no tardarán en convertir a Europa en un desierto; será poblada de animales feroces, y con esto no habrá cambiado mucho la clase de habitantes.
Yo veo algunas veces el pequeño manejo de algunas mujeres jóvenes que fingen un deseo de criar ellas mismas a sus hijos; pero saben lograr que se les insista para lo contrario, haciendo intervenir a los esposos, a los médicos y especialmente, a las madres. Un marido que se atreva a consentir que su esposa nutra a su hijo, es hombre perdido; le tildarán como a un asesino que quiere deshacerse de ella. Hay maridos prudentes que sacrifican el amor paterno en aras de la paz. Gracias a que se hallan en las aldeas mujeres más abnegadas que las vuestras, más agradecidas debéis estar si el tiempo que les queda libre a esas esposas no lo llenan complaciendo a otros hombres.
El deber de las mujeres no es dudoso, pero se discute si es igual para los niños que los críe una u otra mujer.
Esta cuestión, de que son jueces los médicos, la tengo yo resuelta a satisfacción de las mujeres; pienso que vale más que mame el niño la leche de una nodriza sana que la de una madre achacosa, si hubiese de temer nuevos males de la misma sangre de que procede.
No obstante, ¿puede mirarse esta cuestión solamente bajo el aspecto físico? ¿Necesita menos el niño del cuidado de su madre que de su pecho? Otras mujeres, y hasta animales, le podrán dar la leche que ésta le niega, pero la solicitud maternal no hay nada que pueda suplirla. La que cría el niño ajeno en vez del suyo, es mala madre; ¿cómo, pues, puede ser una buena nodriza? Podrá llegar a serlo, pero paulatinamente; será necesario que el hábito corrija la naturaleza, mientras que el niño mal cuidado tendrá ocasión de morirse cien veces antes de que su nodriza le tome el cariño de madre.
De esta última ventaja nace un inconveniente que por sí solo sería suficiente para quitar a toda mujer sensible el propósito de que su hijo lo críe otra, pues es ceder parte del derecho de madre, el dejar que su hijo quiera a otra mujer tanto como a ella o más, porque, ¿no debo yo el afecto de hijo a la que tuvo para mí los afanes de madre?
La forma cómo se remedia este inconveniente consiste en inspirar a los niños el desprecio de sus nodrizas y tratarlas como a simples sirvientas. Finalizado el servicio, les quitan la criatura o las despiden, y a fuerza de desaires la privan de que vaya a ver a su hijo de leche, para que, al cabo de algunos años, si lo ve, no lo conozca. Se engaña la madre que piensa que puede ser sustituida y que con su crueldad repara su negligencia, y así, en lugar de criar un hijo tierno, cría un hijo de leche despiadado, enseñándole la ingratitud e induciéndole a que un día abandone a la que le dio la vida, como a la que le alimentó con la leche de sus pechos.
¡Cuánto machacaría yo sobre este punto si no perdiera el ánimo al tener que insistir vanamente en tan útiles consejos! Esto tiene conexión con muchas más cosas de lo que uno cree. ¿Queréis volver a cada uno hacia sus primeros deberes? Comenzad por las madres y quedaréis sorprendidos de los cambios producidos. Todo deviene sucesivamente de esta primera depravación; todo el orden moral queda alterado, lo natural se extingue en todos los corazones, el interior de las casas es menos vivaz; el tierno espectáculo de una familia naciente ya no produce apego a los maridos ni atenciones a los extraños; es menos respetada la madre cuyos hijos confía a otra mujer, no hay vida familiar, los vínculos de la sangre no los fortalece la costumbre; no hay padres, ni madres, ni hijos, ni hermanos, ni hermanas; si apenas se conocen entre sí, ¿cómo se han de querer? Cada uno sólo piensa en sí mismo. Por haberse convertido el hogar en una triste soledad, nace la necesidad de ir a divertirse a otra parte.
Cuando las madres se dignen criar a sus hijos, las costumbres se reformarán en todos los corazones y se repoblará el Estado; este primer punto, este punto único lo reunirá todo. El contraveneno más eficaz contra las malas costumbres es el atractivo de la vida doméstica; acaba siendo grata la pesadez de los niños, logrando que los padres se necesiten más, se amen más uno a otro y estrechen entre ambos el lazo conyugal. Cuando la familia es viva y animada las tareas domésticas son la ocupación más querida para la mujer y más suave el desahogo del marido. Corregido de este modo tal abuso, resultaría pronto una reforma general y en breve la naturaleza recuperaría todos sus derechos. Una vez las mujeres vuelvan a ser madres, también los hombres volverán a ser padres y maridos. Razonamientos superfluos; el hastío mismo de los placeres del mundo no atrae nunca a éstos. Las mujeres han cesado de ser madres y nunca más lo serán ni querrán serlo. Aun cuando quisieran, apenas si podrían; hoy que se halla establecido el uso contrario, cada una tendría que pelear contra la oposición de todas sus conocidas, coaligadas contra un ejemplo que las unas no han dado y que no quieren seguir las otras.
Se encuentran, por consiguiente, todavía algunas mujeres jóvenes de buena índole que, desafiando la tiranía de la moda con bravura, desempeñan con una virtuosa intrepidez este deber tan dulce que su naturaleza les impone. Puede aumentar su número por la atracción de los bienes destinados a las que lo cumplen.
Fundándome en las consecuencias que ofrece el más simple razonamiento, y sobre las observaciones que jamás he visto desmentidas, me atrevo a prometer a esas dignas madres un apego sólido y constante por parte de sus maridos, una verdadera ternura filial en sus hijos, la estima y el respeto público, felices partos sin accidentes y sin consecuencias, una salud fuerte y vigorosa, y, por último, el placer de verse un día imitadas por sus hijas y citadas como ejemplo.
El sitio de la madre es el lugar del niño. Entre ellos los deberes son recíprocos, y si son mal desempeñados de un lado, serán descuidados del otro. El niño debe amar a su madre antes de que sepa que es su obligación amarla. Si la voz de la sangre no está fortificada por el hábito y los cuidados, se extingue en los primeros años y el corazón muere antes de nacer, por así decirlo. He ahí cómo desde los primeros pasos nos apartamos de la naturaleza.
Uno se sale todavía por una ruta opuesta cuando las madres, en vez de desatender los cuidados maternales, los toman con exceso, cuando hace de su niño su ídolo, que ella aumenta y nutre su debilidad para impedir que la sienta, con la esperanza de sustraerle de las leyes de la naturaleza aparta todo choque penoso, sin pesar cuánto, por cualquiera de las incomodidades que ella le ha preservado un momento, acumula para el futuro accidentes y peligros sobre su cabeza, y cuán bárbara es esta preocupación de prolongar la flaqueza de la infancia bajo las fatigas de los hombres formados. Thetis, para hacer a su hijo invulnerable, dice la fábula, «le sumió en las aguas de la laguna Estigia». Esta alegoría es bella y clara. Las crueles madres de que yo hablo hacen lo contrario: a fuerza de sumergir a sus niños en la blandura, los preparan para el sufrimiento; abren los poros a toda especie de males, que seguirán sufriendo cuando sean adultos.
Observad la naturaleza y seguid el camino trazado por ella. La naturaleza ejercita continuamente a los niños; endurece su temperamento con todo género de pruebas y les enseña muy pronto qué es pena y qué dolor. Los dientes que les nacen les dan fiebre, violentos cólicos les dan convulsiones, y tienen accesos de tos, los gusanos les atormentan, la plétora les corrompe la sangre, en la que fermentan varias levaduras y son la causa de peligrosas erupciones. Casi toda la primera edad es enfermedad y peligro; la mitad de los niños mueren antes de los ocho años. Hechas las pruebas, el niño ha ganado fuerzas, y tan pronto como puede hacer uso de la vida, tiene más vigor al principio.
Si ésta es la regla de la naturaleza, ¿por qué se hace oposición a ella? ¿Cómo no nos damos cuenta de que queriendo corregirla se destruye su obra y se obstaculiza la eficacia de sus afanes? Hacer en lo exterior lo que realiza ella en lo interior, dicen que es redoblar el peligro, mientras que, por el contrario, es hacer burla de él y agotarlo. La experiencia nos muestra que mueren más niños criados con delicadeza que los otros. Mientras no sean rebasadas sus fuerzas, menos se arriesga con ejercitarlas que con no ponerlas a prueba.
Acostumbradlos por tanto a sufrir golpes que se verán obligados a soportar un día; endureced sus cuerpos habituándolos a la inclemencia de los climas y los elementos, al hambre, a la sed, a la fatiga. Antes de que el cuerpo haya contraído costumbres, se les dan sin riesgo las que se quieran, pero una vez que toma consistencia, toda alteración es peligrosa. Un niño soportará cambios que no resistiría un hombre; sus fibras, blandas y flexibles, toman sin esfuerzo la forma que se les da; más endurecidas las del hombre, no cambian sin violencia. Se puede, pues, hacer robusto a un niño sin exponer su vida y su salud, y aun cuando corriese algún peligro, no se debería vacilar. Puesto que los peligros son inseparables de la vida humana, ¿qué mejor cosa podemos hacer que arrostrarlos en la época en que menos inconvenientes presentan? Un niño es más precioso a medida que crece. Al precio de su vida se unen los de los cuidados que ha costado; a la pérdida de su existencia se junta el sentimiento de la muerte. Por tanto, vigilando sobre su conservación debe pensarse particularmente en el tiempo venidero y armarle contra los males de la juventud: antes de que llegue a ella, puesto que si aumenta el valor de la vida hasta la edad en que es útil, ¿no sería una locura apartar algunos peligros durante la infancia, para que tenga que defenderse de ellos, muy aumentados, en la edad de la razón? ¿Son ésas las lecciones del maestro?
El destino del hombre es el de sufrir siempre. El cuidado mismo de su conservación va unido al sufrimiento. Feliz es el que en su infancia no conoce otros males que los físicos; males mucho menos crueles, menos dolorosos que los otros, y que con mucha menos frecuencia nos obligan a renunciar a la vida. Nadie se mata por los dolores de gota; solamente los del ánimo nos producen la desesperación. Sentimos compasión por la suerte de la infancia, cuando tendríamos que llorar por la nuestra. Nuestros males más graves nos vienen de nosotros mismos.
Grita un niño al nacer y pasa su primera infancia llorando. Tan pronto se le mueve o halaga para acallarle como se le amenaza o castiga para imponerle silencio. O hacemos lo que le place o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos o lo sujetamos a los nuestros; o ha de dictar leyes o ha de obedecerlas. De esta forma son sus primeras ideas las del dominio y las de servidumbre. Ya manda antes de saber hablar, y obedece antes de poder obrar; se le castiga sin que pueda conocer sus yerros, o antes de que sea capaz de cometerlos. De esta manera, es como se infiltran en su joven corazón y con rapidez las pasiones que se achacan a la naturaleza, y, después de haberle criado malo, se lamentan de su mala crianza.
Así, un niño que ha estado seis o siete años en manos de mujeres, mártir de los caprichos de ellas y de los suyos, luego que le han obligado a aprender esto y lo otro, después de haber recargado su memoria con palabras que no puede comprender, o con cosas que no le sirven para nada; luego de haber ahogado su índole natural con las pasiones que han sido sembradas en él, ponen en manos de un preceptor a este ser ficticio que acaba de desarrollar los gérmenes artificiales que ya están desarrollados, y le instruye en todo, menos en conocerse, menos en dar frutos propios y en saber vivir y labrar su felicidad. Por último, este niño esclavo y tirano a la vez, lleno de ciencia y carente de razón, flaco de cuerpo y de espíritu por igual, es puesto en contacto con el mundo, descubriendo su ineptitud, su soberbia y todos sus vicios, lo que hace que se compadezca la miseria y la perversidad humana. Es una equivocación, porque éste es el hombre de nuestros desvaríos, pero muy distinto al de la naturaleza.
Si queréis que él guarde su forma original, conservadla desde el momento que viene al mundo. Tan pronto como nazca amparadle y no le soltéis hasta que sea hombre, o nunca lograréis nada. Así como la verdadera nodriza es la madre, el verdadero preceptor es el padre. Que ambos se pongan de acuerdo en el orden de sus funciones como en su sistema, y que pase el niño de las manos de ella a las de él. Será mejor educado por un padre con juicio y de limitados alcances que por el más hábil maestro del mundo, pues el celo suplirá mejor al talento que el talento al celo.
Mas los quehaceres, los asuntos, los deberes… ¡Ah, las obligaciones! Sin duda que la obligación de padre es la última. No nos extrañe que un hombre cuya mujer ha desdeñado la cría del fruto de su unión, desdeñe educarle. No hay pintura que sea más encantadora que la de la familia, pero un sólo rasgo mal trazado desfigura todos los demás. Si a la madre le falta salud para amamantar a su hijo, al padre le sobrarán quehaceres para ser preceptor.
Alejados y dispersos los hijos en pensiones, en conventos, en colegios, pondrán en otra parte el cariño de la casa paterna o volverán a ella con el hábito de no sentir afecto por nada. Los hermanos y las hermanas casi no llegan a conocerse. Cuando estén todos reunidos ceremoniosamente, podrán ser muy corteses entre sí, mas su trato será como entre extraños. Falta la intimidad entre los parientes, de tal modo que la sociedad familiar no produce el dulzor de la vida, y recurre, para suplirlo, a las malas costumbres. ¿Qué hombre es tan estúpido que no sepa ver la cadena de todo esto?
Un padre, cuando engendra y nutre a sus hijos, no cumple más que la tercera parte de su misión. Él debe hombres a su especie, a la sociedad; hombres sociables y ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede pagar esta triple deuda y no lo hace es culpable, y más culpable cuando solamente la paga a medias. Quien no pueda cumplir los derechos de padre, carece del derecho de serlo. No hay ni pobreza, trabajos ni respetos humanos que le dispensen de mantener a sus hijos y de educarlos por sí mismo. Lectores, me podéis creer. Yo pronostico que a cualquiera que tenga entrañas y abandone tan sacrosantos deberes, derramará durante mucho tiempo amargas lágrimas por su error y jamás hallará consuelo.
Pero ¿qué hace ese hombre rico, este padre de familia tan ocupado, y precisado, según dice, a dejar a sus niños abandonados? Paga a otro hombre para que le reemplace de unos deberes que resultan una carga para él. ¡Alma mezquina! ¿Crees que con dinero das a tu hijo otro padre? Pues le engañas, ya que ni siquiera le das un maestro; ése es un sirviente y muy pronto formará otro como él. Se razona mucho sobre las cualidades de un buen preceptor. La primera que le exigiría, y está sola supone otras muchas, es que no fuese un hombre vendible. Hay quehaceres tan nobles que no se pueden realizar por dinero sin mostrarse indigno de su ejercicio. Tal es la del guerrero, tal es la del maestro. Pues, ¿quién ha de educar a mi hijo? Ya te lo he dicho: tú mismo. «Yo no puedo». ¿No puedes? Pues consíguete un amigo; yo no veo otro medio. Un maestro, ¡qué alma tan sublime! Es una cosa verdaderamente cierta que para formar a un hombre se debe ser padre, o más que hombre. Ésta es la misión que encargáis gustosamente a un asalariado.
Cuanto más uno piensa, más se apercibe de nuevas dificultades. Haría falta que el preceptor hubiera sido educado para su alumno y los criados para el amo; que todos cuantos a él se acerquen hubieran recibido las impresiones que le deben comunicar, y de educación en educación fuera necesario remontar hasta no se sabe dónde. ¿Cómo puede un niño ser bien educado por quien no ha sido bien educado?
¿No es posible hallar este raro mortal? Lo ignoro. ¿Quién sabe, en estos tiempos de envilecimiento, hasta qué grado de virtud se puede todavía encumbrar el alma humana? Pero supongamos que hemos hallado este portento. Contemplando lo que debe realizar, nos daremos cuenta de lo que debe ser. Anticipadamente se me figura que un padre que conociese todo cuanto vale un buen maestro se resolvería a no buscarle, debido a que le daría más trabajo el hallarlo que llegar a serlo él mismo. ¿Quiere tener un amigo? Eduque a su hijo para que lo sea, y queda así excusado de buscarlo en otra parte, puesto que la naturaleza ha realizado ya la mitad de la obra.
Un hombre, de quien no sé otra cosa más que su Jerarquía, me propuso que educara a su hijo. Indudablemente fue muy honroso para mí, pero al recibir mi negativa, en lugar de quejarse elogió mi prudencia. Si yo hubiera aceptado el ofrecimiento y fallado en mi método, habría resultado mala la educación, pero si hubiera acertado, el resultado habría sido peor: su hijo hubiera abominado de su título de príncipe.
Estoy tan persuadido de lo descomunales que son las obligaciones de un preceptor, y conozco tan bien mi incapacidad, que jamás aceptaré semejante cargo sea quien sea el que me lo ofrezca; incluso el interés de la amistad sería para mí un nuevo motivo para negarme. Después de haber leído este libro, me parece que habrá muy pocos que me hagan tal ofrecimiento, y suplico a los que pudieran pensarlo que no se tomen la molestia de hacerlo, puesto que les resultaría inútil En otra ocasión realicé una prueba bien cumplida de esta profesión, y estoy completamente seguro de mi incapacidad para el mencionado cargo, y si debido a mi talento resultara idóneo, mi estado me dispensaría de la misma. He pensado que estaba obligado a este manifestación pública dirigida a los que, a mi juicio no me aprecian lo bastante para admitir que estoy en lo cierto y que soy sincero en mis decisiones.
Incapaz para desenvolverme bien en la más útil tarea; osaré probar la más fácil, y, como otros tantos, en lugar de servirme de las manos para realizar mi trabajo lo haré por medio de la pluma, tratando de ser claro. Se da por sabido que en las empresas de esta clase, el autor, a sus anchas siempre en sistemas que no tiene obligación de practicar, sin gran esfuerzo da muchos y excelentes preceptos de imposible ejecución, y por no descender a cosas sin importancia y a ejemplos, hasta lo que enseña no se puede poner en práctica por no haber enseñado su aplicación. Por eso he tomado la determinación de escoger a un alumno imaginario y a suponer que poseo la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para preparar su educación, conduciéndolo desde el instante de su nacimiento hasta el punto en que, ya hombre formado, se gobierne por sí mismo. Este método lo considero útil para evitar que un autor que desconfía de sí mismo se extravíe en visiones, ya que en cuanto se aparta de la práctica ordinaria pone en práctica la suya en su alumno, y pronto verá, o lo verá el lector, si es que no lo ha visto él, si sigue los progresos de la infancia y la ruta natural del corazón humano.
Esto es lo que he procurado realizar en todas las dificultades que se me han presentado. Con el fin de no dar demasiado volumen inútilmente al libro, me he limitado a contar los principios cuya verdad debe ser clara para todos, mas en lo referente a las pruebas, las he puesto en práctica en mi Emilio, he procurado hacer ver detalladamente y con toda precisión cómo era posible poner en práctica lo que yo había afirmado. Por lo menos éste es el plan que me he propuesto seguir; ahora es de la competencia del lector decidir si le he dado un buen remate.
Resulta que hasta el momento he hablado poco de Emilio, debido a que en mis primeras máximas de educación, aunque son contrarias a las actualmente usadas, son tan evidentes que no es fácil que un hombre de razón las niegue con seguridad. Mas al paso que voy, mi alumno, guiado de otra forma que los vuestros, ya no es un niño corriente, y precisa por tanto de un régimen propio y peculiar para él. Aparece después en escena más frecuentemente, y en los últimos tiempos casi ni un instante le pierdo de vista, hasta que pueda prescindir de mí, por más que pretenda hacerlo antes.
No me refiero en este momento a un buen maestro; doy por supuestas sus buenas cualidades y creo a la vez que las poseo yo totalmente. Esta obra, con su lectura, hará ver cuán pródigo soy para conmigo.
Advertiré solamente, contra la opinión general, que el maestro debe ser joven y hasta el límite en que pueda ser un hombre de juicio. Desearía hasta que fuese un niño, si fuese posible; que pudiera ser un camarada suyo, y ganarse de esta forma su confianza, participando incluso en sus diversiones. Existe tal discrepancia entre la infancia y la edad madura, que jamás se logrará un afecto sólido a tanta distancia. Los niños, a veces, son complacientes con los viejos, pero jamás el cariño entra hacia ellos.
Se pretende muchas veces que el preceptor sea un hombre que ya haya educado a otro niño. Mas debe tenerse en cuenta que esto es pedir demasiado; un mismo hombre no puede educar más que a uno solamente; si fuera necesario educar a dos para acertar en la educación del segundo, ¿qué razón tuvo para hacerse cargo del primer alumno?
Habría adquirido experiencia para mejorar su obra, pero ya no le sería posible. El maestro que ha cumplido una vez esta misión y haya acertado en conocer todos sus inconvenientes, pierde el ánimo para intentar de nuevo la misma empresa, y si ha fracasado en la primera prueba, no es ningún buen presagio para la segunda.
Estoy de acuerdo en que es muy diferente el acompañar a un joven durante cuatro años que el ser su conductor por espacio de veinticinco. Vosotros dais un preceptor a vuestro hijo ya completamente formado, y yo pretendo que lo tenga ya antes de su nacimiento. Pensáis que un maestro puede cambiarse cada cinco años, pero el preceptor de mi imaginación debe ser siempre el mismo. Hacéis una distinción entre el preceptor y el ayo, y esto es otra de las equivocaciones vuestras. ¿Hacéis tal vez alguna distinción entre alumno y discípulo? Solamente se debe enseñar una ciencia a los niños, que es la de los deberes del hombre. Esta ciencia es única, y diga lo que quiera Jenofonte de la educación de los persas, no se puede dividir. Por otra parte, yo daré siempre el nombre de ayo con preferencia al de preceptor, al maestro de esta ciencia, puesto que no es lo mismo instruir que conducir. No se deben dar preceptos, sino hacer de manera que los encuentre el alumno.
Si sé debe elegir el ayo con tanto cuidado, éste tiene derecho a escoger a su alumno, sobre todo cuando se trate de un modelo que proponer. Esta elección no puede tener por base el ingenio y el carácter del niño, que permanecen desconocidos hasta el fin de la obra, y que acojo antes de su nacimiento. Si me fuera posible escoger, iría en busca de un entendimiento ordinario, igual al que imagino en mi alumno. Solamente precisan de educación los hombres vulgares, y sólo su educación debe servir de ejemplo para sus semejantes; para lo demás se educan a pesar de las contrariedades.
Para la cultura de los hombres las condiciones del país no son de ningún modo indiferentes; solamente en los climas templados pueden llegar a ser todo cuanto de ellos se puede exigir; resulta completamente desventajosa la educación en los climas extremados. El ser humano no es un ser inmóvil como el árbol, y el hombre que sale de un punto extremo para trasladarse al otro tiene que doblar el camino del que ha salido para alcanzar el mismo lugar que el primero.
Si el que habita en un país templado va sucesivamente de un extremo al otro, aún saca claras ventajas, debido a que, recibiendo las mismas impresiones que los que salen desde un extremo, se aparta por consiguiente la mitad menos de su natural constitución. En Laponia y en Guinea vive un francés, mas será muy distinta la vida de un negro en Tornea y la de un samoyedo en Benín. Parece también más imperfecta la condición cerebral en los habitantes de las regiones extremas. La inteligencia de los europeos no la poseen los negros ni los lapones. De aquí que mi voluntad prefiera que mi alumno sea de una zona templada; de Francia, por ejemplo, mejor que de otra parte, con el fin de que pueda ser habitante de la tierra entera.
El hombre pobre no necesita educación; la de su estado es forzosa, y por lo tanto no puede tener otra; por el contrario, la que por su estado recibe el rico es la que menos le interesa para sí mismo y para la sociedad. La educación natural debe procurar que el hombre sea apto para todas las condiciones de la vida humana; por lo tanto es menos racional educar a un rico para que sea pobre que a un pobre para que sea rico, puesto que, en proporción al número de ambos estados, hay más ricos que empobrecen que pobres que se enriquezcan. Si escogemos a un rico estaremos seguros de haber hecho un hombre más, mientras que un pobre logra muchas veces hacerse hombre por sí solo.
Por tal motivo no me opondré a que Emilio sea de ilustre cuna, puesto que siempre será una víctima sacada de las garras de los prejuicios.
Emilio es huérfano. El que vivan su padre y su madre no influye en nada; si me he hecho cargo de todas sus obligaciones, justo es que me apropie todos sus derechos. Debe honrar a sus padres, pero a mí solamente debe obedecerme; ésta es mi condición previa, o mejor dicho, la única.
Me veo obligado a añadir otra, que no es más que una derivación de la anterior: no podremos ser separados el uno del otro sin nuestro consentimiento. Ésta es la condición esencial, y todavía creo que es tan indispensable el contacto entre el alumno y el ayo que ambos deberían ser inseparables, y que el destino de su vida fuera siempre un objeto común entre ellos. Tan pronto como advierten, aunque lejana, su separación y se percatan del instante en que ambos han de ser extraños uno para otro, en realidad ya lo son, y pensando los dos en la época en que vivirán separados, cada uno se labra su sistema y permanecen unidos a disgusto. El discípulo mira al maestro como el verdugo de su niñez; el maestro no ve en el discípulo más que una carga pesada, y sólo desea librarse de ella. Aspiran a librarse el uno del otro, y careciendo de cariño mutuo, el uno pondrá poca vigilancia y la docilidad del otro quedará disminuida.
Pero si se consideran como obligados a pasar juntos la vida, les interesa hacerse amar uno del otro, y se aman de verdad. Cuando niño, el alumno no siente ninguna vergüenza de seguir al amigo que ha de tener durante toda su vida y cuando sea hombre, y el ayo pone todos sus afanes en el cultivo de su alumno, cuyos frutos ha de recoger. De esta manera, pone a interés para su ancianidad un fondo, que no es otra cosa que el mérito que da a su alumno.
Este trato convenido de antemano, supone un parto feliz, un niño bien conformado, robusto y sano. Un padre carece del derecho de escoger ni debe tener preferencias en la familia que Dios le ha dado; todos sus hijos son igualmente suyos; les debe a todos la misma solicitud y el mismo cariño. Que sean deficientes o no, enfermos o robustos, cada uno de ellos es un depósito del cual debe dar cuenta a la mano de quien lo recibió, y el matrimonio es un contrato realizado con la naturaleza al mismo tiempo que entre los cónyuges. Pero el que se impone un deber que la naturaleza no ha impedido, se debe asegurar en adelante de los medios que colmen sus propósitos, pues de otra forma se hace culpable de lo que no habrá podido realizar. Aquel que se encarga de un alumno deforme enfermizo cambia su función de ayo por la de enfermero, y pierde el tiempo al tener que cuidar una vida inútil el que lo había destinado para aumentar su valor; se expone a ver a una madre desconsolada reprocharle un día la muerte de uno de los hijos que él habría conservado quizá durante mucho tiempo.
Yo no me encargaría de un niño enfermizo y achacoso aunque pudiese vivir ochenta años. No quiero encargarme de un alumno siempre inútil para sí y para los demás, el cual se ocupa únicamente en conservarse y cuyo cuerpo perjudica a la educación del alma. ¿Qué realizaré en él, prodigando vanamente mis cuidados, si no doblar la pérdida de la sociedad y privarla de dos hombres en vez de uno? Que otro se encargue en mi lugar de este enfermo; yo consiento y apruebo su caridad, pero mi misión no es ésa. Yo no sé el modo de enseñar a vivir a quien sólo piensa en librarse de la muerte.
Eso hace que el cuerpo sea vigoroso para que obedezca el alma; un buen sirviente debe ser robusto. Yo sé que la intemperancia excita las pasiones y extenúa el cuerpo; las mortificaciones producen con frecuencia los mismos efectos a los jóvenes por una causa opuesta. Cuanto más débil es el cuerpo, más se impone; mas si es fuerte, mejor obedece. Todas las pasiones sensuales moran en los cuerpos afeminados, y se irritan más cuanto menos pueden satisfacerlas.
Un cuerpo débil enflaquece el alma. De aquí el imperio de la medicina, más pernicioso a los hombres que todos los males que pretende curar. Yo no sé por mí cuál es la enfermedad que nos curan los médicos, pero sé que ellos nos causan algunas que son muy funestas: la cobardía, la pusilanimidad, la credulidad, el terror de la muerte; si nos curan el cuerpo, nos matan el coraje. ¿Qué nos importa que hagan andar a los que son unos cadáveres? Son hombres los que nos hacen falta, y uno no ve que salga ninguno de sus manos.
La medicina está de moda entre nosotros, y tiene que ser así. Es el entretenimiento de las gentes ociosas y desocupadas, que, no sabiendo cómo emplear el tiempo, lo emplean en conservarse. Si hubieran tenido la desgracia de nacer inmortales, serían los más miserables de los seres: una vida que no tuvieran jamás miedo de perderla, tampoco tendría para ellos valor alguno. Esta gente necesita médicos que los amenacen para halagarles y que les den cada día el único placer que son capaces de apreciar: el de no estar muertos.
Yo no deseo extenderme aquí sobre la vanidad de la medicina. Mi objetivo no es otro que el de considerarla bajo su aspecto moral. Yo no puedo por lo tanto privarme de observar que los hombres incurren sobre su uso en los mismos sofismas que los que se refieren a la búsqueda de la verdad. Suponen siempre que se trata a un enfermo que le curan, y que cuando se busca una verdad se encuentra. No se dan cuenta de que al contrapesar las ventajas de una curación que el médico ha realizado, quedan los cien enfermos que mata, y la ventaja de una verdad descubierta no compensa el daño que producen los errores en que caen al mismo tiempo. La ciencia que instruye y la medicina que cura son muy buenas, sin duda, pero la ciencia que engaña y la medicina que mata son funestísimas.
Aprendamos, pues, a distinguirlas. He aquí la necesidad de meditar. Si supiéramos ignorar la verdad, nunca nos seduciría la mentira; si no nos quisiéramos curar a despecho de la naturaleza, no moriríamos jamás a manos del médico; estas dos abstenciones serían razonables y ganaríamos evidentemente sometiéndonos a ellas. No discuto que la medicina no sea útil a algunos hombres, pero digo que es funesta para el género humano.
Se me dirá, como se hace continuamente, que las faltas son del médico, pero que la medicina en sí misma es infalible. Enhorabuena, y que venga ella sin el médico, pues mientras vengan juntos habrá cien veces más riesgo en los errores del artista que esperanza de socorro en el arte.
Este arte mentiroso, hecho más por los males del espíritu que por los del cuerpo, no es más útil para los unos que para los otros; nos guarece menos nuestras dolencias y nos imprime el terror hacia ellas; retrasa menos la muerte y nos la hace sentir anticipadamente; gasta la vida en lugar de prolongarla, y aun cuando lo hiciera, sería todavía en perjuicio de la especie, puesto que nos desprende de la sociedad por los afanes que nos impone, por nuestras obligaciones y por los sustos que nos produce.
Es el conocimiento de los peligros lo que nos lo hace temer; quien se creyera invulnerable no tendría miedo de nada. A fuerza de armar contra el peligro, Aquiles, el poeta, le quita el mérito al valor; cualquier otro en su lugar hubiera —sido un Aquiles al mismo precio.
¿Queréis encontrar hombres de verdadero coraje? Buscadlos en los lugares donde no hay médicos, donde son ignoradas las consecuencias de las enfermedades y donde se piensa poco en la muerte. Naturalmente, el hombre sabe sufrir constantemente y muere en paz.
Son los médicos con sus recetas, los filósofos con sus preceptos, los sacerdotes con sus exhortaciones, los cuales le envilecen el corazón y le hacen despreocupar por la muerte.
Que se me dé un alumno que no tenga necesidad de todas estas gentes, o yo le rehúso. No quiero, pues, que otros echen a perder todos mis desvelos; deseo educarlo solo o no comprometerme a ello. El sabio Locke, quien había pasado una parte de su vida en el estudio de la medicina, recomendaba muchísimo que jamás se recetase a los niños por precaución o por ligeras incomodidades. Yo iría más lejos, y pido que no llamen a los médicos por mí; yo no les llamaría jamás para mi Emilio, a menos que su vida no esté en un peligro evidente, ya que entonces no pueden hacerle otro daño que matarle.
Yo sé perfectamente que el médico no dejará de sacar ventaja de esta dilación o tardanza. Si el niño muere, se le habrá llamado demasiado tarde; si se restablece, será él quien le habrá salvado. Pues que el médico triunfe, pero sobre todo que no sea llamado hasta el último extremo.
A falta de saber curarse, el niño debe saber estar enfermo; este arte suple al otro, y con frecuencia resulta mucho mejor; es el arte de la naturaleza. Cuando el animal está enfermo, sufre en silencio y se tiende quieto; ahora bien, no es mayor nunca el número de animales lánguidos que el de hombres. ¡Cuántos por la impaciencia, el temor, la inquietud y sobre todo por los medios, han muerto cuando la enfermedad sola no lo hubiera conseguido y que el tiempo habría curado! Se me contestará que los animales viven más conformes con la naturaleza y que están sometidos a menor número de males que nosotros. ¡Enhorabuena! Esta manera de vivir es precisamente la que voy a dar a mi alumno; por consiguiente, él debe sacar de ella el mismo provecho.
La única parte útil de la medicina es la higiene; aunque la higiene no es una ciencia, sino una virtud. La templanza y el trabajo son los dos verdaderos médicos del hombre: el trabajo estimula su apetito, y la templanza le impide los abusos.
Para saber cuál es el régimen más útil para la salud y la vida, sólo hace falta saber el que siguen los pueblos que son más sanos, más robustos y que viven más tiempo.
Si por las observaciones generales no se encuentra que el uso de la medicina da a los hombres una salud más fuerte y una mayor longevidad, podemos deducir que no es útil este arte, sino perjudicial, ya que emplea el tiempo, los hombres y las cosas sin ningún provecho.
No solamente el tiempo que se pasa en conservar la vida es perdido, sino que lo es más cuando este tiempo es empleado en atormentarnos, y peor que nulo es negativo; para calcular equitativamente, se debe restar del tiempo total de la vida. Ha vivido más el hombre que vive veinte años sin médico que el que ha vivido treinta años siendo su víctima. Habiendo realizado una y otra prueba, me creo con más derecho que nadie para legar a esta conclusión.
He aquí mis razones por las que deseo que mi discípulo sea de constitución robusta y sana, y los principios para que se conserve de tal modo. No me entretendré en probar con detalle los beneficios que los trabajos manuales y los ejercicios reportan a la salud y al temperamento, lo cual nadie discute; las muestras de longevidad las ofrecen casi todos los hombres que han realizado más ejercicio y que mayores fatigas y afanes soportaron. Tampoco me entretendré en una descripción de los cuidados que yo tomaría por este objetivo solamente; se verá que entran tan necesariamente dentro de mi sistema que es suficiente penetrar en su espíritu, para no extenderme en otras explicaciones.
Con la vida comienzan las necesidades. Al recién nacido le hace falta una nodriza. Si la madre consiente en cumplir su deber, se le darán por escrito sus instrucciones, aunque esta ventaja tiene su desventaja al estar el ayo un poco alejado de su alumno. Es de creer, sin embargo, que el interés de la criatura y la estimación de aquél a quien quieren confiar tan apreciado depósito, harán que la madre sea dócil a los consejos del maestro, y seguramente que lo que quiera realizar lo hará mejor que otra. Si tenemos necesidad de una nodriza, empecemos por escogerla bien.
Una de las muchas adversidades de las personas ricas es la de dejarse engañar en todo. Si juzgan mal a los hombres, ¿por qué nos admiramos? La riqueza es la que las corrompe, y en justo castigo son las primeras que reconocen el defecto del único instrumento que saben manejar. Todo está mal hecho en sus casas, dejando aparte lo que ellos hacen, y casi nunca hacen nada. Si se trata de buscar una nodriza, lo encargan a un comadrón. ¿Y qué resulta? Que la mejor es siempre la que mejor le ha pagado. No iré, pues, a consultar a un comadrón para Emilio; tendré buen cuidado en escogérmela yo mismo. Yo no razonaré con ventaja ni con tanta erudición como un cirujano, pero iré con mejor buena fe y mi celo me engañará menos que su avaricia.
Esta elección no es en sí un gran misterio; las reglas son conocidas, pero yo no sé si se debería poner un poco más de atención en el tiempo de la leche como se hace con su calidad. La leche nueva es serosa y debe ser casi aperitiva con el fin de purgar las reliquias de meconio que queda en los intestinos del recién nacido. Poco a poco la leche toma consistencia y se traduce en un alimento más sólido para digerirla el niño. Éste es seguramente el motivo por el cual la naturaleza hace variar en las hembras de toda especie la consistencia de la leche según la edad que tenga el niño.
Se precisaría, pues, una nodriza recién parida para un niño recién nacido. Ya sé que esto ofrece inconvenientes, pero así que se sale del orden natural todo son embarazos para obrar bien. La única salida cómoda es obrar mal, y por eso se la escoge.
Haría falta una nodriza tan sana de corazón como de cuerpo; la destemplanza de las pasiones puede alterar su leche tanto como la de los humores; además, ateniéndose únicamente al aspecto físico, esto es no ver más que la mitad del objeto. La leche puede ser buena y la nodriza mala; un buen carácter es tan esencial como un buen temperamento. Si uno escoge una mujer viciosa, no digo que su hijo de leche contraerá sus vicios, pero sí afirmo que sufrirá sus efectos. ¿No le debe, además de la leche, solicitudes que exigen celo, paciencia, dulzura y limpieza? Si ella es glotona y destemplada, hará pronto que su leche sea corrompida; si es negligente y colérica, ¿cómo dejaremos a merced de ella a un pobre desventurado que no puede defenderse ni quejarse? Jamás pueden ser buenos para realizar cosas buenas las personas malas.
La elección de la nodriza con acierto importa tanto que no debe tener su hijo de leche más ama que ella, como no conviene tener otro profesor que no sea su ayo. Este modo de hacer es el de los antiguos, menos argumentadores y más sabios que nosotros. Después de dado el pecho a los niños de su sexo, nunca los desamparaban. He ahí por qué en sus piezas teatrales la mayor parte de las confidentes son nodrizas.
Es imposible que un niño que pase por tantas manos distintas salga bien educado. En cada cambio compara secretamente a cada uno, terminando siempre en una disminución de afecto a los que le dirigen y por desechar su autoridad. Si llega a convencerse de que hay personas adultas que no tienen más razón que las pequeñas, se ha perdido todo, y desaparece toda esperanza de una buena educación. Un niño no debe conocer otros superiores que su padre y su madre, y a falta de éstos, su nodriza y su ayo, y todavía sobra uno, pero es inevitable esta partición; lo único que para remediarlo puede hacerse es que las personas de ambos sexos procedan con tan buen acuerdo que en lo que se refiera a él no sean más que uno.
Es indispensable que la nodriza viva con comodidad suficiente, que tome alimentos lo más nutritivos posible, pero que no varíe enteramente de método de vida, ya que una rápida y total mudanza, aunque redunde en una mejora, siempre es peligrosa para la salud, y puesto que su régimen acostumbrado la ha mantenido sana y robusta, no hay motivo para hacérselo variar.
Las campesinas comen menos carne y más legumbres que las mujeres de las ciudades; este régimen vegetal parece más adecuado para ellas y las criaturas. Si tienen hijos de leche procedentes de la ciudad, hacen que coman cocido, convencidas de que el potaje y el caldo de carne forman mejor quilo y producen más leche. Yo no soy en modo alguno de este parecer y me abona la experiencia, demostrándome que los niños así nutridos están más propensos al padecimiento de cólicos y a los gusanos que los otros.
Esto no es muy extraño, puesto que la sustancia animal en putrefacción forma lombrices; lo que no sucede así con la vegetal. La leche, aunque elaborada en el cuerpo del animal, es una sustancia vegetal; su análisis lo demuestra, se vuelve fácilmente ácida, y lejos de dar algún vestigio alcalino volátil, como hacen las sustancias animales, da, como las plantas, una sal neutra esencial.
La leche de las hembras herbívoras es más dulce y más saludable que la de las carnívoras; formándose con una sustancia homogénea a la suya, conserva mejor su naturaleza y está menos sujeta a la putrefacción. Si se mira lo referente a la cantidad, todos saben que las sustancias farináceas hacen más sangre que la carne, y deben dar también más leche. No comparto la opinión de que un niño que no fuese destetado antes de tiempo, o que lo fuese con alimentos vegetales, padeciese nunca de gusanos.
Tal vez las leches vegetales estén más propensas a volverse agrias, mas yo estoy muy lejos de considerar la leche agria como alimento malsano; pueblos enteros que no usan otra viven muy sanos, y todo este aparato de absorbentes me parece pura charlatanería. Hay temperamentos a los cuales no conviene la leche, y entonces no se les puede hacer digerir ningún absorbente; los otros la digieren sin ninguno. Se recela de la leche cuajada, lo cual no debe inquietar, ya que es bien sabido que la leche se cuaja dentro del estómago.
Es así como se convierte en alimento de suficiente solidez para nutrir a los niños y a los pequeños animales; si no se cuaja de ninguna manera, no haré más que pasar y no los alimentará. Es inútil cortar la leche, recurrir a absorbentes, ya que todo aquel que bebe leche digiere queso, y esto no tiene excepción alguna. El estómago está hecho a propósito para cuajar la leche.
Pienso que en lugar de mudar el alimento común de las nodrizas, es suficiente con que se les dé con mayor abundancia y más escogido. No es por la naturaleza de los alimentos la causa de que el magro se caliente, sino la forma de sazonarlos lo que los hace perniciosos. Reformad las normas de vuestra cocina, no hagáis fritos, ni manjares compuestos con manteca enrojecida al fuego; no arriméis a la lumbre la sal, los lacticinios ni la manteca; no sazonéis vuestras legumbres cocidas hasta que se pongan hirviendo encima de la mesa, y la comida de vigilia, lejos de encender la sangre de la nodriza, le dará leche en abundancia y de la mejor calidad. ¿Sería posible que siendo reconocido el régimen vegetal como el mejor para la criatura, fuese para la nodriza mejor el animal? Esto es una contradicción.
Esto es sobre todo en los primeros años de la vida, cuando el aire ejerce una acción particular en la constitución de los niños; penetrando por todos los poros de su blanda y delicada piel, influye poderosamente en sus nacientes cuerpos, y les deja impresiones que jamás se borran. Yo no admitiría que se sacase a una nodriza de su lugar para encerrarla en una habitación de la ciudad y hacer que críe al niño en casa de sus padres; mejor que vaya a respirar el aire puro del campo que el corrompido de la ciudad. Él tomará el estado de su nueva madre, habitará su rústica casa y el ayo le seguirá. Que recuerde el lector que el preceptor no es ningún hombre pagado, sino el amigo del padre. Pero cuando ese amigo no se encuentra y ese traslado no resulta fácil, cuando nada de esto que se nos aconseja es factible, ¿qué debe hacerse en su lugar? Ya lo he dicho; para eso no son precisos los consejos.
Los hombres no son para que vivan amontonados en hormigueros, sino esparcidos sobre la tierra que deben cultivar. Mas ellos se reúnen y ellos se corrompen. Las enfermedades del cuerpo así como los vicios del alma, son el efecto infalible de esta concurrencia. El hombre es, de todos los animales, el que menos puede vivir en manada, y los hombres hacinados como carneros se morirían en poquísimo tiempo. El aliento del hombre es mortal para sus semejantes. Esta expresión no es menos verdadera en sentido propio que en sentido figurado. Las ciudades son el sumidero de la especie humana. Al cabo de algunas generaciones perecen o degeneran; deben ser renovadas, y es siempre el campo lo que logra esta renovación. Enviad, pues, vuestros niños a que se renueven, por decirlo así, y a que recuperen en el campo el vigor que se pierde respirando el aire contagioso de los lugares demasiado poblados. Las mujeres embarazadas que están en el campo se apresuran a volver a la ciudad cuando se les acerca la hora del parto, y deberían hacer todo lo contrario, especialmente aquéllas que quieren criar a su hijo; les costaría menos de lo que imaginan, y en una permanencia más natural a la especie, los placeres ligados a los deberes naturales les apartarían pronto de aquéllos con quienes no se tiene relación alguna.
Desde luego, después del parto se lava el niño con agua tibia a la que se le añade ordinariamente vino.
Esta adición de vino no me parece necesaria. Como la naturaleza no produce ninguna cosa fermentada, es de creer que el uso de un líquido artificial no importa en nada a la vida de sus criaturas.
Por la misma razón, esta precaución de entibiar el agua no es indispensable; existen muchísimos países en los cuales, sin otros preparativos, lavan en los ríos o en el mar a los recién nacidos, pero afeminados los nuestros antes de nacer por la molicie de los padres, vienen al mundo con un temperamento ya fatigado, que de buen principio no conviene exponer a las pruebas que deben restablecerle. Solamente de una forma gradual pueden ser restituidos a su primitivo vigor. Comentemos conformándonos con el modo acostumbrado y paulatinamente iremos apartándonos de él. Lavad con frecuencia a los niños; su suciedad demuestra esta precisión. Cuando no hacen otra cosa que enjugarlos, les castigan la piel, pero a medida que vayan tomando fuerza, se puede disminuir gradualmente el calor del agua hasta que por último sean lavados sólo con agua fría, aunque sea helada. Con el fin de que no corran ningún peligro, conviene que la disminución de la temperatura sea lenta, y para esto sería bueno servirnos del termómetro.
Acostumbrado el niño al baño, ya no debe interrumpirse, y es importante que siga bañándose durante toda la vida. No sólo debe considerarse como necesario para conservar la limpieza y la salud actual, sino como una precaución para dar más flexibilidad al tejido de las fibras y que éstas cedan sin riesgo o ni esfuerzo a los diversos grados de calor o frío, tal fin quisiera yo que cuando ya crecidito, el niño se acostumbrase poco a poco a bañarse en aguas calientes o frías, pero tolerables. Así, después de estar habituado a soportar las diversas temperaturas del agua, siendo un fluido más denso, nos toca por más puntos y nos impresiona más, y el hombre sería casi insensible a las variaciones del aire.
Desde el momento en que el niño respira al salir de sus envoltorios, no admitáis que se le pongan otros que le vayan más estrechos o le opriman más. Nada de capillos, fajas ni pañales; las mantillas que sean fluctuantes y anchas, que dejen todos sus movimientos en libertad, y que no sean pesadas y le obstaculicen sus movimientos, ni tan calientes que le priven de las variaciones del aire. Le gusta estar en una cuna grande, rellena de lana donde pueda realizar sus movimientos a su gusto y sin peligro. Cuando comience a fortalecerse, dejadle arrastrarse por la habitación; desarrollando y extendiendo sus tiernos miembros, nos daremos cuenta de cómo se van fortificando de día en día, y al establecer una comparación con otro niño del mismo tiempo y bien fajado, se quedará asombrado al observar la diferencia que existen en los adelantos de cada uno.
Hay que esperar la gran oposición por parte de las nodrizas, puesto que el niño bien agarrotado da menos trabajo que el que la obliga a velar continuamente. También en un traje abierto es preciso limpiarle con más frecuencia, ya que la suciedad es más visible con éste. Por último, la costumbre es un argumento que no se refutará jamás en ciertos pueblos a satisfacción de la plebe de todos los Estados.
No discutáis con las nodrizas; mandadlas, mirad cómo realizan lo mandado y no se omita nada para facilitar en la práctica las operaciones que se les hayan prescrito. ¿Y por qué no tomar parte en estas obras?
En las nodrizas corrientes, donde no se mira más que la parte física con tal de que el niño viva y no enferme, poco importa lo demás, pero aquí, donde empieza con la vida la educación, desde que nace, el niño ya es discípulo no del ayo, sino de la naturaleza. El ayo no realiza otra cosa que estudiar con este primer maestro, y evitar que sean estériles sus afanes. Vigila a la criatura, la observa, la sigue, acecha con diligencia el primer albor de su débil entendimiento, como al acercarse el primer cuarto de luna acechan los musulmanes el momento en que nace.
Nosotros nacemos capacitados para aprender, pero no sabiendo ni conociendo nada. El alma, encadenada en los órganos imperfectos y medio formados, ni siquiera tiene la conciencia de su propia existencia. Los movimientos, los gritos del niño recién nacido, vienen de los efectos mecánicos, los cuales están desprovistos de conocimiento y de voluntad. Supongamos que un niño al nacer tuviera la estatura de un hombre hecho, que sale, por decirlo así, completamente provisto de armas del seno de su madre, como Palas salió del cerebro de Júpiter; este hombre-niño sería un perfecto imbécil, un autómata, una estatua inmóvil y casi insensible; no vería nada, no entendería nada, no conocería a nadie, ni sabría volver los ojos hacia lo que necesitase ver; no solamente no se apercibiría de ningún objeto fuera de él, sino que tampoco reportaría ninguno al órgano del sentido que se lo hiciera distinguir; ni estarían los colores en sus ojos, ni los sonidos en sus oídos; no se hallarían sobre su cuerpo los cuerpos que tocase, ni tendría noción de que poseyera alguno; quedaría en su cerebro el contacto de sus manos, y en un solo punto quedarían reunidas todas sus sensaciones, las cuales únicamente tendrían existencia en el sensorio común; no tendría otra idea que la del Yo, a la que referiría todas sus sensaciones, y esta idea o modo de sentir sería lo único en que se diferenciaría de cualquier otro niño.
Este hombre formado de un golpe no sabría más que tenerse de pie; le haría falta mucho tiempo para aprender a sostenerse. Quizá no intentaría hacer él mismo el ensayo, y veríamos este cuerpo grande, fuerte y robusto fijo en un lugar como una peña, o arrastrarse, al igual que los cachorros de perro, por el suelo.
Sentiría el malestar de las necesidades sin conocerlas ni imaginar ningún medio para satisfacerlas. Aunque estuviese rodeado de alimentos, no existe ninguna comunicación inmediata entre los músculos del estómago y los de los brazos y las piernas que le hiciera dar un paso para arrimarse a ellos o alargar la mano para cogerlos, y como su cuerpo habría tomado su incremento, y estarían completamente desarrollados todos sus miembros, carecería de la inquietud y de los continuos movimientos de los niños, y pudiera muy bien morir de hambre antes de moverse para buscar la comida. Por poco que se haya reflexionado sobre el orden y el progreso de nuestros conocimientos, no se podrá negar que con escasa diferencia sea éste el primitivo estado de ignorancia y estupidez natural del ser humano, antes de que aprenda algo por medio de la experiencia o de sus semejantes.
Se conoce, pues, o puede conocerse, el punto primero de donde sale cada uno de nosotros para llegar al común grado de inteligencia; ¿pero quién es el que conoce el otro extremo? Cada uno avanza más o menos según su genio, su gusto, sus necesidades, su talento, su celo, y las ocasiones que de abandonarse se presentan. Yo no sé que haya habido aún ningún filósofo tan atrevido que dijese: «He ahí el término donde el hombre puede llegar y del cual nunca podrá pasar». Ignoramos lo que nuestra naturaleza nos permite ser; ninguno de nosotros ha medido la distancia que entre un hombre y otro puede mediar. Ésta es el alma bajo la cual esta idea no se enardece jamás y que no se ha pronunciado nunca dentro de su orgullo: ¡A cuántos voy dejando atrás! ¡A cuántos puedo pasar aún! ¿Por qué un igual mío iría más lejos que yo?
Lo repito; la educación del hombre empieza al nacer; antes de hablar, de comprender, él ya se instruye. La experiencia precede a las lecciones; cuando conoce a su nodriza, tiene ya mucho adquirido. Uno se sorprendería del hombre, el más rústico, si siguiéramos sus progresos desde el momento en que nació hasta aquél en que se halla. Si se dividiese toda la ciencia humana en dos partes, la una común a todos los hombres y la otra propia de los sabios, la última sería muy pequeña comparada con la primera.
Mas no nos detengamos mucho en las adquisiciones generales, ya que se hacen sin pensarlo, antes de que se tenga uso de razón, y porque, por otra parte, por las diferencias se nota el saber, y, como en las ecuaciones algebraicas, no se cuentan las cantidades comunes.
Los animales mismos adquieren también mucho. Tienen sentidos, y esto hace que aprendan a hacer uso de ellos; tienen necesidades y es preciso que aprendan a satisfacerlas; necesitan aprender a comer, a andar, a volar. Los cuadrúpedos que se aguantan de pie desde que nacen, no por eso saben andar; en sus primeros pasos se ve que hacen pruebas con inseguridad. Los jilgueros escapados de la jaula no saben volar debido a que nunca han volado. Todo es instrucción para los seres animados y sensibles, y si las plantas tuvieran movimiento progresivo, sería necesario que tuvieran sentidos y adquirieran conocimientos, sin lo cual en breve perecerían las especies.
Las primeras sensaciones de los niños son puramente afectivas, y solamente se distinguen en ellas placer o dolor, y no pudiendo andar ni asir, requieren mucho tiempo para formarse poco a poco las sensaciones representativas que le muestran los objetos exteriores, pero aguardando que estos objetos se extiendan, se alejen, por así decirlo, de sus ojos, y toman ellos las dimensiones y las figuras, el retorno de las sensaciones comienza a someterles al imperio del hábito; se ven sus ojos sin cesar volverse hacia la luz, y si la luz viene de lado, toman insensiblemente esta dirección, por lo que se debe tener cuidado de colocarles de cara a la luz, para que no se vuelvan bizcos ni se acostumbren a mirar de reojo. Acostumbrarlos a la oscuridad debe hacerse también cuanto antes, pues de lo contrario lloran y gritan así que dejan de ver la luz. El alimento y el sueño, muy exactamente medidos, les son necesarios al cabo de los mismos intervalos de tiempo, y pronto el deseo no les proviene de la necesidad, sino de la costumbre, y el hábito añade otra necesidad a la natural, que es necesario evitar.
El sólo hábito que se debe dejar adquirir al niño es el de que no contraiga ninguno; que no lleve más en un brazo que en el otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que la otra, a servirse más de ella para comer, a dormir o hacer tal o cual cosa a la misma hora, a no poder estar solo ni de día ni de noche.
Preparad desde lejos el reino de su libertad y el uso de sus fuerzas, y dejando a su cuerpo el hábito natural, poniéndole en condiciones de ser siempre dueño de sí mismo, y de hacer todas las cosas según su propia voluntad así que la tenga.
Desde que el niño comience a distinguir los objetos, es importante escoger bien los objetos que se le muestren. Naturalmente que todos los objetos nuevos interesan al hombre. Se siente tan débil que tiene miedo de todo lo que desconoce; el hábito de ver los objetos nuevos sin ser afectado por ellos, le destruye este miedo. Los niños educados en casas limpias, donde no se consienten telarañas, tienen miedo a las arañas, y con frecuencia lo conservan cuando ya son mayores. Jamás he observado que ningún aldeano, sea hombre, mujer o niño, tenga miedo a las arañas.
¿Por qué, pues, la educación de un niño no comienza antes de que hable y de que entienda, ya que la sola elección de los objetos que se le presentan es capaz de convertirle en un tímido o valiente? Quiero que se habitúe a ver objetos nuevos, animales feos, repugnantes y extraños, pero paulatinamente y a alguna distancia, hasta que se acostumbre a ellos, y al ver que otros los tocan; también él los toca. Si en su infancia ha visto sin asustarse sapos, culebras y cangrejos, verá sin espantarse, cuando sea mayor, cualquier otro animal, ya que no hay seres que causen horror al que los ve todos los días.
Los niños tienen miedo de las máscaras. Yo comienzo por mostrar a Emilio una máscara de una figura agradable; luego se la pongo delante de la cara —me echo a reír, todo el mundo se ríe—, y el niño se ríe lo mismo que los demás. Despacio le acostumbro con caretas más feas, y por último con figuras horribles. Si he seguido bien la graduación, lejos de que le asuste la última, se reirá como con la primera; por consiguiente no temo que le intimiden las máscaras.
Cuando en la despedida de Andrómaca y Héctor el pequeño Astinacte, asustado del penacho que flota sobre el yelmo de su padre, no le conoce y se arroja al cuello de su nodriza dando gritos, y arranca a su madre una sonrisa mezclada de lágrimas, ¿qué debe hacerse para quitarle el miedo? Precisamente lo que ha hecho Héctor, poner el yelmo en el suelo y acariciar al niño. En un momento más tranquilo no hubiera quedado satisfecho con esto; le habría acercado el yelmo, jugando con las plumas para hacérselas tocar al niño; por último la nodriza habría cogido el yelmo y riéndose se lo hubiera colocado en la cabeza, si entonces la mano de una mujer hubiera osado tocar las armas de Héctor.
¿Se trata de acostumbrar a Emilio al ruido de un arma de fuego? Empiezo por quemar pólvora en la cazoleta de una pistola, y la llamarada instantánea y brillante divierte al niño con esta especie de relámpago; repito la misma operación con más cantidad de pólvora; cargo la pistola con poca pólvora, poco a poco y sin taco; luego aumento la carga, y por fin se acostumbra al ruido de los disparos, de los cohetes, y a las más fuertes detonaciones.
He recalcado que los niños raramente tienen miedo a los truenos, a no ser que sean realmente capaces de espanto e incomoden al órgano del oído; en otro caso no temen hasta que saben que el rayo algunas veces hiere o mata. Cuando sea la razón la causa de que se asusten, procurad que el hábito les aumente el ánimo. Mediante una lenta y bien graduada superación, el hombre y el niño acaban riendo intrépidos en todo.
En los inicios de la vida, cuando la imaginación y la memoria aún son inactivas, el niño sólo está atento a cuanto afecta a sus sentidos; las sensaciones, siendo los primeros materiales de sus conocimientos, se le deben ofrecer de un modo conveniente, o sea preparar su memoria para que un día las ofrezca en el mismo orden a su entendimiento, pero como sólo atiende a sus sensaciones, es suficiente mostrarle primeramente con distinción la conexión de estas mismas sensaciones con los objetos que las causan. Él quiere tocarlo todo y manejarlo; no nos opongamos a esta inquietud, ya que ello le sugiere un aprendizaje muy necesario. Es de este modo como aprende a sentir el calor, el frío, la dureza, la blandura, el peso y la ligereza de los cuerpos; a juzgar de su tamaño, de su figura, y todas sus cualidades sensibles, mirando, palpando, escuchando, y sobre todo comparando la vista con el tacto, y apreciando con los ojos la sensación que causan sobre sus dedos.
Por el movimiento es como sabemos únicamente que hay cosas que no son extrañas, y sólo por nuestro propio movimiento adquirimos la idea de la extensión. Debido a que el niño no posee esta idea, tiende la mano, de un modo indistinto, para coger el objeto que tiene cerca como el que está a cien pasos. Este esfuerzo que hace os parece una señal de imperio, una orden que él da de que se aproxime el objeto, o a vosotros la de que se lo acerquéis, y, después de todo, esto es solamente que los mismos objetos que él veía al principio en su cerebro, y luego pegados a sus ojos, los ve ahora en el extremo de su brazo, y no se figura otra extensión que hasta donde puede alcanzar. Tiene, pues, necesidad del paseo frecuente, de que se le transporte de un lugar a otro, de hacerle sentir el cambio de lugar a fin de hacerle aprender a medir las distancias. Cuando empiece a conocerlas, entonces es necesario cambiar de método, y llevarle como queráis y no como quiere él, ya que tan pronto como ya no le engañan los sentidos, su esfuerzo procede de otra causa distinta. Este cambio es remarcable y necesita una explicación.
El malestar de las necesidades se manifiesta con signos cuando la ayuda de otro es esencial para satisfacerlas. De ahí provienen los gritos de los niños; lloran mucho, y debe ser así.
Puesto que todas sus sensaciones son afectivas, cuando son agradables, las disfrutan en silencio; cuando son penosas, lo dicen en su lengua y piden alivio. Mientras están despiertos no pueden casi permanecer en un estado de indiferencia; duermen o están afectados por el sentimiento de dolor o de placer.
Todas nuestras lenguas son obra del arte. Se ha buscado durante mucho tiempo si existía una lengua natural y común a todos los hombres; sin duda existe una, y es aquélla que los niños hablan antes de saber hablar Esta lengua no es articulada, pero sí acentuada, sonora e inteligible. El uso de las nuestras nos la ha hecho abandonar hasta el punto de que nos hemos olvidado enteramente de ella. Estudiemos a los niños y pronto la volveremos a aprender.
Las nodrizas son profesoras en esta lengua; ellas entienden lo que dicen sus hijos de leche, les responden y dialogan con ellos, tienen conversaciones muy bien seguidas por ambos, y aunque pronuncian palabras, son voces absolutamente inútiles, debido a que no es el significado de la palabra lo que ellos entienden, sino el acento que la acompaña.
Al lenguaje de la voz se une el de los gestos, el cual no es menos enérgico. Este gesto no está en las débiles manos de los niños, sino en su semblante. Asombra la expresión que ya tienen estas mal formadas fisonomías; de un instante a otro mudan su semblante con una rapidez increíble; vemos en ellos la sonrisa, el deseo, el susto, que nacen y desaparecen como relámpagos; a cada instante parece una cara distinta.
Tienen los músculos del rostro más movibles que los nuestros; en cambio, sus opacos ojos casi no expresan nada. Este debe ser el género de los signos corporales: en las muecas consiste la expresión de las sensaciones; la de los afectos reside en las miradas.
Como el primer estado del hombre es la miseria y la debilidad, sus primeras voces son el quejido y el llanto. El niño siente sus necesidades y no las puede satisfacer, y entonces implora el socorro ajeno por medio de gritos: si tiene hambre o sed, llora; si quiere dormir y no se le mueve, llora; si tiene mucho frío o mucho calor, llora; si desea moverse y se le tiene en reposo, llora.
Cuanto más su posición le incomoda, más frecuentemente pide que se le mude. No posee más que un lenguaje, porque sólo conoce una clase de incomodidad; en la imperfección de sus órganos, no distingue la diversidad de impresiones, y todos los males no son para él otra cosa que una sensación de dolor.
De estos llantos que pudieran creerse tan poco dignos de atención, nace la primera relación del hombre con todo cuanto le rodea; aquí se forja el primer anillo de esta larga cadena de que el orden social está formado.
Cuando el niño llora, tiene algún deseo que no puede satisfacer: se examina esta necesidad, se la encuentra, y entonces se le sacia. Cuando no es hallada o no se le puede remediar, los llantos continúan y nos importunan; halagamos al niño para que calle, le mecemos, le arrullamos para que se duerma; si no calla, nos enojamos, le amenazamos, y algunas nodrizas de mal genio a veces suelen pegarle. He ahí lecciones extrañas para su entrada en la vida.
No me olvidaré jamás de haber visto uno de estos incómodos llorones pegado por su nodriza; se calló al momento, y creí que se había asustado. Me dije para mí: será un alma servil que no obtendrá nada que no sea más que por el rigor. Me equivocaba; al desventurado le sofocaba la cólera, había perdido la respiración; le vi volverse amoratado. Un momento después vinieron los gritos agudos; todos los signos del resentimiento, la desesperación, el furor de esta edad estallaban en su acento. Yo creí que expiraría en esta agitación. Si hubiera dudado que el sentimiento de justicia y de injusticia fuera innato en el corazón del hombre, este ejemplo me habría convencido. Estoy seguro de que un ascua que hubiera caído casualmente sobre la mano del niño, la hubiera sentido menos que el pequeño golpe, pero dado con ánimo manifiesto de hacerle daño.
Esta disposición de los niños a enfadarse, al despecho, a la cólera, exige una gran atención. Boerhaave piensa que sus enfermedades son la mayor parte de la clase de las convulsivas, porque en el niño, siendo proporcionalmente más grande y más extenso que en los adultos su sistema nervioso, éste es más propenso a la irritación. Apartad de ellos con el mayor cuidado los domésticos que les provocan, les irritan y les impacientan; les son cien veces más peligrosos y funestos que las molestias del aire y de las estaciones. Mientras que los niños no hallen resistencia más que en las cosas y jamás en las voluntades, ellos no serán iracundos ni coléricos y conservarán mejor la salud. Ésta es una de las razones por la cual los niños de pueblo, más libres e independientes, están generalmente menos enfermos, son menos delicados, más robustos que los que pretenden educar mejor sujetándoles sin cesar; pero siempre hemos de pensar que existe mucha diferencia entre obedecerlos y el de quitarles sus gustos.
Los primeros llantos de los niños son ruegos; si no se les hace caso, se convierten pronto en órdenes; comienzan por hacerse asistir y terminan haciendo que los sirvan. Así, de su propia debilidad, de donde viene el sentimiento de su dependencia, nace en su origen la idea de imperio y dominio; mas esta idea, estando menos excitada por sus deseos que por nuestros servicios, comienza por hacer notar los efectos morales donde la causa inmediata no está en la naturaleza, y se ve ya el porqué desde esta primera edad, e importa aclarar la intención secreta que dicta el gesto o el grito.
Cuando el niño tiende la mano con esfuerzo sin decir nada, cree que alcanzará el objeto debido a que él aún no distingue las distancias; está en un error, pero cuando se queja y grita al alargar la mano, entonces no se engaña más sobre la distancia, y manda al objeto que se acerque a él, o a nosotros que se lo llevemos. En el primer caso, llevadle hacia al objeto lentamente y mediante pequeños pasos; en el segundo, no se le deben dar siquiera muestras de haberle entendido. Cuanto más grite, menos debe escuchársele. Importa acostumbrarle a su debido tiempo a no mandar a los hombres, ya que él no es su amo, ni a las cosas, pues tampoco le oyen.
Así, cuando un niño desea alguna cosa que ve y que uno quiere dársela, es mejor llevar el niño al objeto que traer el objeto al niño; saca de esta práctica una conclusión propia de su edad, y no hay otro medio de sugerírsela. El abate de Saint-Pierre llamaba niños grandes a los hombres, y recíprocamente podríamos llamar a los niños hombres chicos.
Estas proposiciones tienen su verdad como sentencias; como principios, ellas tienen necesidad de esclarecimiento. Pero cuando Hobbes llamaba al niño malo un niño robusto, expresaba una cosa absolutamente contradictoria. Toda perversidad procede de debilidad; el niño, si es malo, es porque es débil; por lo tanto, si se le da fuerza será bueno; el que lo pudiese todo nunca haría nada mal. Entre todos los atributos de la Divinidad Omnipotente, aquél sin el cual no podemos concebirla es el de la bondad. Todos los pueblos que han admitido dos principios, siempre han considerado el malo inferior al bueno; de otra forma habrían hecho una suposición absurda. Ved más adelante la Profesión de fe del Vicario saboyano.
La razón por sí sola nos enseña a conocer el bien y el mal. La conciencia que nos hace amar a uno y aborrecer a otro, aunque independiente de la razón, no se puede desenvolver sin ella. Antes de la edad en que se posee el uso de razón, obramos bien o mal ignorando si lo que hacemos es una cosa buena o mala; por consiguiente, no hay moralidad en nuestras acciones, aunque algunas veces la haya en la impresión que en nosotros hacen las acciones de otros relativas a nosotros. Un niño quiere descomponer todo lo que ve; rompe lo que puede coger; lo mismo agarra a un pájaro que una piedra, sin saber lo que hace.
¿Por qué esto? Al instante la filosofía nos dicta la razón; son los vicios naturales: el orgullo, el espíritu de dominación, el amor propio la perversidad del hombre; el sentimiento de su debilidad podrá incitar al niño a la ejecución de actos de fuerza, y de probar en sí mismo su propio poder. Mas contemplad ese viejo deforme y achacoso, conducido por el curso de la vida humana a la debilidad de su infancia: no solamente queda inmóvil y pasible, sino que también quiere que nada cambie a su alrededor; la menor mudanza le turba y desasosiega y son sus deseos los de una calma universal.
¿Cómo una misma impotencia unida a las mismas pasiones produce efectos tan diferentes en las dos edades, si la causa primitiva no ha cambiado? ¿Y dónde podemos buscar esta diversidad de causas, si no está en la edad física de los dos individuos? El principio activo común a ambos se desenvuelve en el uno y se extingue en el otro; el uno se forma y el otro se destruye; el uno tiende a la vida y el otro a la muerte.
La actividad falleciente se concentra en el corazón del anciano; en el del niño es superabundante y se extiende al exterior; se siente, por así decirlo, sobrado de vida para animar todo cuanto tiene a su alrededor. Que haga o deshaga, no tiene importancia; es suficiente que cambie el estado de las cosas, ya que todo cambio es una acción. Si parece que tiene más inclinación a destruir, no es por malicia, sino debido a que la acción es siempre lenta, y que aquello que destruye, siendo más rápido, se aviene mejor a su vivacidad.
Al mismo tiempo que el Autor de la naturaleza da a los niños este principio activo, cuida de que sea poco perjudicial, dejándoles poca fuerza para que se abandonen. Pero en cuanto pueden mirar a las personas que tienen cerca como instrumentos a quienes poner en acción, se sirven de ellas para seguir sus inclinaciones y suplir su propia flaqueza. De este modo se vuelven incómodos, tiranos e imperiosos, perversos e indómitos; progresos que no proceden de un natural espíritu de dominación, sino que se les infunden, pues poca experiencia hace falta para conocer cuán agradable es obrar por impulso de otro.
Con la edad se adquieren fuerzas, y se hace uno menos inquieto, menos impulsivo, y se ponen, por decirlo así, en equilibrio el cuerpo y el alma, y la naturaleza sólo nos pide el movimiento necesario para nuestra conservación. Pero no se extingue el deseo de mandar con la necesidad que le dio origen; el amor propio le excita, y le halaga el imperio que el hábito fortalece; de este modo, el capricho sucede a la necesidad, y empiezan a echar raíces los prejuicios de la opinión.
Una vez conocido el principio, vemos con claridad el punto en que se abandona la senda de la naturaleza; sepamos lo que se debe hacer para no salir de ella.
Lejos de tener los niños fuerzas sobrantes, ni siquiera tienen las necesarias para todo lo que les pide la naturaleza; por consiguiente, hay que dejarles el uso de todas cuantas les dé y de las que no pueden abusar. Primera máxima.
Es indispensable prestarles nuestra ayuda y suplir lo que les falta, sea inteligencia, sea fuerza, en todo lo que se refiera a necesidad física. Segunda máxima.
En la ayuda que se les preste, es necesario limitarse únicamente a la utilidad real, sin conceder nada al capricho o al deseo infundado, pues los antojos no los atormentarán cuando no se les hayan dejado adquirir, siempre que no sean de carácter natural. Tercera máxima.
Debemos estudiar con atención su lengua y sus signos, pues como en esta edad no saben disimular, distinguiremos en sus deseos lo que se debe a la naturaleza y lo que se debe a la opinión. Cuarta máxima.
Él espíritu de estas reglas es conceder a los niños más verdadera libertad y menos imperio, permitirles que actúen más por su cuenta y exijan menos de los demás. Acostumbrados desde muy pequeños a regular sus deseos con sus fuerzas, poco sentirán la privación de lo que no está en su mano conseguir.
Otra nueva e importantísima razón es dejar los cuerpos y los miembros de los niños enteramente libres, con la única precaución de preservarlos del riesgo de que se caigan y apartar de su alcance todo lo que pueda herirles.
No hay duda alguna de que una criatura con los brazos y el cuerpo sueltos llorará menos que otra que esté envuelta con pañales. Al no sentir otras necesidades que las de orden físico, sólo llorará cuando sufra, y esto es útil, ya que se sabe de un modo exacto y fijo cuándo tiene necesidad de que se le ayude, y no debe dilatarse un instante el hacerlo, si es posible.
Pero si no podéis aliviarle, estaos quietos, sin mimarle para que calle, puesto que vuestros cariños tampoco le pueden remediar el dolor que sufre, pero él se acordará de lo que debe hacer para que le acaricien, y si logra una sola vez someteros a su voluntad, ya es vuestro dueño y todo se ha perdido.
Menos contrariados en sus movimientos, también llorarán menos los niños; menos importunados con sus llantos nos afanaremos menos en hacer que callen; con menos frecuencia amenazados o mimados, no serán tan medrosos ni tan tercos y permanecerán más a gusto en su estado natural. No tanto se irritan los niños porque se les deje llorar cuanto por el ansia de hacerlos callar; la prueba es que los niños más abandonados están menos expuestos a desesperarse que los otros. Muy lejos estoy de pretender que se descuiden; al contrario, es conveniente prever sus necesidades y no dejar que sus gritos nos las adviertan, mas tampoco quiero que los cuidados que se tomen con ellos sean mal entendidos. ¿Por qué han de dejar de llorar si ven que con su llanto logran tantas cosas? Conocedores del aprecio en que se tiene su silencio, se guarden ellos muy bien de malgastarlo. Finalmente le dan tanto valor que no es posible pagárselo, y es entonces cuando lloran sin resultado, se esfuerzan, se desesperan y se ahogan de tanto gritar.
Los sollozos de un niño que no está sujeto ni enfermo y a quien no le falta nada, no son otra cosa que llantos producidos por el hábito y por la obstinación; no son por efecto de la naturaleza, sino a causa de la nodriza, la cual, por no saber aguantar sus molestias, las multiplica, sin pensar que haciéndole callar hoy, le excita a que con mayor intensidad lo repita mañana.
El único medio para curar o prevenir esta costumbre, es el de no dar ninguna importancia a su llanto. Nadie quiere realizar un trabajo inútilmente, ni aun las criaturas, que solamente son tozudos en sus experimentos, pero si nuestra constancia supera a su terquedad, les viene el cansancio y no los repiten. De este modo se les ahorrarían muchas lágrimas y se acostumbrarían a no verterlas más que cuando el dolor fuere la causa.
De otra forma, cuando sólo lloran por capricho o por tozudez uno de los mejores medios es distraer al niño mostrándole algún objeto que le llame la atención y sea de su agrado, y así olvidan o se desvían de su tendencia a llorar. En estos quehaceres son expertas la mayor parte de las nodrizas, y cuando son usados a su debido tiempo, resultan de gran utilidad, pero es muy importante que el niño no se dé cuenta de que lo que se le muestra no es con la intención de distraerle, y que se divierta ignorando que se esté pensando en él; y, en este segundo aspecto, la habilidad de las nodrizas es muy mediocre.
El destete de los niños se verifica, a veces, prematuramente. La época oportuna del destete puede ser la de la salida de los dientes, lo que comúnmente es lento y doloroso. Entonces, de un modo instintivo, el niño se mete en la toca todo lo que coge. Se piensa facilitar la operación dándole para chupar algún cuerpo duro, como el marfil o un diente de lobo. Lo creo una equivocación. Los cuerpos duros, aplicados a las encías, en lugar de reblandecerlas, las endurecen y son el origen de un proceso más doloroso y difícil. Es preciso tomar siempre el ejemplo del instinto. Se puede observar que los perritos no ejercitan sus dientes en pedernales, hierro o huesos, sino en madera, en cuero, en trapos, en materias blandas y en otras cosas donde el diente deja su huella.
No se sabe ser simple en nada, ni aun en lo referente a los niños. Cascabeles de oro y plata, corales, cristales de diferentes aspectos, juguetes de todo valor y de todas clases… ¡Cuántos adornos inútiles y perniciosos! Nada de eso. Fuera los cascabeles, fuera los juguetes; ramas de árbol con sus hojas y frutos, una cabeza de adormidera en la que se oigan sonar los granos, un trozo de regaliz que el niño pueda chupar y mascar le divertirán tanto como todos esos objetos magníficos, y no tendrán el inconveniente de acostumbrarle al lujo desde su nacimiento.
Se sabe que la papilla no es un alimento muy sano. La leche cocida y la harina cruda dan origen a la acumulación de alimentos mal digeridos en el estómago, y por lo tanto no resultan convenientes para la digestión. La harina está menos cocida en la papilla que en el pan, y, además, no ha fermentado. Si se pretende dar al niño este alimento de forma absoluta, es conveniente tostar antes la harina. En mi tierra hacen de esta forma una sopa muy sana y agradable, pero la nata de arroz y la sopa de pan son, a mi parecer, mucho mejores. El caldo de carne y la sopa también son alimentos de escaso valor y debe procurarse que su uso sea lo menos frecuente posible. Es conveniente que cuanto antes se acostumbren los niños a mascar, puesto que es el verdadero modo de facilitar la dentición, y al comenzar a tragar, los jugos salivales, mezclados con los alimentos, facilitan la digestión.
Soy de la opinión que masquen primero frutas secas, con cáscara, y en vez de juguetes les daría mendrugos delgados y largos, o bizcochos semejantes al pan de Piémont. Después de reblandecerlo en la boca comenzarían a tragar un poco, les nacerían los dientes de un modo insensible, y se hallarían destetados sin darse cuenta. Generalmente los hijos de los labradores poseen un estómago robusto y no se les desteta de otro modo.
Los niños oyen hablar desde que nacen, y no solamente se les habla antes de que entiendan lo que se les dice, sino antes de que puedan repetir las palabras que oyen. Su órgano, aún sin cultivar, se adapta lentamente a la imitación de los sonidos que oyen, y no se poseen pruebas de que tales sonidos realicen en su oído impresiones distintas a las producidas en el nuestro.
No creo que sea un error que la nodriza divierta al niño con canciones y cuentos alegres y variados, pero desapruebo que continuamente se le atolondre con una multitud de palabras inútiles, de las cuales sólo entiende su tono. Las articulaciones primeras que lleguen al oído del niño serán pocas, fáciles y distintas, repetidas frecuentemente, y las que tengan una significación sensible, si es posible, mostrarán al niño el objeto en el mismo momento de ser pronunciadas. La desventurada facilidad que poseemos de contentarnos con palabras que no entendemos empieza antes de lo que se cree, y el estudiante en el aula escucha el verbo de su profesor como el niño la charla de su nodriza. Soy del parecer de que sería muy útil instrucción educarle de tal modo que no comprendiese una palabra.
Si uno quiere tratar de la formación de los idiomas, y de los primeros razonamientos de los niños, las reflexiones se agrupan de una forma atropellada. Sea del modo que sea, aprenderán siempre a hablar del mismo modo, y todas las especulaciones filosóficas, resultan completamente inútiles.
Para comenzar, poseen una especie de gramática adecuada a su edad, cuya sintaxis está ajustada a reglas más generales que las nuestras, y si la examináramos con atención, quedaríamos asombrados de la exactitud con que siguen ciertas analogías, si se quiere con grandes defectos, pero muy regulares, y si no son admitidas es a causa de su mal sonido o porque la rechaza el uso. En cierta ocasión oí a un padre que reñía a su hijo de una forma muy áspera, porque decía: «no caberemos en la sala». Se ve claramente que el chico seguía mejor la analogía que nuestras gramáticas, porque si decimos «cabemos», ¿por qué no se ha de decir «caberemos»? Constituye una pedantería insoportable y un trabajo inútil el ocuparse en hacer enmiendas a los niños en lo referente a todas estas faltas contrarias al uso, puesto que ellos mismos se enmiendan con el tiempo. En su presencia procuremos siempre hablar con pureza, procuremos que se halle más a gusto con nosotros que con los demás, y estemos seguros de que de un modo insensible nuestro lenguaje será el modelo del suyo, sin necesidad de ninguna corrección.
Pero es una exageración, de mayor importancia y nada fácil de precaver, el darse sobrada prisa en hacer que hable, como si temiéramos que no supiesen hablar por sí solos jamás. Tan imprudente precipitación causa un efecto completamente opuesto al que uno se propone. Los niños hablan más tarde y con más confusión. El cuidado que uno pone en todo cuanto hablan los libra o dispensa de su mala articulación, y como apenas abren la boca, muchos siguen toda su vida con una pronunciación defectuosa y un hablar confuso que les hace poco menos que ininteligibles. He convivido mucho tiempo con gentes de pueblo y jamás he oído tartamudear a ninguno, ni hombres, ni mujeres ni niños. ¿Cuál es la causa? ¿Es que sus órganos están construidos de otra forma que los nuestros? No, pero están mejor acostumbrados. En la terraza de enfrente de mi ventana juegan los muchachos del pueblo. Aunque quedan un poco lejos, llegan hasta mí sus voces con bastante perfección, y reúno a veces excelentes anotaciones que me sirven como ejemplo para este libro. Frecuentemente se engaña mi oído en cuanto a sus años; escucho charlas de muchachos que deben tener diez años, pero observo con más detención y veo la estatura y la fisonomía de niños de tres o cuatro. No he sido yo el único que ha realizado esta experiencia; los de la ciudad que me hacen visitas y a quienes consulto, caen también en idéntico fallo.
El motivo de esto es que los muchachos de las grandes urbes, hasta los cinco o seis años, criados en casa y al amparo del ama, no necesitan más que mascullar entre dientes para que les comprendan. En cuanto mueven los labios, los observan con detenimiento, les dictan palabras que repiten muy defectuosamente y esforzándose, y las personas que les rodean, adivinan mejor lo que han querido decir que lo que han dicho.
En el campo sucede de distinta forma. Una campesina no se está siempre al lado de su hijo, y éste se ve necesitado a decir con mucha claridad y en voz alta lo que necesita que comprendan. En los campos desparramados, los niños alejados de los padres y de los demás muchachos de su misma edad, se ejercitan en realizar pruebas de forma que les entiendan a mucha distancia, y a medir el timbre de su voz por la distancia que los separa de aquellos que desean que los oigan. De esta forma aprende a pronunciar con acierto, y no tartamudeando algunas sílabas al oído de una nodriza atenta. Así, cuando les pregunta algo el hijo de un pueblerino, puede que la vergüenza les impida contestar, pero lo que manifieste lo hará con claridad, mientras que al niño de la ciudad el ama tiene que servirle de intérprete, pues sin esta ayuda no se le entenderá nada de lo que masculla.
Mientras el niño va creciendo este defecto debe corregirse en los colegios, y hablará con más claridad que los que se han criado en casa de sus padres. Pero lo que les impide que tengan una pronunciación tan clara como la de los lugareños es la necesidad de aprender de memoria muchas cosas y declamar en voz alta lo que han aprendido, porque cuando estudian se habitúan a pronunciar mal y negligentemente. Cuando recitan lo hacen aún peor; se ven obligados a buscar las palabras con esfuerzo, prolongan y arrastran las sílabas, y es posible que cuando la memoria vacila se dificulte igualmente la lengua. De esta forma se contraen, se conservan los vicios de pronunciación. Más adelante observaremos que Emilio no los contraerá, o no los deberá a esas causas.
Estoy de acuerdo en que los lugareños incurren en la exageración de que casi siempre elevan la voz más de lo que es conveniente, que pronuncian ásperamente, que poseen articulaciones rudas y violentas, que realizan una mala elección de términos, etc.
Sin embargo, primeramente me parece esta exageración mucho menos viciosa que la otra, porque como la primera ley del que habla es conseguir que le comprendan, no ser entendido es la mayor equivocación que pueda cometer. Enorgullecerse de no tener acento es enorgullecerse de quitar al lenguaje la gracia y la energía. El acento es el espíritu del juicio, el que le da respiración y vida. Las palabras mienten más que el acento, y es por eso por lo que le temen las personas que pretenden ser bien educadas. Del estilo de decirlo todo en un mismo tono ha nacido el de burlarse de otro, sin que lo sepa el burlado. El acento desterrado ha sido sustituido por formas de pronunciar ridículas, afectadas, subordinadas a la moda, como se observa en los jóvenes de la corte de una manera especial.
Esta afectación en el modo de hablar y en las maneras es la causa de que generalmente resulte tan desagradable para los de otras naciones al entrevistarse con un francés. En lugar de acento en el hablar, emplea un tonillo especial, y no hay manera de que nadie se incline a su favor.
Estos ligeros defectos de acento, que tanto temor se tiene de que los adquieran los niños, no tienen significación alguna; son corregidos con la mayor facilidad, pero si se les permite una forma confusa de hablar, indecisa o tímida, ya nunca se enmiendan.
El hombre que aprendiese a hablar sin salir de los tocadores de las señoras, será mal comprendido al frente de un batallón, y poca autoridad tendrá delante de un pueblo amotinado. Primero haced que los niños aprendan a hablar con los hombres, y cuando sea necesario sabrán hablar con las mujeres.
Habiendo sido criados en el campo vuestros hijos con toda la rusticidad, habrán adquirido una voz de más sonoridad, no adquirirán el tartamudeo de los niños de la ciudad, ni tampoco contraerán los vicios de tono y de expresión del lugar, ya que haciendo desde su nacimiento vida común niño y maestro, y de una manera más exclusiva de día en día, con la corrección de su idioma tomará su precaución o borrará la impresión del de los labradores. Emilio hablará su lengua tan correctamente como yo, pero con mayor claridad y muy mejorada articulación.
Si el niño quiere hablar, únicamente debe escuchar las palabras que sea capaz de entender y no debe pronunciar otras que las que pueda articular. Los esfuerzos realizados para alcanzar su logro le excitan a repetir la misma sílaba, a fin de ejercitarse a pronunciarla con mayor claridad.
No debemos afanarnos mucho en adivinar lo que quiere decir cuando empieza a balbucear; el que pretenda que siempre sea escuchado, es una especie de imperio, y el niño no debe ejercer ninguno; es suficiente darle lo que necesite lo antes posible, y a él le toca hacerse entender para pedir lo que sea. Tampoco podemos exigirle que hable, puesto que sin que se lo exijan ya sabrá hacerlo cuando conozca su utilidad por sí mismo.
Es notorio en los que empiezan a hablar muy tarde que jamás lo realizan con igual claridad que los demás, pero no se les ha quedado entorpecido el órgano de la fonación a causa de haber empezado tarde a hablar, sino que, por el contrario, empiezan tarde debido a que nacieron con el órgano torpe. Y sin eso, ¿por qué habían de hablar más tarde que los demás?
¿Poseen quizá menos ocasiones o les excitan menos a ello? Muy al contrario; el desasosiego que ocasiona esta tardanza en cuanto la observan es motivo de que se afanen mucho más por hacerles medio pronunciar, que a los que antes han articulado, y este mal entendido afán puede ser la causa de que adquieran un hablar confuso, cuando con menos precipitación hubieran podido mejorarlo.
Los niños a quienes se les fuerza a que hablen lo más pronto posible no tienen tiempo de aprender a pronunciar bien ni de concebir con exactitud lo que les hacen decir, más si se les deja, hacen primero ejercicios pronunciando las sílabas más fáciles y juntando con ellas poco a poco algunas significaciones, que por su mímica comprendemos, y antes de recibir nuestras palabras nos ofrecen las suyas, lo que hace que no las reciban sin que antes las comprendan. Como nadie les acosa para que las utilicen, comienzan observando bien la significación que les damos, y cuando están seguros de ellas, las admiten.
El mayor daño de la precipitación es obligar a hablar a los niños; no es que las primeras conversaciones que con ellos tengamos y las palabras primeras que digan no tengan para ellos ningún significado, sino que poseen otro distinto para nosotros, sin que lo conozcamos; de forma que cuando al parecer nos responden con mucha exactitud, hablan sin entendernos y sin que les entendamos nosotros. Por lo que algunas veces nos cansan sus razones, porque les atribuimos ideas que no poseen. Esta falta de atención nuestra al verdadero significado que para los niños tienen las voces de que se sirven, es a mi parecer la causa de sus primeros errores, errores que aun después de corregidos, influyen en su inteligencia toda la vida. Más de una vez hallaré múltiples motivos para aclarar esto con ejemplos.
En cuanto sea posible, debe reducirse el vocabulario del niño. Es un gran inconveniente que tenga más voces que ideas y sepa decir más cosas que las que puede pensar. Creo que una de las razones porque los aldeanos tienen más exacto el entendimiento que los vecinos de las ciudades, consiste en la limitación de su diccionario. Tienen pocas ideas, pero las expresan acertadamente.
Los primeros desarrollos de la infancia se producen paralelamente; en el mismo tiempo casi el niño aprende a hablar, a comer, a andar. Ésta es propiamente la primera época de la vida. Antes, no es más de lo que era en el vientre de su madre; carece de ideas y de afectos, difícilmente le llega ninguna sensación, ni siquiera tiene conciencia de su propia vida.
Viviret est vitae nescius ipse suae.
«Él vive, pero aún no tiene conciencia de su vida».
(Ovidio, Tristes, Lib. I.)
Libro Segundo
Éste es el segundo plazo de la vida, y en el que propiamente termina la infancia, pues las voces infans y puer no son sinónimas. La primera está comprendida en la otra y significa «que no puede hablar», de donde viene que en Valerio Máximo se encuentre puerum infantem. Pero yo continúo sirviéndome de esta palabra según el uso de nuestra lengua, hasta la edad en que adopta otros nombres.
Cuando los niños comienzan a hablar, lloran menos. Este progreso es natural: un lenguaje es substituido por el otro. Cuando pueden expresar que sufren por medio de palabras, ¿por qué lo harán sirviéndose de los gritos? Si entonces siguen llorando, se debe a la gente que les rodea. En cuanto Emilio diga «tengo daño» será porque siente agudos dolores que le hacen llorar.
Si el niño es delicado y sensible hasta llorar por nada, al darse cuenta de que⁻ sus gritos son inútiles y no producen efecto, pronto agota sus lágrimas. Mientras llore, yo no me acerco a él, y cuando calla acudo a su lado. Pronto su manera de llamarme será la de callarse, o a lo más dará un solo grito. Esto es debido a que los niños juzgan su significación por el resultado sensible, única forma para hacerse entender, y cuando está solo, aunque el niño se haga algún daño, es muy raro que llore, a no ser que tenga esperanzas de que le oigan.
Si cae, si se hace un chichón, si le sale sangre por la nariz, si se da un golpe en los dedos, en lugar de acudir alarmado, me quedaré tranquilo, siquiera durante un rato. El mal ya está hecho y es preciso que lo soporte y se habitúe; mi precipitación sólo serviría para asustarle más y para aumentar su sensibilidad. En el fondo, le atormenta más el temor que el golpe cuando se ha lastimado. Esta inquietud yo se la evitaré, puesto que dará importancia al mal según vea la que yo le doy; si me ve inquieto, que le consuelo y le compadezco, pensará que la cosa es grave, pero si me ve tranquilo, recobrará el sosiego y se creerá sano tan pronto como le desaparezca el dolor. Las primeras lecciones de valor se inician en esta edad, y padeciendo sin asustarse dolores leves, se aprende gradualmente a soportar los mayores.
En vez de estar atento a que Emilio no se haga daño, me disgustaría mucho que nunca se lo hiciera y creciese sin experimentar el dolor. Sufrir es lo primero que debe aprender, y lo que tendrá más necesidad de saber. Parece que los niños, por ser pequeños y débiles, no puedan aprender estas importantes lecciones sin sufrir daño. Si el niño cae al suelo, no se romperá una pierna; si se golpea con un bastón, no se romperá un brazo; si coge un hierro afilado, no apretará mucho, y no será honda la herida. No sé que nunca un niño al que se ha dejado en libertad se haya muerto ni se haya hecho un daño de consideración, a no ser que indiscretamente se le haya puesto en un sitio alto o dejado solo cerca del fuego, o que tenga en su poder instrumentos peligrosos. ¿Qué decir de esos juguetes peligrosos con que se quiere que se distraigan los niños, para que cuando sean mayores e inexpertos, se crean muertos al pincharse con un alfiler, o se desvanezcan al ver una gota de sangre?
Esa manía pedantesca de enseñar siempre a los niños lo que por sí mismos aprenderían mucho mejor, y olvidarnos de lo que sólo nosotros les podemos enseñar. ¿Hay nada más ridículo que tomarse la molestia de enseñarles a andar, como si se hubiera visto alguno que, por la negligencia de su nodriza, no supiera andar siendo mayor? ¡Cuántas personas, por el contrario, se ve que andan mal durante su vida precisamente porque no se les enseñó a caminar bien!
Emilio no tendrá ni burletes, ni canasta con ruedas, ni carretilla, ni andadores; desde que comenzara a poner un pie delante del otro, no se le tendrá más que en los sitios enlosados, y se hará que los cruce de prisa. En lugar de dejarle en el aire viciado de una habitación, se le lleva diariamente a un prado, y que corra, que se tienda en el suelo, que caiga cien veces al día, así aprenderá antes a levantarse solo. El bienestar de la libertad compensa el daño de los golpes recibidos. Mi alumno sufrirá con frecuencia contusiones; en compensación, siempre estará alegre. Si los vuestros sufren menos golpes, en cambio están siempre contrariados, siempre encadenados y siempre tristes. Yo dudo que el provecho sea de su parte.
Otra evolución hace que a los niños les sea menos necesario el quejarse: es la del aumento de sus fuerzas. Poseyendo más poder para realizar las cosas por sí mismos, tienen con menor frecuencia necesidad de recurrir a los demás. Con su fuerza se desenvuelve el conocimiento que los hace capaces de dirigirla. Es en esta segunda evolución cuando empieza propiamente la vida del individuo; es entonces cuando él toma conciencia de sí mismo. La memoria extiende el sentimiento de la identidad sobre todos los momentos de su existencia; se vuelve verdaderamente uno, él mismo, y por consiguiente capaz de felicidad o de desgracia. Importa, pues, comenzar a considerarle aquí como un ser moral.
Aunque se asigne de un modo aproximado el más largo fin de la vida humana y las probabilidades que se tienen de aproximarse a este término, nada es más incierto que la duración de la vida en particular, y son muy pocos los que llegan al término supuesto. Los mayores peligros de la vida están en sus principios, y quien menos ha vivido, menos esperanza de vivir puede tener. De los niños que nacen, todo lo más la mitad llegan a la adolescencia, y quizá vuestro alumno no llegue a la edad del hombre.
¿Qué habrá que pensar, pues, de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a un porvenir incierto, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo tortura preparándole para una lejana época una ignota felicidad, la cual tal vez no disfrutará jamás?
Aunque yo supusiera esta educación razonable en su objeto, ¿cómo ver sin indignación a unos pobres desventurados sometidos a un yugo insoportable y condenados a trabajos continuos como galeotes, sin estar seguros de obtener ningún fruto de tantos sufrimientos? La edad de la alegría se pasa entre llantos, castigos, amenazas y esclavitud. Por su bien, se atormenta al desventurado, y no se dan cuenta que es a la muerte a quien llaman, y que le llegará en mitad de este triste aparato. ¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante sabiduría de un padre o de un maestro? Felices son en escapar así de su crueldad, ya que el único fruto que obtienen de tanta crueldad de la que han sido víctimas es morir sin lamentar una vida de la que únicamente han conocido los tormentos.
Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber; sedlo en todos los estados, en todas las edades y por todo lo que no le es extraño al hombre. ¿Qué sabiduría tendréis fuera de la humanidad? Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto. ¿Quién de vosotros no ha sentido deseos alguna vez de retornar a la edad en que la risa no falta de los labios y en la cual el alma siempre está serena? ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros? Padres, ¿sabéis tal vez en qué instante la muerte espera a vuestros hijos? No motivéis nuevos llantos privándoles de los escasos momentos que la naturaleza les ofrece; tan pronto como puedan gozar del placer de la existencia, haced que disfruten de él, y que cuando llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber disfrutado de la vida.
¡Cuántas voces se van a levantar contra mí! ¡Oigo de lejos los clamores de esa falsa sabiduría que nos echa incesantemente fuera de nosotros, que desprecia siempre el tiempo presente, y, persiguiendo sin descanso un porvenir que huye a medida que nos adelantamos, y que a fuerza de querer trasladarnos adonde no estamos, nos transporta hacia donde no estaremos jamás!
Éste es el tiempo, me contestaréis, de corregir las malas inclinaciones del hombre; en la edad de la infancia, en que las penas son menos sensibles, las cuales hace falta multiplicarlas con el fin de eludirlas en la edad de la razón. ¿Pero, quién os ha dicho que todo este arreglo está a vuestra disposición, y que todas esas bellas instrucciones con que agobiáis el débil entendimiento de un niño no le hayan de ser un día más perniciosas que útiles? ¿Quién os asegura que le evitáis algo con las penas que ahora le prodigáis? ¿Por qué le proporcionáis un mayor número de males que el que puede soportar su estado, sin tener la certeza de que los males presentes le servirán de alivio para los futuros? ¿Y cómo me probaréis que estas malas inclinaciones de las cuales queréis curarle no le vienen más de vuestros deseos mal entendidos que de la naturaleza? Infeliz previsión, que hace un ser actualmente miserable, sobre la bien o mal fundada esperanza de hacerle un día feliz. Y si estos razonadores vulgares confunden la licencia con la libertad, que aprendan a distinguirlos.
Con el fin de no correr detrás de quimeras, no nos olvidemos tampoco de lo que conviene a nuestra condición. La humanidad tiene su puesto en el orden de las cosas; la infancia posee también el suyo en el orden de la vida humana; es indispensable considerar al hombre en el hombre, y al niño en el niño. Debemos asignar a cada uno su lugar y fijarle en el mismo, ordenar las pasiones humanas según la constitución del hombre, y es todo esto lo que nosotros podemos hacer para su bienestar. Lo restante depende de causas extrañas que no están en nuestro poder.
No sabemos lo que es la dicha o desdicha absoluta. Todo está mezclado en esta vida; uno no se complace con ningún sentimiento puro, ni permanecemos dos momentos en el mismo estado. Las inclinaciones de nuestras almas, como las modificaciones de nuestro cuerpo, están en un flujo continuo. El bien y el mal son comunes a todos, aunque en medidas diferentes. El más feliz es el que menos penas padece, y el más miserable es el que menos placeres disfruta. Siempre se poseen más sufrimientos que goces: he ahí la diferencia que es común a todos. La felicidad del hombre en este mundo no es otra cosa que un estado negativo; se la debe medir por la menor cantidad de males que se sufren.
Todo sentimiento de dolor es inseparable del deseo de librarse del mismo; toda idea de placer va unida al deseo de disfrutarlo; todo deseo supone privación, y todas las privaciones que sentimos son penosas; nuestra miseria consiste, pues, en la desproporción entre nuestros deseos y la de nuestras facultades. Un ser sensible en el cual las facultades fuesen iguales a los deseos sería un ser absolutamente feliz.
¿En qué consiste, pues, la sabiduría o la ruta de la verdadera felicidad? Precisamente no está en disminuir nuestros deseos, ya que si estuvieran por debajo de nuestro poder, una parte de nuestras facultades quedaría ociosa, y nosotros no gozaríamos de todo nuestro ser. Esto no consiste en otra cosa que extender nuestras facultades, pues si nuestros deseos se extendieran al mismo tiempo en mayor cantidad, seríamos más infelices. Pero esto es disminuir el exceso de los deseos sobre las facultades y poner en perfecta igualdad el poder y la voluntad. Solamente entonces es cuando todas las fuerzas están en actividad; el ánimo, sin embargo, permanecerá tranquilo, y el hombre disfrutará de un justo equilibrio.
Es así como la naturaleza a primera vista lo ha constituido, ya que ella lo ha hecho todo de la mejor manera. No le da inmediatamente más que los deseos necesarios a su conservación y las facultades suficientes para satisfacerlas. Ha puesto todas las otras en el fondo de su alma como de reserva para desenvolverse a medida que las necesite. Es en este estado primitivo cuando el equilibrio del poder y del deseo se encuentran y cuando el hombre deja de ser desgraciado. Tan pronto como sus facultades virtuales se ponen en acción, la imaginación, la más activa de todas, se despierta y las adelanta. Es la imaginación lo que extiende por nosotros la medida de las cosas posibles, tanto si es en bien como en mal, y por consiguiente excita y nutre los deseos con la esperanza de satisfacerlos. Mas el objeto que parecía a primera vista estar al alcance de la mano huye tan velozmente que no se le puede perseguir; cuando uno cree alcanzarlo, se transforma y se presenta a mucha distancia de nosotros. No viendo más el terreno ya recorrido, no lo contamos por nada; el que nos falta recorrer se nos ha aumentado y se extiende sin cesar. Así uno se rinde sin llegar a su término, y cuanto más nos acercamos hacia el goce, más la desgracia se aleja de nosotros. Por el contrario, cuanto más el hombre está cerca de su condición natural, más pequeña es la diferencia entre sus facultades y la de sus deseos, y por consiguiente está menos lejos de ser un hombre feliz. Jamás es menos miserable que cuando parece desprovisto de todo, pues la miseria no consiste en la privación de las cosas, sino en el deseo o necesidad que uno siente de ellas.
El mundo real tiene sus límites y el imaginario es infinito; no pudiendo ensanchar el uno, estrechamos el otro, ya que sólo de su diferencia nacen todas las penas que nos hacen verdaderamente desgraciados. Separad la fuerza, la salud, y el buen testimonio de sí propio; todos los demás bienes de esta vida consisten en la opinión; si hacéis caso omiso de los dolores del cuerpo y de los remordimientos de conciencia, todos nuestros males son imaginarios. Este principio es común, se dirá; de acuerdo, pero su aplicación práctica no es ninguna cosa común, y aquí únicamente se trata de la práctica.
Cuando se dice que el hombre es débil, ¿qué es lo que se pretende decir? La palabra debilidad indica una condición, una cualidad del ser al cual se aplica. Está donde la fuerza rebasa las necesidades; sea un insecto, o un gusano, es un ser fuerte, pero aquél en el cual las necesidades exceden a la fuerza, sea un elefante o un león, un conquistador o un héroe, y aunque sea un dios, éste es un ser débil. El ángel rebelde que desconoció su naturaleza era más débil que el venturoso mortal que vive en paz según la suya. El hombre es muy fuerte cuando está contento de ser lo que es, y es muy débil cuando quiere encumbrarse por encima de la humanidad. No penséis, pues, que dando más extensión a vuestras facultades queden dilatadas vuestras fuerzas; por el contrario, disminuyen si vuestro orgullo toma mayor extensión que ellas. Midamos el radio de nuestra esfera, y quedémonos en el centro, como hace el insecto en medio de su tela; nos bastaremos siempre para nosotros mismos y no tendremos que lamentar nuestra flaqueza, ya que no la sentiremos jamás.
Todos los animales tienen exactamente las facultades necesarias para conservarse. Solamente el hombre las tiene superfluas. ¿No es bien extraño que esta superfluidad sea el instrumento de su miseria? En todos los países, los brazos de un hombre tienen más valor que el de su subsistencia. Si tuviera el suficiente juicio para despreciar este sobrante, siempre tendría lo necesario, porque nunca le sobraría nada. «Las grandes necesidades, dice Favorin, tienen su origen en los grandes bienes, y con frecuencia el mejor medio de adquirir las cosas que nos hacen falta consiste en privarnos de las que poseemos». Es a fuerza de trabajar para aumentar nuestra felicidad como la convertimos en miseria. Todo hombre que no deseara más que vivir, sería feliz; por consiguiente, sería bueno, porque, ¿qué utilidad sacaría de ser malo?
Si nosotros fuésemos inmortales, seríamos los seres más miserables. Es duro morir, sin duda, mas es muy dulce saber que no viviremos siempre, y que las penalidades de esta vida han de terminar en otra mejor. Si nos ofrecieran la inmortalidad sobre la tierra, ¿quién es el que quisiera aceptar esta triste ofrenda? ¿Qué remedio, qué esperanza, qué consuelo nos quedaría contra los rigores de la suerte y contra las injusticias de los hombres? El ignorante, quien no prevé nada, aprecia poco el valor de la vida, y le asusta poco el perderla; el hombre ilustrado ve otros bienes que tienen mayor valor y los prefiere a la vida. Los hay de mediana ciencia y una falsa sabiduría, quienes, prolongando sus miras hasta la muerte, y no más allá, la ven como el peor de los males. La necesidad de morir no es para el hombre sabio otra cosa que una razón para soportar las penas de la vida. Si no estuviéramos seguros de perderla un día, nos costaría mucho conservarla.
Todos nuestros males morales están en la opinión, excepto uno sólo, que es el delito, y éste depende de nosotros; nuestros males físicos o se destruyen o nos destruyen; nuestros remedios son el tiempo o la muerte, pero padecemos tanto más cuanto menos sabemos padecer, y tenemos más prisa por curar nuestras dolencias que el que precisaríamos para tolerarlas. Vive según la naturaleza, sé sufrido y despide a los médicos; no evitarás la muerte, cero no la sentirás más que una vez, en tanto que ellos la llevan cada día a tu turbada imaginación, y su arte engañador, en vez de prolongar tus días, te priva de su goce. Preguntaré siempre cuál es el verdadero bien que ha hecho este arte a los hombres. Algunos de los que han curado hubieran muerto, es verdad, pero quedarían con vida los millones que matan. Hombre sensato, no juegues, pues, en esta lotería, la mayor parte de las probabilidades están contra ti. Sufre, muérete o cúrate, pero sobre todo vive hasta tu última hora.
No hay más que locura y contradicción en las instituciones humanas. Nos inquietamos más por nuestra vida a medida que el valor de la misma disminuye. Los viejos la temen más que los jóvenes; ellos no quieren perderla después que han hecho todo lo posible para gozarla; a los sesenta años es bien cruel morir antes de haber empezado a vivir. Se cree que el hombre tiene un vivo amor a su conservación, y esto es verdad, pero no se da cuenta de que este amor, tal como nosotros lo sentimos, es en gran parte la obra de los hombres.
Naturalmente, el hombre siente el afán de conservarse mientras tiene los medios necesarios en su poder, mas así que estos medios le faltan, se tranquiliza y muere sin atormentarse inútilmente. La primera ley de la resignación nos viene de la naturaleza. Los salvajes, lo mismo que los animales, se debaten poco contra la muerte y expiran casi sin quejarse. Destruida esta ley, se forma otra que viene de la razón, pero pocos saben atraerla, y esa resignación ficticia jamás es tan llena y entera como la primera. ¡La previsión!, la previsión que nos lleva sin cesar más allá de nosotros, con frecuencia nos coloca a donde nunca llegaremos; he ahí el verdadero manantial de todas nuestras miserias.
¡Qué manía tiene un ser tan transitorio como el hombre de mirar siempre a lo lejos, hacia un porvenir que raramente viene, y de descuidar lo presente, donde está lo seguro! Manía tanto más funesta cuanto que ella aumenta incesantemente con la edad, y que los viejos, siempre desconfiados, previsores, avaros, prefieren rehusar lo hoy necesario que carecer de lo superfluo dentro de cien años. De este modo nos ligamos a todo, y nos acogemos a todo; los tiempos, los lugares, los hombres, las cosas, todo cuanto está, todo lo que será, importa a cada uno de nosotros; nuestro propio individuo no es otra cosa que la menor parte de nosotros mismos. Cada uno se extiende, por así decirlo, sobre la tierra entera, y deviene sensible sobre toda esa gran superficie. Es extraño que nuestros males se multipliquen en todos los puntos por donde nos pueden herir. ¡Cuántos príncipes se desconsuelan por la pérdida de un país que no han visto jamás! ¡A cuántos comerciantes es suficiente tocarlos en las Indias para que alcen el grito en París!
¿Es la naturaleza la que lleva así a los hombres tan lejos de sí mismos? ¿Es ella quien quiere que cada uno aprenda su destino de los demás, y que algunas veces sea el último en aprenderlo, de tal forma que murió feliz o desgraciado, sin haberlo sabido jamás? Yo veo un hombre alegre, vigoroso y sano; su presencia inspira alegría, sus ojos anuncian el contento el bienestar, y trae consigo la imagen de la dicha. Lega una carta del correo, la mira el hombre feliz, es para él, la abre y la lee… Al momento cambia de actitud, pierde el color y cae desmayado. Vuelto en sí, llora, se agita, solloza, se arranca los cabellos, el eco repite sus clamores y parece acometido de horribles convulsiones.
¡Loco! ¿Qué daño te ha hecho este papel? ¿Qué miembro te ha roto? ¿Qué delito ha cometido en ti para que te pongas en ese estado?
Si la carta se hubiera perdido, si una mano caritativa la hubiera arrojado al fuego, me parece que habría sido un problema extraño la suerte de este mortal, dichoso y desdichado a un tiempo. Se dirá que su desdicha era real. Muy bien, pero él no la sentía. ¿Dónde estaba pues? Su felicidad era imaginaria. Ya comprendo: la salud, la alegría, la serenidad, el ánimo contento no son otra cosa que visiones. Nosotros no existimos ya donde estamos y existimos donde no estamos. ¿Merece la pena temerse tanto la muerte, siempre que no muera aquello en que vivimos?
¡Hombre!, encierra tu existencia dentro de ti, y no serás desgraciado. Quédate en el sitio que te marcó la naturaleza en la cadena de los seres, y nada te podrá forzar a que salgas de él; no des coces contra el duro aguijón de la necesidad, y no te agotes por resistir unas fuerzas que no te dispensó el cielo para ensanchar o prolongar tu existencia, sino para conservarla cómo y mientras él quisiese. Tu poderío y tu libertad alcanzan hasta donde rayan tus fuerzas naturales, pero no más allá; todo lo demás es mera esclavitud, ilusión, apariencia. Hasta la dominación es vil cuando se funda en la opinión, porque pende de las preocupaciones. Para conducirlos a tu albedrío es necesario que te conduzcas por el suyo; si mudan ellas de modo de pensar, será forzoso que mudes tú de modo de obrar. A los que se acercan a ti, les basta con saber gobernar las opiniones del pueblo que crees tú que gobiernas, o de los privados que te gobiernan a ti, o las de tu familia, o las tuyas propias; esos visires, esos cortesanos, esos sacerdotes, esos soldados, esos criados, y hasta los niños, , aunque tuvieras el superior ingenio de Temístocles, te van a llevar, como si fueras tú también una criatura, en medio de tus legiones. Haz lo que quieras; jamás tu autoridad real excederá a tus facultades reales. De manera que es preciso ver mediante ojos ajenos y querer por medio de la voluntad ajena. «Mis pueblos son mis vasallos», dices envanecido. Está bien, ¿pero tú qué eres, vasallo de tus ministros? Y tus ministros, ¿qué son? Vasallos de sus secretarios, de sus danzas, criados de sus criados.
Tomadlo todo, usurpadlo todo, desparramad luego el dinero a manos llenas, levantad baterías de cañones, alzad patíbulos, encended hogueras, promulgad leyes, edictos, multiplicad los espías, los soldados, los verdugos, las cárceles, las cadenas. ¡Pobres hombrecillos! ¿Qué vale todo eso? Ni seréis mejor servidos, ni menos robados, ni menos engañados, ni más absolutos. Siempre repetiréis «queremos», y haréis siempre lo que quieran los demás.
El único que actúa según su propia voluntad es el que para realizarla no precisa del auxilio ajeno, de donde se deduce que el más apreciable de los bienes no es la autoridad, sino la libertad. El hombre verdaderamente libre solamente quiere lo que puede y hace lo que le conviene. Ésta es mi máxima fundamental; trato de aplicarla a la infancia, y observaremos cómo se derivan de ella todas las reglas de educación.
La sociedad no solamente ha hecho al hombre más débil, privándole del derecho que tenía en sus propias fuerzas, sino procurando hacerlas insuficientes; de aquí que sus necesidades sean multiplicadas en razón directa a su debilidad, y eso es lo que constituye la de la infancia comparada con la edad adulta. Si el hombre es un ser fuerte, el niño es débil, no es porque tenga el primero más fuerza que el segundo, sino porque el adulto puede naturalmente bastarse a sí mismo, y el niño no. De tal modo que el hombre debe poseer más voluntades y el niño más voluntariedades, entendiéndose por voluntariedad los deseos que no son verdaderas necesidades y que sólo pueden satisfacerse mediante el auxilio ajeno.
Ya dije la razón de este estado de flaqueza; la naturaleza la ha remediado con el cariño de los padres y de las madres, pero este cariño puede ser por exceso, por defecto y abusivo. Los padres que viven en el estado civil, y llevan a este estado a su hijo antes de la edad necesaria, aumentan sus necesidades y acrecientan su flaqueza en vez de disminuirla. Del mismo modo la aumentan exigiendo al niño lo que no haría la naturaleza, y sujetan a la voluntad de los padres la poca fuerza de que dispone el niño para realizar o cumplir su propia voluntad, y así convierten por una y otra parte en esclavitud la dependencia recíproca en que les retiene a él su flaqueza y a ellos su cariño.
El hombre sabio permanece en su puesto, pero el niño que desconoce el suyo, no se puede mantener en él. Hay para nosotros mil maneras de salirse de un sitio, pero esta tarea no resulta nada fácil para los que le gobiernan y le deben retener. No debe ser ni bestia ni hombre, sino niño; ello hace que sienta su flaqueza, y no debe sufrir por tal causa; que dependa y no que obedezca, que pida y no que mande. Está sometido a los demás a causa de sus necesidades, porque éstos ven mejor que él lo que es más de su conveniencia y lo que puede ayudar a su conservación. Nadie tiene derecho, ni siquiera su padre, a mandar a un niño lo que puede serle de algún provecho.
Antes que los prejuicios y las instituciones humanas hayan alterado nuestras inclinaciones naturales, la felicidad de los niños, así como la de los hombres, consiste en el uso de su libertad, pero esta libertad está limitada en los primeros, debido a su debilidad. Aquel que hace lo que quiere es feliz si se basta a sí mismo, que es el caso el hombre que vive en estado de libertad aparente, semejante a la que en el estado social disfrutan los hombres. No siendo posible vivir cada uno de nosotros de un modo independiente de los demás, volvemos otra vez al estado de miseria y debilidad. Nosotros fuimos hechos para ser hombres, pero las leyes y la sociedad nos han sumergido en la infancia. Los ricos, los reyes y los grandes, son todos unos niños que, viendo que tienen prisa para aliviar su miseria, arrancan de esta misma una vanidad pueril, y están todos confiados en los deseos que nunca alcanzarían si fueran hombres formados.
Estas consideraciones son importantes y sirven para resolver todas las contradicciones del sistema social. Hay dos clases de dependencia: la de la cosas, que nace de la naturaleza; la de los hombres, la cual es debida a la sociedad. La dependencia de las cosas, no poseyendo ninguna moralidad, no perjudica a la libertad ni engendra vicios; la dependencia de los hombres, siendo desordenada, los produce todos, y es por esto que el amo y el criado se corrompen mutuamente. Si existe algún medio para remediar este mal de la sociedad, es la de sustituir la ley al hombre y en armar las voluntades generales con una fuerza real, mayor que la acción de toda voluntad particular. Si las leyes de las naciones pudieran poseer, como las de la naturaleza, una inflexibilidad que ninguna fuerza humana ha podido vencer, la dependencia de los hombres volvería a ser la de las cosas; se reunirían en la república todas las ventajas del estado natural a las del estado civil; se juntaría, a la libertad del hombre exento de vicios, la moralidad que le levanta hacia la virtud.
Mantened al niño dentro de la sola dependencia de las cosas, y habréis seguido el orden de la naturaleza en el progreso de su educación. No ofrezcáis jamás a sus voluntades indiscretas más que obstáculos físicos ni castigos que no nazcan de las mismas acciones, y que se le recuerde cuando se presente la ocasión; sin defenderle de su mal hacer, es suficiente con estorbárselo.
La experiencia o la impotencia por sí solas deben mantenerlo en el lugar de la ley. No complazcáis sus deseos porque lo pida, sino porque lo necesita. Que él no sepa, cuando obra, qué es obediencia, ni qué cosa es imperio cuando se trabaja por él; que sienta por igual su libertad en sus acciones y en las vuestras. Aportadle la fuerza que le falta, precisamente porque la necesita para ser libre y no para ser despótico. Y que, recibiendo vuestros servicios con cierta humillación, aspire al momento en que pueda prescindir de ellos y tenga el honor de servirse a sí mismo.
La naturaleza tiene, para fortalecer el cuerpo y hacer que crezca, los medios que nunca deben ser contrariados. No se le debe obligar a permanecer quieto cuando sienta ganas de andar, ni a que ande cuando quiera estar quieto. Cuando la voluntad de los niños no ha sido corrompida por nuestra culpa, ellos no quieren nada inútilmente. Hace falta que salten, que corran, y que griten cuando ellos tengan o sientan necesidad de ello. Todos sus movimientos provienen de las necesidades de su constitución, que busca el modo de fortificarse, pero se debe desconfiar de lo que ellos desean sin que por sí solos puedan ejecutarlo, y que los demás están obligados a realizar por ellos. Entonces cabe distinguir el cuidado con la verdadera necesidad, la necesidad natural del capricho que ya empieza a nacer, o de lo que no viene más que de la superabundancia de vida, de la cual hablé anteriormente.
Ya tengo dicho lo que procede hacer cuando un niño llora por obtener cualquier cosa. Sólo añadiré que desde el momento en que el niño puede pedir hablando lo que desea, y que para obtenerlo más pronto o para vencer una negativa, apoya con llantos su petición, ello le debe ser rehusado terminantemente. Si la necesidad es la causa que ha hecho que el niño hable, debéis conocerlo, y hacer al instante lo que pida, pero ceder a sus lágrimas, es excitarle a que las vierta, es enseñarle a que dude de vuestra voluntad y a creer que el insistir puede hacer más efecto sobre vosotros que vuestra misma benevolencia. Si él no os considera buenos, pronto él será malo; si os considera débiles, en breve él será terco; importa determinar siempre a su primera señal lo que no se le quiere negar. No seáis, pues, pródigos en rehusar, pero nunca las revoquéis.
Guardaos sobre todo de enseñar al niño vanas fórmulas de cortesía, que le sirvan cuando lo desee de palabras mágicas, con el fin de sujetar a su voluntad a cuantos le rodean y conseguir al instante lo que pretende. En la educación ceremoniosa de los ricos, en la cual nunca falta el hacerlos cortésmente imperiosos, preceptuándoles los términos que han de usar para que nadie se atreva a resistirles, no usan el tono ni los giros suplicantes; son tanto o más arrogantes cuando piden que cuando mandan, debido a que están seguros de que serán obedecidos. Uno ve en seguida que cuando ellos dicen: «Si usted quiere», significa «quiero», y «suplico a usted» es igual a «mando a usted». Admirable cortesía, que cambia el significado de las palabras, y con la que no se puede hablar como no sea en sentido imperativo. Yo, que temo menos que Emilio sea descortés que arrogante, prefiero que pida rogando «haz esto», que ordenando «yo ruego». Éste no es el término que le importa, y del cual se vale, sino la significación que le da.
Hay un exceso de rigor y otro de indulgencia, y ambos deben evitarse igualmente. Si dejáis sufrir a los niños, os exponéis a que peligre su salud, incluso su vida, y al presente los hacéis miserables; si los preserváis con sobrado tiento de todo género de disgustos, les preparáis grandes miserias, los educáis delicados, sensibles, les sacáis del estado de hombres, al cual, a pesar vuestro, volverán un día. Por no exponerles a algunos males de la naturaleza, vosotros sois los artesanos de éstos, que aquélla no se los ha producido. Me diréis que caigo en el caso de aquellos malos padres a los cuales les reprochaba que sacrificasen la felicidad de sus hijos a la consideración de un tiempo que aún está lejos y al que acaso no lleguen.
Y no es así, porque la libertad que yo doy a mi alumno le resarce de las ligeras incomodidades a las que yo dejo que se exponga. Yo veo a unos pequeños traviesos jugando en la nieve, amoratados, tiritando y que apenas pueden mover los dedos. Son libres de irse a calentar y no lo hacen; si se les obligase a ello sentirían cien veces más los rigores del mandato que los del frío. ¿De qué os quejáis, pues? ¿Hago miserable a vuestro hijo no exponiéndole a otras incomodidades que las que él quiere sufrir? Le hago feliz en el momento presente dejándole libre; le hago feliz preparándole para el futuro, armándole contra los males que él debe soportar. Si él pudiera escoger entre ser mi alumno o el vuestro, ¿pensáis que vacilaría un instante?
¿Concebiréis que un ser pueda gozar de alguna felicidad verdadera fuera de su constitución? ¿No es sacar de ella a un hombre el querer exceptuarle igualmente de todos los males de su especie? Sí, yo lo sostengo, pues para experimentar los bienes grandes es necesario que conozca los males pequeños. Si lo físico va demasiado bien se corrompe lo moral. El hombre que no conoce el dolor, no conocería ni la ternura de la humanidad ni la dulzura de la conmiseración; nada moverá su corazón, no será sociable, será un monstruo entre sus semejantes.
¿Sabéis cuál es el medio más seguro de hacer miserable a vuestro hijo? Acostumbrarle a conseguirlo todo, porque como crecen sin cesar sus deseos por la facilidad de complacerle, tarde o temprano os obligará, al no poderle satisfacer, a contentarle con una negativa, y no estando acostumbrado, le causará más tormento que la privación de lo que desea. Primero querrá el bastón que lleváis, pronto querrá vuestro reloj, en seguida querrá el pájaro que vuela, la estrella que ve brillar… En fin, todo cuanto vea, y a menos de ser Dios, ¿cómo le vais a contentar?
Esto es una disposición natural del hombre de mirar como suyo todo cuanto está en su poder. En este sentido el principio de Hobbes tiene razón hasta cierto punto: multiplíquense con nuestros deseos los medios de satisfacerlos y cada uno se hará dueño de todo. Así el niño a quien basta con querer para obtener, se cree el amo del universo, mira a todos los hombres como esclavos suyos, y cuando un día se ven en la precisión de negarle algo, él, creyendo que todo es posible cuando da órdenes, toma la negativa como van acto de rebelión; todas las razones que se le dan en una edad incapaz de raciocinar no son sino meros pretextos, por todas partes ve mala voluntad, el sentimiento de una injusticia de que es víctima agria su carácter, odia a todo el mundo, y sin saber el grado de la complacencia, le indigna toda oposición.
¿Cómo creeré yo que un niño así dominado por la cólera y devorado por las más irascibles pasiones, pueda ser nunca feliz? ¿Feliz él, que es un déspota, y a la vez el más vil de los esclavos y la más miserable de las criaturas? Yo he visto a los niños educados de esta manera que querían destruir la casa de un empujón, que les diesen la veleta que veían en un campanario, que parasen la marcha de un regimiento para oír los tambores más tiempo, y rasgaban el aire con sus gritos, sin querer escuchar a nadie que tardase en complacerles. En vano se esforzaban todos en complacerles; irritándose sus deseos por la facilidad de obtenerlos, se obstinaban en cosas imposibles, y en todas partes sólo hallaban contradicciones, obstáculos, penas y dolores. Siempre riñendo, siempre rabiando, siempre furiosos, pasan los días gritando y lamentándose. ¿Eran unos seres afortunados? La debilidad y la dominación reunidas únicamente engendran locura y tristeza. De dos niños mimados, el uno golpea la mesa y el otro ordena que azoten el mar; tendrán que azotar y golpear mucho antes de vivir contentos.
Si estas ideas de mando y de tiranía les envilecen desde su infancia, ¿qué será cuando crezcan y comiencen a extenderse y a multiplicarse sus relaciones con los demás hombres? Acostumbrados a ver que todo cede ante ellos, ¡qué sorpresa cuando, al invadir el mundo, vean que todo se les resiste y se sientan aplastados por el peso de un universo que pensaban mover a su antojo!
Sus insolentes ademanes y su pueril vanidad sólo les acarrean mortificaciones, desdenes y escarnios; beben afrentas como agua; pruebas crueles les demuestran pronto que no conocen ni su estado ni sus fuerzas; no pudiéndolo todo, creen que nada pueden. Tantos obstáculos desacostumbrados los desalientan, tantos desprecios les envilecen, y se vuelven cobardes, medrosos, soeces, y tanto caen por debajo de sí mismos cuanto por encima se levantaron antes.
Volvamos a la regla primitiva. La naturaleza ha hecho a los niños para que fuesen amados y protegidos, ¿pero les hizo para que fueran obedientes y creyentes?, ¿les ha dado un aire imponente, una mirada severa, una voz áspera y amenazadora, con el fin de que infundieran miedo? Yo comprendo que los rugidos de un león espanten a los animales y que tiemblen al ver su terrible melena, pero jamás se ha visto un espectáculo tan indecente, odioso y ridículo como el que presenta un cuerpo de magistrados con el jefe a la cabeza y en traje de ceremonia postrados ante un niño en mantillas, los cuales le discursean en términos pomposos, y él, por toda respuesta, grita y babea.
Al considerar la infancia en sí misma, ¿existe en el mundo un ser más débil, más indefenso, más a merced de todo lo que le rodea, que sienta gran necesidad de piedad, de solicitud y protección que un niño? ¿No parece que si él muestra un semblante tan dulce y un gesto tan agradable es con el fin de que todo eso que se le acerca se interese por su debilidad y se apresure a socorrerle? ¿Pues qué hay más extraño, más contrario al orden, que ver a un niño imperioso y de mala condición ordenar a todos cuantos le rodean y tomar impunemente el tono de amo con aquellos que no tienen más que abandonarlo para que perezca?
Por otra parte, ¿quién no ve que la debilidad de la primera edad encadena a los niños de tantas maneras, que es bárbaro añadir a esta sujeción la de nuestros caprichos, privándole de una libertad tan limitada, de la que no puede abusar, tan inútil para él, y para nosotros que se la hemos quitado? Si no existe objeto que sea tan digno de burla como un niño engreído, tampoco lo hay que merezca tanta piedad como un niño medroso. Puesto que con la edad de la razón empieza la servidumbre civil, ¿para qué hacer que le preceda la servidumbre privada? Consintamos que exista un instante en la vida exento de este yugo que no nos impuso la naturaleza, y dejemos a la infancia el uso de la libertad natural que, por lo menos durante algún tiempo, la desvía de los vicios que se adquieren con la esclavitud. Vengan esos instructores severos, esos padres esclavos de sus hijos; vengan unos y otros con sus frívolas objeciones, y antes de hablar de métodos, escuchen y aprendan el de la naturaleza.
Vuelvo a la práctica; ya he dicho que nada debe conseguir vuestro hijo porque lo pida, sino porque lo necesite, y que no debe hacer nada por obediencia sino por necesidad; de forma que las voces obedecer y mandar se proscriban de su léxico, y más aún las de obligación y deber, pero las de fuerza, necesidad, impotencia y precisión deben ocupar un destacado lugar. Antes de la edad de la razón, no es posible tener ninguna idea de los seres morales, ni de las relaciones sociales; por tanto se ha de evitar, hasta donde sea posible, el uso de las voces que las expresan, por temor a que el niño aplique inmediatamente a esas palabras ideas falsas, que luego no sabremos o nos será posible destruir. La primera idea falsa que entra en su cabeza es el germen del error y del vicio, por lo que es necesario poner mucha atención ante este primer paso. Haced que, mientras sólo le muevan las cosas sencillas, todas sus ideas se paren en las sensaciones; haced que por todas partes sólo el mundo físico distinga alrededor suyo; de lo contrario, estad seguros de que no os escuchará, o que se hará del mundo moral de que le habláis nociones fantásticas que no podréis borrar en adelante.
Discutir con los niños es la máxima fundamental de Locke, y actualmente es la más usada, pero me parece que no es el fruto que de ella se saca la que debe hacerla muy digna de crédito, y yo no veo nada más insensato que esos niños con quienes tanto se ha razonado. Entre todas las facultades del hombre, la razón, que por decirlo así es un compuesto de todas las demás, es lo que con más dificultad y lentitud se desarrolla, ¡y de ella se quieren apoyar para desarrollar las primeras! La obra maestra de una buena educación es formar a un hombre racional, ¡y se pretende educar a un niño por la razón! Eso es comenzar por el final, y querer hacer del instrumento la obra. Si los niños escuchasen la razón, no habría necesidad de que fueran alumnos, pero con hablarles desde su más tierna edad una lengua que no entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a controlar todo cuanto les dicen, a creerse tan sabios como sus maestros, a hacerse disputadores y revoltosos, y todo cuanto piensan obtener de ellos por motivos razonables, nunca lo obtienen sino por los de la codicia, el miedo o la vanidad, que siempre es necesario juntarlos.
He aquí la fórmula a la que poco más o menos se pueden reducir todas las lecciones de moral que se dan y puedan darse a los niños.
EL MAESTRO: No se debe hacer eso.
EL NIÑO: ¿Y por qué no se debe hacer?
EL MAESTRO: Porque está mal hecho.
EL NIÑO: ¡Mal hecho! ¿Qué está mal hecho?
EL MAESTRO: Lo que te prohíben.
EL NIÑO: ¿Y por qué es malo hacer lo que me prohíben?
EL MAESTRO: Te castigarán por haber desobedecido.
EL NIÑO: Yo lo haré de manera que no sepan nada.
EL MAESTRO: Te espiarán.
EL NIÑO: Me esconderé.
EL MAESTRO: Te preguntarán.
EL NIÑO: Mentiré.
EL MAESTRO: No se debe mentir.
EL NIÑO: ¿Por qué no se debe mentir?
EL MAESTRO: Porque está mal hecho, etc.
He aquí el círculo inevitable; salid de él y el niño no os entenderá. ¿No son utilísimas estas instrucciones? Mucho celebraría saber con qué se podría sustituir este diálogo. El propio Locke se hubiera visto apurado. Conocer el bien y el mal, sentir la razón del porqué de los deberes del hombre no es cosa de niños.
La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres. Si nosotros queremos invertir este orden, produciremos frutos precoces que no tendrán madurez ni gusto y que no tardarán en corromperse; tendremos jóvenes doctores y viejos niños. La infancia tiene maneras de ver, de pensar, de sentir, que le son propias; no hay nada más insensato que quererlas sustituir por las nuestras; tanto equivale exigir que un niño tenga cinco pies de alto que juicio a los diez años. En efecto, ¿para qué le serviría la razón a esa edad? Ella es el freno de la fuerza, y el niño no necesita ese freno.
Tratando de inculcar a vuestros alumnos la idea de la obediencia, juntad a esa pretendida persuasión la fuerza y las amenazas, o, lo que es peor, los halagos y las promesas. Así, pues, movidos por el interés o impelidos por la fuerza, parece que han sido convencidos por la razón. Ven muy bien que la obediencia es ventajosa y la rebeldía se halla en detrimento, con lo que tienen conocimiento de una y de otra, pero como todo cuanto les mandáis es desagradable para ellos, y siendo por otra parte penoso obedecer la voluntad ajena, se esconden para hacer la suya, convencidos de que obran bien si no se descubre su desobediencia, pero resueltos a confesar el mal, si los descubren, por temor a otro más grave. Como la razón del deber excede los alcances de esta edad, nadie hay en el mundo que se la pueda hacer verdaderamente palpable, pero el temor al castigo, la esperanza del perdón, la importunidad, el aturdimiento en las respuestas, les sacan todas las confesiones que les piden, y creen que los han convencido cuando no han hecho más que intimidarlos o fastidiarlos.
¿A qué conclusión se llega? Primeramente, imponiéndoles una obligación de la que no están convencidos, los exasperáis contra vuestra tiranía y los retraéis de que os amen les enseñáis a disimular, a ser falsos y embusteros para conseguir recompensas o evitar castigos y, finalmente, acostumbrándolos a encubrir siempre con un motivo aparente otro secreto, vosotros mismos les dais medios de que abusen sin cesar e impiden que conozcáis su verdadero carácter y os satisfagan con palabras vanas cuando se presenta la ocasión. Las leyes, me diréis, aunque obligatorias para la conciencia, acosan también a los adultos. Estoy de acuerdo, pero estos hombres, ¿qué son si no unos niños mimados por la educación?, precisamente lo que se ha de prevenir. Emplead la fuerza con los niños y la razón con los hombres; tal es el orden natural, pues el sabio no necesita leyes.
Tratad a vuestro alumno conforme a la edad. Ponedle en su puesto y retenedle en él de manera que no haga tentativas para salirse. Entonces será práctico en la lección más importante, que es la sabiduría, antes de saber lo que es ésta. No le mandéis nunca nada, sea lo que sea, absolutamente nada, ni dejéis que imagine que pretendéis tener alguna autoridad sobre él. Que sólo sepa que él es débil y vosotros fuertes, que por su estado o el vuestro está necesariamente a vuestra merced; que lo sepa, que lo aprenda, y que sienta pronto sobre su cabeza altiva el duro yugo que la naturaleza impone al hombre, el pesado yugo de la necesidad, bajo el cual es necesario que todo ser se rinda; que vea esta necesidad en las cosas, pero nunca en el capricho de los hombres; que el freno que le retenga sea la fuerza y no la autoridad. No le prohibáis las cosas de que deba abstenerse; evitad que las haga, sin explicación ni raciocinio; lo que le concedáis, concedédselo a la primera palabra que diga, sin inquirir, sin ruegos, y sobre todo sin condiciones. Conceded con gusto y no neguéis con repugnancia, pero que todas vuestras repulsas sean irrevocables; no os doblegue importunidad alguna; que él no que se pronuncie sea un muro de bronce, contra el cual, apenas haya probado el niño cinco o seis veces sus fuerzas, ya no intentará abatirlo.
De esta forma le haréis paciente, sereno, resignado, sosegado, aun cuando no haya alcanzado lo que quería, porque es natural en el hombre sufrir con paciencia la necesidad de las cosas, pero no la mala voluntad ajena. Las palabras «no hay más» son una respuesta que nunca irritó a ningún niño, a no ser que sospechase que era mentira. En cuanto a lo demás, es necesario o no exigir de él nada absolutamente o doblegarle desde el principio a una total obediencia. La educación peor es dejarle que fluctúe entre su voluntad y la vuestra y que le disputéis cuál de los dos ha de ser el amo. Yo quisiera cien veces mejor que él lo fuera siempre.
Muy extraño es que desde que se dedican los hombres a la educación de los niños, no hayan imaginado otra forma para conducirlos que la emulación, los celos, la envidia, la vanidad, el ansia, el miedo, las pasiones más peligrosas, las que más pronto fermentan y las más capaces de corromper al alma, aun antes de que esté formado el cuerpo. Cada instrucción prematura que quieren introducir en su cabeza, planta un vicio en lo interno de su corazón; instructores faltos de juicio piensan de buena fe que aciertan cuando los malean por enseñarles qué es la bondad, y luego nos dicen gravemente: «Así es el hombre». Sí, ése es el hombre que vosotros habéis formado.
Se han ensayado todos los instrumentos menos uno, precisamente el único que puede surtir efecto: la libertad bien aplicada. No conviene que se encargue de educar un niño quien no lo sepa conducir a donde quiera por las solas leyes de lo posible y lo imposible. La esfera del uno y del otro son para él igualmente desconocidas, y se ensancha o se estrecha a su alrededor como uno quiere. Solamente con el vínculo de la necesidad, sin que él exprese la menor queja, se le encadena, se le empuja o se le contiene; sólo con la fuerza de las cosas se le transforma en dócil y manejable, sin permitir que le penetre ninguna clase de germen, ya que al no producir ningún efecto, quedan aplacadas las pasiones.
No deis a vuestros alumnos lecciones verbales de ninguna clase, puesto que sólo deben recibirlas de la experiencia; tampoco les debéis imponer ningún castigo, ya que ignora lo que puede significar culpabilidad; ni les obliguéis a pedir perdón, puesto que no tienen el poder indispensable para ofenderos. Careciendo de moralidad en sus acciones no pueden realizar ningún acto inmoral ni que sea merecedor de reprensión o de castigo.
Ya veo al lector impresionado al formar un juicio sobre este niño, estableciendo una comparación con los nuestros, pero se engaña. La sujeción continua en la cual tenéis a vuestros alumnos irrita su vivacidad, y cuanto más retraídos aparecen delante de vosotros, más revueltos están al librarse de vuestra presencia, ya que es indispensable, si les es posible, compensar los efectos producidos por el duro encogimiento en que los habéis retenido. Dos estudiantes de la ciudad producen más daños en un lugar que toda la juventud de un pueblo. Encerrad a un niño de la ciudad y a otro de una aldea en una habitación; el primero lo derribará y destrozará todo antes de que el segundo se haya movido de su sitio. ¿Por qué esto sucede de tal modo si no es porque uno corre a aprovecharse de su instante de licencia mientras el otro, convencido siempre de su libertad, no siente prisa para apropiársela? No obstante, los hijos de los aldeanos, que frecuentemente sufren los efectos de ciertas contemplaciones o violencias, están aún muy distanciados del estado en el cual yo deseo que se críen.
Pongamos por máxima incontestable que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos; no hay perversidad original en el corazón humano; no se halla en él un solo vicio que no se pueda averiguar cómo y por dónde se introdujo. La sola pasión natural en el hombre es el amor de sí mismo o el amor propio tomado en un sentido amplio. Este amor propio en sí, o en cuanto hace referencia a nosotros, es útil y bueno, y como carece de la relación indispensable con otro bajo este punto de vista, es naturalmente indiferente; sólo por el uso que del mismo se hace y las relaciones que se le dan, se convierte en bueno o malo. Hasta que le guíe el amor propio, o sea la razón, es conveniente que un niño no haga nada porque le ven o le oyen, o sea con respecto a los demás, sino que debe actuar según los dictados de la naturaleza, y entonces no hará ningún acto que no sea bueno.
Con esto no quiero decir que jamás no cometa ningún destrozo ni que alguna vez se haga alguna herida, y si lo encuentra a mano, no rompa un mueble de valor. Podría hacer mucho daño sin obrar mal, ya que el acto malo depende de la intención con que se hace, y el niño jamás lo realizará con tal fin. Si una sola vez la tuviese, todo estaría ya perdido y sería malo, casi sin remedio.
Hay cosas que son malas a los ojos de la avaricia, pero que dejan de serlo a los ojos de la razón. Dejando a los niños con plena libertad de ejercitar su atolondramiento, es conveniente apartar de ellos todo cuanto pueda serles gravoso, y no ponerles al alcance de la mano ninguna cosa frágil y preciosa. Su estancia debe estar amueblada con muebles voluminosos y sólidos, sin espejos, porcelanas ni objetos de lujo.
En cuanto a mi Emilio, que educo en el campo, no habrá en su cuarto ningún otro objeto que los propios de otro muchacho campesino. ¿Qué utilidad tiene que se le adorne la habitación con tanto esmero, si tan pocos ratos estará en ella? Pero me equivoco, pues pronto veremos cómo la adorna por sí mismo y qué objetos aporta.
Si, a pesar de vuestras precauciones, el niño comete algún desorden, como romper algún mueble, no le castiguéis por vuestra negligencia ni le riñáis; que no oiga una sola palabra de reprensión; no le dejéis comprender que os ha molestado; haced como si se hubiera roto el mueble por casualidad, y convenceos de que habéis logrado mucho si lográis libraros de hacerle ninguna amonestación.
¿Me atreveré a exponer aquí la mayor, la más importante, la más útil regla de toda la educación? No es la de ganar tiempo, sino, por el contrario, perderlo. Lectores corrientes, perdonadme mis paradojas; cuando se reflexiona, son indispensables, y a pesar de todo lo que se pueda decir, es preferible ser un hombre de paradojas que uno lleno de preocupaciones. El más peligroso tiempo de la vida humana es el que va desde el nacimiento hasta la edad de doce años, debido a que es cuando brotan los errores y los vicios, sin que haya aún ningún instrumento capaz de destruirlos, y cuando éste se obtiene, las raíces están tan profundas que ha pasado el tiempo propicio para arrancarlas. Si los niños saltaran de un solo golpe desde el pecho de la madre hasta la edad del uso de la razón, quizá podría serles conveniente la educación que se les da, pero, según el progreso natural, es necesario una que sea totalmente opuesta.
Haría falta que no hicieran uso de su alma hasta que ésta poseyera todas sus facultades, debido a que es imposible ver la llama que le presentáis cuando aún está en estado de ceguera, y que él siga, en la inmersa llanura de las ideas, una ruta que la razón señala con rasgos casi imperceptibles, incluso para los ojos más perspicaces.
La primera educación debe ser, pues, puramente negativa, la cual no consiste en enseñar ni la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el corazón y el espíritu del error. Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones se abrirían los ojos de su entendimiento a la razón sin baches ni preocupaciones; nada habría en él que pudiera obstaculizar el buen resultado de vuestros afanes. De este modo, en vuestras manos se convertiría en el más sabio de los hombres, y omitiendo toda intervención en un principio, realizaríais un prodigio de educación.
Obrad de un modo totalmente opuesto del que se acostumbra actualmente y casi es seguro de que acertaréis. Como los padres y los maestros no quieren que el niño sea niño, sino doctor, no ven el momento de enmendar, corregir, reprender, acariciar, amenazar, prometer, instruir… Obrad de un modo mejor, sed racionales y argumentad con vuestro alumno, especialmente con la finalidad de que apruebe lo que no es de su agrado, ya que el mal traer a la razón en cosas desagradables, termina por hacérsela fastidiosa y desacreditarla muy pronto en un alma que todavía no es capaz de entenderla. Haced que se ejerciten su cuerpo, sus órganos, sus sentidos y sus fuerzas, pero mantened ociosa su alma el mayor tiempo posible. Debéis sentir miedo a todos los afectos que sean anteriores al juicio que los valúa. Se deben contener las impresiones que le vengan del exterior, y para poner un estorbo al nacimiento del mal, no os deis prisa alguna en producir el bien, ya que éste nunca es real hasta que viene alumbrado por la razón.
Debéis ver todas las demoras como ventajas, porque es ganar mucho, pues se avanza hasta el fin sin perder nada; dejad que madure la infancia en los niños. Por último, si se hiciera necesaria alguna lección, guardaos de dársela hoy si podéis demorarla sin peligro hasta mañana.
Otra consideración que confirma la utilidad de este método es la del genio particular del niño, puesto que es indispensable conocerlo muy bien a fin de que se le pueda aplicar el régimen moral que mejor le conviene. Cada espíritu tiene su forma propia según la cual necesita ser gobernado, y para obtener el fruto de los anhelos que se toman, es indispensable que sea gobernado por esta forma y no por otra. Hombre prudente, espía durante mucho tiempo la naturaleza, observa minuciosamente a tu alumno antes que le digas una palabra, espera que primero se muestre con toda libertad el germen de su carácter, no le fuerces en ninguna cosa con el fin de observarle mejor por completo. ¿Piensas que es perdida para el niño esta época de libertad? Todo lo contrario; será el mejor empleado; pues aprende tú a no perder un solo momento el tiempo más precioso, y si empiezas a actuar antes de saber lo que conviene hacer, obrarás a la ventura, te expondrás a que queden frustrados tus propósitos, tendrás que volver atrás y te encontrarás más alejado de la meta que si no hubieras llevado tanta prisa para alcanzarla. No obres como el avaro, que por no perder nada, pierde mucho. Debes sacrificar en la edad primera un tiempo que recuperarás con creces en una edad más avanzada. El médico prudente no ofrece de una manera atolondrada sus remedios desde la primera visita, pues antes de recetar estudia el temperamento del enfermo; comienza tarde a curarle, pero le sana, mientras que el que se precipita le mata.
Pero ¿dónde debemos colocar a este niño para educarle de este modo como un ser insensible, como un autómata? ¿Le colocaremos en la Luna o en una isla desierta? ¿Le apartaremos de todos los humanos? ¿El mundo no le ofrecerá de un modo continuo el espectáculo y el ejemplo de las pasiones? ¿No verá nunca otros niños de su edad? ¿No verá nunca a sus parientes, a sus vecinos, a su nodriza, a su ama, a su lacayo, a su mismo ayo, que al fin no ha de ser un ángel?
Esta objeción es fuerte y sólida. Pero ¿os he dicho yo que sea una empresa fácil una educación natural? ¡Oh, hombres!, si habéis hecho difícil todo cuanto es bueno, ¿es culpa mía? Yo conozco estas dificultades, las confieso y quizá sean insuperables, pero siempre es verdad que, dedicándose a evitarlas, tienen un límite remediable. Yo marco la meta hacia donde debe dirigirse la carrera; no afirmo que se pueda llegar a ella, pero aseguro que el que se acerque más al final, es el que mayores ventajas sacará.
Debéis tener presente que antes de atreverse a comenzar la empresa de formar un hombre es del todo imprescindible que uno mismo se haya hecho hombre, y hallar en sí mismo el ejemplo que se debe proponer. Mientras el niño carece aún de conocimiento, hay tiempo para disponer todo lo que se le acerca, de tal forma que a sus primeras miradas no se le presenten otros objetos que los que le conviene ver. Haced que todo el mundo os respete, comenzando por obrar de suerte que todos los que os rodean os amen y procure cada uno complaceros. No podéis ser el árbitro del niño, si antes no lo sois de todo lo que le circunda, y jamás esta autoridad será suficiente si no lleva por cimientos el aprecio de la virtud. No se trata de vaciar el bolsillo y de esparcir el dinero a manos llenas; nunca he visto que el dinero hiciera amar a nadie. No debe ser uno avaro ni duro, ni ha de compadecer la miseria que puede ser aliviada, pero es inútil abrir las arcas si al propio tiempo no se abre el corazón; de lo contrario, el de los demás permanecerá cerrado. Vuestro tiempo, vuestra solicitud, vuestro afecto, vosotros mismos, eso es lo que tenéis la obligación de dar, pues, aunque hagáis más, se ve claramente que vuestro dinero no sois vosotros. Existen testimonios de interés y de benevolencia de más eficacia y mayor provecho, que todas las dádivas. ¡Cuántos desgraciados y enfermos hay que precisan más de consuelos que de limosna! ¡Cuántos seres oprimidos hay a los cuales les sería más útil la protección que el dinero! Poned en paz a las personas que se indisponen, evitad los pleitos, convenced a los hijos de sus obligaciones y a los padres de la indulgencia; promoved matrimonios felices, estorbad las vejaciones, usad con largueza del crédito de los parientes de vuestro alumno, amparando al débil a quien niegan justicia y que es oprimido por el poderoso. Sed un sustento firme de los desdichados. Procurad ser justos, humanos y benéficos; no hagáis solamente limosnas, sino también caridad, pues mejor alivian las obras de misericordia que el dinero. Si amáis a los otros, seréis también amados por ellos; servidlos y os servirán; sed hermano suyo y serán vuestros hijos.
Ésta es una más de las razones por la cual yo quiero educar a Emilio en el campo, lejos de la chusma de criados, los últimos de los humanos después de sus amos; lejos de las disolutas costumbres de las ciudades, que el pulimentado barniz de que están cubiertas hace atractivas a los niños. Los vicios de los campesinos, sin adorno y con toda su rusticidad selvática, son más para rechazar que para seducir cuando no se tiene el menor interés en imitarlos.
En un pueblecito el ayo será mucho más dueño de los objetos que quiera poner delante del niño; su prestigio, sus palabras, su ejemplo, tendrán una autoridad que no pueden tener en la ciudad, debido a que sirve útilmente a todos, y también anhelan complacerle, procuran granjearse su cariño y se presentan delante del alumno como desea el maestro, y si no se corrigen sus vicios, procuran evitar el escándalo, que es todo lo que precisamos para el logro de nuestro objeto.
No culpéis a los demás de vuestros propios yerros, ya que menos corrompe a los niños el mal que ven que el que vosotros les enseñáis. Siempre con vuestros sermones, vuestra moral y pedantería, por cada idea que les insinuáis, creyendo que es buena, les ofrecéis otras veinte carentes de valor, y llenos de lo que tenéis en la cabeza, no os dais cuenta del efecto que producís en la suya. En este flujo de palabras que continuamente les soltáis, ¿creéis que no haya una que la entiendan equivocadamente? ¿Pensáis que no comentan a su modo vuestras difusas explicaciones y que no encuentran materia para formar un sistema a su alcance, y que, cuando llegue su momento, sabrán oponeros?
Escuchad a uno de estos pequeños hombres a quienes se acaba de aleccionar; dejadle que hable, que haga preguntas, que disparate a su placer, ,y quedaréis asombrados del extraño giro que vuestros razonamientos han metido en su cabeza; lo confunde todo, lo transforma todo; os impacienta, os calláis o le hacéis callar. ¿Y qué puede pensar de este mutismo de un hombre que tanto se muere por hablar? Si alguna vez alcanza este triunfo y lo advierte, adiós educación; en este punto todo se acabó; ya no procura instruirse, procura refutaros.
Maestros celosos, sed prudentes, sencillos, reservados; no os apresuréis a obrar si no es en el caso de que vuestros actos sirvan de estorbo para que otros obren; lo repito continuamente: aplazad todo lo posible una instrucción buena por temor de dar una mala. En esta tierra que la naturaleza hubiera hecho el primer paraíso del hombre, debéis sentir miedo de no realizar el oficio del tentador, queriendo dar a la inocencia el conocimiento del bien y del mal; no pudiendo impedir que se instruya el niño con los ejemplos que ve, poned todo vuestro empeño en grabar en su ánimo estos ejemplos con la imagen que le convenga.
Las pasiones impetuosas producen un gran efecto en el niño que las presencia, debido a que tienen señales muy sensibles, las cuales le impresionan intensamente y le obligan a prestarles la mayor atención. La ira sobre todo es tan ruidosa en sus arrebatos, que si uno está a su lado, casi es imposible el no advertirla. Esto no obliga a pedir si es esta una ocasión propicia para que un pedagogo haga un gran discurso. Fuera los discursos, ni una palabra. Dejad que hable el niño; asombrado con el espectáculo, dejará de haceros preguntas. La respuesta es simple y se saca de los mismos objetos que han impresionado sus sentidos. Ve un rostro inflamado, unos ojos ardientes, un aire amenazador; oye gritos, y todo demuestra que su cuerpo no está en su verdadero estado natural. Decidle pausadamente y sin misterio: «Este pobre hombre está enfermo, tiene un exceso de fiebre». Y podéis aprovechar la ocasión de manifestarle, con pocas palabras, lo que son las enfermedades y los efectos que producen, puesto que son una cosa natural y uno de los lazos de la necesidad hacia la cual se debe sentir obligado.
Podría ser que sobre esta idea, que no es falsa, adquiriera a su debido tiempo una repugnancia hacia los excesos de las pasiones, las cuales tendrá o considerará como enfermedades. ¿Creéis que una noción parecida, dada oportunamente, no producirá efectos más saludables que el más plúmbeo sermón sobre la moral? Ahora observad las consecuencias de esta noción para el futuro: Estáis autorizado para tratar a un niño irascible como a un enfermo; le imponéis una dieta, hacéis que se asuste de sus nacientes vicios, que se le hagan odiosos, y quizá tendréis que recurrir a la severidad para curarle. Y si os sucede que en algún momento de irritabilidad perdéis la moderación que debéis conservar tan cuidadosamente, no le ocultéis vuestro error; como una amorosa queja y con acento ingenuo, decidle: «Amiguito, me has puesto malo».
En lo que resta, es importante que todas las gracias que pueda producir en un niño la simplicidad de ideas, en las cuales está criado, jamás sean puestas de relieve en su presencia, ni se hable de ellas de manera que él pueda comprenderlo. Una explosión de risa indiscreta puede anular el trabajo de seis meses y causar un irreparable perjuicio para toda la vida. No me cansaré de repetir que para ser el árbitro del niño, es indispensable serlo de sí mismo. Yo me imagino a mi pequeño Emilio en el momento de más dureza de una riña entre dos vecinas, dirigiéndose a la más enfurecida y diciéndole en tono compasivo: «Buena mujer, está usted enferma, y lo siento mucho». Esta piedad no dejará de producir un gran efecto entre los espectadores, y tal vez entre las protagonistas de la pelea. Sin reírme, ni reñirle, ni elogiarle, me lo llevo de buen grado o por fuerza antes de que pueda darse cuenta de tal efecto, o por lo menos antes de que tenga tiempo para pensar en él, y a tal fin me apresuro a distraerle con otros objetos que le hagan olvidar lo sucedido lo más pronto posible.
Mi deseo no es, pues, entrar en detalles, sino solamente exponer las máximas generales y proporcionar ejemplos para las ocasiones difíciles. Yo tengo por imposible que en el seno de la sociedad pueda llegar un niño a los doce años sin que se le den algunas ideas de las relaciones que existen de hombre a hombre y de la moralidad de los actos humanos. Es suficiente tener un gran cuidado de que no precise estas nociones hasta lo más tarde posible, y cuando ya sean inevitables, que queden limitadas a la utilidad del momento, sólo con el fin de que no se considere el dueño de todo ni perjudique al prójimo sin ningún escrúpulo o por ignorancia. Existen caracteres dulces y tranquilos que se pueden llevar muy lejos sin peligro alguno en su primera inocencia, pero también los hay de naturaleza violenta cuya irascibilidad se manifiesta muy pronto, y es forzoso darse prisa en hacerlos hombres para no hallarnos en la obligación de tenerlos encadenados.
Nuestros primeros deberes se refieren a nosotros, y nuestros sentimientos primitivos se concentran en nosotros mismos; todos nuestros movimientos naturales se refieren primero a nuestra conservación y a nuestro bienestar. Así, el primer sentimiento de la justicia no nos viene de la que nosotros somos deudores, sino de la que nos deben; por ese motivo, hablar siempre de las obligaciones a los niños y nunca de sus derechos, comenzando por decirles lo contrario de lo que necesitan, cosa que no les interesa, ni pueden entender, es uno de los defectos comunes de la educación.
Si hubiera que conducir a uno de estos que acabo de suponer, diría: «Un niño nunca ataca a las personas, sino a las cosas»; y muy pronto le enseña la experiencia a los que tienen más fuerza y más edad; pero las cosas no se defienden por sí mismas. La primera idea que se le debe sugerir es de que es de menos importancia la de la libertad que la de la propiedad, y para que él pueda adquirir esta idea, hace falta que sea dueño de algo: sus vestidos, sus muebles, sus juguetes, etc. Si sólo puede disponer de estas cosas, ignora por completo la causa de que estén en sus manos. Al decirle que las tiene porque se las han dado, no adelantamos nada, ya que para dar es necesario poseer; por consiguiente, existe una propiedad que es anterior a la suya, y es el principio de la propiedad lo que él quiere explicarse o comprender, sin tener en cuenta que la donación es un convenio, y que el niño no puede saber todavía lo que es una convención. Lectores, os ruego que notéis en este ejemplo y en otros cien mil, cómo saturando la cabeza de los niños de palabras que carecen de significación para ellos, creen, erróneamente, que les han dado alguna instrucción.
Es menester, pues, llegar hasta el origen de la propiedad, puesto que de este punto debe originarse la primera idea de ella. El niño que vive en el campo tiene alguna noción de los trabajos agrícolas; para esto no precisa más que ojos y espacio, y tiene lo uno y lo otro. Es propio de todas las edades, y especialmente en la suya, el afán que tiene el hombre de crear, imitar, producir, y el de dar señales de actividad y poderío.
Por los principios anteriormente expuestos, yo no me opongo a su deseo; por el contrario, le favorezco, tomo parte en él, trabajo con él, no por hacer su gusto, como él cree, sino por hacer el mío; soy su mozo en la huerta, y mientras él va adquiriendo fuerzas, yo cavo la tierra; él toma posesión sembrando un haba, y en verdad que más sagrada y respetable es esta posesión que la que de la América meridional tomó Núñez de Balboa en nombre del rey de España, plantando su estandarte en las playas del mar del Sur.
Viene todos los días a regar las habas, y las vemos crecer llenos de alegría. Yo acreciento su júbilo diciéndole: «Esto te pertenece», y explicándole el significado de la palabra pertenencia, procuro que comprenda que ha invertido en el cultivo un tiempo, su trabajo, su esfuerzo y por último su dedicación constante; que hay en esta tierra algo que es suyo, que puede reclamarlo contra quien sea, lo mismo que si él tratase de librar su brazo de la mano de otro hombre que se lo quisiera sujetar.
A lo mejor llega un día con la regadera en la mano. ¡Oh, espectáculo; oh, dolor! Todas las habas las han arrancado, la tierra removida y ni siquiera reconoce la plantación. ¡Ah!, ¿qué se ha hecho de mi trabajo, de mi obra, de mis sudores y afanes? ¿Quién me ha robado mi caudal? ¿Quién me ha robado mis habas? El tierno corazón se subleva y el primer sentimiento de la injusticia vierte en él su áspera amargura; sale de sus ojos un caudal de lágrimas, y el desconsolado niño llena el aire de gritos y sollozos. Uno toma parte en su pena e indignación, e indagamos, nos informamos, tratamos de saber quién y cómo, hasta que descubrimos que ha sido el hortelano, y le llamamos.
Pero ahora vemos que todo es distinto de lo que creímos. Al saber el hortelano el motivo de nuestra protesta, empieza a quejarse más violentamente que nosotros. «¿Con que son ustedes, señores, los que me han echado a perder mi trabajo? Yo había sembrado unos melones de Malta cuyas pepitas me habían dado como un tesoro; quería regalarles algunos cuando madurasen, y ahora, por sembrar sus malditas habas, han arrancado los melones que ya habían nacido, sin que disponga de más pepitas de su clase. Me han ocasionado un perjuicio irreparable y se han privado del gusto de comer unos melones que habrían sido exquisitos».
JUAN JACOBO: Dispénsenos usted, buen Roberto, por haberle
malogrado su trabajo. Veo muy bien que hemos echado a perder sus
esfuerzos, pero mandaremos a buscar otras pepitas de Malta y no
trabajaremos la tierra sin asegurarnos antes de que no la cultiva otro.
ROBERTO: Bah, si es así, señores, ya pueden ustedes dedicarse a dormir, porque aquí ya no hay tierras baldías. Yo trabajo las que heredé de mi padre, como hacen otros aldeanos; todas las tierras que ven tienen dueño desde hace mucho tiempo.
EMILIO: Señor Roberto, ¿se perderán muchas veces las pepitas de melón?
ROBERTO: Perdóname, niño, pero no se pierden, porque no tenemos muchos señoritos atolondrados como tú. Nadie toca el huerto de su vecino y cada uno respeta el trabajo de los demás, para que también respeten el suyo.
EMILIO: Pero yo no tengo huerto.
ROBERTO: ¿Qué me importa a mí? Si tú te metes en el mío, te echaré, porque no quiero perder mi trabajo.
JUAN JACOBO: ¿No nos podríamos arreglar con el buen Roberto? Que nos dé a mi amiguito y a mí un rincón de su huerto, con la condición de que le daremos la mitad de lo que produzca.
ROBERTO: Yo se lo doy a ustedes sin condición, pero sepan que iré a levantar sus habas si tocan mis melones.
En este ensayo sobre la manera de inculcar a los niños las nociones primitivas, vemos cómo la idea de propiedad es natural al derecho del primer ocupante por el trabajo. Esto es claro, franco, sencillo y siempre al alcance del niño. Desde este punto, 'hasta llegar al derecho de propiedad y las permutas, no falta más que un paso, y una vez dado ya no se debe seguir adelante. Es de observar cómo una explicación que he limitado en dos páginas, tal vez sea la materia de nuestro trabajo durante un año en el terreno práctico, puesto que en la carrera de las ideas morales no es posible su avance si no es con una gran lentitud, ni sobra el delicado cuidado que se ponga en asegurar firmemente cada uno de los pasos que se den. Jóvenes maestros, os suplico que meditéis sobre este ejemplo y tengáis presente que vuestras lecciones deben estar fundamentadas más en las acciones que en discursos, ya que los niños se olvidan fácilmente de cuanto han dicho y oído, y recuerdan muy bien lo que han realizado y les ha sucedido.
Más pronto o más tarde deben darse enseñanzas de esta clase, como he manifestado, según se apresure o retarde la necesidad de aleccionar por la índole pacífica o revoltosa del alumno; la necesidad de enseñar es de una evidencia palpable, pero para no dejar nada importante en lo que se refiere a cosas dificultosas, daremos todavía otro ejemplo.
Vuestro desobediente niño estropea todo lo que toca, pero no debéis enfadaros y sólo procede desviar o apartar de él lo que puede echar a perder. ¿Rompe los muebles de los cuales ha de servirse? Pues no os deis prisa en darle otros, y procurad que sienta todo el daño de la privación. ¿Rompe los cristales de sus ventanas? Dejad que le dé el viento de día y de noche, sin preocuparos de sus resfriados, ya que más vale que se resfríe que no que siga con sus locuras. Nunca os quejaréis de las incomodidades que os produce, pero debéis procurar que sea él quien las sufra primero. Después, hacéis poner los cristales sin decirle nada. ¿Los vuelve a romper? Cambiad entonces de método; decidle con sequedad pero sin enojo: «Las ventanas son mías y quiero que no me moleste el aire». Luego le encerráis en un cuarto oscuro y sin ventanas. Después de tan extraño proceder, grita y alborota, pero nadie le hace el menor caso. Pronto se cansa, se aturde y cambia de sistema; ahora se lamenta y solloza, se presenta un criado y el alborotador le ruega que le saque de allí. Sin molestarse en buscar argumentos para complacerle, responde el criado: «También yo tengo cristales que quiero conservar», y se marcha. Por último, transcurridas algunas horas en su encierro, el tiempo preciso para fastidiarse y no olvidar la lección, alguien irá a sugerirle la idea de que os proponga un convenio en virtud del cual no romperá más cristales a cambio de su libertad. No desea otra cosa; os hará llamar, acudiréis, hará su propuesta, y la admitiréis al instante, diciéndole: «Eso está muy bien pensado y los dos ganaremos; ¿por qué no se te ocurrió antes esa idea?». Después, sin exigir confirmaciones de su promesa, le daréis un cariñoso abrazo y le llevaréis seguidamente a su aposento, considerando este convenio tan inviolable y sagrado como si se hubiera realizado bajo un solemne juramento. ¿Cuál será la idea que tendrá de esta forma de actuar, de la fe en los convenios y de su utilidad? O estoy equivocado o no hay en la tierra un niño, sino está corrompido de antemano, que piense en romper adrede un cristal. Dedúzcase de todo cuanto hemos manifestado el encadenamiento que existe en todo ello; cuando hacía un agujero para sembrar unas habas no pensaba que existía un calabozo en el cual no tardaría mucho en encerrarle su ciencia.
Estamos aquí en el mundo moral y ved ahí la huerta abierta al vicio; con los pactos y las obligaciones nacen la mentira y el engaño. Tan pronto como se adquiere la libertad de hacer lo que no se debe, procuramos ocultar lo que hemos hecho, de tal modo que el interés nos obliga a prometer, y otro interés mayor tiene fuerza para que se viole la promesa; sólo se trata de violarla impunemente, siendo el recurso natural esconderse y mentir. Al no haberse podido prevenir el vicio, hemos caído en la obligación de castigarlo. Éstas son las miserias de la vida humana, las cuales tienen sus inicios con los errores.
He expuesto lo suficiente para que se comprenda que jamás se debe castigar a los niños como tal castigo, sino que el castigo siempre les debe venir como natural consecuencia de una mala acción. No haréis, pues, discursos, contra la mentira, y no les castigaréis precisamente por haber mentido, sino que debéis procurar que cuando mientan recaigan todos sus efectos sobre ellos, como, por ejemplo, la de no creerles cuando dicen la verdad, o acusarles de algo que no han hecho, aunque ellos lo nieguen. Pero es necesario que antes expliquemos qué cosa es mentir a los niños, para que no se vean o se crean injustamente castigados.
Existen dos clases de mentiras: la de hecho, que se refiere a una acción pasada, y la de derecho, que es la que tiene relación con lo futuro. Cuando uno niega lo que ha realizado o afirma haber hecho lo que no hizo, y de un modo general habla a sabiendas contra la verdad de las cosas, la mentira pertenece a la primera clase. La segunda está en la promesa que no se tiene intención de cumplir, y en manifestar una intención contraria a la que se tiene. En algunos casos ambas mentiras pueden concretarse en una sola, pero aquí sólo las considero en lo referente a sus diferencian.
Aquel que siente la necesidad del auxilio de los demás y continuamente le alcanza su benevolencia, no tiene ningún interés en engañarlos; por el contrario, tiene un evidente interés en que vean las cosas tal como son por temor de que se engañen en perjuicio suyo. Se ve claramente, pues, que la mentira de hecho no es natural a los niños, pero es la ley de la obediencia lo que despierta la necesidad de mentir, porque siendo la obediencia penosa, en secreto se la rehúye todo lo posible, y el interés por evitar la represión o el castigo puede más que la parodia de expresar la verdad. En la educación libre y natural, ¿por qué ha de mentir vuestro hijo? ¿Qué es lo que tiene que ocultaron? Si no le reprendéis, no le castigáis por nada, ni exigís nada de él, ¿por qué os ha de ocultar lo que ha hecho, diciéndolo con la misma ingenuidad con que se lo diría a un camarada suyo? El no ve más peligro en confesarlo a uno o a otro.
La mentira de derecho todavía es menos natural, ya que las promesas de hacer o de abstenerse son actos convencionales que salen del campo natural y derogan la libertad. Pero debe tenerse presente que todas las obligaciones de los niños son de carácter nulo en sí mismas, debido a que, no pudiendo percibir las cosas más allá de lo presente, ignoran lo que hacen en el momento en que se obligan. Comprometiéndose, casi no es posible que mienta un niño, porque pensando solamente en salir del apuro del momento, le parece indiferente todo medio que carece de un efecto inmediato, no promete nada cuando lo hace para un tiempo futuro, y estando su imaginación todavía adormecida, carece del poder necesario para extender su estado a dos épocas distintas. Si pudiese evitar unos azotes, o se le prometiera un paquete de dulces a condición de al día siguiente arrojarse por el balcón, lo prometería en el acto. Por la misma causa las leyes no toman en consideración ninguna de las obligaciones de los niños, y si los padres y los maestros más severos exigen que las cumplan, se debe a que se trata de cosas que debería realizar el niño, aun cuando no lo hubiera prometido.
No sabiendo el niño a lo que se obliga cuando promete, se ve claramente que no se halla en condiciones de poder mentir. No podemos decir lo mismo cuando falta a una palabra, que es también una especie de mentira retroactiva, ya que él recuerda perfectamente que prometió cumplirla, pero de lo que no se da cuenta todavía es de la importancia que tiene. Fuera de pensar en el porvenir, no puede prever las consecuencias dé nada, y cuando incumple sus promesas, no hace nada que esté contra la razón de su edad.
De esto se deduce que las mentiras de los niños son la obra de los maestros, y querer que aprendan a decir la verdad no es más que enseñarles a mentir. Con el afán de dictarles reglas, gobernarles e instruirles, nunca hallan medios suficientes para conseguir sus propósitos; pretenden enlazar su espíritu con máximas infundadas, con preceptos faltos de razón, y prefieren que sepan su lección y mientan a que se queden ignorantes y sean veraces.
Nosotros, que sólo damos a nuestros alumnos lecciones prácticas, y que antes los preferimos buenos que sabios, no exigimos de ellos la verdad, por miedo a que la falseen, ni les obligamos a que prometan nada que pueda ser causa de caer en la tentación de no cumplir. Si se ha cometido durante mi ausencia algún disparate y yo ignoro quién ha sido, me abstendré de acusar a Emilio o de preguntarle: «¿Has sido tú?». Pues, ¿qué otra cosa haría con esto sino enseñarle a negar? Y si por su natural difícil me obliga a llegar a algún convenio con él, tomaré mis medidas de tal modo que la propuesta siempre proceda de él, y no de mí, y una vez se haya obligado, procuraré que siempre tenga un vivo interés en cumplir su palabra, y si alguna vez faltase a ella, que era mentira le produzca molestias que vea que salen del mismo orden de las cosas y no de la venganza de su maestro. Pero, lejos de tener que recurrir a expedientes tan crueles, estoy casi seguro de que Emilio sabrá más tarde qué cosa es mentir, y que cuando lo sepa se quedará admirado y no comprenderá para qué puede ser buena la mentira. Es indiscutible que el hacer más independiente su bienestar, tanto de la voluntad como del juicio ajeno, más aparto de él todo interés en mentir.
Cuando no se lleva prisa en instruir, tampoco debemos exigir, y se toma el tiempo suficiente para no exigir nada que esté fuera de razón. De este modo es como se va formando el niño y no se le echa a perder. Pero cuando un preceptor desconcertado, que no sabe qué hacer, le obliga a cada instante a que prometa esto o aquello, sin distinción, ni elección, ni medida, el niño, fastidiado y abrumado con todas estas promesas, las descuida, se olvida de ellas las desdeña, y, por último, mirándolas como cláusulas de un vano formulario, tanto le da cumplirlas como rehusarlas. Si queréis que permanezca fiel en el cumplimiento de su palabra, es preciso que se le exija con mucha discreción.
El detalle en que acabo de entrar, referente a la mentira, puede ser aplicado bajo muchos aspectos a todas las otras obligaciones, que al mismo tiempo que las ordenan a los niños, se las hacen aborrecibles además de impracticables. A causa de predicarles la virtud, les hacen amar todos los vicios, y les son inspirados prohibiéndoles que los contraigan. Cuando los quieren hacer piadosos, los llevan a que se aburran en la iglesia, obligándoles a que balbuceen incesantemente oraciones entre dientes y a que aspiren a la dicha de no tener necesidad de encomendarse a Dios. Con el fin de inspirarles la caridad, les hacen dar limosna, como si los maestros tuviesen a menos al darla ellos mismos, olvidando que no es el niño quien debe dar, sino el maestro; por mucho afecto que tenga a su alumno, no le debe ceder este honor, y debe inculcarle que por su edad no es aún acreedor a él. La limosna es una acción del hombre que sabe el valor de lo que da y la necesidad que tiene de ella su semejante; por consiguiente, el niño, que ignora eso, está imposibilitado para la adquisición de algún mérito al dar limosna al necesitado. El da sin caridad ni beneficencia, casi avergonzado, basándose en el ejemplo de que sólo los niños dan limosna, y nunca los mayores.
Se debe tener presente que nunca hacen dar al niño otras cosas que aquéllas cuyo valor desconoce: piezas de metal que lleva en el bolsillo y que sólo le sirven para eso. Antes daría un niño cien doblones que un pastel. Que se le diga a este repartidor tan espléndido que dé las cosas que más le gustan: sus juguetes, sus dulces, su merienda, y pronto veremos si habéis conseguido que sea generoso.
Hay también otro recurso para esto, el cual consiste en devolverle al niño lo que ha dado, y pronto veremos que da aquello que sabe que se lo devolverán. Sólo he observado en los niños estas dos clases de generosidad: dar lo que de nada les sirve, o dar lo que están seguros que les restituirán. «Obrad de modo, dice Locke, que por experiencia se convenzan de que siempre el más liberal sale mejor librado»; eso es hacer el niño liberal en apariencia y avaro en realidad. Luego añade que así contraerán los niños el hábito de la liberalidad; sí, de una liberalidad usuraria que da uno para sacar ciento. Se debe atender al hábito del alma, no al de las manos. A ésta se parecen todas las demás virtudes que enseñan a los niños. ¡Y por predicarles virtudes tan sólidas, consumen en la tristeza sus primero años! Rechazad una educación tan sabia.
Maestros, dejad estas puerilidades, sed virtuosos y buenos y procurad que vuestros ejemplos queden grabados en la memoria de los alumnos, hasta que puedan penetrar profundamente en su tierno corazón. En lugar de exigirle a mi alumno obras de caridad, prefiero hacerlas yo en su presencia, y aún trataré de evitar que me imite, debido a que no es conveniente a su corta edad, ya que es importante que no considere las obligaciones de los hombres como costumbres de los niños.
Y si al ver que auxilio a los pobres me hace preguntas sobre esto, y veo que es oportuno contestarle, le diré: «Amigo mío, esto es porque cuando los pobres consintieron en que hubiera ricos, los ricos prometieron ayudar a todos aquellos que ni con sus bienes ni con su trabajo se pudieran mantener». «Entonces, ¿también usted lo prometió?». «Claro que sí, porque sólo soy el dueño de los bienes que pasan por mis manos, con la condición de que no es absoluta mi propiedad».
Después de oír este discurso (y ya se ha visto cómo debe prepararse al niño para que esté en condiciones de entenderlo), otro que no fuera Emilio caería en la tentación de imitar y se comportaría como un hombre rico, y en este caso procuraría ponerle algún estorbo para que no lo hiciera con ostentación; preferiría que me quitase mi derecho y se escondiera para hacer la dádiva. Por ser propio de su edad, sería el único fraude que yo le perdonaría.
Yo sé que las virtudes de imitación son como las de los monos, y que una buena acción, no porque lo es, sino porque la realizan los demás, no es moralmente buena. Pero es necesario procurar que los niños imiten los actos cuyo hábito queremos que adquieran, puesto que a su edad todavía no siente nada su corazón, y mientras va llegando el tiempo del discernimiento, pueden realizarlos por amor al bien. Sabemos que el hombre es un ser que imita a los demás, lo mismo que los animales. La propensión a imitar sale de la naturaleza bien ordenada, pero en la sociedad degenera en vicio. Imita el mono al hombre, a quien teme, y en cambio no imita de los animales, a los que desprecia, cree bueno todo lo que hace un ser superior a él. Entre los hombres sucede lo contrario; nuestros graciosos de todas las especies imitan lo hermoso y bello para rebajarlo y hasta ridiculizarlo; convencidos íntimamente de su ruindad, se proponen igualarse con los que valen más que ellos, y si se esfuerzan en imitar lo que les parece digno de admiración, en la elección de los objetos demuestran el mediocre gusto de los imitadores, los cuales prefieren antes engañar a los otros o elogiar su propio talento, que ilustrarse y mejorar. El fundamento de la imitación entre nosotros viene del deseo de no ser siempre el mismo. Si yo salgo bien de mi empresa, mi Emilio no deseará hacer lo mismo; de este modo, será necesario renunciar al aparente bien que puede producir.
Adentraos en lo más íntimo de las reglas de vuestra educación y las hallaréis totalmente opuestas a la razón, particularmente en lo que se refiere a las virtudes y a las costumbres. La sola lección de moral que conviene a la infancia y la que más importancia tiene en todas las edades es la de no causar ningún mal a nadie. El mismo precepto de hacer el bien, cuando no está subordinado al otro, es peligroso, falso y contradictorio. ¿Quién hay que no haga el bien? Todo el mundo hace algo bueno, lo mismo el perverso como los otros, el cual hace un hombre dichoso a costa de cien miserables, y de aquí vienen todas nuestras calamidades. Las más sublimes virtudes son negativas, y son también las más difíciles, porque van desprovistas de ostentación y ocupan un lugar más elevado que el mismo placer, tan dulce para el corazón del hombre, deseoso de que otro se vaya contento y satisfecho de nosotros.
¡Oh, cuánto bien hace a sus semejantes aquel que, si hay alguno, nunca hace mal! ¡Qué carácter tan íntegro y qué ánimo tan intrépido el suyo! Esto no consiste en razonar sobre esta máxima, sino procurando ponerla en práctica, viendo lo que es noble y lo que se debe rechazar.
He aquí algunas breves ideas acerca de las precauciones con que quisiera yo que a los niños se les dieran las instrucciones que a veces no se les pueden negar, sin exponerlos a que hagan daño a los demás o a sí mismos, especialmente en contraer malos hábitos, que más tare serían difíciles de corregir, pero podemos estar seguros de que serán raras las veces que nos encontraremos en esta necesidad con niños educados como deben serlo, debido a que no hay posibilidad de que se vuelvan indóciles, malos y embusteros, si no han arraigado en su corazón los vicios que los descarrían, de tal manera que cuanto llevo dicho sobre este punto, más que a las reglas se aplica a las excepciones, pero éstas son más comunes a medida que los niños tienen más ocasiones de salir de su estado y contraer los vicios de los hombres. Aquellos que en medio del bullicio del mundo se educan con precisión, les son necesarias unas instrucciones más precoces que a los que están educados en la soledad. Esa educación sería preferible, aunque no hiciera otra cosa que dar tiempo para que madure la infancia.
Hay otro género de excepciones contrarias para aquellos que un feliz natural les hace superiores a su edad. Así como hay hombres que nunca salen de la infancia, hay otros, por así decirlo, que no se detienen en la niñez, y casi son hombres desde que nacen. El mal está en que esta última excepción es rarísima, muy difícil, y al figurarse cada madre que su niño puede ser un portento, termina convencida de que lo es en realidad, y aún hacen más, pues consideran como indicios extraordinarios los normales: la viveza, la improvisación, el atolondramiento, las ingenuidades graciosas, señales características de la edad y que demuestran con toda claridad que el niño no es otra cosa que niño. ¿Qué tiene de extraño que aquél a quien dejan hablar mucho y le permiten que diga lo que se le antoje, que no se halla sujeto por consideraciones ni respetos de ninguna clase, le salga por casualidad alguna feliz ocurrencia? Lo extraordinario sería que no tuviera alguna, de la misma manera que lo sería el que un astrólogo, entre mil mentiras, no predijese alguna verdad. «Ellos mentirán tanto —decía Enrique IV—, que por último darán con la verdad». Quien pretenda decir ingeniosidades, no tiene más que decir muchas tonterías. ¡Que Dios libre de todo mal a las personas que siguen la moda, las cuales no tienen otro mérito que el de imitar!
Los pensamientos más brillantes pueden estar en el cerebro de los niños, o mejor, que los dichos más agudos salidos de la boca de un niño, al igual que los diamantes de más valor puestos en sus manos, no son suyos, a pesar de tenerlos; puesto que en esta edad no hay propiedad verdadera de ninguna especie.
Las palabras que pronuncia un niño no tienen el mismo significado para él que para nosotros, ni les atribuye las mismas ideas, las cuales, si es que tiene algunas, permanecen en su cerebro sin orden ni conexión, por lo que en todo lo que piensa no hay nada que sea fijo ni seguro.
Si analizamos ese pretendido portento, en algunos momentos encontraremos en él un resorte de una actividad extremada, una claridad dé entendimiento que cala en el vacío; frecuentemente parece un entendimiento flojo, decaído y como que esté cercado de una densa niebla. En unas ocasiones corre más que nosotros, y en otras se queda parado. Hay momentos que diríamos que tiene un raro ingenio, y poco después advertiríamos que es tonto, y siempre caeríamos en un error, ya que él es un niño. Es un aguilucho que vuela por un momento en el aire y luego vuelve a caer en su nido.
Tratadle, pues, como conviene a su edad, a pesar de las apariencias, y procurad no apurar sus fuerzas obligándolas a un excesivo ejercicio. Si observáis que se calienta este centro nuevo y os dais cuenta de que ya empieza a hervir, dejad que fermente libremente, pero no le excitéis nunca, para que no se evapore, y cuando se hubiesen evaporado los primeros alientos, debéis comprimir y contener los restantes, hasta que con los años quede todo transformado en calor vivificante y en verdadera fuerza. Si dejaseis de realizarlo, perderíais el tiempo y el trabajo, y destruiríais lo realizado, y después de haberos extasiado locamente con todos estos vapores inflamables, sólo os quedaría un residuo carente de fuerza alguna.
De los niños atolondrados salen hombres vulgares; no conozco una observación más general y verdadera que ésta. No hay nada más difícil que distinguir en la infancia la verdadera estupidez de la aparente y engañosa estupidez, que preanuncia las almas ánimos fuertes. Que tengan ambos extremos unos signos tan parecidos nos parece extraño a primera vista, pero es necesario que sea así, porque en una edad en la cual el hombre carece todavía de una verdadera idea, la diferencia que media entre el que está dotado de un verdadero ingenio y el que no tiene ninguno está en que éste sólo admite ideas falsas y el otro no halla ninguna verdadera y las desecha todas, pareciéndose al necio que no es capaz de nada, en que nada le conviene. La señal única capaz de hacer una distinción depende del azar, el cual suele presentar al último una idea a su alcance, mientras que el primero es el mismo siempre y en todos los casos. Catón el menor, durante su infancia, en su casa le creían imbécil porque era callado y terco. Pero su tío lo fue conociendo en la antecámara de Sila, y si no hubiese tenido esa oportunidad, tal vez le habría creído un necio hasta que hubiera llegado al uso de razón; de no haber vivido César, quizá se hubiera tratado de visionario a Catón, quien precisó su funesto ingenio y previó de tan lejos sus proyectos. ¡Oh, cómo están expuestos a engañarse aquellos que tan precipitadamente emiten una opinión sobre los niños! Muchas veces resultan más niños que los mismos niños.
Ya en su edad avanzada traté a un hombre que me honraba con su amistad, y era considerado corto de alcances por sus familiares y amigos. Esta excelente cabeza iba madurando en silencio, y de repente se reveló como un gran filósofo, y no dudo de que la posteridad le asignará un honroso y eminente lugar entre los que mejor han elucubrado, consagrándose entre los más profundos metafísicos de su siglo. Respetad a la infancia y no os deis prisa en juzgarla ni para el bien ni para el mal. Dejad que se declaren, se prueben y se confirmen durante largo tiempo las excepciones antes de que adoptéis métodos particulares. Esperad a que obre durante un largo tiempo la naturaleza antes de que vosotros os metáis a obrar en su lugar, a fin de que no impidáis la eficacia de sus operaciones. Decís que sois conocedores del valor que tiene el tiempo, que no queréis perderlo, y no os dais cuenta de que más se pierde haciendo un mal uso de él, que no haciendo que sea bien empleado, y que más lejos está de la sabiduría un niño mal instruido que otro que no ha recibido ninguna instrucción.
Os asustáis al ver que pierde sus primeros años sin hacer nada. ¿Cómo? ¿No es nada el ser feliz? ¿No es nada que pueda saltar, correr y jugar todo el día? Jamás en su vida estará más ocupado. Platón, en su República, que tan austera se considera, educa a los niños en fiestas, juegos, cánticos y pasatiempos; cuando les ha enseñado a divertirse bien, parece que ya lo tiene todo terminado, y Séneca, hablando de la antigua juventud romana, dice que siempre estaba en pie, y que jamás les enseñaba nada que no pudieran permanecer en pie. Cuando la juventud llegaba a la edad viril, ¿perdía algo con esa actitud, con esa aparente ociosidad? ¿Qué diríais de uno que por aprovechar toda la vida no quisiera dormir? Seguro que diríais que carece de sensatez, que no goza del tiempo que se le ofrece, y que por evitar el sueño se da prisa para alcanzar la muerte. Debéis pensar que aquí sucede lo mismo, y que la infancia es el sueño de la razón. Esta facilidad aparente que tienen los niños para aprender es la causa de que se pierdan. No nos damos cuenta de que esta misma facilidad nos demuestra que nada aprenden. Su cerebro, liso y pulimentado, refleja como si se tratara de un espejo los objetos que se le presenta, pero no retiene nada, nada le penetra. El niño repite las palabras, las ideas le llegan por reflejo; los que los escuchan las entienden, y él es el único que no sabe lo que dice.
Aunque la memoria y el raciocinio sean dos facultades esencialmente distintas, en realidad no se desarrolla verdaderamente la una sin la otra. El niño no recibe ideas antes del uso de razón, sino solamente imágenes, y la diferencia entre unas a otras, consiste en que las imágenes no son otra cosa que pinturas absolutas de los objetos sensibles, y las ideas son nociones de los objetos determinados por sus relaciones. Una imagen puede existir sola en el alma que se la representa, pero toda idea supone otras. El que imagina, se limita a ver, y el que concibe, compara. Nuestras sensaciones son sólo pasivas, pero todas nuestras percepciones o ideas proceden de un principio activo que juzga. Demostraremos esto más adelante.
No siendo los niños capaces de juicio, digo, pues, que no tienen verdadera memoria. Retienen sonidos, figuras, sensaciones, rara vez ideas y menos veces su relación entre sí. Quien me rebata diciendo que aprenden algunos principios de geometría, cree que ha demostrado el error de mis afirmaciones, cuando por el contrario, las confirman, pues demuestran que en vez de saber razonar por sí mismos, no son capaces de apropiarse la interpretación de otros. Seguido de cerca a esos pequeños geómetras en su método, y pronto veréis que sólo han retenido la impresión de la figura y los términos de la demostración. No son capaces de responder a la más pequeña objeción; basta con invertirles la figura, y se quedan totalmente desorientados. Todo esto nos demuestra que su inteligencia se limita a las sensaciones, sin llegar al entendimiento; su misma memoria no es más perfecta que sus otras facultades, puesto que casi siempre tienen que volver a aprender cuando son mayores las cosas cuyas palabras aprendieron de niños.
No obstante, estoy muy lejos de creer que los niños no razonen nada. Por el contrario, se puede observar que razonan muy bien en todo lo que conocen y tiene relación con su presente y sensible interés. Pero es respecto a sus conocimientos en lo que nos engañamos, porque les atribuimos los que no poseen, y queremos que razonen sobre lo que son incapaces de comprender.
También nos engañamos cuando pretendemos que valoren sobre consideraciones que no les atraen, como su interés por el futuro, su felicidad cuando sean hombres, el aprecio de que serán objeto en el futuro; discursos que dirigidos a seres carentes de previsión, no significan nada para ellos. Y todos los estudios a que se ven obligados estos pobres desventurados tratan asuntos que no están al alcance de su inteligencia. Júzguese, pues, la atención que les pueden dedicar.
Los pedagogos, que tan aparatosamente exponen las instrucciones que dan a sus discípulos, están imposibilitados para hablar de otra forma; no obstante, por su modo de hacer uno se da cuenta de que piensan exactamente como yo, porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo que les enseñan? Palabras, más palabras, y siempre palabras.
Entre la diversidad de ciencias que tanto se ufanan de enseñarles, tratan de no escoger las que les serían de un verdadero provecho, ya que serían ciencias de cosas y no realizarían los progresos debidos, sino en las que al parecer se saben cuándo se conocen los términos: blasón, geografía, cronología, lengua, etc.; estudios todos tan distantes del hombre, y especialmente del niño, que resultaría casi milagroso si algo de todo esto le pudiera ser útil sólo una vez en su vida.
Sé que es una cosa sorprendente el que mire como una de tantas inutilidades de la educación el estudio de los idiomas, pero se debe tener presente que aquí únicamente me refiero a los estudios en su primera edad, y creo que hasta llegar a los doce o quince años, ningún niño, si exceptuamos a los superdotados, ha aprendido verdaderamente los idiomas.
Si el estudio de las lenguas consistiera sólo en el aprendizaje de palabras, estaría de acuerdo en que este estudio podría serles conveniente a los niños, porque sólo consistiría en el aprendizaje de las figuras o de los sonidos, pero mudando las lenguas y los signos, también quedan modificadas las ideas que representan. Se forman las cabezas por las lenguas, y los pensamientos se tiñen del color de los idiomas. Sólo la razón es general; el raciocinio tiene en cada lengua su forma propia y peculiar, y esta diferencia, que podría ser la causa o efecto de los caracteres nacionales, radica en que en todas las naciones del mundo la lengua sigue las mismas vicisitudes que las costumbres, y con ellas se conserva o se altera.
Entre estas diversas formas, el uso da una al niño, y es la única que conserva hasta la edad de razón. Para que pudiera tener dos, precisaría que supiera comparar las ideas. Se comprende fácilmente que si aún no está en la edad de concebirlas, tampoco puede estarlo para establecer comparaciones sobre ellas. Puede dar a cada cosa una infinidad de signos diferentes, pero no puede dar a cada idea más que una sola forma; ésta es la causa de que sólo pueda aprender a hablar una sola lengua. A pesar de cuanto he manifestado, se me dice que aprenden muchas, lo que yo niego de una forma rotunda. He visto a algunos de estos portentosos niños que se figuraban que hablaban cinco o seis lenguas, y les he oído hablar de una forma sucesiva alemán con palabras latinas, francesas e italianas; en realidad, manejaban cinco o seis diccionarios, pero no hablaban otro idioma que el alemán. En una palabra, se pueden dar a los niños todos los sinónimos que se quiera, se podrán cambiar sus voces, pero nunca su lengua, ya que jamás sabrán más que una.
Con la finalidad de que esta incapacidad no quede de manifiesto, los ejercitan preferentemente en las lenguas muertas, ya que no existen jueces que puedan recusarles. Como hace muchos siglos que se ha perdido su uso familiar nos limitamos a imitar cuanto hallamos escrito en los libros, y a eso es lo que muchos llaman hablarlas. Si éste es el latín y el griego de los maestros, uno ya se puede dar cuenta del conocimiento que pueden tener los discípulos. Cuando apenas han aprendido de memoria algunos rudimentos y ni una palabra entienden, es cuando les preparan para redactar un discurso francés en palabras latinas; después, cuando están más adelantados, les hacen escribir en prosa frases de Cicerón, y en verso muchas de Virgilio. Entonces se quedan convencidos de que hablan latín, pues nadie les va a contradecir.
Sea el estudio que sea, de nada valen los signos que representan si carecen de las ideas de las cosas que representan. A pesar de ello, siempre limitan al niño a estos signos, sin que logren nunca que comprenda nada. Cuando pretenden que conozcan los mapas, sólo les enseñan nombres de ciudades, de países, de ríos, que el niño no concibe que existan en otra parte más que en el papel donde se los muestran. Recuerdo que vi, no sé dónde, una geografía que comenzaba así: «¿Qué es el mundo? Un globo de cartón». Ésta es precisamente la geografía de los niños. Confirmo como una cosa incontestable que, después de dos años de esfera y de cosmografía, no hay ni un solo niño de diez años que, en virtud de las reglas que le han dado, supiera ir de París a Saint-Denis. Considero como incontestable que no hay uno que con un plano del jardín de su padre sepa seguir las vueltas y revueltas sin extraviarse. Ésos son los doctores que saben a punto fijo la situación de Pekín, de Isfahan, de México y todos los países.
Oigo decir que es conveniente que se ocupen los niños en estudios que sólo precisen de ojos, y así podría ser si hubiera estudios que no necesitasen más que ojos, pero yo no sé que haya ninguno.
Hay un error todavía más ridículo, el que les obliga a estudiar la Historia, imaginándose que está a su alcance porque consideran que no es más que una simple recopilación de hechos. ¿Pero qué se entiende por hechos?
Consideran que las relaciones que los hechos históricos determinan son tan fáciles de comprender, que sin un gran esfuerzo se puede formar una idea de ellos en el espíritu de los niños. Piensan que es posible separar el verdadero conocimiento de los sucesos de sus causas, de sus efectos, y que es tan pequeño el enlace de lo histórico con lo moral que puede conocerse perfectamente el uno prescindiendo del otro.
Si en las acciones humanas no veis otra cosa que los movimientos externos y puramente físicos, no sé comprender qué es lo que podéis aprender en la Historia. Afirmo que absolutamente nada; y privado su estudio de todo interés, no les produce ni gusto ni instrucción alguna. Si queréis daros cuenta de las relaciones morales que presiden estas acciones, debéis procurar que vuestros alumnos entiendan estas relaciones, y entonces veréis si la Historia está adecuada a su edad.
Lectores, tened siempre presente que quien os habla no es un sabio ni un filósofo, sino un hombre sencillo, amante de la verdad, sin partido ni sistema alguno; un solitario que al tener poca comunicación con los hombres, tiene menos ocasiones para empaparse de sus preocupaciones, quedándole de este modo más tiempo para reflexionar sobre lo que le extraña cuando les trata. Mis principios tienen su fundamento en los hechos más que en las razones, y entiendo que el daros algún ejemplo de mis observaciones os será muy útil para poneros en condiciones de juzgar sobre su verdad.
Estuve algunos días en el campo, en casa de una buena madre de familia que cuida con el mayor celo la educación de sus hijos. Una mañana que estaba yo presenciando las lecciones del mayor, su maestro, que le había instruido muy bien en la Historia antigua, al referirse a Alejandro le habló del suceso, tan sabido, del médico Filipo, del que hay una tabla muy merecida. El preceptor, hombre de mérito reconocido, hizo sobre la intrepidez de Alejandro muchas reflexiones que no me gustaron, pero para no ponerle en evidencia y empequeñecer el concepto que de él tenía su alumno, no quise contradecirle. Durante la comida, según es costumbre, no dejaron de hacer hablar al chiquillo, quien con la viveza propia de su edad y con la ilusión de que le aplaudiesen, dijo una serie de necedades, y entre ellas algunos destellos de agudeza, que bastaron para que se olvidasen de sus errores. Luego, llegó el momento de explicar la historia de Filipo, que narró con mucho desparpajo. Después de los acostumbrados elogios que su madre anhelaba y el niño esperaba, se hicieron comentarios sobre lo que había expresado el pequeño. La mayoría reprochó la temeridad de Alejandro, y algunos, imitando al preceptor, exaltaron su valor y su entereza, lo cual me hizo ver que ninguno de los presentes sabía en qué consistía la belleza de su rasgo. Yo les dije que si en la acción de Alejandro hubo el menor valor o entereza, no fue más que una locura. Todos emitieron después una nueva opinión, y convinieron en que fue una locura. Cuando iba a responder, una mujer que estaba a mi lado y que no había despegado los labios, en voz baja me dijo: «Cállate, Juan Jacobo, que tampoco van a entenderte». La miré sorprendido y callé.
Después de la comida y sospechando por algunos indicios que el niño no había entendido nada de la historia que tan bien nos había explicado, le cogí de la mano, dimos una vuelta por el jardín, empecé a hacerle preguntas, y vi que más que a los otros le parecía admirable el valor tan considerado por todo el mundo de Alejandro. ¿Pero sabéis en qué lo veía? En el de beberse de un trago un brebaje de muy mal gusto sin vacilar y sin que le asquease. Era natural, porque al muchacho le habían hecho beber un purgante hacía quince días, y le costó mucho tomárselo, pareciéndole que aún sentía aquel mal sabor en la boca; la muerte y el tóxico no eran, a su entender, otra cosa que desagradables sensaciones, y el único veneno que concebía eran las hojas de sen. Sin embargo, debo confesar que la entereza del héroe había impresionado mucho a su joven corazón, y que ante la primera purga que le impusieron se dispuso a ser un Alejandro. Sin entrar en explicaciones que excedían a su capacidad, le alenté para que siguiera siempre dispuesto a afrontarlo todo, y me marché riéndome en mi interior de los padres y del preceptor que creen que enseñan historia a los niños. El hacerles repetir los nombres de reyes, imperios, guerras, conquistas y leyes no es nada difícil, pero cuan se trata de que tengan ideas claras sobre estas mismas palabras, no habrá mucha distancia de la conversación del hortelano Roberto.
Quedándose descontentos algunos lectores con el «Cállate, Juan Jacobo», sospecho que me van a preguntar dónde hallo yo la sublimidad de Alejandro. Desdichados. ¿Cómo la podréis entender si necesitáis que os la digan? En que Alejandro creía en la virtud, en que, a costa de su cabeza, a riesgo de su propia vida, era capaz su generosa alma de creer en ella. ¡Oh, qué brillante profesión de fe era la bebida de esta purga! Jamás ningún mortal hizo una profesión de fe tan sublime. Si halláis algún Alejandro moderno, debéis mostrármelo con unos rasgos parecidos.
Al no existir ninguna ciencia de las palabras, tampoco existe ningún estudio apropiado a los niños; si ellos carecen de verdaderas ideas, tampoco tienen una verdadera memoria, pues no la llamo así a la que sólo retiene las sensaciones. ¿No es verdad que de nada les ha de servir imprimir en su cabeza un catálogo de signos que no representan nada para ellos? ¿Estos signos no los aprenderán en el momento de aprender las cosas? ¿No es inútil que las tengan que aprender dos veces? Y dando vueltas sobre el mismo asunto, ¡cuántas preocupaciones les empiezan a inspirar queriendo que se tenga por ciencia palabras que para ellos carecen de significado alguno! Desde la primera palabra con la cual se satisface al niño, desde la primera cosa que aprende, debido a que otra persona se la enseña sin que él vea para qué sirve, se ha extrañado su juicio; tendrá que figurar entre los necios durante mucho tiempo antes de que supere esta pérdida.
Si la naturaleza da al cerebro del niño esa flexibilidad que le capacita para recibir toda clase de impresiones, no será para que en él se impriman nombres de reyes, fechas, términos heráldicos, de esfera, de geografía, y toda otra clase de palabras que para su edad carecen de todo significado y que de nada le sirven y con las cuales abruman su infancia. Que todas las ideas que puede concebir y le sean de utilidad, y todas cuantas se relacionen con su felicidad y deben darle en su momento las luces sobre sus obligaciones, le queden grabadas de una forma invariable y le sirvan para que se conduzca durante toda su vida del modo más conveniente a su modo de ser y a sus facultades.
La especie de memoria que puede tener un niño no queda estancada porque no se estudie en libros; retiene y se acuerda de todo cuanto ve y oye, retiene en el interior de su cabeza una idea de las acciones y los discursos de los hombres, y todo cuanto se acerca a él es el libro con el cual, sin pensar en ello, enriquece su memoria hasta que sea capaz de aprovecharla su razón. En saber elegir estos objetos, en la atención de presentarle continuamente los que pueda conocer y ocultarle los que debe ignorar, consiste el verdadero arte de cultivar en él esta primera facultad; de este modo le daremos un caudal de conocimientos que le servirán para su educación en la juventud y para su conducta en todo tiempo. Cierto que este método no conseguirá que haya niños portento, ni es para que se luzcan las ayas ni los preceptores, pero es capaz de formar hombres de juicio, robustos y de entendimiento sano, que sin haber sido la admiración de los demás cuando niños se convierten más tarde en hombres dignos de respeto.
Emilio nunca aprenderá nada de memoria, aunque sean las fábulas de La Fontaine, con todo su mérito, porque las palabras de las fábulas han de ser de fábulas, como las de historia lo son de historia. ¿Cómo puede ser uno tan ciego que diga que las fábulas son la moral de los niños, sin tener en cuenta que el cuento divierte a los niños de una manera falsa o mentirosa, los cuales, atraídos por la mentira, no advierten la verdad, y lo que se hace con el fin de que les sea grata la instrucción, les resulta un estorbo para aprovecharse de ella? Las fábulas pueden instruir a los hombres, pero a los niños debe decírseles siempre la verdad, sin tergiversaciones de ninguna clase; cuando se la encubren con un velo, no se toman el trabajo de descorrerlo.
Si hacéis aprender a los niños las fábulas de La Fontaine, os podréis dar cuenta en seguida de que no hay ni uno que las entienda; la verdad es que aún sería peor que las entendiesen, ya que es tan intrincada su moral, y tan desproporcionada a su edad, que más antes los llevaría al vicio que a la virtud. Otras paradojas, me diréis. Sea, pero vamos a ver si son verdades.
Aunque nos empeñemos mucho en hacer que las comprenda, yo afirmo que un niño no comprende las fábulas que le hacen aprender, porque la instrucción que de ellas queremos obtener no requiere que le inculquemos ideas que él no puede apreciar, y su estilo poético, si bien le ayuda a que las aprenda de memoria, hace que aún las entienda con mayor dificultad, con lo que a costa de la claridad se sacrifica el deleite.
Prescindiendo de una gran cantidad de fábulas que son del todo ininteligibles y que carecen de provecho para los niños, y que demuestra el poco discernimiento que tienen los que les obligan a que las aprendan, debido a que están mezcladas con las demás, nos limitamos a aquellas que parece que el autor escribió exclusivamente para ellos.
Yo no conozco en toda la colección de La Fontaine más que cinco o seis fábulas donde brilla eminentemente la ingenuidad; de estas cinco o seis yo tomo, por ejemplo, la primera, puesto que la moral de esta fábula es propia de cualquier edad; los niños la aprenden con gusto, es una de las que mejor comprenden, y es por este motivo que el autor le ha dado la preferencia y la ha colocado al comienzo de su libro. Suponiendo que cumpla el objetivo de ser entendida por los niños, de ser de su gusto y de instruirles, esa fábula es seguramente su obra maestra, lo cual me permite seguirla y examinarla en pocas palabras.
EL CUERVO Y EL ZORRO
Fábula
Maestro cuervo, subido a un árbol.
Maestro, ¿qué significa esta palabra en sí misma? ¿Qué significado tiene delante de un nombre propio? ¿Cuál es el sentido que tiene?
¿Qué es un cuervo?
¿Qué es esto de que está subido a un árbol? Yo no he dicho subido a un árbol, sino sobre un árbol. Por consiguiente, hace hablar de las inversiones de la poesía y obliga a decir lo que es la prosa y lo que es verso.
Tenía en su pico un queso.
¿Qué es un queso? ¿Era un queso de Suiza, de Brie de Holanda? Si el niño no ha visto un cuervo, ¿qué ganáis con hablarle del cuervo? Si lo ha visto, ¿cómo puede comprender que retenga un queso en el pico? Valeos siempre de las imágenes, igual, como nos las muestra la naturaleza.
Señor zorro, por el olor atraído.
¡Todavía un señor!, pero es un buen título: él es señor consumado en su hogar. Es necesario explicar lo que es un zorro y distinguir su verdad natural del carácter convencional que hay en las fábulas.
Atraído, engolosinado: esta palabra no es usada. Se debe explicarla; hay que decir que únicamente sirve para el verano. El niño preguntará por qué se le habla igualmente en verso que en prosa. ¿Qué le responderéis?
Engolosinado por el olor de un queso. Este queso que retiene un cuervo encaramado en un árbol, debía oler mucho para que sintiese el zorro estando en un soto o en su madriguera. ¿Es así como ejercitáis a vuestro alumno en este espíritu de crítica juiciosa que no se deja vencer por las buenas enseñanzas y sabe discernir la verdad de la mentira en las narraciones de los otros?
Tiene él un lenguaje aproximado a éste.
Este lenguaje. ¿Los zorros hablan, entonces? ¿Hablan, pues, el mismo lenguaje que los cuervos? Sabio preceptor, ponte en guardia, pesa bien tu respuesta antes de darla; esto tiene más importancia de lo que tú has pensado.
Hola, buenos días, señor cuervo.
¡Señor! Título que el niño ve como una burla antes de que sepa que es un título de honor. Los que dicen «señor cuervo» harán bien en referir otros asuntos antes que razonar lo que han dicho.
¡Qué hermoso sois, me parecéis muy bello!
Ya está: redundancia inútil. El niño, viendo repetir la misma cosa expresada en otros términos, aprende a hablar con descuido. Si le habéis dicho que esta redundancia es un arte del autor, la cual entra en el deseo del zorro, que quiere multiplicar los elogios con las palabras, esta excusa será buena para mí, pero nunca lo será para mi alumno.
Sin mentir en vuestro gorjeo.
Sin mentir. ¿Se miente, pues, alguna vez? ¿Qué pensará el niño si vosotros le hacéis aprender que el zorro ha dicho «sin mentir», cuando él miente?
Respondería a vuestro plumaje.
Respondería. ¿Qué significado tiene esta palabra? Enseñad al niño a comparar las cualidades que diferencian la vez del plumaje, y veréis cómo os entenderá.
Vos seréis el fénix de los habitantes de estos bosque.
El fénix. ¿Qué es un fénix? Nosotros aquí nos metemos de pronto en la mentalidad antigua, cercana a la mitología.
Los habitantes de estos bosques. ¡Qué discurso tan figurado! La lisonja ennoblece su lenguaje y le da más dignidad con el fin de serle más seductor. ¿Un niño será capaz de entender esta delicadeza? ¿Sabe o puede?
A estas palabras, el cuervo no se siente complacido.
Es preciso haber experimentado ya las pasiones muy fuertes para sentir esta expresión proverbial.
No olvidéis que, para entender este verso y toda la fábula, el niño debe saber lo que es eso de la bella voz del cuervo.
Él abre su largo pico, deja caer su presa.
Este verso es admirable y su armonía nos proporciona imagen del mismo. Yo veo un grande y feo pico abierto, yo comprendo lo de caer el queso por entre las ramas, pero esta clase de belleza no existe para los niños.
El zorro se sorprende y dice «mi buen señor».
He aquí, pues, la bondad transformada en bestialidad. Seguramente que no se pierde el tiempo para instruir a los niños.
Sabed que todo es lisonja.
Es una máxima general y nosotros no somos más.
Vive a expensas de aquel que le escucha.
Jamás un niño de diez años ha entendido este verso.
Esta lección bien vale un queso, sin duda.
Esto se entiende, y el pensamiento es muy bueno. Pero aún habrá muy pocos niños que sepan comparar una lección con un queso y que no prefieran el queso a la lección. Se puede advertir que esta proposición no es más que una ridiculez. ¡Qué delicadeza para los niños!
El cuervo, perplejo y confuso.
Otro pleonasmo, mas éste es inexcusable.
Jura, pero un poco tarde, que no se lo quitará más.
Jura. ¿Cuál es el torpe maestro que se atreve a explicar al niño lo que es un juramento?
He aquí los detalles, mucho menos, sin embargo, que lo que hará falta para analizar todas las ideas de esta fábula y reducirlas a ideas simples y elementales.
¿Pero y quién es el que cree que precisa de este análisis para que sea comprendido por los niños? Ninguno de nosotros es capaz de ponerse en el lugar de un niño. Vamos ahora a la parte moral.
¿Se puede considerar como una cosa buena la de instruir a un niño de seis años donde hay hombres que mienten y adulan según sus conveniencias? Lo más que se podría hacer seria educarle en la idea de que hay graciosos que se divierten con la ingenua vanidad de los niños, y luego se ríen de ellos, pero el queso lo echa a perder todo; tanto da que les enseñemos a que no se lo dejen caer del pico como que se lo hagan caer a otro. Ésta es mi segunda paradoja, y no es la que tiene menos importancia. Deben ser observados los niños cuando aprenden las fábulas, y se verá que cuando se ven en la necesidad de aplicarlas, casi siempre lo hacen de un modo contrario al propuesto por el fabulista, y en lugar de enmendarse del defecto del cual éste quiere corregirlos, se inclinan por el amor al vicio, con lo cual se saca partido de los defectos de los demás. En la fábula que hemos analizado, los niños se burlan del cuervo, y todos se aficionan al zorro; en la de La cigarra y la hormiga, ¿creéis que rechazan el ejemplo de la cigarra y de que toman el de la hormiga? A nadie le place ser desairado; siempre escogerán el papel brillante, que es la elección del amor propio, y la más natural. Pero ¡qué horrible lección para la infancia! El más inaudito de los fenómenos sería un niño cruel y avaro que supiera qué es lo que le piden y qué es lo que él niega.
En todas las fábulas en que uno de los personajes es el león o el águila, como sucede ordinariamente, es el que mas brilla, y por consiguiente el niño no deja de convertirse en león o en águila, y cuando está encargado de hacer algún reparto, instruido por su modelo, intenta por todos los medios quedárselo todo. Pero si el escarabajo hace caer del nido los huevos del águila, entonces el niño ya no quiere ser el águila, sino el escarabajo, aprendiendo de este modo a arrojar puñados de inmundicia a los que no se atreve a atacar limpiamente.
En la fábula El lobo flaco y el perro grueso, en lugar de la lección sobre sus deberes la prefiere sobre sus derechos. Jamás me olvidaré de una niña a quien vi que lloraba con el mayor desconsuelo al conocer esta fábula, prometiéndose a que fuese dócil. Nos costó mucho el averiguar la causa de su llanto. La pequeña no soportaba el estar siempre atada a su sillita, veía que tenía el cabello muy corto y lloraba porque no era lobo.
Se ve así de un modo palpable que la moral de la primera fábula para el niño no es otra cosa que una descarada adulación, la de la segunda abiertamente un alarde de inhumanidad, la tercera para sátira, y la cuarta una lección de independencia.
Aunque esta última resulte para mi alumno superflua, no deja de ser un inconveniente para los alumnos. Dándoles preceptos que se contradicen los unos a los otros, no podéis esperar la recogida de frutos que satisfagan vuestros afanes. Pero, quizá por la misma causa que yo, no quiero admitir las fábulas en mi sistema educativo, aunque vosotros las conservéis en los vuestros.
En la sociedad son indispensables dos morales distintas: una que consiste en palabras y otra que es la producida por las acciones, en las cuales no encontramos ningún parecido. De la primera clase hallamos un ejemplo en el catecismo y de la segunda en las fábulas de La Fontaine para los niños.
Pongámonos de acuerdo, señor La Fontaine. Por mi parte prometo leeros con agrado y mucha atención, e instruirme con vuestras fábulas, debido a que confío en que no voy a equivocarme sobre su objeto, pero espero que me permitáis que mi alumno no estudie ninguna, hasta que me demostréis que le conviene aprender cosas de las cuales no entiende ni la cuarta parte, y que en las que sea capaz de comprender algo, no tome el camino opuesto, y en lugar de enmendarse huyendo de lo que hace el burlado, no quiera imitar al burlador.
Librando de esta forma a los niños de todos sus deberes, estoy convencido de que les quito los instrumentos que les torturan, que son los libros. El azote de la infancia es la lectura y casi no sabemos emplearla en otra cosa. Cuando tenga doce años Emilio apenas sabrá qué es un libro. Pero es necesario, se me objetará, que por lo menos sepa leer. De acuerdo con esta opinión, pero necesario cuando le sea útil la lectura, pues pienso que hasta entonces únicamente sirve para fastidiarle.
Si nada debe exigirse de los niños por obediencia, se deduce que tampoco nada agradable ni útil pueden aprender como no sepan las ventajas que les significa, y entonces, ¿qué motivo les estimularía para aprenderlo? El arte de hablar y oír hablar a los ausentes, el de comunicarles sin intermediario nuestros sentimientos, voluntades y deseos, es un arte cuya utilidad puede ser evidente en todas las edades. ¿Por qué prodigio se ha convertido tan agradable y útil arte en tormento de la infancia? El haberla violentado a que se aplique contra su voluntad y el usarlo para cosas que no entiende. No se preocupa mucho un niño de perfeccionar el instrumento con que le atormentan, pero consigue que ese instrumento sirva para su diversión, y pronto se dedicará a él aunque sea contra vuestra voluntad.
Se considera muy importante contar con los mejores métodos de enseñar a leer; se agrupan láminas y mapas y el cuarto de un niño parece un taller de imprenta. Locke quiere que aprenda a leer con dados. ¿No es una invención exquisita? ¡Qué lástima! Hay un camino más firme que todos ésos y que siempre olvidan: el deseo de aprender. Debéis infundir al niño este deseo, dejad los cartones y los dados, pues cualquier método será bueno para él.
El interés actual es lo único que conduce con seguridad y nos lleva muy lejos. Algunas veces recibe Emilio de su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, invitaciones para una comida, un paseo, una partida de pesca, una feria; las esquelas son breves, claras y bien escritas. Es indispensable uno que se las lea, y éste no se tiene siempre a mano, o paga con la misma moneda la falta de condescendencia que el pequeño tuvo con él el día antes; de este modo se deja pasar la oportunidad. Por último le leen la esquela, pero ya ha pasado el tiempo. ¡Ah, si hubiera sabido leer! Se reciben otras igualmente breves, siendo su contenido muy interesante. Ponemos todo el interés en descifrarlas; unas veces hallamos quien nos ayuda, y otras se niegan a ayudar. Con grandes esfuerzos hemos descifrado la mitad de la esquela; se trata de ir mañana a comer requesones…, pero no sabemos adónde ni con quién. ¡Cuántos esfuerzos hacemos por leer lo demás! No creo que Emilio necesite muestras.
¿Hablaré ahora de cómo escribir? No, pues me da vergüenza divertirme con estas nimiedades en un tratado de educación.
Sólo añadiré una palabra, la cual constituye una máxima importante, y es que por lo común alcanza uno con mucha facilidad y prontitud lo que no se da mucha prisa en alcanzar. Estoy casi seguro de que Emilio sabrá leer y escribir perfectamente antes de sus diez años, precisamente porque me importa muy poco que sepa hacerlo antes de los quince, pero preferiría que nunca supiera leer que comprar esta ciencia a cambio de todo cuanto pueda hacerla útil. ¿De qué le servirá la lectura cuando hayan conseguido que aburra para siempre la lectura? Id imprimís cavere oportebit, ne studia, qui amare nondum potest, oderit, et amaratudinem semel perceptam etiain ultra rudes annos reformidet.
Al insistir sobre mi método inactivo, más reconozco que se esfuerzan los que me hacen objeciones. Si nada aprenden de vosotros vuestros alumnos, aprenderán de los demás. Si con la verdad no precavéis el error, aprenderán mentiras; las preocupaciones que tenéis miedo que sientan las recibirán de los que se les acerquen; se introducirán por todos sus sentidos o agotarán su razón antes de que esté formada, o, por el contrario, entorpecido su entendimiento por tan dilatada inacción quedará absorbido en la materia. Si le acostumbramos a que piense en su infancia, quedará privado de esta facultad para el resto de su vida.
A mí me parece que podría responder a estas objeciones con bastante facilidad, ¿pero, por qué tengo que responder siempre? Al responder a las objeciones, mi método es bueno por sí mismo; si no respondo, entonces no vale nada. Sigo adelante.
Si conforme al plan que acabo de trazar seguís las reglas directamente opuestas a las establecidas; si en lugar de llevar el entendimiento de vuestro alumno hacia remotas distancias; si en vez de extraviarle sin parar en apartados climas, en otros siglos, en los extremos de la tierra, y hasta en los cielos, os dedicáis a retenerle siempre dentro de sí mismo, y a que esté atento a lo que de inmediato le toca, le hallaréis capaz de percepción, de memoria y hasta de raciocinio. Éste es el orden de la naturaleza. Al mismo tiempo que se va convirtiendo en un ser activo el ser sensitivo, aumenta su discernimiento en proporción a sus fuerzas, y sólo con la fuerza que precisa para conservarse, recobra la facultad especulativa propia para emplear en todos los usos este exceso de fuerza.
Si queréis cultivar la inteligencia de vuestro alumno, cuidad bien de las fuerzas que "debe gobernar. Debéis procurar de forma continua que ejercite su cuerpo; hacerle robusto y sano, con el fin de hacerle racional y un hombre cuerdo; que trabaje, corra, grite, que esté en movimiento siempre, que sea hombre por el vigor, y de este modo pronto lo será por la razón. Con este método es cierto que se embrutecería si siempre estuvieseis dirigiéndole y siempre diciéndole «Vete, quédate, haz esto, no hagas lo otro», puesto que si sus brazos son siempre conducidos por vuestra cabeza, la suya le resulta inútil. Debéis tener siempre presentes nuestras conclusiones; si sois un pedante, es inútil que me leáis.
Creer que el ejercicio corporal es algo que perjudica, es uno de los mayores errores en que podemos caer, tanto si se refieren a las operaciones del espíritu como si no hubiera necesidad de que marcharan acordes estas dos operaciones, y no debiera dirigir siempre la una a la otra.
Sabemos que hay dos clases de hombres cuyos cuerpos están en continuo ejercicio, pero uno no piensa en cultivar su inteligencia, como los aldeanos y los salvajes. Éstos son rústicos y desmañados; los otros son célebres por su cordura, lo son también por la sutileza de su inteligencia; en general no existe un ente más torpe que un lugareño ni más listo que un salvaje. ¿De dónde viene esta diferencia? De que el primero hace siempre lo que le mandan, o lo que vio hacer a su padre, o lo que siempre ha hecho él mismo desde su niñez; siempre se guía por la práctica, y ocupado durante una vida casi maquinal en las mismas faenas, el hábito y la obediencia sustituyen en él a la razón.
Muy de otra forma ocurre con el salvaje; careciendo de apego a sitio alguno y no teniendo otra ley que la que le dicta su voluntad, se ve obligado a razonar cada una de sus acciones, y sin haber calculado previamente las consecuencias, ni se mueve ni da un paso. De esta forma, cuanto más ejercicio realiza su cuerpo más se ilustra su entendimiento; crecen al unísono su fuerza y su razón y aumentan la una merced a la otra.
Vamos a ver, sabio maestro, cuál de nuestros dos alumnos se parece al salvaje y cuál al campesino. El vuestro, que está sujeto a una autoridad, no realizará nada si no se le ordena; no se atreve a comer cuando tiene hambre, ni a beber cuando le atormenta la sed, ni a reírse cuando está alegre, ni a llorar cuando está triste, ni a presentar una mano por otra, ni a mover el pie si no se lo indican, y pronto no se atreverá a respirar sin seguir vuestras reglas. ¿Cómo queréis que piense si le tenéis acostumbrado a hacerlo vosotros por él? Estando seguro de vuestra precisión no necesita tenerla él para nada. Viendo que os encargáis de su conservación y de su bienestar, él se libra de este afán, somete su juicio al vuestro; todo lo que no le habéis prohibido lo verifica sin reflexión, sabiendo que con ello no corre riesgo de ninguna clase. ¿Qué necesidad tiene de aprender a prever la lluvia? Él ya sabe que vosotros observaréis las nubes. ¿Para qué necesita pensar en su paseo? No tiene ningún temor de que dejéis pasar la hora de comer. Con tal de que no le prohibáis que coma, él come, y si es al revés, no come; dejando de atender las exigencias de su estómago, atiende las vuestras.
Inútilmente hacéis flexible su cuerpo con la inacción, y no por eso haréis más claro su entendimiento; por el contrario, anuláis su razón haciendo que malgaste la poca que tiene en las cosas que más inútiles le parecen. No comprobando para qué sirve, cree que no sirve para nada. Lo peor que le puede suceder, cuando discurre mal, es que le reprendan, y esto le sucede tantas veces que ya no hace ningún caso, ya no le asusta un peligro tan repetido.
A pesar de ello, halláis en él desparpajo; lo tiene, en efecto, para charlar con las mujeres, por el estilo de lo que ya he dicho anteriormente, pero si llega la ocasión de que tenga necesidad de arriesgar su persona, de solucionar un problema difícil, observaréis que es cien veces más torpe que el hijo del más rústico labrador.
Pero mi alumno, o por decirlo mejor, el alumno de la naturaleza, habituado tempranamente a bastarse a sí mismo en lo posible, no tiene por costumbre recurrir a los demás, menos hacer gala de su mucho saber; en cambio, juzga, prevé, y reflexiona en todo lo que tiene alguna relación inmediata con él. No habla, pero actúa; no sabe una palabra de cuanto sucede en el mundo, pero sabe desenvolverse muy bien en todo lo que le afecta. Como está en movimiento continuamente, se ve precisado a observar muchas cosas, a conocer muchos efectos, y muy pronto adquiere experiencia, aprende las lecciones de la naturaleza y no la de los hombres, y eso le instruye más porque no ve intención de instruirle en ninguna parte, por lo que al mismo tiempo se ejercitan su espíritu y su cuerpo. Como actúa siempre de conformidad con sus propias ideas, consigue dos ventajas: al mismo tiempo que se hace robusto y fuerte, se hace también racional y juicioso. Por este modo de obrar alcanza un día lo que se cree incompatible y que han reunido casi todos los grandes hombres: la fuerza del cuerpo y del espíritu, el talento de un sabio y el vigor de un atleta.
Joven maestro, te propongo un arte difícil, como es el de dirigir sin preceptos y lograrlo todo sin hacer nada. Estoy convencido de que este arte no es el apropiado a tu edad, de que no es el más adecuado para que luzcas tu talento ni consigas el aprecio de los padres, pero debo repetirte que es el único para conseguir el fin educativo. Nunca alcanzarás el éxito de formar sabios si no formas primero tunantuelos, que era el sistema educativo de los espartanos; en vez de tener pegados los niños a los libros, les enseñaban a robar lo que tenían que comer.
Los espartanos, cuando mayores, no por eso eran hombres toscos. Nadie ignora la energía y la agudeza de sus reacciones. Habituados a vencer a sus enemigos, en toda clase de guerra los arrollaban, y los atenienses temían sus ocurrencias tanto como sus golpes.
En las educaciones más esmeradas manda el maestro y cree que dirige, y quien en efecto dirige es el niño, el cual se vale de lo que exigís de él para alcanzar de vosotros lo que se le antoja y lograr con ocho días de anticipación vuestra condescendencia por una hora de aplicación. A cada instante hay que llegar a convenios con él. Estos tratados que proponéis a vuestro modo, y que él ejecuta a su manera, siempre son en beneficio suyo, y de un modo especial si se cae en la torpeza de hacer constar, como una condición que ha de ser en beneficio, suyo, lo que está seguro que ha de alcanzar, tanto si cumple la condición que le ha sido impuesta como si deja de cumplirla. Generalmente el niño lee mucho mejor en el alma del maestro que éste en la del niño, y debe ser así, puesto que toda cuanta sagacidad hubiera puesto en cuidar de su conservación, el niño la emplea ahora en sacar su libertad natural de las cadenas de su tirano, mientras éste, que no tiene tanta urgencia e interés en adivinar lo que el otro piensa, algunas veces ve que le resulta más conveniente dejarle abandonado a su pereza y a su vanidad.
Ya podéis daros cuenta de que seguís un camino opuesto al de vuestro alumno, que cree que él es siempre el dueño, pero debéis serlo vosotros de verdad. No hay ninguna sujeción más completa como la que posee todas las apariencias de libertad, ya que de este modo está cautiva la voluntad misma. ¿No está a vuestra disposición un pobre niño que nada sabe, que lo ignora todo? ¿No sois vosotros los que disponéis de todo lo que tiene relación con él y de todo lo que está cerca de él? ¿No están en vuestra mano, sin que él lo sepa, sus tareas, sus juegos, sus deleites, sus penas y todo lo demás? No hay duda de que no debe hacer otra cosa que lo que él quiera, pero sólo lo que admitís que haga, pues no debe dar un paso sin que vosotros lo tengáis previsto, ni desplegar los labios sin que sepáis lo que va a decir.
Después podrá realizar los ejercicios corporales propios de su edad, sin embrutecer su entendimiento, y luego, en vez de imaginar tretas para poder escapar de un imperio incómodo, veréis cómo se preocupa por sacar de todo el fruto más provechoso, y entonces quedaréis admirados de su agudeza para apropiarse de todos los objetos que estén a su alcance y disfrutar de las cosas sin la aprobación ajena.
Obrando de modo que sea dueño de su voluntad, no fomentaréis sus caprichos, y dejando que haga lo que quiera, pronto no hará más que lo que él debe hacer, y aunque esté su cuerpo en un continuo movimiento, al tratarse de su interés del momento os daréis cuenta de cómo se desenvuelve la razón de que es capaz y del modo más adecuado para él, mejor que con estudios de pura especulación.
De esta manera, viendo que no le contrariáis y poniendo él su confianza en vosotros, además de no tener necesidad de ocultaros nada, no os engañará ni os mentirá; se manifestará tal como es; tendréis ocasión de estudiarlo y de preparar las lecciones que queráis darle, sin que advierta que las está recibiendo.
Tampoco se habrá convertido en un espía de vuestras costumbres movido por ninguna curiosidad, ni se sentirá complacido secretamente al cogeros en una falta. Este inconveniente que prevenimos es importante. Ya os he dicho repetidas veces que uno de los primeros afanes de los niños es el de poder descubrir la parte débil de sus dirigentes. Esta inclinación conduce a la malicia, pero no proviene de ella; nace de la necesidad de sortear una autoridad que les es enojosa. Ponen su empeño en sacudirse el yugo que les imponen y los agobia, y los defectos que hallan en sus preceptores les proporcionan los medios adecuados. Mientras tanto, van adquiriendo el hábito de observar los defectos de los demás, y se complacen en encontrarlos. Se ve claramente que hemos evitado que se vea una sucesión de vicios en el corazón de Emilio, pues como no tiene ningún interés en encontrar mis defectos, no los buscará, ni deseará saber los de otros.
Todas estas prácticas parecen difíciles porque no se piensa en ellas, pero en el fondo no lo son. Hay motivos para suponeros con las luces precisas para desempeñar la profesión que habéis elegido,` y hay que creer que conocéis el natural progreso del corazón humano, que sabéis estudiar hacia qué se inclinará la voluntad de vuestro alumno observando los objetos que interesen a su edad y que haréis pasar por delante de sus ojos. Poseer los instrumentos y saber utilizarlos, ¿no es ser dueño de la operación?
Me opondréis los caprichos del niño, y no tenéis razón. El capricho de los niños jamás ha sido obra de la naturaleza, sino de una defectuosa disciplina; ellos han obedecido o mandado, y he dicho cien veces que no debía ser ni lo uno ni lo otro. Vuestro alumno no tendrá otros caprichos que los que le habréis permitido, y es justo que paguéis vuestras faltas. Me preguntaréis cómo se pueden remediar. Eso se soluciona con una conducta mejor y con mucha paciencia.
Yo me encargué durante algunas semanas de un niño acostumbrado no sólo a hacer su voluntad, sino también a que los demás se le sometieran, lo que quiere decir que le sobraba fantasía. El primer día, para poner a prueba mi benignidad, se quiso levantar a media noche. Cuando mejor dormía yo, saltó de la cama, cogió su ropa y me llamó. Me levanté y encendí la luz; él no deseaba más, pero al cabo de un cuarto de hora el sueño le venció y volvió a acostarse, muy satisfecho de su prueba. Dos días después la repitió con el mismo éxito, sin el menor signo de impaciencia en mí. Como me dio un abrazo al volverse a acostar, yo le dije sin destemplanzas: «Mi pequeño amigo, bien está, pero no vuelvas a hacerlo». Estas palabras espolearon su curiosidad, y a la noche siguiente, deseando saber si me atrevería a desobedecerle, volvió a levantarse a la misma hora y me llamó. Yo le pregunté qué deseaba. Me dijo que no podía dormir. «Eso es peor», le contesté, y me quedé quieto. Me pidió que encendiese la luz. «¿Para qué?», y seguí quieto. Esta sobriedad comenzó a molestarle. A tientas fue a buscar el eslabón y fingió que encendía la yesca; yo no podía por menos de reírme oyendo los golpes que se daba en los dedos. Por último, persuadido de que no podría salirse con la suya, me trajo el eslabón a la cama; yo le dije que no lo necesitaba, y me volví del otro lado. Entonces empezó a correr atolondradamente por la habitación, gritando, haciendo mucho ruido, dándose contra la mesa y las sillas unos golpes que ya cuidaba él de que no fueran muy fuertes, sin dejar de gritar, esperando que yo me alarmase. Nada le valió, y vi que esperaba, que yo le reprendiese, lo que no consiguió, desconcertándole mi indiferencia. Sin embargo, resuelto a vencer mi paciencia a fuerza de tenacidad, continuó su alboroto con tanto fruto que al fin me enfurecí, pero presintiendo que lo iba a echar todo a perder con mi importuno impulso, tomé otra determinación. Me levanté sin decir nada, busqué el eslabón, que no encontré, se lo pedí y me lo dio, con mucha satisfacción por haber triunfado. Cogí la yesca, encendí la luz, tomé de la mano a mi pequeño hombre, me lo llevé tranquilamente a un aposento inmediato, cuyas ventanas estaban bien cerradas y donde no había nada que pudiere romper; le deje sin luz, cerré la puerta con llave y volví a acostarme sin haberle dicho una palabra. No hace falta decir cuál fue el escándalo, pero yo lo esperaba y no hice caso. Por último cesó el ruido, escuché, comprendí que se había resignado y me tranquilicé. Al día siguiente entré en el aposento y hallé a mi pequeño revoltoso tendido en una camita y durmiendo profundamente, que bien lo debía necesitar después de tanto alboroto.
La cosa no finalizó aquí. La madre supo que el niño había pasado gran parte de la noche fuera de su cama. En seguida se perdió todo, ya estaba el niño poco menos que muerto. Viendo que era una buena ocasión para vengarse, se hizo el enfermo, sin prever que no iba a ganar nada. Llamaron al médico. Desgraciadamente para la madre el médico era un gracioso que procuraba aumentar sus temores para reírse de ellos. Sin embargo, me dijo al oído: «Déjelo usted por mi cuenta; yo le aseguro que el niño quedará por algún tiempo curado de la fantasía de estar enfermo». En efecto, le prescribió una dieta y le prohibió salir de la habitación, encomendándolo al boticario. Yo sentía ver a la pobre madre, de quien se reían todos los de casa, excepto yo, a quien tomó odio, precisamente porque yo no la engañaba.
Después de muy duros reproches, me dijo que su hijo estaba delicado, que era el único heredero de su familia, que era preciso conservarle a cualquier precio y que no quería que lo contrariasen. En esto yo también estaba de acuerdo, pero ella entendía que no contrariar al niño era obedecerle en todo. Comprendí que debía emplear con la madre la misma escuela que con el hijo, y con la mayor serenidad le dije: «Señora, no conozco la forma de educar a los herederos, y lo más importante es que no me interesa aprenderla; así es que usted deberá arreglárselas como mejor le parezca. Necesitaban de mí algún tiempo más; el padre se conformó, la madre escribió al preceptor, pidiéndole que regresase pronto, y el niño, dándose cuenta de que no ganaba nada en turbarme el sueño ni con estar enfermo, decidió dormir y portarse bien.
No es posible imaginarse a cuántos caprichos semejantes había sometido el pequeño tirano a su desdichado ayo, pues su educación se llevaba delante de la madre, la cual no admitía que el heredero fuera desobedecido en nada. A cualquier hora quería salir de casa, había que estar preparado para acompañarle, o más bien a seguirle, y siempre procuraba elegir el momento en que veía al ayo más ocupado. Quiso conseguir el mismo imperio conmigo, y vengarse por el día de reposo en que por fuerza tuvo que dejarme de noche. Yo me presté buenamente a todo; comencé por de mostrarle el placer que tenía en satisfacerle, y después, cuando fue cuestión de curarle de su fantasía, cambié de táctica. Fue indispensable primero que se diere cuenta de que la culpa era suya, y no fue difícil. Sabiendo que los niños sólo piensan en el presente, me tomé la fácil ventaja de la previsión, e hice que encontrara en casa una distracción que sabía que era muy de su gusto, y en el momento en que estaba más entusiasmado con ella, le propuse que diéramos un paseo, y no quiso; insistí y no me escuchó; fue necesario que yo me rindiese, lo que le halagó mucho por lo que vio en mí de sumisión.
Pero al día siguiente me llegó mi turno. Se fastidió, pues yo lo había dispuesto todo para que aconteciera así, y fingí que estaba muy ocupado. Hacía falta esto para que se revolviese. No tardó en querer que dejase mi trabajo para que le llevase a paseo en seguida; yo me negué y él se obstinó. «No, le dije; como tú haces tu voluntad, yo haré la mía, y no quiero salir». «Está bien, replicó irritado: saldré solo». «Como te parezca», y continué mi trabajo.
Se viste un poco intranquilo al ver que no me opongo y no le imito. Preparado para salir, viene a despedirse y yo me despido de él; al oírle se habría creído que iba al fin del mundo. Sin inmutarse, le deseo buen viaje y aumenta su turbación. Sin embargo, se domina, y antes de salir le dice al criado que le siga, pero el criado está prevenido y le contesta que no tiene tiempo, que ocupado por orden mía, antes debe obedecerme a mí que a él. Esta vez el niño ya no sabe dónde está. ¿Cómo puede comprender que le dejen salir solo cuando cree que sólo él importa a los demás y piensa que el cielo y la tierra desean su compañía? No obstante, comienza a sentir su fragilidad; se da cuenta de que se va a ver solo entre gente que le conoce, y prevé los peligros que puede correr; sólo le alienta la terquedad; despacio y confuso baja la escalera y sale a la calle, tranquilizándole la esperanza de hacerme responsable a mí si le ocurre algo.
Yo le aguardaba aquí y lo tenía todo previamente preparado, y como se trataba de una especie de escena pública, yo había conseguido el permiso del padre. Apenas ha dado algunos pasos oye a la derecha y a la izquierda frases que se refieren a él: «Vecino, ¡qué niño más hermoso!». «¿Adónde va solo? Se va a extraviar; voy a decirle que entre en casa». «Vecino, id con cuidado. ¿No veis que es un granujilla que lo han echado de su casa? No recojamos a los golfillos; dejadle ir donde quiera». «Pues vaya con Dios y que Él le proteja, pero sentiría que le ocurriese nada». Un poco más lejos encuentra a unos pilluelos de casi su misma edad, que le cierran el paso y se burlan de él. Cuanto más avanza, más obstáculos halla. Solo y sin protección, se da cuenta de que choca a todo el mundo, y no sin sorpresa comprueba que sus medias de seda y sus hebillas doradas no hacen que se le respete.
Sin embargo, uno de mis amigos, a quien él no conocía y al que yo había encargado que lo observara y le siguiera sin que él se apercibiera, se le acercó cuando lo vio necesario. Para ese papel, similar al del mayordomo del duque en la ínsula de Sancho, precisaba un hombre hábil, y cumplió perfectamente. Sin asustarle ni desanimarle le hizo comprender tan bien la imprudencia de su conducta, que me lo trajo al cabo de media hora, confundido y sin atreverse a levantar los ojos.
Para rematar su desastrosa excursión, en el mismo instante en que entraba él, su padre bajaba la escalera para salir y le encontró. Tuvo que decir de dónde venía y por qué no iba yo con él. El pequeño habría preferido que se lo tragase la tierra. Sin perder el tiempo en reprenderle, su padre le dijo secamente: «Cuando usted quiera salir solo, puede hacerlo, pero como yo no quiero vagabundos en mi casa, cuando vuelva encontrará la puerta cerrada».
Yo le acogí sin reproches y sin burlarme de él, pero con mucha seriedad, y temiendo que sospechase que era juego todo lo que había acontecido, no le quise sacar a paseo aquel día, y al siguiente disfruté lo mío viendo que paseaba conmigo con un gesto de triunfo por delante de las mismas personas que el día anterior se habían burlado de él porque le vieron solo. Por ahí se puede comprender que no me volvería a amenazar con salir sin ir conmigo.
Valiéndome de estos métodos y de otros parecidos, conseguí durante el poco tiempo que todavía seguí con él que hiciera todo lo que yo deseaba, sin mandarle nada, sin prohibirle nada, sin sermones ni exhortaciones y sin aburrirle con lecciones inútiles. Además, cuando yo hablaba, él estaba contento, pero mi silencio le inspiraba miedo, pues comprendía que había hecho algo que no estaba bien, y siempre sacaba una lección oportuna. Pero volvamos a lo nuestro.
Estos constantes ejercicios, abandonados de este modo a la sola dirección de la naturaleza, no sólo vigorizan el cuerpo sin entorpecer el espíritu, sino que, por el contrario, forman en nosotros la única especie de razón de que sea susceptible la primera edad y que es necesaria en todas. Nos enseñan a emplear bien nuestras fuerzas, las relaciones de nuestro cuerpo con los cuerpos que nos rodean y el uso de los instrumentos naturales que están a nuestra disposición y convienen a nuestros órganos. No hay torpeza mayor que la de educar a un niño en casa y bajo mirada de su madre, la cual, ignorando el peso y la resistencia, quiere arrancar un árbol o levantar una roca. La primera vez que salí de Ginebra quise seguir a un caballo que iba a galope, eché piedras contra el monte de Seleve, que estaba a dos leguas lejos; fui el hazmerreír de todos los niños de allí, que me tenían por un verdadero idiota. A los dieciocho años, en física se aprende qué es una palanca, y no hay ningún aldeano de doce que no sepa emplearla mejor que el primer mecánico de la Academia. Las lecciones que los escolares aprenden entre sí en los patios de los colegios les son más útiles que todas las que se les enseña en la clase.
Fijaos en un gato que entra por primera vez en una habitación: visita, observa, olfatea, no está ni un momento quieto, no se fía de nada hasta que lo ha visto y reconocido todo. De igual modo obra un niño que comienza a andar y que se introduce, por decirlo así, dentro el espacio del mundo. Toda la diferencia estriba en que la vista del niño y la del gato coinciden en observar las manos que le otorgó la naturaleza al primero y el sutil olfato con que dotó al segundo. Esta disposición bien o mal cultivada hace a los niños hábiles o ineptos, torpes o dispuestos, atolondrados o prudentes.
Los primeros movimientos naturales del hombre se deben, pues, medir todo cuanto le rodea y experimentar en cada objeto que percibe todas las cualidades sensibles que puedan tener relación con él; su primer estudio es una especie de física experimental relativa a su propia conservación, sin que le desvíen los estudios especulativos antes de reconocer cuál es su sitio en la tierra. Mientras sus órganos delicados y flexibles se pueden ajustar sobre los cuerpos en que deben actuar, y mientras sus sentidos todavía puros están exentos de ilusiones, es el momento de ejercitar unos y otros en las funciones que les son propias; es la ocasión de aprender a conocer las relaciones sensibles que las cosas tienen con nosotros. Como todo lo que entra en el entendimiento humano viene por los sentidos, la primera razón del hombre es una razón sensitiva, la cual sirve de base a la razón intelectual, y así nuestros primeros maestros de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Reemplazar con libros todo esto, no es aprender a pensar, sino aprender a servirnos de la razón de otro, aprender a creer mucho y no saber jamás nada.
Para cultivar un arte hay que empezar por procurarse sus instrumentos, y para poderlos emplear útilmente es necesario hacerlos tan consistentes que resistan el uso. Por consiguiente, para aprender a pensar es preciso ejercitar nuestros miembros, nuestros sentidos y nuestros órganos, que son los instrumentos de nuestra inteligencia, y para obtener todo el partido posible de estos instrumentos conviene que nuestro cuerpo, que nos los abastece, sea robusto y sano. En vez de que la verdadera razón del hombre se forme independientemente del cuerpo, es la buena constitución del cuerpo la que hace fáciles y seguras las operaciones del entendimiento.
Al demostrar cómo se ha de emplear la larga ociosidad de la infancia, explico detalles que parecerán ridículos. ¡Graciosas lecciones, me dirán, que según vuestra propia crítica se limitan a enseñar lo que nadie necesita aprender! ¿Por qué consumir el tiempo en instrucciones que se aprenden siempre por sí mismas y no cuestan penas ni cuidados? ¿Qué niño de doce años ignora todo cuanto queréis enseñar al vuestro, y, además, lo que le han enseñado sus maestros?
Señores, os equivocáis; yo enseño a mi alumno un arte muy amplio, muy difícil y que seguramente los vuestros desconocen: es el arte de ser ignorante, pues la ciencia del que cree que no sabe más de lo que sabe, se reduce a muy poca cosa. Vosotros proporcionáis ciencia; muy bien, pero yo me ocupo del instrumento propio para conseguirla. Se dice que un día, enseñando los venecianos con mucha fatuidad el tesoro de San Marcos a un embajador de España, éste, por todo cumplimiento, les dijo después de mirar debajo de la mesa: «Aquí no está la raíz». Yo no he visto jamás un preceptor hacer ostentación de lo que sabe su discípulo sin que me haya dado tentaciones de decirle lo mismo.
Todos los que han reflexionado sobre la forma de vivir de los antiguos, imputan a sus ejercicios gimnásticos aquel vigor de cuerpo y alma que más sensiblemente los distingue de los modernos. La manera con que Montaigne apoya este asentimiento demuestra cuán penetrado de él estaba, y lo inculcaba de mil formas. Hablando de la educación de un niño, dice: «Para vigorizar el alma hay que robustecer los músculos; habituándole al trabajo, se habitúa al dolor; acostumbrándole a la dureza de los ejercicios, se acostumbra a la dislocación, al dolor y a otros males». El inteligente Locke, el bondadoso Rollin, el sabio Fleuri, el pedante de Crouzas, que disienten mucho en todo lo demás, sólo están todos de acuerdo en un punto: ejercitar el cuerpo de los niños. Éste es el más sensato de sus preceptos, y el que siempre es y será más descuidado. Ya he hablado suficientemente de su importancia, y como no es posible ofrecer en esta materia mejores razones ni reglas más juiciosas que las que se encuentran en el libro de Locke, yo me contentaré con remitiros a él, después de tomarse la libertad de añadir algunas observaciones mías.
Los miembros de un cuerpo que crece deben hallarse desahogados dentro del vestido; nada debe entorpecer sus movimientos ni su crecimiento, nada demasiado justo, ni pegado al cuerpo, ninguna ligadura. El vestido francés es incómodo e insano para los hombres y es sobre todo pernicioso para los niños. Los humores se paran y estancan sin poder circular con el sosiego aumentado por la vida inactiva y sedentaria, se corrompen y dan lugar al escorbuto, una enfermedad que cada día se extiende más entre nosotros y que apenas conocían los antiguos, porque su modo de vestir y vivir los preservaba de ella. Lejos de poner remedio a este inconveniente, el traje usual lo aumenta, y por quitar a los niños algunas ligaduras, les aprieta todo el cuerpo. Lo mejor es que usen blusa el mayor tiempo posible, darles luego vestidos muy anchos y no empeñarse en que lleven el traje ajustado, lo cual sólo sirve para desfigurarlo. Sus defectos de cuerpo y alma provienen casi todos de una misma causa, el querer que sean hombres antes de tiempo.
Existen colores alegres y colores tristes; los alegres les gustan más a los niños, e igualmente les sientan mejor, por lo que no veo la razón que impida seguir en esto lo que naturalmente les conviene; pero desde el mismo instante que prefieren un tejido porque es rico, ya está entregado su corazón al lujo, a las fantasías de la opinión, y este gusto no procede seguramente de ellos mismos. No es posible decir cuánto influye en la educación la elección de los vestidos y los motivos para escogerlos. No sólo hay madres ciegas que prometen a sus hijos recompensas que consisten en vestidos nuevos, sino que también hay preceptores insensatos hasta tal punto que amenazan a sus alumnos con ponerles como castigo un traje más tosco y más sencillo. Si no estudiáis más, si no tenéis más cuidado con la ropa, os vestirán como a un chico del campo, que es lo mismo que si se les dijese: «Sabed que no es más el hombre que lo que le hace su traje, y que todo vuestro mérito consiste en el que lleváis». ¿Por qué nos sorprende que no se aproveche la juventud de lecciones tan llenas de sentido común, que solamente valora el adorno y el mérito por el exterior?
Si tuviera que extirpar de la mente de un niño imbuido de tales ideas, tendría gran cuidado en que fuesen los más incómodos sus más ricos vestidos, que estuviese siempre oprimido, siempre violento y siempre sujeto; procuraría que su alegría y su libertad chocasen con su magnificencia, y sí quisiera ponerse a jugar con otros niños vestidos con más sencillez, se lo impediría. Por último le fastidiaría de tal manera y le hartaría de su empaque y le haría tan esclavo de su vestido dorado, que querría modificar su vida y se asustaría menos del calabozo más negro que de los preparativos de su engalanamiento. En tanto el niño no se haya convertido en esclavo de nuestras preocupaciones, su primer anhelo será siempre el de estar a gusto y libre; para él, el traje más precioso es siempre el que le vaya más cómodo y le sujete menos.
Entre los trajes los hay que son más propios para una actitud pasiva. Dejando ésta a los humores un curso igual y uniforme, debe preservar el cuerpo de las alteraciones del aire; la otra le obliga a pasar continuamente de la agitación al reposo y del calor al frío, y le debe acostumbrar a las mismas alteraciones. De esto se deduce que las personas que permanecen muchas horas en el interior de sus casas y hacen una vida sedentaria, en todo tiempo deben llevar más ropa que las demás, con el fin de conservar su cuerpo en una temperatura uniforme, la misma aproximadamente en todas las estaciones y en todas las horas del día. Por el contrario, los que siempre están expuestos al viento, al sol y a la lluvia; los que son muy activos y andan la mayor parte del día, para habituarse a todas las alteraciones del aire y grados de temperatura y no sentirse incómodos, deben llevar vestidos ligeros. Tanto a los unos como a los otros yo les aconsejaría que no cambien de traje con el cambio de las estaciones, y esta práctica constante será la que yo aplicaré con mi Emilio, sin que con esto quiera decir que en verano lleve un vestido de invierno, como las personas sedentarias, sino que en invierno lleve vestido de verano al igual que las que se dedican al trabajo. Esta costumbre, es la que siguió durante toda su vida Isaac Newton, quien vivió hasta los ochenta años.
En todas las estaciones debe llevarse el peinado con poca variación. Los antiguos egipcios llevaban siempre el cabello rapado; los persas llevaban la cabeza cubierta con grandes gorros y aún actualmente emplean espesos turbantes, cuyo uso, según Chardín, es indispensable debido al aire de aquel país. En otro lugar he anotado la distinción que hizo Herodoto en un campo de batalla entre los cráneos de los persas y el de los egipcios, y como es importante que los huesos de la cabeza se hagan más compactos, menos el cerebro, no sólo contra las heridas, sino también contra los resfriados, fluxiones y todas las impresiones del aire, debéis acostumbrar a vuestros hijos a que lleven la cabeza descubierta en invierno y en verano, de noche y de día. Y si por limpieza o porque no se les enreden los cabellos, les ponéis un gorro de noche, debe ser claro y semejante a la redecilla con que los vasos se recogen el cabello. Ya se ve claramente que la mayor parte de las madres, más atentas a la observación de Chardin que a mis razones, piensan o creen que en todas partes existe el mismo aire de Persia, pero yo no he escogido a mi alumno europeo para convertirle en un asiático.
Generalmente sé abriga demasiado a los niños, y de un modo especial en sus primeros años. El obrar de esta forma les priva de endurecerse para el frío y para el calor; el frío muy intenso jamás les incomoda si los dejan expuestos a él desde muy temprano, pero el mucho calor les produce una extenuación inevitable porque el tejido de su cutis, todavía muy tierno, no permite el paso suficiente a la transpiración. Por tal causa es de notar que mueren más niños en el mes de agosto que en ningún otro del año. De aquí que la comparación de los pueblos del Norte con los del Mediodía nos prueba que se hace más robusto el niño que soporta el exceso de frío que el que soporta el exceso de calor. Pero a medida que el niño crece y que sus fibras se fortalecen se le debe acostumbrar paulatinamente a resistir los rayos solares, y gradualmente se irá endureciendo para que no le afecten los ardores de la zona tórrida.
Locke, en medio de los preceptos varoniles y sensatos que nos ofrece, incurre en contradicciones impropias de un pensador tan consciente. El que quiere que se bañen los niños en verano en agua helada, prohíbe que cuando estén sudando beban agua fría y que se acuesten en el suelo en sitios húmedos. Pero si quiere que los zapatos de los niños se llenen de agua, sea cual sea el tiempo, ¿no permite lo mismo cuando los niños tengan calor? ¿Y no se puede hacer del cuerpo, con relación a los pies, las mismas inducciones que hace él de los pies con relación a las manos, y del cuerpo con relación al rostro? Si queréis, le diría, que todo el hombre sea rostro, ¿por qué tenéis en mal concepto el que diga yo que sea todo pies?
Para impedir que los niños beban cuando tienen calor, él prescribe que se les acostumbre a comer un trozo de pan antes de beber. El que tenga que dar de comer al niño cuando en realidad tiene sed, en verdad es muy extraño, puesto que sería lo mismo darle de beber cuando tenga hambre. Nunca creeré que nuestros primeros apetitos estén de tal forma desordenados hasta el punto de que no puedan ser satisfechos sin que nos expongamos a la muerte. Si fuere así, el linaje humano se habría destruido cien veces antes de que supiera lo que había de hacerse para conservarlo.
Cada vez que Emilio tenga sed, quiero que se le dé de beber, pero agua pura y sin ninguna preparación, ni siquiera la de templarla, aunque esté sudoroso, y aunque estemos en el más fuerte rigor del invierno. La única precaución que recomiendo es la de distinguir la calidad de las aguas. Si el agua es de río, dádsela tal como sale; si es de fuente, es preciso que se deje algún tiempo al aire antes de beberla. En la estación del calor están calientes los ríos, lo que no sucede con las fuentes, las cuales no han recibido el contacto del aire; es preciso esperar a que el agua corresponda a la temperatura atmosférica. En invierno, por el contrario, el agua de las fuentes es menos dañosa que el agua de los ríos, pero no es ni natural ni frecuente que uno sude en invierno, sobre todo estando al aire libre, ya que el aire frío, pegando continuamente sobre la piel, rechaza el sudor y evita que se abran los poros de forma suficiente para darle paso libre. Pero no pretendo que Emilio haga ejercicios en invierno junto a un buen fuego, sino fuera, a la intemperie, en pleno campo, en medio de los hielos. Mientras se calienta haciendo y tirando pelotas de nieve, dejémosle que beba cuando tenga sed, que continúe haciendo ejercicios después de beber y no temamos ningún accidente. Y si por alguna otra causa o ejercicio comienza a sudar y tiene sed, que beba frío incluso en ese tiempo. Haced de suerte que vaya lejos y que poco a poco busque su agua. Con el frío que sentirá durante el camino se habrá refrescado, y cuando beba no tendrá ya ningún peligro. Sobre todo tomad estas precauciones sin que él se dé cuenta. Yo desearía que él estuviera algunas veces enfermo, que se preocupase sin cesar de su salud.
Es necesario que los niños duerman mucho, porque hacen ejercicios violentos. Como uno es la consecuencia del otro, por eso necesitan de ambos. El tiempo de reposo es la noche y así está señalado por la naturaleza. Es observación constante que el sueño es más tranquilo y más dulce mientras el sol está bajo el horizonte y que el aire caldeado con sus rayos no mantiene calmados nuestros sentidos. El hábito más saludable es ciertamente el de levantarse y acostarse con el sol, de donde se deduce que en nuestros climas el hombre y los animales tienen, en general, necesidad de dormir más tiempo en invierno que en verano. Pero la vida civil no es tan simple, tan natural, tan exenta de revoluciones, de accidentes, que debamos acostumbrar al hombre a esta uniformidad hasta el punto de hacérsela necesaria. Sin duda conviene someterse a reglas. No ablandéis imprudentemente a vuestro alumno con la continuidad de un apacible sueño nunca interrumpido. Abandonadle primero sin estorbo a la ley de la naturaleza, pero no olvidéis que en nuestros países debe ser superior a esta ley, que debe poder acostarse tarde y levantarse temprano, y desvelarse bruscamente, y pasar las noches de pie sin incomodarse. Comenzando desde muy pequeño, yendo siempre paulatinamente y por grados, se habitúa el temperamento a las mismas cosas que le destruyen cuando le someten a ellas después de formado.
Es muy importante habituarse lo antes posible a dormir en camas un poco incómodas, y así nunca encontrará una que le parezca mala. Generalmente la vida dura, después de acostumbrada a ella, aumenta nuestras sensaciones gratas, y la vida fácil prepara una infinidad de sensaciones desagradables. Las personas educadas con excesiva delicadeza no pueden dormir si los colchones no son de pluma; las que están habituadas a acostarse sobre tablas, duermen en cualquier parte, pues no existe ninguna cama que sea dura para los que se quedan dormidos tan pronto como se acuestan.
Un mullido lecho, en el que se entierra uno entre plumas o envuelto en un edredón funde y derrite el cuerpo, por así decirlo. Los riñones muy abrigados se calientan, de lo que resultan frecuentemente el fundamento de otros achaques y de un modo infalible dan origen a una complexión delicada que es su causa fundamental.
La cama más apropiada es la que produce mejor sueño, y durante la jornada Emilio y yo nos la preparamos. No precisamos que vengan esclavos de Persia para hacerla, puesto que cavando la tierra removemos nuestros colchones.
Por experiencia sé que cuando un niño está sano se le puede hacer dormir o velar, casi a nuestra voluntad. Cuando el niño ya se ha acostado y molesta con sus charlas a la sirvienta, ésta le dice «duérmete», que viene a ser lo mismo que si se le dijera «pórtate bien» cuando está enfermo. El mejor modo de hacerle dormir es molestarle. Debéis hablar mucho vosotros con el fin de que se vea obligado a callar, y se quedará dormido pronto; de algo sirven los sermones, y da el mismo resultado predicarle que mecerle, pero si hacéis uso durante la noche de este narcótico, procurad no emplearlo durante el día.
Yo despertaré alguna vez a Emilio, no porque tema que le perjudique dormir con exceso, sino para acostumbrarle a todo, incluso a que le despierten bruscamente. Por lo demás, sería muy escaso mi talento para tal oficio si no supiera enseñarle que se despertara solo, y que se levantara, según mi voluntad, sin que yo le dijese una palabra.
Si no duerme bastante, le dejo entrever para el próximo día una mañana enojosa, y tendrá por ganancia todo el tiempo que pueda dormir, y, si duerme mucho, le anuncio para cuando se levante una distracción de su gusto. Si deseo que se levante a una hora fija, le digo: «Mañana a las seis iremos a pescar o a pasear por tal sitio; ¿quieres venir?». El consiente, y me suplica que le despierte; se lo aseguro o no se lo aseguro, según sea necesario; si se levanta tarde, ya no me encuentra. Sería muy extraño que así no aprendiera a despertarse por sí solo muy pronto.
Referente a lo demás, si se diera el caso de que un niño indolente tuviera tendencia a ser perezoso, deberíamos librarle de un vicio que le entorpecería, administrándole un estimulante que le despertara. Debe comprenderse que no es cuestión de hacerle obrar a la fuerza, sino de moverle mediante algún deseo que le excite, y este deseo cogido con juicio en orden a la naturaleza nos conduce a la vez a dos fines.
No hay nada que con un poco de habilidad no se consiga que les agrade a los niños, sin vanidad, sin emulación y sin celos. Su vivacidad, su espíritu de imitación son suficientes; sobre todo su alegría natural, instrumento que posee una segura asa y que ningún preceptor ha sabido manejar. En todos los juegos sufren sin quejarse porque están persuadidos de que es solamente un juego, incluso ríen, lo que normalmente no sufrirían sin derramar lágrimas. Los ayunos, los golpes, las quemaduras y toda clase de fatigas, son las diversiones de los jóvenes indóciles, la prueba de que hasta el dolor tiene un condimento que le quita su amargura, pero no todos los maestros saben aderezar este guisado, ni acaso todos los discípulos pueden saborearlo sin hacer muecas. Me encuentro de nuevo, si no tengo cuidado, extraviado en excepciones.
Sin embargo, lo que no admite ninguna excepción es la sujeción del hombre al dolor, a los males de su especie, a los accidentes y peligros de la vida; en fin, a la muerte. Cuanto más le familiaricemos con todas estas ideas, más le curaremos de la importuna sensibilidad que junta con el mal la impaciencia de aguantarlo, más le domesticaremos con los sufrimientos que todavía pueden alcanzarle, más le quitaremos, como habría dicho Montaigne, el aguijón de la extrañeza, y también será su alma más invulnerable y dura, su cuerpo será la coraza que hará rebotar todos los dardos que pudieran herirle en lo vivo. Una sola tribulación será verdaderamente sensible para él, que es el morir, pero como la posibilidad de la muerte no es la muerte, apenas la sentirá como tal, y no morirá; él estará vivo o muerto, nada más. De él, el mismo Montaigne habría podido decir, como dijo de un rey de Marruecos, que nadie había vivido tan dentro de la muerte. La constancia y la firmeza son como las demás virtudes, aprendizajes de la infancia, pero no se enseñan a los niños haciéndoles aprender su nombre, sino haciéndoselos saborear antes de que sepan lo que son.
Pero, a propósito de morir, ¿cómo nos conduciremos con nuestro alumno en cuanto al peligro de las viruelas? ¿Se las inocularemos en su infancia o esperaremos que se le contagien naturalmente? El primer partido, más conforme con nuestra práctica, garantiza el peligro de esta edad en que la vida es más hermosa, a riesgo de la que menos lo es, si puede calificarse de riesgo una inoculación bien dosificada.
Sin embargo, la segunda está más de acuerdo con mis principios generales; dejar obrar en todo a la naturaleza, en los cuidados con que ella protege y que abandona así que el hombre trata de intervenir. El hombre de la naturaleza siempre está preparado; dejemos, pues, que ella le inocule, que elegirá mejor que nosotros el momento más adecuado.
No se deduzca de aquí que censuro la inoculación, porque el razonamiento en virtud del cual eximo de ella a mi alumno no es aplicable a los vuestros. Vuestra educación los prepara a que no escapen de la pequeña viruela en el momento que sean atacados; si dejáis que se contagien al azar, es probable que mueran. Observo que cuanto más necesaria es la inoculación en algunos países tanto más se resisten a ella, y la razón se deduce fácilmente. Apenas me dignaré tratar de esta cuestión referente a mi Emilio. Será inoculado o no lo será, según los tiempos, los lugares y las circunstancias, lo que es casi indiferente para él. Si le inoculamos las viruelas, obtendremos la ventaja de prever y conocer la enfermedad por anticipado, que ya es algo, pero si se contagia naturalmente, le habremos preservado del médico, que aún es más.
Ante una educación exclusiva que se encamina únicamente a establecer distinción entre los educados y la gente del pueblo, prefiero siempre las instrucciones más costosas a las más comunes y por eso mismo más útiles. De esta forma, todos los jóvenes educados con esmero aprenden a montar a caballo, porque cuesta caro; por el contrario, nadie aprende a nadar, que no cuesta nada, pues un artesano puede nadar tan bien como el primero. No obstante, sin haber entrado en un picadero, cualquiera monta a caballo, se mantiene firme, y se sirve de él para cuanto necesita, pero dentro del agua, el que no nada se ahoga, y nadie sabe nadar sin haber aprendido. Finalmente, nadie está obligado a montar a caballo bajo pena de la vida, pero ninguno está cierto de evitar el peligro de ahogarse, al que tantas veces nos exponemos. Emilio se desenvolverá en el agua como en tierra. ¡Así pudiera vivir en todos los elementos! Si fuera posible volar, haría de él un águila, y si fuera posible endurecerle al fuego, haría de él una salamandra.
Se teme que un niño se ahogue cuando aprende a nadar; tanto si se ahoga al aprender o por no haber aprendido, la culpa siempre será vuestra. La vanidad es lo que nos hace temerarios, pero nadie lo es cuando se da cuenta de que no hay quien le vea. Emilio no lo sería, aunque le viera todo el universo. Como el ejercicio no depende del riesgo, en un canal del parque de su padre aprendería a cruzar hasta el Helesponto, pero es necesario habituarse al riesgo para aprender a perder el miedo, y ésta es parte esencial del aprendizaje de que acabo de hablar. Referente a lo demás, siempre atento a medir el peligro y a tomar parte en él, no tendré que temer imprudencias cuando normalice el cuidado de su conservación por el que debo a la mía.
Un niño es más pequeño que un hombre; no tiene ni su fuerza ni su razón, pero ve y oye tan bien como él o casi igual; posee el gusto tan sensible, aunque no sea tan delicado, y distingue tan bien los olores, aunque no sea para ellos tan sensible. Las primeras facultades que en nosotros se forman y perfeccionan, son los sentidos; por tanto son las primeras que deberían cultivarse y las únicas que se olvidan o que más se descuidan.
Ejercitar los sentidos, no es sólo hacer uso de ellos, sino aprender a juzgar bien por ellos; aprender, por decirlo así, a sentir, porque no sabemos tocar, ver ni oír sino como hemos aprendido.
Hay un ejercicio puramente natural y mecánico que sirve para robustecer el cuerpo sin dar ninguna preferencia al juicio. Nadar, correr, brincar, hacer bailar una peonza, arrojar piedras…; todo esto está muy bien, ¿pero es que sólo tenemos brazos y piernas? ¿No poseemos también dos ojos y dos oreas? Y estos órganos, ¿son superfluos para el uso de los rimeros? No ejercitéis solamente las fuerzas; ejercitad también todos los sentidos que las dirigen, sacad de ellos todo el partido posible, y después la impresión de uno por la de otro. Medid, contad, pesad, comparad. No empleéis la fuerza sin apreciar previamente la resistencia; haced siempre de tal forma que la estimación del efecto preceda al uso de los medios. Persuadid al niño de que jamás debe hacer esfuerzos insuficientes o superfluos. Si queréis acostumbrarle a que prevea el efecto de todos sus movimientos, y que con su propia experiencia rectifique sus errores, ¿no se ve claramente que cuanto más intensa sea su actuación mayor será su discernimiento?
¿Se trata de mover un peso? Si se vale de una palanca muy larga, gastará con exceso sobrado movimiento por el contrario, si es muy corta, no tendrá la fuerza suficiente, y la experiencia le enseña a escoger precisamente la que necesita. Esta discreción no rebasa su edad. ¿Se trata de llevar una carga? Si quiere cogerla tan pesada como la puede llevar, y no probarse con otra que sea imposible que la levante él, ¿no será necesario que a simple vista precise su peso? Cuando ya sepa comparar objetos de la misma materia y de distinto volumen, que escoja objetos de igual volumen y distintas materias, y será necesario que aprenda a comparar sus pesos específicos. Observé una vez a un joven muy bien educado, el cual no quiso creer antes de hacer la experiencia que un cubo lleno de astillas de encina pesase menos que lleno de agua.
Debemos tener en cuenta que no somos igualmente dueños de todos nuestros sentidos. Hay uno, el tacto, cuya acción no se suspende nunca mientras estamos despiertos, el cual está esparcido por toda la superficie de nuestro cuerpo como un vigilante que está atento para darnos el aviso de todo lo que puede afectarnos. Es también el sentido cuya experiencia, de grado o por fuerza, adquirimos más pronto, a causa de este ejercicio continuo, y por lo tanto menos necesidad tenemos de cultivarlo particularmente. No obstante, es de observar que los ciegos poseen el tacto más seguro y delicado que nosotros, pues porque carecen del auxilio de la vista, se ven forzados a sacar del primero de estos sentidos los juicios que nosotros sacamos del segundo. Por qué, pues, no hacemos prácticas de andar como ellos en la oscuridad, en conocer los cuerpos que podremos tocar, en emitir juicios sobre los objetos que nos rodean; en una palabra, en hacer de noche y sin luz todo lo que ellos hacen de día y sin ojos? Mientras brilla el sol, les aventajamos, pero en la oscuridad ellos son nuestros guías. Debemos tener presente que todos estamos ciegos durante la mitad de la vida, con la diferencia de que los verdaderos ciegos siempre saben conducirse, y nosotros no nos atrevemos a dar un paso en lo más oscuro de la noche. Me diréis que estamos en posesión de luces. ¿Y quién nos asegura que os han de seguir por todas partes cuando las necesitéis? Por mi parte, prefiero que Emilio lleve los ojos en la punta de sus dedos que tenerlos en la tienda de un cerero.
Si estáis encerrados en un edificio, y en plena oscuridad, al dar una palmada, por la resonancia veréis si es vasto o reducido el recinto, si estáis en el centro o en un rincón. A un paso de una pared, el aire nos causa otra sensación en el rostro. No salgáis de un sitio y corred continuamente de un lado a otro; si hay una puerta abierta, os lo advertirá una ligera corriente de aire. ¿Vais en un barco? Por la forma con que os dé el aire en el rostro os daréis cuenta no tan sólo de la dirección que lleváis, sino también si os lleva despacio o aprisa. Estas observaciones sólo pueden hacerse bien de noche, y lo mismo se puede decir de otras mil semejantes; por mucha atención que pongamos en ellas durante un día claro, siempre nos percataremos de que la vista nos ayudará o nos servirá de distracción. Pero hasta ahora aún no nos hemos servido de la mano ni del bastón. ¡Cuántos conocimientos oculares se pueden adquirir mediante el tacto, hasta sin tocar nada!
Muchos juegos nocturnos. Este consejo es más importante de lo que parece. De un modo natural la noche asusta a los hombres, y también a veces a los animales. Hay muy pocas personas que se libren de este tributo por medio de la razón, de los conocimientos, el talento y el valor. Yo he visto pensadores, espíritus fuertes, filósofos, intrépidos militares durante el día, que de noche temblaban como mujeres si oían el ruido de una hoja de árbol. Este miedo es atribuido a los cuentos de la nodriza, y se engañan, pues tienen una causa natural. ¿Cuál es esta causa? Es la misma que hace que los sordos sean desconfiados y que el vulgo sea supersticioso; es la ignorancia que tenemos de las cosas cercanas a nosotros y de lo que sucede en nuestro alrededor. Ya que estoy acostumbrado a ver los objetos desde lejos y a prever sus impresiones de antemano, ¿cómo no he de imaginar mil seres, mil movimientos que me pueden perjudicar, sin que sea posible resguardarme de ellos cuando soy incapaz de ver lo que tengo cerca? Aunque esté seguro del sitio en que me hallo, nunca lo sé tan perfectamente como si lo viera; por consiguiente persiste siempre en mí un motivo de temor del cual carecía en pleno día. No ignoro que un cuerpo extraño rara vez puede obrar en el mío sin que se anuncie con algún ruido; por eso, ¡qué alerta tengo siempre el oído! Al menor ruido, cuyo motivo desconozco, me fuerza el interés de mi conservación a que instantáneamente suponga todo cuanto me debe poner en cuidado, y, por lo tanto, todo lo que es capaz de asustarme.
Aunque no oiga nada absolutamente, no por eso me quedo sosegado, ya que también podrían sorprenderme sin hacer ruido. Es preciso que suponga las cosas como estaban antes, como deben estar todavía, que vea lo que no veo. Forzado de este modo a poner en ejercicio mi imaginación, pronto dejo de ser dueño de ella, y sirve para producirme más sobresalto de lo que había trabajado para serenarme. Si oigo vocerío, me parece que son ladrones; si no oigo nada, veo fantasmas; la vigilancia a que me obliga el afán de conservarme, solamente arranca en mí motivos de temor, y todo lo que debe tranquilizarme sólo existe en formas totalmente distintas. ¿De qué sirve pensar que nada hay que temer, si luego no hay nada que hacer?
Una vez que se ha encontrado la causa del mal, por sí misma indica el remedio. En todas las cosas el hábito mata la imaginación, y sólo los objetos nuevos la despiertan. En los que vemos todos los días no es la imaginación lo que actúa, sino la memoria, y ésa es la razón del axioma Ab assuetis non fit passio; «De las cosas acostumbradas no resulta pasión», debido a que las pasiones únicamente se encienden con el fuego de la imaginación. Por lo tanto, no discutáis con aquél a quien tratéis de curar del miedo a la oscuridad; debéis llevarle frecuentemente hacia sitios oscuros, y podréis estar seguros de que todos los argumentos de la filosofía serán de menos valor que los de esta costumbre. A los albañiles no les da vueltas la cabeza al andar por lo tejados, y no vemos que tenga miedo a la oscuridad el que se habitúa a ella.
Ved aquí otra nueva utilidad de los juegos nocturnos que se añade a la primera, pero para que el niño se aficione a estos juegos, jamás habrá exceso si recomiendo mucha alegría. No hay nada más triste que las tinieblas, no encerréis a vuestro hijo en un calabozo, y que entre en la oscuridad riéndose, que repita la risa antes de salir de ella y mientras esté en el paraje oscuro; que la idea de la diversión que ha dejado y que al salir volverá a encontrar le preserve de las fantásticas imágenes que pudieran acosarle.
Existe un término en la vida, y cuando se ha rebasado, quien adelanta retrocede. Me doy cuenta de que he pasado ya de ese término. Vuelvo, por decirlo así, a empezar otra carrera. El vacío de la edad madura que temía se ha hecho sentir, evoco el dulce tiempo de mis primeros años. Al hacerme viejo, me vuelvo niño, y recuerdo con mayor placer lo que hacía cuando tenía diez años que lo que hice en los treinta. Debéis perdonarme, lectores, si de vez en cuando saco ejemplos de mí mismo, pues para llevar adelante este libro es necesario que me deleite con él.
Yo estaba en el campo, de huésped en casa de un ministro protestante llamado Lambercier, y conmigo también estaba un primo más rico que yo, a quien trataban como heredero, mientras que, lejos de mi padre, yo no era más que un pobre huérfano. Mi primo Bernardo era miedoso, principalmente durante la noche. Yo me burlaba tanto de su miedo que, harto de mis bravuconerías, el señor Lambercier quiso poner a prueba mi valor. Una noche muy oscura de otoño me dio la llave del templo y me dijo que fuese a buscar en el púlpito la Biblia que él se había olvidado, y para azuzar mi amor propio añadió algunas palabras que me impidieran negarme a servirle.
Me fui sin luz, y si la hubiera llevado habría sido peor todavía; era indispensable pasar por el cementerio, y lo atravesé con decisión, pues cuando he estado a cielo abierto, nunca he tenido miedo de noche.
Cuando abrí la puerta de la iglesia oí en la bóveda cierto murmullo confuso que me pareció de voces humanas, lo cual empezó a minar mi pretendida entereza. Una vez abierta la puerta quise entrar, pero aún no había dado algunos pasos me detuve. Al percibir la oscuridad que reinaba en el gran recinto sentí tal terror que se me erizaron los cabellos. Retrocedo, salgo y echo a correr temblando. En el patio encontré un perro llamado «Sultán», cuyas caricias me reanimaron. Yo, avergonzado del susto, vuelvo atrás, procurando llevar conmigo al perro, pero no quiere seguirme. Cruzo corriendo el umbral de la puerta y entro en la iglesia. Pero apenas estuve dentro me volvió el miedo, y con tal fuerza que me desorienté, y aunque sabía muy bien que el púlpito estaba a la derecha, durante mucho rato lo busqué a la izquierda, me extravié entre los bancos, y no pudiendo dar con el púlpito ni con la puerta, sentí como si el miedo me paralizara. Por último doy con la puerta, logro salir del templo y me desvío como la vez primera, resolviendo que nunca volveré a entrar solo como no sea en pleno día.
Regresé a casa. Cuando iba a entrar oí que el señor Lambercier se reía a carcajadas. Entonces pienso que son para mí, y lleno de confusión al verme expuesto a ellas, dudo si abrir o no la puerta. En este intervalo oigo que la hija del señor Lambercier, asustada con mi tardanza, dice a la sirvienta que tome el farol, y al señor Lambercier que salga a buscarme, escoltado por mi intrépido primo, al cual no hubieran dejado de atribuirle el honor de la expedición. En un momento venzo el miedo, y no me queda otro susto que el de que descubran mi fuga; corro, vuelo hacia el templo, y sin equivocarme, sin andar a tientas, llego al púlpito, subo, cojo la Biblia, bajo de un salto, doy otros tres y estoy fuera del templo, y hasta me olvido de cerrar la puerta; entro en el cuarto sin respiración, pongo la Biblia en el escritorio, azorado pero palpitando de gozo por haberme adelantado al auxilio que me preparaban.
Me preguntarán si expongo este rasgo como un modelo que debe seguirse y como ejemplo de la alegría que exijo en esta especie de ejercicios. No; lo recuerdo como prueba de que no existe otra cosa que haga cobrar más el ánimo al que está asustado con la sombra de la noche que el oír en un aposento cercano una reunión donde se ríe y se conversa tranquilamente. Yo quisiera que en lugar de divertirse el preceptor con su alumno solo, se juntaran por las noches muchos chicos de buen humor; al principio no se les debería permitir ir separados, sino en grupos, y que ninguno se aventurase yendo solo sin estar seguro de que no se asustaría.
No hay nada más útil y agradable que semejantes juegos si son ordenados con un poco de habilidad. En una gran sala yo haría una especie de laberinto con mesas, taburetes, sillas y biombos. En las vueltas y revueltas de este laberinto colocaría, en medio de ocho o diez cajas con trampa, otra caja parecida llena de golosinas; designaría en términos claros pero precisos el sitio exacto donde está la caja buena; haría una indicación que bastase para que fuese distinguida por personas más atentas y menos atolondradas que los muchachos; después de haber sorteado entre los contrincantes, los mandaría a buscar uno tras otro, hasta que encontrasen la caja buena, lo cual cuidaría yo de hacer más difícil a medida de su habilidad.
Figuraos un pequeño Hércules que llega con la caja en la mano, orgulloso de su hazaña. Pone la caja encima de la mesa y la abre con toda ceremonia. Oigo desde aquí las carcajadas y el griterío de la cuadrilla cuando, en vez de los dulces que se esperaban, se encuentran con un abejorro, un escarabajo, un carbón, una bellota, un nabo, u otra cosa así, muy bien puesta encima de una rama de helecho o de un lienzo. Otras veces, en un cuarto acabado de enjabelgar, se puede colgar muy cerca de la pared algún juguete. Apenas acabe de entrar el que la trae cuando, por poco que haya faltado a la condición puesta, el ala del sombrero, la punta del zapato, la falda o la manga del vestido manchados de blanco, nos demostrarán su poca maña. Con todo esto hay lo suficiente y hasta sobra en lo referente a juegos. Si tengo que decíroslo todo, no me sigáis leyendo.
¡Cuántas ventajas saca de noche a los demás un hombre educado de tal forma! Acostumbrados sus pies a pisar firme en las tinieblas, ejercitadas sus manos en aplicarse con facilidad a todos los cuerpos inmediatos, le conducirán sin dificultad en la más densa oscuridad. Llena su imaginación de los juegos nocturnos de su niñez, difícilmente creerá ver objetos temibles. Si cree oír carcajadas, para él serán de los niños, de sus antiguos camaradas y no de los duendes. Si se le presenta una reunión no será un aquelarre de brujas, sino el aposento de su preceptor. Como la noche le recuerda ideas alegres, para él jamás será horrorosa, y en vez de temerla la amará. ¿Se trata de una expedición militar? Él estará dispuesto a cualquier hora, lo mismo si tiene que ir solo que si tiene que ir con su tropa. Entrará en el campo de Saúl, lo recorrerá todo sin extraviarse y llegará sin ser visto. ¿Es necesario robar los caballos de Reso? Dirigíos a él sin recelo. Entre hombres educados de otra forma, no es probable que encontréis un Ulises.
He visto algunas personas que asustando a los niños quieren acostumbrarles a que pierdan el miedo de noche. Este método es muy malo, ya que produce un efecto diametralmente opuesto al que se desea, y sólo sirve para que sean más medrosos. Ni la razón ni el hábito pueden serenarnos acerca de la idea de un peligro actual cuyo grado y especie no conocemos, ni sobre el temor a sorpresas que ya hemos experimentado. No obstante, ¿cómo nos podemos cerciorar de que nuestro alumno no estará nunca expuesto a semejantes azares? Me parece que el mejor consuelo que podemos darle para precaverlos es el siguiente. Yo le diría a mi Emilio: «Tú te hallas en el caso de una justa defensa, porque tu agresor no te permite que sepas si quiere hacerte daño o sólo meterte miedo, y como se ha puesto en un sitio ventajoso, ni siquiera la fuga es una solución segura para ti. Entonces, coge con decisión al que te acometa de noche, hombre o animal, nada importa; apriétale, sujétalo con toda tu fuerza; si forcejea para librarse, sacúdele, no te quedes corto en tus golpes, y diga o haga lo que quiera, no le sueltes hasta que sepas quién o qué es; es presumible que entonces comprendas que no había mucho que temer, pero ese modo de tratar a los graciosos les tiene que escarmentar».
Aunque sea el tacto entre todos nuestros sentidos el que más ejercitamos, sus deducciones, no obstante, permanecen, como he indicado ya anteriormente, más imperfectos y toscos que los otros, porque continuamente con su uso mezclamos el de la vista, y, alcanzando los ojos el objeto antes que la mano, el alma juzga casi siempre sin ella. En cambio, los juicios más seguros son los del tacto, precisamente por ser los más limitados, porque como no se extienden más allá de donde pueden alcanzar nuestras manos, ratifican el criterio de los demás sentidos, que se lanzan sobre objetos que apenas perciben, mientras que todo lo que percibe el tacto lo realiza bien. Se puede añadir que cuando se acomoda la fuerza de los músculos con la acción de los nervios, por una sensación simultánea unimos, con el juicio del temple, del tamaño y la figura, el del peso y la solidez. De esta manera, al mismo tiempo que el tacto es entre todos los sentidos el que mejor nos instruye de la impresión que en nuestro cuerpo pueden hacer los extraños, es también el que más frecuentemente nos sirve y el que más pronto nos proporciona los conocimientos necesarios para nuestra conservación.
Puesto que el tacto habituado suple la vista, ¿por qué no ha de poder suplir también el oído hasta cierto límite una vez que los sonidos excitan en los cuerpos sonoros conmociones sensibles al tacto? Al poner una mano en la caja de un violoncelo somos capaces, sin el auxilio de los ojos y de los oídos, sólo por el modo de vibrar y estremecerse la madera distinguir si el tono del instrumento es grave o agudo, si procede de la prima o del bordón. Debe ejercitarse el sentido en estas diferencias, y no dudo de que con el tiempo llegaría a ser tan sensible que se podría comprender un trozo de música por el tacto. Bajo esta hipótesis, se ve claramente con qué facilidad se podría hablar a los sordos mediante la música, porque como los tonos y los tiempos no son menos aptos para combinaciones regulares que las articulaciones y las voces, también pueden tomarse por elementos del discurso.
Hay ejercicios que embotan el sentido del tacto, haciéndolo más obtuso, y por el contrario hay otros que lo aguzan y lo hacen más exquisito y delicado. Si unimos a los primeros mucho movimiento y fuerza a la continua impresión de los cuerpos duros, le dan aspereza a la piel y le quitan el sentimiento natural; los segundos varían este mismo sentimiento con un ligero y frecuente tacto, de tal suerte que el espíritu, atento a las impresiones continuamente repetidas, adquiere facilidad para juzgar todas sus modificaciones. Es sensible esta diferencia en los instrumentos musicales: la pulsación dura y atormentada del violoncelo, del contrabajo y del mismo violín dan a los dedos más flexibilidad, pero endurece las yemas. La suave pulsación del clavicordio hace flexibles los dedos y a la vez más sensibles, por lo que es preferible.
Es conveniente que se endurezca la piel con las impresiones del aire y que pueda arrostrar sus alteraciones, porque es el que defiende el resto. Aparte esto, no quisiera que aplicando la mano con excesiva fuerza a los mismos trabajos se llegara a endurecer, ni que una vez encallecida, la piel perdiese aquel tacto exquisito que deja comprender qué cuerpos tocamos, y según la clase de contacto a veces es la causa de que, en la oscuridad, nos estremezcamos de diversos modos.
¿Por qué tiene que llevar siempre mi alumno una piel de toro como plantilla de los pies? ¿Qué mal habría en que la suya pudiera servirle de suela si fuese necesario? Se ve claramente que en este sentido la delicadeza de la piel nunca servirá de nada, y aún que muchas veces puede ser perjudicial. Cuando al despertarse los ginebrinos a medianoche en la época más rigurosa del invierno se vieron con el enemigo dentro de la ciudad, hallaron más pronto sus fusiles que sus zapatos. Si ninguno hubiese podido andar descalzo, ¿quién sabe si Ginebra habría sido tomada? Debemos reparar al hombre contra los azares imprevistos. Emilio, por la mañana y en todo tiempo, anda descalzo por el aposento, por la escalera, por el jardín; en vez de reñirle, le imitaré, y sólo evitaré que en el suelo haya cristales. Pronto hablaré de los trabajos y juegos manuales. En cuanto a los demás, que aprenda a ejecutar todos los pasos que favorezcan las evoluciones del cuerpo, a tomar en todas las posturas una actitud segura y sólida; que sepa saltar hacia delante, hacia arriba, subirse a un árbol, escalar una tapia, y que mantenga siempre el equilibrio, que todos sus movimientos y ademanes vayan ordenados por las leyes ponderales mucho antes de que la estática tenga que explicárselos. Por el modo con que apoye su pie en el suelo y descanse el cuerpo sobre la pierna, debe saber si su posición es buena o mala. Un andar seguro siempre tiene gracia y las posturas más firmes son también las más elegantes. Si yo fuera profesor de baile, no haría las monerías de Marcelo, las cuales están bien para el país donde él las hace, pero en lugar de enseñar a pernear a mi alumno, le llevaría junto a un pedregal y le diría cuál es la postura necesaria, cómo debe ponerse la cabeza y el cuerpo, qué movimientos hay que hacer, de qué modo se ha de poner algunas veces el pie y otras la mano para subir con agilidad los senderos escarpados y ásperos, y lanzarse de punta a punta subiendo unas veces y bajando otras. Mejor le compararía con un gamo que con un bailarín de la ópera.
Al concentrar el tacto sus operaciones alrededor del hombre, mientras tiende la vista lejos de él, muchas veces resultan engañosas; de una sola mirada abarca el hombre la mitad de su horizonte. Con la cantidad de sensaciones simultáneas que provocan, ¿cómo se ha de equivocar en ninguna? Por lo tanto, la vista es el más defectuoso de nuestros sentidos, precisamente porque se extiende más y porque, quedándose muy atrás de los otros, son prontas, y vastas sus operaciones para que puedan rectificarlas. Todavía hay más: las ilusiones de los otros, son prontas y vastas sus operaciones para llegar a conocer la extensión y comparar sus partes. Sin las falsas apariencias nada veríamos lejos; sin las gradaciones de luz y tamaño, no podríamos apreciar distancia alguna, o no la habría para nosotros. Si en dos árboles iguales nos pareciese el que dista cien pasos de nosotros tan alto y tan claro como el que está a diez, los creeríamos uno al lado del otro. Si distinguiésemos las dimensiones de los objetos en su medida verdadera, no veríamos espacio ninguno y nos parecería que todo estaba encima.
Para juzgar del tamaño de los objetos y de su distancia, sólo tiene el sentido de la vista una medida, la apertura del ángulo que forman en nuestros ojos, y como ésta es un efecto simple de una causa compuesta, el juicio que en nosotros provoca deja indeterminada cada causa particular, por lo que es forzosamente defectuosa. Porque, ¿cómo he de distinguir a simple vista si el ángulo bajo el cual veo un objeto más pequeño que el otro es porque el objeto es más pequeño o porque está más lejos?
Entonces, hay que seguir aquí un método contrario al anterior; doblar la sensación en vez de simplificarla, o verificarla siempre por otra, sujetar el órgano visual al táctil, y reprimir, por decirlo así, la impetuosidad del primer sentido por el paso retrasado y regulado el segundo. Porque no nos acomodamos a esta práctica son muy inexactas nuestras medidas de valuación. No tenemos exactitud en el golpe de vista para precisar las alturas, las longitudes, las profundidades y las distancias, y la prueba de que no todo es culpa del sentido como de su uso, es que los ingenieros, los agrimensores, los arquitectos, los albañiles, los pintores, generalmente tienen una visión mucho más segura que nosotros y aprecian con más exactitud las medidas de extensión, porque adquiriendo la experiencia con su oficio, que nosotros no tratamos de adquirir, rectifican el error del ángulo por las apariencias que le acompañan y determinan más exactamente la relación de las dos causas de este ángulo.
Siempre es fácil obtener de los niños todo cuanto da movimiento al cuerpo sin causarle violencia. Existen mil medios para que se interesen por medir, conocer y valorar las distancias. Allí hay un cerezo muy alto; ¿qué haremos para coger cerezas. ¿Nos servirá la escalera del pajar? Allá hay un arroyo muy ancho; ¿cómo lo atravesaremos? ¿Alcanzará a las dos orillas una de las tablas del patio? Quisiéramos pescar desde nuestra ventana en los fosos de la finca; ¿cuántas brazas ha de tener nuestro cordel? Quisiera hacer un columpio entre estos dos árboles; ¿nos bastará con una cuerda de dos metros? Me dicen que en la otra casa nuestro aposento tendrá veinticinco pies cuadrados; ¿crees que nos conviene?, ¿será mayor que éste? Tenemos mucho apetito; allí hay dos mesones; ¿a cuál llegaremos antes para comer?
Se trataba de ejercitar en correr a un niño inda lente y perezoso, el cual no le tenía inclinación a ningún otro ejercicio, aunque le destinaban al estado militar; se había persuadido no sé cómo de que un hombre de su clase nada debía hacer ni saber y que su nobleza le debía servir de brazos, de piernas, y para toda clase de méritos. Casi ni la habilidad del mismo Chirón hubiera sido suficiente para hacer de ese niño un Aquiles de pies ligeros. La dificultad aumentaba porque yo no quería mandarle nada absolutamente, habiendo desterrado de mis derechos las exhortaciones, las promesas, las amenazas, la emulación y el deseo de lucirse. ¿Cómo había de actuar para inspirar en el niño el deseo de correr sin decirle nada? Correr yo habría sido un medio poco seguro y expuesto a inconvenientes; se trataba también de sacar de este ejercicio algún motivo de instrucción para él, a fin de que las operaciones del cuerpo y del juicio siempre estuvieran acordes. Resolví, pues, hacer lo siguiente: Cuando iba con él a paseo por las tardes, algunas veces llevaba en mi bolsillo dos pasteles de una clase que a él le gustaban mucho; nos comíamos cada uno el suyo durante el paseo, y nos volvíamos muy satisfechos. Un día vio que yo llevaba tres pasteles; el solo habría podido comerse seis sin esfuerzo; se comió en seguida el suyo y me pidió el tercero. «No —le respondí—; yo también me lo comería a gusto, o nos lo partiríamos, pero prefiero que se lo coma el que más corra de aquellos muchachos que están allí». Les llamé, les enseñé el pastel y les dije mi condición; no deseaban otra cosa. Puse el paste sobre una roca, conviniendo que era la meta. Indiqué cuál era la carrera, y fuimos a sentarnos; al dar la señal, arrancaron los muchachos; el vencedor cogió el bollo y se lo comió en presencia de los espectadores y del vencido.
Esta diversión valía más que el pastel, pero no prendió al principio ni surtió efecto alguno. No me cansé ni me di prisa, pues la educación de los niños es un oficio en que hay que saber desperdiciar tiempo para ganarlo. Continuamos nuestros paseos; unas veces tomábamos tres pasteles, otras cuatro, y de cuando en cuando había uno o dos para los corredores. Si no era muy grande el premio, tampoco los contendientes eran ambiciosos; el que lo ganaba era elogiado, felicitado, todo se hacía con entusiasmo. Para dar motivo a las evoluciones y aumentar el interés, señalaba una carrera más larga y admitía a muchos competidores. Apenas entraban en liza, todos los que pasaban formaban corro para verlos, animándoles con aclamaciones, gritos y palmadas; alguna vez vi a mi hombrecito que estaba dando saltos en su asiento, levantarse y gritar cuando uno iba a alcanzar o dejar atrás a otro; para él eran los juegos olímpicos.
No obstante, los corredores acostumbraban a valerse de tretas; unos detenían a otros o bien se echaban al suelo, o tiraban piedras al pasar uno a otro. Esto me obligó a separarlos y que salieran de puntos diferentes, aunque igualmente distantes de la meta; pronto se verá el motivo de esta previsión, porque debo tener en cuenta los detalles de este importante asunto.
Cansado de ver que los demás siempre se comían los pasteles que tanto le gustaban, llegó a imaginar que el correr podía serle útil para algo, y viendo que también él tenía dos piernas, empezó a hacer pruebas a solas. Yo me guardé de darle a entender que lo sabía, pero vi que había logrado mi propósito con mi estratagema. Cuando consideró que ya era poseedor de la fuerza suficiente, y yo lo comprendí antes que él, empezó a importunarme para que le diera el pastel que quedaba; yo se lo niego, él porfía, y con gesto despechado me dice: «Está bien; póngalo usted sobre la roca, señale el campo y ya lo veremos». «Vaya —dije sonriendo—; ¿un caballero tiene necesidad de saber correr? Tendrás más apetito y no tendrás nada que comer». Picado con mi burla, se esforzó tanto que fue él quien ganó el premio, aunque la verdad es que yo había señalado una carrera corta y tuve la precaución de no admitir al que más corría. Ya dado este primer paso, se comprende fácilmente que no me resultó muy difícil continuar. Pronto tomó tanta afición a este ejercicio que, sin el objetivo de alcanzar ningún premio, casi estaba seguro de vencer a los otros, aunque el trecho que había que recorrer fuese muy largo.
Una vez alcanzada esta ventaja, dio por resultado otra en la cual yo no había pensado. Cuando eran pocas las veces que ganaba el premio, casi siempre se lo comía él solo, lo mismo que hacían sus contrincantes, más cuando ya estuvo acostumbrado a la victoria, se hizo generoso y muchas veces se lo partía con los vencidos. Esto me obligó a verificar una observación moral, y me enseñó cuál fue el verdadero principio de la generosidad.
Continué marcando en distintos sitios el punto desde donde cada uno debía comenzar a un mismo tiempo su carrera, y sin que él pensara en ello, hice desiguales las distancias, de tal manera que como tenía cada uno más camino que correr que el otro para llegar a la misma meta, se producía un agravio completamente visible para todos, pero, aunque dejaba a mi discípulo e escogiese, no sabía aprovecharse de esta ventaja importarle la distancia, siempre escogía el camino más llano, pero como yo preveía fácilmente su elección, casi era yo el árbitro de hacer que perdiera o ganara el premio, y esto lo hacía para lograr más de un fin. Pero como mi intención era que advirtiese la diferencia, hacía lo posible para que él la notara, y aunque era indolente cuando estaba sosegado, era tan arrebatado en sus juegos y tan confiado, que me costó un trabajo indecible lograr que se diera cuenta de que yo no jugaba limpio. Cuando al fin lo conseguí, a pesar de su atolondramiento, se quejó de mi actuación. Entonces yo le dije: «¿Qué quejas son ésas? Es un regalo que quiero hacer, ¿no soy o el dueño de poner las condiciones? ¿Quién te mana que corras? ¿Te he prometido señalar distancias iguales? ¿No eres libre de escoger? Escoge la más corta, puesto que nadie te lo prohíbe. ¿No te das cuenta de que tú eres el privilegiado y que esa desigualdad de que te quejas es en beneficio tuyo si sabes sacar partido de ella?». Esto era claro, y lo comprendió, y para escoger se vio obligado a examinarlo con más atención. Primero quiso contar los pasos, pero la medida de los pasos de un niño es defectuosa y lenta, y por otra parte yo empecé a aumentarlas carreras en un mismo día, y convertida ya la afición en una especie de pasión, sentía perder el tiempo en medir las distancias que había que recorrer. La vivacidad de la infancia es rebelde a las dilaciones, y lo que hizo, sin advertirlo él mismo, fue habituarse a ver mejor y a comprender las distancias. Entonces ya me costó muy poco mantenerle la afición y fomentarla. Por último, en pocos meses de pruebas y de errores corregidos, el compás visual se formó de tal modo que cuando yo le ponía un pastel en un sitio algo lejos, su ojeada era casi tan segura como la cadena de un agrimensor.
Como entre los sentidos el de la vista es uno cuyos juicios menos pueden separarse del alma, para aprender a ver es necesario comparar durante mucho tiempo la vista con el tacto, a fin de acostumbrar al primero de estos sentidos a que nos dé cuenta fiel de las formas y las distancias, pues sin el tacto y sin el movimiento progresivo, los ojos más perspicaces no podrían darnos ninguna idea de la extensión. Para una ostra el universo entero no debe de ser más que un punto, y no le parecería otra cosa aunque la animase un espíritu humano. Sólo a fuerza de andar, palpar, numerar y medir las dimensiones, aprendemos a valuarlas, pero si midiésemos siempre descansando el sentido en el instrumento, nunca se afinaría. Tampoco es necesario que repentinamente pase un niño desde la medida a la valuación; primero es necesario que comparando por partes lo que en un todo no puede comparar, a partes alícuotas exactas sustituya a las alícuotas por valuación, y en vez de aplicar la medida con la mano, se vaya acostumbrando a aplicarla únicamente con la vista. No obstante, quisiera yo que verificara sus primeras operaciones con medidas reales, con el fin de que enmendase sus errores, o si en el sentido le restase alguna falsa apariencia, aprendiese a rectificarla con más certero juicio. Hay medidas naturales que son casi las mismas en todas partes; los pasos de un hombre, el alcance de sus brazos, su estatura, etc. Cuando un niño valúa la altura de un piso puede servirle de metro su ayo; si quiere apreciar la altura de una torre, la compara con las casas; si quiere saber las leguas de distancia, que cuente las horas de camino y, sobre todo, nosotros no debemos realizar nada de esto por él, sino que debe actuar por sí mismo.
No podría emitirse un juicio exacto acerca de la extensión y el tamaño de los cuerpos sin aprender al mismo tiempo a conocer sus figuras, y aun a imitarlas, porque en realidad esta imitación depende absolutamente de las leyes de la perspectiva, y no es posible valorar la extensión por las apariencias, sin alguna noción de estas leyes. Los niños, que son unos grandes imitadores, intentan dibujar, y yo quisiera que el mío cultivara este arte, no precisamente por el arte en sí, sino para que le diera actividad a la vista y elasticidad a la mano, pues generalmente importa muy poco que domine cualquier ejercicio, con tal que adquiera la perspicacia del sentido y el hábito que necesita el cuerpo. Me guardaré de ofrecerle un maestro de dibujo que sólo le dé imitaciones para que las copie, y que dibuje los dibujos de otro; quiero que no tenga otro maestro que la naturaleza, ni otro modelo que los objetos; que tenga presente el original y no el papel que lo representa; que copie una casa de una casa, un árbol de un árbol, un hombre de un hombre, para que se acostumbre a observar bien los cuerpos y sus apariencias, y no creer que las mentiras y las imitaciones convencionales son imitaciones verdaderas. También trataré de convencerle de que no debe trazar esbozos de memoria, sin tener delante los objetos, hasta que a fuerza de observaciones se imprima bien en su imaginación la forma exacta de ellos, pues podría alterar el conocimiento de las proporciones y la afición a las bellezas naturales, sustituyendo la verdad de las cosas con figuras extravagantes y ridículas.
Me doy cuenta de que actuando de este modo pintarrajeará antes de hacer nada que represente algo, de que tardará mucho en dominar la elegancia de los contornos y el ágil trazo de los dibujantes, y que tal vez nunca percibirá los efectos pintorescos y el gusto depurado del dibujo, pero, en cambio, su golpe de vista será más justo, la mano más firme, un mejor conocimiento de las verdaderas relaciones de tamaño y los cuerpos naturales que median entre los animales, las plantas y la perspectiva. Esto es lo que yo pretendo conseguir, siendo mi deseo que sepa imitar menos y que logre el conocimiento de los objetos; quiero que sea capaz de hacerme ver una hoja de acanto y que dibuje bien el follaje de un capitel.
Por lo demás, tanto en este como en los otros ejercicios, no pretendo que se divierta mi alumno solo; con el fin de que le sea más grato, competiré con él de un modo continuo. No quiero que tenga otro competidor que yo, pero lo seré sin riesgo; esto hará que sean interesantes nuestras tareas, sin que haya celos entre los dos. Tomaré el lápiz, siguiendo su ejemplo, y lo usaré al principio con tan poco acierto como él. Aun que fuese un Apeles, yo me convertiré en un pintamonas. Empezaré dibujando un hombre como los que dibujan los muchachos en la pared; una barra cada brazo, otra cada pierna, y los dedos más gruesos que los brazos. Después de algún tiempo, el uno o el otro notaremos la desproporción; observaremos que la pierna tiene un grosor, pero que varía de arriba abajo; que el brazo tiene una longitud determinada con relación al cuerpo… En cuanto a los adelantos serán iguales a los suyos, o me adelantaré tan poco que siempre le será fácil alcanzarme, y algunas veces dejarme atrás. Nos procuraremos colores y pinceles y haremos lo posible para imitar el colorido de los objetos, su apariencia y su figura; iluminaremos, pintaremos y embadurnaremos, pero en todos nuestros garabatos nunca dejaremos de estar al acecho de la naturaleza, ni haremos nada que no sea en presencia del maestro.
No hallábamos adornos para nuestro aposento, y ya los tenemos. Coloco marcos en nuestros dibujos, con cristales para que nadie los toque, y viendo que permanecen en el estado en que los dejamos, que cada uno tenga interés en conservar y no descuidar los suyos. Los coloco por orden alrededor del cuarto; cada dibujo repetido veinte o treinta veces y demostrando cada ejemplar los adelantos del autor, desde el punto de que la casa no es más que un cuadro casi uniforme hasta aquél en que están representados con fidelidad su fachada, su perfil, sus proporciones y sus sombras. Estas gradaciones tienen que ofrecernos cuadros interesantes para nosotros, curiosos para los demás y avivar continuamente nuestra emulación. A los primeros, a los dibujos más toscos, les pongo marcos brillantes y dorados con el fin de darles mayor realce, pero cuando ya es más exacta la imitación y realmente bueno el dibujo, no le pongo más que un marco negro muy sencillo, ya que no precisa de otro adorno que el propio, y sería una lástima que el ribete absorbiera la atención que merece el objeto. De esta forma cada uno de nosotros anhela ser merecedor de la honra del marco sencillo, y cuando uno quiera despreciar el dibujo del otro, le condenará el marco dorado. Algún día tal vez serán proverbiales entre nosotros estos marcos dorados, y quedaremos asombrados de que haya tantos que se hagan justicia haciéndoselos poner.
Yo he dicho que la geometría no está al alcance de los niños, pero es culpa nuestra. No sabemos comprender que nuestro método no es el suyo, y que lo que para nosotros es el arte de discurrir, para ellos es el de ver. En vez de darles nuestro método, sería mejor que tomásemos el suyo, puesto que nuestro modo de aprender la geometría es un asunto de imaginación tanto como de raciocinio. Cuando la proposición está expuesta, es imprescindible imaginar la demostración, esto es, encontrar de qué proposición ya sabida debe ser consecuencia, y entre todas las que se pueden sacar de la misma, escoger precisamente aquélla de la cual se trata.
De este modo, el razonador más competente, como no se trate de un inventor, se quedará parado. ¿Pero qué sucede? Que en vez de hacer que hallemos la demostración, nos la dicta; que en vez de enseñarnos a enjuiciar es el maestro quien enjuicia por nosotros y sólo se e ejercita nuestra memoria.
Naced figuras exactas, combinadlas, ponedlas una encima de otra, y examinad sus relaciones; hallaréis la geometría elemental yendo de observación en observación, sin que se trate de definiciones, ni de problemas, ni de ninguna otra forma demostrativa, como no sea la simple superposición. Por mi parte, no pretendo enseñar la geometría a Emilio; debe ser él quien me la enseñe a mí; yo indicaré las relaciones y él las hallará, porque lo haré de tal forma que conseguiré que las halle. Por ejemplo, en lugar de servirme de un compás para trazar un círculo, lo trazaré con un clavito en el extremo de un hilo que gire sobre un eje. Luego, cuando yo quiera comparar unos radios con otros, Emilio se burlará de mí, y me hará ver que tendido siempre el mismo hilo no se pueden trazar distancias desiguales.
Si quiero medir un ángulo de sesenta grados, describo, desde el vértice de este ángulo, no un arco, sino un círculo entero, porque con los niños no se debe suplir nada. Encuentro que la porción del círculo comprendido entre los dos lados del ángulo es la sexta parte del círculo. Después, desde el mismo vértice, describo otro círculo mayor, y me encuentro con que también este segundo arco es la sexta parte de su círculo. Describo un tercer círculo concéntrico, con el cual repito la misma prueba, y la continúo con nuevos círculos, hasta que Emilio, asombrado de mi estupidez, me advierta que cada arco, grande o pequeño, comprendido en el mismo ángulo, ha de ser siempre la sexta parte de su círculo. Muy pronto llegaremos al uso del semicírculo graduado.
Con el fin de comprobar que los ángulos formados por dos oblicuas son iguales a dos rectos, se describe un círculo, y yo haré que Emilio note primero esto en el círculo, y le digo luego: «Si quitásemos el círculo y dejásemos las líneas rectas, ¿cambiarían de tamaño los ángulos?
Se descuida la exactitud de las figuras; se supone y se aplican a la demostración. Entre nosotros, por el contrario, jamás se tratará de demostración; nuestro más importante asunto será trazar un cuadrado muy perfecto y un círculo muy redondo. Para comprobar la exactitud de la figura, la examinaremos por todas sus propiedades sensibles, y esto nos dará motivo para descubrir cada día otras nuevas. Doblaremos por el diámetro los dos semicírculos, y por la diagonal las dos mitades del cuadrado; compararemos nuestras dos figuras, para ver aquella cuyos lados se adaptan con más exactitud, y por consiguiente está mejor hecha; deberemos discutir si debe existir siempre esta igualdad de partición en los paralelogramos, los trapecios… Alguna vez realizaremos la prueba de adivinar el resultado de la experiencia antes de ejecutarla, y procuraremos encontrar sus razones.
Para mi alumno la geometría no es otra cosa que el arte de usar bien la regla y el compás sin que la confunda con el dibujo, en el que jamás empleará ninguno de estos instrumentos. Se encerrarán balo llave la regla y el compás, y muy pocas veces permitiré que haga uso de ellos si no es por muy poco tiempo, para que no se acostumbre a embadurnar el papel, pero podremos llevar algunas veces nuestras figuras al ir de paseo, y hablaremos sobre lo que hayamos hecho o pretendamos hacer.
Nunca olvidaré el haber conocido en Turín a un joven que de niño le enseñaron las relaciones de los contornos y las superficies, dándole a escoger todos los días obleas isoperímetras de todas las figuras geométricas. El pequeño goloso había apurado el arte de Arquímedes con el fin de hallar la que más le convenía comer.
Cuando un niño juega al volante, ejercita la vista y el brazo; cuando pega con la correa a una peonza, aumenta su fuerza sirviéndose de ella, pero nada aprende. Algunas veces he preguntado por qué no ejercitaban a los niños en los juegos de destreza de los hombres: la pala, el mallo, el billar, el arco, la pelota, los instrumentos de música, y me han contestado que de estos juegos algunos excedían sus fuerzas, y que para los demás aún no estaban bastante formados sus miembros. No me parecen fundadas estas razones; aunque no tenga un niño la estatura de un hombre, viste exactamente como él. Con esto no quiero decir que juegue con las mismas bolas que nosotros en un billar de tres pies de alto, que juegue partidas de pelota, ni que pongan en sus delicadas manos una pala, sino que juegue en una sala cuyas vidrieras se protejan con rejas, que al principio se sirva de pelotas blandas, que sus primeras palas sean de madera, luego de piel y por último de cuerda de vihuela; que sean más tirantes según vaya progresando. Dais preferencia al volante porque cansa menos y carece de peligro, pero hacéis mal por dos motivos: El volante es un juego de mujeres, y todas huyen de una pelota en movimiento, pues su delicada piel no debe exponerse a las contusiones a que expondría su rostro. Pero nosotros, destinados a ser vigorosos, ¿tenemos la pretensión de serlo sin trabajo? ¿De qué defensa seremos capaces si no se nos acomete nunca? Siempre se juegan de una forma descuidada los juegos en que no se corre peligro, pero nada desentumece tanto los brazos como la necesidad de cubrirse la cabeza, ni agudiza tanto la vista como tener que protegerse los ojos. Lanzarse de una punta de la sala a otra, calcular el bote de una pelota cuando está en el aire, devolverla con mano segura y vigorosa…; estos juegos tan convenientes al hombre todavía le sirven más para formarle.
Dicen que las fibras de un niño son muy débiles. Son menos resistentes, pero más flexibles; su brazo es débil, pero es un brazo y, guardando la proporción, debe hacerse con él todo lo que se hace con otra máquina parecida. Los niños no tienen en las manos ninguna destreza, y por eso yo quiero que la adquieran; un hombre que no tuviera más práctica que ellos, tampoco la tendría; nosotros no podremos comprender el uso de nuestros órganos hasta después de haberlos empleado. Sólo con una larga experiencia aprenderemos a sacar partido de nosotros mismos, y esta experiencia es el verdadero estudio, al que no podemos aplicarnos demasiado pronto.
Todo lo que se hace es hacedero. Entonces, no hay nada más común que ver niños diestros y desenvueltos, con los miembros tan ágiles como los de un hombre. En casi todas las ferias los vemos que realizan equilibrios, que andan sobre las manos, que saltan y bailan en la cuerda. ¿Durante cuántos años las compañías de niños han atraído con sus bailes espectadores a la Comedia italiana? ¿Quién no ha oído hablar en Italia y en Alemania de la compañía de pantomima del célebre Nicolini? ¿Ha observado alguien en estos niños movimientos menos desenvueltos, actitudes menos graciosas, oído menos fino, danza menos ligera que los danzarines formados por completo? Aunque tengan abultados, cortos y poco flexibles los dedos y las manos, y poco capaces de empuñar nada, ¿quita eso que muchos niños no sepan escribir y dibujar a la edad que otros no saben todavía sostener el lápiz o la pluma? Todo París se acuerda aún de la pequeña inglesita que teniendo solamente diez años hacía prodigios con el clavecín. He visto en casa de un magistrado a su hijo, niño de ocho años, que se subía a la mesa después de los postres, como una estatua en su pedestal, y tocar un violón casi tan grande como él, asombrando por su ejecución a los mismos artistas.
Todos estos ejemplos y otros cien mil prueban, me parece, que la ineptitud que se supone a los niños para que hagan nuestros ejercicios es imaginaria, y si no los practican es porque no se les ha enseñado.
5e me dirá que yo caigo aquí, con relación al cuerpo, en el defecto del cultivo prematuro que condeno en los niños con relación al espíritu. La diferencia es muy grande, porque uno de estos progresos es sólo aparente y el otro es real. He probado que el espíritu o el entendimiento que parecen tener, no lo tienen, pero hacen, mejor o peor, lo que ellos se proponen hacer. Por otra parte, se debe pensar siempre que todo esto no es o no debe ser más que un juego, dirección fácil y voluntaria de los movimientos que la naturaleza le pide, variar sus entretenimientos para que les sean más agradables, sin que el más pequeño contratiempo los convierta en trabajo, porque, ¿en qué se distraerán que no puedan convertirlo en un objeto de instrucción para ellos? Y cuando no se pueda conseguir que se diviertan sin inconveniente y que el tiempo pase, su progreso en cualquier cosa no importa de momento, pues de vez en cuando es preciso aprender necesariamente una cosa, Y hágase lo que se haga, nunca es posible conseguirlo sin contrariedad, sin desgana y sin aburrirse.
Lo que ya he expuesto sobre los dos sentidos cuyo uso es más continuo e importante, puede servir de ejemplo para el modo de ejercitar los otros. Lo mismo se aplican la vista y el tacto a los cuerpos quietos que a los que se mueven, pero como únicamente la ondulación del aire puede mover el sentido del oído, sólo los cuerpos en movimiento hacen ruido o suenan, y si todo estuviese quieto nunca oiríamos nada. De noche, pues, cuando nos movemos si nos place, no debemos temer otros cuerpos que los que se mueven, y nos importa aguzar el oído para juzgar por la sensación que éste nos transmite, si el cuerpo que la causa es grande o pequeño, si está cerca o lejos y si es débil o fuerte su pulsación. Las sacudidas del aire están sujetas a repercusiones que lo reflejan, que repiten la sensación con sus ecos y hacen que se oiga el cuerpo ruidoso o sonoro en otro sitio de donde se encuentra. Si aplicamos el oído al suelo en un llano o en un valle, oímos las voces de los hombres o las pisadas de los caballos desde mucho más lejos que cuando estamos en pie.
Del mismo modo que hemos comparado la vista con el tacto, será bueno comparar la vista con el oído, y saber cuál de las dos impresiones llegará antes a su órgano. Cuando uno percibe el fogonazo de un cañón, todavía está a tiempo de protegerse del tiro, pero así que oye el ruido ya no tiene tiempo, pues la bala está encima. Podemos juzgar la distancia a que se encuentra una tempestad por el tiempo que media entre el relámpago y el trueno. Procurad que el niño conozca todas estas experiencias, que realice las que están a su alcance y que las demás las halle por inducción, pero si hay que decírselas, prefiero cien veces que las ignore.
Poseemos un órgano que corresponde al oído, el de la voz, pero carecemos de uno que corresponda a la vista, ni repetimos los colores como los sonidos. Otro medio para cultivar el primer sentido es ejercitar el órgano activo y el pasivo, uno y otro.
El hombre está dotado de tres clases de voz, a saber, la voz hablada o articulada, la voz cantada o melodiosa y la voz patética o acentuada, que es el lenguaje de las pasiones y el que anima el canto y la palabra. El niño posee estas tres clases de voz como el hombre, pero no las sabe mezclar entre sí; él, como nosotros, ríe, chilla, se lamenta, gime, pero no sabe amalgamar estas inflexiones con las otras dos voces. Una música perfecta es la que mejor reúne las tres voces. Los niños son incapaces de esta música y su canto nunca tiene alma. Del mismo modo, en la voz hablada su idioma no tiene acento; gritan pero no acentúan, y así como en sus razonamientos hay poco acento, hay poca energía en su voz. Nuestro alumno tendrá el habla todavía más simple y más sencilla, porque las pasiones no se han despertado y no se mezclará el lenguaje de ellas con el suyo. No le queráis que aprenda papeles de tragedia y de comedia, ni enseñarle, como dicen, a declamar. El tendrá sobrado juicio para comprender que es imposible dar tono a cosas que no puede entender y expresión a efectos que nunca experimentó.
Enseñadle a hablar lisa y llanamente, a que articule bien, a pronunciar exactamente sin afectación, a conocer y a seguir el acento gramatical y la fonética, a dar siempre el tono de voz para que se le entienda, pero no a dar más de lo que sea preciso, defecto común en los niños educados en los colegios; en ningún caso debe haber nada superfluo.
Igualmente en el canto que su voz sea justa, igual, flexible, sonora; su oído sensible a la medida y a la armonía, pero nada más. La música imitativa y teatral no es para su edad; no querría que cantase m palabras, y si quisiera cantar procuraría componer canciones adecuadas a su edad y tan sencillas como sus ideas.
Se comprende que no me doy tan poca prisa en que aprenda a leer lo escrito, menos me la daré a enseñarle a leer música. Desviemos de su cerebro toda atención pesada y no nos precipitemos para fijar su entendimiento sobre signos de convención. Confieso que esto presenta alguna dificultad aparente, porque aunque a primera vista parezca que no es más necesario conocer las notas para saber cantar, que conocer las letras para saber hablar, hay, sin embargo, la diferencia de que cuando cantamos no enunciamos sino las ajenas, y para enunciarlas preciso es que sepamos leerlas.
Pero, primeramente, en lugar de leerlas puede oírlas, y un canto se expresa con más precisión al oído que a los ojos. Además, para saber bien la música, no basta repetirla; es necesario componerla, lo uno se ha de aprender con lo otro, sin lo cual nunca se sabe bien. Ejercitad a vuestro pequeño músico a que primero haga frases regulares y muy cadenciosas, a que luego las ligue entre sí con una modulación muy sencilla, y finamente a que note sus distintas relaciones como una puntuación correcta, lo cual se hace con una buena elección de cadencias y pausas. Sobre todo, nunca un canto extravagante, patético, ni expresivo; siempre melodía cantable y sencilla, que derive de las cuerdas esenciales del tono y que de tal manera marque el bajo, que la sienta y la acompañe el niño sin dificultad, porque para formarse el oído y la voz no se debe cantar más que con el clavecín.
Para señalar mejor los sonidos, los articulamos cuando pronunciamos, y de aquí se deriva el uso de solfear con ciertas sílabas. Para distinguir los grados hay que dar nombres a estos grados y a sus diferentes términos fijos, de donde proceden los nombres de los intervalos e igualmente las letras del alfabeto con que se señalan las teclas del piano, y las notas de la escala «C» y «A» designan sonidos fijos, invariables, que siempre dan las mismas teclas. Otra cosa son «Ut» y «La». «Ut» es constantemente la tónica de un modo mayor o la mediante de un modo menor; «La» es constantemente la tónica de un modo menor o la sexta nota de un modo mayor. Así las notas señalan los términos inmutables de las relaciones de nuestro sistema musical, y las sílabas señalan los términos homólogos de las relaciones semejantes en diversos tonos; las letras indican las teclas y las sílabas los grados del modo. Los músicos franceses han embrollado de extraña manera estas distinciones confundiendo el sentido de las sílabas con el de las letras, y doblando inútilmente los signos de las teclas, sin haber dejado ninguno para expresar las cuerdas de los tonos, de forma que para ellos «Ut» y «C» son siempre la misma cosa, y no es tal ni debe ser, porque, entonces, ¿para qué sirve «C»? Por eso, su modo de solfear es excesivamente difícil, sin que sea provechoso para nada y sin dar ninguna idea clara al entendimiento, pues por este método las dos sílabas «Ut» y «Mi», por ejemplo, también pueden significar una tercera mayor, menor, superflua o defectuosa. ¿Por qué extraña fatalidad en el país donde se escriben los mejores libros sobre música se la aprende más difícilmente?
Debemos seguir con nuestro alumno una práctica más sencilla y clara, que no haya para él más de dos formas, cuyas relaciones sean siempre las mismas y siempre indicadas con las mismas sílabas. Cuando cante o toque un instrumento, debe saber establecer su modo en cada uno de los doce tonos que pueden servir de base, y tanto si modula en «C», en «D», en «G», etc., que sea siempre el final «Ut» o «La», según el modo. Obrando de esta manera siempre os entenderá; las relaciones esenciales de la manera de ajustarse cuando cante o toque, las tendrá siempre presentes, su ejecución será más limpia y más rápidos sus progresos. Nada tan fuera de lugar como lo que llaman los franceses solfeo natural, lo cual significa que las ideas propias son desviadas, sustituidas por otras que no hacen más que desorientar al alumno. La forma más natural consiste en solfear por transposición, cuando el modo está transportado. Pero tenemos sobrada música; se la podéis enseñar como mejor os plazca con tal de que no sea otra cosa que un simple pasatiempo.
Ya tenemos conocimiento del estado de los cuerpos extraños con relación al nuestro, de su peso, figura, solidez, tamaño, distancia, temple, quietud y movimiento. También sabemos cuáles son los que nos conviene acercar o desviar lo que hemos de realizar con el fin de vencer su resistencia, o bien oponerles una que nos guarde de lo que nos perjudique, pero no es suficiente con todo esto; nuestro cuerpo se agota continuamente y necesita una continua renovación. Aunque poseamos la facultad de transformar los cuerpos en nuestra propia sustancia, no es indiferente la elección, ya que no todo es alimento para el hombre, y entre las sustancias que pueden serlo, no le convienen todas por igual, pues debe tenerse en cuenta la constitución de su especie, el clima en que vive, su temperamento particular y el régimen de vida que le señala su estado.
Moriríamos de hambre o por envenenamiento si para escoger los alimentos que necesitamos tuviésemos que esperar a que nos enseñase la experiencia el modo de conocerlos y de elegirlos, pero la bondad suprema, que del deleite de los seres sensibles hizo el instrumento de su conservación, nos avisa de cuanto es conveniente a nuestro estómago mediante la sensación agradable a nuestro paladar. De una forma natural, para el hombre no existe nada más seguro que su propio apetito, y observándolo en su estado primitivo no vacila en afirmar que los alimentos que más agradables le parecen sean también los más convenientes a su salud.
Pero aún hay más. El autor de todas las cosas no solamente proveyó las necesidades que nos dio, sino también las que nos buscamos nosotros mismos, y para que siempre vayan juntos el deseo y la necesidad, hace que nuestros gustos se modifiquen y se alteren según nuestro modo de vivir. Cuanto más nos alejamos del estado de la naturaleza, con mayor gradación perdemos nuestros gustos naturales, o dicho de otra forma, el hábito forma en nosotros una segunda naturaleza, con la cual sustituimos de una forma totalmente completa a la primera.
De esto que hemos expuesto se deduce que los gustos más naturales deben ser también los más sencillos, debido a que son los que con mayor facilidad se transforman, mientras que agitándose y complicándose, gracias a nuestros caprichos, toman ya una forma invariable. El hombre que todavía no es de ningún país, se apropiará sin ninguna dificultad las costumbres del país al que vaya, pero el de un determinado país no se habituará a las de otro.
En todos los sentidos esto me parece exacto, y aún más cuando se aplica al sentido del gusto. La leche es nuestro primer alimento, y sólo de una forma gradual nos vamos acostumbrando a los sabores fuertes, pero al principio nos repugnan. Frutas, legumbres, hierbas y algunas carnes asadas sin condimento y sin sal eran los banquetes de los hombres primitivos; la primera vez que un salvaje bebe vino, hace una mueca y lo echa, y hasta entre nosotros, el que ha vivido hasta los veinte años sin probar alcoholes fuertes, es incapaz después de acostumbrarse a ellos; seríamos todos abstemios si no nos hubieran dado vino en nuestros primeros años. Por último, cuanto más sencillos son nuestros gustos mayor universalidad alcanzan, y lo que más repugnancia suele ocasionar son los manjares compuestos. ¿Hemos visto que a alguien le repugnen el agua y el pan? Ésta es la norma de la naturaleza, y también será la nuestra. Hagamos que el niño conserve lo más posible su primitivo gusto, que su alimento sea sencillo y común, y que su paladar sólo se familiarice con sabores poco fuertes, sin caer en un gusto exclusivo.
No examino aquí si un modo de vivir es más o menos sano que otro, porque no lo considero bajo este aspecto. Me es suficiente, para preferirlo, el que está más de conformidad con la naturaleza, y el que con mayor facilidad puede ajustarse a otro cualquiera. Los que sostienen que se debe acostumbrar a los niños al alimento que les será propio cuando sean hombres, me parece que piensan mal. ¿Por qué causa debe ser el mismo alimento siendo tan distinto el método de vida? A un hombre extenuado por el trabajo, los cuidados y las penas, le son indispensables unos alimentos que le repongan; un niño que viene de jugar, y cuyo cuerpo en la época del crecimiento, necesita una alimentación abundante que le suministre muchas vitaminas. Por otra parte, el hombre tiene estado, empleo y domicilio, ¿pero quién puede estar seguro de la suerte que le espera a un niño? No le debemos dar ninguna forma tan determinada que para cambiarla tenga que hacer un gran esfuerzo. No hagamos que pueda morirse de hambre en otro país, si no lleva un cocinero francés, ni que diga un día que sólo en Francia saben comer. ¡Vaya elogio! Yo diría lo contrario de los franceses, que no saben comer, porque para que les plazcan los alimento, necesitan un arte muy especial para que sean gustosos.
Entre nuestras varias sensaciones, la del gusto es la que generalmente nos impresiona más, y por eso juzgamos con mayor interés y acierto sobre las sustancias que deben convertirse en parte de la nuestra, que las que no hacen más que acercársele. Existen mil cosas para el tacto, para el oído y para la vista, pero casi nada es distinto para el gusto.
Por otra parte, la actividad de este sentido es física y material; es el único que nada le dice a la imaginación, o por lo menos aquel en cuyas sensaciones tiene menos parte, mientras que la imaginación y la imitación mezclan frecuentemente lo moral con la impresión de los demás. Por esta causa, generalmente los corazones tiernos y voluptuosos, así como los caracteres afectuosos y verdaderamente sensibles, son agitados fácilmente por los otros sentidos, en tanto que el sentido del gusto no los conmueve. Por esta causa parece que el sentido del gusto es inferior a los demás, y la inclinación que nos entrega a él más despreciable, por lo que yo deduzco que el medio que más conviene para gobernar a los niños es el de tentarles por la boca. El impulso de la gula tiene preferencia al de la vanidad, puesto que la gula es un apetito de la naturaleza, que pende inmediatamente del sentido, y la vanidad es obra de la opinión, sujeta al capricho de los hombres y a todo género de abusos. La gula es la pasión de la infancia, pero no resiste a ninguna otra, y a la menor rivalidad desaparece. Creedme; demasiado pronto dejará el niño de pensar en lo que coma, y si tiene su corazón lleno, no le pedirá mucho el paladar. Una vez llegado a hombre, una infinidad de afectos impetuosos reducirán la gula y no harán más que excitar la vanidad, porque esta pasión sola se aprovecha de las demás, y al fin acaba con ellas. Algunas veces he observado a las personas que hacían mucho caso de los buenos bocados, y en cuanto se despertaban ya pensaban en lo que debían comer aquel día, y describían con más puntualidad un banquete que Polibio una batalla. Y he observado que todos estos pretendidos hombres eran niños de cuarenta años sin vigor ni consistencia; fruges connumere nati. La gula es el vicio de los corazones que no tienen sustancia. El alma de un glotón está en su paladar; sólo nació para comer; en su estúpida incapacidad, únicamente en la mesa se siente a gusto y no entiende más que de platos. Dejémosle sin envidia alguna esa afición, pues más le vale esa que otra, lo, mismo para nosotros que para él.
El temor a que arraigue la gula en un niño que sea capaz de algo, es una precaución de un entendimiento de pocos alcances. La infancia solamente piensa en lo que come; los adolescentes ya no se ocupan de eso, pues para ellos todo es bueno y otras atenciones les absorben. Sin embargo, yo no quisiera que hiciéramos un imprudente uso de un tan mezquino resorte, y que como recompensa por una buena acción le premiásemos con un buen plato. Mas ya que en la infancia todo debe consistir en juegos y alegres pasatiempos, no veo por qué causa los ejercicios puramente corporales no se les pueda recompensar con algo material y sensible. Si un niño mallorquín, viendo una cesta colgada de un árbol, la echa abajo con la honda, ¿no es justo que se aproveche y repare con un buen almuerzo la fuerza que ha gastado en conseguirla? Si un niño espartano, arrostrando el peligro de cien azotes, se mete con astucia en una cocina, roba una vulpeja viva, se la lleva envuelta en la ropa, y arañado, mordido, sangrando, y por no sufrir la vergüenza de que le cojan, se deja despedazar las entrañas sin parpadear, sin gemir? No es justo que al fin se aproveche de su presa y que se la coma después que ella se le ha comido? Jamás debe servir de recompensa una buena comida, pero ¿por qué no ha de serlo alguna vez del esfuerzo que por ganarla ha hecho? Emilio no mira el pastel que he puesto sobre la roca como un premio por haber corrido bien, pero sabe que el único medio de alcanzarlo es llegar antes que otro.
Con esto no se contradicen las máximas que dejo sentadas sobre la sencillez de los manjares, puesto que halagando el apetito de los niños solamente se trata de darles una satisfacción y no de excitar su glotonería, y esto se consigue con lo más corriente, si no se trata de aumentar la sensibilidad para el gusto. El continuo apetito, excitado por la necesidad de crecimiento, es un guisado seguro que para ellos es equivalente a otros muchos. Frutas, queso, algún bollo un poco más sabroso que el pan común, y principalmente el modo de distribuirlo con sobriedad, es suficiente para llevar ejércitos de niños hasta el fin del mundo, sin que les nazca ninguna afición a los sabores fuertes ni haya el peligro de un empacho.
Una prueba entre otras que demuestran cómo la afición a comer carne no es natural en el hombre, la encontramos en la indiferencia con que los niños la miran, y su preferencia por otros alimentos, como lacticinios, pasteles, frutos, etc. Es muy importante conservarles esta afición primitiva y no convertirlos en carnívoros; si esto no se realiza por su salud, debe ser para mejorar su carácter, puesto que, expliquen como quieran la experiencia, la verdad está en que generalmente los que comen mucha carne son más crueles y feroces que los otros hombres; esto ha sido comprobado en todos los tiempos y países. Es una cosa muy notable la humanidad inglesa. Por el contrario, los gauros son los más pacíficos de los hombres. Todos los salvajes son crueles y sus costumbres no les incitan a que lo sean; por lo tanto, esta crueldad proviene de sus alimentos; van a la guerra como a la caza y tratan a los hombres del mismo modo que si se tratara de osos. Se da el caso de que en Inglaterra no son admitidos como testigos los carniceros ni los cirujanos. Los perversos salvajes se endurecen para los homicidios bebiendo sangre. Homero pinta a los cíclopes como comedores de carne, como hombres horrorosos, y a los lotófagos como un pueblo tan amable que en cuanto se había probado su trato, el huésped se olvidaba de su país para seguir viviendo con ellos.
«Me preguntas —decía Plutarco— por qué se abstenía Pitágoras de comer carne, pero yo te pregunto qué espíritu era el del hombre que primero acercó a su boca un trozo de carne muerta, que con los dientes rompió los huesos de una bestia muerta, que hizo que le sirvieran plato de cuerpos muertos, de cadáveres, y que tragó miembros que un instante atrás mugían, balaban, andaban y veían. ¿Cómo pudo con su mano clavar un hierro en el corazón de un ser sensible, soportar sus ojos una muerte y ver sangrar, desollar y desmembrar a un pobre animal indefenso? ¿Cómo pudo contemplar el jadear de las carnes, cómo su olor no le trastornó el corazón, ni sentir repugnancia y asco? ¿Cómo no le embargó el horror cuando limpió la podre de las heridas y la negra y cuajada sangre que las cubría?
»Por tierra arrastran pieles desolladas,
Mugen al fuego carnes espetadas,
Que el hombre se come sin sufrir,
Y en su vientre las oye gemir.
»Esto fue lo que tuvo que imaginar y sentir la vez primera que el hombre venció su naturaleza para celebrar este horrible banquete; la primera vez que tuvo hambre de una bestia viva, que quiso comer de un animal que aún pacía, y que dijo cómo había de degollar, de despedazar, de cocer la oveja que le lamía las manos. De los que empezaron estos crueles banquetes, no de los que les rehuyen, es de quienes hay que asombrarse, aunque los primeros pudieran justificar su inhumanidad con disculpas a las que no podemos recurrir nosotros, y que por lo tanto nos hacen cien veces más inhumanos que ellos.
»Mortales amados de los dioses, nos dirían aquellos hombres primitivos, comparad los tiempos, observad cuán felices sois vosotros y cuán miserables éramos nosotros. Recién formada la tierra, el aire cargado de vapores, aún no eran dóciles al orden de las estaciones; insegura la corriente de los ríos, por todas partes arrasaban las riberas; estanques y lagos y hondos marjales inundaban las tres cuartas partes de la superficie del orbe, y el otro cuarto era ocupado por riscos y selvas estériles. La tierra no daba de sí ningún fruto sazonado; carecíamos de toda clase de aperos e ignorábamos el arte de servirnos de ellos, y por consiguiente para quien nada había sembrado, nunca le llegaba el tiempo de la cosecha. Así, invariablemente, nos acosaba el hambre. En invierno, nuestros manjares eran el helecho y la corteza de los árboles. Algunas raíces tiernas de brezo y de grama eran nuestro regalo, y cuando los hombres podían hallar algún hayuco; algunas bellotas o nueces, bailaban de gozo alrededor de un roble o de un haya, al son de alguna rústica cantinela, llamando madre y nodriza a la tierra. Éstas eran sus fiestas, sus únicos juegos; todo lo demás de la vida humana sólo era dolor, penalidad y miseria.
»Por último, cuando por estar yerma y desnuda la tierra, no nos ofrecía nada, viéndonos obligados a maltratar la naturaleza para nuestra conservación, nos comimos a los compañeros de nuestra miseria antes de vernos obligados a morir con ellos. Mas a vosotros, hombres crueles, ¿qué es lo que os fuerza a derramar sangre? Observad la gran cantidad de bienes de que estáis rodeados, la cantidad de frutos que ofrece la tierra, las riquezas que producen los campos y las viñas, la cantidad de animales que brindan su leche para alimentarnos y su vellocino para que nos sirva de abrigo. ¿Qué más pedís? ¿Qué furia os incita a cometer tantas muertes, estando hartos de víveres y llenos de otros bienes? ¿Por qué mentís contra nuestra madre, acusándola de que no puede alimentaros? ¿Por qué pecáis contra Ceres, inventora de las sagradas leyes, y contra el gracioso Baco, consolador de los mortales, como si sus pródigos dones no fuesen suficientes para la conservación del linaje humano? ¿Cómo tenéis valor para mezclar en vuestras mesas huesos con los frutos más suaves, y para comer con la leche la sangre de los animales que os la dieron? Las panteras y los leones, a los que vosotros llamáis fieras, actúan forzados por su instinto, y para poder vivir se ven obligados a matar a los demás brutos. Mas vosotros, que sois cien veces más fieros que ellos, resistís sin ninguna necesidad vuestro instinto con el fin de entregaros a vuestras crueles delicias. No son los animales que coméis los que se comen a los demás; a los animales carniceros, a los cuales vosotros imitáis, no os los coméis, pero os coméis a los que no perjudican a nadie y son inocentes y mansos, y son vuestros amigos, de los cuales os servís y pagáis sus servicios devorándolos.
»¡Oh, matador contra la naturaleza! Si te empeñas en creer que la naturaleza te crió para devorar a tus semejantes, a seres de carne y hueso, que como tú sienten y viven, vence el horror que a tan espantosos banquetes te conduce; mátalos tú, digo con tus propias manos, sin hierro y sin ningún, cuchillo; destrózalos con tus uñas, como hacen los leones y los osos; muerde a ese toro, hazle pedazos, clávale tus garras; cómete a ese cordero vivo, devora sus carnes humeantes y bébete con su alma su sangre. ¿Te estremeces? ¿No te atreves a sentir cómo entre tus dientes palpita una carne viva? ¡Hombre compasivo, que empiezas matando al animal, y luego te lo comes, para que muera dos veces! No te quedas satisfecho con eso; todavía te repugna la carne muerta, no te la puedes meter en las entrañas; es forzoso que sea transformada al fuego: cocerla, asarla, sazonarla con ingredientes que la disfracen; acudes a pasteleros, a cocineros, a otros hombres que te quiten el horror de la muerte, y te preparen cuerpos muertos, para que, engañado el sentido del gusto con estos disfraces, no deseches lo que te horroriza, y comas con deleite cadáveres cuyo aspecto ni los ojos hubieran podido sufrir».
Aunque este trozo sea un asunto ajeno al mío, no he tenido la fuerza suficiente para resistir la tentación de copiarlo, y opino que habrá pocos lectores que lo consideren inoportuno.
En cuanto a lo demás, cualquiera que sea el régimen que adoptéis para los niños, con tal que los acostumbréis a manjares comunes y sencillos, dadles libertad para que coman, corran y jueguen a su placer, y estad seguros de que nunca comerán con exceso ni estarán hartos, pero si los tenéis hambrientos la mitad del tiempo y encuentran el medio de burlar vuestra vigilancia harán todo lo posible para resarcirse y comerán hasta saciarse. Si nuestra gula no tiene tasa, se debe a que le queremos imponer reglas distintas a las de la naturaleza. Siempre estamos arreglando, prescribiendo, añadiendo y quitando, haciéndolo todo con la balanza en la mano, pero esa balanza no mide las necesidades de nuestro estómago, sino que sigue sus caprichos. Ahora voy con mis elementos: en las casas de los aldeanos, el arca del pan y la despensa de la fruta nunca están cerrados, y lo mismo los mayores que los niños saben lo que son las indigestiones.
No obstante, si un niño comiese con exceso, lo cual, siguiendo mi método, no lo creo posible, resulta tan fácil entretenerle con pasatiempos de su gusto que lograríamos su mayor abstinencia sin que él lo advirtiese. ¿Cómo es que se les pasa por alto a los preceptores tan fáciles y eficaces medios? Cuenta Herodoto que encontrándose los lidios acosados por una cruel carestía, se les ocurrió inventar juegos y pasatiempos con los cuales entretenían, divirtiéndose, el hambre, pasando días enteros sin comer. Tal vez hayan leído cien veces este pasaje los eruditos instructores, y no se les ha ocurrido que se puede aplicar a los niños. Quizá alguien me objetará que el niño no deja con agrado la comida para ir a estudiar su lección, y está en lo cierto, pero yo no pensaba que esto fuera una distracción; el olfato es, respecto al sentido del gusto, lo que la vista es respecto al tacto, que le precede y le advierte del modo que ha de mover tal o cual sustancia, y le dispone a que la busque o la evite, según la impresión que de antemano recibe de ella el olfato. He oído decir que entre los salvajes no causaban los olores la misma impresión que en nosotros, y juzgaban de un modo diferente los que eran buenos o malos. Es posible. Los olores, en sí mismos, son sensaciones débiles, las cuales mueven con mayor intensidad la imaginación y el sentido, e impresionan menos por lo que dan que por lo que prometen. Bajo este punto de vista, siendo por su modo de vivir tan diferentes los gustos de los otros, deben ser causa de que formen juicios muy opuestos sobre los sabores y, por consiguiente, sobre los olores que los anuncian. Con el mismo efecto debe un tártaro oler una habitación hedionda de un caballo muerto como un cazador nuestro una perdiz medio podrida.
Nuestras sensaciones ociosas, como la fragancia de un jardín con sus flores, no las pueden sentir los que encuentran su diversión andando, ni los que no trabajan lo suficiente para hallar deleite en el descanso. Las personas que siempre tienen hambre, poco gusto pueden encontrar en aromas que no prometen comida.
El olfato es un sentido propio de la imaginación. Debido a que entona los nervios, debe de agitar también mucho el cerebro; por esta causa aviva instantáneamente el temperamento, hasta que por último lo consume. Nos son muy conocidos los efectos que causan en el amor; no es el suave aroma de un tocador tan débil como se cree, y no sé si dar el parabién o compadecer al hombre poco sensible, a quien nunca hace palpitar el olor de las flores que lleva en el pecho su amada.
De este modo parece que no debe ser muy activo el olfato en la edad primera, cuando la imaginación, no estando aún animada por muchas pasiones, es poco capaz de emocionarse y todavía no se tiene la suficiente experiencia para prever con un sentido lo que otro nos promete. Esta consecuencia está confirmada por la observación, y es verdad que en la mayor parte de los niños todavía es obtuso y casi nulo este sentido, no porque no sea en ellos tan exquisita la sensación como en los hombres, y hasta quizá lo sea más, sino porque no uniendo con ella ninguna otra idea, no se mueven de un modo fácil para sentir pena o dolor, y por lo tanto no los atormenta ni los halaga como a nosotros. Tengo el criterio de que sin salir del mismo sistema, ni recurrir a la anatomía comparada de ambos sexos, se encontraría fácilmente el motivo por el cual las mujeres sienten en general los olores con mayor intensidad que los hombres.
Se dice que los indígenas del Canadá adquieren desde niños un olfato tan sutil que, aunque tienen perros, no se sirven de ellos para cazar, y consiguen lo mismo que los perros. Pienso que si enseñásemos a los niños a descubrir por el olfato su comida, como descubre el perro la caza, acaso conseguiríamos perfeccionarles este sentido, pero no veo que puedan aplicarlo a cosas de mucha utilidad, como no sea para darles a conocer sus relaciones con el gusto, y la naturaleza ha cuidado de obligarnos a que nos enteremos de estas relaciones. La acción de este último sentido la ha hecho inseparable del otro, colocando cerca sus órganos y poniendo en la boca una comunicación inmediata entre ambos, de tal modo que nada gustamos sin olerlo. Quisiera, sin embargo, que no se alterasen estas relaciones naturales para engañar a un niño, falseando con un aroma grato lo desabrido de una purga, ya que entonces es demasiado grande la discordancia de los dos sentidos para que se pueda engañar, y como el sentido más activo absorbe el efecto del otro, no toma la purga con menos asco: éste se extiende ` a todas las sensaciones que al mismo tiempo le impresionan, y cuando se le presenta la más débil, su imaginación recuerda la otra; un suave aroma se convierte para él en un olor repugnante, y así aumentan nuestras imprudentes precauciones la suma de sensaciones desagradables a costa de las gratas.
Todavía me falta hablar en los capítulos siguientes de la cultura de una especie de sexto sentido, llamado sentido común, no tanto porque es común a todos los hombres, sino porque resulta del uso bien ordenado de los demás sentidos, y porque nos da a conocer la naturaleza de las cosas por el conjunto de todas sus apariencias. Por consiguiente, este sentido carece de órgano peculiar; reside en el cerebro, y sus sensaciones, son simplemente internas; se llaman percepciones o ideas. Por el número de estas ideas se mide la extensión de nuestros conocimientos; su limpieza y su claridad constituyen el entendimiento, y el arte de compararlas entre sí es lo que llamamos la razón humana. De modo que lo que yo llamo razón sensitiva o pueril consiste en formar ideas simples por el conjunto de muchas sensaciones, y lo que llamo razón intelectual o humana es formar ideas complejas por el conjunto de muchas ideas simples.
Partiendo, pues, de que mi método sea el de la naturaleza, y que no me he equivocado en la aplicación, hemos traído a nuestro alumno, atravesando el país de las sensaciones, hasta la última frontera de la razón pueril; el primer paso que vamos a dar más allá debe ser un paso de hombre. Pero antes de empeñarnos en esta nueva carrera, veamos la que acabamos de andar. Cada edad y cada estado de la vida tienen su perfección conveniente, su peculiar madurez. Hemos oído hablar muchas veces de un hombre formado; contemplemos a un niño formado, espectáculo que será más nuevo y tal vez no menos grato para nosotros.
Es tan pobre y limitada la existencia de los seres finitos, que cuando vemos lo que hay, nunca nos conmovemos. Las ficciones son las que adornan los objetos reales, y si la imaginación no añade su embeleso a lo que nos impresiona el estéril gusto que se goza, ciñéndose al órgano, deja siempre frío el corazón. Adornada con los tesoros del otoño, la tierra hace alarde de una riqueza que asombra a la vista, pero no enardece aquella admiración que nace más de la reflexión que del sentimiento. En la primavera, las campiñas son sólo una promesa, no dan sombra los bosques, no hace más que apuntar la verdura, y ante su aspecto se alegra el corazón. Al contemplar cómo renace la naturaleza, nosotros nos reanimamos, nos rodea la imagen del deleite, y las compañeras del contento, las suaves lágrimas, prontas siempre a acusar todo afecto delicioso, asoman a nuestras pupilas; pero es inútil el tan bullicioso, tan vivo y tan grato aspecto de la vendimia; siempre lo contemplamos con ojos secos.
¿Por qué esta diferencia? Pues consiste en que con el espectáculo de la primavera acuden a la imaginación el de las estaciones que han de seguirla; a estos brotes tiernos que distingue la vista, agrega las flores, las frutas, las sombras y a veces los misterios que pueden cubrir. En un mismo punto reúne tiempos que han de sucederse, y mira menos los objetos como han de ser que como desea, porque de ella depende el escogerlos. En otoño, por el contrario, no tiene otra cosa que ver sino lo que existe. Si queremos llegar a la primavera nos detiene el invierno, y helada la imaginación entre la nieve y las escarchas, fallece.
Éste es el origen del encanto que sentimos al contemplar una hermosa infancia con preferencia a la perfección de la edad madura. ¿Cuándo disfrutamos de un gusto verdadero viendo a un hombre? Cuando la memoria de sus acciones hace que retrocedamos sobre su vida, rejuveneciéndole, por decirlo así, a nuestros ojos. Si nos vemos reducidos a contemplarle como él es, o suponerlo como ha de ser en su vejez, adquiere nuestro gusto la idea de la naturaleza decadente, que ninguno hay viendo a un hombre caminar a pasos acelerados hacia la tumba, y la imagen de la muerte lo entenebrece todo.
Pero cuando me figuro a un niño de diez o doce años sano, robusto, bien formado para su edad, no me despierta ninguna idea que no sea grata para su presente y su futuro; le veo travieso, vivo, animado, sin inquietas previsiones, entregado al momento que vive y gozando una plenitud de vida que parece que se quiera extender a su alrededor. Me lo imagino en otra edad ejercitando los sentidos, el entendimiento, las fuerzas que en él se desarrollan de día en día; le veo niño, y me satisface; me lo imagino hombre, y me contenta más; su ardiente sangre parece que agite la mía; creo que vivo con su vida y su viveza me rejuvenece.
Da la hora y ¡qué cambio! Se empañan al instante sus ojos y pierde la alegría; adiós gustos, adiós alborozados juegos. Un hombre severo, y rígido le coge de la mano y le dice con gravedad: «Vamos, niño», y se lo lleva. Veo que en la habitación donde entran hay libros. ¡Libros! ¡Qué objetos tan tristes para su edad! Se deja llevar el pobre niño, mira con desconsuelo todo lo que le rodea, calla, y se va con los ojos irritados por las lágrimas que refrena y lleno el pecho de sollozos que no se atreve a exhalar.
¡Oh, tú, que no tienes que temer nada!, tú, para quien ningún tiempo de tu vida es de aburrimiento y violencia; tú, que ves llegar sin zozobra el día y sin impaciencia la noche y que cuentas las horas que faltan para tus juegos, ven, mi venturoso y amable discípulo; nos consolaremos con tu presencia de la ausencia de ese desdichado que te tiraniza. Ven… Él se me acerca, y siento una satisfacción que la comparte. Su amigo, su camarada, el compañero de sus juegos es quien le llama; cuando me ve, está seguro de que no pasará mucho rato sin encontrar distracción; nunca dependemos uno del otro, pero siempre estamos de acuerdo y con nadie nos hallamos tan bien como estando juntos.
En su semblante, en su ademán, en su aspecto, se anuncian la alegría y la seguridad; brilla en su rostro la salud, sus firmes pasos acusan vigor, y su color, aunque se le vea delicado, nada tiene de afeminada molicie; ya le han estampado el aire y el sol el honroso cuño de su sexo, y a pesar de que todavía no se han afinado sus músculos, ya empieza a señalar algunos trazos de su naciente fisonomía; si aún no anima sus ojos el calor del sentimiento, tienen por lo menos su serenidad nativa, ya que no los han enturbiado las tristezas ni los llantos. Tiene un porte fácil y seguro, no insolente y vano; su rostro, que nunca se pegó a los libros, no le cae sobre el pecho, y no es necesario decirle que levante la cabeza, pues aún no se la hicieron bajar la vergüenza o el miedo.
Hacedle lugar en medio de una reunión, señores; hacedle un sitio e interrogadle con toda confianza; no deis importancia ni a sus inoportunidades, ni a su hablar, ni a sus preguntas indiscretas. No tengáis miedo de que se apodere de vosotros, ni que pretenda que os ocupéis sólo de él y no podáis deshaceros de su presencia. Tampoco esperéis de él propósitos agradables, ni que os manifieste lo que yo le había dictado; no esperéis otra cosa que la verdad ingenua y simple, sin adornos, sin afectación y sin vanidad. Él os dirá el mal que vea, o lo que opiné sobre lo bueno, sin pensar en el efecto que cause en vosotros lo que haya dicho, y hará uso de la palabra con toda la simplicidad de su primera institución.
Agrada el presagiar bien de los niños y se siente siempre temor a este flujo de ineptitudes que casi siempre viene a desbaratar las esperanzas que quisiéramos fundar en alguna feliz ocurrencia que por azar les viene a la boca. Si el mío da raramente tales esperanzas, jamás ocasionará este sentimiento, pues no ha pronunciado nunca una palabra inútil, y no se lanza a hablar porque sabe que no se le escucha. Sus ideas son limitadas, pero limpias; si no sabe nada por la memoria, sabe mucho por experiencia; si lee con menos perfección que otro niño en nuestros libros, lee mejor en el de la naturaleza; su entendimiento no está en su lengua, sino en su cabeza; tiene menos memoria que juicio; sólo sabe un idioma, pero comprendo lo que dice, y si no habla tan bien como los otros, en recompensa obra mejor que los demás.
Desconoce lo que es rutina, estilo, hábito; lo que hizo ayer no influye en lo que hace hoy; no sigue fórmulas, ni se somete a la autoridad o al ejemplo, ni obra o habla sino como le es más cómodo. No esperéis, pues, de él discursos preparados, ni modales estudiados, sino la expresión fiel de sus ideas y la conducta que nace de sus inclinaciones.
Le encontraréis un insignificante número de nociones morales que se refieren a su actual estado, pero ninguna acerca del estado relativo de los hombres; ¿y de qué le servirían, si un niño aún no es miembro activo de la sociedad? Habladle de libertad, de propiedad y de la misma convención; puede saber y sabe por qué no debe hacer daño a otro, para que no se lo hagan a él; por qué lo suyo es suyo, y por qué lo ajeno no le pertenece; al pasar de esto, ya no sabe nada más. Habladle de deber, de obediencia, y no entiende lo que queréis decir; ordenadle algo, y no os comprenderá, pero decidle: «Si me haces tal favor te lo recompensaré cuando se presente la ocasión», y al instante se apresurará a complaceros, porque lo que más anhela es ensanchar su dominio y lograr derechos que sabe que son inviolables. Quizá no desee ocupar un lugar, hacer el hombre y ser considerado en algo, pero si este último motivo le incita, se ha salido de la naturaleza, porque no habéis cerrado bien de antemano todas las puertas de la vanidad.
Por su parte, si necesita algún auxilio, se le pedirá indistintamente al primero que encuentre, al monarca lo mismo que a su servidor. Hasta ahora, para él, todos los hombres son iguales. Por la forma de haceros el ruego, os dais cuenta de que reconoce que no le debéis nada; sabe que lo que solicita es gracia. Sabe también que la humanidad se inclina a otorgarla. Sus expresiones son simples y lacónicas; su voz, su mirada, su semblante, indican un ser tan acostumbrado a que le concedan lo que solicita como que se lo nieguen; que ni tiene la rastrera y servil sumisión de un esclavo ni el acento imperioso de un amo, sino una humilde confianza en su semejante, la noble y dulce ternura de un ser libre, pero sensible y débil, que solicita la asistencia de otro ser libre, pero fuerte y benéfico. Si le concedéis lo que quiere, no os dará las gracias, pero reconocerá que ha contraído una deuda. Si no se lo otorgáis, no se lamentará, ni insistirá, pues sabe que sería inútil. No dirá que lo han negado, pero sí dirá que no podía ser, y nadie se enoja contra la necesidad reconocida.
Dejadle solo, en libertad, y observad lo que hace sin decirle nada y del modo que lo hace. No teniendo que demostrarle que es libre, nunca hace nada por atolondramiento, y sólo para demostrarse a sí mismo su capacidad. ¿No sabe que él es siempre dueño de sí mismo? Es ágil y dispuesto; sus movimientos poseen la viveza propia de su edad, pero ni uno deja de ir encaminado a un fin. Nunca emprenderá nada que exceda sus fuerzas, porque las tiene probadas y las sabe; sus medios siempre serán apropiados a sus anhelos, y raramente obrará sin estar seguro de alcanzar lo que quiere. Sus ojos pondrán atención, y no hará preguntas necias a los demás sobre lo que ve, pero observará por sí mismo y se esforzará para averiguar lo que desee saber antes de preguntarlo. Si se encuentra en alguna dificultad imprevista, se aturdirá menos que otro; si hay peligro, también se asustará menos. Como su imaginación todavía está inactiva, y no hemos realizado nada para avivarla, no ve más que lo que hay; sólo valúa los riesgos en lo que son, y guarda siempre su equilibrio. La necesidad le oprime con sobrada frecuencia para que él se revuelva, y como lleva el yugo desde su nacimiento, se ha habituado a él y está siempre dispuesto a todo.
El que esté ocupado o el que se divierta, las dos cosas son para él indiferentes; sus juegos son sus ocupaciones, y no ve ninguna distinción. En todo lo que hace pone un interés que causa risa y no hay trabas que le detengan, demostrando el grado de su inteligencia y la esfera de sus conocimientos. ¿No es un espectáculo propio de esa edad, espectáculo que encanta y conmueve el ver un hermoso niño, alegres y vivos los ojos, sereno y risueño, hacer jugando las cosas más serias, o profundamente ocupado en los más frívolos entretenimientos?
¿Queréis ahora juzgarle por comparación? Colocadle al lado de otros niños y dejadle actuar; pronto comprobaréis cuál está más verdaderamente formado, cuál se aproxima más a la perfección según su edad. Él es más hábil y más fuerte que los niños de la ciudad. A los lugareños de sus mismos años les iguala en fuerza y les aventaja en destreza. Todo cuanto está al alcance de la infancia, lo juzga, lo razona y lo prevé mejor que los demás. ¿Es cuestión de obrar, correr, saltar, mover cuerpos levantar pesos, medir distancias, inventar juegos, ganar premios? Diríamos que tiene la naturaleza a sus órdenes según la facilidad con que todo lo vence. Su destino es guiar y gobernar a sus iguales, el talento y la experiencia le proporcionan el derecho y la autoridad. Dadle el traje y el nombre que os plazca, que poco importa; en todas partes tendrá la primacía y será jefe de los demás, quienes reconocerán su superioridad sobre ellos; sin querer mandar, será el amo y le obedecerán sin notar que le obedecen.
Ha llegado a la madurez de la infancia, ha vivido la vida del niño, no ha comprado su perfección a costa de su felicidad; por el contrario, una ha contribuido a la otra. Al conseguir la plenitud de la razón de su edad, ha sido venturoso y libre en cuanto su constitución lo permitía. Si la hoz fatal viene a segar en él la flor de nuestras esperanzas, no deberemos llorar a un mismo tiempo su vida y su muerte, no agravaremos nuestro dolor con el recuerdo de lo que le hayamos causado; nosotros diremos: «Por lo menos gozó de su infancia; nada le hicimos perder de todo lo que la naturaleza le había concedido».
El gran inconveniente de esta primera educación es que sólo la aprecian los hombres clarividentes, y un niño educado tan juiciosamente sería reputado por ojos vulgares como un polizón. Un preceptor sueña más en su interés que en el de su discípulo; se dedica a probar que no pierde el tiempo y que merece el dinero que le dan a cambio; le educa de forma que se pueda lucir cuando quiera; no importa que sea inútil lo que enseña con tal que se vea con facilidad. Acumula sin elección ni discernimiento un gran fárrago en su memoria. Cuando se trata de examinar al niño, le hacen desenvolver su mercancía; la enseña, quedan satisfechos, después vuelve a recoger su bulto y se va. Mi alumno no es tan rico ni tiene bulto para enseñar ni otra cosa que mostrar que él mismo. No obstante, un niño, lo mismo que un hombre, no se ve en un momento. ¿Dónde están los observadores que a la primera ojeada saben distinguir los rasgos que le caracterizan? Sí los hay, pero pocos, y entre cien mil padres, no se encontrará ni uno que merezca ese nombre.
Las preguntas multiplicadas con exceso enojan y aburren a todo el mundo, y con más razón a los niños. Al cabo de algunos minutos su atención se relaja, no escuchan más que a un obstinado preguntón que les inquiere y le responden a la ventura. Esta manera de examinarles es vana y pedantesca; frecuentemente una palabra cogida al vuelo atrae mejor su inteligencia y su sentido que largos discursos, pero es preciso guardarse de que esta palabra no sea ni dictada ni fortuita. Hay que tener mucho juicio para apreciar el de un niño.
Le oí contar al difunto lord Hyde que al regresar de Italia uno de sus amigos, después de tres años de ausencia, quiso examinar el progreso de su hijo, que tenía nueve o diez años. Se fueron una tarde a pasear con su preceptor y con él por un llano donde se estaban divirtiendo unos escolares elevando cometas. Al pasar, el padre le dijo a su hijo: «¿Dónde está la cometa cuya sombra vemos?». Sin pararse ni alzar la cabeza, contestó el niño: «Sobre la carretera». «Efectivamente, añadía lord Hyde, la carretera estaba entre el sol y nosotros». El padre abrazó a su hijo; tras el examen, se fue sin decir nada. A la mañana siguiente envió al ayo el acta de una pensión vitalicia, además de sus honorarios.
¡Qué hombre este padre! ¡Y qué hijo podía prometerse! La pregunta era propia para la edad del niño y la respuesta era bien simple, pero véase la claridad de juicio infantil que supone. Así amansaba el alumno de Aristóteles a aquel célebre caballo que no había podido domar ningún jinete.
Libro Tercero
Aunque hasta llegar a la adolescencia el curso de la vida es época de debilidad, durante esta primera edad hay un punto en que el progreso de las fuerzas ha dejado paso al de las necesidades; aunque el animal que crece es débil aún en un sentido absoluto, en el relativo es fuerte. Como sus necesidades todavía no están desenvueltas, sus fuerzas actuales son más que suficientes para satisfacer las que tiene. Como hombre, sería muy débil, pero como niño es muy fuerte.
La flaqueza del hombre, ¿de dónde proviene? De la diferencia entre su fuerza y sus deseos. Son nuestras pasiones las que nos hacen débiles, porque para contenerlas serían precisas más fuerzas que las que nos otorgó la naturaleza. Disminuir, pues, los deseos, equivale a aumentar las fuerzas; al que puede más de lo que desea, le sobran, porque ciertamente es un ser muy fuerte. Éste es el tercer estado de la niñez, y de él voy a tratar. Continúo denominándola niñez porque me falta un término propio para expresarla, aproximándose esta edad a la adolescencia, sin ser todavía la de la pubertad.
A los doce o trece años las fuerzas del niño se desarrollan más rápidamente que sus necesidades. La más violenta, la más sensible, todavía no se ha hecho sentir en él; hasta el mismo órgano permanece imperfecto, y para salir de su imperfección, parece esperar que le apremie la voluntad. Poco sensible a las inclemencias del aire y de las estaciones, las desafía sin temor, pues su calor naciente le sirve de abrigo, su apetito de condimento, y todo alimento es bueno para su edad; si tiene sueño, se tiende en el suelo y duerme, y encuentra en cualquier sitio lo que precisa; no le atormenta ninguna necesidad imaginaria, la opinión no puede nada con él, sus deseos no llegan más allá de sus brazos y no sólo se puede bastar a sí propio, sino que tiene más fuerza que la necesaria. Ésta es la única época de la vida que se hallará en este caso.
Presiento la objeción. No se dirá que el niño tiene más necesidades de las que yo creo, pero sí se negará que tiene la fuerza que le atribuyo, sin pensar que yo hablo de mi alumno y no de esos muñecos ambulantes que pasan de una habitación a otra, que mueven una cajita y llevan cargas de cartón. Me dirán que la fuerza viril no se manifiesta hasta la virilidad, que lo único que puede dar a los músculos la consistencia, la actividad, el tono y el empuje, de donde resulta la verdadera fuerza, es la elaboración de los espíritus vitales en los vasos propios y su difusión por todo el cuerpo. Ésa es la filosofía de gabinete, pero yo apelo a la experiencia. Veo en vuestras campiñas mozos que cavan, riegan, aran, cargan toneles de vino y llevan la carreta tan bien como su padre; los tomaríamos por hombres si el timbre de su voz no los traicionara. En nuestras mismas ciudades hay muchachos aprendices de herrero, de cerrajero, de herrador, que casi son tan robustos como sus maestros, y no serían menos diestros si se les hubiera ejercitado a tiempo. Si hay diferencia, y convengo en que la hay, repito que no es tanta como la de los deseos fogosos de un hombre comparados con los limitados de un niño. Aparte de que aquí no sólo se trata de fuerzas físicas, sino de la fuerza y del entendimiento que las sustituye o las dirige.
Este intervalo en que el individuo puede más de lo que desea, si bien no es la época de su mayor fuerza absoluta, es, como he manifestado, la de su mayor fuerza relativa. Es el tiempo más precioso de la vida, que se va para no volver; tiempo muy corto y que, como se verá más adelante, es muy útil emplearlo bien.
¿Qué hará, pues, con estas excesivas facultades y fuerzas que ahora le sobran y que en otra edad le harán falta? Procurará utilizarlas en tareas que pueda aprovechar en todo lo que sea necesario; destinará, por decirlo así, en lo venidero lo superfluo de su estado actual; el niño robusto hará provisiones para el hombre débil, pero no las guardará ni en los almacenes ni en los cofres que puedan robarle ni en las casas que le son extrañas; para aprovecharse verdaderamente de ellas, las tendrá en sus brazos, en su cabeza, dentro de sí mismo. Ya ha llegado, pues, el tiempo de trabajar, de instruirse, de estudiar, y debo remarcar que no soy yo quien arbitrariamente hago esta elección, sino que es la misma naturaleza lo que la indica.
La inteligencia humana tiene límites, y un hombre no puede saberlo todo, sino que ni siquiera puede saber totalmente lo poco que saben los demás, y ya que toda proposición contradictoria de una falsa es verdadera, tan inagotable es el número de las verdades como el de los errores. Entonces, hay que hacer una elección entre las cosas que deben enseñarse y ver en qué tiempo conviene aprenderlas. Entre los conocimientos que podemos adquirir, unos son falsos y otros inútiles, y algunos valen para enorgullecer al que los posee. El escaso número de los que verdaderamente contribuyen a nuestro bienestar es el único digno de ser investigado por un hombre sabio, y por consiguiente de un niño que queremos que lo sea. No se trata de saberlo todo, sino solamente lo útil.
De este corto número aún se restarán las verdades necesarias para ser comprendidas por un entendimiento ya formado, las que suponen el conocimiento de las relaciones del hombre, que el niño no puede adquirir, y las que predisponen a un alma sin experiencia a que se forme ideas erróneas sobre otras materias.
Estamos reducidos a un pequeño círculo con relación a la existencia de las cosas, ¡pero este círculo forma todavía una inmensa esfera para la capacidad de comprensión de un niño! Tinieblas del entendimiento humano, ¿qué mano temeraria se atreve a levantar vuestro velo? ¡Qué de abismos veo abrir por nuestras vanas ciencias en torno de este joven infortunado! Tú, que vas a conducirle por estos peligrosos senderos, y que vas a descorrer ante sus ojos la sagrada cortina de la naturaleza, tiembla; asegúrate primero bien de su cabeza y de la tuya, teme que al uno o al otro se os vaya, y tal vez a los dos. Teme los adornos engañosos de la mentira y los vapores embriagadores del orgullo. Acuérdate, acuérdate siempre de que la ignorancia jamás fue perniciosa, que sólo el error es funesto y que no nos extraviamos por no saber, sino por creer que sabemos.
Sus adelantos en la geometría os podrán servir de prueba y medida cierta para el desarrollo de su inteligencia, pero tan pronto como es capaz de distinguir lo que es útil de lo que no lo es, es importante tener mucho cuidado y arte para inducirle a estudios especulativos. Si, por ejemplo, se desea que busque una media proporcional entre dos líneas, hágase de forma que precise hallar un cuadrado igual a un rectángulo determinado; si se trata de dos medias proporcionales, primeramente sería necesario hacer que le interesara el problema de la duplicación del cubo, etc. De esta manera nos vamos acercando paulatinamente a las nociones morales que diferencian el bien del mal. Hasta aquí únicamente hemos conocido la ley de la necesidad; ahora tenemos presente lo que es útil, pero pronto trataremos de lo que es conveniente y bueno.
El mismo instinto anima las distintas facultades del hombre, a la actividad del cuerpo que procura su desarrollo, sigue la del espíritu que procura instruirse. Al principio los niños son revoltosos, después son curiosos, y esta curiosidad bien dirigida es el móvil de la edad a que hemos llegado. Debemos distinguir siempre las tendencias que provienen de la naturaleza de las que se originan en la opinión. Existe un afán de saber que se basa únicamente en el deseo de ser considerado sabio y otro que proviene de una curiosidad natural del hombre por todo lo que le puede interesar de cerca o de lejos. El deseo innato de bienestar y la imposibilidad de contentar plenamente este deseo, son motivo de que aspire sin cesar a nuevos medios para contribuir. Éste es el primer principio de la curiosidad, principio natural del corazón humano, pero que se desarrolla únicamente en proporción de nuestras pasiones y nuestras luces. Imaginad un filósofo relegado en una isla desierta con instrumentos y libros, seguro de pasar solo el resto de sus días; no se preocupará más del sistema del mundo, de las leyes de atracción, ni del cálculo diferencial; tal vez ya no abrirá un libro, pero no se abstendrá de visitar hasta el último rincón de su isla, por grande que sea. Rechacemos, pues, de nuestros primeros estudios los conocimientos que no son del agrado natural del hombre y limitémonos a los que nos hace desear el instinto.
La tierra es la isla del género humano, y el objeto que nos impresiona más es el sol. Tan pronto como comenzamos a desviarnos de nosotros, sobre la tierra y el sol deben versar nuestras primeras observaciones. Por eso la filosofía de casi todos los pueblos salvajes se basa en divisiones imaginarias de la tierra y en la divinidad del sol.
¡Qué salto!, tal vez dirán. Hace sólo un instante que nos ocupábamos de lo que nos toca y rodea inmediatamente, y de pronto ya estamos recorriendo el globo y sin parar hasta el fin del mundo. Este salto es efecto del progreso de nuestras fuerzas y de la propensión de nuestro espíritu. En el estado de flaqueza e insuficiencia, nos reconcentra dentro de nosotros el afán de conservaros; en el estado de poderío y fuerza, nos saca fuera el deseo de explayar nuestro ser y nos lanza lo más lejos posible, pero como desconocemos todavía el mundo intelectual, nuestro pensamiento no va más lejos que nuestros ojos, ni nuestro entendimiento se extiende más allá del espacio que domina.
Convirtamos nuestras sensaciones en ideas, pero no pasemos de pronto de los objetos sensibles a los intelectuales. Por los primeros debemos llegar a los últimos. En las primeras operaciones del espíritu los sentidos deben ser siempre sus guías. Ningún otro libro que no sea el mundo, ninguna otra instrucción que los hechos. El niño que lee no piensa, no hace más que leer; no se instruye, pues sólo aprende palabras.
Haced que vuestro alumno esté atento a los fenómenos de la naturaleza, y en seguida despertaréis su curiosidad, pero para sujetarla no os deis prisa a satisfacerla. Poned a su alcance las cuestiones y dejad que él las resuelva. Que no sepa nada porque se las habéis propuesto, sino porque las haya comprendido él mismo; que invente la ciencia y no que la aprenda. Si en su entendimiento sustituís una sola vez la autoridad a la razón, no discurrirá más y jugará con él la opinión de los otros.
Queréis enseñar la geografía a ese niño, y vais a buscar globos, esferas y mapas; ¡cuántas máquinas! ¿Qué finalidad tienen estas representaciones? ¿Por qué no empezáis mostrándole el objeto mismo, para que por lo menos sepa de qué se trata?
Una tarde serena y bella vamos a pasear por un lugar a propósito, donde el horizonte aparece descubierto, dejando ver plenamente el sol en su ocaso, y observamos los objetos que hacen que se reconozca el sitio por donde se ha puesto. Al próximo día volveremos a tomar el fresco en el mismo lugar, pero antes de que salga el sol. Le contemplamos desde lejos con las flechas de fuego con que se anuncia. Va aumentando el incendio, aparece todo el oriente inflamado, su brillo nos obliga a que esperemos el astro mucho tiempo antes de que se descubra; a cada instante nos da la sensación de que lo vamos a ver, hasta que al fin logramos verle. Tiene unos destellos como un relámpago su trazo brillante, y al momento cubre todo el espacio, se funde el velo de las tinieblas y cae; el hombre reconoce su mansión y la encuentra embellecida. En el transcurso de la noche las plantas han cobrado un nuevo vigor, el naciente día que las alumbra, los primeros rayos que las besan nos las muestran con una capa de rocío que refleja los colores y la luz. El coro formado por el conjunto de las aves saluda con sus conciertos al Padre de la Vida; en este momento ni una sola de las aves está callada, su trinar todavía es débil, es más lento y más suave que en el resto del día, pues aún se resienten de lo soñoliento de su apacible despertar. El conjunto de todos estos objetos deja en el pecho una impresión de serenidad que se adentra hasta lo más profundo del alma. Durante media hora flota un fuerte embeleso al que ningún hombre es capaz de resistirse; este espectáculo tan hermoso, tan delicioso y magnífico nos conmueve a todos.
Lleno del entusiasmo que se apodera de él, el maestro quiere comunicárselo a su discípulo y cree que le conmueve participándole las sensaciones que le han conmovido. ¡Qué disparate! En el corazón del hombre es donde reside la vida del espectáculo de la naturaleza, y para verlo es preciso sentirlo. El niño distingue los objetos, pero no puede conocer las relaciones que los estrechan ni oír la dulce armonía de su concierto. Se requiere una experiencia que todavía no ha adquirido, son precisos afectos que no ha experimentado para sentir la impresión que resulta de todas estas impresiones juntas. Si no ha andado mucho por áridas llanuras, si no han tostado sus pies ardientes arenales, si jamás le sofocó la ardiente reverberación de los pedregales encendidos por el sol, ¿cómo queréis que el fresco de una hermosa madrugada sea capaz de recrearle? ¿Cómo pueden embriagar sus sentidos el aroma de las flores, el verdor de las plantas, las húmedas perlas del rocío y la blanda y tierna alfombra del césped? ¿Qué clase de emoción le ha de proporcionar el gorjeo de los pajarillos si todavía desconoce los acentos del deleite y del amor? ¿Cómo puede cautivarle el nacimiento de un día tan hermoso si su imaginación aún no le sabe pintar los gustos con que puede llenarle? ¿Y cómo, por último, le ha de enternecer la hermosura del espectáculo de la naturaleza si ignora cuál es la mano que con tanto primor la adornó?
No expliquéis a un niño nada que sea incapaz de entender; apartad las descripciones, la elocuencia, las figuras y la poesía. En este momento no se trata de sentimiento ni de gusto; continuad siendo claro, sencillo y tranquilo, pues pronto llegará el tiempo en que le podréis hablar empleando otro estilo.
Educado en el espíritu de nuestras máximas, acostumbrado a sacar de sí mismo todos sus instrumentos, y a no recurrir nunca a otro, si no es después de reconocer su incapacidad, cada objeto nuevo que ve lo examina mucho tiempo sin decir nada. Es pensativo, pero no preguntón. Limitaos a presentarle los objetos cuando sea el momento oportuno; luego, cuando os deis cuenta de que se le despierta la curiosidad, hacedle alguna pregunta escueta que le encauce para la solución.
En esta ocasión, después de contemplar el sol naciente y de haberle remarcado los montes que se ven hacia el oriente, y los demás objetos inmediatos, y que haya podido charlar a su gusto sobre todo, guardad un rato de silencio, como sí reflexionarais sobre algo muy importante, y luego le decís: «Estoy pensando en que ayer por la tarde el sol se puso por allí, y esta madrugada ha salido por aquí. ¿Cómo puede ser eso?». No le digáis nada más; si os hace preguntas, no se las respondáis, y hablad de otra cosa. Dejadle que piense él, seguro de que lo hará.
Para que un niño se habitúe a estar atento, y para que le impresione mucho una verdad sensible, es preciso que durante algunos días le cause inquietud, antes de que dé con ella. Si no la concibe de este modo suficientemente, hay manera de hacérsela todavía más palpable, y consiste en invertir la cuestión, ya que si no sabe cómo va el sol de su ocaso a su nacimiento, por lo menos sabe cómo va de su nacimiento a su ocaso, puesto que sus ojos lo han visto. Conformad, pues, la primera cuestión con la otra y veréis cómo no podrá menos que comprender una analogía tan evidente, a no ser que vuestro alumno sea absolutamente necio. Ésta será su primera lección de cosmografía.
Como siempre procedemos lentamente de una idea sensible a otra idea sensible, como nos familiarizamos durante mucho tiempo con una antes de que pasemos a otra, y como nunca forzamos a nuestro alumno a que esté atento, mucho tendrá que andar desde esta primera lección hasta conocer el curso del sol y la configuración de la tierra, pero como todos los movimientos aparentes de los cuerpos celestes están basados en el mismo principio, y la primera observación nos lleva a todas las demás observaciones, nos cuesta menos, aunque se necesite más tiempo, llegar desde una revolución diurna al cálculo de los eclipses que entender bien la causa de la sucesión del día y de la noche.
Puesto que el sol gira alrededor del mundo, describirá un círculo, y todo círculo es necesario que tenga un centro, y nosotros ya lo sabemos. Este centro no podemos verlo porque está en el interior de la tierra, pero en su superficie podemos señalar dos puntos opuestos que le correspondan. Una aguja que pase por los tres puntos y se prolongue hasta el cielo por una y otra parte será el eje del mundo y del movimiento diurno del sol. Una peonza redonda que ruede representará el cielo dando vueltas sobre su eje; los dos puntos de la peonza son los dos polos, y el niño tendrá una gran satisfacción en conocer uno, pues yo se lo muestro en la cola de la osa menor. Ya tenemos diversión para las estrellas, y de aquí nace la primera afición por conocer los planetas y observar las constelaciones.
Nosotros hemos visto salir el sol el día de San Juan; vamos también a verle salir por Navidad, o cualquier otro día sereno de invierno, puesto que ya es sabido que no tenemos pereza y que no nos asusta el frío. Tengo mucho cuidado de realizar esta observación en el mismo sitio en que hicimos la primera y mediante alguna habilidad para lograr que se fije en ello, uno de los dos exclama: «¡Qué sorpresa!, el sol no sale por el mismo sitio. Aquí están nuestros sitios de antes, y ahora ha salido por allí; luego existe un oriente de verano y otro de invierno…». Maestro joven, ya estás en el camino. Estos ejemplos te deben ser suficientes para poder enseñar con mucha claridad la esfera, representando el mundo por el mundo y el sol por el sol.
Por regla general, nunca debéis sustituir el objeto con signos, a no ser que os sea imposible experimentar con las cosas reales, pues el signo absorbe la atención del niño y le hace olvidar el objeto representado.
La esfera armilar me parece una máquina mal compuesta y ejecutada desproporcionadamente; aquella confusión de círculos y las extrañas figuras grabadas en ella, le dan un aspecto de magia que turba la mente de los pequeños. La tierra es muy pequeña y los círculos muy grandes; algunos, como los coluros, son completamente inútiles y cada círculo es más ancho que la tierra; el espesor del cartón les da una forma sólida que hace que se miren como masas circulares realmente existentes, y cuando le decís al niño que todos estos círculos son imaginarios, ni sabe lo que ve ni entiende nada.
Nosotros nunca sabemos colocarnos en el sitio de los niños, ni acomodarnos a sus ideas, sino que les atribuimos las nuestras, y siguiendo siempre nuestros propios razonamientos con verdades bien eslabonadas, sólo amontonamos en sus cabezas extravagancias y errores.
Se discute acerca de la preferencia entre el análisis o la síntesis para estudiar las ciencias, pero no siempre existe la posibilidad de escoger; a veces es posible resolver y componer en una misma investigación, guiando el niño por el método de la enseñanza, cuando él cree que no hace más que analizar. Entonces, empleando a un mismo tiempo el uno y el otro, ellos se servirán mutuamente de pruebas. Partiendo a la vez de los dos puntos opuestos, sin pensar que anda el mismo camino, quedará extrañado de encontrarse y no dejará de serle muy agradable esta sorpresa. Yo quisiera, por ejemplo, tomar la geografía por ambos extremos y unir con el estudio de las revoluciones del globo la medida de sus partes, comenzando por el sitio de su habitación. En tanto que el niño estudia la esfera y de este modo se traslada a los cielos, llevadle a la división de la tierra y le enseñáis primero su propia morada.
Sus dos primeros puntos de geografía serán el pueblo donde vive y la casa de campo de su padre; después los lugares intermedios, luego los ríos de las cercanías, y por último el aspecto del sol y la forma de orientarse. Éste es el punto de reunión. Que él mismo haga el mapa de todo esto, mapa muy sencillo y primero formado con sólo dos objetos, a los cuales irá añadiendo los demás, al paso que va sabiendo o valorando su distancia y su posición. Ya se ven las ventajas que le hemos proporcionado al meterle un compás en los ojos.
Sin embargo, será preciso guiarle un poco, aunque lo menos posible, y sin que él lo vea. Si se engaña, le debéis dejar y no enmendéis sus yerros; esperad sin decir nada que se encuentre en situación de verlos y de enmendarlos por sí mismo, o lo más que se puede hacer es que al tener una ocasión propicia se aproveche algún detalle que se los haga ver. Si nunca se engañare, su aprendizaje sería más deficiente. Referente a lo demás, no pretendemos que sepa con exactitud la topografía del país, sino la manera de que mediante ella pueda instruirse; poco importa que tenga o no grabados en su mente los mapas; lo que sí importa es que comprenda bien lo que representan y que tenga ideas claras del procedimiento para levantarlos. Observad la diferencia que hay entre el saber de vuestros alumnos y la ignorancia del mío. Los vuestros saben mapas y el mío los hace. Ya tenemos nuevos adornos para su aposento.
Acordaos siempre de que el espíritu de mi sistema no es enseñar muchas cosas al niño, sino el de no permitir que se metan en su cerebro otras ideas que las justas y claras. Aunque no sepa nada, me importa muy poco, con tal que no se engañe, y si planto verdades en su cabeza, es por preservarle de los errores que en su lugar aprenderían. Caminando despacio se llega hasta alcanzar la razón y el discernimiento, pero las preocupaciones acuden de una forma atropellada y es indispensable evitárselas. Mas si consideráis la ciencia en sí misma, os metéis en un mar sin fondo ni orillas, lleno de bajíos, y nunca llegaréis a puerto seguro. Cuando veo a un hombre que se deja seducir por el amor a los conocimientos, y corre de uno a otro sin que se consiga parar, me figuro que estoy viendo a un muchacho cogiendo conchas a la orilla del mar y cargando con ellas; luego, llevado de la codicia, al ver otras, tira las primeras y coge otras, hasta que rendido por el excesivo peso, y no sabiendo cómo seguir adelante, las arroja todas y se vuelve con las manos vacías.
Durante la primera edad, el tiempo era largo, y nosotros procurábamos perderlo por miedo a emplearlo mal. Ahora todo es al revés; no tenemos el tiempo suficiente para hacer lo que nos sería útil. Pensad que ya están cerca las pasiones, y así que llamen a la puerta, vuestro alumno pondrá su mejor atención en ellas. La edad serena de la inteligencia es tan corta, huye con tanta rapidez, y hay que emplearla en tantas cosas indispensables, que es una locura creer que es suficiente para hacer sabio a un niño. No se trata de enseñarle las ciencias, sino de que se aficione a ellas y proporcionarle métodos para que las aprenda cuando se desarrollen mejor sus aficiones. He aquí el principio fundamental de toda educación.
Cuando os interrogue, debéis contestarle sólo lo necesario para entretener su curiosidad, pero no para dejarla satisfecha, pero cuando os deis cuenta de que en vez de proponer cuestiones para instruirse se pone a divagar y a incomodaros con preguntas necias, callaos en el acto y estad seguros de que entonces no insistirá en la cuestión, sino en que os sometáis a sus interrogatorios. Se debe tener menos cuenta las palabras que dice que el motivo que las dicta. Esta advertencia, no tan necesaria hasta aquí, empieza a ser de la mayor importancia en cuanto el niño empieza a discurrir.
Existe un encadenamiento de verdades generales, en virtud del cual todas las ciencias penden de principios comunes y que se desarrollan sucesivamente; este encadenamiento es el método de los filósofos, del que no tratamos aquí. Existe otro completamente distinto, en el cual cada objeto particular viene eslabonado con otro anterior y trae detrás de sí al que sigue. Este orden que mantiene siempre con una curiosidad continua la atención que todos los estudios requieren, es el seguido por la mayor parte de los hombres y el que conviene con especialidad a los niños. Cuando nos orientábamos para levantar nuestros mapas, fue preciso trazar meridianos. Dos puntos de intersección entre las sombras iguales de la mañana y la tardé, son un excelente meridiano para un astrónomo de trece años. Pero estos meridianos se borran y se necesita tiempo para trazarlos; obligan a trabajar siempre en un mismo sitio, y tanta solicitud y tanta sujeción le aburrirían. Esto ya lo hemos previsto y remediado de antemano.
Ya estoy de nuevo en mis largos y minuciosos detalles. Ya oigo, lectores, vuestras murmuraciones y las arrostro, que no quiero sacrificar a vuestra impaciencia la parte más útil de este libro. Tomad la resolución que os parezca acerca de mis prolijidades, puesto que yo tengo tomada la mía acerca de vuestras quejas.
Desde mucho tiempo antes mi alumno y yo habíamos observado que el ámbar, el vidrio, la cera y otros varios cuerpos frotados atraían las pajitas, y que otros no lo hacían. Casualmente encontramos uno que tiene una virtud todavía más extraña, que es la de atraer desde alguna distancia y sin que lo froten las limaduras y otras virutas de hierro. ¡Cuánto tiempo esta cualidad nos divierte, sin poder descubrir su misterio! Por último descubrimos que el hierro se adhiere al imán. Un día vamos a la feria, y un prestidigitador atrae con un mendrugo de pan un pato de cera que nada en un barreño. Aunque nos extrañó mucho, no decimos que es un brujo porque no sabemos qué es un brujo. Tocando continuamente efectos cuyas causas ignoramos, no nos apresuramos a decidir sobre nada, y estamos quietos hasta que encontramos ocasión para salir de nuestra ignorancia.
Al regresar a casa, a fuerza de hablar del pato de la plaza, se nos mete en la cabeza el imitarle: cogemos una aguja fuerte, la pegamos a la piedra de un imán, la rodeamos con cera blanca, a la cual damos lo mejor posible la figura de un pato, de modo que el cuerpo quede atravesado por la aguja y su cabeza forme el pico. Metemos el pato en el agua, aproximamos a su pico una llave, y con un júbilo que no es difícil comprender, lo mismo que el de la plaza, seguía al mendrugo. El observar la dirección que toma el pato dentro del agua cuando le dejan quieto, es una operación que podremos realizar otro día. Por el momento, queremos ocuparnos de nuestro asunto.
Desde aquella misma tarde volvimos a la plaza, con el pan preparado ya en nuestros bolsillos; tan pronto como el prestidigitador puso en práctica su habilidad, mi doctorcillo, que ya no se podía contener, le dijo que aquello era muy fácil y que también él podía hacerlo. Su palabra es aceptada, y al instante se saca del bolsillo el pan en el cual está metido el pedazo de hierro; cuando se acerca a la mesa, le late el corazón y presenta el pan casi temblando; viene el ánade y le sigue. Con el palmoteo y las aclamaciones del corro se le va la cabeza y está como mareado. No obstante, el prestidigitador, confuso, de momento, se acerca para abrazarle y darle la enhorabuena, y le ruega que le honre con su presencia al día siguiente, añadiendo que juntará más gente para que aplaudan su habilidad. Más que contento, mi pequeño naturalista quiere hablar, pero le tapó la boca y me lo llevo colmado de elogios.
Con gran impaciencia el niño cuenta los minutos hasta llegar el otro día. Invita a todos los conocidos que encuentra; desea que presencie su gloria todo el linaje humano, y espera con ansia la hora señalada; sale antes del tiempo debido, vuela hacia al sitio, donde ya está formado el corro. Cuando entra en él, su tierno corazón se ha ensanchado. Antes han de realizar otros juegos; el prestidigitador pone gran esmero y ejecuta una serie de habilidades, pero el niño no ve nada; se inquieta, suda y apenas respira; transcurre el tiempo buscando en el bolsillo su mendrugo, y le tiembla la mano con la impaciencia. Por último llega su turno y el maestro le anuncia al público con mucha pompa. Se acerca con un poco de vergüenza, saca su pan… ¡Oh veleidad de las cosas humanas! El pato, tan manso la víspera, hoy está huraño; en lugar de presentarle el pico, le vuelve la cola y se va; huye del pan y de la mano que se lo presenta con la misma diligencia con que antes le seguía. Después de mil pruebas inútiles y siempre fracasadas, el niño se queja de que le han engañado, de que le han cambiado el pato de la víspera y le exige al prestidigitador que le traiga el verdadero.
Entonces el sujeto coge el trozo de pan que el niño ha traído, se lo presenta al pato, y al instante viene hacia su mano. Agarra el niño el mismo mendrugo, pero en vez de serle más provechosa la experiencia que antes, se da cuenta de que el pato se burla de él, y de que va dando vueltas alrededor del barreño; por último, avergonzado, y sin atreverse a hacer otra prueba, se va para que no se burlen de él otra vez.
Entonces el sujeto toma el mismo mendrugo de pan que había traído el niño, y se sirve de él con tan buen resultado como del suyo; saca el hierro delante de todo el mundo, y otras risotadas a costa nuestra; luego con ese pan, sacado ahora del hierro atrae lo mismo que antes al pato. Hace igual con otro mendrugo cortado delante del público por otra persona; otro tanto realiza con su guante, con la yema del dedo; por último se pone en medio del corro, y con el tono enfático propio de estas gentes, declara que no será menos obediente a su voz que a su ademán; le habla y el pato obedece; le dice que se vaya por la derecha, y va a la derecha; que vuelva, y vuelve; que dé una vuelta, y la da; tan pronto como da la orden, la orden es cumplida. Los aplausos tan repetidos resultan para nosotros otras tantas afrentas. Nos escapamos sin ser vistos y nos encerramos en nuestra habitación, sin irle a contar nuestras victorias a nadie, al revés de lo que habíamos convenido.
En la mañana del día siguiente llaman a la puerta; abro, y me encuentro con el hombre de los cubiletes, quien se queja con mucha moderación de nuestro proceder. ¿Qué nos había hecho él para que quisiéramos desacreditar sus juegos y quitarle el medio de ganarse el pan? ¿Qué milagro es saber atraer un ánade de cera para que se quiera tener esta honra a costa de la subsistencia de un hombre de bien? «Os prometo, señores, que si dispusiera de otro talento para poder vivir, poco alarde haría de éste. Debíais comprender que un hombre que pasa la vida ejercitándose en esta pobre industria, sabe más que vosotros de todo esto, que solamente os ocupáis en ella algunos ratos. Si al principio no les enseñé mis magistrales argucias, fue porque no es conveniente darse prisa en demostrar lo que uno sabe; yo tengo un gran cuidado en reservar mis mejores habilidades para un caso determinado, y después de una me quedan otras muchas con las cuales puedo confundir a los jóvenes indiscretos. Por lo demás, vengo de muy buena gana a revelaros el secreto que tanto os ha dado que hacer, rogándoos que no hagáis abuso del mismo en perjuicio mío, y que para otra vez seáis más discretos».
Entonces nos enseñó su máquina, y con la mayor sorpresa vimos que no consistía en otra cosa que en un gran imán, el cual lo movía un niño que estaba escomido debajo de la mesa.
Recoge el hombre su máquina, y después de darle nosotros las gracias y de pedirle perdón, queremos hacerle un regalo que él rehúsa. «No, señores; no estoy tan satisfecho de vuestro proceder que quiera admitiros dádivas; os dejo reconocidos a pesar vuestro; y ésa es mi única venganza. Sabed que en todas las condiciones se encuentra generosidad; yo cobro dinero por mis habilidades, pero no por mis lecciones».
Al salir, me dirige en voz alta una reprensión: «Comprendo —me dice— sin dificultad a este niño, que ha pecado por ignorancia, pero usted, caballero, que debía comprender su culpa, ¿por qué se la dejó cometer? Puesto que viven juntos, el mayor debe apoyar al otro y aconsejarle, ya que la experiencia de usted es la autoridad que le debe guiar. Cuando sea hombre y se arrepienta de los yerros de su mocedad, le cargará a usted la culpa de todos los que no le haya prevenido».
Se marchó y nos dejó confundidos. Me reproché mi blandura y le dije al niño que otra vez, y en su provecho, dejaré de ser tan blando y que le advertiría de sus errores antes de que los cometiese, ya que se iba acercando el tiempo de cambiar nuestras relaciones, sucediendo la severidad del maestro a la condescendencia del camarada; esta mudanza debía venir por sus pasos contados, y había que preverlo todo y con tiempo.
El día siguiente, volvemos a la feria a presenciar la habilidad cuyo secreto sabemos. Nos acercamos con un profundo respeto a nuestro Sócrates titiritero, sin atrevernos a levantar los ojos hasta él. Nos hace mil cortesías y nos demuestra una deferencia que para nosotros es un nuevo bochorno. Como de costumbre realiza sus habilidades, pero se recrea y se divierte mucho con la del ánade, mirándonos con un ademán irónico varias veces. Lo sabemos todo y somos incapaces de descubrir la trampa. Si mi alumno se atreviese a abrir la boca, merecería que se le azotase.
Todos los detalles de este ejemplo importan más de lo que a simple vista parece. ¡Cuántas lecciones recibidas en una sola! ¡Cuántas mortificaciones trae consigo el primer movimiento de vanidad! Maestro joven, observa con gran cuidado este movimiento. Si podéis lograr que de él nazcan desaires y desgracias, estad seguros de que durante mucho tiempo no se producirá el segundo. Cuántos preparativos, diréis; es cierto, y todo para construir una brújula que le sirva de meridiano.
Cuando ya sepamos que el imán actúa a través de los demás cuerpos, nos apresuramos a fabricar una máquina semejante a la que hemos visto: una mesa agujereada, encima un barreño, con un poco de agua y un pato construido con mucho cuidado. Mirando atentamente alrededor del barreño, observamos que cuando el pato está quieto conserva siempre la misma dirección, y con una diferencia muy pequeña. Continuamos la experiencia y examinando esta dirección, viendo que es de sur a norte; ya no se precisa más, hemos encontrado nuestra brújula, o lo que es lo mismo: estamos en la física.
Existen diferentes climas en la tierra y una gran diversidad de temperaturas dentro de estos climas. Las estaciones varían de una forma más sensible a medida que uno se va acercando al polo; todos los cuerpos se contraen con el frío y se dilatan con el calor; este efecto es más sensible que el de los licores alcohólicos; de ahí viene el termómetro. El viento da en el rostro; por consiguiente el aire es un cuerpo, un fluido que se siente, aunque no sea visible. Poned un vaso boca abajo dentro del agua y veréis que no se llena si no dais salida al aire; por lo tanto el aire es un fluido resistente. Si empujáis con mayor fuerza el vaso, el agua entrará en una parte del espacio que llena el aire, pero no se puede llenar totalmente este espacio; luego el aire es compresible hasta ciertos límites. Una pelota llena de aire bota mucho mejor que si está llena de cualquier otra materia; entonces, el aire es un cuerpo elástico. Si tendidos en el baño levantáis horizontalmente el brazo hasta sacarlo del agua, sentiréis que pesa mucho; así, pues, el aire es un cuerpo pesado. Al ponerlo en equilibrio con otros cuerpos fluidos, se puede medir su peso; de este experimento han nacido el barómetro, el sifón, la escopeta de viento y la máquina neumática. Con experiencias no menos toscas se descubren todas las leyes de la estática y de la hidrostática. Para que conozca todo esto, no quiero que entre en ningún gabinete de física experimental, puesto que no me gusta todo este aparato de instrumentos y de máquinas. El aspecto científico acaba con la ciencia. O asustan a un niño todas las máquinas o bien le distraen, y sus figuras le quitan la atención que debería poner en sus efectos.
Quiero que nosotros mismos construyamos nuestras máquinas, y para lograr esto no he de empezar construyendo un instrumento antes de que se haya verificado la experiencia; quiero que después de haber visto la experiencia, como por casualidad, inventemos poco a poco el instrumento que debe verificarla. Prefiero que no sean tan justos y perfectos nuestros instrumentos y que poseamos ideas más exactas de lo que deben ser y de las operaciones que tienen que resultar. En la primera lección de estática, en vez de ir a buscar balanzas, cruzo un palo sobre el respaldo de una silla, mido la longitud de las dos partes del palo en equilibrio, y por uno y otro lado pongo pesos diferentes, unas veces iguales y otras desiguales, y tirando o empujando el palo cuanto precise, descubro que resulta el equilibrio de la proporción recíproca entre la cantidad de los pesos y la longitud de las palancas. Mi pequeño físico ya es apto para rectificar balanzas antes de que haya visto ninguna.
No cabe duda de que se adquieren nociones más claras y seguras de las cosas que aprende uno por sí mismo que las que se saben por la enseñanza de otro, y además de que la razón no acostumbra a someterse ciegamente a la autoridad, acaba uno siendo más ingenioso para hallar relaciones, ligar ideas, inventar instrumentos, que cuando, adoptándolo todo de la forma como nos lo dan, permitimos que nuestro espíritu caiga en la desidia, como el hombre que, siempre vestido, calzado, servido por criados y llevado por sus caballos, termina sin vigor para el uso de sus miembros. Boileau se envanece de haber enseñado a Racine a versificar con dificultad. Con métodos tan admirables para abreviar el estudio de las ciencias, necesitaríamos quien nos diera uno para poder aprenderlas con trabajo.
La ventaja más sensible de estas lentas y laboriosas investigaciones es que en medio de los estudios especulativos, mantienen la actividad del cuerpo y la agilidad de los miembros, y sin cesar conforman las manos para las faenas y usos que son provechosos al hombre. Tantos instrumentos inventados para que nos guíen en nuestras experiencias y suplan la exactitud de los sentidos, hacen que no nos cuidemos de ejercitarlos. El grafómetro nos ahorra que valuemos la exactitud de los ángulos; los ojos que medían con exactitud las distancias, se fían de la cadena que las mide en vez de ellos; la romana exime de juzgar con la mano el peso. Cuanto más ingeniosas son nuestras herramientas, más torpes y rudos se vuelven nuestros sentidos, y después de haber amontonado máquinas a nuestro alrededor, no encontramos ninguna dentro de nosotros.
Mas si ponemos en la fabricación de estas máquinas toda la habilidad que las sustituya, si en hacerlas empleamos la sagacidad que necesitábamos para no hacer uso de ellas, obtenemos una ganancia y no perdemos nada; agregamos el arte a la naturaleza, y, sin ser menos hábiles, nos hacemos más ingeniosos. En vez de sujetar a un niño constantemente entre libros, si lo ocupamos en un obrador, trabajan sus manos en beneficio de su entendimiento, y tiende a pensar cuando cree que no es más que un operario. Por último, este ejercicio proporciona otras utilidades, de las cuales hablaré más adelante, y veremos de qué modo es posible encumbrarse a las verdaderas funciones del hombre desde los juguetes de la filosofía.
Ya he advertido que no les convienen a los niños, ni cuando rayan en la adolescencia, los conocimientos puramente especulativos; pero sin sumirlos en las profundidades de la física sistemática, procurad que todas las experiencias enlacen una a otra por algún género de deducción, para que, con el auxilio de este encadenamiento, las puedan colocar con orden en su espíritu y acordarse de ellas cuando sea necesario, pues es muy difícil que hechos y hasta razonamientos aislados se queden mucho tiempo en la memoria, cuando no hay un asidero para atraerlos.
En la investigación de las leyes de la naturaleza, empezad siempre por los fenómenos más sensibles y más comunes y acostumbrad a vuestro alumno a que crea que estos fenómenos son hechos y no razones. Tomo una piedra y finjo que la dejo en el aire, abro la mano y cae la piedra. Observo que Emilio está muy atento y le hago esta pregunta: «¿Por qué ha caído esta piedra?».
¿Qué niño será el que no sepa qué contestar a esta pregunta? Ninguno, ni Emilio, si yo no he tratado de desorientarle para que no sepa responder. Todos contestarán que la piedra cae porque es pesada. ¿Y qué significa pesado? Lo que cae. ¿Luego la piedra cae porque cae? Es aquí donde se detiene mi pequeño filósofo. Ésta será su primera lección de física sistemática y lo mismo si la aprovecha como si no, para esta ciencia siempre resultará una lección de un recto juicio.
A medida que el niño crece en inteligencia, nos obligan otros motivos importantes a escoger con mayor detención sus ocupaciones. Cuando ya llega a conocerse a sí mismo de un modo suficiente para comprender en qué consiste su bienestar; cuando adquiere relaciones suficientes para comprender lo que le conviene y lo que no, entonces ya está en condiciones de apreciar la diferencia que existe entre el trabajo y la diversión y de mirarla como a un desahogo del trabajo. Ya pueden formar parte de sus estudios objetos realmente útiles y convencerse de que debe poner en ellos una aplicación más constante que la que ponía en simples pasatiempos. Desde muy temprano enseña al hombre la ley de la necesidad, la cual renace a cada instante, a que haga lo que no es de su agrado para prevenir lo que le sería más penoso. Para esta finalidad nos sirve la previsión, y de esta previsión, bien o mal ordenada, nace la sabiduría o la miseria humana.
Todo hombre aspira a la felicidad, pero para conseguirla, debemos saber primero qué es la felicidad. La del hombre natural es tan sencilla como su vida; tiene por fundamento el no padecer y la constituyen la salud, la libertad y lo necesario. Otra es la felicidad del hombre moral, pero aquí no tratamos de ésta. Nunca me cansaré de repetir que sólo los objetos puramente físicos pueden interesar a los niños, especialmente a los que aún no ha despertado la vanidad, y de antemano no han sido maleados por el veneno de la opinión.
Cuando prevén sus necesidades antes de sentirlas, ya está muy adelantada su inteligencia y comienzan a conocer el valor del tiempo. Entonces es muy importante acostumbrarles a que encaminen su empleo hacia objetos útiles, pero de una utilidad palpable para su edad y que su edad pueda alcanzar. No se les debe presentar tan pronto aquello que tiene conexión con el orden moral y con el clima de la sociedad, puesto que no son capaces de entenderlo. Es una necedad exigir que se dediquen a cosas que sólo de una forma muy vaga han de servir para su bien, desconociendo qué clase de bien es ese que les aseguran que les ha de ser provechoso para cuando sean mayores, sin que ningún interés tengan por el momento para ese pretendido provecho, el cual son incapaces de comprender.
Que el niño no haga nada porque así se lo digan, ya que sólo es bueno para él lo que él entiende que es bueno. Si lo ponéis siempre más allá de donde pueden alcanzar sus luces, os figuráis que tenéis previsión, pero carecéis de ella. Por cargarle con algunos instrumentos vanos de los cuales quizá no hará nunca uso, le quitáis el instrumento más universal del hombre: la razón; le acostumbráis a que siempre se deje guiar, de tal forma que jamás será otra cosa que una máquina en manos ajenas. Pretendéis que sea dócil cuando es pequeño, y eso es querer que sea crédulo y le burle cuando sea hombre. Continuamente le decís: «Todo lo que te exijo es para tu provecho, pero no eres capaz de comprenderlo. ¿Qué me importa a mí que lo hagas o no? Para ti el resultado». Con estas buenas razones que ahora le dais con el fin de que adquiera discreción, le dejáis dispuesto para que un día se deje sugestionar por las que le diga un iluso, un truhán, un majadero o un loco cualquiera, para que caiga en sus lazos o comparta su locura.
Es conveniente que un hombre sepa muchas cosas cuya utilidad no puede comprender un niño, ¿pero necesita o es posible siquiera que aprenda un niño todo lo que importa que sepa el hombre? Procurad enseñar a un niño todo lo que es útil para su edad, y os daréis cuenta de que es más que suficiente para llenar su tiempo. ¿Por qué queréis, en detrimento de los estudios que actualmente le convienen, aplicarle los de una edad a la cual es incierto haya de llegar? Vosotros me diréis: ¿habría tiempo para aprender lo que debe saberse cuando llegue el momento de hacer uso de ello? No lo sé, pero lo que sí sé es que no es posible aprenderlo antes, porque la experiencia y el sentimiento son nuestros verdaderos maestros, y el hombre nunca sabe lo que le conviene más allá del círculo en que se ha desenvuelto. El niño ha de llegar a hombre; todas las ideas que del estado de hombre puede forjarse resultan para él motivos de instrucción, pero acerca de las ideas de este estado, las cuales exceden a su capacidad, debe permanecer en absoluta ignorancia. Todo mi libro no es más que la prueba ininterrumpida de este principio de educación.
En el momento que hemos logrado dar a nuestro alumno una idea de la palabra útil, ya tenemos otro asidero para conducirle. Esta voz le causa mucha impresión, va que para él sólo tiene un significado relativo a su edad y ve claramente la relación con su actual bienestar. A vuestros hijos no les hace mella esta voz, porque no os habéis esmerado en proporcionarles una idea de ella que no excediese a su capacidad, y porque encargándose otros de proporcionarles lo que es útil, nunca necesitan pensar en la utilidad ni saben qué es.
¿Para qué sirve eso? Ésta será en lo sucesivo la palabra sagrada, la expresión que entre él y yo ha de determinar todas las acciones de nuestra vida; la pregunta que de un modo infalible rebatiré siempre y que pondrá freno a esa serie de necias y fastidiosas preguntas con que fatigan a cuantos tienen cerca, menos por sacar provecho que por tener sobre ellos algún género de imperio. Aquél a quien enseñan como la lección más importante que nada debe saber que no sea útil, pregunta como Sócrates, y no propone ninguna cuestión sin darse primero así mismo razón que antes de resolverla sabe que van a pedirle.
Ved qué poderoso instrumento pongo en vuestras manos para emplearlo con vuestro alumno. Como no sabe la razón de nada, le tenéis ya reducido casi al silencio cuando queráis, y, por el contrario, ¡qué ventaja sacaréis de vuestros conocimientos y experiencias al hacerle ver la utilidad de todo lo que le propongáis! Porque, pero no os equivoquéis, hacerle esta pregunta es enseñarle a que él también os la haga, y debéis tener en cuenta que para todo lo que en adelante le propongáis, no dejará de preguntaros, lo mismo que vosotros: ¿Para qué sirve eso?».
Tal vez sea éste el lazo que con mayor dificultad evita un ayo. Si, a la pregunta del niño, procurando sólo salir del paso, dais una razón que no sea capaz de entender, al observar que discurras según vuestras ideas y no según las suyas, creerá que lo que le decís sirve para vuestra edad y no para la de él; dejará de tener confianza en vos, y entonces se habrá perdido todo. ¿Cuál es, sin embargo, el maestro que se quiera quedar corto y confesar a su alumno que no tiene razón? Generalmente todos tienen por norma la de no confesar al alumno sus yerros, aun cuando los cometan; yo, por el contrario, tendría la de confesar hasta los que no hubiese cometido cuando fuese incapaz de poner a su alcance mis razones; así, no desconfiando de mi conducta, nunca le sería sospechosa y me concedería más crédito al atribuirme culpas no cometidas que el que logran los maestros ocultando las que realmente cometen.
Pensad que rara vez debéis proponerle lo que él ha de aprender; a él le toca desearlo, indagarlo y hallarlo, y el ayo ponerlo a su alcance, hacer con habilidad que nazca este deseo y proporcionarle medios para que lo satisfaga. De aquí se infiere que vuestras preguntas hayan de ser poco frecuentes, pero bien escogidas, y como él os hará muchas más que las que le hagáis a él, siempre estaréis menos en descubierto, y con más frecuencia en el caso de decirle: «No tengo una respuesta buena para darte; yo no tenía razón, y dejemos eso». Si era realmente inoportuna vuestra instrucción, no hay ningún inconveniente en abandonarla, y si no lo era, con un poco de tacto pronto hallaréis ocasión de lograr que sea palpable su utilidad.
No me complacen las explicaciones con largos razonamientos; los niños atienden poco a ellas, y aún las retienen menos en la cabeza. Cosas, cosas… No me cansaré de repetir que damos mucho valor a las palabras, y que con nuestra educación a base de palabrería, no formamos otra cosa que niños palabreros.
Supongamos que mientras estoy estudiando con mi alumno el curso del sol y el modo para orientarse, de pronto me interrumpe preguntándome para qué sirve eso. ¡Qué razonamiento más elocuente le voy a ofrecer! ¡Cómo voy a aprovecharme de esta ocasión para que aprenda una porción de cosas en la respuesta a su pregunta, especialmente si hay quien presencie nuestra conferencia! Le hablaré de la utilidad de los viajes, de los beneficios que proporciona el comercio, de las producciones peculiares de cada clima, de las varias costumbres de los pueblos, del uso del calendario, de la computación de la vuelta de las estaciones para la agricultura, del arte de la navegación, del modo de dirigirse en el mar y seguir con puntualidad su camino sin saber uno dónde está; mezclaré en mi explicación la política, la Historia Natural, la Astronomía y hasta la Moral y el Derecho de gentes, para que mi alumno tenga una alta idea de todas estas ciencias y un gran deseo de aprenderlas. Cuando le haya dicho todo esto, habré hecho el alarde de un verdadero pedante, y él no habrá comprendido ni siquiera una palabra. Le quedarían ganas de preguntarme, como antes, para qué sirve orientarse, pero no se atreve debido a que teme que me enfade; le tiene más cuenta fingir que ha entendido lo que le han obligado a escuchar. Así se hacen las brillantes educaciones.
Pero educado más a lo rústico, nuestro Emilio, a quien con tanto trabajo hemos inculcado nuestras concepciones, no escucha nada, y a la primera palabra que no entiende, se zafa, empieza a brincar por la habitación y me deja plantado. Busquemos una solución más tosca, puesto que mi aparato científico no vale nada para él.
Estábamos observando la posición del bosque al norte de Montmorency cuando me interrumpió con su impertinente pregunta: «¿Para qué sirve eso?». «Tienes razón, le dije; pensaremos más despacio, y si hallamos que este estudio no sirve para nada, nunca trataremos del mismo, puesto que no nos hace falta en qué entretener útilmente el tiempo». Nos ocupamos en otra cosa y no se vuelve en todo el resto de la tarde a hablar de geografía.
Al día siguiente, por la mañana, le propongo un paseo antes del desayuno; él no desea otra cosa, puesto que los chicos siempre están dispuestos para correr, v Emilio tiene buenas piernas. Trepamos por el bosque, atravesamos prados, nos extraviamos, no sabemos dónde nos hallamos, y pretendiendo regresar, no damos con el camino. Va pasando el tiempo, arrecia el calor y tenemos hambre; vamos vagando de un sitio para otro y sólo encontramos bosques, barbechos y llanos, sin ver ninguna señal que nos proporcione algún conocimiento sobre el lugar donde estamos. Sudorosos, fatigados y hambrientos, con nuestros extravíos no hacemos otra cosa que agotarnos más. Por último nos sentamos para descansar y deliberar. Emilio, que yo supongo que está educado como otro niño cualquiera, no delibera, sino que llora; él ignora que estamos en las puertas de Montmorency y que un poderoso arbolado nos impide verlo, pero para él este muro vegetal es una terrible selva, pues un hombre de su estatura entre zarzas está como enterrado.
Luego de unos instantes de silencio, le digo con acento inquieto: «Querido Emilio, ¿qué haremos para salir de aquí?».
Emilio, sudando y llorando a lágrima viva, gime: —No lo sé. Estoy cansado; tengo hambre y sed; yo no puedo más.
JUAN JACOBO: ¿Crees que yo estoy en mejor estado? ¿Piensas tú
que no lloraría si pudiera desayunar con lágrimas? No se trata de
llorar, sino de conocer el sitio donde estamos. A ver tu reloj; ¿qué
hora es?
EMILIO: Son las doce y no me he desayunado.
JUAN JACOBO: Es verdad, son las doce, y no me he desayunado.
EMILIO: ¡Oh, qué hambre debe de tener usted!
JUAN JACOBO: Lo peor es que la comida no vendrá aquí. Son las doce, justamente la misma hora en que ayer observábamos desde Montmorency la posición del bosque. Si pudiéramos observar del mismo modo desde el bosque la posición de Montmorency…
EMILIO: Si, pero ayer veíamos el bosque, y desde aquí no vemos el pueblo.
JUAN JACOBO: Eso es lo malo… Si pudiéramos sin verlo precisar su posición…
EMILIO: ¡Ah, mi buen amigo!
JUAN JACOBO: Decíamos que el bosque estaba en…
EMILIO: Al norte de Montmorency.
JUAN JACOBO: ¿Entonces, Montmorency estará…?
EMILIO: Al sur del bosque.
JUAN JACOBO: Tenemos un medio para hallar el norte a las doce del día.
EMILIO: Sí, por la dirección de la sombra.
JUAN JACOBO: ¿Y el sur?
EMILIO: ¿Cómo lo haremos?
JUAN JACOBO: El sur es la parte opuesta del norte.
EMILIO: Cierto, no hay más que seguir la dirección contraria a la sombra. ¡Ah!, hacia allá está el sur, es el sur, estoy seguro de que Montmorency está hacia este lado.
JUAN JACOBO: Puede que tengas razón; sigamos ese caminito que atraviesa el bosque.
Emilio, dando palmadas y gritos de alborozo, exclama: «¡Ah!, ya
veo el pueblo; está ahí, frente a nosotros. Vamos a almorzar, vamos a
comer, corramos; ¡qué buena es la astronomía!».
Debéis notar que si no pronuncia esta última palabra no dejará por eso de pensarla, y nada importa con tal que no sea yo quien la pronuncie. Pero debéis estar seguros de que no olvidará en toda su vida la lección de este día; en cambio, si yo no hubiera hecho más que figurarle todo esto en su habitación, al día siguiente a no habría recordado una sola palabra de mis razones, es preciso hablar, en cuanto sea posible, con acciones, y sólo lo que no se puede hacer.
No incomodaré al lector hasta el extremo de presentarle un ejemplo de cada especie de estudios, pero de cualquier cosa que se trate, nunca puedo exhortar lo suficiente al ayo a que mida bien su prueba según la capacidad del alumno, porque, vuelvo a repetirlo, no es lo malo que no entienda, sino que él crea que entiende.
Me viene a la memoria que una vez quise que un niño tomara afición a la química, y después de enseñarle varias precipitaciones metálicas, le explicaba cómo se hacía la tinta, diciéndole que su color negro procedía de un hierro muy dividido, desprendido del vitriolo y precipitado por un licor alcalino. Estando en medio de mi docta explicación, me paró el traidorzuelo preguntándome qué le había enseñado, y me quedé confuso.
Después de pensar un rato, mandé a buscar vino a la bodega de la casa y otro barato a la taberna. Puse en un frasquito una disolución de álcali fijo; después, teniendo delante un vaso de cada uno de los distintos vinos, le dije: «Muchos géneros se falsifican para que parezcan mejores de lo que son. Estas falsificaciones engañan a la vista y al gusto, pero son perjudiciales, y con su bonita apariencia transforman la cosa falsificada en otra peor.
»Se falsifican especialmente las bebidas, y más que todas los vinos, pues es más difícil conocer el engaño y más provechoso para el que engaña.
»La falsificación de los vinos ásperos o ácidos se hace con almártaga, una preparación del plomo. Unido el plomo con los ácidos forma una sal muy dulce, la cual corrige la aspereza del vino, pero es un veneno para los que lo beben. Por consiguiente, es importante, antes de beber un vino sospechoso, saber si tiene o no almártaga. Para descubrirlo, discurre yo de la manera siguiente: El vino no sólo contiene alcohol, como lo demuestra el aguardiente que de él se saca, sino que además contiene ácido, como se puede comprobar por el vinagre y el tártaro que de él salen.
»El ácido tiene afinidad con las sustancias metálicas, y uniéndose con ellas por disolución, forma una sal compuesta, como el moho, por ejemplo, que no es otra cosa que un hierro disuelto por el ácido contenido en el aire o en el agua, y también el cardenillo, que es el cobre en disolución por el vinagre.
»Pero ese ácido tiene todavía mayor afinidad con las sustancias alcalinas que con las metálicas, de tal modo que, interviniendo las primeras en las sales compuestas, se ve forzado el ácido a soltar el metal a que estaba unido para combinarse con el álcali.
»Entonces, desprendida la sustancia metálica del ácido en que estaba disuelta, se precipita y enturbia el licor.
»Por consiguiente, si uno de estos dos vinos tiene almártaga, la disuelve el ácido; echándole un licor alcalino, hará que el ácido suelte su presa para combinarse con él, y el plomo, que ya no quedará en disolución, volverá a manifestarse, enturbiará el licor y al final se parará en el fondo del vaso.
»Si no hay plomo ni metal alguno en el vino, se combinará pacíficamente el álcali con el ácido, quedará todo disuelto y no habrá precipitación alguna».
Acto seguido derramé sucesivamente gotas de mi licor alcalino en ambos vasos: el vino de casa quedó claro y diáfano, el otro se enturbió al instante, y al cabo de una hora vimos claramente el plomo precipitado en el fondo del vaso.
»Éste es, continué, el vino natural y puro, y se puede beber, pero este otro es falsificado, es un veneno. Por los mismos conocimientos, cuya utilidad me preguntabas, se descubre esto: el que sabe cómo se hace la tinta, sabe conocer también los vinos adulterados».
Estaba yo muy contento con mi ejemplo, y, sin embargo note que no le había causado impresión al niño. Necesité algún tiempo para darme cuenta de que había hecho una tontería, ya que, además de que era imposible que un niño de doce años pudiera seguir mi explicación, en su entendimiento no se sabía explicar la utilidad de esta experiencia, porque habiendo probado los dos vinos y habiéndole gustado uno y otro no aplicaba idea alguna a la palabra falsificación, la cual yo creía haberla explicado muy bien. Tampoco comprendía las palabras «perjudicial» y «veneno», y por lo tanto para él carecían de todo significado, y en este punto se hallaba en el mismo caso que el historiador del médico Filipo, que es el de todos los niños.
Las relaciones de los efectos con las causas, cuya conexión no sabemos ver; los bienes y los males de los cuales no tenemos ninguna idea; las necesidades que nunca hemos sentido, son cosas nulas para nosotros; es imposible que nos inclinen a realizar nada que tenga referencia con ellas. A los quince años uno mira la felicidad de un sabio, y a los treinta la bienaventuranza de los elegidos. Quien no conciba bien una y otra, poco hará para ganarlas, y aun cuando las conciba, se afanará muy poco quien no las desee ni crea que le son convenientes. Es muy fácil convencer a un niño de que es útil lo que quieren enseñarle, pero no importa nada que lo convenzamos si no logramos persuadirle. En vano la razón no hace aprobar o rechazar, ya que sólo la pasión nos induce a obrar, ¿y cómo nos hemos de apasionar por intereses que no son todavía los nuestros?
No mostréis jamás al niño nada que no pueda ver; mientras que casi es ajena de él la humanidad, y no podéis subirle al estado de hombre, bajad al hombre al estado de niño. Disponedle para lo que pueda serle útil en otra edad, pero no le habléis de cosas cuya actual utilidad no sepa ver. En cuanto a lo demás, no hagáis nunca comparaciones con otros niños, que no tenga rivales ni contrincantes, ni siquiera para correr, tan pronto como empiece a discurrir, pues prefiero que nunca aprenda si ha de aprender por celos o por vanidad. Señalaré cada año los progresos que haga y los compararé con los que hará el año siguiente; y le diré: «Tantos dedos has crecido; es el foso que saltabas, la carga que llevabas; hasta aquella distancia tirabas una piedra; ese espacio lo corrías sin descansar, etc. Veamos lo que ahora haces». De esta forma le estimulo sin que tenga celos de nadie. Se querrá vencer a sí mismo, y lo hará; no sé ver que haya ningún inconveniente en que sea émulo de sí mismo.
Aborrezco los libros porque sólo enseñan a hablar de lo que uno no sabe. Dicen que grabó Hermes en columnas los elementos de las ciencias para que no pudiera un diluvio borrar sus descubrimientos. Si los hubiera incrustado bien en la cabeza de los hombres, la tradición los habría conservado. Los monumentos donde con caracteres más duraderos quedan grabados los conocimientos humanos, son los cerebros bien dispuestos.
¿No habría algún modo de agrupar todas las lecciones desparramadas en tantos libros en un objeto común, que pudiera ser fácil verle, interesante seguirle y que sirviera de estimulante incluso en esta edad? Si es posible inventar una situación en que de un modo sensible se manifiesten al espíritu de un niño las necesidades naturales del hombre, y con la misma facilidad se desarrollan sucesivamente los medios de remediar estas mismas necesidades, el primer ejercicio que se debe dar a su imaginación es la pintura viva y natural de este estado.
Filósofo ardiente, ya veo inflamarse la vuestra. No os desviváis, pues esta situación se ha hallado y descrito, y sin querer agravaros, mucho mejor que vos la describierais, por lo menos con más sencillez y verdad. Puesto que precisamos de un modo absoluto los libros, existe uno que, para mi gusto, es el tratado más feliz de educación natural. Ése será el primer libro que lea mi Emilio; él sólo compondrá por mucho tiempo toda su biblioteca y siempre ocupará un lugar distinguido. Será el texto al cual servirán de simple comentario todas nuestras conferencias acerca de las ciencias naturales, y servirá de prueba del estado de nuestro discernimiento durante nuestros progresos, y mientras no se nos empobrezca el gusto, siempre nos será agradable su lectura. ¿Pues qué libro maravilloso es éste? ¿Es Aristóteles? ¿Es Plinio? ¿Es Buffon? No; es Robinson Crusoe.
Robinson Crusoe, solo en su isla; privado del auxilio de sus semejantes y de los instrumentos de todas las artes, procurándose, no obstante, su alimento y conservación, y logrando hasta una especie de bienestar, es un objeto que a cualquier edad interesa, y existen mil medios de hacerlo grato a los niños. De este modo realizamos la isla desierta que al principio me sirvió de comparación. Estoy de acuerdo en que no es el estado del hombre social, ni es verosímil que haya de ser el de Emilio, pero por este estado debe apreciar todos los demás. El medio más seguro de colocarse en una esfera superior a las preocupaciones, y coordinar sus juicios según las verdaderas relaciones de las cosas, es suponerse un hombre aislado y juzgar de todo como debe juzgar este mismo hombre en relación, a su propia utilidad.
Apartando de esta novela todo su fárrago, comenzándola por el naufragio de Robinson cerca de su isla y concluyéndola con la llegada del navío que viene a sacarle de ella, será en conjunto la diversión y la instrucción de Emilio durante la época de que aquí tratamos. Deseo que pierda la cabeza ocupándose sin cesar en su fortaleza, en sus cabras, en sus plantíos; que aprenda circunstancialmente, no en los libros, sino en las cosas, todo cuanto en un caso semejante debe saberse, y que se figure que él es un Robinson; que se vea vestido de pieles, con un gorro sin forma, un enorme sable, y todo el estrambótico atavío de la figura menos el quitasol que no necesita. Quiero que le angustien las medidas que ha de tomar si le llega a faltar esto o lo otro; que examine la conducta de su héroe que averigüe si éste no omitió nada y si hubiera podido hacer otra cosa mejor; que note con atención su: errores y los aproveche para no incurrir en ellos si llegase a encontrarse en un caso semejante, pues no os quepa duda alguna de que proyectará ir a construir un establecimiento parecido, porque éstas son las torres de viento de esta venturosa edad en que no se aspira a otra dicha que tener lo necesario y libertad.
¡Cuántos recursos ofrece esta locura a un hombre hábil, que sólo se le ha sugerido para aprovecharse de ella! Ansioso el niño para ordenar un almacén para su isla, aprenderá con mayor ardor que si se lo enseñara el maestro. Querrá saber todo lo que pueda serle de alguna utilidad, y no deseará saber nada más. Ya no necesitaréis guiarle, puesto que os veréis precisados a contenerle; por lo demás, renunciemos a habitar en esa isla que para él es su felicidad y todavía quiere vivir en ella, pero sin estar solo, el salvaje compañero de Robinson, Domingo, que le interesa poco actualmente, ya no puede bastarle.
El ejercicio de las artes naturales, para las cuales puede ser suficiente un hombre solo, conduce a la investigación de las artes industriales, que necesitan del concurso de muchos. Salvajes y solitarios pueden desarrollar las primeras, y las otras nacen en la sociedad, resultando indispensables. Cuando sólo se conoce la necesidad física, cada hombre se basta a sí mismo; la introducción de lo superfluo necesita dividir y distribuir el trabajo, porque si bien es verdad que un hombre que trabaja solo no gana más que para la subsistencia de uno, cien que trabajen de acuerdo ganarán para que subsistan doscientos. Por lo tanto, si una parte de los hombres viven sin trabajar, es necesario que los que trabajan suplan la ociosidad de aquéllos.
Vuestro mayor cuidado será apartar del espíritu de vuestro alumno todas las nociones de las relaciones sociales que excedan de su capacidad, pero cuando por el encadenamiento de sus conocimientos os veáis obligados a exponerle la dependencia recíproca de los hombres, en vez de mostrársela por su aspecto moral, llamad primero su atención hacia la industria y las artes mecánicas, las cuales hacen que sean útiles unos a otros. Paseadle de obrador en obrador y no consintáis nunca que vea una operación sin que él intervenga, ni que salga del taller sin saber a fondo la razón de lo que se hace en él, o de lo que haya observado. Para lograr este fin, debéis trabajar vos mismo, dándole de este modo ejemplo; para que él se haga maestro, debéis haceros aprendiz, y estad seguro de que aprenderá más en una hora de trabajo que con un día de explicaciones.
Hay una estimación pública que se aplica a las diversas artes en razón inversa de su utilidad real. Esta estimación se mide directamente por su inutilidad, y es necesario que sea así. Las artes más útiles son las que menos ganan, porque se proporciona el número de operarios con la necesidad de los hombres, y porque el trabajo necesario para todo el mundo tiene forzosamente un precio que puede pagar el pobre. Por el contrario, ésos que no se llaman artesanos, sino artistas, como trabajan únicamente para los ociosos y los ricos, ponen a sus baratijas un precio arbitrario, y consistiendo la estimación sólo en el mérito de estos vanos artefactos, hasta su elevado precio constituye una parte de él y se estiman en proporción a lo que cuestan. El aprecio que hacen de ellos los ricos no se debe a su servicio, sino a que no puede pagarlos el pobre. Nolo haber bona nisi quibus populus inviderit.
¿Qué será de vuestros alumnos si les dejáis que adopten esta necia preocupación, si vos mismo la favorecéis, si ven, por ejemplo, que entráis con mayores atenciones en la tienda de un platero que en la de un cerrajero? ¿Qué juicio han de formar del verdadero mérito de las artes y del exacto de las cosas, si en todas partes ven el precio de capricho en contradicción con el que resulta de la utilidad real, y que cuanto más cuesta una cosa menos vale? En cuanto dejéis que se introduzca esta idea en su cabeza, abandonad lo restante de su educación; a pesar vuestro, serán educados como todo el mundo, y habréis perdido catorce años de afanes.
Emilio, que piensa en amueblar su isla, tiene un modo de ver distinto. En mayor aprecio habría tenido Robinson la tienda de un herrero que todas las alhajas de un joyero; el primero le hubiera parecido un hombre muy respetable, pero el segundo…
«Mi hijo está destinado a vivir en el mundo, y no ha de vivir con sabios, sino con locos; por consiguiente, es necesario que conozca sus locuras, ya que los hombres quieren ser guiados por ellas. Será bueno el conocimiento real de las cosas, pero vale más todavía el de los hombres y sus juicios; porque siendo en la sociedad humana el hombre el mayor instrumento del hombre, el más sabio es el que mejor se vale de este instrumento. ¿De qué sirve dar a los niños idea de un orden imaginario opuesto en todo al que han de hallar establecido y por el cual será forzoso que se arreglen? Dadles primero lecciones para que sean sabios, y luego se las daréis para que conozcan en qué son locos los demás».
Conformándose con estas especiosas máximas, se afana la falsa prudencia de los padres en hacer esclavos a sus hijos de las preocupaciones en que los mantienen, y de la irrisión de la turba insensata cuando piensan que la hacen instrumento de las pasiones de ellos. ¡Cuántas cosas es necesario conocer antes de llegar al conocimiento del hombre! El hombre es el último estudio del sabio, y pretendéis que primero sea el de un niño. Antes de instruirle en nuestro modo de sentir, debéis enseñarle primero a que lo aprecie. Para ser sabio es preciso discernir lo que no está conforme con la sabiduría. ¿Cómo queréis que conozca vuestro hijo a los hombres si es incapaz de juzgar sus juicios y de distinguir sus errores? Es malo saber lo que aquéllos piensan, ignorando si en su pensar aciertan o yerran. Por consiguiente, enseñadle primero lo que son las cosas en sí mismas y luego le enseñaréis lo que son a vuestro modo de ver; de este modo sabrá comparar la opinión con la verdad y elevarse sobre la esfera del vulgo, porque no conoce las preocupaciones quien las adopta, ni conduce al pueblo el que se le parece. Pero si empezáis instruyéndole en la opinión pública, antes de enseñarle a que la estime en lo que vale, estad seguro de que por mucho que os afanéis la hará suya y jamás la extirparéis en él. De aquí se deduce que, para lograr que tenga una razón sana, es preciso formar bien sus juicios en lugar de dictarle los nuestros.
Ya veis que hasta aquí no he hablado de los hombres a mi alumno, que hubiera tenido sobrada razón para entenderme; aún no son para él palpables sus relaciones con su especie para juzgar por sí de los demás. No conoce otro ser humano que a sí mismo, y está todavía muy lejos de conocerse, pero si forma pocos juicios acerca de su persona, por lo menos son exactos. Desconoce el puesto de los demás, pero ve el suyo, y se mantiene firme en él. En vez de las leyes sociales, que no puede conocer, le hemos aprisionado con las cadenas de la necesidad. Todavía no es casi nada más que un ser físico, y por lo tanto debemos tratarle como tal.
Debe apreciar todos los cuerpos de la naturaleza y todos los oficios de los hombres, por la relación sensible que tiene su utilidad, seguridad, conservación y bienestar. A su modo de ver, el hierro debe ser un cuerpo más apreciable que el oro, y el vidrio más que el diamante, y del mismo modo aprecia más a un albañil o a un zapatero que a todos los diamantistas de Europa; particularmente un pastelero es para él un sujeto, importantísimo y daría toda la Academia de la Historia por un confitero. Los plateros, los grabadores, los doradores y los bordadores, son a su parecer unos holgazanes que pasan el tiempo en juegos absolutamente inútiles, y tampoco hace un gran caso de la relojería. El venturoso niño disfruta del tiempo sin ser su esclavo, lo aprovecha y no sabe lo que vale; lo calma de las pasiones que le hace siempre igual a su sucesión, le sirve de instrumento para medirle cuando lo necesita. Cuando supuse que tenía un reloj, y le hice llorar, me fingía un Emilio vulgar para ser útil y que me entendiese, porque en cuanto al verdadero niño, tan distinto de los demás, para nada serviría de ejemplo.
Existe otro orden no menos natural y más conforme a razón todavía, en virtud del cual se consideran las artes según las relaciones de necesidad que las estrechan, colocando en primer lugar las más independientes y en último las que penden de mayor número de otras. Este orden, que presenta importantes consideraciones acerca del de la sociedad general, es parecido al anterior y sujeto al mismo trastorno en la estimación de los hombres; de tal modo que se emplean las materias primeras en oficios que no dan honra ni casi provecho, y cuanto mayor número de manos han intervenido, más honra tiene y crece el valor de la mano de obra. No examino aquí si es cierto que sea mayor la industria y merezca mayor recompensa en las minuciosas artes que dan a estas materias la última forma que en el primer trabajo que las convierte en usuales a los hombres; digo que solamente en cada cosa el arte cuyo uso es más general y más indispensable es, sin lugar a duda, el que mayor estimación merece, y que la industria que menos artes auxiliares necesita, también es acreedora a un mayor aprecio que las que emplean muchas, puesto que es más libre y más independiente. Éstas son las verdaderas reglas de la valoración de las artes y la industria; todo lo demás es arbitrario y depende de la opinión.
La primera y más respetable de todas las artes es la agricultura; en segundo lugar yo colocaría a la herrería; la carpintería en tercero, etc. El niño a quien no hayan atraído las preocupaciones vulgares, pensará de este modo. Cuántas importantes reflexiones sacará nuestro Emilio sobre este punto de su Robinson. ¿Qué pensará cuando vea que sólo subdividiéndose y multiplicando hasta el infinito los instrumentos de unas y otras se perfeccionan las artes? Dirá: Todas estas gentes son neciamente ingeniosas; se pensaría que sienten miedo de que les sirvan para algo sus dedos y sus brazos, según la multitud de instrumentos que inventan para no usarlos. Para ejercitar una sola de las artes, se han sujetado a otras mil, y cada artífice necesita de una ciudad entera. En lo que hace referencia a mi camarada y yo, nuestro ingenio lo aprovechamos con habilidad, y construimos herramientas que podemos llevar a cualquier parte. Todos estos sujetos tan ufanos con su talento en una capital, no sabrían nada en nuestra isla y serían aprendices nuestros.
Lectores, no os detengáis solamente en el ejercicio del cuerpo y en la habilidad manual de nuestro alumno, pero considerad qué dirección damos a su pueril curiosidad, qué cabeza le vamos formando. En todo cuanto vea, en cuanto haga, lo querrá conocer todo y saber la razón de ello; de un instrumento a otro siempre querrá subir al primero; no admitirá nada por suposición y se negaría a aprender lo que requiriese un conocimiento que no tuviese; si ve construir un muelle, pretenderá saber cómo se sacó el acero de la mina; si ve juntar las piezas de un arca, tratará de saber cómo se cortó el árbol; si trabaja él, ante cada herramienta que maneje no dejará de preguntarse: «Si yo no tuviese esta herramienta, ¿cómo me las arreglaría para construir otra semejante, o para no tenerla que emplear?».
Por otra parte, un error difícil de evitar en las ocupaciones por las cuales siente pasión el maestro es el de que siempre presupone la misma afición al niño. Cuando os arrastre la diversión del trabajo, debéis tener muy en cuenta que el niño no se aburra sin que se atreva a manifestároslo. El niño debe estar completamente atento en lo que haga, pero debéis entregaros por entero al niño; observándole, vigilándole sin meteros en su misión y sin que lo note; debéis prever de antemano todos sus sentimientos y evitar los que no debe tener; ocuparle, en fin, de manera que no sólo reconozca que es útil, sino que se complazca en ello a fuerza de entender para qué es bueno lo que hace.
La sociedad de las artes consiste en cambios de industria, la del comercio en cambios de cosas, la de los Bancos en cambios de signos y dinero; todas estas ideas, lo mismo que las nociones elementales de ellas, son cosas que ya tenemos adquiridas. Los cimientos de todo esto los pusimos en la edad primera, mediante la ayuda del hortelano Roberto. Ahora sólo nos queda el generalizar estas ideas y extenderlas a otros ejemplos para que comprenda el tráfico en sí mismo, haciéndosele sensible con las noticias de historia natural, que sobre las producciones peculiares de cada país se rozan con las noticias de las artes y de las ciencias que tienen referencia con la navegación; por último, con la mayor o menor dificultad del transporte, según la distancia de los sitios y según la situación de las tierras, mares, ríos, etc.
No puede existir ninguna sociedad sin cambio, ni sin la existencia de una medida común puede existir ningún cambio, ni sin igualdad ninguna medida común. De modo que la ley primera de toda sociedad es una igualdad de convención, sea en los hombres o sea en las cosas.
La igualdad convencional, muy distinta entre los hombres de la igualdad natural, hace necesario el derecho positivo, esto es, el gobierno y las leyes. Los conocimientos políticos de un niño han de ser claros y limitados; del gobierno en general sólo debe conocer lo que tiene conexión con el derecho de propiedad, de lo cual ya posee alguna idea.
La igualdad convencional entre las cosas llevó al invento de la moneda, puesto que no es más que un término de comparación del valor de las cosas de distinta especie, y en este sentido la moneda es el verdadero vínculo de la sociedad, pero todo puede ser moneda; en otro tiempo lo era el ganado, y las conchas lo son aún en muchos pueblos; el hierro era moneda en Esparta, el cuero lo ha sido en Grecia, y el oro y la plata lo son en nuestros países.
Los metales, por ser más fáciles de transportar, fueron generalmente escogidos como términos medios de todos los cambios, y estos metales fueron convertidos en moneda para ahorrarse la medida o el peso a cada cambio, porque el sello de la moneda no es otra cosa que el testimonio de que una pieza de tal manera sellada pesa tanto, y sólo el rey tiene derecho al acuñamiento de moneda, puesto que sólo él puede exigir que todo un pueblo dé crédito a su autoridad.
Explicado de este modo el uso de esta invención, la entiende el menos avisado. Es difícil comparar inmediatamente cosas de distinta naturaleza; por ejemplo, paño con trigo, pero hallada una medida común, es decir, la moneda, es fácil que el fabricante y el labrador prefieran el valor de las cosas que quieren permutar a esta medida común. Si tal cantidad de paño vale tal suma de dinero y tal cantidad de trigo vale también la misma suma de dinero, resulta que el mercader que recibe este trigo por su paño verifica una permuta igual.
De esta forma se hacen conmensurables y se pueden comparar los bienes de distintas especies.
No vayáis más adelante, ni os metáis a explicar los efectos morales de esta institución. En toda cosa importa explicar bien el uso antes de hacer ver el abuso. Si pretendierais explicar a los niños cómo los signos hacen descuidar las cosas, cómo han nacido de la moneda todas las fantasías de la opinión, cómo los países ricos en dinero deben ser pobres en todo, trataríais a estos niños no solamente como filósofos, sino como sabios, y querríais que comprendieran lo que muy pocos filósofos han llegado a comprender.
¡Sobre qué abundancia de objetos interesantes puede girar la curiosidad de un alumno, sin dejar las relaciones reales y materiales que se hallan en la esfera de su capacidad, ni permitir que penetre en su espíritu ni una sola idea que no sea capaz de comprender! El arte del maestro consiste no en recargar sus observaciones de menudencias, que no se relacionen en nada, sino en aproximarle continuamente a las grandes relaciones que debe conocer un día, para opinar rectamente sobre el buen o mal orden de la sociedad civil. Es preciso saber combinar las conversaciones con que el niño se distrae con la forma que se ha dado a su espíritu. Tal asunto, incapaz de despertar la atención de otro niño, va a desvelar a Emilio durante seis meses.
Vamos a comer a una casa rica, y hallamos los preparativos de un banquete, mucha gente, muchos platos, muchos criados, un servicio elegante y refinado… Todo este aparato de placer y de fiesta excita no sé qué embriaguez que trastorna la cabeza de cualquier persona que no esté habituada. Preveo el efecto de todo eso en mi alumno. Mientras, se prolonga la comida, los servicios se suceden y se escuchan varios y agudos dichos; me acerco a él y le pregunto al oído: «¿Por cuántas manos crees que habrá pasado todo lo que ves sobre la mesa antes de llegar aquí?». ¡Qué cantidad de ideas despierto en su cerebro con estas pocas palabras! Al momento todos los vapores del delirio quedan abatidos. Piensa, reflexiona, calcula, se inquieta. Mientras los filósofos, animados por los efectos del vino y tal vez por sus vecinas, chochean y hacen los niños, está él filosofando en un rincón. Me hace preguntas, no le quiero responder y le digo que le contestaré otra vez; se impacienta, no se acuerda de comer y beber, y espera ansiosamente la hora de levantarse de la mesa para poder interrogarme a placer. ¡Qué objeto para su curiosidad! ¡Qué texto para su instrucción! Con un juicio sano que todavía nada ha podido corromper, ¿qué ha de opinar del lujo cuando se entere que se han puesto a contribución todas las regiones del orbe, que tal vez veinte millones de manos han trabajado mucho tiempo y ha costado la vida a miles de hombres, todo por presentarle a mediodía con pompa lo que va a depositar en su retrete por la noche?
Observad con cuidado las conclusiones ocultas que en su interior saca de todas estas observaciones. Si le habéis guardado menos bien de lo que yo supongo, puede tener la tentación de dar otro giro a sus reflexiones y considerarse un personaje importante en el mundo viendo que tantos afanes cuesta guisarle su comida. Si prevéis este razonamiento, fácilmente le podéis prevenir antes de que se le ocurra, o por lo menos borrar al instante la impresión que le haya causado. No sabiendo apropiarse todavía las cosas de otro modo que por el goce material, no puede juzgar de la conveniencia o discrepancia que con él tienen, como no sea por relaciones sensibles. La comparación de una sencilla y rústica comida, preparada por el ejercicio, sazonada por el hambre, la libertad y la alegría, con tan magnífico festín, tan medido a compás, será suficiente para hacerle entender que no aportándole ningún beneficio real el banquete, y sacando tan satisfecho el estómago de la mesa del labriego como de la del banquero, lo mismo hay en una y en otra que pueda llamar verdaderamente suyo.
Imaginémonos lo que en caso similar podrá decirle su ayo: «Acuérdate bien de estas dos comidas y decide para ti en cuál te has encontrado más a gusto, en cuál has sentido más placer, en cuál comieron los invitados con más apetito, bebieron con mas jubilo y con más ganas y se rieron más a gusto; cuál se prolongó más tiempo sin aburrimiento y sin que fuese preciso renovarla con otros servicios. No obstante, observa la diferencia: ese pan que ves y que hallas tan bueno, procede del trigo recogido por el labrador; su vino espeso y negro, pero sano y refrigerante, es de su propio viñedo; la mantelería está tejida con su cáñamo, que hilaron en invierno su esposa, sus hijas y su sirvienta; ningunas manos más que las de su familia han hecho los preparativos de su mesa el inmediato molino y el vecino mercado son para él los límites del universo. ¿En qué disfrutaste realmente de todo cuanto nutrieron a la otra mesa las tierras lejanas y la mano de los hombres? Si todo eso no hace que se coma mejor, ¿qué has obtenido de ganancia con tan gran cantidad?, ¿qué había allí que fuese hecho para ti? Si hubieras sido el amo de casa, podrías añadir que más extraño hubiera sido todo para ti, porque el afán de hacer alardes a los ojos de los demás habría acabado de quitártelo; tú hubieras tenido el cuidado y ellos el gusto. Este discurso puede ser muy hermoso, pero no vale nada para Emilio, a cuyo alcance no está y a quien nadie dicta sus reflexiones. Debéis hablarle con más sencillez; decidle una mañana, después de estas dos pruebas: «¿Adónde iremos a comer hoy? ¿Alrededor de ese monte de plata que tapa las tres cuartas partes de la mesa, y aquellos cuadros de papel que sirven a los postres encima de espejos, en medio de aquellas mujeres con tanto encaje, que te tratan como un muñeco, y quieren que hayas dicho lo que no sabes, o a aquel lugar distante dos leguas de aquí, en casa de aquella buena gente que con tanto afecto nos recibe y tan buena nata nos da?». La elección de Emilio no es dudosa, quien no es ni vanidoso ni hablador, no puede aguantar la sujeción, y que no gusta, de nuestros exquisitos platos, pero que siempre está dispuesto a correr por el campo, y le gustan mucho la buena fruta, las buenas legumbres, la buena nata y la buena gente. En el camino reflexionamos de un modo natural, y vemos que la multitud de hombres que trabajan para estos grandes banquetes o pierden su afán o no se cuidan mucho de nuestro deleite.
Mis ejemplos, que son buenos para un individuo determinado, resultarán malos para otros mil. Si se entiende el espíritu de cada uno, seremos capaces de variar según sea necesario; esta elección depende del talento propio del niño en las ocasiones que presentamos de manifestar sus disposiciones naturales. Nadie puede imaginar que en tres o cuatro años que han de transcurrir sea posible proporcionar al niño, por mucha capacidad que tenga, una idea de todas las artes y ciencias naturales, suficiente para que las aprenda un día por sí solo, pero obrando de modo que pasen por su vista todos los objetos que le importa conocer, le damos ocasión para desarrollar su gusto y su talento, y dar los primeros pasos hacia el objeto al que su genio le encamine, el cual nos señala el camino que se le ha de allanar para auxiliar a la naturaleza.
Otra ventaja que se obtiene de escalonar de este modo los conocimientos adecuados, aunque cortos, consiste en que de esta forma se los indicamos por sus conexiones y sus relaciones, y para su apreciación los colocamos todos en su lugar, precaviendo de este modo la preocupación, tan común en la mayor parte de los hombres, de apreciar solamente los estudios que han cultivado y no hacer caso de los demás. El que observa bien el orden del conjunto, se da cuenta del sitio que debe ocupar cada una de las partes; quien ve bien una parte sola y la conoce a fondo, es capaz de ser un hombre científico; el primero es poseedor de una razón sana, y ya os acordáis de que nos interesa menos el adquirir ciencia que el ser poseedor de un sano juicio.
Sea como fuere, mi método es independiente de mis ejemplos; se funda en la medida de las facultades del hombre en sus distintas edades y en la elección de las ocupaciones que convienen a estas facultades. Creo que se encontraría fácilmente otro método que produciría al parecer mejores efectos, pero si no fuese tan adaptable a la especie, a la edad y al sexo, dudo de que se obtuvieran de él los mismos resultados.
Al comenzar este segundo período, nos hemos aprovechado de la superabundancia de nuestras fuerzas respecto a nuestras necesidades, para salir fuera de nosotros; nos hemos lanzado a los cielos, hemos medido la tierra, hemos reconocido las leyes de la naturaleza; en una palabra, hemos recorrido la isla entera. Ahora volvemos a nosotros y nos acercamos insensiblemente a nuestra morada. Es una suerte que a la vuelta no encontremos todavía encastillado el enemigo que nos está amenazando y que se dispone a apoderarse de ella.
¿Qué es lo que nos hace falta realizar después de que ya hemos observado todo cuanto nos rodea? Convertir a nuestro uso todo aquello que podamos apropiarnos y hacer que redunde nuestra curiosidad en provecho de nuestro bienestar. Hasta aquí hemos hecho provisión de todo género de instrumentos, sin saber nada de cuáles serían los que necesitaríamos. Tal vez los inútiles para nosotros podrán servir para otros, y quizá recíprocamente tendremos necesidad de los instrumentos de los otros. De esta manera, a todos nos tendrán cuenta estas permutas, mas para realizarlas es preciso conocer nuestras mutuas necesidades, que sepa cada uno lo que tienen los demás para su uso y lo que en cambio él puede ofrecerles. Supongamos diez hombres, cada uno de los cuales tiene necesidad de diez especies. Es menester que para lo que cada uno necesita se aplique a diez clases de tarea, pero teniendo presente la diferencia de inclinaciones y habilidades, al uno le saldrá menos bien esta faena y al otro aquella. Siendo aptos todos para distintas cosas, harán las mismas y estarán mal servidos. Formemos una sociedad con estos diez hombres y que se dedique cada uno por sí y por los otros nueve a la ocupación que mejor le convenga; que perfeccione cada uno la suya con un ejercicio continuado y sucederá que muy bien provistos los diez, les quedará todavía sobrante para otros. Éste es el principio aparente de todas nuestras instituciones. No es del caso examinar aquí las consecuencias, pues ya lo he hecho en otro escrito.
De conformidad con este principio, un hombre que se quisiera mirar como un ser aislado, sin conexión con nada y bastante para sí propio, no podría menos de ser un desdichado. Ni le sería posible subsistir, porque encontrando la tierra cubierta enteramente del tuyo y el mío, y no teniendo otra cosa suya que su cuerpo, ¿de dónde habría de sacar lo que necesitase? Al salir del estado de naturaleza, forzamos a nuestros semejantes a que también hagamos lo mismo, puesto que nadie puede permanecer en él contra la voluntad de los demás, y sería dejarle sin poder vivir el querer permanecer en él, porque la primera ley de la naturaleza es el cuidado de la propia conservación.
Así se forman paulatinamente en el espíritu de un niño ideas de las relaciones sociales, aun antes de que realmente pueda ser miembro activo de la sociedad. Emilio comprende que para adquirir instrumentos para su uso también los necesita para que sirvan para los demás, y con los cuales pueda obtener en cambio las cosas que tiene que menester y que pertenecen a ellos. Yo hago que comprenda la necesidad de estas permutas, y a que se ponga en condiciones de poderlas aprovechar.
«Excelentísimo señor, es preciso que yo viva», decía un desgraciado autor satírico al ministro que le afeaba la infamia de su oficio. «No veo la necesidad», le respondió sin inmutarse el potentado. Esta respuesta, excelente en boca de un ministro, hubiera resultado inhumana y falsa en la de cualquier hombre. Es preciso que viva todo hombre. Este argumento que da más o menos fuerza a cada uno proporcionalmente al grado de humanidad que se posee, me parece que no admite réplica para el que lo hace con respeto a sí mismo, ya que la más violenta de todas las aversiones que nos inspira la naturaleza es la de morir, y de ella se infiere que se lo ha permitido todo a aquel que no tiene ningún otro medio posible de vivir. Los principios por los cuales aprende el hombre virtuoso a menospreciar la vida sacrificándola a su obligación, están muy lejos de esta primitiva sencillez; ¡felices los pueblos en los cuales se puede ser bueno sin esfuerzo y justo sin virtud! Si existe en el mundo un país tan miserable en el que no pueda uno vivir sin obrar mal, y los ciudadanos sean bribones por necesidad, no se debe ahorcar a un malhechor, sino a quien le obliga a serlo.
Tan pronto como Emilio sepa qué cosa es la vida, mi primera diligencia será enseñarle a que la conserve. Hasta aquí no he distinguido los estados, las jerarquías y las fortunas, y poco más las distinguiré en adelante, puesto que el hombre es uno mismo en todos los estados, porque el rico no tiene mayor capacidad de estómago que el pobre ni digiere mejor, y el amo no tiene más largos ni más fuertes los brazos que su criado, ni un grande es mayor que un plebeyo, y, en fin, porque siendo en todos unas mismas las necesidades naturales, los medios de satisfacerlas también deben ser iguales en todos. Se debe adaptar al hombre la educación del hombre y no a lo que no es él. ¿No os dais cuenta de que con trabajar en formarle exclusivamente para un estado le hacéis inútil para cualquier otro, y que según le vaya la fortuna os habréis afanado solamente en hacerle desgraciado? ¿Qué cosa existe que sea más ridícula que un gran señor pareciendo que en su miseria conserva las preocupaciones de su nacimiento? ¿Qué cosa más triste que un rico que ha empobrecido y, acordándose del desprecio en que se tiene a la pobreza, siente que se ha convertido en el último de los humanos? El único recurso del primero es el oficio de bribón público; el del otro es el de criado rastrero, con este lindo mote: «Es preciso que yo viva».
Confiáis en el orden actual de la sociedad y no reflexionáis que está sujeto a inevitables revoluciones, y no habéis previsto ni prevenido lo que puede tocarles a vuestros hijos. El pequeño se convierte en grande o viceversa, pobre el rico, vasallo el monarca. ¿Son tan raros los golpes de la fortuna que podáis creeros exentos de ellos? Nos vamos acercando al estado de crisis y al siglo de las revoluciones. ¿Quién puede responderos de lo que seréis entonces? Todo cuanto han realizado los hombres, los hombres lo pueden destruir; no existen otros caracteres indelebles que los que estampa la naturaleza, la cual no hace príncipes, ni ricos, ni grandes señores. ¿Pues qué deberá hacer ese noble en la decadencia si sólo lo habéis educado para la grandeza? ¿Qué hará en la pobreza ese banquero que únicamente con oro sabe vivir? ¿Qué hará privado de todo ese opulento imbécil que ni de sí mismo sabe hacer uso y coloca su propio ser en lo que es ajeno de él? Feliz el que sabe dejar el estado que le deja y permanecer hombre a despecho de la suerte. Alaben cuanto quieran a ese rey vencido que iracundo se quiere sepultar bajo la ruina de su trono; yo le desprecio. Veo que sólo existe por su corona y que no es nada si no es rey, pero el que la pierde y vive sin ella, entonces es superior a su corona. De la jerarquía de rey, que un cobarde, un perverso, un loco puede ocupar como otro cualquiera, que ascienda al estado de hombre que tan pocos saben desempeñar. Entonces triunfa de la fortuna, se supera; todo se lo debe a él solo, y cuando nada le queda que mostrar más que él mismo, ya no es una nulidad, es algo. Sí, prefiero cien veces al rey de Siracusa de maestro de escuela en Corintio, y al rey de Macedonia escribano en Roma que a un malhadado Tarquino, que no sabe qué hacerse si no reina; que al heredero del poseedor de tres reinos, burla de cualquiera a quien se atreve a demostrar su miseria, errando de corte en corte, mendigando auxilios en todas partes y en todas hallando desaires, por no saber hacer otra cosa que un oficio que ya no le pertenece.
El hombre y el ciudadano, quienquiera que sea, no tiene otro caudal que dar a la sociedad que a sí propio: todos los demás bienes suyos están en ella sin su voluntad, y cuando es un hombre rico, o él no disfruta de sus riquezas o también la disfruta el público con él. En el primer caso, roba a los demás aquello de que se priva, y en el segundo no les da nada de manera que le queda por pagar la deuda social entera, mientras que sólo con su caudal la satisface. «Pero mi padre, cuando la ganó; sirvió a la sociedad…». Enhorabuena; pagó su deuda, pero no la vuestra. Más debéis a los otros que si hubierais nacido sin caudal, puesto que nacisteis favorecido. No es Justo que lo que un hombre ha hecho por la sociedad, exima a otro de lo que le debe, porque como cada uno se debe todo entero, ninguno puede pagar más que por sí; ningún padre puede dejar por herencia a su hijo el derecho de ser inútil a sus semejantes, y eso es lo que, según decís, hace dejándole sus riquezas, que son remuneración y prueba de su trabajo. El que come en la ociosidad aquello que por sí propio no ha ganado, lo roba, y el acreedor del Estado, a quien éste paga no haciendo nada, poco se diferencia a mis ojos de un ladrón que vive a costa de los caminantes. Fuera de la sociedad, el hombre aislado, que a nadie debe nada, tiene derecho a vivir como se le antoje, pero en la sociedad, donde necesariamente vive a costa de los demás, les debe en trabajo lo que vale su manutención, sin que en esto haya excepciones. Así, trabajar es una obligación indispensable del hombre social. Rico o pobre, fuerte o débil, todo ciudadano ocioso es un bribón.
Entre todas las ocupaciones que pueden proporcionar al hombre su subsistencia, la que más le acerca al estado de naturaleza es el trabajo manual, y entre todas las condiciones, la del artesano es la más independiente del hombre y de la fortuna. Un artesano sólo depende de su trabajo; es libre y tan libre cuanto esclavo es el labrador, atado a su campo, cuya cosecha se halla a discreción ajena; el enemigo, el príncipe, un poderoso vecino, se la puede quitar, y le hacen sufrir mil vejaciones, pero si en un país cualquiera molestan a un artesano, hace la maleta, se lleva sus brazos y se va. No obstante, la agricultura es el primer oficio del hombre, el más honroso, el más útil, y por consiguiente el más noble que puede ejercer. No le digo a Emilio que aprenda la agricultura porque ya la sabe. Está familiarizado con todas las faenas rústicas; ha empezado por ellas y no las abandona. Le digo únicamente: «Cultiva la heredad de tus padres, pero si la pierdes o no la tienes, ¿qué vas a hacer? Aprende un oficio».
«¡A mi hijo un oficio!, ¡artesano mi hijo! Señor, ¿qué se ha creído usted?». «Más acertado, señora, que vuestra idea, que lo queréis reducir a que nunca pueda ser otra cosa que un milord, un marqués, un príncipe, y yo le quiero dar un cargo que nunca pueda perder, que en todos los tiempos le honre; quiero elevarle al estado de hombre; decid lo que queráis, pero más le valdrá ese título que todos los que de vos herede».
La letra mata, y el espíritu vivifica. No tanto se trata de aprender un oficio por saberlo, cuanto por vencer las preocupaciones que le desprecian. Nunca os veréis obligado a trabajar para vivir. Eso es lo peor. Pero no importa; no trabajéis por necesidad, trabajad por gloria. Bajad al estado de artesano para subir a más alto grado que el vuestro. Para que la fortuna y las cosas estén sujetas a vos, debéis haceros primero independiente de ellas, y para dominar por la opinión, dominadla a ella antes.
Debéis recordar que no pido una profesión, sino un oficio, un verdadero oficio, arte sencillamente mecánico, en que más que la cabeza trabajen las manos, con el que nadie junta caudal, pero que ponga a cualquiera en estado de no necesitarlo. En casas donde no había que temer el riesgo de que falte para comer, he visto yo a padres cuya previsión llega hasta dar a sus hijos amplios conocimientos, para que en todo caso puedan valerse de ellos para mantenerse. Estos padres creen que han adelantado mucho, y no es así, puesto que los recursos que piensan procurar a sus hijos dependen de la misma fortuna contra la cual quieren prevenirse, por lo que con todos sus lucidos talentos, si el que los tiene no se encuentra en circunstancias propicias, se morirá de hambre como si no tuviese ninguno.
Suponiendo que se trata de arreglos y de intrigas, tanto da usarlos para mantenerse en la abundancia como para recuperar desde el seno de la miseria con qué reponerse en su primer estado. Si cultiváis artes que dan una utilidad proporcionada a la fama del artista, si os hacéis aptos para empleos que sólo se consiguen por lo que uno vale, ¿de qué os servirá todo eso cuando, aburrido con justicia del mundo, desdeñéis los medios sin los cuales no es posible hacerse un lugar? Habéis estudiado la política y los intereses de los príncipes; está bien, pero ¿qué haréis con esos conocimientos si no sabéis introduciros con los ministros, con las damas de la corte, con los jefes de oficina, si no encontráis el modo de buscarles, si no hallan todos en vos el bribón que les conviene?
Sois pintor o arquitecto, enhorabuena, pero es necesario que sea conocida vuestra habilidad. ¿Quién os ha de encargar un cuadro si no sois de la Academia, si no tenéis protección, aunque sea para llenar un rincón de su antesala? Soltad esa regla y ese pincel, alquilad un coche y andad de puerta en puerta, pues es así como se adquiere celebridad, pero antes debéis saber que en todas esas ilustres puertas hay porteros o conserjes los cuales sólo comprenden por señas y tienen el oído en las manos. ¿Queréis enseñar lo que habéis aprendido y ser maestro de geografía, de matemáticas, de lenguas, de música o dibujo? Para eso necesitáis discípulos, y por lo tanto apologistas. No perdáis de vista que más vale ser charlatán que hábil, y que si no sabéis otro oficio que el vuestro, nunca seréis más que un ignorante.
Ved, pues, la escasa solidez que poseen todos estos brillantes recursos, y cuántos otros os son necesarios para obtener algún partido. Y luego, ¿qué seréis con ese torpe aplebeyamiento? Sin instruiros, os envilecen los reveses de la fortuna; analizados más que nunca por la opinión pública, ¿cómo superaréis las preocupaciones, árbitros de vuestra suerte? ¿Cómo despreciaréis los vicios y la bajeza que precisáis para subsistir? Sólo dependíais de las riquezas y ahora dependéis de los ricos; habéis empeorado de esclavitud, recargándola con la miseria. Sois pobre sin ser libre, y ése es el peor estado en que el hombre puede caer.
Pero si en vez de recurrir a esos excelentes conocimientos destinados para ser alimentos del alma y no del cuerpo, recurrís, si es preciso, a vuestros brazos y sabéis hacer buen uso de ellos, todas las dificultades desaparecerán y serán inútiles las estratagemas. La probidad y el honor ya no son un estorbo para vivir; ya no es necesario ser mentiroso y cobarde ante los grandes, flexible y servil ante los bribones, vil complaciente de todo el mundo, prestamista o ladrón, que es semejante a aquel que no posee nada; la opinión de los otros no os interesa, no tenéis que cortejar a nadie, ni necio que adular, ni portero que ablandar, ni cortesana que pagar, ni lo que es peor, ensalzarla. Que los bribones manejen los grandes negocios poco os importa; eso no impedirá que en vuestra vida oscura seáis hombres de bien y os ganéis vuestro pan. Entráis en el primer taller del oficio que habéis aprendido: «Maestro, necesito empleo». «Camarada, poneos allí y trabajad». Antes de la hora de la comida, ya la habéis ganado; si sois sobrio y diligente, antes de que transcurran muchos días tendréis lo suficiente para vivir otros ocho, y habréis vivido libre, sano, sincero, laborioso y justo. Quien lo aprovecha así no pierde el tiempo.
Quiero por encima de todo que Emilio aprenda un oficio, y un oficio honroso; me preguntaréis qué significa esa palabra. ¿No es honroso todo oficio útil al público? No quiero que sea bordador, ni dorador, ni limpiabotas, como el caballero Locke; no quiero que sea músico, ni comediante, ni que escriba libros. Menos estas profesiones y las demás parecidas, que siga la que quiera, puesto que no pretendo sujetarle en nada. Prefiero que sea zapatero que poeta; antes prefiero que empiedre caminos a que haga adornos de porcelana. No obstante, me diréis, los corchetes, —los espías, los verdugos, también son sujetos útiles. Depende del Gobierno el que puedan serlo, pero no que sea así; no me he expresado bien. No basta con escoger un oficio útil, también es preciso que no requiera en las personas que lo ejerciten sentimientos odiosos e incompatibles con la humanidad. Volviendo, pues, a la primera expresión, tomemos un oficio honroso, pero no debemos olvidar que no hay honra sin utilidad.
Un famoso autor de este siglo, el abate de Saint-Pierre, cuyos libros están llenos de vastos proyectos y mezquinas ideas, había hecho como todos los sacerdotes de su comunión el voto de no tener mujer propia, pero siendo más escrupuloso que los demás acerca del adulterio, dicen que determinó tener en casa lindas sirvientas, con las cuales resarcía lo mejor que podía el agravio que con esta temeraria promesa había hecho a su especie y a la naturaleza. Consideraba una obligación del ciudadano el dar otros a la patria, y con el tributo que en este género le pagaba, poblaba la clase de artesanos. Así que tenían edad para ello, estos niños, les hacía aprender el oficio que era más de su agrado, excluyendo sólo las profesiones ociosas, fútiles o expuestas a la moda, como la de fabricar pelucas, por ejemplo, que nunca es necesaria, y llegará a ser inútil un día u otro, a no ser que la naturaleza se canse de darnos cabello.
Aquí está el espíritu que debe guiarnos en la elección del oficio del niño, o quizá no nos corresponde a nosotros hacer esta elección, sino a él, porque las máximas en que está imbuido, habiendo arraigado en su interior un natural desprecio a las cosas carentes de valor, le privarán de gastar su tiempo en trabajos inútiles, y no conocerá otro valor en las cosas que el que se deriva de su utilidad real; así, necesita un oficio que pudiera servir a Robinson en su isla.
Si un niño tiene un ingenio especial para un arte determinado, se obtiene la ventaja de ver saltar la primera chispa, y de estudiar su afición, sus inclinaciones y su gusto, procurando que pase revista a las producciones del arte y de la naturaleza, avivando su curiosidad siguiendo a donde le lleve. Pero es un error muy recuente, y del cual debéis preveniros, atribuir el efecto de la ocasión a un ardor del ingenio, y confundir con una inclinación irresistible a tal o cual arte aquel espíritu imitativo común del hombre y del mono, y que maquinalmente los incita a que hagan lo que ven hacer, sin saber para qué sirve. El mundo está lleno de artesanos, y especialmente de artistas que carecen de un talento particular para el arte que profesan, y a los cuales les aplicaron desde su primera edad, o convenciéndoles de que así les era útil, o dejándose alucinar de un aparente fervor que del mismo modo hubieran tenido para otro cualquier arte si lo hubiesen visto practicado. Uno que oye un tambor, quiere ser general; otro ve levantar una casa, y quiere ser arquitecto. El oficio que ve hacer atrae a cada uno mientras vea que tiene aceptación.
Conocí a un doméstico que, al ver pintar y dibujar a su amo, se le antojó ser pintor y dibujante. Tan pronto como se decidió, tomó el lapicero, que no dejó hasta coger el pincel, el cual no dejará en su vida. Sin lecciones ni reglas se puso a dibujar todo lo que hallaba a mano. Pasó tres años enteros pegado a sus mamarrachos, sin desprenderse de ellos un solo momento como no fuera para cosas de su servicio, y sin que se desalentara con el poco adelanto que le permitía su mediocre habilidad. Le vi por espacio de seis meses, de un verano muy caluroso, en un saloncito, sentado o más bien clavado todo el día en una silla, delante de un globo, dibujar el globo, repetir el dibujo, empezar y volver a empezar sin interrupción, hasta representar la curvatura de la esfera con la suficiente propiedad para quedar satisfecho con su trabajo. Por último, con la ayuda de su amo y guiado por un artista, logró desprenderse de la librea y mantenerse con su pincel. La perseverancia, hasta cierto punto, suple la habilidad; esto ha sido alcanzado por él, pero no irá más adelante. La emulación y la constancia de este honrado mozo son dignas de elogio, y siempre será apropiado por su aplicación, su fidelidad y sus buenas costumbres, pero jamás pintará otras cosas que muestras de tienda.
¿Quién no se habría engañado con su fervor y no lo hubiera tenido como una señal de ingenio? Existe una gran diferencia entre apasionarse por una ocupación o ser apto para ella. Observaciones más sagaces de lo que se piensan son necesarias para conocer la verdadera habilidad y el gusto de un niño, que más que sus disposiciones pone de manifiesto sus deseos, y siempre juzgamos por éstos, puesto que no sabemos estudiar aquéllas. Quisiera que un escritor de juicio recto nos diese un tratado del arte de observar a los niños, arte que sería muy importante conocer, y del cual ni siquiera los elementos saben los maestros y los padres.
Pero tal vez aquí concedemos una importancia exagerada a la elección de un oficio. Puesto que sólo se trata de un trabajo manual, nada quiere decir esta elección para Emilio, y ya tenemos más de la mitad del aprendizaje con los ejercicios en que le hemos ocupado hasta aquí. ¿Qué deseáis que haga? Está preparado para todo, ya sabe utilizar la pala y el azadón, sabe servirse del martillo, del torno, del cepillo, de la lima, y está familiarizado con las herramientas de todos los oficios. Únicamente se trata de conseguir en alguna de estas herramientas tan rápida y fácil práctica que iguale a los mejores oficiales que las usen, y en este punto, al tener el cuerpo ágil y flexibles los miembros para tomar sin dificultad toda clase de posturas y prolongar sin fatiga toda especie de movimientos, aventaja a todos. Además, tiene los órganos justos y bien ejercitados y ya conoce la mecánica de las artes. Únicamente carece del hábito para trabajar tan perfectamente como el maestro, y el hábito se adquiere con el tiempo. ¿En cuál de los oficios, cuya elección tenemos que hacer, empleará el tiempo necesario para ser práctico en él?
Dad al hombre un oficio apropiado a su sexo y al joven uno apropiado a su edad; ni le gusta ni le conviene toda profesión casera y sedentaria que afemina el cuerpo y lo debilita. Jamás aspiró naturalmente un joven a ser sastre, y es preciso inclinar a este oficio mujeril, pero necesario, al sexo para el cual fue destinado. No pueden la aguja y la espada ser manejadas por unas mismas manos. Si yo fuera rey sólo permitiría la costura y los oficios que se hacen con la aguja a las mujeres y a los cojos precisados a ocuparse como ellas. Suponiendo que los eunucos eran necesarios, encuentro que era una demencia de los orientales el hacerlos. ¿Por qué no se contentan con lo que ha hecho la naturaleza con esta muchedumbre de hombres cobardes cuyo corazón ha mutilado y que les sobrarían para lo que necesitan? Todo hombre flacucho, delicado, medroso, fue condenado por la naturaleza y destinado a vivir entre las mujeres y a su manera; que ejercite, pues, alguno de los oficios que le son peculiares, y si son absolutamente necesarios verdaderos eunucos, que se reduzcan a este estado los hombres que deshonran su sexo, en vez de emplearse en quehaceres que no les convienen. Su elección indica el error de la naturaleza, pues es indispensable enmendar ese error.
Prohíbo a mi alumno los oficios insanos, pero no los penosos, ni tampoco los peligrosos, que ejercitan a la par el ánimo y la fuerza, y sólo son propios de los hombres; las mujeres ya no los pretenden. ¿Cómo no tienen aquéllos vergüenza de introducirse en los que son de la jurisdicción del otro sexo?
Luctantur paucae, comedunt coliphia paucae.
Vos lanam trahitís, calathisque peracta refertis
Vellera…
En Italia no se ven mujeres en las tiendas, y no puede imaginarse cosa más triste que ver las calles de este país para los que están acostumbrados a las de Inglaterra y Francia. Cuando yo veía a mercaderes de modas que vendían a las damas cintas, blondas y felpilla, me parecían muy ridículos estos delicados arreos en manos toscas, que mejor le darían al fuelle de la fragua o trabajarían el hierro en el yunque. Yo decía que en aquel país, como represalia, las mujeres deberían abrir tiendas de armeros y espaderos. Que haga y venda cada uno las armas de su sexo, ya que para conocerlas es preciso manejarlas.
Joven, imprime a tus trabajos la mano del hombre; debes aprender el manejo del hacha y de la sierra, a cuadrar una viga, a subir un tejado, a poner un techo, a afianzar las maestras y las soleras, y luego llama a tu hermana para que vaya a ayudarte en tu tarea, igual que ella te decía que trabajases tú en su punto de encaje.
Esto que digo es excesivo para mis agradables contemporáneos, bien lo veo, pero a veces me dejo llevar por la fuerza de las deducciones. Si un hombre, sea quien sea, tiene vergüenza de trabajar en público armado de una azuela y un mandil de cuero, sólo veo en él a un esclavo de la opinión dispuesto a avergonzarse de sus buenas obras, de tal forma que ridiculicen al hombre de bien. Debemos ceder, no obstante, a la preocupación de los padres todo lo que no puede perjudicar a las profesiones útiles para honrarlas todas; basta con no tener a ninguna por inferior a nosotros. Cuando nos dan a elegir y nada nos determina por otra parte, ¿por qué no hemos de atender a la decencia, a la inclinación, al agrado entre profesiones de la misma jerarquía? Los trabajos de los metales son muy útiles, tal vez los que más; no obstante, sin que a ello me mueva ninguna razón especial, no haré a vuestro hijo herrador, cerrajero, ni herrero; no me gustaría verle en la fragua con la figura de un cíclope. Tampoco le haré albañil, y mucho menos zapatero. Es necesario que se ejerzan todos los oficios, pero el que puede elegir ha de tener presente la limpieza, porque en este punto no hay opinión, pues los sentidos deciden. Por último, tampoco quisiera aquellas estúpidas profesiones cuyos operarios sin industria y casi autómatas siempre ejercitan sus manos en un mismo trabajo; tejedores, fabricantes de medias, aserradores; ¿para qué hace falta emplear en oficios similares a hombres que discurren, si son máquinas que mueven a otras?
Bien considerado todo, el oficio que más quisiera yo que le gustase a mi alumno sería el de ebanista, el cual es limpio, útil y se puede ejercitar dentro de casa, mantiene en suficiente movimiento al cuerpo, exige en el obrero destreza e industria, y no están excluidos, en la forma de las obras que determina la utilidad, el gusto y la elegancia.
Si el ingenio de vuestro alumno tuviese una predilección particular por las ciencias especulativas, entonces yo no me opondría a que le dieseis un oficio conforme a sus inclinaciones; por ejemplo, que aprendiese a fabricar instrumentos de matemáticas, lentes, telescopios, etc.
Cuando Emilio aprenda su oficio, yo también quiero aprenderlo con él, porque creo que nunca aprenderá bien lo que no aprendamos juntos. Así nos pondremos los dos en aprendizaje y no pretenderemos que nos traten como caballeros, sino como auténticos aprendices que no lo son por broma, ¿y por qué no lo hemos de ser de verdad? El zar Pedro era carpintero en el astillero y tambor en sus propias tropas. ¿Pensáis que este príncipe no era como vosotros por su mérito y por su origen? Ya comprenderéis que esto no se lo digo a Emilio, sino al lector, cualquiera que sea.
Por desgracia no nos es posible pasar todo nuestro tiempo en el banco del ebanista. No sólo somos aprendices de arte, somos también aprendices de hombre, y es más penoso y largo el aprendizaje de este oficio que el otro. ¿Pues qué haremos? ¿Tomaremos un maestro de cepillar una hora al día, como se toma un maestro de baile? No, porque no seríamos aprendices, sino discípulos, y no es tanta nuestra ambición al aprender el oficio como para elevarnos al estado de ebanista. Así que opino que debemos ir por lo menos una o dos veces cada semana a pasar el día en casa del maestro, que nos levantemos a su hora, y que nos pongamos al trabajo antes que él, que comamos en su mesa, que trabajemos a sus órdenes, y después de haber tenido el honor de cenar con su familia, nos volvemos a dormir a casa en nuestros duros camastros. De este modo se aprenden muchos oficios a la par, y así se ejercita el trabajo manual sin descuidar el otro aprendizaje.
Seamos sencillos cuando hagamos el bien, y no incurramos en la vanidad en nuestro afán de combatirla. Enorgullecerse por haber vencido los prejuicios, es caer en ellos. Dicen que por una antigua tradición de la casa otomana el Gran Señor está obligado a realizar trabajos manuales, y todos saben que las obras que salen de la mano real no pueden dejar de ser obras maestras. Distribuye, pues, con munificencia estas obras maestras a los potentados de la Puerta, y se paga la obra según la calidad del artífice. Lo malo que veo en esto no es la pretendida vejación, por el contrario es un bien, porque, obligando a los grandes a que se partan con él los despojos del pueblo, eso le roba menos directamente el príncipe. Alivio necesario del despotismo es éste, y sin él no podría subsistir ese abyecto gobierno.
El verdadero inconveniente de este uso consiste en la idea que a este pobre hombre le da de su mérito, que, como el rey Midas, ve que se convierte en oro todo lo que toca, y no se da cuenta de cómo le crecen las orejas. Para que se le queden cortas a mi Emilio, preservemos sus manos de tan rico talento y provenga el valor de la obra y no del artífice. No consintamos que juzguen de las suyas, como no sea comparándolas con las de los buenos maestros; considérese su trabajo por el trabajo mismo y no porque es suyo. Decid de lo que esté bien hecho: «Esto está bien hecho», pero no preguntéis: «¿Quién lo hizo?». Si dice en tono engreído: «Lo hice yo», contestadle con voz sosegada: «Tú o bien otro no importa; está bien hecho».
Presérvate, buena madre, principalmente de las mentiras que te preparan. Si tu hijo sabe muchas cosas, desconfía de todo lo que sepa. Está perdido si tiene la desgracia de ser rico y educarse en París. Mientras esté con hábiles artistas, irá apropiándose los talentos de ellos, si se aleja no los mejorará. En París, el rico lo sabe todo, y sólo son ignorantes los pobres. Esta capital está llena de aficionados y sobre todo de aficionadas que componen sus obras con ayuda del vecino. Sé de tres honrosas excepciones en hombres, y puede haber más, pero no sé de ninguna en mujeres, y dudo que las haya. En general se adquiere nombre en las artes como en el foro, y se hace uno artista y juez de los artistas, como doctor en leyes y magistrado.
Si quedara definitivamente establecido que es magnífico saber un oficio, pronto lo sabrían vuestros hijos sin aprenderlo, y se examinarían de maestros como los consejeros de Zurich. Nada de ese ceremonial para Emilio, nada de apariencias, y siempre la realidad. Que no se diga que sabe, y que aprenda en silencio; que haga siempre obras maestras y no se examine nunca de maestro; que no se muestre obrero por el título, sino por el trabajo.
Si hasta aquí me he hecho entender, debe comprenderse cómo con el hábito del ejercicio corporal y del trabajo manual aficiono paulatinamente a mi alumno a la reflexión y meditación, para contrapesar en él la pereza que resultaría de su indiferencia ante los juicios de los hombres y el estado de sus pasiones. Es necesario que trabaje como un rústico y piense como un filósofo, para que no sea tan holgazán como un salvaje. Todo el misterio de la educación consiste en que los ejercicios del cuerpo y del espíritu sirvan de desahogo unos a otros.
No obstante, guardémonos de anticipar las instrucciones que requieren más maduro entendimiento. Emilio no será por mucho tiempo obrero sin sentir por sí propio la desigualdad de condiciones que antes apenas había percibido. Conforme a las máximas que yo le he dado, me querrá recíprocamente examinar. Como todo lo recibe de mí solo, y se halla tan cerca del estado de pobreza, deseará saber por qué estoy yo tan distante de él, y tal vez me hará preguntas sobre cuestiones escabrosas, cogiéndome desprevenido. «Usted es rico; así me lo han dicho y lo veo. También el rico debe su trabajo a la sociedad, ya que es hombre, ¿pero qué hace usted por ella?». ¿Qué respondería a esto un buen preceptor? No lo sé. Tal vez sería tan necio que hablaría al niño de los afanes que por él se toma. Por lo que a mí respecta, el taller me saca de apuros. «Ésa, querido Emilio, es una excelente pregunta, y te prometo, en lo que me atañe, contestar a ella de manera que quedes contento. Mientras tanto, cuidaré de restituir a los pobres y a ti lo que tengo de sobra y en hacer cada semana una mesa o un banco, a fin de no ser completamente inútil para todo».
Ya hemos vuelto a nosotros mismos. Nuestro niño, próximo a dejar de serlo, ha entrado dentro de sí y siente más que nunca la necesidad que le encadena con las cosas. Después de haber empezado ejercitando primeramente su cuerpo y sus sentidos, hemos ejercitado su espíritu y su razón, y por último hemos reunido el uso de sus miembros con el de sus facultades, hemos hecho un ser activo y pensador; para completar al hombre, sólo nos resta hacer un ser amante y sensible, es decir, perfeccionar la razón por el sentimiento. Pero antes de introducirnos en este nuevo orden de cosas, observemos aquel de donde salimos, y veamos, con la mayor exactitud posible, hasta dónde hemos llegado.
Al principio nuestro alumno solamente tenía sensaciones, mientras que ahora tiene ideas: antes sólo sabía sentir, pero ahora juzga, porque de la comparación de muchas sensaciones sucesivas o simultáneas, y del juicio que uno forma de ellas, resulta una especie de sensación mixta o compleja, que denomino idea.
El modo de formar las ideas es lo que caracteriza el entendimiento humano. El que forma sus ideas conforme a las reacciones reales, es un entendimiento sólido; el que ve las relaciones tal cual son, un entendimiento justo; el que se conforma con las aparentes es un entendimiento superficial; el que las aprecia mal, es un entendimiento torcido; el que se fragua imaginarias relaciones que no tienen realidad ni apariencia, es un loco; el que no compara, un imbécil. La mayor o menor aptitud para comparar ideas y hallar relaciones, es lo que constituye en los hombres el mayor o menor entendimiento.
Las ideas simples no son más que sensaciones comparadas. Hay juicios en las sensaciones sencillas, lo mismo que en las sensaciones complejas, que denomino yo ideas simples. En la sensación el juicio es puramente pasivo, afirma que siente lo que se siente. En la percepción o idea, el juicio es activo; aproxima, compara, determina relaciones que no determina el sentido. He aquí la diferencia, pero es grande. La naturaleza jamás nos engaña; siempre somos nosotros los que nos engañamos.
Veo servir a un niño de ocho años un queso helado; se lleva la cuchara a la boca sin saber qué es, y sorprendido por el frío grita: «¡Ah, esto quema!». Experimenta una sensación muy viva; no conoce otra más viva que el calor del fuego y cree que es ésta la que siente. Sin embargo, se engaña; la sensación de frío le ofende, pero no le quema, ni se parecen estas dos sensaciones, puesto que los que han experimentado una y otra no las confunden. Entonces, no es la sensación la que engaña, sino el juicio que se forma de ella.
Ocurre igualmente con quien ve por primera vez un espejo o una máquina de óptica, o el que penetra en una profunda cueva en lo más riguroso del invierno o del verano, o el que introduce la mano muy fría o muy caliente dentro de agua tibia, o el que hace rodar entre dos dedos cruzados una pequeña bola, etc. Si se contenta con decir lo que percibe, lo que siente, siendo su juicio puramente pasivo, es imposible que se engañe, pero cuando juzga de la realidad por la apariencia, es activo, compara, establece por inducción relaciones que no percibe, y entonces se engaña, o se puede engañar, y precisa de la experiencia para corregir o prevenir el error.
Mostrad de noche a vuestro alumno las nubes que pasen entre él y la luna; creerá que la luna corre en sentido contrario y que las nubes están paradas. Lo creerá por una inducción precipitada, porque ve que, corrientemente, se mueven con preferencia los objetos pequeños y no los grandes, y porque las nubes le parecen mayores que la luna, cuya distancia no puede calcular. Cuando en un barco que va navegando observa desde bastante lejos la orilla, cae en el error contrario, y cree que ve correr la tierra, porque como no siente que se mueve, considera el barco, el mar o el río y su horizonte como un todo inmóvil, del cual solamente una parte le parece la orilla que ve correr.
La primera vez que un niño ve un palo metido hasta la mitad en el agua, ve un palo roto; la sensación es cierta, y no dejaría de serlo aun cuando no supiésemos el motivo de esta apariencia. Así, pues, si le interrogáis sobre lo que ve, él dirá: «Un palo roto», y dice su verdad, porque es cierto que tiene la sensación de un palo roto. Pero cuando, engañado por su juicio, va más lejos, y después de haber afirmado que ve un palo roto, afirma que lo que ve es efectivamente un palo roto, entonces dice una cosa falsa. ¿Y por qué? Porque en tal caso se hace altivo, y ya no juzga por inspección, sino por inducción, y afirma lo que no siente; es decir, que el juicio que recibe por un sentido le ha de confirmar otro.
Ya que todos nuestros errores provienen de nuestros juicios, está claro que si jamás tuviéramos necesidad de juzgar, tampoco la tendríamos de aprender; nunca nos hallaríamos en el caso de engañarnos, y seríamos más felices con nuestra ignorancia de lo que podemos serlo con nuestro saber. ¿Quién niega que los sabios conocen infinidad de cosas verdaderas que nunca sabrán los ignorantes? ¿Están por eso más cerca de la verdad? Todo lo contrario; cuanto más avanzan, más se desvían, porque como la vanidad de juzgar hace todavía más progresos que las luces, cada verdad que aprenden se presenta en unión de cien juicios falsos. Es indudable que las sabias corporaciones de Europa no son otra cosa que escuelas públicas de mentira, y seguramente hay más errores acreditados en la Academia de Ciencias que en todo un pueblo de hurones.
Puesto que los hombres cuanto más saben más se equivocan, el único medio de evitar el error es la ignorancia. No juzguéis, pues, y jamás os engañaréis. Es la lección de la naturaleza y también la de la razón.
Dejando aparte las relaciones inmediatas en un número muy pequeño y muy palpable que las cosas tienen con nosotros, de un modo natural tenemos una indiferencia muy profunda respecto de todo lo demás. Un salvaje no volvería la cabeza para ir a ver el juego de la máquina más hermosa y los prodigios de la electricidad. «¿Qué me importa?», es la expresión más frecuente del ignorante y la que más conviene al sabio.
Pero por desgracia ya no aceptamos esta expresión. Todo nos importa desde que dependemos de todo, y con nuestras necesidades, nuestra curiosidad se explaya necesariamente. Por eso yo le doy una muy grande al filósofo y no se la doy al salvaje, puesto que éste de nadie necesita y el otro necesita de todo el mundo, y principalmente de admiradores.
Se me dirá que me aparto de la naturaleza, pero no lo creo. Esta escoge sus instrumentos y no los arregla por la opinión, sino por la necesidad. Entonces, las necesidades cambian según la situación de los hombres. Existe mucha diferencia entre el hombre natural que vive en estado de naturaleza y el hombre natural que vive en estado de sociedad. Emilio no es un salvaje que ha de ser relegado en un desierto, sino un salvaje destinado a vivir en las ciudades. Es conveniente que sepa hallar en ellas lo que necesite, sacar cosas de provecho de sus moradores y vivir, si no como ellos, por lo menos con ellos.
Puesto que en medio de tantas relaciones nuevas de que va a depender tendrá que juzgar, aunque él no quiera, enseñémosle a que juzgue con acierto.
La mejor manera de aprender a juzgar con acierto es la que conduce a simplificar nuestras experiencias y poderlas emitir sin incurrir en errores, de donde se sigue que, después de haber verificado durante mucho tiempo las relaciones de un sentido por las de otro, precisa también aprender a verificar las relaciones de cada sentido por sí mismo y sin recurrir a otro; cada sensación se nos convertirá entonces en una idea, y esta idea será siempre conforme a la verdad. Ésta es la especie de resumen que he procurado formar en esta tercera edad de la vida humana.
Esta manera de proceder exige una paciencia y una circunspección de la que son capaces pocos maestros, y sin la cual jamás el discípulo aprenderá a juzgar. Si, por ejemplo, cuando éste se engaña solo con la apariencia del bastón roto, para demostrarle su error os dais prisa a sacar el palo del agua, tal vez le desengañaréis, pero ¿qué es lo que le enseñáis? Lo mismo que habría aprendido por sí mismo. Pues no es eso lo que hay que hacer. Se trata menos de enseñarle una verdad que de hacerle observar cómo se ha de conducir siempre para descubrirla. Con el fin de instruirle mejor, no se le puede desengañar tan pronto. Tomemos a Emilio y yo como de ejemplo.
Primeramente, a la segunda de las preguntas propuestas, todo niño que haya recibido una educación corriente no dejará de responder afirmativamente. Seguramente dirá que el palo está roto. Yo dudo mucho de que Emilio me dé la misma respuesta. No viendo, pues, la necesidad de tener ciencia ni aparentarla, nunca se da prisa a juzgar, y si lo hace es solamente por la evidencia, y está muy lejos de encontrarla en esta ocasión, sabiendo cuán expuestos a ilusión están nuestros juicios por las apariencias, aunque no sea más que en la perspectiva.
Por otra parte, como ya sabe por experiencia que las preguntas más frívolas hechas por mí siempre llevan un propósito que al principio no percibe, carece de la costumbre de responder de una forma atolondrada; por el contrario, desconfía, pone mucha atención y las examina muy despacio antes de responder. Jamás me da una respuesta si no está satisfecho con ella, y es de muy mal contentar. Por último, ni él ni yo estamos seguros de poseer la verdad de las cosas, sino solamente que no incurrimos en errores. Nos causaría mucha más confusión el contentarnos con una razón que no fuese buena que no hallar ninguna. «No sé» es una expresión que a ninguno de los dos nos cae bien, a pesar de que la repetimos con tanta frecuencia, puesto que ni a uno ni a otro nos cuesta nada. Pero debido a que no caiga en este atolondramiento, o a que con nuestro cómodo «no sé» lo evite, mi réplica es la misma: «Veamos, examinemos. Este bastón que tiene la mitad dentro del agua está fijo en una posición perpendicular. Antes de que lo saquemos del agua, o pongamos en él la mano, cuántas cosas tenemos que hacer para saber si, como parece, está roto».
1.ª: Desde luego damos una vuelta alrededor del palo y observamos que la rotura sigue la misma dirección que nosotros. Después nuestra vista es la que cambia de lugar, y la vista no mueve los cuerpos.
2.ª: Miramos bien a plomo por la punta del palo que está fuera del agua; entonces ya no es curvo, y el cabo inmediato a nuestro ojo nos oculta exactamente la otra extremidad. ¿Es que hemos puesto recto al bastón con la vista?
3.ª: Agitamos la superficie del agua, y observamos que el palo se dobla en muchas piezas, que se mueve haciendo ángulos y sigue las ondulaciones del agua. ¿Basta, pues, el movimiento que damos al agua para romper, ablandar y fundir el palo?
4.ª: Damos salida al agua y vemos que el palo se endereza a medida que el agua va bajando.
¿No es esto más que suficiente para aclarar el hecho y encontrar la refracción? Por lo tanto, no es verdad que la vista nos engañe, ya que no precisamos más que de ella para rectificar los errores que le hemos atribuido.
Supongamos al niño lo bastante torpe para no acertar con el resultado de estas experiencias; entonces es cuando se debe llamar al tacto en socorro de la vista. En vez de sacar el palo del agua, dejadlo quieto, y que el niño pase la mano por él de un cabo a otro; no hallará el ángulo, y por consiguiente el palo no está roto.
Me diréis que aquí no sólo hay juicios, sino raciocinios. Esto es verdad, pero ¿no os dais cuenta de que después de que nuestro espíritu ha llegado hasta las ideas, todo juicio es un raciocinio? La conciencia de toda sensación, es una proposición, un juicio; por lo tanto, así que uno compara una sensación con otra raciocina. El arte de juzgar y el de raciocinar son exactamente lo mismo.
Emilio no sabrá jamás la dióptrica, o quiero que la aprenda alrededor de este palo. Él no habrá disecado insectos, no habrá contado las manchas del sol, no sabrá qué es un microscopio ni un telescopio, y vuestros doctos alumnos se burlarán de su ignorancia. Tendrán razón, ya que antes de que se sirva de estos instrumentos quiero que los invente, y comprenderéis que esto requiere mucho tiempo.
He aquí el espíritu de todo mi método en la parte presente. Si el niño quiere hacer rodar una bolita entre dos dedos cruzados, y cree que siente dos bolas, no le dejaré que mire, hasta que se convenza de que' no hay más que una.
Creo que serán suficientes estas aclaraciones para marcar con claridad los progresos que hasta aquí ha hecho el entendimiento de mi alumno y el camino que ha seguido. Pero tal vez os asusta la cantidad de cosas que he presentado delante de sus ojos; sentía el temor de que su inteligencia quede abrumada con tanta cantidad de conocimientos, pero es todo lo contrario, puesto que más le enseño que los ignore que no que los adquiera. Le pongo delante de sus ojos la senda de la ciencia, llana en verdad, pero larga, inmensa, y se anda con pasos lentos; procuro que dé los primeros pasos para que reconozca la entrada, pero no le permito que se adentre demasiado.
Obligado a aprender por sí mismo, hace uso de su razón, y no de la ajena, pues para que no le influya la opinión de los demás, evito que la recoja, y la mayor parte de nuestros errores provienen mucho menos de nosotros mismos que de los otros. De este continuo ejercicio debe resultar un vigor de espíritu semejante al que con el trabajo y la fatiga adquiere el cuerpo. Se saca otra ventaja de esto, y es que sólo adelanta en proporción a sus fuerzas. Ni el espíritu ni el cuerpo llevan más carga de la que pueden soportar. Cuando el entendimiento se apropia de las cosas antes de depositarlas en la memoria, lo que luego saca de ellas es suyo, pero si se ha recargado la memoria sin consultarle, se expone uno a no sacar de ésta nada que sea propio del entendimiento.
Emilio no tiene muchos conocimientos, pero los que posee son verdaderamente suyos y no sabe nada a medias. En el pequeño número de cosas que sabe bien, la más importante es que hay muchas que ignora y que algún día puede saber muchas más que saben otros y que no sabrá él en su vida, y una infinidad de ellas que ningún hombre sabrá jamás. Tiene un espíritu universal, no por las luces, sino por la facultad de adquirirlas. Un espíritu despejado, inteligente, apto para todo, si no es, como dice Montaigne, instruido, es indestructible. Me basta con que sepa hallar el «para qué sirven en todo cuanto haga, y el «por qué» en todo cuanto crea, porque, repito, mi objetivo no es darle ciencia, sino enseñarle a que la adquiera cuando la necesite; hacer que la aprecie exactamente en lo que vale, y que ame la verdad sobre todas las cosas. Siguiendo este método se adelanta poco, pero jamás se da un paso inútil y nunca se ve en la necesidad de retroceder.
Emilio sólo tiene conocimientos naturales y puramente físicos. Ni siquiera sabe el nombre de la historia, ni lo que es la metafísica y la moral. Es conocedor de las relaciones esenciales del hombre con las cosas, pero no las relaciones morales del hombre con el hombre. Apenas es capaz de generalizar algunas ideas y de hacer pocas abstracciones. Ve cualidades comunes de ciertos cuerpos sin razonar acerca de ellas por sí mismas. Conoce la extensión abstracta con el auxilio de las figuras del álgebra; estas figuras y estos signos son el apoyo de las abstracciones en que descansan sus sentidos. No intenta conocer las cosas por su naturaleza, sino por las relaciones que le interesan, ni aprecia lo que es ajeno a él de otro modo que con relación a sí mismo, pero su valoración es exacta y segura, ya que en ella no tienen cabida la convención y el capricho. De lo que hace más aprecio es de aquello que le es más útil, y como siempre tiene este modo de apreciar las cosas, nunca depende de la opinión ajena.
Emilio es laborioso, templado, sufrido, entero y animoso. Al no estar nunca exaltada su imaginación, tampoco le acosan los peligros, por lo que son pocos sus males, y sabe padecer con calma, puesto que no ha aprendido a revolverse contra el destino. Referente a la muerte, aún no está muy seguro de lo que es, pero acostumbrado a resignarse sin resistir a la ley de la necesidad, cuando sea necesario morir, lo hará sin patalear ni sollozar, que es lo que permite la naturaleza en ese instante abominado por todos. El vivir libre y suavemente encadenado con las cosas humanas, es el mejor modo de aprender a morir.
En una palabra, Emilio posee la virtud en todo lo que tiene relación con él mismo. Para poseer también las virtudes sociales, sólo le falta conocer las relaciones que las exigen, y únicamente le faltan las luces que su espíritu está preparado para recibir.
Se considera sin relación con los demás y acepta que los demás no piensen en él. No exige nada de nadie y está convencido que a nadie debe nada. Está solo en la sociedad humana, únicamente cuenta consigo, y tiene derecho a pensar de este' modo debido a que esto es todo lo que puede ser uno a su edad. Carece de errores o sólo comete aquellos que para nosotros son inevitables; no tiene vicios, o sólo posee aquellos que ningún mortal puede evitar. Tiene el cuerpo sano, los miembros ágiles, el ánimo justo y despreocupado, y el corazón libre y exento de pasiones. El amor propio, que es la más natural y la primera de todas, apenas si se ha despertado en él todavía. Sin perturbar el sosiego de nadie, ha vivido satisfecho, libre y feliz hasta allá donde se lo ha permitido la naturaleza. ¿Creéis que un niño, que ha llegado así a sus quince años, ha perdido los pasados?
MÁXIMA PRIMERA
NO es propiedad del corazón humano ocupar la plaza de los que son más felices que nosotros, pero sí en el de los que merecen ser compadecidos.
Si se hallan excepciones a esta máxima, son más aparentes que reales. Entonces, que nadie usurpe el lugar del rico o del potentado con quien se une, y aun cuando sea sincera esta intimidad, no hace otra cosa que apropiarse de una parte de su bienestar. Algunas veces es amado aquél en su desgracia, pero mientras sigue en la prosperidad no tiene otro amigo verdadero quien sin dejarse llevar por las apariencias, no obstante su prosperidad, más le compadece que le envidia.
La felicidad de ciertos estados de la vida pastoral nos conmueve, por ejemplo. La envidia no envenena el encanto de contemplar felices estas buenas gentes y nos interesa verdaderamente. ¿Por qué? Porque reconocemos que somos árbitros de bajar a este estado de inocencia y serenidad que únicamente nos despierta ideas agradables, y para poder disfrutarle, con querer basta. Siempre complace ver sus recursos, contemplar su propio caudal, aun cuando no se quiera hacer uso de él.
De aquí se deduce que para inclinar a un joven a que sea humano, en vez de hacer que contemple admirado el brillante destino de los demás, hay que hacérselo ver bajo su aspecto triste, y de este modo hacérselo temer. Luego, por una evidente consecuencia, él mismo se debe abrir un camino para su felicidad, sin seguir las huellas de nadie.
MÁXIMA SEGUNDA
ÚNICAMENTE se compadecen en otro aquellos males de los cuales uno no se considera exento.
Non ignara mali, miseris succurrere disco.
No conozco nada tan hermoso, tan profundo, conmovedor y verdadero como este verso.
¿Por qué no tienen compasión los reyes de sus vasallos? Porque saben que nunca han de ser súbditos. ¿Por qué son tan duros los ricos con los pobres? Porque no tienen miedo de llegar a serlo. ¿Por qué desprecia tanto la nobleza a la plebe? Porque nunca un noble será plebeyo. ¿Por qué generalmente los turcos son más humanos, más hospitalarios que nosotros? Porque como en su gobierno totalmente arbitrario la fortuna y el poder de los particulares son siempre precarios e inseguros, no contemplan el abatimiento y la miseria como un estado que les sea extraño. Mañana puede ser uno lo que hoy es aquél a quien favorece. Esta reflexión, que continuamente se repite en las novelas orientales, les comunica no sé qué ternura que no halla el lector en todos los arreglos de nuestra seca moral.
Pues no acostumbréis a vuestro alumno a que desde el pináculo de su gloria contemple las penas de los afligidos, los afanes de los miserables, ni esperéis enseñarle a que se compadezca si los mira como ajenos. Debéis hacerle comprender que la suerte de estos desventurados puede ser la suya, que todos sus males se pueden repetir en él, que existen mil casos inevitables y no previstos que le pueden sumir en el mismo estado de un momento a otro. Debéis enseñarle a que no mire como estable su cuna, la salud ni las riquezas; hacedle ver todas las vicisitudes de la fortuna, mostradle ejemplos, siempre demasiado frecuentes, que de puestos más encumbrados que el suyo han caído en el abismo más hondo muchos desgraciados; importa muy poco que haya sido por su culpa o no, puesto que ahora no se trata de eso, ya que él no sabe todavía qué cosa es culpa. No excedáis jamás la esfera de sus conocimientos, ni le iluminéis con otras luces que las proporcionadas a su capacidad; no necesita saber mucho para comprender que no le puede asegurar la prudencia humana si dentro de una hora ha de estar vivo o muerto, si antes de que sea de noche el dolor nefrítico no le hará crujir los dientes, si dentro de un mes ha de ser rico o pobre, si dentro de un año estará remando y sufriendo el látigo en una galera argelina. Y todo esto no se lo digáis con frialdad, como si le enseñaseis la doctrina cristiana; debe ver y sentir las calamidades humanas; es preciso remover y atemorizar su imaginación con los peligros que continuamente rodean a todo mortal; debe contemplar en torno suyo abiertas todas estas insondables simas y buscar vuestro amparo al oíros describirlas con el miedo de despeñarse en sus abismos. De este modo le haremos tímido y medroso, diréis. Luego lo veremos, mas por ahora empecemos haciéndole humano, que es lo que más nos importa.
MÁXIMA TERCERA
LA compasión que tenemos del mal ajeno no se mal por la cantidad de este mal, sino por el sentimiento que atribuimos a los que lo padecen.
Compadecemos a un desdichado tanto como él se cree merecedor creemos que de compasión. Es más limitado de lo que parece el sentimiento físico de nuestros males, pero por lo que somos verdaderamente dignos de lástima es por el recuerdo que su continuidad nos hace sentir y por la imaginación que los extiende hasta el tiempo venidero. Yo pienso que es una de las causas que nos endurecen con los males de los animales más que con los de los hombres, aunque nos debiera identificar con ellos la común sensibilidad. No nos dolemos de un caballo que está en su caballeriza porque no pensamos que mientras se come el pienso recuerde los palos que ha recibido ni piense en las fatigas que le esperan. No nos dolemos tampoco de un carnero que vemos paciendo aunque sepamos que en breve ha de ser de ollado, puesto que pensamos que no prevé su suerte, este modo nos vamos endureciendo por extensión sobre el destino de los hombres, y los ricos se consuelan del mal que hacen a los jóvenes, y los suponen tan necios que consideran que no sienten el dolor. Yo, generalmente, estimo lo que cada uno aprecia la felicidad de sus semejantes por la atención que les presta. Es un hecho natural el dar poco valor a la dicha de las personas que uno no considera. No es de extrañar que los políticos traten con tanto desdén al pueblo, ni que la mayor parte de los filósofos supongan perverso al hombre.
Lo que compone el linaje humano es el pueblo; lo que no es pueblo es tan poco que ni vale la pena tenerlo en cuenta. El hombre es el mismo en todas las condiciones, y si es así, las que más suman son las que mayor respeto merecen. A los ojos de un pensador desaparecen todas las distinciones civiles; las mismas pasiones, los mismos sentimientos ve en un sujeto ilustre que en un rústico; solamente distingue el estilo y un colorido con más o menos adornos; si los separa alguna diferencia esencial es en detrimento de los más disimulados. La plebe se muestra tal como es, y no es amable, pero es forzoso que los hombres decentes se disfracen, pues si se dejasen ver tal como son causarían horror.
Según dicen nuestros sabios hay la misma dosis de pena y de bienestar en todas las condiciones. Una máxima tan absurda como imposible de sostener, porque si todos somos felices en un mismo grado, ¿qué necesidad tengo yo de incomodarme por nadie? Que se quede cada uno como está. Maltraten al esclavo, perezcan el enfermo y el desvalido puesto que nada consiguen con mudar de estado. Hacen una enumeración de las penas del rico y manifiestan la vaciedad de sus placeres. ¡Qué sofisma tan torpe! Las penas del rico no provienen de su estado, sino de sí mismo, que abusa de su condición. Aunque fuera todavía más desventurado que el pobre, no sería digno de compasión, puesto que todos sus males provienen de su actuación y el ser feliz está en su mano, pero las penalidades del miserable le vienen de las cosas, del rigor con que la suerte le trata. No existe ninguna costumbre capaz de quitarle el sentimiento físico de la fatiga, del desfallecimiento y del hambre; ni el entendimiento recto ni la sabiduría son suficientes para eximirle de los males de su estado. ¿Qué adelanta Epícteto con prever que su amo le va a romper una pierna? ¿Deja de rompérsela por eso?
Con su mal se une el de la previsión. Aunque la plebe tan inteligente como estúpida la suponemos, ¿qué otra cosa pudiera ser distinta de lo que es? ¿Qué otra cosa pudiera hacer que lo que hace? Realizad un estudio sobre las personas de esta clase y os daréis cuenta de que con otras formas poseen tanta perspicacia y más razón que vosotros. Debéis respetar a vuestra especie; considerad que de un modo esencial consta de la colección de pueblos, y que aun cuando se quitaran de ellos todos los reyes y todos los filósofos, poco se notaría su falta y no iría peor el mundo. En una palabra, enseñad a vuestro alumno a amar a todos los hombres, hasta a los que lo desdeñen; procurad que no se limite a ninguna clase, sino que se encuentre en todas; hablad en su presencia con ternura del género humano y a veces con lástima, pero nunca con desprecio. Hombre, no deshonres al hombre.
Por éstas y otras semejantes veredas, bien opuestas a las trilladas, es conveniente introducirse en el corazón del adolescente para excitar en él los primeros movimientos de la naturaleza, para desenvolvérselo y dilatársele respecto a sus semejantes. También importa mucho que con estos movimientos vaya mezclado cuanto menos interés personal sea posible, especialmente ni vanidad, ni emulación, ni vanagloria ninguna de aquellos afectos que nos obligan a compararnos con los demás, puesto que nunca se verifican estas comparaciones sin cierta impresión contra aquellos que, aunque no sea más que en nuestra estimación propia, nos disputan la preferencia. Entonces es obligado cegarse o enojarse, ser tonto o perverso, y por lo tanto debemos evitar esta alternativa. Dicen que tarde o temprano se han de encender estas peligrosas pasiones, aunque sea a pesar nuestro. Esto no lo niego, ya que cada cosa tiene su tiempo y lugar; solamente digo que no debemos contribuir a su nacimiento.
Éste es el espíritu del método que conviene prescribir. Aquí son inútiles los ejemplos detallados, porque empieza ya la división casi infinita de caracteres, y cada ejemplo que yo diese tal vez no convendría uno entre cien mil. A esta edad empieza también en el maestro hábil la verdadera función de observador y de filósofo, que sabe el arte de sondear los corazones mientras se afana en formarlos. Mientras todavía no piense en disfrazarse, puesto que aún no lo ha aprendido el joven, a cada objeto que le presentan se advierte en su ademán, en sus ojos, en sus acciones, la impresión que le produce; en su semblante se leen todos los movimientos de su alma, y observándolos se consigue preverlos y finalmente dirigirlos.
Puede verse que generalmente la sangre, las heridas, los gritos, los gemidos, el aparato de las operaciones dolorosas, y todo cuanto transmite a los sentidos objetos que sufren, sobrecoge más pronto y de modo general a todos los hombres. Como la idea de destrucción es más compleja, no produce la misma impresión; más tarde y con menos vigor surge la idea de la muerte, pero porque nadie ha hecho la experiencia de morir es preciso haber visto cadáveres para sentir las congojas de los agonizantes. Pero cuando ya se ha formado bien en nuestro ánimo esta imagen, no existe espectáculo más horrible a nuestros ojos, sea a causa de la idea que entonces presenta a los sentidos, o porque sabiendo que es inevitable este instante para todos, uno se siente más vivamente alterado con una situación de la cual está seguro que no podrá menos de ser la suya algún día.
Estas impresiones diversas tienen sus modificaciones y sus grados, que dependen del carácter particular de cada individuo y de sus anteriores costumbres, pero son universales y nadie está totalmente exento de ellas. Hay unas que son más tardías y menos generales, más propias de los animales sensibles; éstas son las que se reciben de las penas morales, de los dolores internos, de las aflicciones, de las largas pesadumbres y de la tristeza. Hay hombres que por los gritos y llantos se conmueven, pero nunca les hicieron ni suspiros los sordos e intensos sollozos de un pecho castigado por el sufrimiento, ni nunca un andar vencido, un rostro enfermizo, unos ojos que sólo ven a través de sus lágrimas… Para ellos las penas del alma nada significan, nada siente la suya, no esperéis más que un rigor inflexible, dureza de corazón y crueldad. Podrán ser íntegros y justos, pero nunca clementes, generosos y piadosos. Digo que podrán ser justos, si es posible que lo sea el hombre que carece de misericordia.
Sin embargo, no os apresuréis a juzgar a los jóvenes por esta regla, especialmente a los que educados como deben serlo no tienen ninguna idea de las penas morales que nunca han sufrido, porque repito que sólo pueden compadecer los males que conocen, y esta aparente insensibilidad, que procede de la ignorancia, se convierte en ternura tan pronto como empiezan a sentir que en la vida humana se dan mil sufrimientos que no conocían. En lo que se refiere a mi Emilio, debido que en su niñez haya tenido sencillez y recto discerní miento, estoy seguro de que tendrá sensibilidad y alma cuando sea mayor, porque la verdad de los afectos tiene una conexión íntima con las ideas justas.
¿Pero por qué hemos de recordarlo aquí? Habrá más de un lector que me reprochará que yo olvido mi resolución primera y que he permitido a mi alumno unta constante felicidad. A los desgraciados, agonizantes espectáculos de miseria y dolor, qué felicidad, qué deleites para un corazón que empieza a vivir. Su triste instructor, que le dedicaba tan plácida educación, sólo lo ha hecho nacer para que sufra. Ante esto dirán: «¿Y qué me importa?». Hacerle feliz es lo que yo he prometido, y no que sólo lo pareciese. ¿Es culpa mía si engañados siempre por las apariencias creéis que es realidad?
Consideremos a los jóvenes cuando han terminado su primera educación y entran en el mundo por dos puertas opuestas. El uno se encarama al Olimpo de repente y se introduce en la sociedad irás lucida, le llevan a la corte, a las casas de los ricos y de las bellas damas. Supongo que en todas partes lo obsequian, pero no me fijo en el efecto que estos agasajos imprimen en su corazón, y quiero que los resista. Los deleites vuelan hacia su encuentro, cada día le divierten objetos nuevos y se entrega a todo con un interés que cautiva. Veis que está atento, diligente y curioso; os impresiona su admiración, la situación de su alma, creéis que goza y yo creo que sufre.
¿Qué es lo primero que ve al abrir los ojos? Una serie de pretendidos bienes que no conocía, cuya mayor parte sólo están a su disposición un instante, y parece que se le muestran para que le cause más desconsuelo su privación. Si se pasea en un palacio, su inquieta curiosidad hace que se enoje en su interior debido a que no es como ese palacio la casa de sus padres. Todas sus preguntas inducen a entender que de un modo continuo se compara con el amo de esta casa, y todo lo que le demuestra su inferioridad irrita y aumenta su vanidad. Si ve un joven mejor vestido que él, observo que murmura de la avaricia de sus padres. ¿Lleva él ropa de mayor precio? Tiene el sentimiento de ver que otro le eclipsa por su cuna o por su ingenio, y que sus ropas desmerecen al lado de un vestido de paño común. ¿Es él solo quien brilla en una tertulia? ¿Se pone de puntillas para que le vean mejor? ¿Quién no siente una secreta disposición a censurar el afán de un mozuelo presumido? Pronto se confabula todo; le inquietan las miradas de un hombre grave, no tardan en llegar a sus oídos las burlas de un burlón mordaz, y aunque sólo uno le desdeñase, el menosprecio de éste envenenaría al momento los aplausos de los demás.
Podemos concedérselo todo, no le regateemos el mérito ni las gracias; que sea buen mozo, agudo, amable, obsequiado por las mujeres, pero como le obsequian antes de que él las quiera, más fácil será que enloquezca que no que se enamore; tendrá aventuras, pero no ardor ni pasión para disfrutar de ellas. Siempre adivinados sus deseos, sin tener nunca tiempo para que lleguen los deleites, sólo siente el freno, y el sexo destinado a hacer feliz al suyo le harta y fastidia antes de conocerlo; si sigue tratándolo no es más que por vanidad, y aun cuando sintiese verdadera afición, no sería el único joven, el único brillante, el único amable, ni serán siempre sus amadas prodigios de fidelidad.
No digo nada de los chismes alevosos, las insolencias y todo género de pesares imprescindibles en una vida semejante. La experiencia del mundo le fastidia y sólo habla de los quebrantos relacionados con la primera ilusión.
Qué contraste para el que, aislado al lado de su familia y entre sus amigos, ve que él es el único objeto de todas sus atenciones, se mete de repente en un orden de cosas en el que se le tiene en tan poco y se encuentra como oprimido en una esfera extraña, él que por tanto tiempo fue el centro de la suya. ¡Cuántas afrentas, cuántos desaires ha de sufrir antes de que supere entre los extraños las preocupaciones de su mucha valía, que le inspiraron y le alimentaron los suyos! Cuando era niño, todo se le sometía, todo le llegaba conforme a su voluntad; joven, tiene que ceder a todo el mundo, y si se descuida un poco y conserva sus antiguos modales, ¡con qué duras lecciones se va a encontrar! El hábito de alcanzar con facilidad el objeto de sus deseos le incita a desear mucho, lo que es causa de privaciones continuas. Todo lo que es de su agrado le absorbe, lo que tienen los otros quisiera tenerlo él, lo codicia todo, a todo el mundo envidia y en todas partes quisiera dominar porque le roe la vanidad; en su corazón se engendran el rencor y los celos; de común acuerdo toman vuelo todas las voraces pasiones, la agitación le acompaña y le sigue todas las noches a su morada, en la que entra descontento de sí mismo y de los demás. Se duerme con cien vanos proyectos, desasosegado con mil fantasías, y hasta en sus sueños le retrata su soberbia los ilusorios bienes, cuyo deseo le acongoja y que no ha de poseer en su vida. Éste es vuestro alumno. Veamos el mío.
Si un asunto triste es el primer espectáculo que le impresiona, en cuanto vuelva en sí lo primero que siente le produce contento. Al darse cuenta del número de males de que está exento siente que es más feliz de lo que creía. Participa de las penas de sus semejantes, pero esta participación es voluntaria y suave. A un mismo tiempo disfruta de la compasión que siente por sus males y de la dicha que disfrutan; se encuentra en aquel estado de fuerza que nos lleva más allá de nosotros y hace que coloquemos en otra parte la superflua actividad para nuestro bienestar. Sin duda, para dolerse del mal ajeno, es preciso conocerlo, pero no sentirlo. Quien ha padecido o teme padecer se duele de los que padecen, pero el que está padeciendo sólo se duele de sí mismo. Pero cuando están todos sujetos a las miserias de la vida, se deduce que debe ser muy suave la conmiseración, porque se manifiesta en favor nuestro, y, por el contrario, siempre es desventurado un hombre duro, pues su corazón no le deja ninguna sensibilidad sobrante que pueda conceder a los duelos ajenos.
Juzgamos demasiado sobre la felicidad por sus apariencias; la suponemos donde menos la hay, la buscamos donde no puede estar, pues la alegría es una señal muy equívoca de la dicha. Muchas veces un hombre alegre es un desgraciado que procura confundir a los demás y engañarse a sí mismo. Estas personas tan risueñas, tan despejadas, tan serenas entre una concurrencia, casi todas son tristes y regañonas en su casa, y sus criados pagan la diversión con que han distraído a sus amistades. El verdadero contento no es alegre ni bullicioso; celoso de tan suave afecto, quien lo disfruta piensa en él, lo saborea y teme que se le evapore. Un hombre verdaderamente feliz habla poco, ríe menos y concentra, por decirlo así, la felicidad en torno de su corazón. Los juegos estrepitosos, la turbulenta alegría encubren el tedio y los desabrimientos, pero la melancolía es amante de las suaves delicias; a los gustos más dulces los acompañan la ternura y las lágrimas, y hasta el gozo excesivo antes saca llantos que risa.
Si a primera vista parece que contribuyen a la felicidad la variación y el gran número de pasatiempos, y que una vida siempre igual debe aburrir; si lo miramos con mayor atención hallamos que, por el contrario, el hábito más suave del ánimo consiste en una moderación de goces que deja poco sitio al deseo y al hastío. La inquietud de los deseos engendra la curiosidad y la inconstancia, y el vacío de los deleites turbulentos produce el aburrimiento. Nunca se aburre de su estado quien no conoce otro mejor. Los salvajes son los menos curiosos y los que menos se aburren de cuantos hombres hay en el mundo; para ellos todo es indiferente y no gozan de las cosas, sino de sí mismos; pasan la vida sin hacer nada y nunca se aburren.
El hombre de mundo está entero en su fingimiento. Como casi nunca está solo consigo mismo, es un extraño para sí, y no se halla a gusto cuando se ve forzado a entrar en su interior. Para este hombre lo que él es no es nada, y lo extraño a él lo es todo.
No puedo menos de imaginar, viendo el rostro del joven de quien antes he hablado, un no sé qué de importuno, de melindroso y afectado que desagrada, que repugna a las personas llanas, y en el mío una interesante y cándida fisonomía, que demuestra contento y verdadera serenidad del ánimo, que inspira confianza y parece que sólo espera los desahogos de la amistad para brindar los que se le acercan. Hay muchos que creen que el rostro es el desarrollo de los contornos que ya ha bosquejado la naturaleza. Yo mejor creo que además de ese desarrollo se va formando de una manera insensible y adquieren fisonomía los rasgos del semblante humano con la frecuente y habitual impresión de ciertas afecciones del ánimo. Estas afecciones quedan señaladas en el rostro, lo que es completamente cierto; cuando se convierten en hábitos, dejan en él impresiones duraderas. De esta manera yo concibo que la fisonomía es el anuncio del carácter, y que alguna vez podemos juzgar de éste por aquélla, sin metamos en misteriosas explicaciones que suponen conocimientos de que carecemos.
Un niño tiene solamente dos afecciones bien marcadas: el placer y el dolor, se ríe o llora y no hay términos medios para él, pues continuamente pasa de uno de estos estados a otro. Esta alternativa continua priva de que hagan en su rostro ninguna impresión constante y de que adquiera expresión, pero en la edad en que es más sensible se conmueve con mayor viveza y constancia y las impresiones, ya más profundas, dejan huellas que se borran con gran dificultad, y resulta del estado habitual del ánimo unos rasgos que ya son indelebles.
No es raro, sin embargo, ver a ciertos hombres que en diferentes edades cambian de fisonomía. Yo he visto a muchos que están incluidos en este caso, y siempre he notado que los que había podido seguir y observar, también habían mudado de pasiones habituales. Esta observación, perfectamente confirmada, me parece decisiva y no está fuera de los movimientos del alma por los signos externos.
Yo no sé si mi joven, por no haber aprendido a imitar modales de sociedad y a fingir afectos que no tiene, será menos amable; aquí no tratamos de esto, pero sé que será más amante, y me resulta difícil creer que el que sólo se ama a sí mismo puede disfrazarse tan bien que agrade tanto como el que de su cariño a los demás saca un nuevo sentimiento de felicidad. En cuanto a este mismo sentimiento, presumo que basta con lo manifestado para guiar en este punto a un lector de sana razón y demostrar que no incurro en ninguna contradicción.
Vuelvo, pues, a mi sistema, y digo: al acercarse la edad crítica debéis presentar a los jóvenes espectáculos que les sirvan de freno y que no les exciten; inquietad su imaginación con objetos que en vez de inflamar sus sentidos repriman su actividad. Apartadlos de las ciudades, donde el atrevido traje de las mujeres acelera y adelanta las lecciones de la naturaleza, y de los sitios donde todo presenta a sus ojos deleites que no deben conocer hasta que sepan escogerlos. Llevadlos a su primera mansión, donde la sencillez no deja que las pasiones propias de su edad se desenvuelvan con tanta rapidez, o si los retiene en la ciudad su gusto por las artes, debéis evitar que esa afición degenere en una peligrosa ociosidad. Escoged con gran esmero sus sociedades, sus ocupaciones y sus pasatiempos; mostradles sólo pinturas halagüeñas pero modestas, que los conmuevan sin seducirlos, y que aporten su sensibilidad sin alterar sus sentidos. Debéis considerar también que en todo hay excesos que temer, que siempre las pasiones sin moderación causan mayores daños que los que se desea evitar. No se trata de hacer de vuestro alumno un enfermero, de afligir su vista con continuos objetos de penas y quebrantos, de llevarlo de un enfermo a otro, de hospital en hospital, del patíbulo a la cárcel. Lo que conviene es que tienda a apiadarse y no endurecerle con las escenas de las miserias humanas. Si se presentan durante mucho tiempo los mismos espectáculos, dejará de sentir la impresión que producen, puesto que el hábito nos acostumbra a todos; lo que se ve con mucha frecuencia no impresiona a la imaginación, y ésta sola es la que hace que sintamos los males ajenos, que es por lo que de tanto ver morir y padecer, los médicos se vuelven inhumanos, y lo mismo se puede decir de los clérigos. Vuestro alumno debe conocer la suerte del hombre y las miserias de sus semejantes, pero no las debe presenciar a cada paso. Solamente un objeto bien escogido y manifestado bajo el punto de vista que conviene le proporcionará materia para enternecerse y reflexionar por espacio de un mes. No tanto lo que ve, como el recapacitar sobre lo que ha visto, es lo que determina el juicio que se forma, y la impresión duradera que recibe de un objeto procede menos del mismo objeto que del punto de vista desde el cual se le incita a que se acuerde de él. De esta forma, valiéndose de una economía de ejemplos, imágenes y lecciones, embotaréis por mucho tiempo el aguijón de los sentidos, y de este modo entretendréis la acción de la naturaleza al seguir sus mismas directrices.
A medida que vaya adquiriendo conocimientos, escogeréis ideas que se refieran a ellos, y al mismo tiempo que sus deseos se inflaman debéis buscar imágenes apropiadas para su reprensión. Un anciano militar, tan estimado por sus costumbres como por su valor, me contó que siendo él joven, su padre, hombre de juicio y devoto, al observar que su temperamento le arrastraba hacia las mujeres, nada dejó de hacer para contenerlo, pero dándose cuenta por último de que a pesar de sus afanes no conseguía nada, determino llevarle a un hospital en el que sólo se trataban agudas enfermedades venéreas, y sin haberle prevenido le hizo entrar en una sala donde con curas terribles expiaba una cantidad de desgraciados la disoluta vida que habían llevado. Al contemplar una escena que de tan asquerosa repugnaba a todos los sentidos, el joven casi se desmayó. «Anda, miserable crápula, le dijo entonces con acento despreciativo su pare, sigue con la indecente inclinación que te domina; tendrás mucha suerte si te admiten en esta sala y víctima de los males más asquerosos obligaras a tu padre a agradecerle a Dios tu muerte».
Estas breves palabras en medio del depresivo espectáculo que le presentaba le impresionaron tanto que ya nunca se lo borró. Condenado por su carrera a pasar su juventud en los cuarteles, prefirió aguantar la burla de sus camaradas antes que imitar su libertinaje. «He sido hombre, me dijo, he tenido flaquezas, pero ya no he podido mirar sin horror a una mujer pública». Maestro, pocos razonamientos; aprende a escoger los sitios, los tiempos y las personas, y después dad vuestras lecciones presentando ejemplos y podéis estar seguros de su eficacia.
El tiempo de la infancia es corto, pero los errores iniciales ya no tienen remedio, y en cambio lo bueno que se le enseña da sus resultados más tarde. Mas no ocurre lo mismo en la primera edad, cuando verdaderamente el hombre empieza a vivir. No dura esa edad lo suficiente para el uso que de ella debe hacerse, y su importancia exige una continuada solicitud; por eso insisto tanto en el arte de prolongarla. Uno de los mejores preceptos de la buena educación consiste en retardarla todo lo que sea posible. Debéis hacer que los adelantos sean lentos y seguros. Evitad que el joven se haga hombre cuando le falta ya poco para serlo. Mientras el cuerpo crece, se forman y se elaboran los espíritus destinados a dar fuerza a las fibras y a la sangre; si hacéis que tomen un curso distinto y que lo que estaba destinado a la perfección de un individuo sirva para la formación de otro, los dos permanecen en un estado de flaqueza, y la obra de la naturaleza sigue imperfecta. También se resienten de esta alteración las operaciones intelectuales, y tan endeble el alma como el cuerpo, sus actividades carecen de vigor. Ni el valor ni el ingenio dependen de miembros fuertes y robustos, y comprendo que la fuerza del espíritu no vaya acompañada con la del cuerpo si por otra parte no están bien dispuestos los desconocidos órganos de la comunicación de ambas sustancias, pero aunque fuera buena su mutua disposición, siempre obrarán sin energía si carecen de otro principio que no sea el de una sangre empobrecida y privada de aquella materia que da acción y fuerza a todos los muelles de la máquina. Generalmente se observa más vigor de alma en los hombres cuya juventud no sufrió la menor corrupción que en aquéllos cuyo desorden empezó prematuramente, sin duda una de las causas por las cuales superan en valor y razón los pueblos de costumbres sanas a los de costumbres licenciosas. Estos únicamente brillan con lo que ellos llaman agudeza, sagacidad y habilidad, pero las vastas y nobles funciones de sabiduría y razón que honran y distinguen al hombre con acciones dignas, con virtudes y afanes verdaderamente útiles no se encuentran más que en los primeros.
Los maestros se quejan de que el ardor de esta edad hace indisciplinada a la juventud, y veo que es verdad. ¿Pero ¡lo es de ellos la culpa? ¿No saben que en cuanto han dejado que corra llama por los sentidos es imposible la otra dirección? ¿Los fríos y pesados sermones de un pedante borrarán en el espíritu de su alumno la imagen de los deleites que ha concebido? ¿Desterrarán los deseos que atormentan su corazón? ¿Amortiguarán el ardor de un temperamento cuyo uso sabe? ¿No se irritará contra los estorbos que se oponen a la única felicidad de que tiene idea? ¿Y qué otra cosa verá en la dura ley que le prescriben sin poder hacer que la entienda, si no el capricho y la enemistad de tu hombre que quiere atormentarle? ¿Es extraño que a su vez él se irrite y le desprecie?
Comprendo que apareciendo fácil puede ser más soportable y conservar una autoridad aparente, pero no veo para qué sirve la autoridad que el ayo conserva sobre su alumno fomentando los vicios que debería reprimir; es como si por calmar un fogoso caballo el jinete le espolease para que saltase a un abismo.
Lejos de ser el ardor de la adolescencia un impedimento para la educación, es merced a él que se perfecciona y se perfila, y es lo que proporciona un asidero en el corazón de un joven cuando llega a ser tan fuerte como vosotros. Sus primeras afecciones son las riendas con que dirigís sus movimientos, él era libre, y ahora le veo esclavizado. Cuando no amaba nada, sólo dependía de sí mismo y de sus necesidades, y en cuanto ama depende de su cariño. Así nacen los primeros vínculos que le enlazan con su especie. No penséis que dirigiendo esta sensibilidad naciente abrace al principio a todos los hombres ni que signifique algo para él la expresión de linaje humano. No; primero le indicará esa sensibilidad a sus semejantes, y para él sus semejantes no son las personas desconocidas, sino aquéllas con la cuales tiene intimidad, las que la costumbre le ha hecho que quiera o que necesite, las que ve que tienen modos de pensar y de sentir como él, las que están expuestas a las penas que ha padecido y que se complacen con las alegrías que ha disfrutado; en una palabra, aquéllas por las que se siente más inclinado a quererlas. Antes de observar de mil modos su carácter y de hacer reflexiones acerca de sus propios afectos y de los que observe en los demás, podrá generalizar sus nociones individuales bajo la idea abstracta de humanidad y agregará a sus particulares afecciones las que pueden identificarle con su especie.
Al ser capaz de cariño, es sensible para el de los demás y vive pendiente de las señales de ese cariño. ¿Veis qué nuevo imperio vais a conseguir sobre él? ¡Con cuántas cadenas habéis ceñido su corazón, antes que él se diese cuenta! ¿Qué ha de sentir cuando mirando por sí mismo vea lo que habéis hecho por él, cuando se pueda comparar con los demás jóvenes de su edad y compararon con los otros ayos? Digo cuando él lo vea, pero debéis tener en cuenta que no podéis decírselo, puesto que entonces él no lo vería. Si le exigís obediencia como pago de los afanes que por él os habéis tomado, pensará que le habéis tendido un lazo, y se dirá que cuando fingíais servirle sin interés pretendíais cargarle con una deuda y atarle con un contrato sin su consentimiento. Será vano alegar que lo que exigís de él es para su bien, pues exigís, y exigís en virtud de lo que, sin contar con él, habéis hecho en su beneficio. Cuando un desventurado admite el dinero que fingen darle y se encuentra comprometido contra su voluntad, lamentáis la injusticia, ¿y no sois aún más injusto cuando pretendéis que pague vuestro alumno el precio de cuidados que él no había admitido?
Sería aún más rara la ingratitud si fueran menos frecuentes los beneficios con usura. Lo que nos produce un bien lo amamos, y es muy natural. La ingratitud no se alberga en el corazón humano, pero el interés sí, y existen menos favorecidos ingratos que bienhechores interesados. Si me vendéis vuestras dádivas ajustaré el precio que quiero pagar por ellas, pero si fingís que me dais para venderme luego al precio que queráis, cometéis un fraude, pues lo que hace despreciables los dones es que sean gratuitos. El corazón sólo admite leyes de sí mismo; el que quiera encadenarlo lo liberta, y quien lo deja libre lo encadena.
Cuando el pescador echa el cebo al agua, llega el pez y se está quieto sin recelo alguno, más cuando cogido del anzuelo que escondía el cebo siente que tiran, procura escaparse. ¿Es el pescador el bienhechor y el pez el ingrato? ¿Se ha visto a alguien que olvide a su bienhechor aun cuando éste no se acuerde de él? Por el contrario, siempre habla de él con afecto, no piensa en él sin que se enternezca, y si halla ocasión para demostrarle con algún inesperado servicio que se acuerda de los suyos, ¡con qué júbilo exterioriza entonces su gratitud, con qué alborozo se da a conocer y con qué goce se dice que le ha llegado el momento que anhelaba! Ésta es la voz de la naturaleza, que jamás hubo quien pagase con ingratitud un beneficio verdadero.
Puesto que la ingratitud es un afecto natural, si no destruís su eficacia por culpa vuestra, estad seguro de que cuando empiece vuestro alumno a conocer el valor de vuestros afanes, será agradecido si vos no les ponéis precio, y que os concederá una autoridad que nada podrá destruir. Pero antes de que consigáis esta ventaja; debéis evitar el perderla recordándole su valor. Recordarle vuestros servicios es hacérselos insoportables, y olvidaros de ellos bastará para que él los recuerde. Nunca habléis de lo que os debe sino de lo que a sí mismo se debe, hasta que haya llegado el tiempo de tratarle como a un hombre. Dejadle que sea dócil por su propia voluntad y debéis huir de él para que os busque; enalteced su alma hasta el noble afecto de la gratitud, no hablándole nunca de otra cosa más que de su interés. No he querido que le dijesen que era por su bien lo que hacían, hasta que estuviera en estado de entenderlo, porque en esta expresión sólo hubiera visto vuestra dependencia y os habría mirado como un criado suyo. Pero ahora que empieza a sentir qué cosa es querer, también siente lo suave del vínculo que puede estrechar a un hombre con los que quiere, y con el celo que pone para que sin cesar os desviváis por él, ya no ve la adhesión de un esclavo, sino el cariño de un amigo. Ninguna cosa puede tanto con el corazón humano como la voz de la amistad, puesto que sabemos que siempre nos habla por nuestro interés. Podemos creer que se engaña un amigo, pero no que quiere engañarnos. Algunas veces nos resistimos a sus consejos, pero nunca los despreciamos.
Entramos, por último, en el orden moral: acabamos de dar el segundo paso del hombre. Si aquí fuera un lugar oportuno, trataría de demostrar cómo de los primeros movimientos del corazón se originan las primeras voces de la conciencia, y cómo de los afectos de amor y odio nacen las primeras nociones del bien y del mal. Haría comprender que «justicia y bondad» no sólo son palabras abstractas, puros seres morales formados por el entendimiento, sino verdaderas afecciones del alma iluminada por la razón, y que son un progreso coordinado de nuestras primitivas afecciones, que no es posible establecer ninguna ley natural por la razón sola y sin acudir a la conciencia, y que es ilusorio el derecho de la naturaleza si no va fundado en una necesidad natural en el corazón humano. Pero considero que no debo componer aquí tratados de metafísica y moral, ni cursos de estudio de ninguna clase; me basta con señalar el orden y el progreso de nuestras sensaciones y conocimientos con relación a nuestra naturaleza. Acaso otros demostrarán extensamente lo que yo no hago más que esbozar.
No habiendo contemplado hasta ahora otra cosa que a sí mismo, la primera mirada que pone en sus semejantes le incita a compararse con ellos, y el primer efecto que excita en él esta comparación es anhelar el primer puesto. Éste es el punto en que se transforma el amor de sí en amor propio, y comienzan a nacer todas las pasiones que tienen conexión con éste. Pero para decidir si entre estas pasiones, las que hayan de dominar en su carácter han de ser suaves y humanas, o crueles y malignas; sí han de ser de benevolencia y de conmiseración, o de codicia y envidia, es preciso saber en qué lugar se reconocerá entre los hombres y qué género de obstáculos creerán que necesita vencer para conseguir el sitio que pretende ocupar.
Para guiarle en esta investigación, habiéndole ya hecho ver a los hombres por los accidentes comunes de la especie, es necesario manifestárselo ahora por sus diferencias, y aquí se le debe hacer conocer la medida de la desigualdad natural y civil y el cuadro de todo el orden social.
Hay que estudiar la sociedad por los hombres, y los hombres por la sociedad; los que quieran tratar por separado la política y la moral no entenderán palabra ni de una ni de otra. Aplicándonos primero a las relaciones primitivas, observamos la impresión que deben causar en los hombres y las pasiones que de ellas deben originarse, y vemos que por el progreso de las pasiones se multiplican y estrechan recíprocamente estas relaciones. No tanto la fuerza de los brazos como la moderación de los ánimos es la que hace a los hombres independientes y libres. Quien anhela pocas cosas, con pocas personas está relacionado, pero confundiendo siempre nuestros vanos deseos con nuestras necesidades físicas, los que fundamentaron la sociedad humana en estas últimas tomaron por causas lo que eran efectos, y de ahí el error de sus razonamientos.
Existe en el estado de naturaleza una igualdad de hecho indestructible y real, porque no es posible que en este estado sea tan grande la diferencia de hombre a hombre que tenga uno que depender de otro. En el estado civil hay una igualdad de derecho vana y quimérica, pues los mismos medios destinados para mantenerla sirven para destruirla, y porque agregada la fuerza pública al más fuerte para oprimir al débil, rompe la especie de equilibrio en que nos había puesto la naturaleza. De esta primera contradicción se derivan todas aquellas que se advierten en muchedumbre orden civil entre la realidad y la apariencia. La muchedumbre será siempre sacrificada al beneficio de un corto número, y el interés público al particular; servirán siempre de instrumentos para la violencia y de armas para la iniquidad los especiosos nombres de subordinación y justicia, de donde se colige que las clases distinguidas que pretendan ser útiles para los demás, sólo son útiles para sí mismas a costa de los otros, y por esto debemos juzgar del aprecio en que según la justicia y la razón merecen ser tenidas. Nos falta ver si la jerarquía que se han tomado contribuye más a la felicidad de los que la ocupan, para saber el juicio que debe formar cada uno de nosotros en cuanto se refiere a su propia suerte.
Éste es el estudio que nos importa ahora, pero para que saquemos fruto del mismo es preciso empezar por conocer el corazón humano.
Si únicamente se tratase de que los jóvenes conociesen al hombre por su máscara, no habría necesidad de enseñársela, puesto que sobradamente la verían, pero como el hombre no es su máscara y no queremos que se dejen engañar por el relumbrón, cuando les pintéis el hombre debéis pintarlo tal como es, no para que le tomen odio sino para que le tengan lástima y no se le quieran parecer, pues éste es, a mi modo de ver, el más juicioso afecto que a un hombre puede inspirar su especie.
A este fin, importa seguir aquí un camino opuesto al que hasta ahora he seguido, e instruir al joven por la experiencia ajena antes que por la suya. Si los hombres le engañan, los despreciará, pero si le respetan y ve que se engañan mutuamente, les tendrá lástima. Decía Pitágoras que el espectáculo del mundo era parecido al de los juegos olímpicos: los unos abren un comercio y sólo piensan en su ganancia; los otros aventuran su persona y buscan la gloria, y otros se contentan con ver los juegos, los cuales no son los peores.
Yo quisiera que fuera tan escogida la sociedad de un joven que tuviese buena opinión de los que viven con él y que le enseñáramos a conocer tan bien el mundo que le contrariase en el acto todo lo que viese torcido. Que sepa que el hombre es naturalmente bueno, que lo sienta y juzgue de su prójimo por sí mismo pero que vea cómo la sociedad deprava y pervierte a los hombres, que encuentre en los prejuicios de ellos la causa de todos sus vicios que tienda a estimar a cada individuo, pero que desprecie a la muchedumbre; que vea que todos llevan casi la misma máscara, pero que sepa que hay rostros más bellos que la máscara que los cubre.
Hay que convenir en que este método tiene sus inconvenientes y que es difícil ponerlo en práctica, pues si tan pronto empieza a observar y le inducís a que aceche con tanta atención las acciones ajenas, le convertiréis en un maldiciente y satírico, fácil al error, se habituará a la odiosa satisfacción de hallar en todo siniestras interpretaciones y a no mirar bien ni siquiera lo que es bueno. Verá delante de sí el espectáculo del vicio y contemplará sin horror a los perversos de la misma manera que uno se habitúa a ver sin compasión a los desgraciados, y pronto la perversidad general le servirá menos de lección que de disculpa, hasta decirse que si el hombre es de tal manera, él no tiene por qué ser de otro modo.
Si le queréis instruir por principios y hacerle conocer a la vez la naturaleza del corazón humano, la aplicación de las causas externas que convierten en vicios nuestras inclinaciones, trasladándole de una forma intempestiva desde los objetos sensibles a los intelectuales, hacéis uso de una metafísica que no está en estado de entender, cayendo en el inconveniente, que hasta aquí con tanto tesón hemos evitado de darle lecciones que lo parezcan y de sustituir en su espíritu la experiencia y la autoridad del maestro por su propia experiencia y el progreso de su razón.
Para quitar a la vez ambos obstáculos y poner el corazón humano a su alcance sin correr el peligro de alterar el suyo, yo quisiera mostrarle a los hombres desde lejos, en otros tiempos y en otros países, de tal modo que pudiera contemplar la escena sin poder nunca intervenir. Ésta es la época de aprender la historia, leer su curso sin lecciones de filosofía; siendo mero espectador, los observará sin interés ni pasión, como juez, y no como cómplice ni como acusador.
Para conocer a los hombres hay que observarlos en sus acciones. En el mundo los oímos hablar, dicen lo que dicen y esconden sus acciones, pero quedan graba das en la historia y los juzgados por los hechos, hasta sus dichos sirven para valorarlos, pues comparando lo que dicen con lo que hacen nos damos cuenta de lo que son y de lo que quieren parecer; cuanto más disimulan, mejor los conocemos.
Desgraciadamente este estudio tiene sus riesgos, sus inconvenientes, los cuales son de más de una especie. Es difícil colocarse en un punto de vista desde el cual podamos juzgar con equidad a nuestros semejantes. Uno de los vicios principales de la historia consiste en que retrata mucho más a los hombres por sus malas acciones que por las buenas; como solamente tiene interés por las revoluciones y las catástrofes, mientras crece y prospera un pueblo en la bonanza de un gobierno pacífico, nada dice de él, o lo recuerda cuando ese pueblo se mete en los asuntos del país vecino, si no es éste el que se entromete en los suyos; todas nuestras historias comienzan por donde debieran concluir. Tenemos la historia de los pueblos que se destruyen con una gran puntualidad, pero la que nos hace falta es la de los pueblos que se multiplican, tan felices y tan discretos que nada tienen que decirnos de ellos, y, en efecto, aun en nuestro tiempo vemos que los gobiernos que mejor se conducen son aquellos de los que menos se habla. Sólo sabemos el mal, y apenas forma época el bien. Sólo los malos son famosos, y los buenos yacen en el olvido o son ridiculizados. De este modo, la historia, como la filosofía, calumnia sin cesar al linaje humano.
Además, falta mucho para que los hechos que describe la historia sean un fiel reflejo de cómo sucedieron; mudan de forma en la cabeza del historiador y se amoldan a sus intereses y adquieren el color de sus prejuicios. La ignorancia o la parcialidad lo disfraza todo. Aun sin alterar un hecho histórico, con sólo ensanchar c estrechar las circunstancias que se refieren a él, ¡cuántos aspectos diferentes pueden dársele! Poniendo un mismo objeto bajo distintos puntos de vista apenas parecerá el mismo, sin que haya variado mucho la mirada del espectador. ¿Pueden, honrando a la verdad, contarme un hecho verdadero si me lo hacen ver de distinto modo de como sucedió? ¿Cuántas veces un árbol más o menos, un peñasco a la derecha o a la izquierda, un torbellino de polvo levantado por el viento han decidido el resultado de una batalla sin que nadie se haya apercibido? Y el historiador os dice la causa de la derrota o de la victoria tan resueltamente como si se hubiera encontrado en todas partes. Ahora bien, ¿qué me importan los hechos en sí mismos cuando ignoro la razón de ellos? ¿Qué lección me puede dar un suceso cuya verdadera causa ignoro? El historiador me da una, pero es arreglada por él, y la crítica misma que tanto ruido mete, no es otra cosa que el arte de hacer conjeturas, de elegir entre muchas mentiras la que se parece más a la verdad.
¿No habéis leído Cleopatra o Casandra, o cualquier otro libro de la misma especie? El autor elige un suceso conocido, lo acomoda después a sus ideas, lo adorna con circunstancias que inventa, con personajes que jamás existieron, y con retratos imaginarios amontona ficciones para hacer su lectura más amena. Observo que hay poca diferencia entre estas novelas y nuestras historias, aunque el novelista recurre más a su imaginación y el historiador se ciñe más a la ajena, a lo cual añadiré que el primero se propone un objetivo moral, bueno o malo, y el segundo prescinde de él.
Se me dirá que interesa menos la fidelidad de la historia que la verdad de las costumbres y los caracteres, y si está bien pintado el corazón humano, importa muy poco que sea fiel la narración de los sucesos, porque añaden: ¿Qué nos importan hechos que ocurrieron hace dos mil años? Tiene razón si los retratos responden al natural, pero si la mayor parte no tienen otro modelo que la imaginación del historiador, ¿no incurrimos en el inconveniente que queríamos evitar, otorgando a la autoridad de los escritores lo que queríamos quitar a la del maestro? Si mi alumno solamente ha de ver pinturas de fantasía, prefiero que sea el dibujo trazado por mí que por otro, pues por lo menos los interpretará mejor.
Los peores historiadores para un joven son los que juzgan. Hechos, hechos, y que juzgue él mismo, pues así aprenderá a conocer a los hombres. Si continuamente se le guía según el juicio del autor, no hace más que ver sirviéndose de ojos ajenos, y en el momento que le falten, ya no ve nada.
Dejo aparte la historia moderna, no sólo porque no tiene una fisonomía marcada y nuestros hombres son todos parecidos, sino porque nuestros historiadores, preocupados por lucirse, no piensan en otro objetivo que el hacer retratos de vivos colores, aunque no se parezcan al original. Generalmente, los antiguos hacen menos retratos, poseen menos agudeza y sus juicios tienen más sentido, y aún entre ellos es necesario mucho tacto para escoger bien, y no se deben tomar al principio los más juiciosos, sino los más sencillos. No quisiera poner a Polibio ni a Salustio en manos de un joven; Tácito es el libro de los ancianos, puesto que los jóvenes no son capaces de comprenderlo. Debemos aprender a mirar en las acciones humanas los primeros contornos del corazón del hombre antes de querer sondear sus abismos, y saber leer bien en los hechos antes de leer en las máximas. Solamente a la experiencia conviene la filosofía en máximas; la juventud nada debe generalizar, y toda su instrucción se debe ceñir a reglas particulares.
Según mi opinión, Tucídides es el verdadero modelo de los historiadores. Expone los hechos sin juzgarlos, pero no omite ninguna de las circunstancias que nos pueden poner en estado de juzgarlos por nosotros mismos. Todo cuanto relata lo pone a la vista del lector; lejos de interponerse entre el lector y los acontecimientos, se esconde, y cree uno que ve, no que lee. Lástima que siempre habla de guerras, y en casi todas sus narraciones no vemos otra cosa que batallas, que es lo que instruye menos. La misma discreción y el mismo defecto tienen la Retirada de los diez mil y los Comentarios de César. Sin retratos ni máximas, pero fluido, llano, con detalles capaces de interesar y complacer, el buen Herodoto tal vez sería el mejor de los historiadores si no degenerasen con frecuencia estos mismos detalles en simplicidades, más propias para viciar el gusto de la juventud que para encauzarlo; por lo tanto su lectura necesita discernimiento. Nada digo de Tito Livio, pues ya llegará su turno, pero es político, es retórico, es todo lo que no conviene a esta ciudad.
La historia en general es defectuosa porque sólo registra los hechos sensibles y señalados, los cuales pueden fijarse con nombres, lugares y fechas, pero siempre permanecen desconocidos las lentas y progresivas causas de estos hechos, que no pueden asignarse del mismo modo. Muchas veces atribuyen a una batalla perdida o ganada el motivo de una revolución que ya era inevitable antes de la batalla. La guerra no hace más que expresar acontecimientos determinados ya por unas causas morales que los historiadores raramente saben ver.
El espíritu filosófico ha vuelto hacia esta parte las reflexiones de varios escritores de este siglo, pero dudo de que la verdad salga más depurada de su trabajo. Habiéndose apoderado de todos ellos la manía de los sistemas, ninguno procura ver las cosas como son, sino como concuerdan con su sistema.
Se añade a todas estas reflexiones que la historia revela mucho mejor las acciones que los hombres, pues sólo en ciertos instantes privilegiados los coge con sus vestidos de ceremonia, y únicamente expone al hombre público, el cual se ha ataviado para ser visto; no le sigue dentro de su casa, de su gabinete, en medio de su familia, de sus amigos; sólo le pinta cuando está representado, y más nos explica su atuendo que su persona.
Para comenzar el estudio del corazón humano preferiría la lectura de vidas particulares, porque entonces en vano se oculta el hombre, ya que el historiador le persigue por todas partes, no le deja parar ni un momento, ni un rincón en que pueda evitar la mirada penetrante del espectador, y cuando uno cree que está más escondido, mejor lo da a conocer. «Aquéllos, dice Montaigne, que describen vidas, cuando tratan más de los consejos que de los sucesos, más de lo que sucede dentro que de lo que acontece fuera, tanto más me gustan; por eso Plutarco es mi hombre».
Es verdad que el genio de los hombres reunidos o de los pueblos es muy diferente del carácter del hombre en particular, y que sería conocer muy imperfectamente el corazón humano si no le examinásemos también en la multitud. Pero no es menos cierto que antes de juzgar a los hombres es necesario estudiar al hombre, y quien conociese perfectamente las inclinaciones de cada individuo, podría prever todos sus efectos en el cuerpo del pueblo.
Todavía aquí es necesario recurrir a los antiguos por las razones que ya he expuesto, y porque desterradas del estilo moderno todas las circunstancias familiares y bajas, aunque verdaderas y características, con tanto adorno aparecen los hombres en las vidas privadas de nuestros autores como en la escena del mundo. La decencia, no menos severa en los escritos que en las acciones, sólo permite decir en público lo que permite que en público se haga, y como no es posible mostrar a los hombres sino en perpetua representación, no los conocemos mejor en nuestros libros que en nuestros teatros. Se harán y volverán a hace cien veces la vida de los reyes, sin que tengamos Suetonios.
Plutarco destaca en detalles que nosotros no nos atrevemos a imitar. Tiene una gracia inevitable para pintar a los grandes hombres en sus nimiedades, y es tan certero en la elección de sus rasgos que muchas veces una palabra, una sonrisa, un gesto, son suficientes para caracterizar a su héroe. Con un chiste Aníbal devuelve el coraje a su ejército asustado, y le hace afrontar riendo la batalla que libró en Italia; Agesilao, montado en una caña, me hace querer al vencedor del gran rey; César, atravesando una mísera aldea y discutiendo con sus amigos, sin pensarlo deja ver al astuto que decía que sólo quería igualarse con Pompeyo; Alejandro se bebe una medicina sin decir una palabra, siendo el más hermoso instante de su vida: Arístides escribe su propio nombre en una concha y así justifica su mote; Filipemeno se desprende de su capa y corta leña en la cocina de su huésped. Éste es el verdadero arte de pintar. No se demuestra la fisonomía en los grandes rasgos, ni el carácter en las grandes acciones; es en lo insignificante que se descubre al natural. Las cosas públicas, o son muy comunes o están muy arregladas y la dignidad moderna casi no permite a nuestros historiadores que hablen de otras.
Turena fue sin duda uno de los más grandes hombres del siglo pasado, y un escritor ha sabido hacer interesante su vida relatando pasajes que le dan a conocer y que se le quiera, ¿pero cuántos se ha visto obligado a suprimir, a pesar de que habrían valido para conocerlo mejor y quererle más? Citaré uno solo, que sé de buen origen y que Plutarco se hubiera guardado de omitir, pero que Ramsai no se habría atrevido a escribir, aun cuando lo hubiese conocido.
Un día de verano que apretaba mucho el calor, estaba asomado a la ventana de su antecámara el vizconde de Turena, con faldellín blanco y gorro; llega uno de sus criados, y engañado con el vestido, cree que es un pinche de cocina con quien tenía mucha familiaridad. Se le acerca sigilosamente por detrás y le arrea el más rotundo guantazo en las nalgas. Él se vuelve al instante, el criado ve quién es, y temblando se le pone de rodillas y gime: «Excelentísimo señor, creí que era Jorge». «Pues aunque hubiese sido Jorge —dice Turena tentándose el trasero—, no era motivo para pegar tan fuerte. Pues esto es lo que os atrevéis a decir miserables. No seáis nunca naturales; templad, endureced vuestro corazón de acero en vuestra vil decencia, y a fuerza de dignidad haceos despreciables. Pero tú, buen muchacho que lees este rasgo y te sientes enternecido por la blandura de ánimo que en el primer movimiento acredita, lee también las miserias de este gran varón, pues lo era por su cuna y su nombre. Piensa que ese mismo Turena era quien en todas partes ponía cuidado en ceder el sitio preferente a su sobrino para que viesen que el niño era jefe de una casa soberana. Reúne estos contrastes, ama la naturaleza, desprecia la opinión y conoce al hombre.
Muy pocas personas son capaces de comprender el efecto que en el inexperto espíritu de un joven pueden producirle lecturas dirigidas de esta forma. Cargados de libros desde nuestra niñez, habituados a leer sin pensar, nos produce menos impresión lo que leemos, pues como ya tenemos dentro de nosotros las pasiones y las preocupaciones de que están llenas las historias y las vidas de los hombres, nos parece natural todo lo que hacen, porque estamos fuera de la naturaleza y juzgamos por nosotros a los demás. Pero representémonos a un joven educado según mis máximas. Figurémonos a mi Emilio, al que hemos dedicado dieciocho años de cuidados continuos, sin otra finalidad que la de conservarle recto el juicio y sano el corazón; figurémonos que, al levantar el telón, por vez primera pone la vista en la comedia del mundo, o colocado detrás del escenario mira cómo los actores se ponen y quitan sus trajes y cuenta las cuerdas y poleas, cuyo montaje engaña a los espectadores. Pronto, tras el primer asombro, seguirán sentimientos de vergüenza y desdén por su especie; se indignará al ver cómo se manifiesta el género humano, burlándose de sí mismo, empequeñeciéndose con juegos de niños; se afligirá al observar que destrozan sus hermanos por sueños, y que se convierten en fieras por no haberse sabido contentar con ser hombres.
Ciertamente, con las naturales disposiciones del alumno, si el maestro escoge con un poco de tacto y prudencia sus lecturas y le sugiere un poco las reflexiones que de ellas ha de sacar, este ejercicio será para él un curso de filosofía práctica, mejor y más acertado que las vanas especulaciones con que embrollan en las aulas el entendimiento de la juventud. Cuando después de escuchar los novelescos proyectos de Pirro, le pregunta Cineas qué utilidad real le habrá de proporcionar la conquista del mundo que no pueda disfrutarla sin tanto afán, entonces solamente oímos una frase aguda, pero Emilio verá en ella una muy sabia reflexión, que hubiera hecho igualmente y que no se borrará de su espíritu, porque no topa con ningún prejuicio contrario que pueda alterar su impresión. Cuando después, al leer la vida de ese insensato, encuentre que todos sus ambiciosos propósitos vinieron a parar en morir a manos de una mujer, en vez de quedarse maravillado de este pretendido heroísmo, ¿qué otra cosa ha de ver en todas las proezas de tan ilustre capitán y en todas las intrigas de tan hábil político, que otros tantos pasos en busca de la desdichada teja que con una ignominiosa muerte había de acabar con sus proyectos y su vida?
No han sido matados todos los conquistadores, ni todos los usurpadores han fracasado en sus empresas; muchos parecerán dichosos ante la candidez de los juicios sin condición, pero el que no se detiene en las apariencias y sólo juzga de la felicidad de los hombres por el estado de sus corazones, en sus mismos triunfos verá sus miserias, se dará cuenta de que con la fortuna crecen sus deseos, sin llegar jamás a la meta; los verá semejantes a aquellos viajeros inexpertos que por primera vez atraviesan los Alpes y a cada montaña creen que los dejan atrás, y cuando a fuerza de fatigas han trepado a la cumbre, ven con desaliento que se les oponen montañas todavía más altas que las ya vencidas.
Augusto, después de someter a sus conciudadanos y de aniquilar a sus rivales, rigió durante cuarenta años el más vasto imperio que ha existido, ¿pero todo ese inmenso poder evitaba que golpease con la cabeza las paredes y que con sus gritos aturdiese su palacio pidiendo a Varo sus legiones exterminadas? Aun cuando hubiera vencido a todos sus enemigos, ¿de qué le servían sus inútiles triunfos si a su alrededor nacía todo género de pesares y sus amigos más queridos aspiraban a quitarle la vida, viéndose reducido a llorar la ignominia o la muerte de todos sus deudos? El desventurado quiso gobernar al mundo y fue incapaz de gobernar su casa. ¿Qué resultó de su incapacidad? En la flor de su edad vio morir a su sobrino, a su hijo adoptivo y a su yerno; su nieto tuvo que comerse la borra de su cama para prolongar algunas horas su miserable existencia; su hija y su nieta, después de haberle cubierto de infamia, murieron una de hambre y miseria en una isla desierta, y la otra en la cárcel a manos de un arquero, y finalmente, él mismo, último resto de su desdichada familia, se vio obligado por su propia mujer a dejar por sucesor suyo a un monstruo. Tal fue la suerte de este árbitro del mundo tan célebre por su felicidad y su gloria. ¿Cómo he de creer que uno solo de los que tanto las admiran quisiese comprarlas a este precio?
He puesto como ejemplo la ambición, pero lecciones semejantes presenta el juego de todas las humanas pasiones al que quiere estudiar la historia para conocerse y llegar a ser sabio a costa de los muertos. Se aproxima el tiempo en que la vida de Antonio tendrá una instrucción más inmediata para el joven que la de Augusto. En los extraños objetos que se presentan a su vista durante sus nuevos estudios, Emilio no se reconocerá a sí mismo, pero previamente sabrá apartar la ilusión de las pasiones antes de que nazcan, y al observar que en todos los tiempos han cegado a los hombres vivirá prevenido de que también podrán cegarle a él si se dejan arrastrar por ellas. Ya sé que estas lecciones no le son muy apropiadas, y que tal vez cuando las necesiten serán insuficientes y tardías, pero debéis acordaron de que no son ésas las que he querido sacar de este estudio. Cuando lo empecé me propuse otro fin, y, ciertamente, si este fin no se consigue, la culpa será del maestro.
Debéis tener presente que tan pronto como se ha desarrollado el amor propio, se pone en acción el «yo» relativo, y nunca observa el joven a los otros sin mirarse a sí mismo y compararse con ellos. Por consiguiente, se trata de saber en qué sitio se colocará entre sus semejantes cuando los haya examinado. Por el método que siguen para que lean la historia los jóvenes, veo que los transforman, por decirlo así, en todos los personajes que ven, que hacen esfuerzos para suponerse unas veces Cicerón, otras Trajano, otras Alejandro; que los desalientan cuando se hallan identificados con ellos, que a cada uno le imponen el desconsuelo de no ser más que él propio. Este método posee ciertas ventajas que yo no discuto, más si en estas comparaciones ocurriese una única vez que mi Emilio deseara ser otro que no fuera él, aunque este otro fuera Sócrates, aunque fuera Catón, todo habría fallado, pues quien comienza a tenerse por extraño no tarda en olvidarse de sí mismo.
Los filósofos no son en verdad los que mejor conocen a los hombres, pues únicamente los miran a través de los prejuicios de la filosofía, y no sé de estado alguno en el que haya tantos. Más certero juicio forma de nosotros un salvaje que un filósofo. Este siente sus vicios, se indigna con los nuestros y dice: «Todos somos malos», pero el otro nos ve sin emoción y exclama: «Sois locos». Tiene razón, porque nadie hace el mal por hacerlo. Mi alumno es este salvaje, con la diferencia de que como Emilio ha reflexionado más, ha comparado más ideas y ha visto más de cerca nuestros errores, pone la mayor atención en sí mismo y sólo juzga lo que conoce.
Nuestras pasiones son las que nos irritan contra los demás, y nuestro interés el que obra en nosotros de forma que aborrezcamos a los perversos, y si no nos hiciesen algún daño les tendríamos más lástima que odio, pues ese daño de que somos víctimas nos hace olvidar del daño que se hacen a sí mismos. Con mayor facilidad les perdonaríamos sus vicios si pudiéramos saber cómo les castiga su propio corazón. Sentimos la ofensa y no nos damos cuenta del castigo; las ventajas son aparentes y la pena es interior. El que cree disfrutar con sus vicios no vive menos atormentado que si tratase de vencerlos; el objetivo es otro, pero la inquietud es la misma; inútilmente alardean de su fortuna y esconden su corazón, sin pensar que su conducta nos lo descubre a pesar suyo, pero para darnos cuenta importa que el nuestro no se parezca al de ellos.
Nos atraen en los otros las pasiones que coinciden con las nuestras, y nos asquean las que topan con nuestros sentimientos; por una inconsecuencia que se deriva de ellas odiamos en los otros lo que quisiéramos imitar. No se pueden evitar la aversión y la ilusión cuando se ve uno forzado a sufrir de otro el mismo mal que él haría si se hallase en su lugar.
¿Qué se necesitaría, pues, para observar a los hombres? Un gran interés en conocerlos y una gran imparcialidad para juzgarlos; un corazón tan sensible que concibiese todas las pasiones humanas y tan tranquilo que no las experimentase. Si en la vida hay un momento propicio para este estudio, es el que he escogido para nuestro Emilio; antes hubieran sido los hombres distintos, y después los que se le pareciesen. La opinión, cuya influencia no ignora, no se adueñó todavía de él, m las pasiones, cuyo efecto intuye, han agitado aún su pecho. Es hombre y se interesa por sus herma nos; es justo y trata de juzgarlos. Si los juzga bien, no deseará hallarse en el lugar de ninguno de ellos, porque advirtiendo sus desvelos y sus preocupaciones, no le interesa seguir sus huellas. Todo lo que él desea lo tiene a mano. ¿De quién ha de depender si se basta a sí mismo y está libre de preocupaciones? Tiene brazos, moderación, salud, necesidades mínimas y puede satisfacerlas. Criado en absoluta libertad, el mayor mal que concibe es la servidumbre. Compadece a esos miserables reyes esclavos de todo lo que les obedece, a esos fingidos sabios esclavizados con la vana reputación, a esos necios ricos esclavos de su opulencia, y a esos que alardean de su sensualidad, viviendo siempre sometidos a sus excesos. Tendría compasión de un enemigo que le dañara porque en su maldad vería su miseria, y se diría: «Cuando este hombre se ha propuesto hacerme daño, ha hecho que su suerte dependa de la mía».
Otro paso más y llegamos a la meta. El amor propio es un instrumento útil pero peligroso; hiere con frecuencia la mano que de él se sirve y rara vez rinde un provecho sin hacer estragos. Considerando Emilio su lugar entre la especie humana y viéndose felizmente situado sentirá el impulso de honrar su razón en armonía con la vuestra y de atribuir a su mérito lo que ha sido resultado de su dicha. Dirá para su interior: «Soy sabio y los hombres son necios». Se compadecerá de ellos despreciándolos; dándose la enhorabuena se tendrá en más, y sintiéndose más feliz que ellos, se creerá con más mérito para serlo. Éste es el error que más debe temerse, porque es el que se desarraiga con mayor dificultad. Si no pudiera salir de este estado, de poco le servirían todos nuestros desvelos, y si fuera necesario escoger, quizá yo preferiría la ilusión de las preocupaciones a la de la soberbia.
Los grandes hombres no se engañan acerca de su superioridad, que la ven, la sienten y no por eso son menos modestos. Cuanto más tienen, más saben lo mucho que les falta. Menos les enorgullece lo elevados que se hallan en relación con nosotros, que los humilla el sentimiento de su miseria, y en los bienes que ellos monopolizan exclusivamente, poseen razones sobradas para vanagloriarse del preciado don que se les concedió. Puede el hombre de bien ufanarse de su virtud porque es suya, pero ¿por qué debe estarlo un hombre de talento? ¿Qué hizo Racine para no ser Pradón? ¿Qué hizo Boileau para no ser Cotin?
Aquí aun es otra cosa mucho más diferente. Permanezcamos siempre en el orden común. A mi alumno no le he supuesto un ingenio trascendental ni un entendimiento, obtuso; lo he escogido de una inteligencia común para demostrar lo que puede significar la educación en el hombre. Están fuera de la regla los casos excepcionales. De esta forma cuando a consecuencia de mis desvelos Emilio prefiere su modo de ser, ver y sentir al de los demás, tiene razón, pero cuando se cree de más excelente naturaleza y de mejor carácter que el de ellos, Emilio está en un error; es necesario desengañarle, para que no sea demasiado tarde cuando queramos advertirle.
No existe locura que un hombre no pueda curársela si no es demente, si no es la de la vanidad, la cual únicamente se corrige con la experiencia, si alguna cosa de ella puede ser corregida; quizá en sus inicios podamos evitar que tome incremento. No profundicéis en larga argumentación para hacer demostrar al muchacho que es hombre como los demás, y que está expuesto a idénticas flaquezas. Haced que se dé cuenta por la experiencia o no se dará cuenta nunca. Aquí nos hallamos en un caso de excepción a mis propias reglas, que es el de exponer voluntariamente a mi discípulo a todas las dificultades que le prueben que no es más discreto que nosotros. De mil formas se repetiría la aventura del titiritero; dejaría que los aduladores obtuviesen de él el partido que se les antojase; si unos atolondrados le hacían cometer algún disparate, le dejaría que padeciese sus consecuencias; si unos tahúres le instaban a que jugase con ellos, le dejaría que le sacasen su dinero con trampas; permitiría que le adulasen, que le esquilmasen, que le vaciasen el bolsillo, y que cuando le vieran sin un céntimo se burlasen de él; les agradecería delante de él por las lecciones que le habrían dado. De lo único que con cuidado le preservaría sería de los lazos tendidos por las cortesanas, y la única contemplación que con él tendría sería participar de todos los riesgos que le dejara correr y de todos los desaires que consintiera le hiciesen. Todo lo soportaría en silencio, sin quejarme, sin echárselo en cara, sin articular palabra, y estad seguros de que con esta prudencia nunca desmentida, todo cuanto por él me vea sufrir le producirá más impresión que lo qué él mismo sufriese.
No puedo menos de poner aquí en evidencia la pretendida dignidad de los ayos, que por representar el impertinente papel de sabios desairan a sus alumnos, tratándolos con afectación, como si fueran niños, y distinguiéndose siempre de ellos en todo lo que les obligan a hacer. Muy lejos de abatir así su pecho juvenil, no omitáis nada para el fin de levantar su ánimo, hacedlos iguales vuestros, para que de esta forma lo sean, y si aún no pueden subir hasta vosotros, bajaos sin escrúpulos ni vergüenza hasta ellos. Pensad que vuestro honor se cifra más en vuestro alumno que en vos; tomad parte en sus yerros, con el fin de que se enmiende en ellos; haceos responsable de su ignominia con el fin de que se borre; imitad a aquel valiente romano que, viendo huir a su ejército y no pudiendo reunirle, corrió al frente de sus soldados gritando: «No huyen, sino que siguen a su capitán». ¿Se deshonró con eso? Al contrario, aumentó su gloria. La fuerza de la obligación y la hermosura de la virtud nos arrastran involuntariamente y arruinan nuestras desatinadas preocupaciones. Si me propinaran una bofetada desempeñando mis obligaciones en presencia de Emilio, lejos de vengarme me alegraría haberla recibido y dudo que se hallara hombre tan despreciable que por eso no me respetase más aún.
Esto no significa que deba suponer el alumno las luces del maestro tan exiguas como las suyas y que se deje atraer con tanta facilidad. Esta opinión es buena para un niño que no sabiendo ver ni comparar nada, coloca todo el mundo a nivel suyo y únicamente se fía de aquellos que efectivamente saben nivelarse con él. Pero un joven de la edad de Emilio y de tanta razón como él, no es tan insensato que de esta forma se deje deslumbrar, ni sería conveniente que así sucediera. De otra especie es la confianza que ha de poseer en su ayo; ha de estribar en la autoridad de la razón, en la superioridad de las luces, en las ventajas que ya es capaz de conocer el joven y cuya utilidad aprecia para sí. Convencido está por una larga experiencia de que su conductor le aprecia; ahora es necesario que se convenza de que es un hombre discreto, ilustrado, que desea su felicidad y sabe lo que puede proporcionársela. Debe saber que por su propio interés le conviene es cuchar sus consejos, pues si se dejase el maestro engañar como el discípulo, perdería el derecho de darle lecciones y exigir de él deferencia. Aún menos debe suponer el alumno que a sabiendas le deje el maestro caer en celadas y que ponga emboscadas a su simplicidad. ¿Pues qué se ha de hacer para evitar estos dos inconvenientes? Lo mejor y más natural: ser sincero y sencillo como él, avisarle de los riesgos a que se expone, manifestarlos con claridad, palpablemente a él pero sin exageración, sin cólera, sin pedantes perífrasis, sin dictarle como preceptos vuestros consejos, hasta que se conviertan en tales, y se haga absolutamente necesario este estilo imperioso. Y si tras esto se empeña, como acontecerá con harta frecuencia, no le digáis entonces nada, seguidle, imitadle con alegría, osadamente; abandonaos, divertíos tanto como él si fuese posible. Si las consecuencias aparecen muy serias, siempre estáis a tiempo de detenerlas y, mientras, al muchacho que observa vuestra previsión y condescendencia, ¡cuánta impresión le producirá la una y cuánto le enternecerá la otra! Todas sus equivocaciones son otros tantos lazos que os da para contenerle cuando sea necesario Lo que constituye aquí el mayor arte del maestro es traer a punto las ocasiones y dirigir de tal manera las exhortaciones, que de antemano sepa cuándo ha de ceder y cuándo se ha de obstinar el joven, para rodearle por todas partes con las lecciones de la experiencia, sin exponerle nunca a riesgos muy graves.
Advertirle sus faltas antes de que caiga en ellas; cuando las haya cometido, no se las reprendáis, pues no haríais más que excitar y enfurecer su amor propio. Lección que repugna no aprovecha. No sé que haya mayor torpeza que la expresión: «¿No te lo había yo advertido?». El mejor procedimiento de lograr que se acuerde de lo que le advertimos es hacer como que lo hemos olvidado. Contrariamente, cuando le veáis confuso por no haberos creído, templad con buenas palabras su humillación. Ciertamente os tomará aprecio, viendo que por él lo olvidáis, y en lugar de aumentar su dolor le consoláis. Pero si a su desconsuelo juntáis reprensiones, os tomará aversión y tendrá empeño en no escucharos, aunque sólo sea para probaros que no es de vuestro parecer sobre la utilidad de vuestros consejos.
La forma de consolarle también puede ser para él una lección más útil porque no desconfía de ella. Si le decís que creéis que otros mil incurren en iguales equivocaciones, es lo que él más desea, y le corregís pareciendo que le compadecéis, porque es disculpa que deja mortificado al que se precia de valer más que los otros hombres el consolarle con su ejemplo; es hacerle entender que puede creer que no valen más que él.
El tiempo de los yerros es el de las fábulas, que censurado el culpado bajo un disfraz extraño le instruyen sin ofenderle, y entonces comprende que no es mentira el apólogo, por la verdad que a sí mismo se aplica. El niño que nunca fue engañado con alabanzas no entiende nada de la fábula que antes examiné, pero el atolondrado que acaba de servir de irrisión a un adulador, concibe maravillosamente que el cuervo era un majadero. Así, de un hecho saca una máxima, y la experiencia que pronto habría olvidado se graba en su juicio con el auxilio de la fábula. No hay ningún conocimiento moral que no pueda adquirirse con la experiencia ajena o con la propia. Cuando la experiencia es peligrosa, la lección se logra a través de la historia; cuando no ha de traer la prueba funestas consecuencias, conviene que el joven se exponga a ella, y luego, por medio del apólogo, se compendien en máximas los casos que conoce.
No obstante, con esto no quiero decir que se deban desenvolver ni enunciar estas máximas. La cosa más vana y peor entendida es la moralidad con que concluyen la mayor parte de las fábulas, como si no debiera estar difundida esta moralidad en el contexto de cada una, de tal forma que fuese palpable para el lector. ¿Pues por qué poniendo al final esta moralidad, le quitan la satisfacción de encontrarla por sí mismo? El talento de instruir consiste en que el discípulo adquiera gusto por la instrucción, y para ello no ha de quedar de tal manera pasiva su inteligencia en todo cuanto le digáis, que nada tenga que hacer para entenderos. Es preciso que el amor propio del maestro deje siempre algún lugar al suyo; es necesario que pueda decir para sí: «Concibo, penetro, actúo y me instruyo». Una de las cosas que hacen inaguantable el Pantalón de la comedia italiana es su cuidado en explicar al público las simplezas que éste entiende de sobra. No quiero que su ayo sea Pantalón, y menos un autor. Uno debe hacerse entender, pero no siempre lo ha de decir todo, pues el que lo hace dice muy poco, debido a que nadie le escucha. ¿Qué significan los cuatro versos que añade La Fontaine a la fábula del ratón y el león? ¿Teme que no le hayan entendido? ¿Tan buen pintor necesita poner su nombre al pie de lo que pinta? Lejos de generalizar su moralidad, la particulariza, la ciñe de algún modo a los ejemplos que cita y evita que se aplique a otros. Quisiera que antes de poner en manos de un joven las fábulas de este excelente autor, se quitasen todas las conclusiones en que se toma el trabajo de explicar lo que con tanto donaire como claridad acaba de decir. Si vuestro alumno no entiende la fábula sin explicación, estad seguro de que tampoco con ella la entenderá.
Del mismo modo sería conveniente dar a estas fábulas un orden más didáctico y más conforme con el progreso de los afectos y las luces del adolescente. ¿Qué hay más desatinado que seguir puntualmente el orden numérico del libro, sin contar con la ocasión y la necesidad? Por ejemplo, la zorra y las uvas, después la cierva y la viña, luego el asno cargado de reliquias, etc. Aún tengo ojeriza al dichoso asno, porque recuerdo haber visto a un hijo de un marqués, destinado a ser gentilhombre y a quien todo el día estaban hablando de tan ilustre destino, que leyó esta fábula, la aprendió de memoria y la repitió cien y mil veces, sin oponer nunca el más leve reparo contra el oficio que le querían dar. Yo nunca he visto a ningún niño que hiciera una aplicación sólida de las fábulas que aprendía, ni tampoco que nadie procurara que hiciese esa aplicación. El pretexto de este estudio es el de su aplicación moral, pero el verdadero objetivo de la madre y del niño no es otro que hacer que una concurrencia le oiga recitar las fábulas, y ésta es la causa de que se le olviden cuando llega a mayor, pero no se trata de recitarlas de corrido, sino de aprovecharse de ellas. Repito que el instruirse en las fábulas es cosa de hombres, y éste es el tiempo de que empiece Emilio.
Señalo desde lejos, ya que tampoco quiero decirlo todo, las sendas que desvían del camino recto, para que se sepan evitar. Creo que siguiendo la que he indicado, comprará vuestro alumno el conocimiento de los hombres y de sí mismo lo más barato posible, y le dais ocasión de contemplar los vaivenes de la fortuna sin envidiar la suerte de los validos, y de estar satisfecho consigo sin creerse más sabio que los demás. También habéis empezado por hacerle actor para que sea espectador; es preciso concluir puesto que desde las butacas se ve la apariencia de los objetos, pero en las tablas se ven como son en realidad. Para abarcar la totalidad, hay que colocarse bajo el punto de vista verdadero y acercarse con el fin de ver mejor los pormenores. ¿Pero con qué título se introducirá un joven en los negocios del mundo? ¿Qué derecho tiene para que le inicien en estos tenebrosos misterios? Enredos de galanteos son los que ligan a los intereses de su edad; todavía dispone sólo de sí mismo, que es como si no dispusiera de nada. El hombre es la más vil de las mercaderías, y de nuestros derechos importantes de propiedad el de la persona es siempre el de menos valor.
Cuando me doy cuenta que en la edad de mayor actividad los estudios de los jóvenes quedan limitados a estudios meramente especulativos, y que después, sin la menor experiencia, son lanzados a destiempo al mundo y a los negocios, encuentro que no pugnan menos con la razón que con la naturaleza, y no me extraña que haya tan poca gente que sepa conducirse. ¿Qué idea tan extravagante ha sido la de enseñarnos tantas cosas inútiles, cuando para nada se ha tenido en cuenta el arte de obrar? Pretenden formarnos para la sociedad, y nos instruyen como si debiera cada uno de nosotros vivir solo, meditando en el interior de una celda o tratando de negocios fútiles con personas indiferentes. Pensáis que enseñáis a vuestros hijos a vivir, cuando les enseñáis ciertas contorsiones del cuerpo y ciertas expresiones rutinarias que nada significan. Yo también he enseñado a vivir a mi Emilio, quien ha aprendido a vivir consigo y, además, a ganar su pan. Pero esto no es suficiente. Para vivir en el mundo es indispensable que sepa tratar con los hombres, que sea conocedor de los instrumentos que en ellos influyen; es preciso que calcule la acción y la reacción del interés particular en la sociedad civil, y que prevea con tanta exactitud los sucesos, que rara vez quede engañado en sus empresas, o que tome siempre los mejores medios para llevarlas a cabo. Las leyes no permiten a los jóvenes que cuiden sus asuntos propios ni que dispongan de su caudal, ¿pero de qué les servirían estas precauciones si pudiesen adquirir experiencia de alguna clase hasta la edad prescrita en las mismas? No habrían adelantado nada con la dilación, y tan ineptos serían a los veinte años como a los quince. Sin duda se ha de evitar que un joven obcecado por su ignorancia o engañado por sus pasiones se perjudique a sí mismo, pero el ser benéfico es permitido en una edad cualquiera, y en cualquier edad puede uno, bajo la dirección de un hombre prudente, amparar a los menesterosos que sólo precisan un apoyo.
Las nodrizas y las madres ponen su afecto a las criaturas por los afanes que les cuestan; el ejercicio de las virtudes sociales planta en el interior de los corazones el amor de la humanidad, y haciendo el bien nos hacemos buenos. No conozco una práctica más segura. Debéis ocupar a vuestro alumno en todas las obras buenas que estén a su alcance, que siempre se interese por los desvalidos, que no les ayude sólo con su dinero, sino también con su solicitud, que los sirva, ampare y les consagre su persona y su tiempo; que se convierta en su agente de negocios, puesto que no hay más noble empleo. Muchos oprimidos que nunca hubieran sido escuchados, alcanzarán justicia cuando la solicite por ellos con la entereza que infunde la práctica de la virtud, cuando vaya a las casas de los ricos y poderosos, o se postre a los pies del monarca para que oiga la voz de los menesterosos, a quienes su miseria cierra todos los caminos y que, por miedo de recibir castigo por los males que padecen, ni siquiera se atreven a quejarse.
¿Pero hemos de hacer que Emilio sea un caballero andante, un enderecedor de entuertos, un paladín? ¿Se irá a meter en los asuntos públicos para hacer de sabio y defensor de las leyes, con los grandes, con los magistrados y con el príncipe, de procurador en casa de los jueces y de abogado en los tribunales? No sé nada de eso. Los nombres necios y ridículos no cambian la esencia de las cosas. Hará lo que vea que es bueno y provechoso y nada más, y él sabe muy bien que todo aquello que desdice de su edad no puede ser útil ni conveniente. Sabe que consigo mismo ha contraído sus primeros deberes, que deben desconfiar los jóvenes de sí mismos, ser circunspectos en su conducta, respetuosos delante de los mayores, moderado y discretos para no hablar sin que venga al caso, modestos en las cosas indiferentes, pero atrevidos para hacer el bien y resueltos para decir verdad. Así eran aquellos ilustres romanos que, antes de ser admitidos en los cargos, pasaban su juventud persiguiendo el crimen y defendiendo la inocencia, sin otro interés que el de instruirse en servicio de la justicia y amparar las buenas costumbres.
Emilio no ama ni los ruidos ni las disputas, no sólo entre hombres, sino tampoco entre los animales. Jamás excita a dos perros para que riñan, ni azuza a un perro para que persiga a un gato. Este espíritu pacífico es efecto de su educación, que no habiendo dado pábulo al amor propio y a una opinión de sí mismo, le ha impedido que buscase sus placeres en la dominación y en la desgracia ajena. Sufre cuando ve sufrir, que es un efecto natural. Lo que hace que un hombre joven se endurezca y se complazca en ver atormentar a otro ser sensible es que por vanidad se mira exento de las mismas penas por su discreción o su superioridad. No puede incurrir en el vicio que de ella es consecuencia el que ha sido preservado de esta disposición de ánimo. De este modo, a Emilio le complace la paz; la imagen de la felicidad es para él halagüeña, y ve como un medio para participar de ella el contribuir a lograrla. No he supuesto que cuando ve a seres desventurados se limite a una conmiseración estéril y cruel que tiene por límites el compadecerse de los males que se pueden remediar. Pronto le proporciona su activa beneficencia luces que un pecho más duro no hubiera adquirido, o lo hubiera hecho más tarde. Si ve discordias entre sus camaradas, procura reconciliarlos; si ve afligidos, procura informarse de la causa de su aflicción; si observa que dos sujetos se aborrecen, quiere saber el motivo de su enemistad; si ve que gime un oprimido por las vejaciones de un poderoso y un rico, procura enterarse de las malas antes que se ocultan en esas vejaciones, y el interés que le inspiran los desvalidos hace que jamás le sean indiferentes los medios de poner fin a sus males. ¿Pues qué debe hacer para sacar provecho de estas disposiciones de una forma tal que no desdiga de su edad? Debe regular sus solicitudes y sus conocimientos y poner su fervor en aumentarlos.
No me cansaré de repetirlo; todas las lecciones que deis a la juventud debéis reducirlas a ejemplos y nunca a razones; no deben aprender en los libros lo que les puede enseñar la experiencia. Extravagante es ejercitarlos a que hablen sin tener nada que decir, creer que les hacen sentir en los bancos de un aula la energía del idioma de las pasiones, y toda la fuerza del arte de la persuasión, sin que tengan interés en persuadir a nadie de algo. Todos los preceptos de la retórica parecen pura palabrería a quien no ve cómo ha de usarlos en beneficio propio. ¿Qué le importa a un estudiante saber cómo consiguió Aníbal que sus soldados atravesaran los Alpes? Si en lugar de estas magníficas arengas le dijerais lo que ha de hacer para conseguir que su catedrático le dé vacaciones, podéis estar seguros de que pondría más atención en vuestras reglas.
Si quisiera enseñar la retórica a un joven cuyas pasiones estuviesen ya desenvueltas, le presentaría objetos propios para halagar estas pasiones, y examinaría con él qué estilo debería usar con los demás hombres para inducirles a que fuesen propicios a sus deseos. Pero Emilio no está en una situación tan ventajosa para el arte de la oratoria. Limitado en lo físico casi a lo indispensable, necesita menos de los demás que los demás necesitan de él, y como no tiene que pedirles nada para sí, lo que quiere conseguir de ellos no le importa tanto que le tenga obsesionado. Se desprende de esto que generalmente debe usar un estilo sencillo y poco figurado. Comúnmente se explica con propiedad, y sólo con el fin de que se le entienda. Hace poco uso de las sentencias debido a que no ha aprendido a generalizar sus ideas y emplea escasas imágenes porque rara vez se apasiona.
Esto no quiere decir, sin embargo, que sea flemático y frío, pues ni su edad, ni sus costumbres, ni sus inclinaciones se lo permiten; en el ardor de la adolescencia, contenidos y destilados en su sangre los espíritus vivificantes, producen en su juvenil corazón un calor que brilla en sus miradas, que siente en sus discursos y manifiesta en sus acciones. Su estilo ha adquirido acento, y alguna vez vehemencia. El noble afecto que le inspira le da elevación y fuerza; penetrado del tierno amor de la humanidad, cuando habla expresa sus sentimientos; su generosa ingenuidad tiene un no sé qué más encantador que la elocuencia artificiosa de los demás, pues no tiene más que manifestar lo que siente para comunicárselo a los que le escuchan.
Cuanto más pienso en ello más me convenzo de que poniendo de esta manera la beneficencia en actividad y sacando de nuestro buen o mal éxito reflexiones acerca de la causa de uno o de otro, pocos conocimientos útiles existen que no puedan cultivarse en el espíritu de un joven, y que con todo el saber verdadero que se puede aprender en los colegios, aprenderá además una ciencia más importante todavía, que es la aplicación de esta doctrina a los usos de la vida. No es posible que interesándose tanto por sus semejantes, no aprenda muy pronto a pesar y apreciar las acciones, los gustos y las inclinaciones de ellos, y a dar en general un más justo valor a lo que puede ser útil o puede perjudicar a los hombres, con más acierto que aquellos que, no interesándose por nadie, no hacen nada por otro. Los que sólo tratan de sus propios asuntos, se apasionan demasiado para que puedan juzgar con rectitud. Refiriéndolo todo a sí mismos, y sacando de su interés las ideas del bien y del mal, se llenan la cabeza de mil prejuicios ridículos, y en lo que puede oponer el menor obstáculo a su utilidad, en seguida ven el trastorno del universo.
Extendamos el amor propio a todos los demás seres y lo convertiremos en virtud, pues no hay corazón humano que no tenga su raíz. Cuanto menos inmediata conexión tiene con nosotros el objeto de nuestra solicitud, menos temible es la ilusión del interés particular; cuanto más se generaliza este interés, más equitativo se hace, y el amor del linaje humano no es otra cosa en nosotros que el amor de la justicia. Por tanto, si queremos que Emilio ame la verdad, si queremos que la conozca, tengámosle siempre lejos de los negocios. Mientras más consagra su solicitud a la dicha ajena, más discreta y sagaz será aquélla y menos se engañará acerca de lo que es bueno o malo, pero no le consintamos nunca ciegas preferencias, fundadas en la excepción de personas o en injustas preocupaciones. ¿Y por qué ha de perjudicar a uno para servir a otro?
Poco le importará a quien le alcance más dicha con tal que contribuya él a la mayor dicha de todos. Ése es el primer interés del sabio después del interés privado, porque cada uno es parte de su especie y no de otro individuo.
Para evitar que la piedad degenere en flaqueza, es necesario generalizarla y extenderla a todo el género humano. Cuando no va acorde con la justicia, no nos dejemos llevar de ella, porque entre todas las virtudes, la justicia es la que más contribuye al bien común de los hombres. Por razón y por nuestro amor, debemos aún más piedad a nuestra especie que a nuestro prójimo, y es mayor crueldad para con los hombres la piedad que se siente por los malvados.
Por lo demás, es preciso recordar que todos estos medios mediante los cuales lanzo a mi alumno fuera de su propio ser, tienen siempre una relación directa con él, ya que no sólo resulta un gozo interior, sino que haciéndole generoso en beneficio ajeno, trabajo en su propia instrucción.
Presenté primeramente los medios, y ahora hago ver el efecto. ¡Cuán grandes ideas veo que paulatinamente se coordinan en su cabeza! ¡Qué sublimes sentimientos estrujan en su corazón el germen de las mezquinas pasiones! ¡Qué rectitud de juicio, qué atinada razón observo que se forma en él con el cultivo de sus inclinaciones, con la experiencia que aprisiona los deseos de un alma grande en el estrecho sitio de la posibilidad y hace que un hombre superior a los demás, no pudiendo elevarlos hasta su esfera, sepa descender a la de ellos! Se gravan en su entendimiento los principios verdaderos de la justicia, los verdaderos modelos de la hermosura, todas las relaciones morales de los seres y todas las ideas de orden; ve el lugar de cada cosa y la causa que la desvía de él, se da cuenta de lo que puede hacer bien y de lo que le estorba; conoce, sin haberlas experimentado, las ilusiones y la fuerza de las pasiones humanas.
Avanzo impulsado por el valor de las cosas, pero sin engañarme acerca del juicio que van a formar mis lectores. Hace mucho tiempo que me ven en los países de la fantasía, cuando yo los veo siempre en los de la preocupación. Aunque me aparto bastante de las opiniones corrientes, no por eso dejo de tenerlas presentes en el entendimiento, y las examino y las medito, no para seguirlas, ni para defenderlas, sino para pesarlas en la balanza de la razón. Siempre que ésta me fuerza a que me aparte de ellas, ya tengo por sabido, instruido por la experiencia, que no me han de imitar; sé que empeñados en no creer que sea posible otra cosa que lo que ven, creerán que el joven que aquí figura como un ser imaginario y fantástico, porque se diferencia de aquéllos con quienes le comparan, sin hacerse cargo de que es forzosa esta diferencia, ya que habiendo sido educado de una forma totalmente distinta y movido por afectos diametralmente contrarios, instruido de distinto modo que ellos, sería mucho más extraño que se les pareciese que no que fuera tal como yo le supongo. Éste no es el hombre del hombre, sino el hombre de la naturaleza, y en verdad que debe de ser muy extraño a sus ojos.
Al comienzo de esta obra no suponía nada que no pudiera observar cualquiera lo mismo que yo, ya que hay un punto, que es el nacimiento del hombre, del cual todos salimos igualmente, pero cuanto más avanzamos, yo para cultivar la naturaleza y vosotros para falsearla, más nos desviamos unos de otros. Cuando tenía seis años, mi alumno se diferenciaba muy poco de los vuestros porque aún no habíais tenido tiempo para desfigurarlos; ahora ya no se parecen en nada, y la edad del hombre formado a la cual se va acercando se lo debe mostrar de un modo absolutamente distinto, si no ha perdido mis cuidados. Todo el contenido de cuanto han adquirido puede que con poca diferencia sea igual por una y otra parte, pero las cosas que han adquirido no tienen ninguna semejanza. Os extraña que encontréis en él unos afectos sublimes que no existen en los otros, ni hay el menor germen, pero debéis considerar que éstos son filósofos y teólogos, antes de que Emilio ni siquiera sepa qué es la filosofía ni haya oído todavía nombrar a Dios.
Si se me objetara: «Nada de cuanto suponéis existe; los jóvenes no son así, tienen tal o cual pasión, hacen esto o lo otro», es como si afirmasen que un peral nunca es un árbol alto porque los que vemos en nuestros huertos son todos pequeños.
Ruego a estos jueces tan dispuestos a censurar que tengan en consideración que lo que dicen yo lo sé lo mismo que ellos, y que he meditado más tiempo, y que no he pretendido nunca engañarlos, y tengo derecho a exigir que se tomen más tiempo para averiguar en qué me equivoco, que examinen bien la constitución del hombre, que sigan los primeros desarrollos del corazón en todas las circunstancias, para que observen cuánto puede diferenciarse un individuo de otro únicamente por la fuerza de la educación; que establezcan comparación después con los efectos que le atribuyo, y me digan en qué he discurrido mal, y nada podré replicarles.
Lo que más me conduce a la afirmación, y según creo me disculpa de ello, es que, en vez de dejarme llevar del espíritu de sistema, otorgo lo menos posible al raciocinio y sólo me fío de la observación. No me fundo en lo que he imaginado, sino en lo que he visto. Verdad es que no he limitado mis experimentos a la vida de un solo pueblo, ni a una sola clase de personas, pero después de haber comparado tantas clases y pueblos como he podido ver durante una vida consagrada a observarlos, he quitado como artificial lo que pertenecía a un pueblo y no a otro y era peculiar de un Estado y no de otro, y sólo he mirado como propio del hombre lo que era común a todos, de cualquier edad, clase y nación que fuesen.
Ahora, si conforme a este método seguís desde su niñez a un joven que no haya recibido una formación particular y que dependa lo menos posible de la autoridad y la opinión ajena, ¿a quién creéis que se parecerá más, a mi alumno o a los vuestros? Opino que ésta es la cuestión que hace falta resolver para saber si me he extraviado.
El hombre no comienza prematuramente a pensar, pero así que piensa, ya no cesa de hacerlo. Quien ha pensado, pensará siempre, y ejercitado una vez el entendimiento en la reflexión, ya no puede mantenerse estático. Así, pues, pudiéramos creer que hago mucho o muy poco, que el espíritu humano no se abre tan pronto, y que después de haberle dado facilidades que no tiene, le retengo demasiado tiempo encerrado en un círculo del que ya debería haber salido.
Pero, ante todo, debéis considerar que si queremos formar el hombre de la naturaleza, no se trata de hacerle un salvaje y dejarlo relegado en lo enmarañado de la selva, sino que, metido en el torbellino social, no se deje arrastrar por las pasiones ni las opiniones de los hombres, que siempre vea por sus propios ojos y sienta por su corazón, y que no esté gobernado por ninguna otra autoridad que no sea la de su propia razón. En ese estado, es claro que la multitud de objetos que le impresionan, los frecuentes afectos que le mueven, los distintos medios de satisfacer sus necesidades reales le deben proporcionar muchas ideas que jamás hubiera tenido o que tal vez habría adquirido con mayor lentitud. El progreso natural del espíritu ha sido acelerado, pero no invertido. El mismo hombre que debe ser estúpido en las selvas, debe convertirse en racional y sensato en las ciudades aun cuando sea en ellas un mero espectador. No hay nada más a propósito para que uno se convierta en sabio que las locuras que ve sin tomar parte en ellas, y si se mezcla o participa en esas locuras, se instruye mientras no se contagie ni se deje arrastrar por los que las cometen.
También debéis considerar que siendo limitados por nuestras facultades hacia las cosas sensibles casi carecemos de base para las nociones abstractas de la filosofía y para las ideas puramente intelectuales. Para llegar a ellas es preciso desprendernos del cuerpo al cual estamos adheridos con tanta fuerza, o hacer un progreso gradual y lento de objeto en objeto, o bien salvar velozmente y casi de un salto el intervalo con un paso del que no es capaz la niñez y para el cual hasta los adultos precisan de muchos escalones construidos expresamente para ellos. El primero de estos escalones es la primera idea abstracta, pero entiendo que fue muy difícil llegar a la decisión de construirlo.
El Ser incomprensible que lo abarca todo, que da movimiento al mundo y que forma el completo sistema de los seres, ni es visible a nuestros ojos ni palpable a nuestras manos, ni accesible a nuestros sentidos; está patente la obra, pero oculto el artífice. No es un pequeño negocio conocer al fin que existe, y cuando hemos llegado hasta aquí, cuando nos preguntamos «¿Quién es? ¿Dónde está?», se confunde y se descarría nuestra inteligencia y no sabemos qué pensar.
Locke pretende que comencemos por el estudio de los espíritus y pasemos luego al de los cuerpos. De esta forma se anda por la senda de las preocupaciones, la superstición y el error, lo que no ocurre si se camina por el de la razón y el de la naturaleza bien ordenada, pues lo otro sería taparse los ojos para aprender a ver. Para formarse una noción de los espíritus y tener sospechas de que existen, es preciso haber estudiado durante mucho tiempo los cuerpos. El orden contrario sólo sirve para fundar el materialismo.
Puesto que los primeros instrumentos de nuestras luces son nuestros propios sentidos, los seres corpóreos y sensibles serán los únicos de que inmediatamente tengamos idea. Para quien no ha filosofado, la palabra espíritu carece de significado alguno. Para la plebe y para los niños, un espíritu es un cuerpo. ¿No imaginan espíritus que gritan, hablan, llaman y aturden? Admitiréis que unos espíritus que tienen brazos y lenguas se parecen mucho a los cuerpos. Por eso, todos los pueblos del mundo, sin exceptuar los judíos, se crearon dioses corporales. Nosotros mismos, con nuestros términos de Espíritu, Trinidad, Persona, la mayor parte somos verdaderos antropomorfitas. Nos enseñan a decir que Dios está en todas partes, pero también creemos que el aire está en todas partes, por lo menos en nuestra atmósfera, y la misma voz de espíritu no significa en su origen otra cosa que «soplo» y «viento». Cuando una persona se acostumbra a pronunciar palabras que no entiende, es fácil lograr que diga lo que se quiere que diga.
La conciencia de nuestra acción sobre los demás cuerpos, al principio debió hacernos creer que cuando actuaban en nosotros, era de un modo semejante al nuestro respecto a ellos. De esta forma comenzó el hombre animando a todos los seres cuya acción sentía. Considerándose menos fuerte que la mayor parte de estos seres, e ignorando hasta dónde alcanzaba su potencia, la consideró ilimitada, haciendo dioses en cuanto hizo cuerpos. En los primeros tiempos, los hombres, asustados ante todo, no vieron ninguna cosa muerta en la naturaleza. Tan lenta como la idea del espíritu fue para formarse en ellos la idea de la materia, porque también es una abstracción. De tal forma que llenaron de dioses sensibles el universo. Los astros, los vientos, las montañas, los ríos, los árboles, las ciudades y hasta las casas, todo tenía su alma, su dios y su vida. Los muñecos de Laban, los fetiches de los salvajes y los negros, todas las obras de la naturaleza y de los hombres fueron las primeras divinidades de los mortales; el politeísmo fue su primera religión, y siempre lo será de todo hombre débil y medroso que no haya cultivado el espíritu, que reúna el sistema total de los seres en una sola idea j que dé significado a la voz sustancia, que en realidad es la mayor de las abstracciones. Por lo tanto, todo niño que cree en Dios, es necesariamente un idólatra, o antropomorfita, y si la imaginación ha visto una vez a Dios, será un milagro que lo conciba luego el entendimiento. Justamente a este error nos lleva la idea de Locke.
Ignorando como hemos llegado a la idea abstracta de la sustancia, vemos que para admitir una sustancia única sería forzoso suponerle cualidades incompatibles que se excluyen mutuamente como el pensamiento y la extensión, ésta, que esencialmente es divisible, y aquél, que excluye toda divisibilidad. Por otra parte, concebimos que el pensamiento, o si se quiere el sentimiento, es una cualidad primitiva, inseparable de la sustancia a que pertenece, y que lo mismo es la extensión con respecto a sustancia, de donde se deduce que los seres que pierden una de estas cualidades, pierden la sustancia a que pertenece ésta; por consiguiente, la muerte no es otra cosa que una separación de sustancias, y los seres en que se hallan reunidas estas dos cualidades se componen de las dos sustancias a que tales cualidades pertenecen.
Considerad ahora la distancia que media todavía entre la noción de las dos sustancias y de la naturaleza divina, entre la idea incomprensible de la acción de nuestra alma en nuestro cuerpo y la de la acción de Dios en todos los seres. Las ideas de creación, de aniquilamiento, de ubicuidad, de eternidad, de omnipotencia, de los divinos atributos, todas esas ideas que a tan pocos hombres es dado ver, son confusas y oscuras, aunque ninguna oscuridad tienen para la plebe porque no comprenden nada de ellas. ¿Cómo se han de presentar con toda su fuerza, o sea, con toda su oscuridad a su inteligencia inexperta, ocupada todavía en las primeras operaciones de los sentidos y que sólo conciben lo que tocan? Los abismos de lo infinito en vano están abiertos a nuestro alrededor; un niño no se asusta ante ellos porque unos ojos tan débiles son incapaces de medir su profundidad. Para los niños, todo es infinito, no saben poner límites a nada, y no porque supongan extensión, sino porque tienen el entendimiento corto, y he notado casi siempre que colocan el infinito más acá que más allá de las dimensiones que conocen. Un inmenso espacio lo valorarán más por sus pies que por sus ojos, y no lo extenderán hasta más allá de donde pueden ver, sino hasta más allá de donde pueden ir. Si les hablan del poder de Dios, le tendrán por casi tan fuerte como su padre. Como en todas las cosas, su conocimiento es para ellos la medida de las posibilidades, lo que les dicen siempre lo suponen inferior a lo que saben. Así son los juicios naturales de la ignorancia y la flaqueza de entendimiento. Ayax habría rehuido batirse con Aquiles por miedo y, sin embargo, desafía a Júpiter porque conoce a Aquiles y no conoce a Júpiter. A un aldeano suizo que se consideraba el más opulento de los hombres, le preguntaron qué era un rey, y él, a su vez, preguntó, altanero, si el rey podría tener cien vacas en la montaña como él.
Comprendo que muchos lectores quedarán extrañados al verme seguir la primera edad de mi alumno sin que le hable de religión. A los quince años todavía no sabía si tenía un alma, y quizá hasta los dieciocho no es el tiempo adecuado para que lo aprenda, porque si lo aprende antes de que sea oportuno, corre el peligro de que no lo sepa en toda su vida.
Si tuviera que pintar la estupidez enfadosa, retrataría a un pedante enseñando el catecismo a unos niños; si quisiera volver loco a un niño, le obligaría a que explicara lo que dice cuando da su lección de doctrina. Se me objetará que siendo misterio la mayor parte de los dogmas del cristianismo, esperar a que sea capaz de comprenderlos el espíritu humano no es esperar a que el niño sea hombre, sino aguardar lo imposible. A eso respondo primero que es imposible no sólo que un hombre conciba ciertos misterios, sino que los crea, y no ver qué se adelanta con enseñárselos a los niños, sino es otra cosa que enseñarles a mentir desde muy temprano. Digo, además, que para admitir los misterios, lo menos que se necesita es comprender que son incomprensibles, y los niños no son ni siquiera capaces de esta comprensión. No hay verdaderos misterios para la edad en que todo es un misterio.
«Es necesario creer en Dios para salvarse». Este dogma mal comprendido es el comienzo de la intolerancia sangrienta y la causa de todas estas vanas instrucciones que han producido un golpe mortal a la razón humana, habiéndola acostumbrado a que se quede satisfecha con palabras. Sin duda no se debe perder un punto para merecer la salvación eterna, pero si basta para alcanzarla repetir ciertas palabras, no existe ningún inconveniente en llenar el cielo de cotorras y papagayos, tanto como de niños.
La obligación de creer supone su posibilidad. El filósofo que no cree yerra, porque hace mal uso de la razón que ha cultivado y porque está en estado de entender las verdades que rechaza. Pero ¿qué es lo que cree el niño que profesa la religión cristiana? Lo que concibe, y concibe tan poco lo que le obligan a decir que si le dicen lo contrario lo admitirá con la misma docilidad. Es asunto de geografía la fe de los niños, y aun de muchos hombres. ¿Serán mejor premiados por haber nacido en Roma que si hubieran nacido en La Meca? A uno le dicen que se debe honrar a Mahoma, y dice que honra a Mahoma; a otro le dicen que Mahoma es un engaño, y dice que es un engaño. Uno afirmaría lo mismo que el otro si a los dos se hubiese enseñado lo mismo. ¿Es posible que nos fundemos en dos afectos tan semejantes para enviar al uno al cielo y al otro al infierno? Cuando un niño dice que cree en Dios no es en Dios en quien cree, sino en Pedro o en Juan, quienes le dicen que existe una cosa que se llama Dios, y lo cree a la manera de Eurípides:
¡Oh, Júpiter! Tu nombre es ése, mas sólo conozco tu nombre.
Nosotros afirmamos que ningún niño que muera antes de alcanzar el uso de razón será privado de la bienaventuranza eterna; lo mismo creen los católicos de los niños que han recibido el bautismo, aunque jamás hayan oído hablar de Dios. Entonces, pues, hay casos en que uno puede salvarse sin creer en Dios, y esos casos se dan en la infancia y en la demencia, cuando el espíritu humano es incapaz de las elucubraciones precisas para reconocer la Divinidad. Toda la diferencia entre vosotros y yo consiste en que aseguráis que los niños a los siete años ya tienen esta capacidad, y, en cambio, yo no se la concedo ni siquiera a los quince años. Que yo tenga razón o que esté equivocado, no se trata aquí de un artículo de fe, sino de una simple observación de historia natural.
Conforme al mismo principio, es claro que el hombre que ha llegado a la vejez sin creer en Dios, no por eso será privado de su presencia en la otra vida si su ceguedad no ha sido voluntaria, y aseguro que no siempre lo es. Lo confesáis así de los insensatos a quienes una enfermedad priva de sus facultades espirituales, pero no de su cualidad de hombre, ni por consiguiente del derecho a los beneficios de su Creador. ¿Por qué, pues, tampoco estáis de acuerdo en lo mismo respecto a aquellos que desviados de toda sociedad desde su infancia, han llevado una vida completamente salvaje, privados de las luces que sólo se adquieren con el trato de los hombres? Porque está demostrado que no es posible que ese salvaje eleve jamás sus reflexiones hasta el entendimiento del verdadero Dios. La razón nos dice que sólo por sus culpas voluntarias un hombre es merecedor de castigo, y que no se puede ver delictiva una ignorancia invencible, de donde se deduce que ante la justicia eterna todo hombre que ha creído por tener las necesarias luces, es reputado creyente, y que no habrá otros incrédulos castigados que aquellos que cierren su corazón a la verdad.
Guardémonos de anunciar la verdad a los que no están en estado de entenderla, pues sería sustituirla con el error. Es preferible no tener ninguna idea de la Divinidad que tenerlas groseras, fantásticas, injuriosas e indignas de ella; es peor ultrajarla que desconocerla. Más quisiera, dice el buen Plutarco, que creyesen que no había Plutarco en el mundo, antes que decir que Plutarco es injusto, envidioso, celoso y tan déspota que exige más de lo que pueden hacer.
El gran mal de las imágenes deformes de la Divinidad que imprimen en el espíritu de los niños consiste en que permanecen en él durante el resto de la vida, y cuando son hombres no conciben otro Dios que el de los niños. En Suiza vi a una buena y piadosa madre de familia tan convencida de esta máxima, que no quiso instruir en la religión a su hijo en la primera edad, no se diese el caso de que, complacido con esta grosera instrucción, descuidase adquirir otra mejor cuando tuviese uso de razón. Ese niño oía siempre hablar de Dios con recogimiento y reverencia, y cuando él deseaba hablar le imponían silencio, pues era una materia demasiado sublime y delicada para él. Esta reserva excitaba su curiosidad, y su amor propio aspiraba el momento de conocer un misterio que con tanto celo le ocultaban. Cuanto menos le hablaban de Dios y menos permitían que hablase, más se ocupaba de Él, y veía a Dios en todas partes. Yo sospecharía que ese acento de misterio indiscretamente afectado, encendiendo exageradamente la imaginación de un joven, le alterase la cabeza, y al fin hiciesen de él un fanático en vez de hacer un creyente.
Pero no hay temor de nada parecido en Emilio, pues desviando su atención constantemente de todo lo que excede a su capacidad, escucha con mayor indiferencia las cosas que no comprende. Hay tantas respecto a las cuales está acostumbrado a decir: «Eso no es de mi competencia», que una más no le apura, y cuando le empiezan a inquietar estas grandes cuestiones, no es por no haber oído hablar de ellas, sino porque su natural evolución encamina sus investigaciones hacia estas materias.
Ya hemos visto por qué camino se aproxima a estos misterios el espíritu humano cultivado, y de buen grado confesaré que aun en el seno de la sociedad no le alcanza hasta una edad más avanzada, pero como en la misma sociedad hay causas inevitables por las cuales se acelera el progreso de las pasiones, si no aceleramos en la misma proporción el progreso de las luces que sirven para regular estas pasiones, nos saldríamos entonces del orden de la naturaleza y se rompería el equilibrio. Cuando nos es imposible evitar que las primeras se desarrollen con demasiada rapidez, es necesario encender con la misma las que le han de corresponder de las segundas, para que no se invierta el orden, para que no se separe lo que ha de ir junto, y que el hombre, en todos los instantes de su vida, no esté en este punto por una de sus facultades y en aquel otro por las demás.
¡Qué dificultad la que veo aquí! Una dificultad que es tanto más grave cuanto que consiste menos en las cosas que en el desánimo de los que no se atreven a resolverla. Comencemos teniendo valor para proponerla. Un niño debe ser educado en la religión de su padre; siempre le demuestran con mucha facilidad y victoriosamente que esa religión, sea la que fuere, es la única verdadera, que todas las demás son extravagancias y disparates. En este punto, la fuerza de los argumentos depende del país donde los proponen. Un turco que en Constantinopla tiene el cristianismo por ridículo, que venga a ver lo que piensan del mahometismo en París. Donde principalmente se muestra más tiránica la opinión es en lo que hace referencia a la cuestión religiosa. Pero nosotros, que en todo pretendemos romper su yugo, que no queremos dejar nada a la autoridad, y que no queremos enseñar nada a nuestro Emilio que no pudiera aprender por sí mismo en cualquier país, ¿en qué religión le educaremos?, ¿a qué secta agregaremos al hombre de la naturaleza? Me parece que es muy sencilla la respuesta: no le agregaremos ni a la una ni a la otra, pero lo pondremos en condiciones de elegir la que le conduzca al mejor uso de su razón.
Por ascuas encendidas voy andando,
cubiertas bajo pérfidas cenizas.
No importa; hasta aquí el celo y la buena fe han suplido en mí la prudencia, y confío en que estos auxiliares no me abandonen cuando más los necesito. Lectores, no temáis en mí precauciones indignas de un amante de la verdad, puesto que jamás olvidaré mi emblema, pero me debe ser lícito desconfiar de mis opiniones. En vez de expresaros lo que pienso, os diré lo que pensaba uno que valía más que yo. Respondo de la veracidad de los hechos que voy a referir, y que le ocurrieron al autor del escrito que transcribo aquí. Os toca a vosotros ver si se pueden sacar reflexiones acerca de la materia de que estamos tratando. No os propongo como regla el dictamen de otro ni el mío, sino que os lo presento para que le examinéis.
«Hace treinta años que en una ciudad de Italia un joven expatriado se veía reducido a la última miseria. Había nacido calvinista, pero a consecuencia de una locura de joven, hallándose fugitivo en un país extraño y sin recursos, cambió de religión para comer. En esta ciudad había un hospicio para los conversos, y entró en él. Mientras le instruían sobre la controversia, le inspiraron dudas que no tenía y le enseñaron lo malo que no sabía; oyó dogmas nuevos, observó costumbres todavía más nuevas y le faltó poco para que no fuese víctima de ellas. Intentó fugarse y le encerraron, se quejó y le castigaron; puesto a merced de sus tiranos, se vio tratado como un malhechor por no haber querido ceder al delito. Pueden imaginarse el estado de su joven corazón los que saben lo que irrita la primera prueba de la violencia y la injusticia a un corazón sin experiencia. De sus ojos caían lágrimas de ira, le sofocaba la indignación, imploraba al cielo y a los hombres, se confiaba a todo el mundo y nadie le escuchaba. Sólo veía viles criados que estaban sujetos al infame que le ultrajaba, o a cómplices del mismo delito que escarnecían su resistencia y le excitaban a que los imitara. Estaba perdido, pero dio la casualidad de que llegase al hospicio un honrado eclesiástico, a quien logró consultar secretamente. El eclesiástico era pobre y necesitaba de todo el mundo, pero el desventurado todavía necesitaba más que él, y no dudó en ayudarle para que se fugase, aun con el riesgo de ganarse un peligroso enemigo.
»El joven, que se había escapado del vicio para caer en la miseria y que luchaba inútilmente contra su estrella, creyó que la había vencido. Al empezar su buena fortuna se olvidó de su protector y de sus desdichas. No tardó en recibir el castigo de esta ingratitud; todas sus esperanzas le fallaron y su juventud no le valía, pues sus ideas novelescas lo malograban todo. Como carecía de talento y de la suficiente habilidad para trazarse un fácil camino, no sabía ser malo ni moderado, tantas cosas pretendió que no pudo conseguir ninguna, y habiendo recaído en su antigua miseria, sin pan y sin techo y al borde de morir de hambre, se volvió a acordar de su bienhechor.
»Vuelve a él, le habla y es bien recibido; al verle, recuerda al eclesiástico su buena acción, lo que siempre regocija al alma. Este hombre era, naturalmente, humano y compasivo; sentía como suyas las penas ajenas y las comodidades no habían adormecido su corazón, y su buen natural se había fortalecido con las lecciones de la sabiduría y con una ilustrada virtud. Recibe al joven, le busca un albergue, le recomienda y se parte con él su pobre y escasa comida. Hace más: le instruye, le consuela, le enseña el difícil arte de sufrir con paciencia la adversidad. Hombres preocupados, ¿habríais esperado esto de un sacerdote y en Italia?
»Este honrado eclesiástico era un pobre presbítero saboyano, que por una aventura de juventud se había enemistado con su obispo y había atravesado los Alpes buscando recursos que no encontraba en su país. No carecía de instrucción y talento, y siendo de una presencia agradable, había hallado protectores que lo colocaron en casa de un ministro para ser ayo de su hijo. Prefería la pobreza a la dependencia, y desconocía la manera de comportarse con los grandes, y no siguió mucho tiempo con el cargo, pero cuando lo dejó conservó la estimación de todos, y como vivía prudentemente y se hacía apreciar, vivía con la esperanza de que se reconciliaría con su obispo y que éste le proporcionaría algún humilde curato en la montaña para vivir los años que le quedaban. Era todo lo que anhelaba.
»Sentía un interés natural por el joven fugitivo, y esto hizo que lo observase con atención. Comprobó que la mala suerte había abatido su corazón, que el oprobio y el menosprecio habían reducido su coraje, y que, convertida en amargo despecho su altivez, la dureza de los hombres sólo le dejaban ver el vicio de la naturaleza y lo que imaginaba de quimérico en la virtud. Había visto que la religión sólo servía de máscara al interés; y el culto sagrado de salvaguarda a la hipocresía; había visto en la sutileza de las vanas disputas el cielo y el infierno hecho premio o castigo de juegos de vocablos; había visto la sublime y primitiva idea de la Divinidad desfigurada por las fantásticas imaginaciones de los hombres, y convencido de que para creer en Dios era preciso renunciar a la razón que de él hemos recibido, lo mismo desdeñaba nuestros ridículos sueños que el objeto a que los aplicamos. Sin saber nada de lo que existe, sin imaginar nada acerca de la generación de las cosas, se sumió en una estúpida ignorancia y un profundo desprecio hacia todos los que creían que sabían más que él.
»El olvido de toda religión conduce al olvido de los deberes del hombre. Este camino ya estaba andado hasta la mitad en el corazón del joven libertino, aunque no era de mala índole, pero la incredulidad y la pobreza lo llevaron rápidamente a su pérdida, y con las costumbres de un mendigo le aguardaba la moral de un ateo.
»Aunque casi inevitable el mal, no estaba todavía absolutamente consumado. El joven poseía conocimientos, y su educación no había sido descuidada y estaba en aquella feliz y dichosa edad en que fermentando la sangre comienza a proporcionar calor al alma, sin esclavizarle el furor de los sentidos. La suya todavía tenía toda su elasticidad. Su carácter tímido y su vergüenza nativa, suplían la sujeción y prolongaban en él la época en que con tanto celo guiáis a vuestro alumno. El odioso ejemplo de una torpe depravación y de un vicio sin encanto, lejos de exaltar su imaginación, la había amortiguado. Durante mucho tiempo, en vez de la virtud, le sirvió de escudo la repugnancia para conservar su inocencia, que sucumbiría a las más dulces seducciones.
»El sacerdote vio el peligro y sus remedios, sin desanimarle las dificultades; se complacía en su obra y resolvió perfeccionarla, devolviendo a la virtud la víctima que había librado de las garras de la infamia. Tomó con calma la ejecución de su proyecto; animábase su esfuerzo con lo noble del motivo y le inspiraba medios dignos de su celo. Estaba seguro de que cualquiera que fuese el éxito, no sería tiempo perdido el empleado en conseguirlo, pues siempre triunfa quien sólo quiere hacer bien.
»Comenzó por ganarse la confianza del joven con no venderle sus beneficios, no hacerse importuno ni hacerle sermones, con ponerse siempre a su alcance y hacerse pequeño para igualarse con él. Me parece que era un tierno espectáculo ver a un varón grave que se hacía camarada de un perdulario, y que la virtud se ponía a tono del vicio para triunfar de él con más seguridad. Cuando llegaba el desequilibrado a hacerle sus locas confidencias y a explayarse con él, el sacerdote le escuchaba, le dejaba desahogarse, sin aprobar lo malo se interesaba por todo, y jamás cortaba su conversación con una indiscreta censura, y el gusto con que creía el joven que le escuchaba, aumentaba el que sentía en contárselo todo. De esta forma hizo su confesión general sin pensar confesarse.
»Después de estudiar bien sus sentimientos y su carácter, el sacerdote vio que sin ser ignorante para su edad, se había olvidado de lo que le importaba saber, y que el oprobio a que le había reducido la fortuna acallaba en él toda comprensión del bien y el mal. Hay un grado de embrutecimiento que priva de vida al alma, pues la voz interior no se deja oír de aquel que sólo piensa en mantenerse. Para preservar al infortunado joven de esta muerte moral, comenzó despertando en él el amor propio y la estimación de sí mismo, le mostraba un porvenir más dichoso en el buen empleo de su talento, reavivaba en su corazón un generoso ardor contándole las nobles acciones de otros, haciéndole admirar a los que las habían realizado y le exaltaba el deseo de hacer otras similares. Para desprenderle insensiblemente de su vida ociosa y vagabunda, le hacía que extractara libros selectos y fingiendo que necesitaba los extractos mantenía en él el noble sentimiento de la gratitud. Le instruía indirectamente con sus libros, hacía que recobrase la buena opinión de sí mismo para que no se creyese un ser inútil para todo bien, y no quisiese volver a aparecer despreciable a sus propios ojos.
»Un insignificante detalle nos demostrará el arte que empleaba ese bondadoso hombre para que insensiblemente el corazón de su alumno saliera de la bajeza, sin parecer que pensase instruirle. Era el eclesiástico de tan reconocida probidad y tan acertado discernimiento que muchas personas preferían entregarle a él sus limosnas que a los ricos sacerdotes de las ciudades. Un día que le habían dado un dinero para repartirlo entre los pobres, a título de tal, el joven tuvo el atrevimiento de pedirle parte de él. «No —le respondió el sacerdote—. Nosotros somos hermanos, por lo que sois algo más, y no debo tocar esos fondos para mi uso». Seguidamente, de su propio bolsillo le dio lo que le había pedido. Lecciones de esta especie raramente dejan de surtir efecto en el corazón de los jóvenes que no están totalmente corrompidos.
»Me canso de hablar en tercera persona, y es un sistema superfluo, porque sabéis, querido conciudadano, que yo mismo soy ese desgraciado fugitivo; me creo que sois algo mío, y no debo tocar esos fondos para no atreverme a confesarlos, y la mano que me salvó de lo que era un bochorno, merece que recuerde con la mayor gratitud sus beneficios.
»Lo que más me sorprendía era ver en la vida privada de mi digno maestro la virtud sin hipocresía, la humanidad sin debilidad, las consideraciones siempre rectas y simples y una conducta que respondía a sus enseñanzas. No se preocupaba por si aquéllos a quienes ayudaba oían o no misa, si se confesaban, si ayunaban los días de precepto, ni veía que les impusiese otras condiciones parecidas, sabiendo que el que no las obedece, aunque se muera de hambre, ninguna asistencia puede esperar de los devotos.
»Animado por estas observaciones, lejos de hacer yo alarde en su presencia del afectado fervor de un nuevo converso, no le ocultaba mucho mi manera de pensar y no veía que se escandalizase. Algunas veces yo habría podido decirme: Me permite la indiferencia al culto que he abrazado, por la que ve que también profeso en la que he nacido, y sabe que ya no es mi desdén asunto de partido. Pero ¿qué había de pensar cuando algunas veces le veía aprobar dogmas contrarios a los de la Iglesia Romana, pareciendo que no tenía en mucha estimación sus ceremonias? Yo le habría creído un protestante encubierto si le hubiera visto observar con menos devoción aquellas mismas prácticas de las que parecía hacer muy poco caso, pero sabiendo que a solas cumplía sus deberes de sacerdote con tanta fidelidad como ante los fieles, no sabía qué pensar de estas contradicciones. Exceptuando el derecho que en otro tiempo había causado su desgracia y del que no parecía muy corregido, su vida era ejemplar, sus costumbres irreprochables y sus palabras honestas y prudentes. Viviendo con él en la mayor intimidad, cada día aprendía a respetarle más, y habiendo con tanta bondad conquistado mi corazón, esperaba con curiosa inquietud el instante de saber en qué principios fundaba la uniformidad de una vida tan singular.
»Este momento no llegó tan pronto. Antes de descubrirse con su alumno, se esforzó para que germinasen en él las semillas de la razón y la bondad que había plantado en su alma. Lo más difícil de destruir en mí era una orgullosa misantropía, cierta irritación contra los ricos y los dichosos del mundo, como si lo fueran a mis expensas y me usurpasen su aparente felicidad. Me inclinaba en forma excesiva a esta indignación la loca vanidad de la juventud, que pugna contra la humillación, y el amor propio, que mi maestro procuraba despertar en mí, incitándome a la soberbia, todavía presentaba a los hombres más viles delante de mis ojos y al odio hacia ellos unía el menosprecio.
»Sin combatir directamente esta arrogancia, evitó que se transformara en dureza de alma, y sin quitarme el aprecio de mí mismo, hizo que fuese menos desdeñosa con mi prójimo. Desviando siempre las vanas apariencias y mostrándome los verdaderos males que envuelven, me enseñaba a lamentar los errores de mis semejantes, que sus miserias me enternecieran y que sintiese más compasión que envidia. Movido a conmiseración de las humanas flaquezas por la íntima conciencia de las suyas, en todas partes contemplaba a los hombres como víctimas de sus propios vicios y de los demás; observaba a los pobres gimiendo bajo el yugo de los ricos y a éstos por el de sus preocupaciones. Creedme, me decía, lejos de disimularnos nuestros males, nuestras ilusiones los aumentan, dando valor a lo que no lo tiene, y mil soñadas privaciones que sin ellas no sentiríamos nos vuelven sensibles. La tranquilidad del espíritu consiste en el menosprecio de todo aquello que sea capaz de alterarla; quien menos sabe disfrutar de la vida es el que más aprecio hace de ella, y aquel que con más ilusión aspira a la felicidad, siempre es el más miserable.
»“¡Ah, qué tristes cuadros! —exclamaba yo, con amargura—. Si nos lo hemos de negar todo, ¿de qué nos ha servido el nacer? Y si hemos de menospreciar incluso la misma felicidad, ¿quién es el que sabe ser feliz?». Un día, el sacerdote respondió “Yo”, en un tono que me chocó. “¿Vos feliz, con tan pocos bienes de fortuna, desterrado y perseguido, y sois feliz? Pues, ¿qué habéis hecho para serlo?». «Hijo mío, con mucho gusto te lo diré”».
»Al momento me dio a entender que después de haber oído mis confesiones me quería hacer las suyas. “Verteré en vuestro pecho —me dijo, abrazándome—, todos los sentimientos de mi corazón, y me veréis, si no como soy, como yo me veo. Después de que hayáis oído mi confesión, cuando seáis conocedor del estado de mi alma, sabréis por qué me considero feliz, y si pensáis como yo, lo que debéis hacer para serlo vos. Pero estas confesiones no son cosa de un instante; se precisa tiempo para que os explique todo lo que pienso referente al destino del hombre y el verdadero valor de la vida: ahora busquemos un lugar apropiado para esta conferencia”.
»Sentí gran prisa por oírle, y el plazo señalado fue para la mañana siguiente. Estábamos en verano y nos levantamos al rayar el día. Me llevó fuera de la ciudad, a una colina erguida a orillas del río Po, y desde donde, por entre las feraces riberas que baña, se veía su curso; la inmensa cordillera de los Alpes coronaba a lo lejos el país; los rayos del sol naciente ya iluminaban los llanos, y las sombras de los árboles, los collados y las casas enriquecían con mil juegos de luz el más hermoso espectáculo que pueda deleitar los ojos humanos. Daba la sensación de que la naturaleza se engalanaba ante nosotros con toda su magnificencia para ofrecer materia a nuestro diálogo. Aquí, después de contemplar silencioso y absorto, estos objetos, el hombre de paz me habló de la siguiente manera»:
PROFESIÓN DE FE DEL VICARIO SABOYANO
«HIJO mío, no esperéis de mí profundos discursos ni razonamientos científicos. Yo no soy un gran filósofo, ni me interesa serlo. Pero tengo alguna vez buen sentido y siempre amé la verdad. Yo no quiero argumentar con vos ni menos tratar de convenceros; me es suficiente deciros todo lo que pienso con la sencillez de mi corazón. Consultad el vuestro durante mi relato, que es lo único que os ruego. Si me equivoqué, no es que lo hiciese adrede y con malicia; esto basta para que no sea imputado mi error a delito, y aunque de la misma forma os engañarais vos, resultaría poco perjuicio. Si pienso bien, la razón es común a ambos y tenemos el mismo empeño en atenderla. ¿Por qué no tenéis que pensar lo mismo que yo?
»Yo nací pobre y aldeano, destinado al cultivo de la tierra por mi condición, pero creyeron que era mejor que aprendiese a ganar el pan con el ejercicio del ministerio sacerdotal, y encontraron la forma de que yo pudiese estudiar. Ni yo ni mis padres llevábamos intención aluna de averiguar lo que era bueno, verdadero y útil, sino lo que precisaba saber para poder ser ordenado. Aprendí lo que querían que aprendiese, dije lo que querían que dijese, me obligué como quisieron, y fui sacerdote, pero pronto me di cuenta de que cuando me obligué a dejar de ser hombre, había prometido más de lo que podía cumplir.
»Se nos dice que la conciencia es el fruto de las preocupaciones; no obstante, sé por experiencia que contra todas las leyes humanas se empeña en seguir siempre el orden natural. Inútilmente se nos prescribe que dejemos de hacer esto o aquello, pero jamás el remordimiento nos acusa con energía de lo que nos permite la naturaleza bien ordenada, y con mayor razón de cuanto nos ordena. ¡Oh, mi buen joven! Aún no ha sido explicado a vuestros sentidos; vivid mucho tiempo en el feliz estado en que su voz no es otra que la de la inocencia; debéis acordares que es mayormente ofendida por aquel que la adelanta que por quien se le opone; primeramente es necesario aprender a resistir, con el fin de saber cuándo es posible el ceder careciendo de culpa.
»Desde mi juventud he respetado el matrimonio como la primera y más sacrosanta institución natural. Habiéndose apartado del derecho de sujetarme a él, determiné no profanarle, ya que, a pesar de mis aulas y mis estudios, siempre me sometí a una vida de sencillez y uniformidad, y había conservado en mi espíritu toda la brillantez de las primitivas luces, que nos habían oscurecido las máximas del mundo, desviado por mi pobreza de las tentaciones que dictan los sofismas del vicio.
»Esta resolución fue justamente la que me perdió; mi respeto por el tálamo ajeno puso mis faltas al descubierto; fue indispensable la expiación del escándalo: arrestado, suspenso, expulsado, fui víctima en mayor grado de mis escrúpulos que de mi incontinencia, y a causa de las reprensiones que se juntaron con mi desgracia, me llegó el convencimiento de que es suficiente muchas veces agravar la culpa para evitar el castigo.
»Bastan pocas experiencias semejantes para llevar muy lejos a un espíritu reflexivo. Al ver alteradas mediante tristes observaciones las ideas que tenía de la justicia, de la honestidad y de todas las obligaciones humanas, cada día perdía alguna de las opiniones en que me habían criado, y no siendo suficientes las que me quedaban para formar un cuerpo capaz de sustentarse por sí solo, noté que poco a poco se iba oscureciendo en mi entendimiento la evidencia de los principios, hasta que, por último, reducido a no saber qué pensar, llegué al mismo caso en que vos os halláis, con la diferencia de que mi incredulidad, fruto tardío de una edad madura y más lentamente formada, debía ser mucho más difícil de desarraigar.
»Estaba en aquellas disposiciones de incertidumbre y duda que exige Descartes para la investigación de la verdad: estado de poca duración, repleto de inquietud y zozobra, y que solamente nos deja el interés del vicio o la pereza del ánimo. Mi corazón aún no estaba tan estragado para que encontrase una satisfacción en él, puesto que no hay nada que conserve tanto el hábito de reflexionar como el vivir satisfecho en mayor grado consigo mismo que con su fortuna.
»Meditaba, pues, acerca de la triste suerte de los mortales fluctuando en este mar de opiniones humanas, sin timón ni brújula y abandonados a sus tempestuosas pasiones, sin otra guía que la de un piloto inexperto que conoce el camino y no sabe de dónde viene ni adónde va. Yo me decía: «Amo la verdad, la busco y no doy con ella; muéstrenmela, y la abrazo con pasión. ¿Por qué debe esconderse el anhelo de un corazón que fue hecho para adorarla?».
»Aunque he pasado por otros males peores muchas veces, jamás tuve una vida tan ingrata de una forma tan constante como en los tiempos de alborotos, disturbios y congoja, pues vagando continuamente de una duda a otra, de mis largas meditaciones sólo obtenía incertidumbre, contradicciones y oscuridad acerca de la causa de mi ser y de la regla de mis obligaciones.
»¿Cómo es posible que uno sea escéptico por sistema y de buena fe? No puedo comprenderlo. O dejan de existir estos filósofos, o son los más desventurados de los mortales. Además, para el espíritu es violento el estado de duda acerca de las cosas que nos importa conocer; no persevera en él mucho tiempo, pues de un modo o de otro se resuelve mal de su grado, y más prefiere engañarse que no creer en nada.
»Lo que aumentaba mi confusión era el haber nacido en el seno de una Iglesia que lo decide todo, que no permite ninguna duda; un solo punto que rechazase me obligaba a rechazarlo todo, y la imposibilidad de admitir tantas decisiones absurdas hacía que me repugnasen también las que no lo eran. Diciéndome «Créelo todo», me impedían que creyera en nada, y no sabía dónde detenerme.
»Consulté a los filósofos, examiné sus libros, estudié sus distintas opiniones, y los encontré arrogantes, afirmativos y dogmáticos hasta en su pretendido escepticismo; no ignoraban nada, no probaban nada, y se burlaban unos de otros; este punto común de todos me pareció el único en que tuviesen razón. Triunfantes cuando atacan, son débiles cuando se defienden. Si pesáis las razones sólo para destruir, la tienen; si contáis los votos, cada uno está reducido al suyo; sólo en discutir están de acuerdo, y escucharlos era el modo de salir de mi incertidumbre.
»Me di cuenta de que la insuficiencia del espíritu humano es el primer motivo de esta prodigiosa diversidad de pareceres y que el segundo consiste en el orgullo. No tenemos la medida de esta máquina inmensa, no podemos calcular sus relaciones, no conocemos ni sus primeras leyes, ni su causa final; nos ignoramos a nosotros mismos y no conocemos ni nuestra naturaleza ni nuestro principio activo; apenas sabemos si el hombre es un ser simple o compuesto; por todas partes nos acosan impenetrables misterios, superiores a la región sensible; creemos tener inteligencia para penetrarlos y sólo tenemos imaginación. Por medio de este mundo imaginario, cada uno se abre una ruta que cree es la buena, pero ninguno puede saber si la suya conduce al término deseado. No obstante, queremos penetrarlo y conocerlo todo. La única cosa que no sabemos es ignorar lo que no nos fue dado saber. Queremos mejor determinarnos a la aventura y creer lo que no existe que confesar que ninguno de nosotros puede ver lo que existe. Pequeñas partes de un gran todo, cuyos extremos se nos esconden y que su autor abandona a nuestras locas disputas; somos tan inútiles y vanos que pretendemos fallar lo que este todo es en sí y lo que con relación a él somos nosotros.
»Y aun cuando los filósofos estuvieran en condiciones de averiguar la verdad, ¿quién de ellos se interesaría por ella? Cada uno sabe muy bien que su sistema no tiene otro fundamento que el de los otros, llegase lo sostiene porque es suyo. No hay ninguno que si llegase a conocer lo verdadero y lo falso, no tuviera preferencia por la mentira que ha encontrado antes que por la verdad descubierta por otro. ¿Dónde está el filósofo que por su gloria no engañase a sabiendas al linaje humano? ¿Dónde el que en el interior de su corazón no se propone otro fin que el de distinguirse? Con tal que se coloque en una esfera superior a la vulgar y que eclipse el brillo de sus émulos, ¿qué más pide? Lo esencial consiste en pensar de un modo distinto de los demás. Con los creyentes es ateo, y con los ateos sería creyente.
»El primer fruto que obtuve de estas reflexiones fue aprender a marcar un límite a mis investigaciones sobre lo que me interesaba de una forma inmediata, a vivir con sosiego en una profunda ignorancia de todo lo demás y a no sentir inquietud ante la duda, sino por las cosas que me importaba saber.
»Además, comprendí que en vez de sacarme de mis dudas inútiles, los filósofos no harían otra cosa que aumentar en gran número las que me producían congoja y sin que me resolvieran ninguna. Recurrí a otro guía y me dije: «Consultemos la luz interior que me extraviará menos que ellos, o bien mi error será mío, y me extraviaré menos siguiendo mis propias ilusiones que abandonándome a sus mentiras».
»Repasando entonces en mi espíritu las distintas opiniones que se habían sucedido con el tiempo, observé que aunque alguna de ellas fuese tan evidente que al punto determinase el convencimiento, poseían distintos grados de verosimilitud, y el consentimiento interno las admitía o las rechazaba en distinta medida. De conformidad con esta primera observación y estableciendo una comparación entre estas distintas ideas en el silencio de las preocupaciones, encontré que la primera y la más común también era la más sencilla y la más racional, y que para reunir todos los votos no le faltaba más que ser la última que se hubiese propuesto. Si os imagináis que vuestros filósofos antiguos y modernos primero han apurado sus extravagantes sistemas de fuerzas, de dudas, de fatalidad, de necesidad, de átomos, de mundo animado, de materia viviente, de toda clase de materialismo, y después de ellos, el ilustre Clarke iluminando el mundo, anunciando por último al Ser de los seres y el dispensador de las cosas, ¡con qué universal admiración, con qué unánimes aplausos hubiese sido recibido este nuevo sistema tan vasto, consolador y sublime, tan a propósito para enaltecer el ánimo, para cimentar en una base la virtud, y al mismo tiempo tan pasmoso, tan luminoso, tan sencillo, y que a mi parecer muestra menos cosas incomprensibles al espíritu humano que absurdos se hallan en cualquier otro! Yo me decía: son comunes a todos las objeciones que carecen de solución, puesto que el espíritu humano es muy limitado para poder resolverlas; así no prueban nada en contra de ninguno en particular, ¡pero qué diferencia en las pruebas directas! ¿No debería ser preferido el único que todo lo explica, cuando no tiene mayores dificultades que los otros?
»Llevando, pues, conmigo y como filosofía única el amor a la verdad, y por todo método una fácil y simple regla que me dispense de la vana sutileza de los argumentos, por esta regla vuelvo al examen de los conocimientos que me interesan, resuelto a admitir como evidentes a todos aquellos que en la sinceridad de mi corazón no pueda negar asentimiento, como verdaderos todos los que me parezca que necesariamente tienen conexión con estos primeros, y a dejar todos los demás en la incertidumbre, sin reprocharlos ni admitirlos, y sin atormentarme en aclararlos cuando no pueden conducir a nada práctico.
»¿Pero quién soy yo?, ¿qué derecho tengo para juzgar las cosas, y qué es lo que determina mis juicios? Si van arrastrados, obligados por las impresiones que recibo, inútilmente me fatigo en estas investigaciones, que se harán o dejarán de hacerse, o bien serán hechas por sí solas, sin que me meta yo a dirigirlas. Por consiguiente, es indispensable poner antes el objeto de contemplación en mí mismo, con el fin de conocer el instrumento del cual quiero servirme, y ver hasta qué punto puedo fiarme de su uso.
»Existo, y tengo sentidos por los cuales estoy conmovido. Ésta es la primera verdad que impresiona, y a la que estoy obligado a asentir. ¿Tengo un sentimiento peculiar de mi existencia, o la siento sólo por mis sensaciones? Ésta es mi primera duda, que hasta el momento no he podido resolver, porque como continuamente me mueven sensaciones, o inmediatamente o por la memoria, ¿cómo he de poder saber si el sentir del «yo» es una cosa fuera de estas mismas sensaciones y si puede ser independiente de ellas?
»Acontecen en mí mis sensaciones, ya que me hacen sentir mi existencia, pero su causa está fuera de mí, puesto que me mueven sin mi voluntad, y que no depende de mí el producirlas ni aniquilarlas. Así veo claramente que no son una misma cosa mi sensación, que está en mí, y su causa o su objeto, que está fuera de mí.
»Así no solamente existo yo, sino que también existen otros seres, eso es, los objetos de mis sensaciones, y aunque estos objetos no fuesen más que meras ideas, siempre es cierto que yo no soy estas ideas.
»Ahora bien, a todo cuanto siento fuera de mí y que obra en mis sentidos, le doy el nombre de materia, y a todas las porciones de materia que concibo reunidas en seres individuales, les llamo cuerpos. Así, todas las disensiones de idealistas y de materialistas no significan nada para mí; sus distinciones sobre la apariencia y la realidad de los cuerpos no son más que quimeras.
»Ya estoy tan seguro de la existencia del universo como de la mía. Luego reflexiono sobre los objetos de mis sensaciones, y encontrando en mí la facultad de compararlas, me siento poseído de una fuerza activa que antes ignoraba que poseyera.
»Percibir es sentir, comparar es juzgar, pero juzgar y sentir no son una misma cosa. Por la sensación, se me presentan los objetos separados, aislados, como están en la naturaleza; por la comparación, los muevo, los trasplanto, por así decirlo, y los pongo uno encima de otro para juzgar de su diferencia o de su semejanza, y en general de todas sus relaciones. A mi modo de entender, la facultad que distingue el ser activo o inteligente consiste en poder dar un significado a la palabra “es”. Busco en vano en el ser puramente sensitivo aquella fuerza inteligente que se sobrepone y luego falla, sin poder descubrirla en su naturaleza. Este ser pasivo sentirá separadamente cada objeto; también sentirá el objeto total formado de ambos, pero como carece de fuerza para colocarlos uno encima del otro, nunca los comparará ni los juzgará.
»Ver dos objetos a la vez no es ver sus relaciones ni juzgar sus diferencias; percibir muchos objetos, unos fuera de otros, no es numerarlos. En un mismo instante puedo tener idea de un palo grande y un palo pequeño sin compararlos, sin juzgar que uno es más pequeño que otro, como puedo ver de una vez mi mano entera sin contar mis dedos. Estas ideas comparativas, “más grande, más pequeño”, lo mismo que las ideas numéricas de “uno” de “dos” no son sensaciones, aunque mi espíritu solamente las produzca con ocasión de las sensaciones.
»Se nos dice que el ser sensitivo distingue unas sensaciones de otras por las diferencias que tienen entre sí estas mismas sensaciones. Esto precisa una explicación. Cuando las sensaciones son diferentes, el ser sensitivo la distingue por sus diferencias; cuando son semejantes, las distingue porque las siente unas fuera de otras. Si no, ¿cómo había de distinguir en una sensación simultánea dos objetos iguales? Precisamente sería necesario que confundiese estos dos objetos y los creyese uno solo, especialmente en un sistema que pretende que no son extensas las ideas representativas de la extensión.
»Cuando se han percibido las dos sensaciones que se han de comparar, ya está hecha su impresión, cada objeto está sentido así, pero no su relación, y si únicamente me viniese del objeto, no me engañaran mis juicios, ya que nunca es falso que sienta lo que siento.
»¿Por qué me engaño yo acerca de las relaciones de estos dos palos, principalmente cuando no están paralelos? ¿Por qué digo, por ejemplo, que el palo pequeño es la tercera parte del grande, cuando en realidad no es más que la cuarta? ¿Por qué la imagen, que es la sensación, no es conforme con su modelo, que es el objeto? Porque cuando hago juicios soy activo, porque la operación que comparo es defectuosa y porque mi entendimiento, que juzga las relaciones, mezcla sus errores con la verdad de las sensaciones, que sólo muestran los objetos.
»Se añade a esto una reflexión que admirará si se piensa bien en ella, y es que si fuéramos puramente pasivos en el uso de nuestros sentidos, no existiría entre ellos comunicación ni nos sería posible conocer el cuerpo que tocamos y el objeto que vemos si fueran uno mismo. O nunca sentiríamos nada fuera de nosotros, o habría para nosotros cinco sustancias sensibles, cuya identidad no tendríamos medio alguno de conocer.
»Que se dé el nombre que se quiera a aquella fuerza de mi espíritu que aproxima y compara mis sensaciones; llámese atención, meditación, reflexión o como queramos, siempre es cierto que está en mí y no en las cosas, que sólo yo soy quien la produzco, aunque sea con motivo de la impresión que los objetos me causan. Sin ser dueño de sentir o dejar de sentir, en cambio lo soy de examinar con mayor o menor intensidad lo que siento.
»No soy, pues, un ser sensitivo y pasivo, sino un ser inteligente y activo, y diga lo que quiera la filosofía, osaré concederme el honor de pensar. Sólo sé que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga, y cuanto menos pongo de mi parte en mis juicios, más seguro estoy de acercarme a la verdad, por lo que mi norma de entregarme más al sentimiento que a la razón queda confirmada por la misma razón.
»Habiéndome asegurado, por decirlo así, de mí mismo, empiezo a mirar fuera de mí, y me considero, no sin estremecimiento, perdido en este vasto universo y como anegado en la inmensidad de los seres, sin saber nada de lo que son, ni de un modo absoluto, ni entre sí, ni con respecto a mí. Los estudio y los observo, y el primer objeto que se me presenta para compararlos soy yo mismo.
»Todo lo que percibo mediante los sentidos en materia, y deduzco todas las propiedades esenciales de la materia, de las cualidades sensibles que me hacen conocer y que son inseparables. Unas veces la observo en movimiento y otras en quietud, de donde colijo que no son esenciales ni la quietud ni el movimiento, pero que siendo el movimiento una acción, es efecto de una causa cuya ausencia es la quietud. Así, cuando nada obra en la materia, permanece en reposo, y por lo mismo que es indiferente para la quietud y para el movimiento, su estado natural es permanecer en reposo.
»En los cuerpos percibo dos clases de movimientos movimiento comunicado y movimiento espontáneo. En el primero la causa del movimiento está fuera del cuerpo movido, y en el segundo está en el mismo cuerpo. No voy, a deducir por esto que el movimiento de un reloj de bolsillo, por ejemplo, sea espontáneo, puesto que si no obrara en él ninguna cosa ajena al muelle no haría esfuerzo para enderezarse, ni le daría cuerda. Por la misma razón, tampoco voy a conceder la espontaneidad a los fluidos, ni siquiera al fuego que causa su fluidez.
»Me vais a preguntar si los movimientos de los animales son espontáneos, y yo os diré que lo ignoro, pero la analogía induce a la afirmación. También me preguntaréis cómo sé yo que hay movimiento espontáneo, y os contestaré que lo sé porque lo siento. Quiero mover mi brazo y lo muevo, sin que este movimiento tenga otra causa inmediata que mi propia voluntad. Sería inútil querer destruir con argumentos esta íntima conciencia mía, que es más fuerte que toda evidencia; sería lo mismo que querer probarme que yo no existo.
»Si no hubiese ninguna espontaneidad en las acciones de los hombres ni en nada de lo que se hace, aún nos encontraríamos con mayores apuros para imaginar la causa primera de todo el movimiento. Yo me siento de tal modo convencido de que el estado natural de la materia es el de permanecer en reposo, y de que por sí misma carece de toda fuerza para obrar, que en cuanto veo un cuerpo en movimiento, juzgo o que es un cuerpo animado o que el movimiento le ha sido comunicado, y mi espíritu rehúsa conceder que una materia no organizada se mueva por sí misma o sea capaz de alguna acción.
»No obstante, este universo visible es materia esparcida y muerta, que no tiene nada en su todo de cuanto constituye la unión, la organización y el sentimiento común de las partes de un cuerpo animado, ya que nosotros, que somos partes, de ninguna manera nos sentimos en el todo. Este mismo universo está en movimiento, y en sus movimientos regulares y uniformes, sujetos a unas leyes constantes, nada tiene de aquella libertad que se observa en los movimientos espontáneos del hombre y de los animales. Por tanto, el mundo no es un gran animal que por sí mismo se mueva; sus movimientos poseen una causa que está fuera de él y que yo no percibo, pero la persuasión interior me hace sensible esta causa de tal manera que no puede moverse el sol sin que yo me imagine una fuerza que le empuja, y si la tierra gira creo ver una mano que la hace girar.
»Si es preciso admitir leyes generales cuyas relaciones esenciales con la materia no percibo, ¿qué habré adelantado? Estas leyes no son seres reales o sustancias; luego tienen algún otro fundamento que no conozco. La experiencia y la observación nos han dado a conocer las leyes del movimiento; estas leyes determinan los efectos sin manifestar las causas, y son insuficientes para explicar el sistema del mundo y los fenómenos celestes. Descartes formaba con cubos el cielo y la tierra, pero fue incapaz de dar el primer impulso a estos cubos y de poner en acción su fuerza centrífuga sin valerse del movimiento de rotación, pero la atracción sola pronto reduciría al universo a una masa inmóvil, y ha sido preciso juntar con la ley de la atracción, inventada por Newton, una fuerza proyectil, para lograr que los cuerpos celestes describan curvas. Que nos diga Descartes cuál es la ley física que ha hecho dar vueltas a sus órbitas.
»Las primeras causas del movimiento no existen en la materia, pues recibe el movimiento y lo comunica, pero no lo produce. Cuanto más observo la acción de las fuerzas de la naturaleza, las cuales actúan unas sobre otras, más me convenzo de que de efecto en efecto siempre vendremos a parar a una voluntad que es la causa primera, puesto que el suponer un progreso infinito de causas es no suponer ninguna. Resumiendo, que todo movimiento que no es producido por otro sólo puede provenir de un acto espontáneo y voluntario; los cuerpos inanimados no obran de otra forma que por el movimiento, y sin voluntad no existe una verdadera acción. Éste es mi primer principio. Creo que una voluntad mueve el universo y animó la materia. Éste es mi primer dogma o mi primer artículo de fe.
»¿Cómo es posible que una voluntad produzca una acción física y corporal? Lo ignoro, pero experimento en mí que es producida por ella. Quiero obrar, y obro; quiero mover mi cuerpo, y lo muevo, pero que un cuerpo inanimado y en reposo llegue a moverse por sí mismo, o que produzca el movimiento, es concebir un efecto sin causa, es no concebir absolutamente nada.
»Tan imposible es concebir que mi voluntad mueve mí cuerpo como que mis sensaciones queden impresas en mi alma. No sé adivinar por qué ha parecido uno de estos misterios más fácil de explicar que el otro. Por lo que a mí hace referencia, tanto si es pasivo como si es activo, me parece absolutamente incomprensible el medio de unión de ambas sustancias. Es muy extraño que aleguen esta misma imposibilidad para confundir las dos sustancias, como si operaciones de tan distinta naturaleza quedaran mejor explicadas con un solo sujeto que con dos.
»El dogma que acabo de establecer, en verdad que resulta oscuro, pero presenta un significado, y no tiene nada que repugne a la razón ni a la observación. ¿Podemos decir lo mismo del materialismo? ¿No es una cosa clara que si el movimiento en su esencia fuese de la materia, sería inseparable de ésta, que siempre estaría en el mismo grado, que siempre sería el mismo en cada porción de materia, que sería incomunicable, que no podría aumentar ni disminuir, y que ni siquiera podríamos concebir la materia en reposo? Cuando me dicen que el movimiento le es necesario pero no esencial, quieren alucinarme con palabras que serían más fáciles de refutar si significasen algo más, porque si le viene el movimiento a la materia de sí misma, entonces es esencial de ella, mas si le viene de alguna causa extraña, sólo es necesario en la materia en cuanto obra en ella la causa motriz, y entonces volvemos a la primera dificultad.
»Las ideas generales y las abstractas son el origen de los más grandes errores, jamás los hombres dados a la metafísica descubrieron una verdad, y han llenado la filosofía de insensateces que causan rubor en cuanto se les despojan de esas palabras tan grandilocuentes con que vienen disfrazadas. Decidme, amigo mío, si cuando os hablan de una fuerza ciega esparcida por toda la naturaleza ofrecen alguna idea a vuestro espíritu. Creen decir cualquier cosa con los vocablos vagos de “fuerza universal”, de “movimiento necesario”, y no han dicho nada. La idea de movimiento no es otra cosa que la de transporte de un lugar a otro; no existe movimiento sin una dirección, porque no puede un ser individual moverse en todos los sentidos a la vez. ¿Pues, en qué sentido se mueve necesariamente la materia? ¿Toda la materia en conjunto tiene un movimiento uniforme a cada átomo tiene el suyo propio? Según la primera idea, todo el universo debe formar una masa sólida e indivisible; según la última, sólo formará un fluido incoherente y desparramado sin que sea posible que dos átomos se reúnan. ¿En qué dirección se efectuará ese movimiento de toda la materia? ¿Será en línea recta o circular, hacia arriba o hacia abajo, a la derecha o a la izquierda? Si cada molécula de materia tiene su dirección propia, ¿cuáles serán las causas de todas estas direcciones y diferencias? Si cada molécula de materia no hiciera otra cosa que girar sobre su propio centro, nunca saldría nada de su lugar, ni habría comunicación de movimiento, y todavía sería preciso que este movimiento circular fuera determinado en algún sentido. Atribuir a la materia el movimiento por abstracción, es decir, una cosa que no significa nada, y darle movimiento determinado, es suponer que una causa lo determina. Cuanto más multiplique las fuerzas particulares, más causas nuevas tendré que explicar, sin encontrar nunca ningún agente común que las dirija. Distanciados de poder imaginar ningún orden en el concurso fortuito de los elementos, ni siquiera puedo imaginar su historia, y para mí es más incomprensible el caos del universo que su armonía. Comprendo que no pueda ser inteligible para el espíritu humano el mecanismo del mundo, pero tan pronto como un hombre trate de explicarlo debe decir cosas que los hombres comprendan.
»Si la materia movida me demuestra una voluntad, la materia movida según ciertas leyes me demuestra una inteligencia. Éste es mi segundo artículo de fe. Obrar, comparar, escoger son las operaciones de un Ser activo y pensador; luego existe este Ser. ¿Dónde veo su existencia?, me vais a preguntar. No sólo en los cielos que giran, en el astro que nos alumbra; no sólo en mí mismo, sino en la oveja que pace, en el pájaro que vuela, en la hoja que se lleva el viento y en la piedra que cae.
»Juzgo del orden del mundo, aunque ignore el fin del mismo, porque para juzgar de este orden me basta comparar entre sí las partes, estudiar su concurso, sus relaciones y notar su armonía. No sé por qué existe el universo, pero no dejo de ver cómo está ordenado; ni tampoco dejo de conocer la correspondencia interna por la cual se dan mutuo auxilio los seres que lo componen. Soy como un hombre que por primera vez viese un reloj, quien no dejaría de admirarlo aunque no supiese el uso de la máquina ni viese el horario. No sé, diría él, para qué sirve todo esto, pero veo que cada pieza está hecha para las demás; me maravilla su trabajo, y estoy seguro de que todas estas ruedas que andan acordes tienden a un fin común que no puedo determinar.
»Comparemos los fines particulares, los medios, las relaciones coordinadas de todo género; luego escuchemos el sentimiento interno. ¿Qué entendimiento sano se puede negar a su testimonio? ¿A qué ojos no advertidos no les anuncia una inteligencia suprema el orden sensible del universo? ¡Cuántos sofismas deben ser amontonados para desconocer la armonía de los seres y el concurso admirable de cada pieza para la conservación de las demás! Me pueden hablar cuanto quieran de combinaciones y casualidades. ¿De qué sirve que me reduzcan al silencio si no logran persuadirme? ¿Y cómo me han de quitar el sentimiento involuntario que los desmiente a pesar mío? Si los cuerpos organizados se combinaron de mil maneras antes de tomar formas constantes, si se formaron estómagos sin bocas, pies sin cabezas, manos sin brazos, órganos imperfectos de todo género que han perecido por no haberse podido conservar, ¿por qué no ofrece ya a nuestra vista ninguna de estas pruebas informes? ¿Por qué al fin se ha prescrito la naturaleza leyes a que al principio se había sujetado? No debe extrañar que suceda una cosa cuando es posible y cuando la dificultad del suceso es compensada por la cantidad de suertes; convengo en ello. Sin embargo, si viniesen a decirme que unos caracteres de imprenta lanzados al azar habían producido la Eneida, yo no daría un paso para demostrar que era mentira. Os olvidáis, me dirán, de la cantidad de suertes. ¿Pero cuántas de estas suertes es necesario que suponga para que sea verosímil la combinación? Por mí, que sólo veo una, tengo lo infinito para apostar contra uno que no es su producción un efecto del acaso. Añádase que suertes y combinaciones jamás darán otra cosa que productos de la misma naturaleza que los elementos que se combinan, que nunca la organización y la vida resultarán de un choque de átomos, y que un químico que combine mixtos no hará que en su crisol sientan y piensen.
»He leído a Nieuwentit, con sorpresa y casi con escándalo. ¿Cómo quiso este hombre hacer un libro de las maravillas de la naturaleza, que demuestran la sabiduría de su autor? Su libro sería tan grande como el mundo, y cuando hubiese de entrar en detalles, habría olvidado la mayor maravilla, que es la armonía y la concordancia del todo. La generación de los cuerpos vivientes y organizados es por sí sola el abismo del espíritu humano; la valla insuperable que ha puesto la naturaleza entre las varias especies, para que no se confundieran, manifiesta sus intenciones con la más palpable evidencia. No se ha conformado con establecer el orden, sino que ha tomado medidas seguras para que nada le pudiera perturbar.
»No existe un ser en el universo a quien no se pueda considerar bajo algún aspecto como centro común de los demás, en torno del cual se coordinen de tal forma que todos son recíprocamente fines y medios unos con relación a otros. Se pierde y confunde nuestro espíritu en esta infinidad de relaciones que ni una sola está perdida o confundida en la naturaleza. ¡Cuántas suposiciones absurdas hay que realizar para deducir esta armonía del ciego mecanismo de la materia movida fortuitamente! Los que niegan la unidad de intención que se manifiesta en las relaciones en todas las partes de este gran todo, en vano cubren su confusión con abstracciones, coordinaciones, principios generales y términos emblemáticos; hagan los que quieran, yo no puedo concebir un sistema de seres tan constantemente ordenados sin concebir una inteligencia que los ordene. Me es imposible creer que la materia pasiva y muerta haya podido producir seres vivientes y sensitivos, que una fatalidad ciega haya podido producir seres inteligentes, y que lo que no piensa haya podido producir seres que piensen.
Creo, pues, que el mundo está gobernado por una voluntad poderosa y sabia; lo veo así, o más bien lo siento y me importa saberlo, ¿pero ese mismo mundo es eterno o creado? ¿Hay un principio único de las cosas? ¿Hay dos o muchos, y cuál es su naturaleza? No lo sé, ¿y qué me importa? Al paso que me interesan estos conocimientos haré esfuerzos para adquirirlos; mientras tanto renuncio a cuestiones ociosas que pueden causar inquietudes a mi amor propio, y son, además, inútiles para conducirme, y exceden los alcances de mi razón.
»Acordaos siempre que no ofrezco como doctrina mi dictamen, sino que lo manifiesto. Tanto si es eterna como creada la materia, tanto si hay o no un principio pasivo, siempre es verdad que el todo es uno y anuncia una inteligencia única, porque nada veo que no esté coordinado a un mismo sistema y no concurra a un mismo fin, que es la conservación del todo en el orden establecido. Este ser que quiere y puede, este ser activo por sí mismo, este ser, sea cual sea, que mueve el universo y coordina todas las cosas, yo le llamo Dios. A este nombre agrego las ideas de inteligencia, potencia y voluntad que he reunido, y la de bondad, que es consecuencia de ellas, mas no por eso conozco mejor al ser que he llamado de este modo; se esconde por igual a mis sentidos y a mi entendimiento; cuanto más pienso en él, más me confundo; sé con toda seguridad que existe y que existe por sí mismo; sé que mi existencia está subordinada a la suya, y que todas cuantas cosas conozco se encuentran en el mismo caso. En todas partes reconozco a Dios en sus obras, le siento en mí, le veo alrededor mío, pero tan pronto como quiero contemplarlo en sí mismo, así que quiero averiguar dónde está, quién es, cuál es su sustancia, huye de mí, y perturbado mi espíritu, nada distingo.
»Convencido de mi insuficiencia, "jamás discurriré acerca de la naturaleza de Dios, a no ser que me vea forzado por la conciencia de sus relaciones conmigo. Estos razonamientos son siempre temerarios, y un hombre prudente jamás debe entregarse a ellos sin estremecerse y estar convencido de que no es capaz de profundizarlos, porque lo más injurioso para la Divinidad no es que no pensemos en ella, sino que pensemos mal.
»Habiendo descubierto los atributos por los cuales concibo su existencia, vuelve a mí y averiguo qué lugar ocupo en el orden de las cosas que gobierna la providencia, y que yo puedo examinar. Me encuentro sin duda en el primero por mi especie, pues por mi voluntad y por los instrumentos que para ejecutarla están en mi mano, tengo más fuerza para lograr en todos los cuerpos que me rodean, o para aumentar o atenuar la eficacia de su acción en mí, según me conviene, que la que tiene ninguno de ellos para obrar en mí contra mi voluntad únicamente por el impulso físico, y por mi inteligencia soy el único que tiene inspección en el todo. ¿Qué ser en la tierra, si no es el hombre, sabe observar a todos los demás, medir, calcular, prever sus movimientos y afectos y enlazar, por decirlo así, el sentimiento de la existencia común con el de su existencia individual? ¿Qué hay más ridículo que pensar que Dios lo hizo todo para mí, si soy el único que sabe referirlo todo a él?
»Es verdad que el hombre es el rey de la tierra que habita, porque no sólo doma a los animales y dispone con su industria de los elementos, sino que sólo él en la tierra sabe disponer de ellos, y por la contemplación se apropia hasta de los mismos astros a los que no puede acercarse. Muéstrenme otro animal en la tierra que sepa hacer uso del fuego, que sepa producir luz. Ved: he de poder observar y conocer los seres y sus relaciones, sentir qué es el orden, la belleza, la virtud y contemplar el universo, enaltecerme hasta la mano que me rige; he de poder amar lo bueno, practicarlo, ¿y se me ha de comparar a los animales? Alma vil, tu triste filosofía es la que te hace semejante a ellos, o en vano pretendes envilecerte porque tu ingenio reclama contra tus principios, tu generoso pecho desmiente tu doctrina y hasta el abuso de tus facultades comprueba a despecho tuyo su excelencia.
»Por mi parte, como carezco de sistema que imponer, yo, hombre sencillo y sincero, a quien no arrastra la manía de ningún partido, y que no aspiro al honor de ser jefe de secta, contento con el puesto en que me ha colocado Dios, después de El no veo cosa, mejor que mi especie, y si hubiese de escoger mi lugar en el orden de los seres, ¿qué otro más alto pudiera escoger que el de hombre?
»Esta reflexión no me enorgullece tanto como me conmueve, porque este estado no lo escogí yo, ni es debido al mérito de un ser que todavía no existía. ¿Cómo puedo mirarme tan privilegiado sin felicitarme por desempeñar tan honroso puesto y bendecir la mano que me colocó en él? De mi primera reflexión sobre mí, nace en mi corazón un sentimiento de gratitud y bendición al autor de mi especie, y de este sentimiento mi primer homenaje a la Divinidad benéfica. Adoro el supremo poder y me enternecen sus beneficios. No necesito que me enseñen ese culto, ya que me lo dicta la misma naturaleza. ¿No es tal vez una consecuencia natural del amor de sí mismo amar lo que nos ampara y honrar lo que nos hace bien?
»Pero cuando para conocer después mi puesto individual en mi especie, tengo en consideración sus diversas jerarquías y los hombres que las ocupan, ¿dónde estoy? ¡Qué espectáculo! ¿Qué se ha hecho del orden que había observado? La imagen de la naturaleza solamente me presentaba armonía y proporciones; la del linaje humano sólo ofrece confusión y desorden. Reina la concordia entre los elementos, ¡y los hombres se hallan en el caos! Los brutos son felices, y sólo su ley es miserable. Oh, sabiduría, ¿dónde están tus leyes? Oh, Providencia, ¿así gobiernas el mundo? Ser benéfico, ¿en qué ha parado tu poder? Veo el mal sobre la tierra.
»Creeríais, amigo mío, que de estas tristes reflexiones y de estas aparentes contradicciones se formaron en mi entendimiento las ideas sublimes del alma, que hasta aquí no habían resultado de mis investigaciones? Meditando acerca de la naturaleza del hombre, creí descubrir en él dos principios distintos: uno que le elevaba al estudio de las eternas verdades, al amor de la justicia y a la belleza moral, a las regiones del mundo intelectual, en cuya contemplación se cifran las delicias del sabio, y otro que groseramente le retraía a sí mismo, que le esclavizaba al imperio de los sentidos y de las pasiones que son sus ministros, y por ellas anulaba cuantas ideas grandes y nobles le dictaba el sentimiento del primero. Sintiéndome arrastrado y combatido por estos dos movimientos contrarios, me decía: No, el hombre no es uno; yo quiero y no quiero; me siento esclavo y libre al mismo tiempo; veo lo bueno, lo apruebo y obro mal; soy activo cuando escucho la razón, pasivo cuando me arrastran mis pasiones, y cuando me rindo, mi mayor tormento es ver que era capaz de resistirme.
»Escuchad, joven confiado, porque yo siempre seré ingenuo. Si la conciencia es obra de las preocupaciones, sin duda voy equivocado, y no existe moral demostrada, pero si el preferirse a todo es una inclinación natural del hombre, y si, no obstante, es innato el sentimiento de justicia en el corazón humano, que remueva estas contradicciones quien hizo del hombre un ser sencillo, y entonces no reconoceré en él más que una sola sustancia.
»Observaréis que por la palabra “sustancia” entiendo al ser dotado de una cualidad primitiva, haciendo abstracción de toda modificación particular o secundaria, de modo que si todas las cualidades primitivas que conocemos se pueden reunir en un mismo ser, no debemos admitir más que una sustancia, pero si existen cualidades que se excluyen recíprocamente, habrá tantas sustancias distintas cuantas exclusiones de esta especie pueden hacerse. Esto lo reflexionaréis; que diga lo que quiera Locke, pero me basta el conocer la materia como extensa y divisible para estar seguro de que no puede pensar, y cuando venga un filósofo a decirme que los árboles sienten y que piensan las peñas, en vano me enredará en argumentos sutiles, pues sólo podré considerarle un sofista de mala fe que prefiere conceder sentimiento a las piedras que otorgar alma al hombre.
»Imaginémonos a un sordo que niegue la existencia de sonidos porque jamás han hecho impresión en su oído. Coloco delante de él un instrumento oculto; el sordo ve que vibra la cuerda, y yo le digo que lo hace el sonido. “Nada de eso —me responde—; la causa de la vibración de la cuerda está en ella misma; es una cualidad común a todos los cuerpos vibrar de este modo”. “Pues mostradme —le replicó— esta vibración en los demás cuerpos, o su causa en esta cuerda”. “No puedo —me dice el sordo—, pero porque no concibo cómo vibra esta cuerda, ¿queréis que lo explique por medio de vuestros sonidos, de los que yo no poseo la más leve idea? Eso sería explicar un hecho oscuro por una causa todavía más oscura. Haced que yo sienta vuestros sonidos, o digo que no existen”.
»Cuanto más me detengo en reflexionar acerca del pensamiento y sobre la naturaleza del espíritu humano, me quedo más convencido de que el raciocinio de los materialistas tiene un parecido muy semejante al de este sordo, y verdaderamente, son sordos a la voz interior que les grita en un tono que es muy difícil no escuchar. Una máquina no piensa, no hay movimiento ni figura que produzca la reflexión; en su interior existe algo que procura romper los vínculos que se estrechan; el espacio no es tu medida, ni el mundo entero es suficiente para ti; tus afectos, tus deseos, tu inquietud, tú mismo orgullo tienen otro principio que este cuerpo estrecho en que te sientes encadenado.
»No existe ningún ser material que sea activo por sí mismo, y no obstante yo lo soy. En vano me lo ruegan; lo siento así, y este sentimiento que habla en mí es más fuerte que la razón que le oponen. Tengo un cuerpo en que obran los otros y que obra en ellos; esta acción recíproca es indudable, pero mi voluntad es independiente de mis sentidos, consiento o resisto, me rindo o soy vencedor, y en mi interior siento perfectamente todo lo que hago, lo que he querido hacer o cuando no hago más que ceder a mis pasiones. Siempre soy poseedor de una potencia para querer, pero no la poseo siempre para ejecutar. Cuando me dejo llevar de las tentaciones, obro según el impulso de los objetos externos; cuando me reprocho por esta debilidad sólo escucho mi voluntad; soy esclavo por mis vicios y soy libre por mis remordimientos; sólo cuando me depravo y cuando se levante la voz del alma contra la del cuerpo queda borrada en mí la conciencia de mi libertad.
»No soy conocedor de la voluntad sino por la íntima conciencia de la mía, y no conozco el entendimiento de otra manera. Al preguntarme cuál es la causa que determina mi voluntad, yo pregunto cuál es la que determina mi juicio, porque se ve claramente que estas dos causas no son más que una, y si comprendemos perfectamente que el hombre es activo en sus juicios, que su entendimiento no es otra cosa que la potestad de comparar y juzgar, nos podremos dar cuenta de que la libertad es otra potestad semejante, o derivada de aquélla; elige el bien como ha juzgado la verdad, y si juzga erróneamente, entonces elige mal. ¿Cuál es la causa que determina su voluntad? Su juicio. ¿Y cuál es la que determina su juicio? Su facultad inteligente, su potestad de juzgar; la causa determinante está dentro de sí misma. Pasando más adelante, nada entiendo.
»No cabe duda alguna de que no soy libre para no querer mi propio bien, ni soy libre para querer mi mal, pero mi libertad consiste en eso mismo, en que sólo puedo querer lo que me conviene, o lo que pienso que me conviene, sin que ninguna causa extraña a mí me determine. Porque no soy dueño de ser otro que yo, ¿se infiere que no soy dueño de mí mismo?
»El principio de toda acción tiene su asiento en la voluntad de un ser libre y no cabe la posibilidad de ascender más arriba. La palabra que no significa nada no es de libertad, sino de necesidad. El suponer algún acto, algún efecto que no derive de un principio activo es verdaderamente suponer efectos sin causa, e incurrir en un círculo vicioso. O no hay primer impulso, o todo primer impulso carece de causa interior alguna, y no existe verdadera voluntad sin libertad. Por lo tanto, el hombre es libre en sus acciones, y como tal, está animado por una sustancia inmaterial. Éste es un tercer artículo de fe. Por estos tres primeros podréis deducir fácilmente los demás, sin que yo siga contándolos.
»Si el hombre es activo y libre, otra por sí propio; todo lo que hace de un modo libre está fuera del sistema ordenado por la Providencia, y no puede ser imputado a ésta. Dios no quiere el mal que comete el hombre cuando usa indebidamente la libertad que le da, pero no le evita que lo haga, porque proviene de un ser tan débil el mal es nulo a sus ojos o por qué no podría evitarlo sin violentar su libertad causarle un mayor perjuicio rebajando su naturaleza. Le hizo libre, no para que obrase mal, sino bien por su propio impulso. Le puso en estado de que hiciera esta elección, haciendo un buen uso de las facultades de que le dotó, pero limitó sus fuerzas de tal manera que no pudiese, abusando de la libertad, alterar el orden general. En el hombre recae el mal que él hace sin que varíe en nada el sistema del mundo, y sin evitar que a despecho de sí mismo el género humano se conserve. El quejarse de que Dios no le impida obrar mal, es quejarse de que le hizo de excelente naturaleza, de que juntó con sus acciones la moralidad que las ennoblece y de que le dio derecho a la virtud. La suprema felicidad está en el contento de sí mismo, y para ser merecedores de este contento somos moradores de la tierra y todos estamos dotados de libertad, aunque somos tentados por las pasiones y frenados por la conciencia. ¿Qué otra cosa podía hacer que fuera más en beneficio nuestro la misma potencia divina? ¿Podía hacer que fuera contradictoria nuestra naturaleza, dando el premio de las buenas obras a quien no tuviese la facultad de obrar mal? ¿Cómo? ¿Para impedir que fuese malo el hombre, le había de limitar al instinto y hacerle bestia? No, no, Dios de mi alma; jamás te acusaré de que formaste a tu imagen la mía, para que pudiera ser libre, venturoso y bueno como tú.
»El abuso de nuestras facultades es lo que nos convierte en desgraciados y malos. De nosotros mismos provienen nuestros pesares, nuestras zozobras y nuestras congojas; el mal moral, no cabe duda, es obra nuestra, y el mal físico no sería nada sin nuestros vicios, que nos lo han hecho sensible. ¿No nos hace sentir la naturaleza nuestras necesidades para nuestra conservación? ¿No es un signo el dolor corporal de que la máquina se descompone, y un aviso para que acudamos remedio? La muerte… Los perversos, ¿no envenenan su vida y la nuestra? ¿Quién querría vivir siempre en medio de ellos? La muerte es el remedio de los males que os hacéis, pues la naturaleza no ha querido que siempre padezcáis. A muy pocos males está sujeto el hombre que vive en la sencillez primitiva. Sin dolencias, casi como sin pasiones, ni prevé, ni siente la muerte; cuando la siente, sus achaques hacen que la desee, y entonces ya no es un daño para él. Si nos conformásemos en ser lo que somos, no tendríamos motivo alguno para lamentar nuestra suerte, pero buscando un bienestar imaginario nos acarreamos mil males reales. Le espera mucho que sufrir a quien no sabe padecer un leve dolor. Quien con el desarreglo de su vida ha estragado su constitución y con remedios quiere restablecerla, añade al mal que siente el otro que teme. La previsión de la muerte le aterra y se la acelera; cuanto más se esfuerza en huir de ella, con mayor intensidad la siente, y durante toda su vida está muerto de miedo, quejándose de la naturaleza por los males que, ofendiéndola, se ha hecho él a sí mismo.
Hombre, no busques el autor del mal, puesto que ese autor eres tú mismo. No hay otro mal que el que tú haces o padeces, y tanto el uno como el otro vienen de ti. El mal general sólo se puede encontrar en el desorden, y en el sistema del mundo observo un orden que jamás se desmiente. El mal particular consiste en el sentimiento del ser que lo sufre, y el hombre no ha recibido este sentimiento de la naturaleza, sino que se lo ha dado él mismo. El dolor poco halla donde cebarse en quien, habiendo reflexionado poco, no tiene previsión ni memoria. Quitad nuestros fatales progresos, nuestros errores y nuestros vicios, apartad la obra del hombre, y todo está bien.
»Donde todo está bien no hay nada que sea injusto. La justicia es inseparable de la bondad, y la bondad es efecto necesario de una potencia ilimitada y del amor de sí mismo esencial en todo ser que siente. El que todo lo puede, extiende, por decirlo así, su existencia con la de los seres. Producir y conservar son el acto perpetuo de la potencia, que no obra en lo que no existe; Dios no es el Dios de los muertos, y no podría ser destructor y malo sin perjudicarse. El que lo puede todo, sólo puede querer lo que es bueno. Entonces, el ser soberanamente bueno, porque es soberanamente poderoso, también debe ser soberanamente justo, sin lo cual se contradirá a sí mismo, porque el amor del orden que da origen al orden se llama “bondad” y el amor del orden que le conserva se llama “justiciar”.
»Se dice “Dios no debe nada a sus criaturas”. Yo opino que les debe todo lo que les prometió cuando les dio el ser, y prometerles un bien es darles la idea del bien y hacer que sientan su necesidad. Cuanto más me concentro, cuanto más me examino más claramente veo escritas estas palabras en mi alma: “Sé justo y serás feliz”. Pero no es así si consideramos el presente estado de las cosas, el malo prospera y el justo vive oprimido. Ved la indignación que nos produce ver frustrada esta esperanza. La conciencia se exalta y murmura contra su autor; gimiendo le grita: “¡Me has engañado!”.
»¿Que yo te he engañado, temerario? ¿Y quién te lo ha dicho? ¿Está tu alma aniquilada? ¿Has dejado de existir? ¡Oh, Bruto, oh, hijo mío! No mancilles en la muerte tu noble vida, no dejes en los campos de Filipo, con tu cuerpo, tu gloria y tus esperanzas. ¿Por qué dices “La virtud no es nada” cuando va la tuya a gozar el premio merecido? Piensas que vas a morir, y vas a vivir, y entonces yo cumpliré todo lo que te he prometido.
»Se diría, al oír las murmuraciones de los impacientes mortales, que Dios les debe la recompensa antes del mérito, y que está obligado a pagar por adelantado su virtud. Primeramente seamos buenos, y después seremos felices. No exijamos el premio antes que la victoria, ni el salario antes que el trabajo. No son coronados en la liza, decía Plutarco, los vencedores de nuestros juegos sacros, sino cuando han terminado.
»Si el alma es inmaterial, puede sobrevivir al cuerpo, si le sobrevive, la Providencia está justificada. Aunque no tuviese otra prueba de la inmaterialidad del alma que el triunfo del malo y la opresión del justo en este mundo, esto sólo me libraría de toda duda. Tan chocante disonancia dentro de la universal armonía haría que procurase resolverla. Me diría: No se acaba todo para nosotros con la vida, y todo vuelve al orden con la muerte. La verdad es que me vería detenido con la cuestión de saber dónde está el hombre, cuando todo lo sensible que en él había es destruido, pero esta dificultad no lo es para mí, que he reconocido en él dos sustancias. Es muy sencillo que percibiéndolo todo por mis sentidos durante mi vida corporal se me oculte lo que no se halle en la esfera de éstos. Cuando se ha roto la unión del cuerpo con el alma, concibo que se pueda destruir el uno y conservar la otra. ¿Por qué la destrucción del cuerpo ha de significar la del alma? Por el contrario, como son de naturaleza tan diferente, se hallan por su unión en un estado violento, y cuando cesa esta unión vuelven a su estado natural, y la sustancia activa y viviente recobra aquella fuerza que empleaba en mover la pasiva y muerta. ¡Ay!, demasiado lo conozco por mis vicios; el hombre vive sólo a medias durante su vida, y la vida del alma empieza cuando muere el cuerpo.
»¿Pero cuál es esa vida? ¿Es inmortal el alma por su naturaleza? No lo sé. Mi limitado entendimiento no concibe nada sin límites; todo lo que considera infinito se me oculta. ¿Qué puedo negar o afirmar, qué juicios puedo formar acerca de lo que no puedo concebir? Creo que el alma sobrevive al cuerpo lo suficiente para la conservación del orden, y quién sabe si lo suficiente para que dure siempre? No obstante, concibo cómo se gasta y destruye el cuerpo con la división de sus partes, pero yo no puedo concebir una destrucción semejante del ser pensador, y no imaginándome de qué modo puede morir, presumo que no morirá. Una vez que me consuela esta presunción, que no pugna con la razón, ¿por qué he de temer el abandonarme a ella?
»Siento mi alma, la conozco por el sentimiento y por el pensamiento y sé que existe, sin saber cuál es su esencia, porque no puedo razonar sobre ideas que no poseo. Lo que sé bien es que la identidad del “yo” solamente se prolonga por la memoria, y que para ser efectivamente el mismo, es necesario que me acuerde de haber sido. Ahora bien, no podría acordarme después de mi muerte de lo que he sido durante mi vida sin acordarme de lo que he sentido, y por consiguiente de lo que he realizado, y yo no dudo que este recuerdo constituya un día la felicidad de los buenos y el tormento de los malos. En la tierra, mil pasiones absorben el sentimiento interno y acallan el remordimiento. Las humillaciones, las desgracias que acarrea la práctica de las virtudes, impiden que se sienta su encanto. Pero cuando, libres de las ilusiones que nos causan el cuerpo y los sentidos, gocemos de la contemplación del Ser Supremo y de las eternas verdades cuyo manantial es Él; cuando la belleza del orden embargue todas las potencias de nuestra mente, y cuando únicamente nos ocupemos en comparar lo que hemos realizado con lo que debíamos realizar, entonces la voz de la conciencia recobrará su fuerza y su poderío; entonces el deleite puro que nace de la satisfacción de sí mismo y el amargo desconsuelo de haberse envilecido distinguirá con inagotables sentimientos el destino que cada uno se hubiese preparado. No me preguntéis, buen amigo mío, si habrá otras fuentes de felicidad y de pena, pues no lo sé, y las que me imagino son suficientes para consolarme en esta vida y hacerme esperar otra. No digo que los buenos serán recompensados, porque, ¿qué otro bien puede aguardar un ser excelente que vivir conforme a su naturaleza? Digo, sí, que serán dichosos, porque habiéndolos creado sensibles el autor de toda justicia, no los hizo para sufrir, y no habiendo ellos abusado de su libertad en la tierra, no han frustrado por culpa suya su destino, pero han sufrido en esta vida y serán recompensados en la otra. Este sentimiento se funda menos en el mérito del hombre que en la noción de bondad que me parece inseparable de la esencia divina. No hago otra cosa que suponer la observación de las leyes del orden, y Dios constante consigo mismo.
»No me preguntéis tampoco si los tormentos de los malos serán eternos, pues lo ignoro, y no tengo la vana curiosidad de aclarar cuestiones inútiles. ¿Qué me importa lo que ha de ser de los malos? Tampoco me interesa su suerte. Incluso me costará creer que sean condenados a eternos tormentos. Si se venga la suprema justicia, se venga en esta vida. Vosotras y vuestros errores, ¡oh naciones!, sois sus ministros. Los males que os hacéis los emplea en castigar los delitos que habéis sufrido. En vuestros insaciables corazones, roídos por la envidia, la avaricia y la ambición, las vengativas pasiones castigan vuestra engañosa prosperidad. ¿Para qué es necesario buscar el infierno en la otra vida si desde ésta reside en el corazón de los malos?
Donde finalizan nuestras perecederas necesidades, donde cesan insensatos deseos, también deben cesar nuestras pasiones y nuestros delitos. ¿De qué perversidad podrán ser susceptibles unos espíritus tan puros? No necesitando nada, ¿por qué han de ser malos? Si libres de nuestros torpes sentidos se cifra toda su felicidad en la contemplación de los seres, sólo pueden querer lo bueno. ¿Y es posible que el que deja de ser malo haya de ser siempre miserable? Esto es lo que me inclinó a creer, sin tener afán por resolverme. ¡Oh Ser clemente y bueno!, sean los que sean tus decretos, los adoro; si castigas a los malos para toda la eternidad, mi débil razón queda anonadada ante tu justicia, pero si el tiempo tiene que ahogar los remordimientos de este desventurado, si sus males han de tener fin, y si nos espera a todos la misma paz, te doy las gracias.
El malo, ¿no es hermano mío? ¡Cuántas veces sentido la tentación de imitarle! Con su miseria debe desprenderse de la malignidad de que va acompañada; que sea feliz como yo, y lejos de excitar mi envidia su dicha, la mía se acrecentará con ella.
»De este modo, contemplando a Dios en sus obras, y estudiándole por aquellos atributos suyos que me importa conocer, he llegado a extender y aumentar gradualmente la idea, antes imperfecta y limitada, que me formaba de este Ser inmenso. Pero si se ha hecho más noble y más vasta esta idea, también guarda menos proporción con la razón humana. A medida que me acerco en espíritu a la luz eterna, me turba y deslumbra su resplandor, y me veo obligado a abandonar todas las nociones terrenales que me ayudaban a imaginarla. Dios ya no es sensible y corpóreo; la suma inteligencia que gobierna al mundo, ya no es el mismo mundo; en vano exalto y trabajo mi mente por concebir su incomprensible esencia. Cuando veo que ella es la que da actividad y vida a la sustancia viviente activa que gobierna los cuerpos animados; cuando me dicen que mi alma es espiritual y que Dios es un espíritu me indigno contra este envilecimiento de la divina esencia, como si fueran de la misma naturaleza Dios y mi alma, como si no fuera el único ser absoluto, el único verdaderamente activo, el que siente, piensa y quiere por sí mismo, y del cual hemos recibido el pensamiento, el sentimiento, la actividad, la voluntad, la libertad y el ser. Somos libres porque él quiere que lo seamos, y su inexplicable sustancia es con respecto a nuestras almas lo que son nuestras almas con respecto a nuestros cuerpos. ¿Ha creado la materia, los cuerpos, los espíritus y el mundo? Lo ignoro. La idea de creación me confunde y excede a mi capacidad; la creo hasta donde puedo concebirla, pero sé que ha formado el universo y todo lo que existe, que todo lo ha hecho y todo lo ha ordenado. Sin duda, Dios es eterno, ¿pero mi espíritu puede abarcar la idea de eternidad? ¿Por qué me he de contentar con voces sin ideas? Yo concibo que Dios es antes que todas las cosas, que será mientras éstas subsistan y más allá si un día todo hubiera de acabarse. Si un ser que yo no concibo da la existencia a otros seres, es una cosa oscura e incomprensible, pero que se conviertan por sí mismos el ser y la nada uno en otro, es una palpable contradicción y un visible absurdo.
»Dios es inteligente, ¿pero cómo lo es? El hombre es inteligente cuando raciocina, y la inteligencia suprema no necesita raciocinar; para ella no existen premisas ni consecuencias, como tampoco hay proposición; es puramente intuitiva, igualmente ve todo cuanto es y todo cuanto puede ser, todas las verdades son para ella una sola idea, como todos los lugares un solo punto, y todos los tiempos un solo momento. La potencia humana obra por medios, pero la potencia divina obra por sí misma. Dios puede porque quiere, y su voluntad constituye su poder. Dios es bueno, no hay nada más manifiesto, pero la bondad en el hombre es el amor hacia sus semejantes, y la bondad de Dios es el amor del orden, porque por el orden mantiene todo lo que existe y liga con el todo cada parte. Dios es justo; estoy convencido de ello, y es una consecuencia de su bondad: la injusticia de los hombres es obra de ellos, no de Dios; el desorden moral, que a los ojos de los filósofos da testimonio contra la Providencia, a los míos la demuestra. Pero la justicia humana consiste en dar a cada uno lo que le pertenece y la divina en pedir a todos cuenta de lo que les ha dado.
»Y si de un modo sucesivo llego a descubrir estos atributos de los cuales no tengo ninguna idea, es por medio de consecuencias forzosas y haciendo buen uso de mi razón, pero los afirmo sin comprenderlos, y en realidad esto no es afirmar nada. En vano digo: Dios es de tal manera, le conozco y lo pruebo; pero no por eso concibo cómo puede ser Dios de tal manera.
»En fin, cuanto más me esfuerzo en contemplar su infinita esencia, menos la concibo, pero existe, y esto me basta; cuanto menos la concibo más la adoro. Humillado, le digo: Ser de los seres, yo existo porque existes Tú; meditando continuamente en Ti, yo me encumbro hacia mi fuente. El más sublime uso de mi razón consiste en anonadarse en tu presencia; el rapto de mi espíritu, el encanto de mi poquedad consiste en mirarme absorto ante tu grandeza.
»Después de haber deducido de este modo las principales verdades que me importaba averiguar, ahora me falta indagar cuáles son las máximas de conducta que debo sacar de la impresión de los objetos sensibles y del sentido interno que me incita a que juzgue de las causas según mis luces naturales, y que reglas me he de prescribir para desempeñar mi destino en la tierra según la intención del que en ella me ha colocado. Siguiendo siempre mi método, no saco estas reglas de los principios de una recóndita filosofía, pero las hallo en lo interior de mi corazón grabadas con indelebles caracteres por la naturaleza. Es suficiente con que yo me consulte acerca de lo que quiero hacer; todo lo que siento que es bueno, lo es; todo lo que siento que es malo, es malo; el mejor de todos los casuistas es la conciencia y sólo cuando discrepamos con ella recurrimos a las sutilezas del raciocinio. Nuestra primera solicitud es por nosotros mismos; no obstante, ¡cuántas veces la voz interior nos dice que obramos mal al procurar nuestro bien a costa del ajeno! Creemos seguir el impulso de la naturaleza, y le resistimos; escuchamos lo que dice a nuestros corazones: el ser activo obedece, el pasivo manda. La conciencia es la voz del alma, las pasiones son las del cuerpo. ¿Es extraño que se contradigan tan frecuentemente estos dos idiomas? ¿Y a cuál debemos escuchar en tal caso? La razón nos engaña con tanta frecuencia que nos sobra derecho para recusarla, pero la conciencia nunca nos engaña, puesto que es la verdadera guía del hombre, y en lo referente al alma viene a ser lo que es el instinto con respecto al cuerpo. Aquel que le sigue obedece a la naturaleza y no teme extraviarse. Este punto es importante —prosiguió mi bienhechor cuando se dio cuenta de que yo le iba a interrumpir—. Permitidme que me detenga un poco más en aclararlo.
»Toda la moralidad de nuestras acciones está en el juicio que nosotros nos formamos de ellas. Si es cierto que el bien es el bien, debe serlo en lo interior de nuestro corazón como en nuestras obras, y la primera paga de la virtud consiste en saber uno mismo que la práctica. Si la bondad moral es conforme con nuestra naturaleza, el hombre no puede tener sano y bien constituido el espíritu, sino en cuanto es bueno; si no lo es, y el hombre es malo naturalmente, no puede dejar de serlo sin corromperse, y en él la bondad no es más que un vicio contra naturaleza. Destinado a dañar a sus semejantes, como el lobo a degollar a la oveja, un hombre humano sería un animal tan depravado como un lobo compasivo, y la virtud sola nos dejaría remordimientos.
»Retornemos a nuestro interior, mi joven amado; veamos, dejando aparte todo interés personal, adónde nos conducen nuestras inclinaciones. ¿Qué espectáculo más halagüeño es para nosotros, el de la dicha o el de los tormentos ajenos? ¿Qué es lo que hacemos con mayor placer y que después de hecho nos deja más grata impresión, un acto de beneficencia o un agravio? ¿Por quién os interesáis en vuestros teatros? ¿Los delitos atroces os complacen? ¿Vertéis lágrimas por el castigo de los facinerosos que los cometieron? Para nosotros todo es indiferente, dicen, menos nuestro interés, y es todo lo contrario. Los atractivos de la amistad o de la humanidad nos consuelan de nuestros pesares, y hasta en nuestros gustos estaríamos muy solitarios y seríamos muy miserables si no tuviésemos con quién compartirlos. Si en el pecho humano no existe ningún afecto moral, de dónde le vienen esos arrebatos de admiración de las acciones heroicas, esos raptos de amor de los espíritus sublimes? ¿Qué relación tiene este entusiasmo de la virtud con nuestro interés privado? ¿Por qué quisiera ser Catón, que despedaza sus entrañas, más que César victorioso? Quitad de nuestros corazones el amor de la belleza y quitáis todo el encanto de la vida. Aquél en cuya mezquina alma han sofocado las villanas pasiones estos deliciosos afectos; aquel que a fuerza de reconcentrarse consigue no amar sino a sí mismo, no siente arrebatos; su helado corazón nunca palpita de júbilo, nunca humedece sus párpados una suave ternura, de nada disfruta, no siente ni vive; el desdichado es ya un muerto.
»Pero cualquiera que sea el número de malos en la tierra, pocas hay de aquellas almas cadavéricas que se han vuelto insensibles para todo lo que no les interesa, aunque sea justo y bueno. Sólo nos place la iniquidad cuando de ella nos aprovechamos; en todo lo demás queremos que el inocente sea protegido. ¿Vemos en una calle, o en un camino, un acto de violencia o de injusticia? Al momento surge en el interior de nuestro corazón un movimiento de indignación y cólera y nos induce a tomar la defensa del oprimido, pero nos retiene un deber más poderoso, y las leyes nos quitan el derecho de proteger la inocencia. Si, por el contrario, observamos un acto de clemencia o de generosidad, ¡qué afecto, qué admiración nos inspira! ¿Quién no dice que quisiera haber hecho otro tanto? Verdaderamente nos importa muy poco que haya sido malo o justo un hombre dos mil años atrás, y, sin embargo, nos despierta el mismo interés la historia antigua que si hubieran ocurrido aquellos hechos en nuestro tiempo. ¿Qué me importan a mí los delitos de Catilina? ¿Tengo miedo de ser víctima suya? ¿Pues, por qué le miro con tanto horror como si fuera mi contemporáneo? No sólo aborrecemos a los perversos porque nos causan mal, sino porque son malos. No sólo queremos ser felices, sino que también deseamos la felicidad ajena, y esta felicidad, cuando no nos cuesta nada, acrecienta la nuestra. Finalmente, aun a pesar suyo, tiene uno piedad de los desgraciados y sufre con su mal quien es testigo de él. Ni siquiera los más malvados pueden desprenderse totalmente de esta propensión, que algunas veces los pone en contradicción consigo mismos. El ladrón que despoja a los caminantes cubre la desnudez del pobre, y el más feroz asesino socorre al hombre que cae desmayado.
»Se habla de la voz del remordimiento, que castiga en secreto los crímenes ocultos, y a veces los pone en evidencia. ¡Ay!, ¿quién de nosotros no oyó jamás esta importuna voz? Hablamos por experiencia y quisiéramos sofocar ese tiránico sentimiento que nos atormenta tanto. Obedezcamos a la naturaleza y comprenderemos con cuánta dulzura reina, y cuando la hemos escuchado, ¡qué placer hallamos en formar buen concepto de nosotros mismos! El malo se teme y huye, se distrae saliendo de sí mismo; vuelve alrededor los ojos inquietos, y busca un objeto que le divierta; sin la amarga sátira, sin la sarcástica burla, siempre estaría triste; su único gusto es la risa que escarnece. Por el contrario, la serenidad del justo es interior, su risa no es maligna, sino alegre; lleva la causa de ella en sí mismo, y tan alegre está cuando permanece solo como cuando se ve acompañado, y no saca su contento de los que se le acercan, sino que se lo comunica.
»Tended la mirada por todas las naciones del mundo y recorred todas las historias; entre tantos cultos inhumanos y extravagantes, en medio de esta diversidad prodigiosa de costumbres y caracteres, en todas partes hallaréis las mismas ideas de justicia y honestidad, los mismos principios de moral y las mismas nociones del bien y del mal. El antiguo paganismo creó dioses abominables, que en la tierra hubieran sido castigados como facinerosos, que no ofrecían otra imagen de la suprema felicidad que atrocidades que cometer y pasiones que saciar. Pero vanamente descendía de la morada eterna el vicio armado de una autoridad sagrada; el instinto moral le repelía del corazón humano. Los que celebraban la disolución de Júpiter, tributaban su admiración a la continencia de Jenócrates; la casta Lucrecia adoraba a la impúdica Venus; el intrépido romano realizaba sacrificios al Pavor; invocaba al dios que mutiló a su padre, y sin proferir una queja recibía la muerte de manos del suyo. Las divinidades más despreciables fueron acatadas por los más encumbrados varones. Pero más fuerte que la de los dioses, la voz sacrosanta de la naturaleza se hacía respetar en la tierra, y parecía que confinaba el delito con los culpables en el cielo.
»Hay, pues en el fondo de nuestras almas un principio innato de justicia y de virtud, conforme al cual juzgamos, a pesar de nuestras propias máximas, por buenas o malas las acciones nuestras y las de los demás, y a este principio yo doy el nombre de conciencia.
»Pero ante esta palabra se producen por todas partes los clamores de los pretendidos sabios. Errores de la infancia, preocupaciones de la educación, todos exclaman de una forma unánime. No existe nada en el espíritu humano que no haya sido introducido en él por la experiencia, y no emitimos ningún juicio sobre cosa alguna, a no ser por las ideas adquiridas. Todavía hacen más; se atreven a desechar esta evidente y universal concordancia de todas las naciones, y contra la uniformidad que resplandece en los juicios de los hombres van a buscar en las tinieblas algún oscuro ejemplo conocido de ellos mismos, como si la perversión de un pueblo aniquilara todas las propensiones de la naturaleza, y como si por encontrar a un monstruo, ya lo fueran todos. ¿De qué le sirve al escéptico Montaigne el afán que se toma para desenterrar en un rincón de la tierra una costumbre opuesta a las nociones de justicia? ¿De qué le sirve conceder a los más sospechosos viajeros una autoridad que niega a los autores más célebres? ¿Destruirán tal vez algunos inciertos y estrambóticos estilos, fundados en causas locales, la general inducción que se saca del concurso de todos los pueblos, opuestos en todo lo demás y sólo acordes en este punto? ¡Oh, Montaigne!, tú que alardeas de ingenuidad y veracidad, sé sincero y verídico, si es que puede serlo un filósofo, y dime si hay un país donde constituye un delito el guardar la fe, el ser clemente, generoso y benéfico, donde sea despreciable un hombre de bien, y que el pérfido sea acatado.
»Se dice que cada uno contribuye al bien público por su interés; ¿pues de dónde viene que el justo contribuya en perjuicio propio? ¿Cómo se explica eso de correr a morir por su propio interés? No cabe duda de que nadie actúa como no sea por su bien, pero si no contamos con los bienes morales, nunca explicaremos por el interés personal otras acciones que las de los malvados, y hay que creer que nadie intentará explicar las otras. Sería una filosofía muy abominable la que tropezara con las acciones virtuosas, que no pudiera liberarse de las dificultades sin suponer en ellas bajas intenciones y motivos ajenos a la virtud; que se viera forzada a envilecer a Sócrates y a calumniar a Régulo. Si doctrinas de esta naturaleza pudieran brotar en nuestro país, la voz de la naturaleza, unida a la de la razón, se levantaría contra ellas y no dejaría ni a uno de sus partidarios la disculpa de que lo fuese de buena fe.
»No tengo intención de entrar aquí en discusiones metafísicas que exceden de mi capacidad y de la vuestra, y que en realidad a nada conducen. Ya os he dicho que no quería filosofar con vos, sino sólo ayudaros a que consultéis vuestro corazón. Cuando todos los filósofos del mundo demostrasen que estoy equivocado, si vos creéis que tengo razón, no necesito más.
»Para esto no hay más que haceros distinguir nuestras ideas adquiridas de nuestros afectos naturales, porque necesariamente sentimos antes de conocer, y como no aprendemos a querer nuestro bien y a evitar nuestro mal, sino que la naturaleza nos infunde esta voluntad, del mismo modo el amor hacia lo bueno y el odio a lo malo son tan naturales en nosotros como el amor hacia nosotros mismos. Los actos de la conciencia no son juicios, sino afectos, y aunque todas nuestras ideas provienen del exterior, los afectos que las valoran son internos, y por eso sólo conocemos la discrepancia o la analogía que existe entre nosotros y las cosas que debemos evitar o buscar.
»El existir, para nosotros, es sentir; nuestra sensibilidad es anterior a nuestra inteligencia, y antes de tener ideas hemos tenido afectos. Sea cual sea la causa de nuestro ser, ella ha provisto nuestra conservación dándonos sentimientos que convienen a nuestra naturaleza, y no se puede negar que nos son innatos. En lo que se refiere al individuo, estos afectos son el amor propio, el miedo al dolor, el horror a la muerte y el deseo de bienestar. Pero si, lo que no se puede dudar, el hombre es sociable por naturaleza, o por lo menos creado para serlo, lo será únicamente por efectos innatos relativos a su especie, porque si atendemos a la necesidad física, con seguridad que debe dispersar a los hombres en lugar de acercarlos. Después, del sistema moral formado por estas dos clases de relaciones consigo mismo y con sus semejantes, nace el impulso de la conciencia del hombre. Conocer el bien no es amarlo; en el hombre no es innato ese conocimiento, pero en el momento en que se hace conocer su razón, la conciencia le incita a que lo ame, y ese afecto sí que es innato.
»No creo, pues, amigo mío, que sea imposible explicar por consecuencias de nuestra naturaleza el principio inmediato de la conciencia, independiente de la misma razón. Y aunque fuera imposible, no sería necesaria esta explicación, porque cuando los que niegan este principio admitido y reconocido por toda la humanidad no prueban que no exista, sino que se limitan a asegurarlo; cuando nosotros aseguramos que existe, tenemos el mismo fundamento que ellos, y está de nuestra parte el testimonio interno y la voz de la conciencia, que testimonia a su favor. Si los primeros albores del juicio nos deslumbran, y al principio confunden los objetos a nuestra vista, aguardemos a que se vuelvan a abrir y se fortifiquen nuestros débiles ojos, y pronto volveremos a ver esos mismos objetos con la luz de la razón, tal como nos los mostraba la naturaleza, o seamos más sencillos y menos vanos; limitémonos a los primeros sentimientos que hallamos dentro de nosotros, ya que al cabo nos vuelve a ellos el estudio, cuando no nos ha descaminado.
»¡Conciencia, conciencia!, divino instinto, inmortal y celeste voz, guía segura de un ser ignorante y limitado pero inteligente y libre, juez infalible de lo bueno y de lo malo, que haces al hombre semejante a Dios. Tú constituyes la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones; sin ti nada siento en mí que me eleve sobre los animales, como no sea el triste privilegio de extraviarme de errores en errores tras un entendimiento sin reglas y una razón sin principios.
»Gracias al cielo, ya estamos libres de ese espantoso aparato de filosofía y podemos ser hombres sin ser sabios; no tendremos necesidad de consumir nuestra vida estudiando la moral, pues con menos esfuerzo hemos encontrado un guía más seguro en el inmenso laberinto de opiniones humanas. Pero no es suficiente con que haya este guía, pues es necesario saber comprenderle y seguirle. Si habla a todos los corazones, ¿por qué son tan pocos los que le comprenden? ¡Ah!, porque nos habla la lengua de la naturaleza mientras que todo contribuye a que la olvidemos. La conciencia es tímida, ama el retiro y la paz, el mundo y el bullicio la aturden, y las preocupaciones son sus más crueles enemigos; huye o se calla ante ella y la estrepitosa voz de éstas ahoga la suya e impide que la oigan; el fanatismo se atreve a desfigurarla y a definir en su nombre el delito. A fuerza de verse despedida, se incomoda, calla y no nos contesta, y después de haberla menospreciado largo tiempo, cuesta tanto llamarla como costó arrojarla.
»¡Cuántas veces me he fatigado al realizar mis investigaciones con la frialdad que sentía en mí! ¡Cuántas veces se me hicieron insoportables mis primeras meditaciones por la ponzoña que vertían sobre ellas el aburrimiento y el disgusto! Mi árido corazón se entregaba con un tibio y decaído celo al amor de la verdad. Yo preguntaba: ¿Por qué he de poner tanto afán en buscar lo que no existe? El bien moral es una quimera; no hay nada tan bueno como el placer de los sentidos. ¡Oh, qué difícil es recobrar el gusto de los deleites del espíritu una vez se ha perdido, y qué difícil es que lo adquiera quien nunca lo ha tenido! Si existiese un hombre tan miserable que no hubiese hecho nada en toda su vida, cuyo recuerdo le dejase contento de sí mismo y satisfecho de haber vivido, sería incapaz de conocerse nunca, y no habiendo sentido la bondad que conviene a su naturaleza, seguiría siendo malo, y sería infeliz eternamente. ¿Creéis, no obstante, que haya en el mundo un hombre tan depravado que no haya cedido a la tentación de hacer obras buenas? Esta tentación es tan natural y dulce, que no es posible resistirle siempre, y el recuerdo del deleite que ha causado una vez es suficiente para que siempre nos acordemos. Desgraciadamente cuesta mucho satisfacerla; aparecen mil razones para resistirse a la inclinación del corazón; una falsa prudencia le coarta en los bordes del “yo” humano, y se necesitan mil esfuerzos para atreverse a dejarlos atrás. En complacerse en las buenas obras consiste su premio, pero no se alcanza sin haberlo merecido. No hay condición más preciosa que la virtud, pero es preciso gozar de ella para verlo así. Cuando queremos abrazarla, de un modo semejante al Proteo de la fábula, al principio se reviste de mil figuras espantosas, y sólo al fin se deja ver en la suya por aquellos que no la dejaron.
»Combatido sin cesar por mis sentimientos naturales, que me hablaban en favor del interés común, y mi razón, que todo lo refería a mí, habría fluctuado toda mi vida en esta continua alternativa, obrando mal, amando el bien, y siempre contrario a mí mismo si otras nuevas luces no hubieran iluminado mi corazón, si la verdad, que fijó mis opiniones, no hubiera también asegurado mi conducta y no me hubiera puesto de acuerdo conmigo. El querer apoyar la virtud en la sola razón es vano. ¿Qué base sólida le podemos dar? Dicen que la virtud es el amor del orden. ¿Pero acaso puede más conmigo y ha de poder más que el de mi bienestar? Que me den una razón clara y suficiente para que yo le prefiera a éste. En realidad, su pretendido principio es un simple juego de palabras, porque yo también digo que el vicio es el amor del orden, pero tomándolo en otro sentido. Existe un orden moral en todas partes donde hay sentimiento e inteligencia. La diferencia está en que el bueno se coordina con referencia al todo, y el malo coordina al todo con referencia a él. Éste se constituye en el centro de todas las cosas y el otro mide su radio y se queda en la circunferencia. Entonces está coordinado con referencia a todos los círculos concéntricos, que son las criaturas. Si no existe la Divinidad, entonces sólo discurre el malo, y el bueno no sería más que un insensato.
»¡Ah, hijo mío!, ojalá que un día sintáis de qué peso se siente aliviado uno cuando, después de agotar la vanidad de las opiniones humanas y probar la amargura de las pasiones, encuentra tan cerca de sí el camino de la sabiduría, el premio de los afanes de esta vida y la fuente de felicidad de la que había desesperado. Todas las obligaciones de la ley natural, casi borradas de mi corazón por la injusticia de los hombres, se retratan en él en nombre de la justicia. Ya sólo siento en mí la obra y el instrumento del gran Ser que quiere el bien, que lo hace y que hará el mío mediante el concurso de mi voluntad con la suya, y el buen uso de mi libertad. Me conformo con el orden que ha establecido, seguro de disfrutar yo un día de ese orden y hallar en él mi felicidad, porque, ¿qué felicidad hay más dulce que sentirse ordenado en un sistema en el cual todo está bien? Acosado por el dolor, lo sufro con paciencia, pensando que es transitorio y que viene de un cuerpo que no es mío. Si hago sin testimonios una buena acción, sé que es vista, y saco testigo para la otra vida de mi conducta en ésta. Cuando padezco una injusticia, digo: El Ser justo que todo lo rige sabrá indemnizarme; las necesidades de mi cuerpo y las miserias de mi vida me hacen más tolerable la idea de la muerte. Así tendré que romper menos vínculos cuando lo tenga que dejar todo.
»¿Por qué mi alma está sujeta a mis sentidos y encadenada a este cuerpo que la esclaviza y la oprime? Lo ignoro. ¿Me fueron comunicados acaso los juicios de Dios? Mas yo puedo formar, sin caer en la temeridad, modestas conjeturas. Si el espíritu humano hubiera permanecido libre y puro, ¿qué mérito contraería amando y siguiendo el orden que viese establecido y que ningún interés tuviese en perturbar? Es cierto que sería feliz, pero faltaría a su felicidad el más alto grado, la gloria de la virtud y el buen testimonio de sí mismo; sería semejante a los ángeles, y el varón virtuoso sin duda será más que ellos. El alma unida a un cuerpo mortal con lazos no menos poderosos que incomprensibles, el afán de la conservación de este cuerpo la excita para que todo lo refiera a él, y le da un interés contrario al orden general, que, no obstante, es capaz de ver y amar; entonces el buen empleo de su libertad se convierte al mismo tiempo en mérito y recompensa y se labra una inalterable felicidad luchando contra sus pasiones terrenales y manteniéndose en su primera voluntad.
»Puesto que aun en el estado de abatimiento en que nos hallamos durante esta vida, todas nuestras inclinaciones son legítimas, y si nuestros vicios provienen de nosotros, ¿por qué nos quejamos de que nos dominen? ¿Por qué culpamos al autor de las cosas de los males que nos hacemos nosotros y de los enemigos que contra nosotros armamos? No acosemos al hombre, y siempre será bueno sin dificultad, lo mismo que sin remordimientos, siempre será feliz. Los culpables que se creen forzados al delito son tan mentirosos como perversos. ¿Cómo no se dan cuenta de que la flaqueza de que se quejan es producida por ellos mismos, que su primera depravación proviene de su voluntad, que a fuerza de querer ceder a las tentaciones, al final ceden a despecho suyo y las hacen irresistibles? Sin duda ya no depende de ellos el dejar de ser malos y débiles, pero dependió de ellos no llegar a serlo. Con qué facilidad seríamos siempre árbitros de nosotros y de nuestras pasiones, aun durante esta vida, si cuando todavía no están formados nuestros hábitos y comienza a abrirse el entendimiento, le supiéramos ocupar en los objetos que debe conocer para valorar los que no conoce; si de verdad quisiéramos ilustrarnos, no para lucirnos a los ojos ajenos, sino para ser buenos y acordes con nuestra naturaleza, para hacernos felices con el cumplimiento de nuestras obligaciones. Si nos parece fastidioso y difícil tal estudio, se debe a que cuando pensamos en él ya estamos agotados por el vicio y entregados a nuestras pasiones. Antes de conocer lo que es bueno y lo que es malo ya hemos sentado nuestros juicios, y aplicándolo después todo a esta falsa medida, no damos su justo valor a nada.
»Hay una edad en la cual el corazón todavía está libre, pero ardiente, inquieto, ansioso de una felicidad que aún no conoce, y la busca con una agotadora incertidumbre, y, engañado por los sentidos, se fija en su vana imagen y tiene la presunción de hallarla donde no reside. Estas ilusiones han permanecido en mí durante un tiempo excesivo, y, ¡ay! las he conocido muy tarde y no he podido disiparlas totalmente y durarán tanto como este cuerpo mortal que las causa. Ahora me parecen vanas, ya no me engañan, las tengo por lo que son, las sigo, pero las desprecio, y lejos de mirar en ellas el objeto de mi felicidad, veo su dificultad. De este modo, al instante aspiro en que libre de las ligaduras del cuerpo, sea “yo” sin contradicción, sin partición, y sólo necesito de mí para ser feliz; mientras tanto, desde esta vida lo soy, porque todos sus males no cuentan ya para mí, porque la miro como extraña a mi ser, y porque todo el bien que de ella puedo sacar depende de mí.
»Con el fin de elevarme de antemano todo lo posible a este estado de felicidad, de fuerza y libertad, me ejercito en las sublimes contemplaciones. Medito sobre el orden del Universo, no para explicarlo con vanos sistemas, sino para maravillarme de él sin cesar, para adorar al sabio Autor que en él se hace sentir. Hablo con Él, saturo todas mis facultades de su divina esencia, me enternezco con sus beneficios, le bendigo por sus dádivas, pero no hago oración. ¿Qué le podría pedir? ¿Que cambiara el curso de las cosas por mí y que hiciese milagros en beneficio mío? No; este ruego temerario, mejor que escuchado, merecería ser castigado. Tampoco le pido el poder de obrar bien. ¿Por qué he de pedirle lo que ya me ha dado? ¿No me ha dado la conciencia para amar lo bueno, la razón para conocerlo y la libertad para elegirlo? Si obro mal, no tengo disculpa; obro así porque quiero; pedirle que cambie mi voluntad es pedirle lo que me pide él, es querer que haga mi trabajo y cobrando yo el salario; no estar satisfecho con mí estado es no querer ser hombre, y querer otra cosa de lo que existe, es querer el desorden y el mal. Manantial de justicia y verdad, Dios clemente y bueno… Tengo en ti tal confianza que el supremo deseo de mi corazón es que se cumpla tu voluntad. Uniendo la mía con ella, hago lo que haces tú, me conformo con tu bondad y creo que gozo adelantada la suma felicidad que es su premio.
»En la justa desconfianza de mí mismo, la única cosa que le pido, o que de su justicia aguardo, es que corrija mí error si voy descaminado y si este error me pone en peligro. Aunque procedo de buena fe, no me creo infalible; mis opiniones, las que más acertadas me parecen, quizá son otras tantas falsedades, porque, ¿qué hombre no se empeña en las suyas? ¿Y cuántos están conformes en todo? La ilusión que me engaña viene de mí, y él es el único que puede sanarme. He hecho todo lo que he podido por alcanzar la verdad, pero está muy alta su fuente, y cuando me faltan las fuerzas para ir más lejos, ¿de qué puedo ser culpado? Le corresponde a ella acercarse».
»El buen sacerdote había hablado con vehemencia; estaba conmovido y yo también; me pareció que oía al divino Orfeo cantar los primeros himnos y enseñar a los hombres el culto de los dioses. Sin embargo, yo veía una serie de objeciones que oponerle, y no le opuse ni una, porque la persuasión estaba en su favor. A medida que me hablaba según su conciencia, parecía que la mía me confirmaba lo que él había manifestado.
»Las ideas que me acabáis de exponer —le dije—, me parecen mucho más nuevas por lo que confesáis ignorar que por lo decís creer. Me parece encontrar en ello el teísmo o la religión natural, que la afectación de los cristianos confunde con el ateísmo o la irreligión, una doctrina que es directamente opuesta. Pero en el estado actual de mi fe, tengo que subir mejor que bajar para admitir vuestras opiniones, y encuentro que es difícil quedarse precisamente en el punto en que estáis, si no soy tan prudente como vos. Para ser tan sincero, quiero consultar conmigo. El sentido interno es el que a ejemplo vuestro me debe guiar, y vos mismo me habéis enseñado que no es cuestión de un instante el contestar cuando le hemos impuesto silencio. Llevo en mi corazón vuestros razonamientos, y es necesario que los medite. Si después de pensar bien en ello, quedo tan convencido como vos, seréis mi último apóstol, y yo seré prosélito vuestro hasta la muerte. No obstante, continuad instruyéndome. Sólo me habéis expresado la mitad de lo que debo saber. Habladme de la revelación de las escrituras, de esos dogmas oscuros por los cuales voy a tientas desde mi infancia, sin poder concebirlos ni creerlos y sin saber admitirlos ni rechazarlos».
«Sí, hijo mío —me respondió, abrazándome—. Acabaré de deciros lo que pienso, pues no quiero abriros a medias mi corazón, pero era necesario el deseo que me manifestáis, el cual es autorizarme a no guardaros ninguna reserva. Hasta aquí no os he dicho nada que no crea que puede seros útil, y de lo que no esté yo íntimamente convencido. El examen que me falta hacer es bien diferente; sólo veo confusión, oscuridad, misterio y camino con incertidumbre y desconfianza. Me decido temblando, y más bien que mi dictamen os digo mis dudas. Si vuestros sentimientos fueran más estables, titubearía en deciros los míos, pero en el estado en que os halláis ganaréis al pensar como yo. Referente a lo demás, no deis a mis palabras otra autoridad que la razón, porque ignoro si estoy en un error. Cuando alguien argumenta es difícil que no tome alguna vez el estilo afirmativo; pero recordad que todas mis afirmaciones son simples motivos de duda. Averigua, vos mismo la verdad, pues sólo os prometo buena fe.
»En lo expuesto por mí, habéis visto la religión natural, y es extraño que se necesite otra. ¿Por dónde he de llegar yo al conocimiento de esta necesidad? ¿Cuál puede ser mi culpa al servir a Dios según las luces que ha dado a mi entendimiento y los afectos que inspira a mi corazón? ¿Qué pureza de moral, qué dogma provechoso para el hombre y que honre a su autor puedo yo sacar de una doctrina positiva, que sin ella no pudiera sacar del buen uso de mis facultades? Mostradme lo que podamos añadir, para gloria de Dios, para bien de la sociedad y para mi utilidad propia, a las obligaciones de la ley natural, y qué virtud derivaréis de un culto nuevo que no sea consecuencia del mío. Por la razón sola adquirimos las más altas ideas de la Divinidad. Observad el espectáculo de la naturaleza, escuchad la voz interior. ¿No lo ha dicho Dios todo a nuestros ojos, a nuestra conciencia, a nuestro juicio? ¿Qué más nos han de decir los hombres? Con sus revelaciones no hacen otra cosa que degradar a Dios, atribuyéndole pasiones humanas. Lejos de aclarar las nociones del gran Ser, veo que las complican los dogmas particulares, que, lejos de ennoblecerlas, las envilecen, que a los incomprensibles misterios que le rodean añaden absurdas contradicciones, que en vez de establecer la paz en la tierra, la talan a hierro y fuego y vuelve al hombre orgulloso, intolerante y cruel. Me propongo averiguar para qué sirve todo esto y no sé qué respuesta dar. Sólo veo los delitos de los hombres y las miserias del género humano.
»Se me ha dicho que hacía falta una revelación para enseñar a los hombres el modo cómo Dios quería ser servido, y para probarlo consignaban la diversidad de cultos extravagantes que han instituido y no ven que esta misma diversidad proviene de la manía le las revelaciones. Desde que los pueblos quisieron que Dios hablase, cada uno le hizo hablar a su manera, y le hizo decir lo que él quiso. Si no hubiesen escuchada más que lo que Dios le dijo al corazón el hombre, sólo habría una religión en la tierra.
»Hacía falta un culto uniforme, lo admito; pero ¿era tan importante este punto que fuese preciso todo el aparato de la potencia divina para establecerle? No debemos confundir la religión con su ceremonial. El culto que pide Dios es del corazón, y éste, cuando es sincero, siempre es uniforme. Es una loca vanidad imaginarse que Dios tenga el menor interés en la forma de vestir del sacerdote, en el orden de las palabras que pronuncia, en los ademanes que hace en el altar y en todas sus genuflexiones. Amigo mío, por mucho que te eleves, te quedarás siempre a ras de tierra; Dios quiere ser adorado en espíritu y en verdad. Ésta es la obligación de todas las religiones, de todos los países y de todos los hombres. En cuanto al culto exterior, si debe ser uniforme para el buen orden, ése es puro asunto de policía, y para eso no se necesita revelación.
»No empecé por todas estas reflexiones. Arrastrado por las preocupaciones de la educación y por aquel peligroso amor propio que siempre quiere poner al hombre más alto que su esfera, no pudiendo encumbrar mis débiles conceptos hasta el gran Ser, me afanaba por bajarle hasta mí. Acercaba las relaciones infinitamente distantes que median entre su naturaleza y la mía, quería comunicaciones más inmediatas e instrucciones más peculiares, y no satisfecho con hacer que Dios se asemejara al hombre, para ser yo un privilegiado entre mis semejantes, deseaba luces sobrenaturales, un culto exclusivo y que Dios me dijera lo que no había dicho a otros, o lo que otros no habían entendido del mismo modo que yo.
»Considerando el punto a que había llegado como el punto de donde salían todos los creyentes para llegar a un culto más ilustrado, sólo en los dogmas de la religión natural hallaba los elementos de toda religión. Contemplaba la diversidad de sectas que reinan en el mundo y que mutuamente se acusan de error y mentira, y preguntaba: “¿Cuál es la buena?”. Y me respondía cada uno: “La mía; sólo yo y mis partidarios pensamos bien; todos los demás están equivocados”. “¿Y cómo sabéis que es buena vuestra secta?”. “Porque lo ha dicho Dios”. “¿Quién os dijo que lo había dicho Dios?”. “Mi pastor que lo sabe. Me dice que crea esto y lo creo; me asegura que todos los que dicen otra cosa distinta que él, mienten, y no los escucho”.
»¿Conque no es una misma la verdad, pensaba yo, y lo que para mi es verdad, puede ser mentira para otro? Si es uno mismo el método del que sigue el camino recto y del que va extraviado, ¿qué mérito o qué culpa tiene más uno que otro? Siendo su elección un efecto de la casualidad, es una iniquidad imputársela, es recompensar o castigar por haber nacido en tal o cual país. El atreverse a decir que Dios nos juzga de ese modo, es agraviar su justicia.
»O todas las religiones son buenas y agradables a Dios, o si existe una que El prescribe a los hombres, o los castigue porque no la conocen, habrá dado indicios ciertos y manifiestos para que la distingan y conozcan por la única verdadera; estos indicios son de todos los tiempos y de todos los países, igualmente sensibles para todos los hombres, grandes y pequeños, ignorantes y sabios, europeos, indios, africanos y salvajes. Si hubiera una religión en la tierra, fuera de la cual solamente hubiese pena eterna, y si en un país cualquiera del mundo a un solo mortal de buena fe no le hubiera hecho impresión su evidencia, el Dios de esta religión sería el más inicuo y el más cruel de los tiranos.
»¿Buscamos, pues, la verdad sinceramente? Pues no atribuyamos nada al derecho del nacimiento ni a la autoridad de nuestros padres y pastores, pero sometamos al examen de conciencia y a la razón todo lo que nos enseñaron desde nuestra niñez. Puede decírseme: “Sujeta tu razón”, pero lo mismo me puede decir el que me engañe; para sujetar mi razón necesito razones.
»Toda la teología que puedo adquirir por mí mismo mediante la contemplación del universo y el buen uso de mis facultades, se limita a lo que os expliqué anteriormente. Para saber más, es preciso hacer uso de medios extraordinarios, y éstos no pueden ser la autoridad de los hombres, porque no siendo ningún hombre de distinta especie que yo, todo lo que él conoce naturalmente, puedo conocerlo yo, como también puede engañarse lo mismo que yo; cuando creo lo que él dice, no es porque lo dice, sino porque lo prueba. Así el testimonio de los hombres no es otro que el de mi razón, y no añade nada a los medios naturales con que Dios me ha dotado para conocer la verdad.
»Apóstol de la verdad ¿qué habréis de decirme que yo no pueda juzgarlo? Dios mismo ha hablado: escuchad su revelación. Eso es otra cosa. Dios ha hablado; gran palabra es esa. ¿Y a quién ha hablado? A los hombres. Pues, ¿cómo yo no he oído lo que ha dicho? Ha encargado a otros hombres que os repitieran sus palabras. Ya entiendo: son hombres los que me van a decir lo que Dios ha dicho. Hubiera preferido oírselo a Dios mismo; no le habría costado más trabajo y yo estaría a salvo de toda seducción. Os preserva de ella manifestando la misión de sus enviados. ¿Cómo así? Con milagros. ¿Y dónde están estos milagros? En los libros. ¿Y quién ha compuesto estos libros? Hombres. ¿Y quién ha visto esos milagros? Hombres que lo aseguran. ¡Siempre testimonios humanos! ¡Siempre hombres que me cuentan lo que han contado otros hombres! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo! Veamos, no obstante; examinemos, comparemos, verifiquemos. Si Dios se hubiera dignado dispensarme de todo este trabajo, ¿le habría servido yo con menos buena voluntad?
»Considerad, amigo mío, en qué horrible discusión me he metido, de cuánta erudición he precisado para retroceder a las más lejanas antigüedades, para examinar, pesar, confrontar las profecías, las revelaciones, los sucesos, los monumentos de fe propuestos en todos los países del mundo; para señalar las épocas, los lugares, los autores, las ocasiones… Cuánta exactitud de crítica preciso para distinguir las piezas auténticas de las supuestas, para comparar las objeciones con las respuestas y las versiones de los originales, para decidir de la imparcialidad de los testigos, de su sano juicio y de sus luces; para saber si han suprimido nada, añadido, invertido, cambiado o falsificado; para airear las contradicciones que aún quedan, para fallar acerca del peso que debe tener el silencio de los contrarios en los hechos que contra ellos se alegan; si han conocido estas alegaciones, si han hecho de ellas el aprecio suficiente para responder, si eran tan comunes los libros que fuesen a sus manos los nuestros, si hemos tenido la bastante buena fe para dejar correr entre nosotros los suyos, y que subsistiesen sus más fuertes objeciones como ellos las habían hecho.
»Reconocidos como indudables todos estos monumentos, se debe pasar en seguida a las pruebas de la misión de sus autores, saber a fondo las leyes de las suertes, las probabilidades eventuales, para señalar qué predicción se puede cumplir sin milagro; la índole de los idiomas originales, para distinguir lo que en estos idiomas es predicción de lo que sólo es figura oratoria; qué sucesos se hallan en el orden para decir hasta qué punto un hombre astuto puede engañar a los ignorantes y hasta asombrar a personas ilustradas; averiguar de qué especie debe ser un portento y qué autenticidad ha de tener, no sólo para ser creído, sino para que merezca ser castigado quien dude de él; comparar las pruebas de los falsos y verdaderos milagros y hallar reglas ciertas para discernirlos; en fin, decir por qué escogió Dios, para comprobar su palabra, medios que tienen tanta necesidad de ser comprobados, como si se burlara de la credulidad de los hombres y evitase a sabiendas los verdaderos medios de persuadirlos.
»Supongamos que la majestad divina se digna descender lo bastante para hacer a un hombre órgano de sus voluntades sagradas. ¿Es racional y justo exigir que obedezca todo el género humano la voz de este ministro, sin dársele a conocer como tal? ¿Es equitativo no darle otras credenciales que algunos signos particulares obrados en presencia de pocas personas oscuras, y que todos los demás hombres jamás sabrán de otro modo que de oídas? En todos los países del mundo, si se tuviesen por verdaderos los prodigios que la plebe y los crédulos dicen haber visto, cada secta sería la buena, existirían más portentos que sucesos naturales, y el mayor de todos los milagros sería que donde haya fanáticos perseguidos no hubiese milagros. El inalterable orden de la naturaleza es lo que más patentiza la sabia mano que la rige; si se diesen frecuentes excepciones, yo no sabría qué pensar, y creo en Dios demasiado para admitir esos milagros tan poco dignos de Él.
»Si viene un hombre hablando de esta forma: “Mortales, yo os anuncio la voluntad del Altísimo; en mi voz reconoced al que me envía; mando que el sol cambie de curso, que las estrellas se coloquen de distinto modo, que los montes reduzcan su altivez, que las olas se levanten y que tome otro aspecto la tierra”. Ante estas maravillas, ¿quién no reconocería al árbitro de la naturaleza? Ésta no obedece a los impostores cuyos milagros se realizan en encrucijadas, en desiertos, en aposentos, y sugestionan a su antojo a un corto número de espectadores ya dispuestos a creerlo todo. ¿Quién se atreverá a decirme cuántos testigos son necesarios para que un prodigio sea digno de fe. Si vuestros milagros, destinados a probar vuestra doctrina, necesitan pruebas, ¿para qué sirven? Se adelantaba lo mismo no haciéndolos.
»Resta, por último, el examen más importante en la doctrina que se anuncia, porque como los que dicen que Dios hace milagros en la tierra pretenden que algunas veces los imite el diablo, con los portentos mejor averiguados no estamos más adelantados que antes, y una vez que, aun en presencia de Moisés, se atrevían los magos del faraón a repetir los mismos signos que hacía aquél por orden expresa de Dios, ¿por qué en su ausencia no habrían aspirado a la misma autoridad con los mismos títulos? Así, después de probar la doctrina con el milagro, es precisó probar el milagro con la doctrina, con el fin de no confundir la obra del demonio con la de Dios. ¿Qué es lo que vosotros pensáis de este círculo vicioso?
»Esta doctrina que viene de Dios es preciso que lleve estampado el carácter sagrado de la Divinidad; no sólo debe aclarar las ideas confusas que acerca de ella ha bosquejado el raciocinio en nuestra mente, sino que también debe proponernos un culto, una moral y máximas que convengan a los atributos por los que únicamente concebimos su esencia. De modo que si sólo nos mostrase cosas absurdas y disparatadas, si sólo nos inspirase afectos de aversión a nuestros semejantes y de espanto de nosotros mismos; si nos pintase un Dios airado, celoso, vengativo, parcial y rencoroso con los hombres, un Dios de guerra y de combates, dispuesto siempre a destruir y a fulminar, siempre hablando de tormentos y de penas y que se alabase de castigar incluso a los inocentes, este Dios terrible no atrae ría mi corazón, y me guardaría de dejar mi religión natural para abrazar la suya, pues ya veis claramente que sería forzoso elegir. Yo diría a sus sectarios: vuestro Dios no es el nuestro. El que comienza por escoger a un solo pueblo, y proscribe a los demás del linaje humano, no es el padre común de los hombres; el que destina al fuego eterno la mayor parte de sus criaturas, no es el Dios clemente y bueno que me ha asegurado mi razón, la cual, me dice, por lo que se refiere a los dogmas, que deben ser claros, luminosos, de una evidencia irresistible. La religión natural es insuficiente debido a la oscuridad que deja en las altas verdades que nos enseña; corresponde a la revelación el enseñarnos estas verdades de una forma palpable para el espíritu humano, hacen que las conciba para que las crea. La fe se fortalece y afianza por el entendimiento; la más clara es infaliblemente la mejor de todas las religiones; el que llena de misterios y contradicciones el culto que me predica, me enseña a que desconfíe de él. El Dios que yo adoro no es un Dios de tinieblas ni me ha dotado de entendimiento para prohibirme que haga uso de él; decirme que sujete mi razón es agraviar a su autor. Un ministro de la verdad jamás tiraniza la razón, sino que la alumbra.
»Hemos dejado aparte toda autoridad humana, y sin ella no veo cómo puede convencer un hombre a otro cuando le predica una doctrina contraria a la razón. Por un instante procuremos que se encuentren estos dos hombres y averigüemos lo que se podría decir con aquella aspereza de lenguaje tan generalizada en ambos partidos».
EL INSPIRADO: La razón os enseña que el todo es mayor que la
parte, pero yo os enseño, de parte de Dios, que la parte es mayor que el
todo.
EL RAZONADOR: ¿Y quién sois vos para atreveros a decirme que Dios se contradice? ¿A quién he de creer mejor, al que me enseña por la razón las verdades eternas, o a vos que de su parte me anunciáis un absurdo?
EL INSPIRADO: A mí, porque mi instrucción es más positiva, y voy a probaros de un modo indudable que él me envía.
EL RAZONADOR: ¡Cómo! ¿Me probaréis que Dios es quien os envía a dar testimonio contra él? ¿De qué género serán vuestras pruebas para convencerme de que es más cierto que me habla Dios por boca vuestra que por el entendimiento que me ha dado?
EL INSPIRADO: ¿El entendimiento que os ha dado? ¡Hombre mezquino y vano! ¡Como si fueseis vos el primer impío que se extravía con su razón corrompida por el pecado!
EL RAZONADOR: Varón de Dios, tampoco seríais vos el primer bellaco que presenta su arrogancia como prueba de su misión.
EL INSPIRADO: ¡Qué! ¿También injurian los filósofos?
EL RAZONADOR: Algunas veces, cuando les dan ejemplo los santos.
EL INSPIRADO: Yo tengo derecho para hacerlo, puesto que hablo de parte de Dios.
EL RAZONADOR: Sería bueno mostrar el título antes de usar ese privilegio.
EL INSPIRADO: Mi título es auténtico; la tierra y los cielos sirven de testimonio en mi favor. Seguid atentamente mis razonamientos.
EL RAZONADOR: ¡Vuestros razonamientos! No os dais cuenta de lo que decís. Enseñarme que me engaña mi razón, ¿no es refutar lo mismo que me dijera en vuestro abono? El que recusa la razón sin valerse de ella, ha de convencer, porque supongamos que me convencéis con vuestros argumentos; ¿cómo puedo saber yo si mi razón no está corrompida por el pecado, lo que hace que me rinda a lo que decís? Por otra parte, ¿qué prueba, qué demostración podréis hacer que sea más evidente que el axioma que ha de destruir? Es tan creíble que un buen silogismo sea una falsedad, como que la parte sea mayor que el todo.
EL INSPIRADO: ¡Qué diferencia! Mis pruebas no tienen réplica, pues son de un orden sobrenatural.
EL RAZONADOR: ¡Sobrenatural! ¿Qué significa esta palabra? No la entiendo.
EL INSPIRADO: Son mutaciones en el orden de la naturaleza, profecías, milagros, prodigios de toda especie.
EL RAZONADOR: ¡Prodigios! ¡Milagros! Nunca vi nada de eso.
EL INSPIRADO: Otros los vieron por vos. Infinidad de testigos…, el testimonio de los pueblos…
EL RAZONADOR: ¿El testimonio de los pueblos es de orden sobrenatural?
EL INSPIRADO: No, pero cuando es unánime, es indisputable.
EL RAZONADOR: No hay nada más incontestable que los principios de la razón y no es posible comprobar un absurdo con el testimonio de los hombres. Vuelvo a repetirlo: veamos estas pruebas sobrenaturales, puesto que el testimonio del género humano no lo es.
EL INSPIRADO: ¡Oh, corazón endurecido!, no os habla la gracia.
EL RAZONADOR: No es culpa mía, porque, según decís, es necesario haber recibido ya la gracia para saber pedirla. Habladme vos en vez de ella.
EL INSPIRADO: Eso es lo que estoy haciendo, y no me escucháis. Pero ¿qué decís de las profecías?
EL RAZONADOR: Digo que del mismo modo que he oído profecías, he visto milagros. Además, digo que ninguna profecía puede tener autoridad para mí.
EL INSPIRADO: ¡Satélite del demonio! ¿Y por qué no tienen autoridad las profecías para vos?
EL RAZONADOR: Porque para que la tuvieran serían necesarias tres
cosas, cuyo concurso es imposible: que yo hubiese sido testigo de la
profecía, que lo fuese del suceso y que estuviese demostrado que éste no
ha podido casar casualmente con la profecía, porque aunque fuese más
determinada, más clara, más luminosa que un axioma de geometría, puesto
que la claridad de una predicción hecha a la ventura no imposibilita que
se cumpla, y cuando sucede este cumplimiento, nada prueba que favorezca
al que la predijo.
«Contemplad a lo que se reducen vuestras pretendidas pruebas sobrenaturales, vuestros milagros y vuestras profecías. A creer todo esto sobre la palabra de otro y a sujetar a la autoridad de los hombres la autoridad de Dios que habla a mi razón. Si pudieran recibir algún desprecio las verdades eternas que concibe mi inteligencia, para mí dejaría de haber ningún género de incertidumbre, y lejos de estar cierto de que me habláis de parte de Dios, ni siquiera estaría seguro de que Dios existe.
Éstas son grandes dificultades, hijo mío, y todavía hay más. Entre tantas religiones diversas que se proscriben y mutuamente se excluyen, una sola es la buena, si hay alguna que lo sea. Para reconocerla, no es suficiente examinar una sola; es preciso examinarlas todas, puesto que en ninguna materia debemos condenar sin antes oír; es indispensable establecer una comparación entre las objeciones y las pruebas; saber lo que opone cada uno a los demás y lo que responde. Cuanto más demostrada nos parezca una opinión, más debemos indagar en qué se fundan tantos hombres para no creer que están equivocados. Ha de ser muy sencillo quien crea que es suficiente oír a los doctores de su partido para instruirse en las razones del partido contrario. ¿Dónde están los teólogos que hagan gala de su buena fe? ¿Dónde los que para rebatir las razones de sus contrarios no las debiliten primero? Cada uno se luce en su partido, pero hay quien entre los suyos está muy ufano con sus pruebas y haría un papel muy tonto entre las personas de otro partido. ¿Queréis instruiros en los libros? Cuánta erudición tendréis que adquirir, cuántas lenguas que aprender, cuántas bibliotecas que ver y libros y más libros que leer. Por la elección, ¿quién me guiará? Difícilmente habrá en un país los mejores libros del partido contrario, y con más razón no se encontrarán los de todos los partidos, y aun cuando los hubiera, pronto los rebatirían. Siempre queda mal el ausente, y razones fútiles expresadas con arrogancia fácilmente eclipsan las irrebatibles que se exponen con desdén. Además, regularmente no hay nada que engañe más que los libros, ni que con menos fidelidad represente la idea de quien los ha escrito. Cuando habéis querido realizar juicios sobre la fe católica por medio del libro de Bossuet, os habéis hallado muy desviados de vuestra idea después de haber vivido con nosotros. Habéis visto que la doctrina con que se responde a los protestantes no es la misma que se enseña al pueblo, y que no tienen ningún parecido con el libro de Bossuet las enseñanzas de nuestros sermones. Para apreciar bien una religión, no debe ser estudiada en los libros de sus partidarios, sino que es preciso ir a aprenderla en el país, lo que es muy distinto. Cada país tiene sus tradiciones, su sentido, sus prácticas, sus preocupaciones, que forman el espíritu de su creencia y que se ha de unir con ella para juzgar bien.
»Si hay tantos países populosos que no imprimen libros ni leen los nuestros, ¿cómo juzgarán nuestras opiniones y cómo decidiremos nosotros de las suyas? Nos reímos de ellos y ellos nos desprecian, y si nuestros viajeros los ridiculizan, para pagárnoslo no les falta más que viajar por nuestros países. ¿En qué tierra no hay personas de juicio, de buena fe, de honradez y amantes de la verdad, que para abrazarla sólo desean conocerla? No obstante, cada uno siente su culto y cree absurdos los de las demás naciones; luego, o estos cultos de países extraños no son tan extravagantes como nos parecen, o la razón que en los nuestros encontramos nada prueba.
»En Europa tenemos tres principales religiones: la una admite una sola revelación, la otra admite dos y la otra tres. Cada una detesta y maldice las otras, las acusa de ceguedad, de endurecimiento, de obstinación y de mentira. ¿Qué hombre imparcial osará juzgarlas sin antes haber medido con detalle sus pruebas y escuchado con atención sus razones? La que sólo admite una revelación es la más antigua y parece la más segura; la que admite tres es la más moderna y parece la más consciente; la que admite dos y detesta la tercera, puede ser la mejor, pero tiene todas las preocupaciones en contra suya, la inconsecuencia salta a la vista.
»En las tres revelaciones, los libros sagrados están escritos en lenguas ignoradas de los pueblos que las siguen; los judíos ya no entienden el hebreo, los cristianos no entienden el hebreo ni el griego, y ni los turcos ni los persas entienden el árabe, lo mismo que los árabes modernos no entienden ni hablan la lengua de Mahoma. ¿No es verdaderamente una manera muy simple de instruir a los hombres y hablarles en una lengua que no entienden? Estos libros están traducidos, dirán. ¡Buena respuesta! ¿Quién me asegurará que estos libros están traducidos fielmente ni que sea posible que lo estén? Y cuando Dios hace tanto tiempo que habla con los hombres, ¿por qué necesitó" Él un intérprete?
»Jamás concebiré que lo que todo hombre esté obligado a saber esté contenido en los libros, y que el que no pueda consultar estos libros y los que no los entiendan sean castigados por una involuntaria ignorancia. ¡Siempre libros! ¡Qué manía! Porque Europa está abarrotada de libros, los europeos los tienen por indispensables, sin ver que en las tres cuartas partes de la tierra nunca han visto uno. ¿No están escritos por hombres todos los libros? Pues, ¿cómo ha de precisar de ellos para conocer sus deberes? ¿Y qué medios tenía para conocerlos antes de que se hubieran escrito esos libros? O aprenderá estos deberes por sí mismo, o está dispensado de saberlos.
»Nuestros católicos hacen mucho ruido con la autoridad de la Iglesia. ¿Qué ganan con eso, si necesitan para imponer su autoridad, tanto aparato de pruebas como las otras sectas para establecer directamente su doctrina? La Iglesia decide que la Iglesia tiene derecho de decidir. Cierto, la autoridad está bien probada. Salid de esto y os metéis en todas nuestras discusiones.
»¿Conocéis a muchos cristianos que se hayan tomado la molestia de examinar escrupulosamente lo que alega el judaísmo contra ellos? Si hay alguien que ha visto algo, ha sido en los libros de los cristianos. ¡Buena forma de instruirse en los razonamientos de sus contrarios! Pero ¿qué se puede hacer? Si hubiera alguien en nuestro país que se atreviera a publicar un libro afirmando y esforzándose en probar que Jesucristo no es el Mesías, se castigaría al autor, al editor y al librero. Este camino es cómodo y seguro para tener siempre razón; es muy fácil refutar a quien no se atreve a responder.
»Aquellos de nosotros que pueden conversar con los judíos están poco más adelantados. Los desgraciados están a nuestra merced; la tiranía que con ellos se ejerce los atemoriza. Sabiendo lo fácil que le es a la caridad cristiana la crueldad y la injusticia, ¿cómo se han de atrever a lamentarse sin exponerse que les gritemos “al blasfemo”? La codicia nos espolea, y para que no se les culpe son demasiado ricos. Los más eruditos y los más ilustrados son siempre los más circunspectos. Convertiréis a algún miserable sobornado para calumniar su secta; haréis hablar a algunos pordioseros viles que cederán para adularos; triunfaréis de su ignorancia y su cobardía, mientras que sus doctores se reirán en silencio de vuestra estupidez. Pero ¿creéis que en países donde se viesen seguros sería tan fácil arrollarlos? En la Sorbona, es claro como la luz del día que las predicciones del Mesías se aplican a Jesucristo, y entre los rabinos de Amsterdam, no deja de ser claro que ninguna conexión tienen con él. Nunca creeré que me hayan dicho todas sus razones los judíos mientras no tengan un Estado libre, escuelas y universidades donde puedan hablar y disputar sin peligro; sólo entonces sabremos lo que pueden alegar.
»En Constantinopla, los turcos dicen sus razones, allí nosotros no nos aventuramos a decir las nuestras; allí nos toca ceder. Si los turcos nos exigen su mismo respeto a Mahoma, en quien no creemos, nosotros lo exigimos de los judíos a Jesucristo, en quien ellos tampoco creen. ¿Obran mal los turcos? ¿Obramos nosotros bien? ¿Por qué principio de equidad resolveremos esta cuestión?
»Las dos terceras partes del linaje humano no son ni judíos, ni mahometanos, ni cristianos, ¡y cuántos millones de hombres jamás han oído hablar de Moisés, ni de Jesucristo, ni de Mahoma! Los niegan, y sostienen que nuestros misioneros van a todas partes, lo que es muy fácil decir. Pero ¿acaso van al interior de África todavía desconocido, allí donde hasta ahora nunca se adentró un europeo? ¿Van a la Tartaria mediterránea, siguiendo a caballo las hordas errantes, a las que nunca se acercó un extranjero, y que lejos de haber oído hablar del papa, apenas tienen idea del gran lama? ¿Van a los inmensos continentes de América, donde naciones enteras aún no saben que han puesto el pie en el suyo pueblos de otro mundo? ¿Van a Japón, de donde sus malas artes los han hecho arrojar para siempre, y donde las generaciones que nacen solamente conocen a sus predecesores como a entrometidos astutos, que con un fervor hipócrita y una fingida blandura habían ido a apoderarse del imperio? ¿Van a los serrallos de los príncipes de Asia a anunciar el Evangelio a millones de pobres esclavos? ¿Qué delito han cometido las mujeres de esta parte del mundo para que ningún misionero les pueda predicar la fe? ¿Irán todas al infierno por haber vívido recluidas?
»Aun cuando fuese verdad que se anunciara el Evangelio en toda la tierra, ¿qué se adelantaría con eso? La víspera del día que llegó un misionero a un país, murió alguien que no pudo oírle. Decidme, pues, ¿qué haremos si en todo el universo no se hallase más que con ese alguien, ése solo hombre a quien no hubiesen predicado la ley de Jesucristo? Sería tan fuerte la objeción con respecto a este hombre único como con respecto a la cuarta parte del género humano.
»Cuando los ministros del Evangelio se hicieron oír de los pueblos remotos, ¿qué les dijeron que pudiesen creer sobre su palabra, que fuese conforme a la razón y que no exigiese la más escrupulosa comprobación? Me anunciáis un Dios nacido y muerto hace dos mil años, al otro extremo del mundo, en no sé qué pueblecito, y me decís que se condenarán todos los que no crean en este misterio. Son cosas muy extrañas para ser creídas tan pronto y sólo por la autoridad de un hombre que no conocen. ¿Por qué ha hecho vuestro Dios que sucedieran allá, tan lejos, todos estos acontecimientos, queriendo obligarme a que me instruyera de ellos? ¿Ignorar lo que sucede en los antípodas es un delito? ¿Yo puedo adivinar que existe en otro hemisferio un pueblo hebreo y una ciudad de Jerusalén? Eso sería equivalente a que me obligaran a saber lo que pasa en la luna. Decís que habéis venido a enseñármelo, pero ¿por qué no vinisteis a enseñárselo a mi padre? ¿O por qué condenáis a aquel anciano porque nunca lo supo? ¿Ha de ser eternamente castigado por vuestra pereza, él, que era tan bueno, tan generoso y que sólo buscaba la verdad? Poneos de buena fe en mi lugar, ved si por vuestro único testimonio debo creer todas las cosas increíbles que decís y conciliar tantas injusticias con el Dios justo que me anunciáis. Permitidme que vaya a conocer ese milagroso país, donde paren las vírgenes, donde nacen, comen y padecen los dioses, y que vaya a saber por qué trataron a Dios como a un facineroso los moradores de esa Jerusalén. Decís que no le reconocieron como a Dios; ¿qué haré yo, que jamás le había oído nombrar, hasta que me habéis hablado de él? Añadís que han sido castigados, dispersos, oprimidos, esclavizados; que ninguno de ellos se aproxima ya a aquella ciudad. Bien merecido lo tienen, pero ¿qué dicen los habitantes de ahora del deicidio de sus predecesores? Lo niegan, y tampoco reconocen por Dios a Dios. Pues para eso, bien podían dejar allí a los descendientes de los primeros.
»¡Cómo! En esa misma ciudad donde murió Dios, ni los antiguos ni los nuevos moradores le han reconocido. ¿Y queréis que le reconozca yo, que he nacido dos mil años después y a dos mil leguas de distancia? ¿No veis que antes de dar crédito a ese libro que llamáis sagrado, y del cual nada comprendo, debo saber por otros, no por vos, cuándo y por quién fue compuesto, cómo se han conservado, cómo han llegado a vosotros, las razones que alegan los que en su país lo repudian, aunque sepan tan bien como vos todo lo que me enseñáis? Ya veis que es necesario que yo vaya a Europa, a Asia, a Palestina, a examinarlo todo por mí mismo; sería necesario que hubiese perdido el juicio para escucharos antes de entonces.
»El discurso no sólo me parece razonable, sino que sostengo que en semejante caso todo hombre de juicio debe hablar así, despidiendo al misionero que antes de presentar sus pruebas se apresura a instruirle y a bautizarle. Y sostengo que no hay revelación contra la cual no tengan las mismas objeciones tantas fuerza como contra el cristianismo, y todavía más, de donde se deduce que si no hay más que una religión verdadera, y si está obligado todo hombre a seguirla, bajo pena de condenación eterna, es preciso pasar la vida estudiándolas todas, profundizándolas, comparándolas, recorriendo los países donde están establecidas. Nadie está exento del primer deber del hombre, nadie tiene derecho a fiar en el juicio ajeno. El artesano que sólo vive de su trabajo, el labrador que no sabe leer, la joven tímida y delicada, el enfermo que apenas se puede levantar de la cama, todos sin excepción deben estudiar, meditar, viajar; no habrá pueblo estable y fijo y toda la tierra estará llena de peregrinos que irán con grandes gastos e innumerables fatigas a comprobar, comparar, examinar por sí mismos los diversos cultos que se siguen. Entonces, adiós oficios, artes, ciencias humanas y todas las ocupaciones civiles; ya no puede haber otro estudio que el de la religión, con grandes penas, el que haya disfrutado de más robusta salud, empleado mejor el tiempo, hecho mejor uso de la razón y vivido más años, sabrá, cuando sea viejo, a qué se debe atener, y será mucho que antes de su muerte sepa en qué culto hubiera debido vivir.
»¿Queréis suavizar ese método y conceder algo a la autoridad de los hombres? Al instante se lo restituís todo, y si el hijo de un cristiana obra bien, aun cuando sin un profundo examen sigue la religión de su padre, ¿por qué ha de obrar mal el hijo de un turco que igualmente sigue la religión del suyo? Desafío a todos los intolerantes del mundo a que respondan a esto de modo que complazca a un hombre sensato.
»Forzados por estas razones, unos prefieren hacer injusto a Dios y castigar a los inocentes por el pecado de su padre antes que renunciar a este bárbaro dogma; los otros escapan de la dificultad enviando cortésmente a un ángel para que instruya a aquel que por una invencible ignorancia haya vivido moralmente bien. ¡Qué bella invención la de este ángel! No satisfechos con esclavizarnos a sus máquinas, ponen a Dios en la necesidad de emplearlas.
»Ved, hijo mío, a qué absurdos conducen el orgullo y la intolerancia cuando cada uno se obstina en sus ideas y quiere tener más razón que el resto del género humano. Tomo por testigo a este Dios de paz, que adoro y os anuncio, que han sido sinceras todas mis investigaciones, pero viendo que eran y serían siempre sin fruto, y que me sumergía en un océano sin riberas, he vuelto atrás y he mantenido mi fe en mis primitivas nociones. Nunca he podido creer que Dios me ordenara saber tanto, so pena del infierno. He cerrado, pues, todos mis libros. Sólo hay uno abierto a los ojos de todos, y ése es el de la naturaleza; en este grande y sublime libro aprendo a servir, a adorar a su divino autor. No tiene excusa el que no lo lee, porque habla a los hombres en una lengua comprensible a todos los espíritus. Aunque yo hubiera nacido en una isla desierta y no hubiese visto a ningún hombre, ni me hubiesen explicado lo que aconteció antiguamente en un rincón del mundo, si ejercito mi razón, si la cultivo, si hago buen uso de las facultades inmediatas que Dios me ha dado, aprenderé por mí mismo a conocerle, a amarle, a estimar sus obras, a querer el bien que quiere Él y a desempeñar por complacerle todas mis obligaciones en la tierra. ¿Qué otra cosa me enseñará todo el saber de los hombres?
»Referente a la revelación, si yo razonase mejor o fuese más instruido, acaso vería su verdad y su utilidad para los que tienen la dicha de reconocerla, pero si hallo en su favor pruebas que no puedo rebatir, veo también objeciones que no puedo resolver. Hay tantas razones sólidas en favor y en contra que no sabiendo cómo determinarme, ni la admito ni la desecho; solamente rechazo la obligación de reconocerla para salvarse, porque esta pretendida obligación es incompatible con la justicia de Dios, y lejos de remover así los obstáculos para la salvación, los hubiera multiplicado y hecho insuperables para la mayor parte del género humano. Exceptuando este punto, permanezco en una respetuosa duda. No tengo la presunción de creerme infalible; otros han podido decidir lo que me parece indeciso, pero yo razono por mí, no por ellos; ni los censuro, ni los imito. Su juicio puede ser más acertado que el mío, pero yo no tengo la culpa de pensar de otro modo.
»Os confieso igualmente que la santidad del Evangelio es un argumento que habla a mi corazón y que sentiría encontrar alguna verdadera objeción contra él. Mirad los libros de los filósofos con todo su aparato. ¡Qué ridículos son al lado de éste! ¿Es posible que un libro tan sencillo, tan sublime haya salido de los hombres? ¿Es posible que aquél cuya historia narra no sea más que un hombre? ¿Es ése el estilo de un ardiente seguidor o de un ambicioso sectario? ¡Qué blandura, qué costumbres más puras! ¡Qué delicada gracia en sus instrucciones! ¡Qué máximas más sublimes! ¡Qué sabiduría más honda en sus juicios! ¡Qué claridad y qué justas sus respuestas! ¡Qué gobierno de sus pasiones! ¿Dónde está el hombre, dónde el sabio que sabe obrar, sufrir y ser conducido al patíbulo sin temor ni orgullo? Cuando retrata Platón un justo imaginario, cubierto con el oprobio del delito y merecedor de todas las recompensas de la virtud, pinta escena a escena a Jesucristo, y la semejanza tiene tal perfección que se han dado cuenta todos los padres y no es posible caer en el error. ¿Qué preocupaciones, qué obcecación o qué mala intención ha de poseer quien se atreva a poner en comparación al hijo de Sofronisco con el hijo de María? ¡Qué distantes uno del otro! Sócrates, muriendo sin dolor, sin ignominia, sostuvo con facilidad hasta el final su papel, y si esta muerte tan fácil no hubiera adornado su vida, acaso creeríamos que con toda su sabiduría, Sócrates no pasó de ser un sofista. Se opina que inventó la moral, pero otros la habían practicado antes que él; no hizo otra cosa que colocar en lecciones sus ejemplos. Arístides había sido justo antes de que hubiera dicho Sócrates qué cosa era la justicia. Leónidas fue muerto por su pueblo antes de que Sócrates dictase como una obligación el amor a la patria. Esparta se distinguía por su sobriedad antes de que Sócrates distinguiese la sobriedad en virtuosas figuras. Pues, ¿dónde había aprendido Jesús aquella pura y sublime moral, cuyo ejemplo y lecciones únicamente Él nos ha legado? En la entraña del más feroz fanatismo se hizo oír la más elevada sabiduría, y la sencillez de las virtudes más nobles honró al más despreciable de todos los pueblos. La muerte de Sócrates, filosofando tranquilo y rodeado de sus amigos, es la más dulce que pueda esperarse; la de Jesús expirando en el patíbulo, afrentado, escarnecido, maldito de un pueblo entero, es la más horrible que puede temerse. Sócrates, bebiendo la copa envenenada, da la bendición al verdugo que lloroso se la presenta; Jesús, en medio de un horroroso suplicio, pide perdón para los que le martirizan. Si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son únicamente de Dios. ¿Pensaremos que la historia del Evangelio ha sido inventada? Amigo mío, nada inventa así, y los hechos de Sócrates, de los que nadie duda, están menos comprobados que los de Jesucristo. En realidad, esto es desviar la dificultad sin destruirla; más incomprensible sería que varios hombres, puestos de acuerdo, hubiesen escrito este libro que el que uno solo haya dado materia para él. Jamás hubieran imaginado unos autores judíos ni aquel estilo ni aquella moral, y el Evangelio presenta caracteres de verdad tan grandes, tan de relieve, tan perfectamente inimitables, que aún sería el inventor más admirable que el héroe. A pesar de todo, el mismo Evangelio está lleno de cosas increíbles, que repugnan a la razón y no es posible que las conciba ni las admita ningún hombre sensato. ¿Qué se ha de hacer ante todas estas contradicciones? Ser siempre circunspecto y modesto, hijo mío: respetar en silencio lo que no podemos ni rechazar ni entender, y humillarnos en presencia del gran Ser, pues Él es el único que sabe la verdad.
»He aquí el escepticismo involuntario en que me he quedado, pero no es un escepticismo en manera alguna penoso, porque no se extiende a los puntos esenciales en la práctica y porque ya estoy decidido respecto a los principios de todos mis deberes. Yo sirvo a Dios en la simplicidad de mi corazón y no procuro saber más de lo que importa para mi conducta. En cuanto a los dogmas que no influyen ni sobre las acciones ni sobre la moral, y que tantos se atormentan en observar atentamente, no me preocupan. Miro las religiones particulares como otras tantas instituciones saludables que en cada país prescriben un modo uniforme de honrar a Dios con un culto público, y todas pueden tener sus motivos en el clima, en el Gobierno y en la índole del pueblo, o en alguna otra causa local que haga preferible una a la otra, según los tiempos y lugares. Las creo todas buenas cuando en ellas se sirve a Dios como conviene. El culto esencial está en el corazón; Dios no desecha su homenaje cuando es sincero, sea cual fuere la forma en que se le ofrezca. Llamado en la que profeso al servicio de la Iglesia, desempeño con toda la posible exactitud las funciones que se me dictan, y me remordería la conciencia si faltase voluntariamente a ellas en un punto. Después de una dilatada suspensión, sabéis que por la mediación de una persona influyente, M. de Mellaréde, conseguí licencia de volver al ejercicio de mis funciones para ganarme la vida. Antes decía la misa con la ligereza a que se acostumbra uno, aun en las cosas más serias, cuando las hace con mucha frecuencia, pero desde mis nuevos principios la celebro con más veneración: me lleno de la majestad del Ser supremo, de su presencia, de la insuficiencia del espíritu humano, que concibe escasamente lo que tiene referencia con su autor. Teniendo en cuenta que le ofrezco las preces del pueblo en la forma prescrita, sigo con cuidado todos los ritos, recito atentamente, procuro no omitir la menor palabra, ni la menor ceremonia cuando se acerca el momento de la consagración; me recojo para hacerla con todas las disposiciones que exigen la Iglesia y la grandeza del sacramento; procuro excluir mi razón ante la inteligencia suprema, y digo en mí ¿Quién eres tú para medir el poder infinito? Pronuncio con respeto las palabras sacramentales, y doy a su eficacia toda la fe que depende de mí. Sea lo que fuere este incomprensible misterio, no temo ser castigado el día del juicio por haberlo profanado nunca en mi corazón.
»Honrado con el sagrado ministerio, aunque en la última clase, no haré ni diré nunca nada que me haga indigno del desempeño de las sublimes obligaciones. Explicaré siempre la virtud a los hombres, exhortándolos a que obren bien, y mientras pueda seré ejemplo para ellos. Por mí no quedará el lograr que amen la religión, ni el reafirmar su fe en los dogmas verdaderamente útiles y que están todos obligados a creer, pero no permita Dios que les predique nunca el tiránico dogma de la intolerancia ni los incite a odiar a su prójimo y a decir a otros hombres que serán condenados, que fuera de la Iglesia no hay salvación. Si estuviese en un puesto más elevado, quizá pudiera esta reserva traerme malas consecuencias, pero soy muy humilde para tener que temer y no puedo caer mucho más bajo de donde estoy. Ante cualquier obstáculo, no blasfemaré contra la divina justicia, ni mentiré contra el Espíritu Santo.
»Durante mucho tiempo tuve la ambición de ser honrado con un curato; todavía la conservo, pero ya no lo espero. Mi buen amigo, no hallo cargo más hermoso que el de cura. Un buen cura es ministro de bondad, como un buen magistrado un ministro de la justicia. Un cura nunca tiene que hacer mal; si no puede hacer siempre bien por propia voluntad, debe estar siempre dispuesto cuando se le solicita, y frecuentemente lo consigue cuando se sabe hacer respetar. ¡Ah! Si alguna vez en nuestras montañas yo tuviera un humilde curato sirviendo a buenos aldeanos, sería feliz, porque me parece que haría felices a mis feligreses. No los haría ricos, pero yo compartiría su pobreza; les evitaría el abatimiento y el menosprecio, más insoportables que la indigencia. Haría que amasen la concordia y la igualdad, que a veces repelen, y la miseria siempre la hacen tolerable. Cuando viesen que en nada lo pasaba yo mejor que ellos y que, sin embargo, vivía contento, aprenderían a no renegar de su suerte y a vivir felices como yo. En mis sermones, seguiría menos el espíritu de la Iglesia que el del Evangelio, donde el dogma es sencillo y la moral sublime, donde se ven pocas prácticas de religión y muchas obras de caridad. Antes de mostrarles lo que se debe hacer, siempre me esforzaría en practicarlo, para que se dieran cuenta de que era fiel a todo lo que predicaba. Si hubieran protestantes cerca o en mi parroquia, no haría distingos con mis feligreses por lo que respecta a la caridad cristiana; los convencería a todos por igual para que se amasen los unos a los otros, que se considerasen como hermanos, que respetasen todas las religiones y que viviesen en paz cada uno en la suya. Creo que excitar a uno para que abandone la religión en que nació, es incitarle a que obre mal, y, por tanto, quien lo propone incurre en pecado. Mientras carezcamos de luces más claras, debemos mantener el orden público respetando las leyes en todos los países; no produzcamos ninguna perturbación al culto que profesen, no incitemos a los ciudadanos a la desobediencia, puesto que en realidad no sabemos si es un bien para ellos abandonar sus opiniones por otras, y sabemos con seguridad que es un mal desobedecer las leyes.
»Os he expuesto, querido joven, mi profesión de fe tal como la lee Dios en mi corazón; sois el primero a quien se la he descrito, y tal vez el único a quien la explique en mi vida. Mientras subsista alguna buena creencia entre los hombres, los espíritus serenos no deben ser perturbados ni sobresaltar la fe de los sencillos con dificultades que no pueden resolver y que los inquieten sin alumbrarlos, pero cuando todo está resentido, es preciso conservar el tronco a costa de las ramas. Las conciencias agitadas, inciertas, casi apagadas, y en el estado en que he visto la vuestra, necesitan que se las fortalezca y se las despierta, y para restablecerlas sobre la base de verdades eternas importa acabar de arrancar los pilares que se bambolean y en los que todavía creen encontrar apoyo.
»Estáis en la edad crítica en que el entendimiento se abre a la certidumbre, en que el corazón adquiere su forma y su carácter y en que uno se determina para toda la vida, sea para lo bueno, sea para lo malo. Más tarde la sustancia se endurece y ya no recibe impresiones nuevas. Joven, acoged en vuestra alma, todavía flexible, el sello de la verdad. Si no estuviese más seguro de mí mismo, con vos hubiera usado un estilo dogmático y decisivo, pero soy hombre, soy ignorante, y, por lo tanto expuesto a error. ¿Qué podía hacer? Os he mostrado sin reserva mi corazón; lo que yo considero cierto, os lo he presentado como cierto, como dudas mis dudas y como opiniones mis opiniones; os he expresado mis razones para dudar y para creer; por consiguiente, os toca a vos decidir. Os habéis tomado tiempo; sensata precaución que me hace tener una buena idea de vos. Primero poned vuestra conciencia en estado de que quiera que la iluminen; sed sincero con vos mismo, y de mí tomad opinión sobre lo que os haya convencido y rechazad lo demás. Aún no os ha depravado tanto el vicio que corráis el riesgo de escoger. Os propondría que debatiésemos largamente, pero el que discute se exalta; en la argumentación se introducen la vanidad y la obstinación, y ya no hay buena fe. Amigo mío, no discutáis nunca, pues en la discusión no se ilustra uno ni ilustra a los demás. Hasta después de meditar durante años, yo no me he decidido, y me atengo a mi resolución; mi conciencia está serena y mi corazón complacido. Si quisiera hacer un nuevo examen de mi sentir, no lo emprendería con más puro amor a la verdad, y siendo ya menos activo mi espíritu, no sería tan apto para comprenderla. Me quedaré como estoy, no sea que convirtiéndose insensiblemente el gusto por la contemplación en pasión ociosa, me entibie en el ejercicio de mis obligaciones o que recaiga en aquel anterior escepticismo, sin encontrar fuerzas para salir de él. Ha pasado ya más de la mitad de mi vida; sólo me resta el tiempo preciso para aprovechar lo que me queda de ella y borrar mis yerros con mis virtudes. Si me equivoco, es contra mi voluntad. Sabe muy bien el que lee en lo íntimo de mi corazón que no estoy apegado a mi ceguedad. No pudiendo desecharla por mis propias luces, el único medio que me queda para salir de ella es una noble vida, y si de las mismas piedras Dios pudo dar hijos a Abraham, todo hombre tiene derecho a esperar que será iluminado, con tal que se haga merecedor.
»Si mis reflexiones os conducen a que penséis como yo, a adoptar mi modo de sentir, y a que tengamos la misma profesión de fe, escuchad el consejo que os doy: No expongáis de nuevo vuestra vida a las tentaciones de la miseria y de la desesperación; no la dejéis arrastrar ignominiosamente a merced de los extraños y dejad de comer el vil pan de la limosna. Volved a vuestra patria, reconciliaos con la religión de vuestros padres y seguidla con espíritu sincero y no la abandonéis jamás. Es muy sencilla y muy santa, y entre todas las religiones de la tierra, creo que es la que tiene una moral más pura y la que más satisface a la razón. No deben preocuparos los gastos del viaje, pues se os facilitarán. Tampoco temáis al escrúpulo de un arrepentimiento vergonzoso; la culpa debe sonrojar si no se repara. Todavía estáis en la edad en que se perdona todo, pero en la que ya no se peca impunemente. Cuando queráis escuchar vuestra conciencia, mil vanos obstáculos desvanecerán su grito. Reconoceréis que en la incertidumbre en que vivimos, es presunción que no tiene disculpa profesar otra religión que aquélla en que uno ha nacido, y sería una falsedad no practicar sinceramente la que uno profesa. Si nos extraviamos, tenemos una disculpa poderosa delante del tribunal del juez soberano. ¿No perdonará mejor el error en que uno fue criado que el de aquel que se atrevió a escoger por sí mismo?
»Hijo mío, conservad vuestra alma en situación de desear siempre que hay un Dios, y nunca lo dudaréis. En cuanto a lo demás, sea cual fuere la resolución que toméis, penetraos bien de que las verdaderas obligaciones de la religión son independientes de las instituciones humanas; que el verdadero templo de la Divinidad es el corazón del justo; que en todo país y en toda secta el sumario de la ley_ se cifra en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo: que no hay religión que dispense de las obligaciones de la moral, pues son las únicas verdaderamente esenciales; que la primera de estas obligaciones consiste en el culto interno, y que sin la fe no existe ninguna verdadera virtud.
»Apartaos de aquellos que, con pretexto de explicar la naturaleza, siembran en el corazón humano doctrinas desconsoladoras y cuyo escepticismo aparente es cien veces más afirmativo y dogmático que el estilo decisivo de sus contrarios. Con el arrogante pretexto de que sólo ellos son ilustrados, sinceros y de buena fe, nos sujetan imperiosamente a sus tajantes decisiones y pretenden darnos por principio verdadero de las cosas los sistemas ininteligibles que se han forjado en su imaginación. Por otra parte, derribando, destruyendo, pisando a sus plantas todo lo que respetan los hombres, privan a los afligidos del último consuelo de su miseria, quitan a los ricos y a los potentados el único freno de sus pasiones, desarraigan de los corazones el remordimiento del delito, la esperanza de la virtud, y todavía se jactan de ser los bienhechores del género humano. Dicen que la verdad nunca es perniciosa a los hombres, y a mi entender eso es una prueba decisiva de que no es la verdad lo que enseñan.
»Buen joven, sed sincero y verídico sin arrogancia, sabed ser ignorante, y no os engañaréis ni engañaréis a los demás. S1 un día la cultura de vuestro talento os pone en estado de hablar con los hombres, habladles siempre conformes a vuestra conciencia, sin preocuparos de los aplausos. El abuso y el saber origina la incredulidad. Todo sabio desdeña la opinión vulgar, y cada uno quiere imponer la suya. La orgullosa filosofía conduce al fanatismo. Evitad estos extremos, permaneced siempre firmes en el camino de la verdad o de lo que os parezca que lo es en la sencillez de vuestro corazón, sin desviaros nunca de ella por vanidad o por debilidad. Atreveos a confesar a Dios entre los filósofos, y a predicar la humanidad a los intolerantes. Os veréis solo en vuestro partido, pero con vos mismo llevaréis un testimonio, que os dispensará del de los hombres. Que os amen, que os aborrezcan, que lean o desprecien vuestros escritos, nada importa. Decid lo que sea cierto, haced lo que sea bueno. Lo que le importa al hombre es cumplir con sus deberes en la tierra, olvidándose de si trabaja para sí. Hijo mío, el interés particular nos engaña, y sólo la esperanza del justo es la que nunca engaña».
He trasladado este escrito, no como regla de las ideas que deben seguirse en materia de religión, sino como un ejemplo del modo que se puede razonar con un alumno para no desviarse del método que he procurado establecer. Si no queremos ceder a la autoridad de los hombres, ni a las preocupaciones del país donde hemos nacido, las luces solas de la razón no pueden en la institución de la naturaleza llevarnos más lejos que a la religión natural, y a ésta me limito con mi Emilio. Si ha de tener otra, no me considero con derecho a ser su guía en esta parte; sólo a él le toca elegirla. Trabajemos de concierto con la naturaleza, y mientras ésta forma el hombre físico, formemos nosotros el hombre moral, pero nuestros progresos no son los mismos. Es ya fuerte y robusto el cuerpo cuando el alma es todavía indecisa y débil, y por más que haga el arte humano, siempre el temperamento antecede a la razón. Hasta aquí todo nuestro cuidado lo hemos puesto en retener el uno y excitar la otra, para que el hombre sea siempre el mismo en lo posible. Desenvolviendo su naturaleza, hemos ofuscado su sensibilidad naciente, y la hemos regulado cultivando su razón. Los objetos intelectuales moderaban la impresión de los objetos sensibles. Remontando al principio de las cosas, le hemos sustraído del imperio de los sentidos; era muy fácil elevarse desde el estudio de la naturaleza a la investigación de su autor.
Al llegar a esto, ¡qué nuevos medios tenemos para influir en nuestro alumno! ¡Cuántas maneras nuevas de hablar a su corazón! Es sólo entonces cuando encuentra su verdadero interés por ser bueno, en hacer el bien lejos de las miradas de los hombres, y sin que a ello le fuercen las leyes; en ser justo entre Dios y él, en cumplir con su deber, aunque dependa de su vida, y en llevar en su corazón estampada la virtud, no sólo por el amor del orden, al cual siempre prefiere cada uno el amor de sí mismo, sino por el amor del autor de su ser, amor que se confunde con este mismo amor de sí, para gozar al fin de la felicidad eterna que, después de haber hecho buen uso de esta vida, le prometen en la otra la serenidad de una buena conciencia y la contemplación del Ser Supremo. Fuera de esto, sólo veo injusticia, hipocresía y mentira entre los hombres; el interés particular, que en la concurrencia puede necesariamente más que todas las cosas, enseña a cada uno a disfrazar el vicio con máscara de virtud. Que todos los otros hombres hagan mi bien a costa del suyo, que todo se refiera a mí solo, que perezca si es preciso el género humano en la pena y la miseria para ahorrarme un momento de dolor o de hambre; éste es el lenguaje interior de todo incrédulo que razone. Sí, lo sostendré toda mi vida; cualquiera que en su corazón ha dicho: «No hay Dios», y habla de otro modo, es un mentiroso o un insensato.
Lector, haga lo que quiera, sé que vos y yo jamás veremos a mi Emilio bajo el mismo aspecto; siempre os lo figuráis parecido a vuestros jóvenes, siempre atolondrado, petulante, veleidoso, vagando de fiesta en fiesta, de diversión en diversión, sin poder fijarse nunca en nada, y os reiréis al ver que le presento como un contemplativo, un filósofo, un verdadero teólogo, en vez de un joven ardiente, vivo, arrebatado fogoso en la edad más ferviente de la vida. Diréis: «Este soñador siempre sigue con su fantástica imagen; cuando nos da un alumno a su manera no sólo id forma, sino que lo crea, lo saca de su cerebro, y convencido de que sigue sin cesar la naturaleza, se aparta de ella a cada estante». Siempre que comparo a mi alumno con los vuestros, apenas encuentro nada en que puedan parecerse. Educado tan diferente, es casi un milagro si se asemeja en algo. Como ha pasado su infancia con toda la libertad que ellos se toman en su juventud, en ésta comienza a seguir la regla a que sujetaron a los otros en su niñez; esta regla para ellos es un castigo, le cogen horror y no ven en ella otra cosa que la larga tiranía de los maestros; no creen que salen de la infancia si no sacuden toda especie de yugo; entonces se cobran de la larga sujeción en que los retuvieron, como un prisionero, libre de rejas, extiende, agita y flexibiliza sus miembros.
Por el contrario, Emilio se honra con hacerse hombre y sujetarse al yugo de la razón naciente; ya formado su cuerpo, no necesita los mismos movimientos y comienza a detenerse por sí mismo, mientras que su espíritu medio desenvuelto procura recíprocamente tomar su vuelo. De modo que la edad de razón, para unos, es la edad de la licencia, y para el otro es la edad del raciocinio.
¿Queréis saber si están ellos o él más cerca de la naturaleza? Observad las diferencias en los que se han alejado menos de ella, contemplad los jóvenes de las aldeas y ved si son tan petulantes como los vuestros. «Durante su infancia, los salvajes —dice Le Beau—, siempre están en actividad, y se ocupan en varios juegos que les agitan el cuerpo, pero al llegar a la edad de la adolescencia, se vuelven tranquilos, pensativos y no se aplican más que a juegos serios o de azar». Emilio, habiéndose educado con toda la libertad de los jóvenes campesinos y salvajes, debe cambiar y quedarse quieto como ellos cuando sea mayor; toda la diferencia consiste en que, en vez de obrar únicamente por jugar o alimentarse, en sus ocupaciones y en sus juegos ha aprendido a pensar. Cuando por este camino ha llegado a tal término, se encuentra va dispuesto para aquél en que le introduzco; los objetos de reflexión que le presento excitan su curiosidad, porque son hermosos en sí, nuevos para él, y está en estado de comprenderlos. En cambio, vuestros jóvenes, hastiados, aburridos con vuestras insípidas lecciones, con vuestras prácticas, con vuestros continuos catecismos, ¿cómo no se han de negar a la aplicación que tan tristes les han hecho, a los pesados preceptos con que no han cesado de abrumarlos, a las meditaciones sobre el autor de su ser, que les han presentado como enemigo de sus gustos? A todo esto le han tomado aversión, tedio y repugnancia, y si la violencia ha engendrado en ellos la antipatía, ¿cómo queréis que en ello se ocupen cuando pueden disponer de sí? Hacen falta novedades para agradarles, y no les gusta nada de cuanto se dice a los niños. Lo mismo sucede con mi alumno cuando es hombre, le hablo como a hombre, y sólo le digo cosas nuevas, y precisamente porque aburren a los otros deben ser de su gusto.
He aquí cómo le hago ganar tiempo de dos modos, retardando, en beneficio de la razón, los progresos de la naturaleza. Pero ¿he retardado efectivamente estos progresos? No. pues sólo he impedido que los acelere la imaginación; he contrapesado con lecciones de otra especie las precoces lecciones que de otra parte recibe el joven. Mientras el torrente de nuestras instituciones le arrastra, atraerle en sentido contrario por otras distintas no es sacarle de su puesto, es mantenerle en él.
Llega por fin el verdadero momento de la naturaleza, y es necesario que llegue, porque hace falta que el hombre muera y se reproduzca, para que dure la especie y se conserve el orden del mundo. Cuando por los signos de que he hablado presintáis el momento crítico, al instante abandonad para siempre vuestro antiguo procedimiento. Todavía es vuestro discípulo, pero ya no es vuestro alumno, sino vuestro amigo; es un hombre y tratadle como tal.
¡Cómo! ¿He de renunciar a mi autoridad cuando más necesaria la creo? ¿He de abandonar al adulto a sí mismo en el momento que menos se sabe conducir y que son mayores sus extravíos? ¿He de renunciar a mis derechos cuando más le importa que use de ellos? ¡Vuestros derechos! ¿Quién os dice que renunciéis? Ahora es cuando comienzan en beneficio suyo. Hasta aquí sólo por habilidad o por fuerza obteníais de él lo que deseabais. No conocía la autoridad ni la ley de la obligación; era preciso que le apremiarais o le engañaseis para que os obedeciera. Pero mirad con cuántas nuevas cadenas habéis aprisionado su corazón. La razón, la amistad, la gratitud, mil afectos le hablan con un tono que no puede desconocer, y el vicio todavía no le ha ensordecido; todavía sólo es sensible a las pasiones de la naturaleza. La primera de todas, que es el amor de sí mismo, os lo entrega, y también os lo entrega el hábito. Si un arrebato momentáneo os lo arrebata, el arrepentimiento os lo devuelve al instante; el sentimiento que le une con vos es el único permanente; los demás todos se siguen y se borran mutuamente. No dejéis que se corrompa, y siempre será dócil: cuando comienza a demostrar rebeldía, ya está pervertido.
Confieso que si oponiéndoos abiertamente a sus nacientes deseos calificáis neciamente de delitos sus nuevas necesidades, pronto dejará de escucharon, pero en, cuanto abandonéis mi método, no respondo de nada. No perdáis nunca de vista que sois el ministro de la naturaleza, y nunca seréis su enemigo.
Pero ¿qué determinación se debe tomar? No queda aquí otra alternativa que favorecer sus inclinaciones o combatirlas, ser con él condescendiente o tirano, y tan peligrosas consecuencias traen consigo ambas posturas, por lo que se debe meditar mucho para la elección.
El primer medio que se ofrece para resolver esta dificultad es casarlo cuanto antes; sin duda es el procedimiento más seguro y más natural, pero dudo que sea lo mejor ni lo más útil. Después expondré mis razones; ahora entiendo que los jóvenes deben casarse desde la edad núbil, pero llegan a esta edad antes de tiempo; nosotros somos los culpables de su precocidad, y esa edad debe prolongarse hasta la madurez.
Si bastase con escuchar las inclinaciones y seguir su inclinación, sería asunto concluido en breve, pero median tantas contradicciones entre los derechos de la naturaleza y las leyes sociales que poseemos, que para conciliarlos es preciso mucho arte para impedir que el hombre social sea totalmente artificial.
Por las razones que antes he expuesto, creo que con los medios que he indicado y otros parecidos, puede por lo menos adargarse hasta los veinte años la ignorancia de los deseos y la pureza de los sentidos, y tan cierto es esto, que entre los germanos el joven que perdía la virginidad antes de esta edad era considerado indigno, y con razón los autores atribuyen a la continencia de estos pueblos durante su mocedad el vigor de su constitución y la numerosa prole.
Esta prole puede prolongarse mucho, y hace pocos años que no había nada más natural, incluso en Francia. Entre otros ejemplos notables, el padre de Montaigne, hombre no menos escrupuloso y verídico que robusto y bien constituido, aseguraba que había contraído matrimonio siendo virgen, a los treinta y tres años, después de haber servido mucho tiempo en las guerras de Italia, y en los escritos del hijo se puede ver el vigor y la jovialidad que conserva el padre pasados sus sesenta años. Ciertamente la opinión contraria se funda más en el conocimiento de la especie en general que en nuestras preocupaciones y en nuestras costumbres.
Puedo, pues, dejar aparte el ejemplo de nuestra juventud, que no prueba nada para quien no ha sido educado como ella. Teniendo en cuenta que la naturaleza en esta materia no tiene época fija que no se pueda avanzar o retardar, creo posible, sin salir de su ley, suponer que Emilio, por mis desvelos, ha permanecido hasta ahora en su primitiva inocencia, y veo que va a finalizar esta época. Rodeado de peligros, que aumentan continuamente, va a escapárseme por más que yo quiera evitarlo. En la primera ocasión, que no tardará en presentarse, seguirá el ciego instinto de los sentidos, y se puede apostar mil contra uno que se va a perder. He reflexionado mucho sobre las costumbres de los hombres para que se me oculte el invencible influjo de este primer instante en lo restante de su vida. Si disimulo y finjo que no veo nada, se vale de mi debilidad; creyendo que me engaña, me desprecia, y soy cómplice de su pérdida; si intento traerle al buen camino, ya no es tiempo y no me escucha; me hago molesto, odioso, insoportable para él; no tardará mucho en desembarazarse de mí. Un solo partido razonable tengo que tomar, y es hacerle a él mismo responsable de sus acciones, preservarle de los lazos del error y hacer que vea palpables los peligros que le rodean. Hasta aquí le contenía por su ignorancia; ahora es necesario contenerle por sus luces.
Estas nuevas instrucciones son muy importantes, y es conveniente tomar las cosas con más anticipación. Éste es el instante de rendir, por decirlo así, cuentas con él, de exponerle el empleo de su tiempo y el mío, de declararle lo que es él y lo que soy yo, lo que he hecho y lo que él ha hecho, lo que nos debemos mutuamente, todas sus relaciones morales, todos los compromisos que ha contraído, hasta qué punto ha llegado en el progreso de sus facultades, el camino que le queda por andar, las dificultades que hallará y los medios de salvarlas, en qué le puedo yo valer todavía, y en qué puede valerse él solo; por último, el punto crítico en que se encuentra, los nuevos peligros que le rodean y todas las razones sólidas que le deben persuadir de que ha de vigilarse a sí mismo con la mayor atención antes de escuchar sus nacientes deseos.
Pensad que para conducir a un adulto es necesario practicar lo opuesto de todo lo que habéis hecho para conducir a un niño. No dudéis en instruirle de los peligrosos misterios que por tanto tiempo y con tanto cuidado le habéis ocultado. Ya que es preciso que al fin lo sepa, importa que no los aprenda de otro ni de sí mismo, sino de vos sólo, pues como desde hoy está destinado a combatir, para que no le cojan de sorpresa, que conozca a su enemigo.
Los jóvenes que llegan a conocer bien estas materias, sin saber cómo, no se han instruido impunemente. Como esta imprudente instrucción no puede tener objeto honesto, mancha por lo menos la imaginación de quienes la adquieren y los dispone para los vicios de los que se la dan. Y no es esto todo: los criados se insinúan en el ánimo del niño, se ganan su confianza, le hacen que mire a su ayo como un personaje triste y fastidioso, y uno de los principales asuntos de sus secretos coloquios es hablar mal de él. Cuando el alumno hace esto, el maestro se debe retirar, pues nada bueno puede ya conseguir.
Pero ¿por qué el niño escoge confidentes particulares? Siempre es por la tiranía de los que le gobiernan. ¿Por qué se había de esconder de ellos si no se viera obligado a hacerlo? ¿Por qué se había de quejar si no tuviera motivo? Naturalmente, ellos son sus primeros confidentes, y por el ansia con que les dice lo que piensa, vemos que cree que sólo a medias ha pensado, hasta que se lo ha dicho. Estad seguro de que si el niño no teme de vos, sermones ni reprimendas, siempre os lo dirá todo y no se atreverán a confiarle nada que deba callaros cuando estén seguros de que todo os lo ha de relatar.
Lo que más me hace confiar en mi método es que, siguiendo sus efectos con la mayor exactitud posible, no veo una situación en la vida de mi alumno que no me deje alguna agradable imagen de él. En el mismo momento en que le arrastran los furores del temperamento, y en que, sublevado contra la mano que le sujeta, forcejea y comienza a deslizarse, en sus agitaciones y arrebatos todavía encuentro primitiva su sencillez; su corazón, tan puro como su cuerpo, no conoce otro disfraz que el vicio; ni las reprensiones ni el menosprecio le han acobardado y nunca el miedo le enseñó a disfrazarse. Tiene la falta de cautela de la inocencia; es ingenuo sin escrúpulo, y todavía no sabe para qué sirve el engañar. No pasa un movimiento por su mente que no me lo digan sus ojos o su boca, y muchas veces los sentimientos que experimenta los advierto yo antes que él.
Mientras continúe abriéndome su alma con esta libertad, y diciéndome con gusto lo que siente, nada tengo que temer, el peligro todavía no está próximo, pero si se vuelve más tímido, más reservado, si advierto en sus conversaciones la primera confusión de la vergüenza, ya se abre paso al instinto, ya comienza a juntarse con él la noción del mal; no hay que perder un momento más, y si no me apresuro a instruirle, pronto se instruirá él a despecho mío.
Más de un lector, aun cuando adopte mis ideas, creerá que sólo se trata aquí de una conversación entablada por casualidad con el joven, y que con esto es suficiente. ¡Ah, el corazón humano no se gobierna así! Nada significa lo que dice si no se ha preparado al momento de decirlo. Antes de sembrar es necesario cavar la tierra; la semilla de la virtud brota difícilmente y exige muchas labores para que eche raíces. Una de las causas de que sean inútiles las predicaciones es que las dirigen indistintamente a todo el mundo, sin elección ni discernimiento. ¿Cómo pueden pensar que un mismo sermón convenga a tantos oyentes de tan diverso modo dispuestos y que tanto se diferencian en talento, en genio, en edad, en sexo, en estado y en opinión? Acaso no hay dos a quienes pueda convenir lo que se dice a todos, y tan poca constancia tienen todas nuestras afecciones, que no hay seguramente dos momentos en la vida de cada hombre en el que el mismo razonamiento produzca en él la misma impresión. Júzguese si cuando inflamados los sentidos enajenan el entendimiento y tiranizan la voluntad es el momento de escuchar las graves lecciones de la sabiduría. No vayáis, pues, con razones a los jóvenes, si aún no han llegado a la edad del razonamiento, si antes no les habéis preparado para entenderos. La mayor parte de los razonamientos perdidos lo son más por culpa de los maestros quede los discípulos. El pedante y el instructor dicen aproximadamente las mismas cosas, pero el primero las dice sin ton ni son, y el segundo cuando está seguro de su efecto. Como un sonámbulo, andando mientras duerme, puede llegar al borde de un precipicio, en el que caería si de repente le despertaran, así mi Emilio, en el sueño de la ignorancia, evita peligros que no percibe; si le despierto sobresaltándole, está perdido. Procuraremos primero alejarle del precipicio y después le despertaremos para mostrárselo desde lejos.
La lectura, la soledad, la ociosidad, la vida regalada y sedentaria, el trato con las mujeres y con los jóvenes son los peligrosos senderos por los que a su edad puede andar y que le tienen constantemente al lado del peligro. Distraigo sus sentidos con otros objetos sensibles; abriendo otro curso en su espíritu le desvío del que comenzaban a tomar; ejercitando su cuerpo con trabajos fatigosos detengo la actividad de la imaginación que le espolea. Cuando trabajan mucho los brazos, la imaginación descansa; cuando el cuerpo está muy cansado, el corazón no se agita. La precaución más rápida y más fácil es sacarle del peligro local. Primero me lo llevo fuera de la ciudad, lejos de todo lo que puede tentarle. Pero esto no es suficiente, porque, ¿en qué desierto, en qué agreste asilo se librará de las imágenes que le persiguen? Es inútil apartar los objetos peligrosos si no se aparta también su memoria; si no encuentro la manera de desprenderle de todo, si no le distraigo de sí mismo, era igual dejarle donde estaba.
Emilio sabe un oficio, pero no está en él nuestro recurso; quiere y entiende la agricultura, pero no basta; las ocupaciones que conoce se vuelven una rutina para él, y cuando las práctica es como si no hiciera nada, porque piensa en otra cosa; la cabeza y los brazos obran separadamente. Necesito otra ocupación que le interese por su novedad, que desee atenderla, que le guste y se la apropie; una ocupación con la que se apasione y a la que se dé por entero. La única que, según mi parecer, reúne todas estas condiciones, es la caza. Si alguna vez es un placer inocente y conveniente al hombre, ahora es cuando necesitamos sus recursos. Emilio posee todo lo que se precisa para salir airoso de la caza: es robusto, hábil, paciente, infatigable. Con toda seguridad se aficionará a este ejercicio, se entregará a él con el ardor propio de su edad y por lo menos irá perdiendo por algún tiempo las peligrosas inclinaciones que nacen de la molicie. La caza endurece tanto el corazón como el cuerpo; acostumbra a la sangre, a la crueldad. A Diana la han hecho enemiga del amor, y la alegoría es muy justa. Los delirios del amor sólo nacen de un blando sosiego; un violento ejercicio sofoca los sentimientos tiernos. En los bosques, en los sitios agrestes, son tan diferentes las impresiones del amante y del cazador que lo mismos objetos les presentan imágenes totalmente distintas. Las frescas umbrías, los sotos, los gratos parajes del primero, son para el otro ojeos, batidas y jarales; donde el uno no oye más que pastoriles flautas, ruiseñores y dulces trinos, el otro piensa en los ladridos de la jauría y en los gritos de los cazadores; uno imagina dríadas y ninfas y el otro jinetes, caballos y rastreadores. Pasead por el campo con estas clases de hombres tan opuestos y pronto advertiréis la diferencia de su estilo, veréis que la tierra no tiene para ellos igual aspecto y el curso de sus ideas es tan diferente como distintas son sus aficiones.
Comprendo cómo se desarrollan esos gustos y cómo se halla al fin tiempo para todo, pero no se reparten así las pasiones de la juventud, a la cual, con darle una ocupación que le subyugue, pronto se olvidará de las demás. La variedad de los deseos viene de los conocimientos, y los primeros placeres que conocemos son durante mucho tiempo los únicos que anhelamos. No quiero que Emilio pase su juventud matando animales, ni pretendo justificar en todo esta feroz pasión; me basta con que me sirva lo suficiente para atajar otra pasión todavía más peligrosa y me escuche con serenidad cuando le hable de ella y me dé tiempo para pintársela sin excitarle.
Hay épocas en la vida humana hechas para que jamás se olviden. De esta especie es para Emilio la instrucción de que hablo y que debe influir en él para el resto de sus días. Procuremos, pues, grabarla en su memoria de tal suerte que jamás la olvide. Uno de los errores de nuestro siglo es emplear la razón demasiado desnuda, como si los hombres fueran puro espíritu. Descuidando la lengua de los signos que hablan a la imaginación, hemos perdido el más enérgico de los idiomas. Siempre es débil la impresión de la palabra, y mejor hablan al corazón los ojos que el oído. Queriendo dejárselo todo al raciocinio, hemos reducido a palabras nuestros preceptos, y nada hemos explicado con acciones. La razón sola no es activa, y aunque algunas veces retiene, raramente excita y nunca hizo nada grande. Razonar siempre, es la manía de los espíritus apocados, pero las almas fuertes tienen otro idioma, y ese idioma es el que persuade y hace actuar.
Observo que en los siglos modernos no influyen los hombres unos con otros sino por la fuerza y el interés, mientras que los antiguos actuaban mucho más por la persuasión y por las afecciones del alma, porque no descuidaban el lenguaje de los signos. Todos los contratos se realizaban con gran solemnidad para que fuesen más inviolables; antes de que se estableciese la fuerza, eran los dioses los magistrados del género humano; delante de ellos hacían los particulares sus tratos, sus alianzas, pronunciaban sus promesas; la faz de la tierra era el libro donde se conservaban sus archivos; las rocas, los árboles, los pedregales, consagrados por estos actos, y acatados con respeto por aquellos hombres bárbaros, eran las hojas de este libro, abierto siempre a todos los ojos. El pozo del juramento, el pozo del vidente y el del viviente, el viejo roble de Mambré, el montón del testigo; he aquí los rudos pero augustos monumentos de la santidad de los contratos. Nadie habría osado atentar con mano sacrílega contra estos monumentos, y más segura estaba la fe de los hombres con la garantía de estos mudos testigos que no lo está hoy con todo el vano rigor de las leyes.
En el gobierno, el augusto aparato del poder real imponía respeto a los pueblos. Las señales de dignidad, un trono, el cetro, la vestidura de púrpura, la corona, la diadema, eran para ellos cosas sagradas. Estos respetados signos hacían venerable al hombre que veían adornado con ellos; sin soldados y sin amenazas, en cuanto hablaba era obedecido. Ahora que se llega a la abolición de estos signos, ¿qué resulta del menosprecio? Resulta que se borra de todos los corazones la majestad real, que los reyes sólo contando con sus tropas se hacen obedecer, y que el respeto de los súbditos únicamente se debe al temor al castigo. Los reyes ya no se toman la molestia de llevar su diadema, ni los grandes los signos de su dignidad, pero necesitan tener siempre cien mil brazos dispuestos para hacer ejecutar sus órdenes, y aunque esto les parezca más hermoso, es fácil comprobar que a la larga este cambio no les traerá ningún provecho.
Lo que los antiguos hicieron con la elocuencia es prodigioso, pero su elocuencia no consistía sólo en bellos y bien ordenados discursos, y nada produjo mejor efecto que la brevedad del orador. Lo que con más intensidad sentían no lo expresaban con palabras, sino con signos; no lo decían, sino que lo demostraban. El objeto que nos ponen ante los ojos conmueve la imaginación, excita la curiosidad, retiene el espíritu en expectativa de lo que van a decir, y muchas veces este objeto se lo dice todo. ¿Trasíbulo y Tarquino cortando las cabezas de adormideras, Alejandro poniendo su sello en la boca de su privado, Diógenes andando delante de Zenón, no hablaban mejor que con largos discursos? ¿Qué palabras hubieran expuesto con tanta propiedad las mismas ideas? Darío, metido con su ejército en la Escitia, recibe de parte del rey de los escitas un pájaro, una rana, un ratón y cinco flechas; el embajador entrega su presente, y sin decir nada se vuelve. En nuestros días ese hombre pasaría por loco. Tan terrible comunicación fue entendida, y Darío se volvió a su país con toda la rapidez que pudo. Sustituid estos signos con una carta; cuanto más amenazadora sea menos asustará; será una fanfarronada que sólo conseguirá la risa de Darío.
¡Cuánta atención ponían los romanos en el lenguaje de los signos! Distintas vestiduras según las edades y condiciones; togas, sayos, pretextas, bulas, sillas corules, lictores, haces, hachas, coronas de oro, de hierbas, de hojas, oraciones y triunfos; entre ellos todo era aparato, representación, ceremonia, y todo quedaba impreso en el corazón de los ciudadanos. Al Estado le importaba que se juntase el pueblo en tal sitio mejor que en otro, que viese o no viese el Capitolio, que estuviese o no vuelto hacia el Senado, que deliberase este día y no aquel otro. Los acusados mudaban de traje, y lo hacían los candidatos; los militares no ensalzaban sus proezas bélicas, sino que mostraban sus heridas. Cuando la muerte de César, me imagino que uno de vuestros oradores, queriendo inflamar al pueblo, habría agotado todos los lugares comunes de la oratoria para hacer una patética descripción de sus heridas, de su sangre y su cadáver. Antonio, aunque elocuente, no dice nada de eso: hace traer el cuerpo. ¡Qué retórica!
Pero esta digresión de un modo insensible me lleva lejos de mi asunto, como me sucede con otras muchas, y son demasiado frecuentes mis desviaciones para que puedan ser largas y tolerables; así, vuelvo a mi tema.
Jamás debéis razonar secamente con la juventud; revestid de un cuerpo la razón si queréis hacérsela sensible. Procurad que se le hinque en el corazón el idioma del entendimiento, para que se haga escuchar. Vuelvo a repetir que los argumentos fríos pueden determinar nuestras opiniones, pero nunca nuestras acciones; nos hacen creer y no obrar; se demuestra lo que se debe pensar, pero no lo que se debe hacer. Si esto es cierto tratándose de los hombres, con mayor razón lo será tratándose de los jóvenes todavía envueltos en sus sentidos y que sólo piensan en lo que imaginan.
Entonces, me guardaré muy bien, aun después de los preparativos indicados, de ir a deshora al dormitorio de Emilio para hacerle un largo y pesado razonamiento sobre el asunto en que le quiero instruir. Primero conmoveré su imaginación, escogeré el tiempo, el sitio, los objetos más propicios a la impresión que deseo excitar; llamaré, por decirlo así, a la naturaleza entera por testigo de nuestras conferencias; atestiguaré con el Ser eterno, pues es su obra, la verdad de mis palabras; le haré juez entre Emilio y yo, señalaré el sitio donde estamos, las rocas, los bosques, las montañas que nos rodean por monumentos de sus promesas y las mías; en mis ojos, en mi acento y en mi ademán brillarán el entusiasmo y el ardor que quiero inspirarle. Entonces hablaré, y me escuchará; me enterneceré, y se conmoverá. Adentrándole en la santidad de mis obligaciones haré que respete más las su as; animaré la fuerza del argumento con imágenes y figuras; no seré largo y difuso con frías máximas, sino abundante en afectos; mi razón será grave y sentenciosa, pero mi corazón nunca dirá lo suficiente. Entonces, mostrándole todo lo que por él hice, se lo haré ver como hecho por mi propia conveniencia, y en mi tierno cariño verá la razón de mis afanes. ¡Qué sorpresa, qué agitación le voy a causar cambiando repentinamente de expresión! En vez de turbar su espíritu hablándole siempre de su interés, de hoy en adelante sólo le hablaré del mío, y le tocaré más en lo vivo; inflamaré su tierno corazón con los afectos de amistad, de generosidad, de gratitud, los cuales ya he procurado que nazcan en él y que tan fácil es alimentar. Le estrecharé sobre mi pecho, derramando lágrimas de ternura, y le diré «Tú eres mi caudal, mi hijo y mi obra; de tu dicha espero la mía, si frustras mis esperanzas, me robas veinte años de vida y serás la desventura de mi vejez». De esta forma es como uno se hace escuchar de un joven y grava en lo íntimo de su corazón todo lo que le dice.
Hasta aquí he procurado dar ejemplos de cómo un ayo debe instruir a su discípulo en las ocasiones difíciles. Lo mismo he intentado hacer con éste, pero después de repetidas pruebas renuncio a ello, convencido de que la lengua francesa es demasiado delicada para soportar nunca en un libro el candor de las primeras instrucciones sobre ciertas materias.
Dicen que la lengua francesa es la más casta de todas, y a mi parecer es la más obscena, porque opino que la castidad de un idioma no consiste en evitar con esmero las expresiones lascivas, sino en no tenerlas. Efectivamente, para evitarlas es preciso pensar en ellas, y no existe ninguna lengua en que sea más difícil huir de toda malignidad que en la francesa. El lector, siempre más hábil en hallar significaciones obscenas que el autor en removerlas, se escandaliza y se revuelve. ¿Cómo no se ha de mancillar lo que pasa por oídos impuros? Por el contrario, un pueblo de buenas costumbres tiene términos propios para todas las cosas, los cuales son todos castos, porque siempre se usan castamente. No es posible imaginar idioma más modesto que el de la Biblia, precisamente porque todo está dicho con candor; pues para hacer inmodestas las mismas cosas, basta con traducirlas en francés. En cuanto a lo que yo he de decirle a mi Emilio no habrá nada que no sea honesto y casto a sus oídos, pero para que los lectores lo creyesen, sería necesario que tuvieran el corazón tan puro como el suyo.
Creo también que pudieran ocupar un lugar útil, en las conferencias de moral a que este asunto nos dará materia, algunas reflexiones acerca de la pureza del discurso y de la falsa delicadeza del vicio, porque cuando aprende el idioma de la honestidad, también debe aprender el de la decencia, y es preciso que sepa la causa de porqué son tan diferentes estas dos lenguas. Sea como fuere, yo sostengo que en vez de los vanos preceptos con que antes de tiempo fatigan las ideas de la juventud, y de que ésta se burla en llegando a la edad en que le serían oportunos; si se espera y se prepara al instante de hacerse escuchar; si entonces se le exponen las leyes de la naturaleza con toda su verdad; si se le manifiesta la sanción de estas mismas leyes en los males ¡físicos y morales que a los delincuentes les acarrea su infracción; si hablándole del incomprensible misterio de la generación, con la idea del atractivo que dio a este acto el Autor de la naturaleza, se junta la del cariño exclusivo que lo hace delicioso, la de las obligaciones de fidelidad y pudor que le cercan, y que publican su encanto desempeñando su objeto; si pintándole el matrimonio, no solamente como la más dulce de las sociedades, sino como el más inviolable y sacrosanto de todos los contratos, describiéndole las razones que hacen respetable para todos los hombres un vínculo tan sagrado, y cubren de odio y maldición a cualquiera que se atreve a ofender su pureza; si se le hace una pintura verdadera de los horrores de la disolución, de su estúpido embrutecimiento, del declive insensible por el cual el primer desorden conduce a los demás, y por último arrastra a su pérdida a quien se entrega a él; si se le demuestra de forma evidente de qué manera con el amor de la castidad van unidos la salud, la fuerza, las virtudes, el mismo amor y todos los verdaderos bienes del hombre…; sostengo que entonces se conseguirá que desee y llame esta misma castidad y que su espíritu acogerá dócilmente los medios que para conservarla le diéramos, porque la castidad la respeta el que aún la conserva, y sólo la desprecia el que la ha perdido.
No es cierto que la inclinación al mal sea invencible, y que uno no sea dueño de dominarla antes de haber adquirido el hábito de rendirse a ella. Dice Aurelio Víctor que muchos arrebatados de amor compraron voluntariamente con su vida una noche pasada con Cleopatra, y no es imposible este sacrificio en la embriaguez de la pasión. Pero supongamos que viese el aparato del suplicio, seguro de perecer en los tormentos pasado un cuarto de hora, el hombre más bárbaro y que menos domine sus sentidos, no sólo desde aquel instante vencería sus tentaciones, sino que no le costaría nada resistirlas; pronto le distraería de su obsesión la horrorosa imagen que las acompañaría, y siempre rechazadas se cansarían de volver. Es la tibieza de nuestra voluntad lo que constituye nuestra flaqueza; siempre somos fuertes para realizar lo que con fuerza queremos: volenti nihil difficile; «nada es difícil para quien quiere. ¡Ah!, si detestásemos el vicio tanto como amamos la vida, nos abstendríamos tan fácilmente de una culpa agradable como de un veneno mortal en un manjar delicioso.
¿Cómo no se ve que si todas las lecciones que se dan sobre este punto a un joven no tienen éxito, se debe a que no corresponden a sus años y que en todas las edades importa revestir la razón de formas que la hagan amable? Habladle seriamente cuando sea preciso, pero que tenga siempre lo que le decís un atractivo que le impulse a escucharon. No os opongáis a sus deseos con sequedad, no ahoguéis su imaginación, guiadla y evitaréis que engendre monstruos. Habladle del amor, de las mujeres, de los placeres; haced que halle en vuestras conversaciones un agrado que halague su juvenil corazón; procurad por todos los medios que os haga su confidente, y al conseguirlo seréis verdaderamente su maestro. No temáis entonces que le aburran vuestras confidencias; lo que él querrá será haceros hablar más de lo que queréis.
No dudo un instante de que si, conforme a estas máximas, he sabido tomar todas las precauciones necesarias y decir a Emilio las cosas que se adaptan con la situación a que ha llegado con el progreso de los años, él mismo vendrá al punto a que le quiero conducir, y se pondrá con deseo bajo mi amparo, y con toda la vehemencia propia de su edad me dirá atemorizado ante los peligros que ve que le rodean: «¡Oh, amigo, protector y maestro mío!, volved a tomar la autoridad que queréis abandonar en el momento que más necesito que la conservéis; hasta aquí la teníais por mi debilidad, pero ahora la tendréis por mi voluntad y será para mí más sagrada. Libradme de todos los enemigos que me rodean, y principalmente de los más traidores que llevo dentro de mí; velad vuestra obra para que sea digna de vos. Deseo obedecer vuestras leyes, y si alguna vez os desobedezco, será a pesar mío; hacedme libre protegiéndome contra las pasiones que me asedian y sea yo dueño de mí mismo, no obedeciendo a mis sentidos, sino a mi corazón».
Cuando hayáis conducido a vuestro alumno a este punto (y si no acudiera a él sería vuestra la culpa), guardaos de tomarle muy pronto la palabra, para que si un día encuentra vuestro imperio muy rudo, no se crea con derecho a librarse de él acusándoos de haberle sorprendido. En ese momento son adecuadas la gravedad y la discreción, y vuestro tono le afectará más porque será la primera vez que lo habréis empleado.
Le diréis pues: «Joven, con mucha ligereza contraéis obligaciones difíciles, y sería necesario que las conocieseis antes para tener derecho a imponéroslas; no sabéis con qué furor arrastran los sentidos a vuestros semejantes en el remolino de los vicios, debido al atractivo del placer. No tenéis el alma abyecta, bien lo sé; nunca violaréis vuestra fe, pero muchas veces quizá os arrepentiréis de haberla empeñado. ¡Cuántas veces maldeciréis a quien os ama cuando por libraros de los males que os amenazan se vea obligado a destrozaros el corazón! Así agitado Ulises con el canto de las sirenas, suplicaba a sus conductores que le desatasen; seducido por los atractivos del placer trataréis de romper vuestras ligaduras, me importunaréis con vuestros lamentos, me reprocharéis mi tiranía cuando con más ternura me ocupe de vos; sin pensar en otra cosa que en vuestra felicidad, me ganaré vuestro aborrecimiento. ¡Oh, mi Emilio!, nunca podré soportar la idea de serte odioso, tu misma felicidad es muy cara a este precio. No os dais cuenta, buen joven, que obligándoos a obedecerme me obligáis a que os conduzca, a que me olvide de mí para dedicarme a vos, a no escuchar vuestros lamentos ni vuestras murmuraciones, a combatir continuamente vuestros deseos y los míos? Me imponéis un yugo más duro que el vuestro. Antes de que los dos carguemos con él, consultemos nuestras fuerzas, tomaos tiempo, concedédmelo para que lo medite, y sabed que el que promete con más lentitud, siempre es el más fiel en cumplir».
Sabed también que cuanto más dificultades pongáis en esta promesa, más facilitaréis su cumplimiento. Importa que el joven reconozca que promete mucho y que vos prometéis aún más. Cuando haya llegado el momento, y cuando haya firmado, por decirlo así, el contrato, cambiad de lenguaje, usad de tanta dulzura en vuestro imperio como severidad le habíais anunciado. Decidle «Querido joven, os falta experiencia, pero yo he procurado que no os faltase razón; estáis en estado de ver siempre los motivos de mi conducta, y para eso sólo necesitáis estar sereno. Obedeced siempre, y entonces pedidme cuentas de mis órdenes; estaré siempre dispuesto a haceros ver la razón de ellas en cuanto estéis en estado de comprenderme, y jamás temeré haceros juez entre vos y yo. Prometéis ser dócil y yo prometo aprovechar vuestra docilidad para hacer que seáis el más dichoso de los hombres. Os doy por garantía de mi promesa la suerte que hasta aquí habéis gozado; encontradme alguno de vuestra edad que haya vivido una vida tan dulce como la vuestra, y no os prometo nada más».
Después de fijar mi autoridad, mi primer cuidado será evitar los casos que obligan a hacer uso de ella. No omitiré nada para ganarme más y más su confianza, para hacerme el confidente de su corazón y el árbitro de sus placeres. Lejos de combatir los gustos de su edad, los consultaré para adueñarme de ellos, me acomodaré a sus proyectos para dirigirlos, y no le proporcionaré una lejana felicidad a costa de la presente. No quiero que sea dichoso una vez, sino que lo sea siempre, si eso es posible.
Los que quieren guiar prudentemente a la juventud para preservarla de los lazos de los sentidos, le inspiran horror al amor y consideran un delito que a su edad piense en él, como si el amor fuera para los ancianos. Jamás convencen todas estas engañosas lecciones que el corazón desmiente. El joven conducido por un instinto más cierto, se ríe en secreto de las tristes máximas que finge admitir, y sólo espera el momento para rechazarlas. Todo esto va contra la naturaleza. Siguiendo una dirección opuesta, llegaré con más seguridad al mismo punto; no temeré avivar en él el dulce sentimiento que le embarga; se lo pintaré como la dicha suprema de la vida, porque lo es en efecto; cuando yo se lo pinté, quiero que se abandone a él, haciéndole sentir el encanto que al deleite sensual añade la unión de los corazones, le apartaré del libertinaje, y por el amor será recatado.
¡Qué cortos alcances ha de tener quien en los nacientes deseos de un joven sólo ve un obstáculo en las lecciones de la razón! Yo veo el verdadero medio de hacer que sea dócil a estas lecciones. Las pasiones sólo se contrarrestan con otras; por su imperio se ha de resistir su tiranía, y siempre se han de sacar de la misma naturaleza los instrumentos propios para regularla.
Emilio no está destinado a vivir siempre solitario; miembro de la sociedad, debe cumplir sus deberes; nacido para vivir con los hombres, debe conocerlos. Cono» ce al hombre en general, pero le falta conocer al individuo. Sabe lo que hace cada uno en el mundo, y le falta ver cómo viven. Es hora de mostrarle el exterior de esta gran escena, cuyo oculto juego conoce ya. No se presentará con la inconsciente admiración de un joven atolondrado, sino con el discernimiento de un espíritu recto y justo. Sin duda sus pasiones le podrán engañar, ¿y cuándo no engañan a quien se deja arrastrar por ellas?, pero por lo menos no le engañarán las ajenas. Si las ve, las verá con los ojos del sabio, sin que tiren de él sus ejemplos ni le seduzcan sus preocupaciones.
Así como hay una edad apropiada para el estudio de las ciencias, hay otra en que mejor se aprenden los hábitos del mundo. El que los aprende de muy joven, los sigue toda su vida sin reflexión ni discernimiento, y aunque con mucha suficiencia, nunca sabe lo que se hace. Pero el que los aprende y ve sus razones, los sigue con más juicio y por consiguiente con más sensatez. Dadme un muchacho de doce años que no sepa nada de nada, y a los quince os lo devuelvo sabiendo tanto como el que desde sus primeros años habéis instruido, con la diferencia de que el saber del vuestro residirá en su memoria y el del mío en su juicio. De igual modo introducid a un joven de veinte años en el mundo; bien educado, será dentro de un año más amable y más juicioso que el que se hubiera criado en él desde su infancia, porque el primero es capaz de conocer las razones de todos los procederes relativos a la edad, condición y sexo, que constituyen este uso, y puede reducirlos a principios y aplicarlos a los casos no previstos, mientras que el otro, que no tiene más regla que la práctica, se encuentra con grandes dificultades en cuanto sale de ella.
Las muchachas francesas se educan todas en conventos hasta que contraen matrimonio. ¿Es que tal vez se pretende que se amolden sin dificultad a modales para ellas tan nuevos? ¿Acusará alguien a las mujeres de París de que carezcan de desenvoltura y de gracia, o que ignoran los hábitos del mundo porque no se han criado en él desde su infancia? Sostienen este prejuicio las mismas personas de la corte, que no conociendo nada más importante que esta insignificante ciencia, se imaginan, sin fundamento, que nunca es demasiado pronto para adquirirla.
Es cierto que tampoco hay que esperar hasta muy tarde. El que ha pasado su juventud lejos de la vida social tiene después un aire contraído y temeroso, dice siempre cosas fuera del caso, sus modales son pesados y desmañados, sin que el hábito de vivir con personas distinguidas se los pula, y no obstante su deseo de refinarse, se vuelve más ridículo. Cada clase de instrucción tiene su tiempo oportuno, que es preciso conocer, y sus peligros, que se han de evitar, y en ésta se reúnen más particularmente, pero tampoco expongo a ella a mi alumno sin las precauciones que le libren de estos peligros.
Cuando mi método guarda perfecta unidad bajo todos los conceptos, y cuando remedia un inconveniente evitando otro, entonces creo que es bueno y que no me aparto de la verdad. Esto creo hallarlo en el recurso que se me sugiere aquí. Si quiero ser austero y rígido con mi discípulo, perderé su confianza y pronto se ocultará de mí; si quiero ser complaciente y fácil o cerrar los ojos, ¿de qué le serviría estar bajo mi protección? No hago más que autorizar sus desórdenes y descargar su conciencia a expensas de la mía. Si le introduzco en el mundo con sólo el propósito de que se instruya, se instruirá más de lo que deseo. Si le tengo alejado de él hasta el fin, ¿qué habrá aprendido conmigo? Tal vez todo, menos el arte más necesario al hombre y al ciudadano, que es saber vivir con sus semejantes. Si yo doy a sus atenciones una utilidad muy lejana, será como nula para él, que sólo aprecia lo presente. Si me contento con ofrecerle pasatiempos, ¿qué bien le hago? Se amolda y no se instruye.
Nada de esto. Mi expediente solo lo soluciona todo. «Tu corazón, digo al joven, necesita una compañera; vamos a buscar la que te conviene; tal vez no la hallaremos fácilmente, pues el verdadero mérito siempre es raro, pero no nos precipitemos ni nos decepcionemos. Sin duda habrá alguna, y la encontraremos». Con proyecto tan esperanzador le introduzco en el mundo. ¿Qué más necesito decirle? ¿No veis que ya está todo hecho?
Cuando le pinte la dama que le destino, imaginaos si sabré conseguir que me escuche, que mire con estimación y complacencia las cualidades que debe amar y que estén dispuestos sus sentimientos para lo que ha de buscar o rechazar. Sería necesario que yo fuese el más inhábil de los hombres si no le apasionara de antemano sin que él supiera por quién. No importa que el objeto que yo le pinto sea imaginario; es suficiente con que le inspire aversión a los que pudieran tentarle; es suficiente con que en todas partes encuentre comparaciones que le hagan preferir su fantástico objeto a los reales que se le presentasen, y el mismo amor verdadero, ¿no es fantasía, ilusión, mentira? Se ama más la imagen que uno se crea que el objeto a que la aplica. Si lo que amamos se viese exactamente como es, no habría amor en la tierra. Cuando se deja de amar, la persona amada sigue lo mismo que era antes, pero ya no la ve igual; se cae el velo del prestigio y el amor se desvanece. Luego, formando el objeto imaginario, soy árbitro de las comparaciones, e impido con facilidad la ilusión de los objetos reales.
No por eso quiero que engañemos a un joven pintándole un modelo de perfección que no pueda existir, pero elegiré los defectos de su dama de forma que a él le agraden y sirvan para corregirle de los suyos. Tampoco quiero que se le engañe, asegurándole que en realidad existe el objeto que le pintamos, pero si se le complace en la imagen, pronto deseará hallar el original. Este deseo está muy próximo a la suposición; es tarea de algunas descripciones hechas con habilidad, que bajo perfiles más sensibles den a este imaginario objeto algún aire de veracidad. Si quisiéramos darle un nombre, le diría riendo: «Llamemos Sofía a vuestra futura dama. Sofía es un nombre de buena suerte; si no es el de la que escojáis, será digna por lo menos de llevarlo, y podemos honrarla con él por adelantado. Después de todos estos detalles, sin afirmar ni sin negar, le esquivaré con pretextos y sus recelos se transformarán en certeza; creerá que hago un misterio de la esposa que le destino y que la verá cuando sea el momento. Una vez le hemos interesado, y ha sido buena la elección de la imagen que le hemos formado, todo lo demás es fácil; podemos exponerlo en el mundo casi sin riesgo. Defendedle sólo de sus sentidos, que su corazón está seguro.
Pero personifique o no el modelo que yo haya sabido hacerle amar, si este modelo está bien hecho, no le atraerá menos todo lo que se le asemeje, y no tendrá menos aversión a lo que se le diferencia que si fuese un objeto real. ¡Qué ventaja para preservar su corazón de los peligros a que debe estar expuesto, para reprimir con su imaginación sus sentidos, para sacarle sobre todo de las redes de esas educadoras de los jóvenes, cuya enseñanza cuesta tan cara y que solamente muestran cómo es el trato fino con que se pierde toda honestidad! ¡Sofía es tan modesta! Cómo verá sus acicalamientos? ¡Sofía es tan sencilla! ¿Cómo amará su compostura? Mucho distan de sus ideas sus observaciones, para que nunca le sean peligrosas.
Todos los que hablan de dirigir a los niños siguen las mismas preocupaciones y máximas, porque observan mal y reflexionan todavía peor. Ni por el temperamento ni por los sentidos comienza el extravío de la juventud, sino por la opinión. Si se tratase aquí de los muchachos que se educan en los colegios y de las niñas que se educan en los conventos, haría ver que hasta con relación a éstos es cierta mi proposición, porque las primeras lecciones que aprenden ambos, las únicas que fructifican, son las del vicio, y no es la naturaleza quien los corrompe, sino el ejemplo. Pero dejemos los pensionistas de los colegios y de los conventos con sus malos hábitos, pues siempre serán irremediables. Hablo de la educación doméstica. Tomad a un joven educado con recato en casa de su padre en provincias, y examinadle en el momento que llega a París o se introduce en el mundo; veréis que opina bien sobre las cosas honestas, y tiene la voluntad tan sana como la razón; que desprecia el vicio y tiene horror al libertinaje, y al solo nombre de una prostituta veréis en sus ojos el escándalo de la inocencia. Sostengo que no hay uno que se decida a entrar solo en las tristes moradas de estas desgraciadas, aun cuando sepa a qué se dedican y sienta necesidad de ellas.
Examinad de nuevo al joven después de seis meses, y no le reconoceréis. Sus libres conversaciones, sus máximas de salón, su ademán desenvuelto harían creer que era otro hombre si las bromas sobre su pasada inocencia, su vergüenza cuando se le recuerda no demostrasen que es el mismo. ¡Oh, cómo se ha formado en poco tiempo! ¿De dónde procede tan grande y brusca transformación? ¿Del progreso del temperamento? ¿Es que no hubiera hecho los mismos progresos en la casa paterna? Y allí seguramente no habría adquirido ese estilo ni aprendido esas máximas. ¿De los primeros placeres de los sentidos? Todo lo contrario; el que comienza a entregarse a ellos está inquieto, medroso, huye del bullicio y evita ser visto. Los primeros deleites son siempre misteriosos, el pudor los sazona y los oculta; la primera dama le hace tímido, no descarado. Absorto en un estado tan nuevo para él, el joven se recoge para gozarlo y siempre teme perderlo. Si es estrepitoso, ni goza ni ama; el que se jacta no ha gozado.
Otras maneras de pensar son las que han originado estas diferencias. Su corazón aún es el mismo, pero sus opiniones han cambiado. Sus sentimientos, más tardos en alterarse, al fin se alterarán por ellas, y entonces sí que estará verdaderamente corrompido. Apenas se ha introducido en el mundo, adquiere una segunda educación totalmente contraria a la primera, por la cual aprende a despreciar lo que estimaba y a estimar lo que despreciaba; le hacen ver las lecciones de sus padres y maestros como una jerga de pedantes y los deberes que le han enseñado con sus prédicas como una moral pueril, que cuando hombre debe desechar. Por su prestigio se cree obligado a cambiar de conducta; se vuelve emprendedor sin deseos y presumido para que no le avergüencen; se burla de las buenas costumbres, antes de haber cogido gusto a las malas y presume de libertinaje sin ser libertino. Nunca olvidaré la confesión de un joven oficial de guardias suizos, quien se aburría mucho con las ruidosas diversiones de sus camaradas y no osaba apartarse de ellos por temor de que se burlasen de él. «Me ejercito en esto —decía—, como con el tabaco, no obstante mi repugnancia; con el hábito vendrá el gozo, pues no hay que ser niño toda la vida».
Así, pues, cuando un joven se introduce en el mundo se le debe preservar más de la vanidad que de la sensualidad; cede más a las propensiones ajenas que a las suyas, y el amor propio hace más libertinos que el amor.
Supuesto esto, pregunto si existe en la tierra otro mejor acorazado que el mío contra todo lo que puede atacar sus costumbres, sus sentimientos y sus principios; si hay uno que esté más en estado de resistir al torrente. Porque, ¿contra qué seducción no está protegido? Si sus deseos le impulsan hacia el sexo, no halla en él lo que busca, y su corazón ya lleno le sujeta. Si sus sentidos le agitan y le acosan, ¿dónde hallará cómo contentarlos? El horror al adulterio y al libertinaje le aleja igualmente de las mujeres públicas como de las mujeres casadas, y los desórdenes de la juventud siempre comienzan por uno de estos dos estados. Una soltera puede ser coqueta, pero no será provocativa; no irá a ofrecer su persona a un joven que se puede casar con ella si la cree honesta, además de que siempre habrá alguien que la vigile. Por su parte no estará Emilio totalmente abandonado a sí mismo; los dos tendrán por guardianes el temor y la vergüenza, inseparables de los primeros deseos; no llegarán de repente a las últimas familiaridades y no tendrán tiempo de llegar sin obstáculo a ellas poco a poco. Para que sea de otro modo, es necesario que haya tomado ya lecciones de sus camaradas, que le hayan enseñado a burlarse de su propio recato y a volverse insolente a imitación de ellos. ¿Pero qué hombre hay en el mundo menos imitador que Emilio y que menos le afecten burlas, pues no tiene preocupaciones, ni cede nada a las de los demás? He tardado veinte años en armarle contra los burlones; necesitan más de un día para que se deje llevar de ellos, porque a sus ojos el ridiculizar es la razón de los necios, y no hay nada que haga más insensible a la ironía que ser superior a la opinión. En lugar de ingeniosidades, necesita razones, y mientras de aquí no salga, poco temo que le saquen de mi poder jóvenes alocados, sabiendo que están en mí la conciencia y la verdad, y si la preocupación ha de entrar a la parte, algo representa un cariño de veinte años; nunca le convencerán de que yo le haya aburrido con inútiles lecciones, y en un corazón recto y sensible, la voz de un fiel amigo sabrá imponer silencio a los gritos de veinte seductores. Como entonces sólo se trata de demostrarle que le engañan y que fingiendo tratarle como a un hombre le tratan como a un niño, me presentaré siempre sencillo, pero grave y claro en mis razones, para que se dé cuenta de que yo soy quien le trata como hombre. Le diré así «Ya veis que vuestro interés, que es el mío, es el único que dicta mis razones y que no puedo tener otro. ¿Pero, por qué os quieren convencer esos jóvenes? ¿Por qué quieren seduciros? Ni os aman, ni se interesan por vos; su único motivo es un secreto despecho de que valgáis más que ellos; quieren rebajaros hasta su pequeña medida, y si os reprochan el que os dejéis gobernar, es por gobernaros ellos. ¿Podéis creer que ganaríais algo con este cambio? ¿Su prudencia es superior? ¿Es su cariño de un día más fuerte que el mío? Para que sus burlas tuviesen algún peso, sería preciso que lo tuviese su autoridad, ¿y cuál es su experiencia para que hayan de preferirse sus máximas a las nuestras? No han hecho otra cosa que imitar a otros atolondrados, y quieren que recíprocamente los imiten a ellos. Por hacerse superiores a las pretendidas preocupaciones de sus padres, se esclavizan con las de sus camaradas. No veo lo que ganan con esto, pero sí que pierden dos grandes ventajas: la del amor paterno, cuyos consejos son sinceros y tiernos, y la de la experiencia que hace que uno opine sobre lo que conoce, porque los padres han sido hijos y los hijos no han sido padres.
»¿Pero al menos los creéis sinceros en sus locas máximas? No, querido Emilio; por engañaros, se engañan ellos; no están conformes consigo mismos; su corazón los desmiente a cada instante, y frecuentemente su boca los contradice. Entre ellos los hay que se mofan de todo lo que es honesto, y se desesperarían si su esposa pensase como ellos. Algún otro lleva tan adelante la licencia de costumbres, que comprenderá en ella las de la mujer que todavía no tiene, o para mayor infamia las de la mujer que ya tiene, pero id más lejos: habladle de su madre, y ved sí admitirá voluntariamente que se le considere fruto de adulterio, hijo de una mujer de mala vida, que lleve sin corresponderle el nombre de su familia, que usurpe el patrimonio a su legítimo heredero; por último, que nos diga si soportará que le traten de bastardo. ¿Quién de ellos toleraría que cayese sobre su hija el deshonor que atribuyen a la ajena? Ni uno hay que no lo hiciera todo por quitaros la vida si practicaseis con él esos principios que intenta inspiraros. Así es como a la larga demuestran su inconsecuencia, sin que ninguno sienta ni crea lo que dice. He aquí mis razones, querido Emilio; pesad las de ellos, si tienen algunas, y comparad. Si quisiera recurrir a la ironía y al desprecio que les es habitual, veríais qué fácil es encontrar su flaco para ridiculizarlos, tanto como ellos a mí, o tal vez más. Pero yo no temo un examen serio. El triunfo de los burlones es de corta duración; la verdad permanece y su insensata risa desaparece».
No os podéis imaginar la docilidad de Emilio al llegar a los veinte años. ¡Qué diferente pensamos! Yo no comprendo que pudiese serlo a los diez, porque a esta edad, ¿qué influencia tenía yo sobre él? He necesitado quince años dé cuidados para conseguirla. Entonces no le educaba, sino que le preparaba para ser educado; ahora lo está lo bastante para ser dócil; conoce la voz de la amistad y sabe obedecer a la razón. Es verdad que aparento abandonarle y dejarle en completa independencia, pero nunca estuvo tan sujeto a mí, y lo está porque quiere estarlo. Mientras no he podido apoderarme de su voluntad, no lo he dejado suelto, no he permitido que caminase a su antojo. Ahora le abandono alguna vez a sí mismo, porque siempre le gobierno. Cuando lo dejo le abrazo y le digo con mi mayor confianza: «Emilio, te confío a mi amigo, te entrego a su corazón honrado; él me responderá de ti».
No es labor de un momento anular afecciones sinceras que no han sufrido ninguna alteración anteriormente, ni borrar principios derivados de las primeras luces de la razón. Si acontece algún cambio durante mi ausencia, nunca será tan larga ni sabrá él ocultarse tan bien de mí que no vea yo el peligro antes de que se declare la enfermedad y que no esté a tiempo de remediarla. Como nadie se corrompe de repente, tampoco aprende de repente a disimular, y si hay un hombre torpe para este arte, es Emilio, que nunca tuvo ocasión de practicarlo.
Con estos cuidados y otros parecidos, creo que está tan protegido de los objetos extraños y de las máximas vulgares, que preferiría verle entre la peor sociedad de París antes que solo en su habitación o en un jardín, entregado a las inquietudes de su edad. Por más que hagamos, entre los enemigos que pueden atacar a un joven, el más peligroso y el único que no se puede evitar es ese enemigo que uno lleva en sí mismo, pero ese enemigo sólo es peligroso por culpa nuestra, porque, como he advertido mil veces, es por la imaginación que se despiertan los sentidos. Su deseo no es propiamente un deseo físico, ni es cierto que sea un verdadero deseo. Si nunca se hubiera presentado ante nuestros ojos un objeto lascivo ni se hubiera metido en nuestro espíritu una idea deshonesta, seguramente que nunca habríamos sentido ese pretendido deseo, y habríamos continuado castos, sin tentaciones, sin esfuerzos y sin mérito. No sabemos las fermentaciones sordas que en la sangre de la juventud excitan ciertas situaciones y ciertos espectáculos, sin que ella sepa distinguir la causa de esa primera inquietud, que no es fácil calmar y que no tarda en renacer. Por mí, cuanto más pienso en esta importante crisis y en sus causas, próximas o remotas, más me convenzo de que un solitario educado en un desierto, sin libros, sin instrucciones y sin mujeres, moriría virgen a cualquier edad que le llegara la muerte.
Pero aquí no se trata de un salvaje de esta especie. Educamos a un hombre entre sus semejantes y para la sociedad, y es imposible, ni tampoco conveniente, que le criemos en esta saludable ignorancia, y lo peor que hay para la castidad es saber a medias. El recuerdo de los objetos que nos han impresionado, las ideas que hemos conseguido, nos siguen en nuestro retiro, y a pesar nuestro lo pueblan de imágenes más seductoras que los mismos objetos, y es tan funesta la soledad para el que no puede desprenderse de ellas como es benéfica para el que las ignora y vive siempre solo.
Observad, pues, con mucho cuidado al joven; de todo lo demás él podrá resguardarse, pero a vos os toca resguardarlo de sí mismo. No le dejéis solo ni de noche ni de día; dormid en su habitación, procurad que no se acueste hasta que le rinda el sueño, y que se levante así que se despierte. Desconfiad del instinto en el momento en que no estéis a su lado; es bueno en tanto que actúa solo, pero es sospechoso cuando se mezcla con las instituciones de los hombres; no se le debe destruir, sino regular, y regularlo quizá sea más difícil que aniquilarlo. Sería muy peligroso que enseñaseis a vuestro alumno a frenar sus sentidos y falsear las ocasiones de satisfacerlo, pues si llega a conocer ese peligroso suplemento está perdido; su corazón y su cuerpo quedarán enervados y hasta el final conservará los tristes efectos de ese hábito, el más funesto a que se puede exponer un joven. Sin duda sería preferible… Si los impulsos de un temperamento ardiente llegan a ser invencibles, mi querido Emilio, yo te compadezco, pero no vacilaré un instante, no sufriré porque el fin de la naturaleza sea eludido. Si te debe sojuzgar un tirano, prefiero entregarte a aquel de quien te puedo librar. Sea como fuere, te arrancaré más fácilmente de las manos de las mujeres que de ti mismo.
Hasta los veinte años el cuerpo crece y necesita de toda su sustancia; la continencia se halla entonces en el orden de la naturaleza, y sólo a costa de su constitución falta uno a ella. Después de los veinte años la continencia es un deber moral, que interesa para aprender a dominarse a sí mismo y a ser dueño de sus apetitos. Pero los deberes morales tienen sus modificaciones, sus excepciones, sus reglas. Cuando la debilidad humana hace inevitable una alternativa, prefiramos el menor de los dos males, pues en todo estado vale más cometer una falta que contraer un vicio.
Recordad que aquí yo no hablo de mi alumno, sino del vuestro. Sus pasiones, que habéis dejado fermentar, os dominan; ceded, pues, abiertamente, y sin regatearle su victoria, que si sabéis mostrársela en su verdadero sentido, antes se avergonzará que se enorgullecerá de ella, y os reservaréis el derecho de guiarle durante su extravío, para que por lo menos, evite los precipicios. Importa que nada, ni aun lo malo, haga el discípulo que no lo sepa y quiera el maestro, y cien veces vale más que el ayo apruebe una falta y se equivoque que ser engañado por su alumno y que la falta se hiciera sin que él lo supiese. Quien cree que debe cerrar los ojos para algo, pronto se ve obligado a cerrarlos para todo. La tolerancia ante el primer abuso acarrea otro, y esta cadena no se acaba hasta el trastorno de todo orden y el desprecio de toda ley.
Otro error que ya he combatido, pero que nunca saldrá de los espíritus apocados, es afectar siempre la dignidad magistral, y querer pasar por un hombre perfecto en el espíritu de su discípulo. Este método es contrario al juicio. ¿Cómo no se dan cuenta de que, pretendiendo afianzar su autoridad la destruyen, que para hacer escuchar lo que dicen es preciso que se coloquen en lugar de aquél a quien se dirigen y que es necesario ser hombre para saber hablar al corazón humano? Todos estos varones perfectos ni mueven ni convencen; siempre decimos que les es muy fácil combatir las pasiones que no sienten. Mostrad vuestras debilidades a vuestro alumno si queréis corregir las, suyas; que vea en vos los mismos combates que experimenta él; que aprenda a vencerse a ejemplo vuestro y no diga como los demás «Estos viejos despechados, porque ya no son jóvenes, quieren tratarnos como si fuéramos viejos, y porque ya están apagados sus deseos juzgan los nuestros como un delito».
Dice Montaigne que preguntó un día a De Langey: «Cuántas veces, por servir al rey, se había embriagado en sus negociaciones con Alemania». Igualmente yo le preguntaría al ayo de cierto joven cuántas veces había entrado en un burdel por servir a su alumno. ¿Cuántas veces? Me engaño. Si la primera no le quita al libertino el deseo de volver a ella, si no sale arrepentido y avergonzado, si no derrama sobre vuestro pecho torrentes de lágrimas, abandonadle al instante; o él es un monstruo o vos sois un imbécil, y nunca le serviréis para nada. Pero dejemos estos expedientes extremos, tan tristes como peligrosos y que no tienen conexión alguna con nuestra educación.
¡Cuántas precauciones hay que tomar con un joven decente antes de exponerle al escándalo de las costumbres del siglo! Estas precauciones son lamentables, pero indispensables; en este punto la negligencia echa a perder toda la juventud; por el desorden de la primera edad degeneran los hombres y les vemos llegar a lo que son después. Viles y cobardes en sus mismos vicios, tienen el alma mezquina, porque desde muy pronto se han corrompido sus castigados cuerpos y apenas les queda suficiente vida para moverse. Sus sutiles pensamientos descubren un espíritu sin calidad; nada grande y noble saben sentir, carecen de sencillez y vigor, son groseros en todo y la abyección y la falsedad les son comunes; ni siquiera poseen el suficiente coraje para ilustrarse en la perversidad. Éstos son los hombres despreciables que se forman con nuestra crapulosa juventud; si se encontrase uno solo que supiese ser templado y sobrio, y que en medio de ellos consiguiese reservar su corazón, su sangre y sus costumbres del contagio del ejemplo, a los treinta años aplastaría todos esos insectos y con menos dificultad que le costó ser dueño de sí mismo se convertiría en el dueño de todos ellos.
Por poco que el nacimiento o la fortuna hubiese hecho en favor de Emilio, sería él ese hombre, si quisiera serlo, pero los desprecia mucho para dignarse esclavizarlos. Observémosle ahora conviviendo con ellos, introducido en su mundo, no para sobresalir, sino para conocerlo y hallar una compañera digna de él.
Sea cual sea la condición de su cuna y la sociedad que empieza a frecuentar, su debut será simple y sin lucimiento, ¡y no permita Dios que tenga la desgracia de brillar! Sus cualidades que observa a primera vista no le impresionan, pues ni las posee ni quiere. Tiene en muy poco aprecio los juicios de los hombres para que lo tenga por sus preocupaciones, y no pretende que le aprecien antes de conocerle. Su forma de presentarse no es modesta ni vana; él es natural y sincero y desconoce la sujeción y el disimulo, y en medio de una concurrencia es el mismo que solo y sin testigos. ¿Será por esto grosero y desdeñoso, sin ser atención con nadie? Todo lo contrario, pues si cuando está solo no estima en nada a los demás hombres, ¿por qué no los ha de estimar en algo cuando convive con ellos? En sus modales no los prefiere a sí mismo porque en su corazón no los prefiere, pero tampoco les demuestra una indiferencia, de la que está muy distante; si no usa las fórmulas de la cortesía, no falta a las atenciones de la humanidad. No quiere ver sufrir a nadie, no ofrecerá su sitio a otro por cumplido, pero se lo cederá voluntariamente por bondad si ve que se han olvidado de él y entiende que le mortifica ese olvido, porque menos le molestará estarse voluntariamente de pie que ver que otro lo está por fuerza.
Aunque Emilio no estime a los hombres en general, no les demostrará desprecio, porque los plañe y se compadece de ellos. No pudiendo inculcarles afición a los bienes reales, les deja los de la opinión con que se contentan, no sea que, quitándoselos sin resarcírselos, les haga más desgraciados de lo que ya eran. Así pues, no es disputador, ni tiene espíritu de contradicción; tampoco es contemplativo ni adulador, y expone su opinión sin atacar la de nadie, porque ama la libertad por encima de todo y la sinceridad es uno de sus más bellos derechos.
Habla poco, porque no le interesa que se ocupen de él, y por la misma razón sólo dice lo que cree útil, y si no, ¿qué es lo que le obligaría a hablar? Emilio es demasiado instruido para caer en el defecto de hablador. El hablar mucho proviene necesariamente o de la pretensión de viveza, de que más tarde hablaré, o del aprecio de insignificancias y de la tontería de creer que los demás hacen de ellas el mismo caso que nosotros. El que conoce bastantes cosas para apreciarlas en lo que verdaderamente valen, nunca habla mucho, porque también sabe apreciar la atención que excita y el interés que inspiran sus palabras. Generalmente, las personas que saben poco hablan mucho, y las personas que saben mucho hablan poco. Es muy sencillo que un ignorante encuentre importante todo lo que sabe y se lo diga a todo el mundo, pero los instruidos no abren fácilmente su repertorio, pues tendrían mucho que decir, y ven que todavía quedan otros para hablar después de ellos, y se callan.
Lejos de chocar con las maneras de los demás, Emilio las admite con la mejor voluntad, no por parecer conforme con todo ni por afectar modales de hombre cortés, sino porque no le interesa que le distingan, para evitar que le noten, y nunca está más a gusto que cuando no reparan en él.
Aunque al introducirse en el mundo ignore absolutamente sus hábitos, no por eso es tímido y pusilánime; si se oculta no es por turbación, sino porque para ver bien es mejor no ser visto; lo que opinen de él no le inquieta, ni le asusta que le ridiculicen. Esto es la causa de que estando siempre sereno y tranquilo no le perturba la vergüenza. Tanto si le observan como no, lo que él hace siempre lo hace lo mejor que sabe; dueño siempre de sí para observar bien a los demás, comprende los esclavos de la opinión. Podemos decir que toma más pronto el estilo del mundo, precisamente porque le hace poco caso.
Sin embargo; no os engañéis acerca de su aspecto; no vayáis a compararle con el de vuestros agradables jóvenes. Es firme, no es vanidoso, sus modales son libres, pero no desdeñosos; el aire insolente es propio de los esclavos y la independencia no tiene nada de afectación. Nunca he visto que un hombre de espíritu altivo lo demuestre en su actitud; esta afectación es propia de las almas mediocres, que sólo así pueden imponer respeto. He leído en un libro que habiéndose presentado un día en la sala del famoso Marcel un extranjero, le preguntó de qué país era. «Soy inglés». «¿Vos inglés? —exclamó el bailarín—; ¿vos de aquella isla donde los ciudadanos participan de la administración pública y son parte del poder soberano? No, señor; ese semblante abatido, ese mirar tímido, ese andar incierto, no anuncian más que un esclavo titulado de algún elector».
No sé si este juicio demuestra mucho conocimiento de la verdadera conexión que tiene el carácter de un hombre con su exterior. Yo, que no tengo el honor de ser maestro de danza, habría pensado todo lo contrario. Hubiera dicho: «Este inglés no es cortesano, porque jamás he oído decir que los cortesanos tengan el semblante abatido y el andar inseguro; un hombre tímido en casa de un bailarín pudiera muy bien no serlo en la Cámara de los Comunes». Seguramente que Marcel debe considerar a sus compatriotas otros tantos romanos.
El que ama quiere ser correspondido. Emilio ama a los hombres, y por lo tanto, quiere agradarles. Con más razón quiere agradar a las mujeres; su edad, sus costumbres, sus proyectos, todo contribuye a alimentar en él ese deseo. Digo sus costumbres porque influyen mucho, los hombres que las tienen sanas son los que verdaderamente adoran a las mujeres. No recurren, como muchos, a cierto galanteo burlón, pero demuestran un sentimiento más sincero y más tierno, saliéndole del corazón. Junto a una mujer distinguiría yo entre cien mil libertinos al hombre que tiene buenas costumbres y que domina su naturaleza. Júzguese lo que será Emilio con un temperamento nuevo y tantos motivos para resistirlo. Creo que algunas veces se le verá tímido y confuso al lado de ellas, pero seguramente que esta confusión no les disgustará, y las un poco osadas, tendrán más de una vez el capricho de divertirse con ella y aumentarla. En cuanto a lo demás, su obsequio variará sensiblemente de forma según los estados. Será más modesto y respetuoso con las casadas y más tierno y más vivo con las solteras, pues no pierde de vista el objeto de sus investigaciones, y siempre demuestra más atención a lo que se las recuerda.
Nadie será más exacto que él para todas las atenciones fundadas en el orden de la naturaleza, incluso con el buen orden social, pero siempre preferirá las primeras a las últimas, y respetará más a un insignificante particular de más edad que él que a un magistrado de su misma edad. Como normalmente será uno de los más jóvenes en los círculos que frecuente, siempre será uno de los más modestos, y no por la vanidad de parecer humilde, sino por un sentimiento natural y fundado en la razón. No tendrá el impertinente descaro de un joven fastuoso, que por divertir a la reunión habla más alto que la gente discreta e interrumpe a los ancianos, y no autorizará por su parte la respuesta de un noble anciano a Luis XV, quien le preguntó si le parecía mejor su siglo o éste: «Señor, he pasado mi juventud respetando a los ancianos, y ahora tengo que pasar mi vejez respetando a los niños».
Con un alma tierna y sensible, pero que no aprecia nada por la opinión, aunque le plazca agradar a los demás, poco se cuidará de producir efecto. De donde se deduce que será más afectuoso que cortés, que jamás será presuntuoso y que mejor le moverá un halago que mil elogios. Por las mismas razones no descuidará ni sus modales ni su atavío; acaso podrá haber alguna afectación en su traje, no por parecer hombre de gusto, sino por hacer más agradable su presencia, pero no recurrirá al marco dorado, y nunca desprestigiará sus galas con demostraciones de riqueza.
Vemos que todo esto no exige de mi parte mucha exhibición de preceptos y que es simple efecto de su primera educación. Se nos presenta con un gran misterio del uso del mundo, como si en la edad en que se adquiere ese uso no lo adquiriese uno naturalmente y no debiera averiguar sus primeras leyes un corazón recto. La auténtica urbanidad consiste en demostrar benevolencia, y la demuestra sin dificultad el que la tiene; sólo el que carece de ella se ve obligado a aparentarla.
«El efecto más desgraciado de la urbanidad que se usa es que enseña el arte de carecer de las virtudes que imita. Que nos inspiren en la educación la humanidad y la beneficencia, y tendremos urbanidad, o no la necesitaremos.
»Si no tenemos la que se anuncia por los modales, tendremos la que anuncia al hombre honrado y al ciudadano, y no tendremos necesidad de recurrir a la hipocresía.
»En lugar de ser artificioso para agradar, será suficiente con ser bueno; en lugar de ser hipócrita para halagar las debilidades ajenas, será suficiente con ser indulgente.
»Aquellos que procedan así, no se enorgullecerán, ni se corromperán; serán agradecidos y se volverán mejores».
Me parece que si alguna educación puede producir la especie de urbanidad que aquí exige Duclos es aquella cuyo plan he trazado.
Por lo tanto, convengo que con máximas tan distintas Emilio no será como todo el mundo, y Dios le preserve de serlo. Pero en lo que se diferencie de los demás, no será enfadoso ni ridículo, y la diferencia será sensible sin ser incómoda. Emilio será, si queremos, un forastero amable. Primero le perdonarán sus singularidades, diciendo: «Ya cambiará»; después se habituarán a sus modales, y viendo que no los cambia, también le perdonarán diciendo: «Él es así».
No será considerado como un hombre amable: pero le querrán sin saber por qué; nadie alabará su ciencia, pero con agrado le harán juez entre los hombres de talento; el suyo será limpio y limitado, tendrá sentido recto y juicio sano. Correrá como nunca en pos de ideas nuevas y no pecará de agudo. Le he hecho ver que todas las ideas saludables y verdaderamente útiles a los hombres fueron las primeras que se conocieron, que en todos los tiempos son los verdaderos vínculos de la sociedad, y que a los espíritus trascendentales no les queda otro medio de distinguirse que ideas perniciosas y funestas al género humano. Esta manera de hacerse admirar no le mueve; sabe dónde ha de hallar la felicidad y con qué puede contribuir a la ajena. La esfera de sus conocimientos no se extiende más lejos de lo que es provechoso. Su ruta es estrecha bien marcada, y como no tiene tentaciones de salirse de ella, le confunden los que la siguen; no quiere extraviarse ni brillar. Emilio es un hombre de sana razón y no desea ser otra cosa; por más que traten de injuriarle con este dictado, él lo tendrá siempre como un honor.
Aunque el deseo de agradar no le deje ya absolutamente indiferente acerca de la opinión ajena, sólo tomará aquello que tenga inmediata conexión con su persona, sin interesarse por las apreciaciones arbitrarias que no tienen otra ley que la moda o las preocupaciones. Estará orgulloso de hacer bien todo lo que haga, y aun de hacerlo mejor que otro; en la carrera querrá ser el más ligero, en la lucha el más fuerte, en el trabajo el más hábil, y en los juegos de destreza el más ingenioso, pero poco aspirará a las ventajas que no son claras en sí y que para comprobarse precisan el juicio ajeno, como tener más entendimiento que otro, hablar mejor, saber más, etc., y menos todavía por las que no tienen conexión con él, como ser de más alto linaje, suponerle más rico, con más crédito, más considerado, etcétera.
Como ama a los hombres porque son sus semejantes amará sobre todo a los que se le parecen más, porque se reconocerá por bueno, y juzgando de esta semejanza por la conformidad de gustos en las cosas morales, se complacerá mucho en hallar aprobación en todo lo que tiene relación con el buen carácter. No dirá precisamente: «Me alegro porque me aprueban», sino: «Me alegro porque aprueban lo bueno que he hecho y porque las personas que me honran se honran a sí mismas». Mientras sus juicios sean tan sanos, será hermoso obtener su estimación.
Al estudiar a los hombres por sus costumbres en el mundo, como antes los estudiaba por sus pasiones en la Historia, tendrá muchas ocasiones de reflexionar acerca de lo que el corazón humano encuentra grato o desagradable. Ya le tenemos filosofando acerca de los principios del buen gusto, y éste es el estudio que le conviene durante esta época.
Cuanto más lejos vamos a buscar las definiciones del buen gusto, más nos desviamos. El buen gusto no es otra cosa que la facultad de juzgar lo que agrada o desagrada al mayor número; saliendo de esto, no sabemos qué cosa sea el buen gusto. De aquí no se deduce que haya más hombres de buen gusto que de mal gusto, porque aunque la mayor parte forme un juicio exacto acerca de todos, y aunque el conjunto de gustos generales constituya el buen gusto, hay pocos que tengan buen gusto, como hay pocas personas bellas, aunque la belleza se constituya por un conjunto de rasgos muy comunes.
Debe remarcarse que aquí no se trata de lo que amamos porque nos es útil, no de lo que odiamos porque nos es perjudicial. El gusto solamente se ejercita en las cosas indiferentes, o cuando más de un interés transitorio, y no las que se hallan unidas con nuestras necesidades; para juzgar de éstas, no es necesario el gusto, pues con el apetito ya es suficiente. Esto es lo que tan difíciles y al parecer tan arbitrarias hace las decisiones de puro gusto, porque no se ve la razón de estas decisiones fuera del instinto que las determina. También se deben distinguir sus leyes en las cosas morales y sus leyes en las físicas. En éstas los principios del buen gusto parecen absolutamente inexplicables. Pero interesa observar que en todo lo que se relaciona con la imitación tiene parte la moral; así se explican bellezas que parecen físicas y que realmente no lo son. Añadiré que el gusto tiene reglas locales que en mil casos dependen de los climas, de las costumbres, del gobierno, de las instituciones, y hay otras que se refieren a la edad, al sexo, al carácter, y en este sentido es verdad que sobre gustos no hay disputa.
El gusto es natural en todos los hombres, pero no todos lo tienen en una medida igual, ni en todos se desarrolla hasta el mismo grado, y en todos está expuesto a alterarse por diversas causas. La medida del gusto que puede tener cada uno depende de la sensibilidad que ha recibido; su cultura y su forma dependen de las sociedades en que ha vivido. Primero es necesario vivir en numerosas sociedades para hacer muchas comparaciones. Luego son necesarias sociedades de pasatiempos y ociosidad, porque en las de negocios no se tiene por regla el deleite, sino el interés. En tercer lugar son necesarias sociedades donde no sea muy grande la desigualdad de condiciones, donde la tiranía de la opinión sea moderada y donde reine más el deleite que la vanidad, porque de lo contrario la moda avería el gusto, y no se busca lo que agrada, sino lo que distingue.
En este último caso, ya no es cierto que sea el buen gusto el de mayor número. ¿Por qué esto? Porque el objeto cambia. Entonces la muchedumbre no tiene juicio propio y juzga sólo por los que cree más ilustrados; no aprueba lo que está bien, sino lo que han aprobado ellos. Procurad que en todos los tiempos tenga cada uno su propio sentir, y lo que en sí es más agradable se llevará siempre la pluralidad de los votos.
En sus trabajos los hombres no realizan nada bello que no sea por imitación. Todos los auténticos modelos del buen gusto se encuentran en la naturaleza. Cuanto más nos alejamos del maestro, más se desfiguran nuestras pinturas. Entonces sacamos nuestros modelos de los objetos que amamos, y la mejor fantasía, sujeta al capricho y a la autoridad, no es otra cosa que lo que quieren los que nos orientan.
U Los que nos orientan son los artistas, los poderosos y los ricos, y lo que les guía es su interés y su vanidad. Los unos por hacer alarde de sus riquezas y los otros para aprovecharse de ellas, buscan a propósito nuevos medios de gasto. Así el gran lujo establece su imperio, y hace que guste lo que es difícil y caro; entonces lo que pretende ser bello, lejos de imitar la naturaleza, sólo a fuerza de contrariarla se mira como tal. Así es cómo el lujo y el mal gusto son inseparables. Donde el gusto es dispendioso, es falso.
Sobre todo en las relaciones de los dos sexos es donde toma su forma el gusto bueno o el malo; su cultivo es efecto necesario del objeto de esta sociedad. Mas cuando la facilidad de gozar entibia el deseo de agradar, el gusto debe degenerar, y ésta me parece otra de las más palpables razones de por qué está unido el buen gusto con las buenas costumbres.
Consultad el gusto de las mujeres en las cosas físicas y que tienen relación con el juicio de los sentidos, y el de los hombres en las morales y que dependen más del entendimiento. Cuando las mujeres sean lo que deben ser, se limitarán a las cosas de su competencia, y siempre juzgarán bien pero desde que se han convertido en árbitros de la literatura y a juzgar sobre toda suerte de libros y a escribir uno tras otro, ya no saben nada más. Los autores que consultan a las sabias sobre sus obras, pueden estar seguros de que siempre serán mal aconsejados; los elegantes que las consultan acerca de su traje, siempre van vestidos ridículamente. Pronto tendré ocasión de hablar del verdadero talento de ese sexo, del modo de cultivarlo, y de las cosas sobre las cuales son merecedoras de ser escuchadas sus decisiones.
Éstas son las consideraciones primarias que sentaré como principio cuando con mi Emilio me remita a una materia que no le es indiferente en las circunstancias en que se halla y ante las investigaciones que ahora le absorben. ¿Y a quién le ha de ser indiferente? El conocer lo que puede ser agradable o desagradable a los hombres no sólo es necesario para el que precisa de ellos, sino también para el que quiere serles útil, pues importa agradarles para servirles, nunca el arte de escribir es un estudio ocioso cuando vale para hacer escuchar la verdad.
Si para cultivar el gusto de mi discípulo tuviese que elegir entre países donde todavía no ha comenzado su cultivo u otros donde ya ha degenerado, seguiría el orden retrógrado: comenzaría el viaje por estos últimos y acabaría por los primeros. La razón de esta elección consiste en que el gusto se estropea por una excesiva delicadeza que le hace sensible a cosas que no distingue la mayoría de los hombres; esta delicadeza trae el espíritu de discusión, porque cuanto más se utilizan los objetos, más se multiplican, y esta sutileza hace qué el tacto sea más delicado y menos uniforme. Entonces se forman tantos gustos como cabezas, y en las disputas acerca de la preferencia, la filosofía y las luces se extienden y se aprende a pensar. Sólo quien esté muy hecho al trato de gentes puede hacer observaciones sutiles, porque no impresionan hasta después de las demás, y en cuanto a las personas poco acostumbradas a las sociedades numerosas, toda su atención se la llevan los rasgos fuertes. Tal vez en la actualidad no haya un pueblo civilizado donde peor sea el gusto general que en París. Sin embargo, en esta capital es donde se cultiva el buen gusto, y pocos libros salen que sean apreciados en Europa, cuyos autores no hayan ido a formarse en París. Los que opinan que es suficiente con leer los libros que salen de allá se equivocan; se aprende mucho más en la conversación de los autores que en los libros. El espíritu de las sociedades es el que desenvuelve una cabeza pensadora y aclara y alarga la vista todo lo posible. Si tenéis una chispa de ingenio, id a pasar unos años en París: pronto seréis todo lo que podáis ser o no seréis jamás nada.
En los países donde reina el mal gusto, podremos aprender a pensar, pero no debemos pensar como los que tienen este mal gusto, y es difícil que esto no ocurra cuando vivimos largo tiempo con ellos. Hemos de perfeccionar con mucho cuidado el instrumento que juzga, evitando emplearlo como ellos. Me guardaré muy bien de pulir el juicio de Emilio hasta alterarle, y cuando tenga el tacto tan fino que sienta y compare los distintos gustos de los hombres, le llevaré a objetos más simples para que fije el suyo.
Todavía tomaré esto de más lejos, para conservarle puro y sano el gusto. En el tumulto de la disipación sabré tener con él conferencias útiles, y dirigiéndolas siempre a objetos que le agraden, procuraré que le resulten tan entretenidas como instructivas. Ahora es el tiempo de la lectura y de los libros agradables; ahora el de enseñarle el análisis de la oración, y hacerle sensible a toda la belleza de la elocuencia y la dicción. No es suficiente aprender las lenguas por ellas mismas; su uso no es tan importante como se cree, pero su estudio conduce al de la gramática general. Es necesario aprender el latín para saber bien el francés, y para entender las reglas del arte de hablar, es necesario estudiar y comparar uno con otro.
Además, hay una cierta sencillez de gusto que llega al corazón y que sólo se halla en los escritos de los antiguos. En la elocuencia, en la poesía, en toda especie de literatura, los encontrará, como en la historia, abundantes en temas y sobrios en juzgar. Nuestros autores, por el contrario, dicen poco y pronuncian mucho. Darnos sin cesar su juicio por ley no es modo de formar el nuestro. La diferencia de los dos gustos se hace sentir en todos los monumentos y hasta en los sepulcros; los nuestros están abiertos de elogios, en los de los antiguos se leían hechos.
Sta, viator; heroem calcas
(«Detente, caminante; pisas a un héroe»).
Aunque yo hubiese hallado este epitafio en un monumento antiguo, en el acto habría adivinado que era moderno, porque entre nosotros no hay nada más común que los héroes, pero entre los antiguos eran raros. En vez de decir que uno era un héroe, habrían dicho lo que había hecho para serlo. Comparad con el epitafio de este héroe el del afeminado Sardanápalo:
Yo he edificado Tarso y Anchialo en un día y ahora estoy muerto.
¿Cuál significa más a vuestro parecer? Nuestro estilo lapidario, con su hinchazón sólo vale para hacer grandes a los enanos. Los antiguos mostraban a los hombres al natural, y se veía que eran hombres. Jenofonte, para honrar la memoria de algunos guerreros muertos a traición en la retirada de los diez mil: «Murieron —dice—, irreprochables en la guerra y en la amistad». Ahí está todo, pero ved en éste tan corto y sencillo elogio cómo debía rebosar el corazón del autor. ¡Desventurado quien no halla esto admirable!
Estas palabras grabadas en el mármol se leían en las Termópilas:
Caminante, ve a decir a Esparta que
nosotros hemos muerto aquí por obedecer sus santas leyes.
Se ve claramente que no las dictó la academia de inscripciones.
Mucho me engaño si mi alumno, que en tan poco aprecio tiene las palabras, no pone una gran atención en estas diferencias, y si no influyen en la elección de sus lecturas. Arrastrado por la varonil elocuencia de Demóstenes, dirá: «Éste es un orador», pero cuando lea a Cicerón, dirá: «Éste es un abogado».
Generalmente a Emilio le gustarán más los libros de los autores antiguos que los nuestros; aunque no sea por otra causa que la de ser aquéllos los primeros, están más cerca de la naturaleza y su ingenio es más a propósito para él. Digan lo que quieran la Motte y el abate Terrasón, no existen verdaderos progresos de la razón en el género humano, debido a que todo cuanto se gana por una parte se pierde por otra, porque todos los entendimientos salen siempre del mismo punto, y porque siendo perdido el tiempo que se gasta en saber lo que han pensado otros para pensar uno mismo, si se adquieren más luces, también pierde vigor la inteligencia. Nuestros entendimientos están como nuestros brazos, habituados a realizarlo todo con herramientas y nada por sí mismos. «Fontenelle decía que toda disputa sobre los antiguos y los modernos quedaba reducida en saber si los árboles de otro tiempo eran más corpulentos que los de hoy». Si la agricultura hubiese variado, la cuestión no iría muy fuera de camino.
Después de haberle ascendido de esta forma hasta las puras fuentes de la literatura, le muestro también los sumideros en los estanques de los compiladores modernos, en diarios, traducciones y diccionarios; da una mirada a todo esto y luego lo deja para no volver a mirarlo. Para divertirle, procuro que oiga la palabrería de las academias y observe que cada uno de los que las componen siempre vale más solo que en corporación; de aquí deducirá por sí mismo la consecuencia de la utilidad de todos estos soberbios establecimientos.
Le llevo a los teatros, no para que estudie la moral, sino el gusto, ya que aquí es donde se manifiesta particularmente a los que saben reflexionar. Dejaos de preceptos y de moral, le diré; no es aquí donde se han de aprender. El teatro no está destinado para la verdad, sino para halagar y divertir a los hombres; no hay escuela donde se aprenda tan bien el arte de agradarles y de interesar el corazón humano. El estudio del teatro lleva al de la poesía, y ambos tienen un mismo objeto. Si tiene una chispa de afición a la poesía, ¡con qué placer cultivará las lenguas de los poetas, el griego, el latín, el italiano! Estos estudios serán para él pasatiempos sin prisas y le aprovecharán más, le serán deliciosos en una edad y circunstancias en que con tanto placer se interesa el corazón en todos los géneros de belleza capaces de conmoverle. Figuraos a un lado a mi Emilio y en el otro a un colegial leyendo el cuarto libro de la Eneida, o a Tíbulo, o el Banquete, de Platón; ¡qué diferencia! ¡Qué agitado está el corazón de uno de ellos con lo que ni siquiera impresiona el del otro! «Oh, buen joven, detén tu lectura, pues te veo demasiado enternecido; quiero que te agrade el idioma del amor, pero no quiero que te extravíe; sé hombre sensible, pero también un hombre cuerdo. Si eres de los dos, no eres nada». En cuanto a lo demás, que rechace o no las lenguas muertas, poco me importa, pues aunque no sepa nada de esto no valdrá menos, ni se trata de estas trivialidades en su educación.
Mi principal objeto, cuando le enseño a que sienta y ame la belleza en todos sus géneros, es fijar en ella sus afecciones y sus gustos, evitar que se alteren sus apetitos naturales, y que un día busque en su riqueza los medios de ser feliz, debiéndolos buscar más cerca. He dicho ya que el gusto no es más que el arte de conocerse por pequeños detalles, y es verdad, pero una vez que las satisfacciones de la vida dependen de un cúmulo de ellos, no deja de ser importante esa solicitud; por ella aprendemos a llenarla de los bienes que podemos alcanzar con toda la verdad que para nosotros pueden tener. Aquí no hablo de los bienes morales que dependen de la buena disposición del alma, sino de lo que es propio de la sensualidad, del deleite real, dejando aparte los prejuicios de la opinión.
Para desarrollar mejor mi idea que se me permita dejar por un momento a Emilio, cuyo puro y sano corazón no puede servir a nadie de regla, y ofrecer en mí mismo un ejemplo más sensible y más cercano a las costumbres del lector.
Hay estados que parece que cambian la naturaleza y vacían, por así decirlo, en un nuevo molde a los hombres, transformándolos en mejores o peores. Un cobarde que ingresa en el regimiento de Navarra se vuelve valiente. No sólo en lo militar se coge el espíritu de cuerpo, ni siempre los efectos que produce son buenos. He pensado cien veces con horror que si tuviese el infortunio de tener el cargo que yo sé en cierto país, mañana seria inevitablemente tirano, concusionario, destructor del pueblo, funesto para el príncipe y enemigo de toda humanidad, toda equidad y toda especie de virtud.
De igual modo, si fuese rico, habría hecho todo lo posible para serlo, y por lo tanto, sería insolente y bajo, pero sensible y delicado para mí solo, despiadado y duro para todo el mundo, desdeñoso espectador de las miserias de la chusma, pues no daría otro nombre a los pobres, para conseguir que se olvidasen de que también lo fui yo en otro tiempo. Por último, sólo me ocuparía de mi fortuna, instrumento de mis placeres. Hasta aquí sería como todos los demás.
Pero en lo que creo que me diferenciaría mucho de ellos es en que sería sensual y voluptuoso más que orgulloso y vano, y en que me daría más al lujo de la molicie que al de la ostentación, y aún me causaría alguna vergüenza el hacer demasiado alarde de mi riqueza, creyendo ver siempre al envidioso a quien aterrase mi fausto decir al oído de sus vecinos: «He aquí a un tahúr que tiene miedo de que le conozcan por tal».
De esta inmensa profusión de bienes que cubre la tierra, buscaría lo que más me gustase y que pudiese apropiarme con más facilidad. Para esto el primer uso de mi riqueza sería comprar ocio y libertad, a lo cual añadiría la salud si estuviese en venta, pero como sólo se consigue con la templanza, y sin salud no hay deleite verdadero en la vida, por conservación sería templado.
Siempre me quedaría lo más cerca posible de la naturaleza, para contentar los sentidos que ella me dio con la seguridad de que mis deleites serían tanto más reales cuanto más parte tuviese en ellos. Siempre sería mi modelo para la elección de los objetos de imitación; en mis apetitos le daría la preferencia, y en mis gustos le consultaría en todo; en las comidas siempre querría lo que más sazona ella y pasa por menos manos para llegar hasta nuestra mesa. Me guardaría así de las falsificaciones del fraude y saldría al encuentro del placer. No sometería mi grosera gula a las instrucciones de un jefe de comedor que me vendiese veneno por pescado; no se llenaría mi mesa con magníficas inmundicias traídas de lejanas tierras; me atormentaría para satisfacer mi sensualidad, pues el mismo tormento es entonces un nuevo placer y aumenta el que aquélla proporciona. Si quisiera saborear un manjar de un extremo del mundo, iría, como Apicio, a buscarlo, en lugar de hacérmelo traer, porque a los más exquisitos manjares les falta siempre una sazón que no viene con ellos y ningún cocinero les puede dar, porque es el aire del clima que los ha producido.
Por la misma razón no imitaría a los que hallándose bien únicamente donde no están ponen siempre en contradicción consigo mismos a las estaciones, y en contradicción con las estaciones, los climas; buscan el verano en invierno y el invierno en verano; van a tener frío en Italia y calor en el Norte, sin pensar que cuando creen huir del rigor de las estaciones lo encuentran en los países donde no han aprendido a preservarse de él. Yo me quedaría en mi sitio, o haría todo lo contrario. Querría obtener de una estación todo lo agradable de ella y de un clima lo que le es peculiar. Tendría una diversidad de gustos y hábitos que no se pareciesen y que siempre fuesen naturales; iría a pasar el verano en Nápoles y el invierno en San Petersburgo; unas veces respirando un céfiro suave muellemente reclinado en las grutas de Tarento, y otras en la iluminación de un palacio de hielo, cansado y casi sin aliento tras los placeres del baile.
Querría en el servicio de mi mesa y en el adorno de mi aposento imitar con ornamentos muy sencillos la variedad de las estaciones, y obtener de cada una de ellas sus delicias, sin gozar anticipadas las de las siguientes. Penoso es y no placentero perturbar así el orden de la naturaleza, arrancándole producciones involuntarias que ella da a pesar suyo y que careciendo de calidad y de sabor no pueden alimentar el estómago ni halagar el paladar. No hay nada más insípido que las frutas primerizas; hay rico en París que con grandes gastos, a fuerza de hornillos y de estufas, consigue servir todo el año en su mesa sólo malas legumbres y peores frutas. Si yo tuviese cerezas cuando hiela y melones en pleno invierno, ¿con qué placer los habría de gustar cuando mi paladar no tiene necesidad de humedecerse y refrescarse? ¿Me serían muy agradables las castañas en los ardores de pleno verano? ¿Las preferiría saliendo de la sartén a la grosella, a la fresa y a las refrescantes frutas con que sin tantos cuidados me ofrece la tierra? Cubrir su chimenea el mes de enero con vegetaciones forzadas, con flores pálidas y sin olor, más que respetar el invierno es desnudar la primavera, es privarse del placer de ir a los bosques a buscar la primera violeta, a esperar el primer retoño y exclamar lleno de gozo: «Mortales, no estáis abandonados; la naturaleza todavía vive».
Para estar bien servido tendría pocos criados, lo que ya he dicho, pero es necesario repetirlo. Hace más servicios a un burgués su solo criado que a un duque los diez lacayos que le rodean. Muchas veces he pensado que cuando tengo en la mesa el vaso a mano, bebo cuando quiero y si estuviese en una mesa de etiqueta sería preciso que veinte voces repitieran la orden de servirme antes de que yo pudiese beber, antes de que yo saciase mi sed. Todo lo que se hace por indicación de otro sale mal hágase como se quiera. No enviaría a las tiendas, sino que iría yo mismo, para que negociaran mis sirvientes antes que yo, para hacer un ejercicio agradable para ver un poco lo que hacen fuera de mi casa, pues eso recrea y algunas veces instruye; por último, iría por ir que siempre es algo. De la vida inactiva nace el aburrimiento, puesto que quien mucho anda poco se aburre. El portero y los criados son malos intérpretes; yo no quisiera que esas gentes sirvieran de intermediarios entre los demás y yo, ni andar siempre con el traqueteo de un coche como si tuviera miedo de que las gentes se me acercasen. Los caballos de un hombre que hace uso de sus piernas están siempre a punto; si las tiene enfermas o fatigadas, lo sabe antes que nadie, y no tiene miedo de verse obligado a no salir de casa con este pretexto cuando su cochero se quiere divertir; en la calle no hacen que se impaciente y se aburra con mil estorbos imprevistos, ni que se esté parado cuando desea ir volando. Por último, si nadie nos es tan útil como nosotros mismos, aunque sea uno más poderoso que Alejandro y más rico que Creso, sólo se deben admitir de los demás los servicios que no se puede hacer uno mismo.
No me gustaría vivir en un palacio porque no ocuparía más que una habitación; todo aposento común no es de nadie, y el cuarto de cada uno de mis criados sería tan extraño para mí como el de mi vecino. Los orientales, aunque viven con mucho esplendor, adornan sus habitaciones con una gran sencillez. Miran la vida como una jornada y su casa como un mesón. Esta razón no nos convence a nosotros los ricos, que tomamos nuestras medidas como si tuviéramos que vivir eternamente, pero yo tomaría otra diferente que produciría el mismo efecto. Tendría la sensación de que establecerme con tanto aparato en un sitio sería como desterrarme de todos los demás y ser prisionero, por así decirlo, en mi palacio. Palacio muy hermoso es el universo: ¿no pertenece siempre a quien quiere disfrutarlo? Ubi tiene, ibi patria, «donde va bien, allí es la patria»; ése es su emblema, sus lares son los países donde todo lo puede conseguir su dinero, como tenía por suya Filipo toda fortaleza donde podía meter un mulo cargado de dinero. ¿Pues por qué uno se ha de ir a encerrar entre puertas y paredes como si jamás tuviera que salir de allí? Si una epidemia, una guerra o una revolución me obligan a salir de un país y me voy a otro donde en seguida encuentro un hogar, ¿qué necesidad tengo yo de construirme una casa cuando me la levanta el universo entero? ¿Por qué cuando me doy tanta prisa en vivir he de preparar con anticipación gustos que desde hoy puedo gozar? ¿Es imposible vivir una vida placentera estando siempre en contradicción consigo mismo? De esta manera, Empédocles reprochaba a los agrijentinos que acumulaban los deleites como si no tuvieran que vivir más de un día y levantaban edificios igual que si nunca hubieran de morir.
Por otra parte, ¿de qué me sirve un alojamiento tan holgado, teniendo tan poco con qué llenarlo? Tanto mis muebles como mis gustos serían sencillos; no tendría galería ni biblioteca, principalmente si me gustase la lectura y entendiese de pinturas. Entonces sabría que semejantes colecciones nunca son completas y que la privación de lo que les falta produce más sentimiento que el no tener nada. En esto la abundancia es la miseria; no hay nadie que haga colecciones que no lo haya experimentado. Un inteligente no debe formarla, y quien posee un gabinete para enseñar a los otros no se sirve de él para sí mismo.
El juego no es la diversión propia de un hombre rico, sino el recurso de un desocupado, y mis placeres me ofrecerían demasiadas ocupaciones para tener tiempo en emplearlo tan mal. Viviendo solo y siendo pobre, yo no juego, o sólo alguna vez al ajedrez, y aun eso es innecesario. Si fuese rico, todavía jugaría menos, y sólo un juego sin importancia, para no ver a nadie disgustado ni disgustarme yo. En la opulencia, estando falto de motivo el interés del juego, nunca puede convertirse en furor, a no ser en un alma avara. Las ganancias que puede sacar un hombre rico del juego, para él son siempre menos sensibles que las pérdidas, y como la forma de los juegos moderados, que al cabo se lleva los beneficios, hace que generalmente lleven más pérdidas que ganancias, no es posible que quien discurra bien se aficione a un pasatiempo en que están contra él riesgos de toda clase. El que halaga su vanidad con las preferencias de la fortuna, puede buscarlas en objetos mucho más importantes, y estas preferencias no son menos manifiestas en el juego más débil que en el más fuerte. La afición al juego, fruto de la avaricia y del aburrimiento, sólo arraiga en un entendimiento y un corazón vacío, y creo que yo tendría los necesarios conocimientos y sensibilidad para no precisar ese suplemento. Raramente vemos que los pensadores se diviertan en el juego, pues les lleva el hábito de meditar, o les dirige a combinaciones áridas; por eso uno de los bienes y el único tal vez que ha producido la afición a las ciencias es aminorar en lo posible esta sórdida pasión; más prefiere uno probar la utilidad del juego que entregarse a él. Yo le atacaría entre los jugadores, y me divertiría más burlándome de ellos cuando los viese perder que por ganarles su dinero.
Sería el mismo en mi vida privada que en el trato de sociedad. Desearía que mi fortuna les fuese útil a todos y no hiciese sentir la desigualdad a nadie. El oropel de los atavíos es incómodo por miles de conceptos. Para conservar con la gente toda la libertad posible, quisiera vestirme de forma que en todas las condiciones pareciese que estaba en mi sitio y que no me distinguiesen en ninguna, que sin afectación ni transformación en mi persona fuese plebe en los barrios bajos y buena compañía en el Palacio Real. Más dueño así de mi conducta, podría siempre gozar de las diversiones de las personas de cualquier condición. Dicen que hay mujeres que cierran la puerta a los que no llevan puños bordados y no reciben a los que no llevan puntillas; yo iría a pasar el día a otra parte, pero si fuesen jóvenes y hermosas me pondría alguna vez una prenda con encajes para pasar en su casa la noche.
El único lazo de nuestras sociedades sería el mutuo cariño, la conformidad de gustos, la concordancia de caracteres yo me echaría en sus brazos como hombre y no como rico, y nunca consentiría que el interés envenenase el encanto. Si mi opulencia me hubiese dejado alguna humanidad, extendería lejos mis servicios y mis obsequios, pero querría tener alrededor mío una sociedad y no una corte, amigos y no deudos; no sería anfitrión de mis invitados porque sería su huésped. La independencia y la igualdad dejarían a mis relaciones todo el candor de la benevolencia y no teniendo cabida alguna el interés y la obligación, sólo la alegría y la amistad dictarían la ley.
Nadie compra ni su amigo ni su dama. Es fácil poseer mujeres con dinero, pero es la forma de no ser amado por ninguna. En cuanto el amor se pone a la venta, el dinero lo mata infaliblemente. El que paga, aunque sea el más amable de los hombres, únicamente porque paga no puede ser amado mucho tiempo. Pronto pagará por otro, o será pagado este otro con su dinero, y en este doble enlace, formado por el interés y la distribución sin amor, sin verdadero deleite, sin honor, la mujer ávida, infiel y miserable, tratada por el villano que recibe como trata ella al tonto que da, se desquita así con los dos. Sería muy dulce ser liberal con lo que se quiere si esto no transformase el amor en un trato. Sólo conozco una forma de satisfacer el deseo de dinero de la mujer sin envenenar el amor, y es entregárselo todo y que ella luego mantenga a su amante. Falta saber si hay una mujer con la cual ese procedimiento no fuera una extravagancia.
El que decía: «Yo poseo a Lais, sin que ella me posea», decía una expresión necia. La posesión que no es recíproca no es nada; cuando más es la posesión del sexo, menos la del individuó. Entonces, donde no hay la moral del amor, ¿por qué afanarse tanto por lo demás? No hay nada más fácil de encontrar. En este sentido es mas dichoso un pobre que un millonario.
Si se pudiera desarrollar lo bastante la inconsecuencia del vicio, qué lejos lo vertamos del logro de sus esperanzas cuando consigue lo que deseaba. ¿Por qué esta bárbara avidez de corromper la inocencia, de hacer una víctima de una flor en capullo que hubiéramos debido proteger y que, dado este primer paso, se hunde inevitablemente en una sima de miserias, de donde no saldrá sino con la muerte? Brutalidad, vanidad, necedad, error y nada más. Este mismo placer no es natural, viene de la opinión, y de la más vil opinión, pues nace del desprecio de sí mismo. El que se cree el último de los hombres teme la comparación con cualquier otro y quiere pasar el primero para ser menos odioso. Mirad si los más ávidos de este guisado imaginario son nunca jóvenes amables, dignos de agradar y más disculpables por ser mal contentadizos. No; con buen aspecto, mérito y sensibilidad, poco se teme la experiencia de su amada, y con una lógica confianza le dice: «Tú conoces los deleites, no importa; mi corazón te promete los que aún ignoras".
Pero un sátiro viejo y gastado con la disolución, sin ninguna gracia, sin miramiento, sin atención, sin ninguna clase de honradez, incapaz e indigno de agradar a toda mujer que sabe lo que es una persona amable, cree que todo esto lo suple con una joven inocente, adelantándose a la experiencia y excitando en ella la primera emoción de los sentidos. Su última esperanza es gustar, valido de la novedad; éste es indiscutiblemente el motivo secreto de su antojo; pero se equivoca, que no está menos en la naturaleza el horror que causa que los deseos que quería excitar. También se le malogra su loca espera; esta misma naturaleza procura reivindicar sus derechos; toda muchacha que se vende se ha dado ya, y habiéndose dado a su gusto ha hecho la comparación que él teme. Así compra un gusto imaginario, el cual no es menos despreciado.
Por mucho que cambiase yo haciéndome rico, hay un punto en el que jamás cambiaría. Si no me queda ni virtud ni moral, por lo menos me quedará buen gusto, alguna razón, alguna delicadeza, y esto evitaría que emplease mi fortuna convirtiéndome en la burla de todos, corriendo detrás de objetos fantásticos y agotando mi bolsa y mi vida en hacerme traicionar y escarnecer por muchachuelas. Si fuese joven, buscaría los placeres de la juventud, y queriéndolos con toda su delicia, no los buscaría como rico. Si me quedase como soy, sería otra cosa; me limitaría prudentemente a los placeres de mi edad; escogería los que aún puedo gozar y ahogaría los que sólo pueden serme un tormento. No iría a ofrecer mi barba gris a la desdeñosa burla de las muchachas, no podría soportar ver que mis repugnantes caricias producían náuseas, ni daría pie para que contaran de mí las más ridículas historias, ni querría imaginarlas describiendo los torpes deleites del viejo simio, como vengándose por haberlos sufrido. Y si los hábitos mal combatidos hubiesen convertido en necesidades mis antiguos deseos, tal vez los satisfacería, aunque fuese con vergüenza y sonrojándome de mí mismo. Quitaría la pasión de la necesidad, me arreglaría lo mejor que me fuese posible y me limitaría a aquello sólo; no transformaría en ocupación mi debilidad, y, sobre todo, no querría tener más que un testigo. A la vida humana le quedan tantos placeres cuando éstos le faltan, y corriendo vanamente tras los que se nos escapan, nos privamos hasta de los que nos han quedado. Mudemos de gustos con los años, no saquemos de su lugar ni las edades ni las estaciones, seamos nosotros mismos en todo tiempo y no luchemos contra la naturaleza, pues estos vanos esfuerzos consumen la vida y nos impiden que usemos de ella.
El pueblo no se aburre y su vida es activa; si sus diversiones no son variadas, son raras; muchos días de trabajo hacen que goce con delicia de algunos de fiesta. Una alternativa de fatigosos trabajos y de cortos descansos sirve de condimento a los gustos de su estado. En cuanto a los ricos, su peor azote es el aburrimiento; entre tantas diversiones a mucha costa reunidas, en medio de tantas gentes como contribuyen a darles gusto, los consume y los mata el aburrimiento; se pasan la vida huyendo de él y dejando que los alcance; viven abrumados con su insoportable peso, sobre todo las mujeres, que no saben ocuparse ni divertirse, y las devora un malestar que llaman melancolía, que se les convierte en un mal incurable, que a veces las priva de la razón, si no de la vida. No conozco más espantosa suerte que la de una hermosa mujer de París, como no sea la de su amante, que convertido también en ser desocupado, se desvía por dos caminos, y por la vanidad de ser hombre, de suerte con las damas, soporta la languidez de los días más tristes que una criatura humana puede vivir.
Las conveniencias, las modas, las costumbres que provienen del lujo y del delicado trato encierran el curso de la vida en la más insoportable uniformidad. La diversión que a los ojos ajenos quiere uno aparentar, es perdida para todo el mundo; ni la disfruta él ni los otros. El ridículo, que la opinión teme más que todo, siempre está delante de ella para tiranizarla y castigarla. Nunca es uno ridículo, como no sea por formas determinadas; el que sabe variar sus situaciones y sus placeres, hoy borra la impresión de ayer, y es como nula en el espíritu de los demás, pero disfruta porque está él entero en cada hora y en cada cosa. Mi única forma constante sería ésta: en cada situación no me ocuparía de ninguna otra, y cada día lo tomaría por sí mismo, independiente del ayer y del mañana. De igual modo que con la plebe sería plebe, en el campo sena campesino, y cuando hablase de agricultura, el labrador no se burlaría de mí. No iría a levantar una ciudad en el campo, ni a levantar en el interior de la población unos grandes jardines delante de mi aposento. En la ladera de cualquier agradable colina con suficiente sombra tendría una casita rústica, una casa blanca con sus puertas y ventanas verdes, y aunque en todas las estaciones el mejor techo sea el de paja, yo preferiría, no la triste pizarra, sino la teja, porque tiene una apariencia más alegre y limpia que la paja, porque así cubren las casas en mi país y porque su techumbre me haría recordar los dichosos tiempos de mi juventud. Mi patio sería un corral, y mi caballeriza un establo con vacas, para que me dieran leche, a la que soy muy aficionado. Mi jardín sería un huerto, y en vez de parque un bonito vergel, semejante al que describiré luego, y las frutas, a discreción de los que por él se pasearan, no las contaría ni las cogería mi hortelano, y no daría ostentación a mi avara magnificencia con espalderas soberbias que nadie se atreviese a tocar. Y esta pequeña prodigalidad sería poco costosa, puesto que escogería mi asilo en alguna apartada comarca, donde hubiese poco dinero, y muchos comestibles, y donde reinasen la pobreza y la abundancia.
Allí formaría una sociedad, más selecta que numerosa, de amigos que gustasen de divertirse y lo entendiesen, de mujeres que pudiesen dejar su butaca y tomar parte en los juegos rústicos, cogiendo alguna vez, en lugar de la almohadilla o los naipes, la caña de pescar, el bieldo para extender el heno y el capazo de la vendimia. Allí olvidaríamos las costumbres de la ciudad y seríamos aldeanos en la aldea, dispondríamos de tal serie de pasatiempos que cada noche no tendríamos más molestia que escoger el del día siguiente. Con el ejercicio y la vida activa nos parecería que habíamos cambiado de cuerpo y tendríamos gustos nuevos. Las comidas serían banquetes y más que el refinamiento de los platos preferiríamos la abundancia. Los mejores cocineros del mundo son la alegría, los trabajos rústicos, jugar y retozar, y para gentes que no paran desde que sale el sol, son muy ridículos los platos finos. En el servicio no habría más elegancia que sencillez; el comedor estaría en todas partes: en el jardín, en una barca, debajo de un árbol, y a veces más lejos, cerca de un manantial, sobre la fresca y verde hierba, debajo de los chopos y los avellanos; una comparsa de alegres convidados traería cantando los preparativos del banquete, el césped sería la mesa y las sillas, servirían de aparador las orillas del manantial y los postres colgarían de las ramas. Los platos serían servidos sin orden alguno, el buen apetito evitaría los cumplidos, y como éste preferiría sin disimulo un plato a otro, encontraría natural que otros prefiriesen el plato que él rechazase. De esa afectuosa y moderada familiaridad nacería, sin ordinarieces, sin fingimiento y sin sujeción, una cordialidad cien veces más deliciosa que la cortesía y más capaz de acercar los corazones. No habría ningún lacayo importuno que nos escuchase, que criticara en voz baja nuestras actitudes, que mirase con envidia lo que comiésemos, que se divirtiera en hacernos esperar para beber y que murmurara de la duración de la comida. Seríamos nuestros criados para ser nuestros amos, todos servirían a cada uno, pasaría el tiempo sin darnos cuenta, la comida sería nuestro descanso y duraría tanto como el calor del día. Si pasase cerca de nosotros algún campesino que volviera a su trabajo y con sus aperos al hombro, yo le animaría con alguna ocurrencia jocosa y algunos tragos de buen vino que le hicieran llevar más alegremente su pobreza, y yo también tendría la satisfacción de sentirme algo enternecido y decirme a mí mismo: «Todavía soy hombre.
Si alguna fiesta campestre reuniese a los vecinos del lugar, yo sería uno de los primeros en ir con mis compañeros; si se celebrasen en la vecindad algunas bodas, más benditas del cielo que las de las ciudades, como sabrían que me gusta la alegría, me convidarían, y yo llevaría a esas buenas gentes algunos regalos sencillos como ellos, los cuales serían como una contribución a la fiesta, y en cambio hallaría bienes de inestimable valor, bienes que muy poco conocen mis iguales; la franqueza y el verdadero placer. Comería con mi mayor satisfacción en el sitio que me destinasen de su mesa, haría coro al estribillo de algunas viejas canciones aldeanas y bailaría en el porche de la casa con más júbilo que en un baile de la Opera.
Hasta aquí todo va a las mil maravillas, me dirán. Pero ¿y la caza? ¿Es vivir en el campo el no cazar? Ya entiendo. Me contentaba con una alquería, y era un error. Me supongo rico y, por tanto, necesito diversiones exclusivas, diversiones que destruyen; esto ya es otra cosa. Necesito tierras, bosques, guardas, censos, honores de señorío y, sobre todo, incienso y agua bendita.
Muy bien. Mas esta tierra tendrá vecinos celosos de sus derechos, y deseando usurpar los ajenos; reñirán nuestros guardas, y tal vez los mismos amos; tenemos altercados, riñas, odios, por lo menos pleitos, y todo esto es muy agradable. No verán mis vecinos con agrado que mis liebres se les coman su trigo y ni mis jabalíes sus habas; ninguno de ellos se atreverá a matar al enemigo que destruye sus frutos, pero querrá echarlo de su campo, por lo que después de pasar el día trabajando sus tierras, tendrán que pasar la noche guardándolas, y tendrán mastines, tamboriles, bocinas, cencerros, y con todo ese tantarantán, turbarán mi sueño. Contra mi voluntad pensaré en la miseria de esa pobre gente y tendré que reprochármela. Si tuviera el honor de ser príncipe, todo esto no me conmovería, pero yo, nuevo rico, tendré todavía el corazón plebeyo.
Y no es solamente esto; la abundancia de la caza tentará a los cazadores, y pronto habrá cazadores furtivos que convendrá perseguir; se necesitarán cárceles, alcaides, arqueros… Todo esto me parece demasiado cruel. Las esposas de estos desgraciados se clavarán delante de mi puerta y me importunarán con sus lamentaciones, y habrá que echarlas o maltratarlas. Los desdichados que no hayan cazado y cuyas cosechas se las hayan comido mis reses, también vendrán a quejarse, y así unos serán castigados por haber cazado y otros arruinados por haber cazado. ¡Qué triste alternativa! Veré en todas partes objetos de miseria y sólo oiré quejas; creo que esto debe enturbiar mucho el gusto de una matanza de perdices y de liebres, y casi a los pies de uno mismo.
¿Queréis separar las alegrías de las penas que hay en ellas? Quitadles lo exclusivo; cuanto más comunes se las dejéis a los hombres, más puras las gozaréis. Por lo tanto, no haré nada de lo que acabo de decir, pero sin cambiar de gustos seguiré el que me suponga menos gasto. Mi rústica vivienda la tendré en un país donde la caza sea libre para todo el mundo y donde yo pueda gozar de esta diversión sin mayores obstáculos. La caza escaseará, pero exigirá más habilidad para conseguirla, y más gusto dará el encontrarla. Me acuerdo de lo que le latía el corazón a mi padre cuando se le presentaba a vuelo la primera perdiz, y de su júbilo cuando hallaba la liebre que había buscado durante todo el día. Sí; recuerdo que solo con su perro, cargado con su escopeta, la bolsa de los perdigones, la cajita de pólvora y las pocas piezas que había muerto, regresaba de noche rendido y arañado por las jaras, pero más contento con el día que había pasado que todos esos cazadores vuestros, que sin apearse del caballo, seguidos de veinte escopetas cargadas, no hacen otra cosa que cambiar, tirar y matar, y sin arte, sin gloria y casi sin ejercicio. El placer no es, entonces, menor, y se evitan los inconvenientes cuando no tiene uno coto que guardar, ni cazador furtivo que castigar, ni miserable a quien perseguir. Creo que las mías son razones irrebatibles. Hagan lo que quieran, es imposible atormentar a los hombres sin sentir también algún malestar, y las continuas maldiciones del pueblo hacen que, tarde o temprano, la caza nos amargue.
Insisto en ello: el exclusivismo de los placeres es la causa de su muerte. Las auténticas diversiones son aquellas de las que participa el pueblo, y las que uno quiere disfrutar solo no las disfruta. Si los muros que levanto alrededor de mi parque lo convierten en una triste clausura, no he hecho más que privarme, y pagándolo muy caro, del placer del paseo, y ya estoy forzado a ir lejos a buscarle. El demonio de la propiedad infecta todo lo que toca. El rico quiere ser dueño en todas partes, y sólo se encuentra a su gusto donde no lo es, así se ve condenado a huir siempre de sí mismo. Yo, cuando sea rico, haré lo que he hecho siendo pobre. Más rico ahora con el caudal de los demás que nunca podré serle con el mío, disfrute con todo lo que tiene la vecindad; no hay conquistador más resuelto que yo, pues les usurpo hasta a los mismos príncipes, me adjudico sin distinción todos los terrenos abiertos que me placen. Éste es mi coto, el otro mi terraza, lo mismo que si fuera el dueño, y me paseo por ellos impunemente; vuelvo a menudo para mantenerme en mi posesión, y casi abro un camino de tanto andar de un lado a otro, y nunca me harán creer que el legítimo dueño de ese predio saque más provecho del dinero que le produce que yo de su terreno. Y si vienen a molestarme con fosos, con vallados, poco me importa; cargo con todo lo mío y voy a plantar mi tienda en otra parte, que no faltan sitios en los alrededores, y antes de verme sin techo, todavía tengo muchos vecinos a quienes robar.
Éste es un ensayo del verdadero gusto en la elección de ocios agradables; éste es el espíritu de gozar. Todo lo demás es pura ilusión, devaneo, loca vanidad. Quienquiera que se aparte de estas reglas, por rico que sea, se comerá su oro convertido en estiércol y nunca conocerá el precio de la vida.
Sin duda me objetarán que esas diversiones están al alcance de todo el mundo y que no hay que ser rico para gozarlas. Aquí precisamente quería yo venir a parar. Disfruta de los gustos quien quiere disfrutarlos; es la opinión lo que lo hace todo difícil, apartando la felicidad lejos de nosotros, y es cien veces más fácil ser feliz que parecerlo. El hombre de buen gusto y verdaderamente voluptuoso no necesita para nada la riqueza; le basta con ser libre y árbitro de sí mismo. Quien disfruta de salud y tiene lo necesario, si arranca de su corazón los bienes de la opinión es sobradamente rico; ésta es la aurea mediocritas de Horacio. Hombres ricos, buscad otra cosa en que emplear vuestra opulencia, porque para el placer no sirve de nada. Todo esto no lo sabrá Emilio mejor que yo, pero como tiene el corazón más puro y más sano, lo sentirá mejor aún, y todas estas observaciones acerca del mundo no harán más que confirmárselo.
Pasando así el tiempo, buscamos siempre a Sofía, y no la encontramos. Era conveniente que no la encontrásemos tan pronto, y la hemos buscado en parajes donde yo estaba seguro que no había de estar.
En fin, el tiempo apremia, ya es el momento de buscarla de veras, no sea que él se forme una que la confunda con ella y sea demasiado tarde cuando descubra su error. Adiós, pues, París, pueblo famoso, pueblo ruidoso, de humo y de cieno, donde las mujeres no creen en el honor ni los hombres en la virtud. Adiós, París. Buscaremos el amor, la felicidad, la inocencia, y nunca estaremos bastante lejos de ti.
Libro Cuarto
¡Qué rápidamente pasamos por la tierra! El primer cuarto de la vida desaparece antes de que conozcamos el uso de la vida; el último cuarto se va después de haber dejado de gozarla. Primero no sabemos vivir, pronto ya no podremos, y del intervalo que separa estos dos extremos inútiles, los tres cuartos del tiempo restante se los llevan el sueño, el trabajo, el dolor, la sujeción y toda clase de penalidades. La vida es corta, no sólo por lo poco que dura, sino porque de este poco apenas hay momento en el que gocemos de ella. La hora de la muerte tiene de bello el estar alejada de la del nacimiento, y la vida es siempre muy corta cuando este espacio está mal llenado.
Nosotros nacemos, por así decirlo, en dos fases: la una para existir y la otra para vivir; la una por el espacio y la otra por el sexo. Estos que miran a la hembra como a un hombre imperfecto sin duda están equivocados, pero la analogía exterior es para ellos. Hasta la edad núbil los niños de los dos sexos no tienen nada aparente que les distinga; el mismo semblante, la misma figura, el mismo color…; en todo son iguales. Criaturas son los chicos y criaturas son las chicas; un mismo nombre califica a seres tan semejantes. Los varones a quienes impiden el ulterior desarrollo del sexo, conservan toda su vida esta conformidad y siempre son criaturas adultas, y las mujeres que no la pierden parece que bajo muchos aspectos nunca sean otra cosa, pero el hombre, en general, no está hecho para quedarse siempre en la infancia. Se sale de ella en el tiempo prescrito por la naturaleza, y este momento de crisis, aunque sea corto, tiene grandes influencias.
Como el bramido del mar precede desde lejos a la tempestad, esta tempestuosa revolución es anunciada por el murmullo de las nacientes pasiones, y una fermentación sorda advierte la proximidad del peligro. Una mutación en el humor, frecuentes enfados, una continua agitación de espíritu hacen casi indisciplinable al niño. Sordo a la voz que oía con docilidad, es el león con calentura; desconoce al que le guía y ya no quiere ser gobernado.
A los signos morales de un humor que se altera se unen cambios sensibles en su exterior. Su fisonomía se desenvuelve y se imprime en ella su sello característico; el vello escaso y suave que crece bajo sus mejillas toma consistencia, su voz cambia o mejor es otra; no es niño ni hombre y no puede tomar el habla de uno ni de otro. Sus ojos, que son los órganos del alma y que hasta ahora nada nos decían, toman su expresión y su lengua, los anima un ardor naciente y todavía reina la santa inocencia en sus vivas miradas, pero ya han perdido su primera sencillez, y se da cuenta de que pueden decir mucho; empieza a saber lo que siente, y está inquieto sin motivos para estarlo. Todo esto puede venir despacio, y todavía dejarle tiempo, pero si es muy impaciente en su viveza, si se convierte en furia su arrebato, si de un instante a otro se enternece y se irrita, si llora sin causa, si cuando se arrima a los objetos empiezan a serle peligrosos, si se agita su pulso y sus ojos se inflaman, si se estremece cuando la mano de una mujer toca la suya, si se turba ante ella y se intimida, Ulises, cuerdo Ulises, mira por ti; están abiertos los odres que guardaba cerrados con tanto afán y ya están sueltos los vientos; no abandones ningún momento el timón, o todo se ha perdido.
Éste es el segundo nacimiento de que he hablado; aquí nace de verdad el hombre a la vida, y ya nada humano está fuera de él. Hasta este momento nuestros afanes no han sido otra cosa que juegos de niños, y es ahora cuando adquieren verdadera importancia. Esta época, en que se concluyen las educaciones ordinarias, es propiamente aquélla en que ha de empezar la nuestra, pero para exponer bien este nuevo plan, debemos tomar desde más alto el estado de las cosas relacionadas con él.
Nuestras pasiones son los principales instrumentos de nuestra conservación, porque el intentar después destruirlas es una empresa tan vana como ridícula, pues es censurar la naturaleza y pretender reformar la obra de Dios. Si Dios le dijese al hombre que aniquilase las pasiones que le da, querría Dios y no querría, y se contradiría a sí mismo. Jamás dictó un precepto tan desatinado, y no hay escrita ninguna cosa semejante dentro del corazón humano; lo que Dios quiere que haga un hombre, no hace que otro hombre se lo diga; se lo dice él mismo, y lo escribe en lo más íntimo de su corazón.
Tendría por loco a quien quisiera estorbar que naciesen las pasiones, casi por tan loco como el que quisiese aniquilarlas, y, ciertamente, me habrían entendido muy mal los que creyesen que semejante proyecto hubiera sido el mío hasta aquí.
Pero ¿razonaría bien quien dedujese, porque es natural al hombre tener pasiones, que son naturales todas las que sentimos en nosotros y observamos en los demás? Natural es su fuente, es verdad, pero corre engrandecida por mil raudales extraños, y es un caudaloso río que sin cesar se enriquece con nuevas aguas y en las que apenas se encontrarían algunas gotas de las primitivas. Nuestras pasiones naturales son muy limitadas, son instrumentos de nuestra libertad que coadyuvan a nuestra conservación; todas las que nos esclavizan y nos destruyen, no nos las da la naturaleza; nos las apropiamos nosotros en detrimento suyo.
La fuente de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre y mientras vive nunca le abandona, es el amor de sí mismo: pasión primitiva, innata, anterior a cualquier otra, de la cual se derivan en cierto modo y a manera de modificaciones todas las demás. Todas son en este sentido, si queremos, naturales. Pero la mayor parte de estas modificaciones tienen causas extrañas, sin las cuales nunca existirían, y estas modificaciones, lejos de sernos provechosas, nos son perjudiciales, pues mudan su primer objetivo y luchan con su principio; entonces se encuentra el hombre fuera de la naturaleza y se pone en contradicción consigo mismo.
Siempre es bueno el amor propio, pero debe estar conforme al orden. Encargado cada uno de su propia conservación, su más importante y primera solicitud debe ser el velarla continuamente, pero ¿cómo ha de estar siempre en vela si no le mueve el más vivo interés?
Es preciso, pues, que nos amemos para conservarnos, y que nos amemos más que todas las cosas, y por consecuencia inmediata de este mismo afecto, amamos lo que nos conserva. Todo niño se aficiona a su nodriza, y Rómulo se debió de aficionar a la loba que le daba el pecho. Esta afición es el principio simplemente maquinal. A todo individuo le atrae lo que favorece su bienestar, y repele lo que le perjudica; esto no es más que un instinto ciego. Lo que transforma en afecto este instinto, en amor la afición, la aversión en odio, es la clara intención de perjudicarnos o sernos útil. Nada se apasiona con los seres insensibles que siguen el impulso que les han dado, pero aquellos de quienes esperamos daño o beneficio por su disposición interna, por su voluntad; los que vemos que libremente obran en nuestro favor o en contra nuestra, nos inspiran afectos análogos a los que nos manifiestan. Buscamos los que nos sirven, pero amamos los que nos quieren servir; huimos de lo que nos perjudica, pero aborrecemos lo que quiere hacernos daño.
El primer sentimiento de un niño es amarse a sí mismo, y el segundo, que deriva del primero, es amar a los que le rodean, porque en el estado de debilidad en que se encuentra sólo conoce las personas por la asistencia y los cuidados que recibe. El apego que primero tiene a su nodriza y a su niñera no es más que hábito; las busca porque las necesita y porque se encuentra bien con ellas; es más conocimiento que benevolencia. Hace falta mucho tiempo para que comprenda que no sólo le son útiles, sino que quieren serlo, y entonces es cuando comienza a amarlas.
Por consiguiente un niño se inclina naturalmente a la benevolencia, porque ve que todo cuanto se aproxima a él tiende a asistirle, y de esta observación saca la costumbre de un afecto propicio a su especie, pero a medida que extiende sus relaciones, sus necesidades, sus dependencias activas o pasivas, se despierta el afecto de sus relaciones con otro, y produce el de las obligaciones y preferencias. Entonces el niño se vuelve imperioso, celoso, engañador y vengativo. Si le obligan a que obedezca, como no ve la utilidad de lo que le mandan, lo atribuye al capricho, a la intención de atormentarle, y se enfurece. Si le obedecen a él, tan pronto como se le resisten en cualquier cosa, lo considera una rebeldía, una intención maligna, y aporrea la silla o la mesa porque le han desobedecido. El amor de sí mismo, que solamente se refiere a nosotros, queda satisfecho cuando se hallan complacidas nuestras verdaderas necesidades, pero el amor propio que se compara, jamás está contento ni puede estarlo, puesto que como nos prefiere este afecto a los demás, también exige que nos prefieran los demás a ellos, lo cual no es posible. De este modo nacen del amor propio los irascibles y rencorosos, de tal forma que lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás, y lo que le convierte en malo es tener muchas necesidades y someterse mucho a la opinión. Es fácil ver por este principio el modo cómo se pueden encaminar hacia lo bueno o lo malo todas las pasiones de los niños y de los hombres. Es verdad que no siendo posible vivir siempre de una forma solitaria, con dificultad vivirán siempre buenos, y por necesidad crecerá esta dificultad al aumentarse sus relaciones, y particularmente en esto los riesgos de la sociedad hacen que nos sean más indispensables la diligencia y el arte para librar al corazón humano de la depravación que nace de sus nuevas necesidades.
El estudio conveniente para el hombre es el de sus relaciones; mientras sólo es conocido por su ser físico, se debe estudiar en sus relaciones con las cosas; cuando comienza a sentir su ser moral, precisa que se le estudie en sus relaciones con los hombres, en el empleo de su vida, empezando desde el punto a que ya hemos llegado.
Tan pronto como el hombre tiene necesidad de una compañera, deja de ser un ser aislado y su corazón ya no está solo. Nacen todas sus relaciones con su especie y todas las afecciones de su alma, y pronto su primera pasión hace que fermenten las demás.
La inclinación del instinto es indeterminada; un sexo se siente atraído por el otro, y esto es un proceso natural. La elección, las preferencias, el cariño personal, son producto de las luces, de las preocupaciones y de la costumbre; se necesitan conocimientos y tiempo para hacernos aptos para el amor, pues solamente después de juzgar amamos, y no preferimos hasta haber comparado. Sin que pensemos en ello, se forman estos juicios, pero no por eso dejan de ser menos reales. Digan lo que quieran, los hombres siempre honrarán el amor verdadero, puesto que si les descarrían sus arrebatos y no se excluyen del pecho que lo siente condiciones odiosas, o a veces las engendra, también tiene otras apreciables, sin las cuales el amante no sería capaz de serlo. Esta elección, aunque se diga que es opuesta a la razón, proviene de ella. Al amor le pintan ciego porque tiene ojos más penetrantes que los nuestros y ve relaciones que no podemos distinguir. Toda mujer sería igualmente buena para quien no tuviese ninguna idea del mérito ni de la belleza, y la más próxima sería la más amable. El amor de la naturaleza, lejos de venir, es, por el contrario, el freno y la regla de sus inclinaciones, y fuera del objeto amado, nada es un sexo con respecto al otro.
La preferencia que uno da, quiere obtenerla; el amar debe ser mutuo. Para ser amado es preciso hacerse amable; para ser preferido, es necesario hacerse más amable que ningún otro, cuando menos a los ojos del objeto amado. De aquí la primera contemplación de sus semejantes, las primeras comparaciones con ellos, la emulación, las rivalidades y los celos. Ya lleno el pecho de un afecto que rebosa, siente deseos de verterse fuera, y pronto de la necesidad de una dama nace la de un amigo. El que siente los gratos afectos de sentirse amado desearía que todo el mundo le amará, y cuando todos aspiran a preferencias, no puede evitarse que muchos queden mal satisfechos. Con el amor y la amistad nacen las disensiones, los odios y las maldades. Encima de tantas pasiones diversas me doy cuenta de que la opinión se erige un trono incontrastable, y que los estúpidos mortales, siervos de su imperio, fundan su propia existencia en juicios ajenos.
Ampliad estas ideas y veréis de dónde le proviene a nuestro amor propio la forma que le es natural, y cómo, dejando de ser un afecto absoluto, el amor a sí mismo se convierte en altivez en los espíritus fuertes y en vanidad en los apocados, y en todos se alimenta a costa del prójimo. Esta especie de pasiones, careciendo de germen en el corazón de los niños, no pueden brotar por sí solas; somos nosotros los que las plantamos, pues jamás tienen raíces en ellos, como no sea por nuestra culpa. Mas no sucede lo mismo en el corazón del joven; hágase lo que se quiera, contra nuestra voluntad nacerán en él. Entonces, aún estamos a tiempo para variar de método.
Comencemos con algunas reflexiones importantes acerca del estado crítico que aquí se trata. La naturaleza no ha determinado de tal forma que el tránsito de la infancia a la pubertad no varíe en los individuos según sus temperamentos, y en los pueblos según los climas. Todos saben las diferencias que se observan en esta parte en los países fríos y en los cálidos, y cada uno ve que se forman los temperamentos ardientes antes que los demás, pero en cuanto a sus causas es fácil engañarse, atribuyendo con frecuencia a lo físico lo que se debe imputar a lo moral, y éste es uno de los abusos más frecuentes de la filosofía de nuestro siglo. Son lentas y tardías las instrucciones de la naturaleza, y las de los hombres casi son siempre prematuras. En el primer caso los sentidos despiertan la imaginación; en el segundo, la imaginación despierta los sentidos y les da una precoz actividad, que no puede menos de enervar y debilitar primero a los individuos y más tarde a la especie. Más cierta y más general observación que la de la eficacia de los climas, es que siempre es más temprana la pubertad y la potencia del sexo en los pueblos instruidos y cultos que en los ignorantes y bárbaros. Los niños poseen una rara sagacidad para distinguir por medio de los melindrosos adornos de la decencia las malas costumbres que encubren. El apurado estilo que les dictan, las lecciones de honestidad que les dan, el velo misterioso que afectan correr ante sus ojos con el cebo que incita su curiosidad. Por la forma como obran con ellos, se deduce lo que fingen ocultarles, y eso es lo que quieren aprender, y de todas las instrucciones que les dan, ésa es la que más aprovechan.
Consultad la experiencia y comprenderéis hasta qué punto acelera este desatinado método la obra de la naturaleza y estraga el temperamento. Ésta es una de las causas principales de que degeneren las castas en las ciudades. Los jóvenes, exhaustos muy pronto, se quedan pequeños, endebles, mal formados, envejecen en vez de crecer, del mismo modo que se agota y muere antes del otoño la vid que forzaron a dar fruto en la primavera.
Hay que haber vivido en pueblos rudos y sencillos para saber hasta qué edad puede una venturosa ignorancia prolongar la inocencia de los años. Un espectáculo que causa risa y ternura es ver a ambos sexos entregados a la confianza de su corazón, en la flor de la edad y la hermosura, persistiendo en los cándidos juegos de la infancia y con la misma familiaridad expresar la pureza de sus deleites. Por último, cuando esta amable mocedad se casa, los esposos, que mutuamente entregan el uno al otro sus primicias, se quieren más entre sí, y una porción de hijos sanos y robustos son la prenda de una unión que nada puede alterar y el fruto de la cordura de sus primeros años. Si la edad en que adquiere el hombre la conciencia de su sexo varía más que por efecto de la educación por la acción de la naturaleza, se deduce que puede acelerarse o retardar esta edad según como se haya educado de niño, y si gana o pierde consistencia el cuerpo en proporción a lo que se retarde o se acelere este progreso, también se comprende que, cuanto más se retarde, mayor fuerza y vigor adquirirá. Todavía sólo hablo de los efectos simplemente físicos; pronto veremos que los resultados no se limitan a los señalados.
De estas reflexiones pienso si es una solución que convenga dar luz a los niños desde temprano acerca de los objetos de su curiosidad, o si vale más mantenerlos con modestos errores. Yo creo que no es conveniente ni lo uno ni lo otro. Primeramente, no se les ocurre esta curiosidad sin haber dado motivos para ella, y por lo tanto hay que evitar que se les ocurra esa idea. En segundo lugar, las cuestiones que uno no está obligado a resolver no exigen que engañemos al que nos las propone; es mejor el silencio que responderle con una mentira. Esta ley extrañará poco si hemos tenido cuidado de habituarle en las cosas intrascendentes. Por último, si decidimos contestarle, debe ser con la mayor sencillez, sin misterio, sin indecisión y sin sonreírle. Es mucho menos peligroso satisfacer la curiosidad del niño que incitarla.
Vuestras contestaciones deben ser siempre graves, cortas, resueltas, y que no parezca nunca que vaciláis. No es necesario añadir que deben ser verdaderas, pues es imposible enseñar a los niños el peligro de que mientan a los hombres sin que sientan los hombres el riesgo más grave de mentir a los niños. Una sola mentira del maestro que él descubra, dará para siempre al traste con todo el fruto de la educación.
En ciertas materias, lo que más convendría a los niños sería una absoluta ignorancia, pero deben saber pronto lo que no es posible esconderle siempre. Es preciso que no se despierte de ninguna manera su curiosidad o que se la satisfagan antes de la edad en que no carece de peligro. En este sentido, depende mucho vuestra conducta con vuestro alumno de su particular situación, de las sociedades que frecuenta, de las circunstancias en que comprendáis que podrá hallarse… Aquí importa no dejar nada a la casualidad, y si no estáis seguro de lograr que hasta los dieciséis años no sepa la diferencia de los sexos,' enseñádsela antes que cumpla los diez.
No me gusta que adopten con los niños un lenguaje muy depurado, ni que haya largos circunloquios por no querer llamar las cosas por su verdadero nombre. En estas materias, las buenas costumbres siempre tienen mucha sencillez, pero coaccionada la imaginación lo que se hace es viciar el oído y continuamente hay que aclarar lo que se ha querido decir. Los términos toscos no tienen consecuencias, pero de lo que debemos huir es de las ideas lascivas.
Aunque el pudor sea natural en la especie humana, los niños no lo conocen. Con el conocimiento del mal nace el pudor. ¿Pero cómo han de acusarlo si no tienen ni deben tener ese conocimientos Darles lecciones de pudor y honestidad es enseñarles que hay cosas feas y deshonestas e inspirarles un secreto deseo de saberlas. Tarde o temprano logran su objetivo, y la primera chispa que enciende la imaginación acelera de un modo infalible el incendio de los sentidos. Quien se sonroja ya tiene culpa, pues la verdadera inocencia no se avergüenza de nada.
Los niños no tienen los mismos deseos que los hombres, pero están expuestos como ellos a la suciedad que repugna a los sentidos; de esta sola sujeción pueden tomar las mismas lecciones de bien parecer. Seguid el espíritu de la naturaleza, que colocando en el mismo lugar los órganos de los secretos deleites y de las asquerosas necesidades, nos inspira las mismas atenciones en edades distintas, aquí por una idea y allá por otra, por la modestia al hombre, por la limpieza al niño.
No veo más que un medio eficaz para que los niños conserven su inocencia, y consiste en que todos los que le rodean le amen y respeten, sin lo cual todo el recato que con ellos se sigue tarde o temprano se desmiente; una sonrisa, una mirada intencionada, un ademán furtivo, les advierten que algo trataban de callarles, y para entenderlo les basta ver que han querido escondérselo. Las cautas expresiones y los rodeos que emplean entre sí los mayores, al suponer que los niños no comprenden lo que dicen, incurren en un reprobable sistema, pero cuando respetamos su ingenuidad usamos el lenguaje que más les instruya. Hay cierto candoroso lenguaje que es el más apropiado para la inocencia y le place, siendo el mejor estilo para desviar al niño de una curiosidad peligrosa. Hablándole de todo con sencillez no cae en la sospecha de que hay misterios de por medio. Uniendo a las palabras indebidas las ideas desagradables que enuncian, empieza a alterarse el primer fuego de la imaginación; no le prohibimos que las pronuncie, pero sin que él se dé cuenta le repugna recordarlas. ¡Y de cuántos embrollos saca esta sencilla libertad a los que entendiéndola en su debido sentido siempre dicen lo que conviene y cómo lo sienten!
¿Cómo se hacen los niños? Ése es un tema delicado que asalta naturalmente a los muchachos, y que una indiscreta o evasiva respuesta alguna vez decide de sus costumbres y su salud para toda su vida. La solución más cómoda que una madre imagina para sortearlo sin engañar a su hijo es hacerle callar. Eso estaría bien si le tuvieran acostumbrado a no contestarle, por lo que no sospecharía que había misterio en el silencio de ahora. Pero raras veces se limita a eso la madre. «Es el secreto de las personas casadas, le dirá; los niños no han de ser tan curiosos». Eso es muy bueno para que salga la madre del paso, pero sepa ella que contra esa evasiva el niño no parará de indagar hasta descubrir el secreto de las personas casadas, y no tardará en saberlo.
Permítanme relatar una respuesta muy distinta que oí a la misma pregunta, y que me sorprendió más porque salió de una mujer tan modesta en sus razones como en sus modales, pero cuando era en beneficio de su hijo y de la virtud, sabía sobreponerse a las posibles habladurías de las comadres. Hacía poco tiempo que el niño había echado al orinar una piedrecilla que le había lesionado la uretra, pero había olvidado aquel percance. «Mamá, preguntó el pequeño muy tímidamente, ¿cómo se hacen los niños?». «Hijo, le contestó la madre sin vacilar, las mujeres los orinan con dolores que a veces les cuestan la vida». Que se burlen los locos, que se escandalicen los necios, pero que averigüen los sabios si encontrarán respuesta más juiciosa y que vaya mejor a su fin.
En primer lugar la idea de una necesidad natural y conocida del niño aparta de su imaginación la de una operación misteriosa, y las ideas accesorias de dolor y muerte la envuelven en un velo de tristeza que contiene la imaginación y reprime la curiosidad; el espíritu se ocupa en las consecuencias del parto y no en sus causas. Las enfermedades de la naturaleza humana, objeto de repulsión, las imágenes del sufrimiento son las aclaraciones a que conduce esta respuesta si la repugnancia que inspira deja que el niño las pregunte. ¿Por dónde abrirán paso, ante la inquietud de nacientes deseos, diálogos dirigidos de esta forma? No obstante, ved que no se ha falseado la verdad ni ha sido necesario engañar al alumno en vez de instruirle.
Vuestros niños leen, y en sus lecturas aprenden conocimientos que si no leyesen no aprenderían. Si estudian, se inflama y aguza la imaginación con el silencio de su cuarto de estudio. Si viven en el mundo, oyen un extraño lenguaje y ven ejemplos que les sorprenden, y tanto les han repetido que eran hombres que todo lo que después hacen los hombres ellos intentan remediarlo; es preciso que les sirvan de pauta las acciones ajenas toda vez que le valen para que no le reproche el juicio ajeno. Los criados que dependen de ellos les halagan a costa de las buenas costumbres, las nodrizas descaradas les dicen cuando sólo tienen cuatro años indecencias que la más cínica no se atrevería a decirles si tuvieran quince. Ellas olvidan pronto lo que han dicho, pero ellos no olvidan lo que oyeron. Las conversaciones indecentes abren el camino del libertinaje, el criado bribón hace al niño disoluto, y el secreto del uno es la garantía del secreto del otro.
El niño educado conforme a su edad, está solo; no conoce otras aficiones que las del hábito, quiere a su hermana lo mismo que a su reloj y como a su perro o su amigo. No siente nada referente al sexo; para él son igualmente extraños el hombre y la mujer; nada de lo que dicen o hacen le afecta, y ni lo ve ni lo oye, o no pone ninguna atención; no le interesan sus ejemplos ni sus razonamientos y nada de ellos le impresiona. Con este método no le inculco un error artificioso, y le dejo en la ignorancia de la naturaleza. Ya llegará el tiempo en que la misma naturaleza despertará a su alumno, y entonces le ha puesto en estado de aprovecharse sin peligro de las lecciones que le da. Éste es el principio; no es del caso circunstanciar las reglas, y pueden servir de ejemplo los medios que he propuesto para alcanzar otros objetivos.
¿Queréis poner orden y regla en las pasiones nacientes? Ensanchad el tiempo durante el cual se desarrollan con el fin de que vayan situándose a medida que van naciendo. Entonces no las coordina el hombre, sino la naturaleza, y vuestra tarea se limita a dejarla que ponga en orden su trabajo. Si vuestro alumno estuviera solo, no habría nada que hacer, pero inflama su imaginación todo lo que le rodea. Se ve arrastrado por el torrente de las preocupaciones, y para retenerle es necesario empujarle en un sentido contrario; que el sentimiento refrene la imaginación y que la razón silencie la opinión de los hombres. La sensibilidad es el manantial de todas las pasiones, y la imaginación determina su corriente. Todo ser que siente sus relaciones debe conmoverse cuando se alteran, y cuando imagina cree que las que imagina se adaptan mejor a su naturaleza. Los errores de la imaginación son los que transforman en vicios las pasiones de los seres limitados, incluso las de los ángeles, si es que los hay, pues para que supiesen qué clase de relaciones se adaptan mejor a su naturaleza deberían conocer las de todos los seres.
He aquí, pues, el compendio de la sabiduría humana con respecto a las pasiones: conocer las verdaderas relaciones del hombre tanto en la especie como en el individuo y coordinar, de conformidad con estas relaciones, todos los afectos del alma.
¿Pero es dueño el hombre de coordinar sus afectos según sean unas u otras relaciones? Sin duda alguna es dueño de dirigir su imaginación hacia tal o cual objeto, o de imponerle tal o cual costumbre. Además, aquí no tratamos de lo que un hombre pueda hacer por sí mismo, sino de lo que podemos hacer con nuestro alumno, eligiendo las circunstancias para mantenerle en el orden natural, es decir de qué modo puede salir de él.
Mientras su sensibilidad permanece limitada a sí mismo, no hay nada inmoral en sus acciones; sólo cuando empiezan a extenderse fuera de él, toma primero los afectos y después las nociones del bien y del mal, que le constituyen verdaderamente hombre y parte integrante de su especie. Desde luego que es preciso parar en este primer punto nuestras observaciones, las cuales son dificultosas, puesto que para realizarlas hay que desechar los ejemplos que tenemos a la vista y buscar los sucesivos desarrollos conforme al orden natural.
Un niño amoldado, culto, civilizado, que sólo espera la potencia para poner en práctica las instrucciones que ha recibido, nunca se engaña acerca del instante en que le llega esa potencia. En vez de esperarla la acelera, excita en su sangre una fermentación precoz, y mucho antes de sentir deseos sabe cuál debe ser el objetivo de ellos. La naturaleza no le excita, sino que él la fuerza, y nada tiene que enseñarle cuando le hace hombre, puesto que ya lo era por el pensamiento mucho antes de serlo en realidad.
Más lentos y más graduados son los pasos de la naturaleza. Poco a poco se inflama la sangre, se elaboran los espíritus y se forma el temperamento. El inteligente jefe que dirige la fábrica está atento para perfeccionar todos sus instrumentos antes de ponerlos en acción; precede a los primeros deseos una larga inquietud pensando en lo imprevisto y trata de atar todos los cabos. Se agita y fermenta la sangre; procura cierta abundancia de vida a su alrededor. Los ojos se animan y recorren los demás seres; el joven empieza a interesarse por los que tiene cerca y a sentir que no fue formado para vivir solo; de esta forma se abre el corazón a los afectos humanos y se hace capaz de sentir cariño.
El primer sentimiento de que un joven es susceptible, cultivado con esmero, no es el amor, sino la amistad. El primer acto de su naciente imaginación consiste en manifestarle que tiene semejantes, y antes que el sexo le mueva lo realiza la especie. Ésta es otra utilidad que se saca de prolongar la inocencia; aprovecharse de la naciente sensibilidad con el fin de sembrar en el corazón del joven las primeras semillas de la humanidad. Este beneficio es tanto más hermoso porque es el único tiempo de la vida en que las mismas solicitudes pueden coger óptimos frutos.
Siempre he visto que los jóvenes estragados desde su temprana edad, y abandonados a las mujeres y a la vida disoluta, eran inhumanos y crueles, impacientes, vengativos y furiosos dada la fogosidad de su temperamento; llena su imaginación de un solo objeto, se negaba a todo lo demás; no conocían compasión ni misericordia y para el más trivial de sus deleites habrían sacrificado padre, madre y el universo entero. Por el contrario, el joven educado con una feliz sencillez, los primeros movimientos de la naturaleza le incitan a las tiernas y afectuosas pasiones; su sensible corazón se conmueve con las penas de sus semejantes, tiene una gran alegría cuando vuelve a ver a su camarada, sus brazos saben estrecharlo con lazos de cariño y sus ojos saben derramar lágrimas de ternura; si desagrada, siente vergüenza, y si ofende, desconsuelo. Si el ardor de una sangre que se inflama le hace vivaz, arrebatado, colérico, descubre después de un instante toda la bondad de su corazón en la lealtad de su arrepentimiento, y llora y gime por la herida que ha causado; querría rescatar a precio de su sangre la que ha vertido; se apaga su furia y su altivez y se humilla ante la conciencia de su falta. ¿Ha sido él el ofendido? En el ímpetu de su furia, una excusa, una palabra le desarma; perdona los agravios ajenos con tan buena voluntad como repara los suyos. La adolescencia no es la edad de la venganza, ni de la enemistad, sino de la conmiseración, de la clemencia y la generosidad. Lo sostengo, y no creo que la experiencia me desmienta. Un niño que no es de mala índole, y que ha mantenido su inocencia hasta los veinte años, a esta edad es el más espléndido, el mejor, el más amante, y el más amable de los hombres. Creo que nunca os lo han dicho. Educados nuestros filósofos en la corrupción de los colegios, están muy lejos de saber esto.
La debilidad del hombre es lo que hace que sea sociable; nuestras comunes miserias son las que excitan nuestros corazones al ser humanos, y nada le deberíamos si no fuéramos hombres. Todo afecto es signo de insuficiencia; si cada uno de nosotros no tuviera necesidad de los demás, jamás pensaría en unirse a ellos. Así, pues, de nuestra misma dolencia nace nuestra frágil dicha. Un ser auténticamente feliz es un ser solitario; sólo Dios disfruta de una felicidad absoluta, ¿pero quién de nosotros se forma idea de ella? Si cualquier ser imperfecto se pudiera bastar a sí mismo, ¿de qué disfrutaría? Estaría solo y sería miserable. Yo no comprendo que el que nada necesita pueda amar algo, ni que el que no ama nada pueda ser feliz.
De aquí se deduce que nos aficionamos a nuestros semejantes, no ya por el sentimiento de sus gustos, sino por el de sus penas, porque en ellas vemos mejor la identidad de nuestra naturaleza y la garantía del afecto que nos profesan. Si nuestras necesidades comunes nos unen por interés, nuestras miserias comunes nos unen por afecto. El aspecto de un hombre feliz inspira a los demás menos amor que envidia; de buen grado le acusaríamos de usurpar un derecho que no tiene, gozando de una felicidad exclusiva, pues nuestro amor propio también sufre al hacernos ver que ese hombre no nos necesita. ¿Pero quién no se apiada del desdichado que ve sufrir? ¿Quién no le quisiera librar de sus males si fuera suficiente un deseo? La imaginación más nos hace colocar en el puesto del miserable que en el del hombre feliz, y sentimos que el primero nos afecta más que el último. Dulce es la piedad, porque identificándonos con el que padece, sentimos, no obstante, el consuelo de no sufrir como él, y amarga es la envidia, porque el aspecto de un hombre feliz se convierte en una tortura y le desconsuela la mente ajena. El uno parece que nos exime de los males que sufre, y el otro nos priva de los bienes que disfruta.
Así, pues, si deseáis excitar y mantener en el corazón de un joven los primeros movimientos de la naciente sensibilidad y encaminar su carácter hacia la beneficencia y la bondad, no hagáis germinar en él el orgullo, la vanidad y la envidia con la engañosa imagen de la felicidad humana; no le mostréis la pompa de las cortes, el fausto de los palacios, los atractivos de los espectáculos; no le llevéis a las tertulias y a las brillantes asambleas, no le mostréis lo exterior de la alta sociedad hasta que le hayáis puesto en estado de que la aprecie por sí mismo. Enseñarle el mundo antes de que conozca a los hombres, no es formarle, sino corromperle, y no es instruirle, sino engañarle.
Los hombres no son, por naturaleza, ni reyes, ni potentados, ni cortesanos, ni ricos. Todos nacieron desnudos y pobres, sujetos todos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a toda clase de dolores; en fin, condenados a muerte. Esto sí que es propio del hombre y de lo que no está exento ningún mortal. Comenzad, pues, estudiando en la naturaleza humana lo que de ella es más inseparable, lo que mejor constituye la humanidad.
A los dieciséis años el adolescente ya sabe qué es padecer, porque ya ha padecido, pero apenas sabe que también padecen otros seres, pues verlo sin sentirlo no es saberlo, y, como he repetido infinidad de veces, el niño que no imagina lo que sufren los demás, no conoce otros males que los suyos. Pero cuando el primer desarrollo enciende en él el fuego de la imaginación, comienza a sufrir con sus dolores. Entonces la triste pintura de la humanidad doliente debe despertar en su pecho la primera ternura.
Si no es fácil notar este momento en vuestros hijos, ¿de quién os quejáis? Les enseñáis, muy pronto a fingir afectos, y hacéis que hablen su idioma, y como siempre os expresáis en el mismo estilo, vuelven contra vosotros mismos vuestras lecciones, sin dejaros ningún medio para distinguir cuando cesan de mentir y comienzan a sentir lo que dicen. Pero observad a mi Emilio: desde que le conduzco, no ha sentido ni mentido nunca. Antes de saber qué es amar, a nadie le ha dicho «yo te amo»; no le han dictado la forma de comportarse cuando entra en la habitación de su padre, su madre o su ayo enfermo; no le han enseñado el arte de aparentar la tristeza que no sentía. No ha fingido que lloraba la muerte de nadie, porque ignora qué es morir. La misma insensibilidad que hay en su corazón la tiene también en sus modales. Indiferente para todo, menos para sí, como todos los niños, por nadie se toma interés, y lo que le distingue de los demás es que no aparenta que se lo toma, y no es falso como ellos.
Emilio, habiendo reflexionado poco acerca de los seres sensibles, sabrá tarde lo que es sufrir y morir. Comenzarán los lamentos y los gritos a agitar sus entrañas, la vista de la sangre que se derrama le hará volver los ojos, le harán padecer las convulsiones de un animal moribundo antes que sepa de dónde le vienen estos nuevos sentimientos. Si hubiera permanecido bárbaro y estúpido no los tendría, y si fuese más instruido sabría cuál es su fuente. Ha comparado demasiadas ideas para no sentir nada, y no las suficientes para comprender lo que siente.
Así nace la piedad, primer sentimiento relativo que mueve al corazón humano, según el orden de la naturaleza. Para volverse piadoso y sensible, es necesario que el niño sepa que hay seres semejantes a él, que sufren lo que ha sufrido, que sientan los dolores que ha sentido, y otros de los que debe tener idea de que también puede sentirlos. Y en efecto, ¿cómo nos dejamos mover por la compasión si no es trasladándonos fuera de nosotros, identificándonos con el ser que sufre, dejando, por decirlo así, nuestro ser por tomar el suyo? Sólo en cuanto pensamos que él sufre, sufrimos nosotros, y sufrimos en él, no en nosotros. De modo que ninguno se vuelve sensible hasta que se anima su imaginación y comienza a trasladarle fuera de sí mismo.
¿Qué debemos hacer, en consecuencia, para excitar y mantener esta naciente sensibilidad y para guiarla y seguirla en su natural declive, sino ofrecerle al joven objetos propios para que pueda actuar la fuerza expansiva de su corazón, que le dilaten y le extiendan por los demás seres, que hagan que en todas partes se encuentre fuera de sí, desviar con cuidado los que le sujetan, le reconcentran y ponen tirante el resorte del yo humano? Quiero decir, en términos más claros, excitar en él la bondad, la humanidad, la conmiseración, la beneficencia, todas las atractivas y dulces pasiones que naturalmente placen a los hombres, e impedir que nazcan la envidia, la codicia, el rencor, todas las pasiones repulsivas y crueles que no sólo anulan sino que también destruyen la sensibilidad y son el tormento de quien las sufre.
Creo que puedo resumir todas las reflexiones precedentes en dos o tres máximas precisas, claras y fáciles de comprender.
SOFÍA O LA MUJER
SOFÍA debe ser mujer como Emilio es hombre, o sea, que debe poseer todo lo que conviene a la constitución de su sexo y su especie con el fin de ocupar el puesto adecuado en el orden físico y moral. Por tanto, comencemos examinando las diferencias y las afinidades entre su sexo y el nuestro.
En lo que no se relaciona con el sexo, la mujer es igual al hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma; la configuración es parecida, y bajo cualquier aspecto que los consideremos sólo se diferencian entre sí de más a menos.
En lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el hombre, y siempre se encuentran diferencias, y la dificultad de compararles proviene de la de determinar en la constitución de uno y otro lo que es peculiar o no del sexo. Mediante la anatomía comparada y también por lo que está de manifiesto se encuentran diferencias generales entra ellos que, al parecer, no tienen conexión con el sexo; no obstante, lo están, pero por vínculos que no hemos podido distinguir, ignoramos hasta dónde pueden llegar esos vínculos, y lo único que sabemos con seguridad es que todo lo que es común entre ambos pertenece a la especie, y cuando es diferente es propio del sexo. Bajo muchos puntos de vista, hay entre ellos tantas relaciones y oposiciones que tal vez es un milagro de la naturaleza el haber formado dos seres tan semejantes estando constituidos de un modo tan diferente.
Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral. Consecuencia palpable, conforme a la experiencia, y que pone de manifiesto la vanidad de las disputas acerca de la preeminencia o igualdad de los sexos, como si encaminándose cada uno al fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que si fuera más parecido al otro. En lo que existe de común entre ellos, son iguales, pero en lo diferente no son comparables. Se deben parecer tan poco un hombre y una mujer perfectos en el entendimiento como en el rostro.
En la unión de los sexos, concurre cada uno por igual al fin común, pero no de la misma forma; de esta diversidad surge la primera diferencia notable entre las relaciones morales de uno y otro. El uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia.
Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza, más antigua que el amor mismo.
Si el destino de la mujer es agradar y ser subyugada, se debe hacer agradable al hombre en vez de incitarle; en sus atractivos se funda su violencia, por ello es preciso que encuentre y, haga uso de su fuerza. El arte más seguro de animar esta fuerza es hacerla necesaria con la resistencia. Uniéndose entonces el amor propio con el deseo, triunfa el uno de la victoria que el otro le deja alcanzar. De ahí el acometimiento y la defensa, la osadía de un sexo y el encogimiento del otro, la modestia y la vergüenza con que la naturaleza armó al débil para que esclavizase al fuerte.
¿Quién pudo pensar que la naturaleza había prescrito las mismas provocaciones al uno y al otro, y que el primero que sintiese deseos también fuera el primero que los manifestase? ¡Qué extraña depravación de juicio! Si la empresa trae tan distintas consecuencias para los dos sexos, ¿es natural que la acometan con la misma osadía? ¿Quién no se da cuenta de que existiendo tal desigualdad en la puesta común, si el recato no impusiera la moderación a uno, que al otro le impone la naturaleza, en breve resultaría la ruina de los dos y perecería el linaje humano por los mismos medios que para su conservación fueron establecidos? Con la facilidad que tienen las mujeres para inflamar los sentidos de los hombres y encender en el interior de su corazón las chispas de un temperamento casi apagado, si hubiese algún malhadado clima en la tierra donde la filosofía hubiera introducido esta práctica, especialmente en los países cálidos, donde nacen más mujeres que hombres, tiranizados ellos por ellas, al fin serían sus víctimas y todos se verían arrastrados a la muerte sin poderse defender nunca.
Si las hembras de los animales no tienen la misma vergüenza, ¿qué se deduce de esto? ¿Tal vez tienen, como las mujeres, los deseos sin límites a que esta vergüenza sirve de freno? Los deseos son fruto de la necesidad, y una vez satisfecho el deseo, cesa; no repelen al macho por fingimiento, sino de verdad, y hacen todo lo contrario de lo que hacía la hija de Augusto, y cuando ha cargado el navío, no admiten más pasajeros. Aun cuando están libres, sus épocas de buena voluntad son cortas y efímeras, el instinto las impele y el instinto las detiene. ¿Cuál será en las mujeres el suplemento de este instinto negativo, si les quitáis el pudor? Esperar que ellas no se cuiden de los hombres es lo mismo que esperar que ellos no sirvan para nada.
El Ser supremo quiso en todo honrar a la especie humana, y si da desmedidas inclinaciones al hombre al mismo tiempo le da la ley que regula, para que sea libre y mande en sí mismo; si le deja abandonado a pasiones inmoderadas, con estas pasiones junta la razón para que las rija; si abandona a deseos sin límites la mujer, con estos deseos une el pudor que los contiene, y para cúmulo añade una actual recompensa al buen uso de sus facultades, es decir, el gusto que toma por las cosas honestas quien las hace norma de sus acciones. Esto va bien, creo yo, al instinto de las bestias.
Entonces, lo mismo si participa o no la mujer de los deseos del hombre y quiera o no satisfacerlos, siempre le repele y se defiende, pero no siempre con la misma fuerza, ni, por consiguiente, con el mismo fruto. Para que la victoria sea del acometedor precisa que lo permita o lo mande al acometido, porque, ¿cuántos medios no tiene para forzar al agresor a que haga uso de sus fuerzas? El más libre y el más suave de todos los actos no admite violencia real, puesto que se oponen la naturaleza y la razón; la primera, habiendo otorgado al más débil la fuerza suficiente para resistir cuando le plazca; la segunda, porque una verdadera violencia no sólo constituye el acto más bárbaro, sino también el más diametralmente opuesto al fin, ya sea porque de esta forma el hombre declara la guerra a su compañera, autorizándola a que defienda su persona y su libertad, aunque sea a costa de la vida del agresor, o porque solamente la mujer es juez del estado en que se encuentra, y porque los niños carecerían de padre si todo varón pudiese usurpar los derechos.
Observad aquí una tercera consecuencia de la constitución de los sexos, y es que el más fuerte aparentemente es el dueño, cuando en realidad depende del más débil, y esto sucede así, no por un frívolo galanteo, ni por una altiva generosidad del protector, sino por una invariable ley de la naturaleza, que ofreciendo a la mujer mayores facilidades para excitar sus deseos que al hombre para que los satisfaga, le subordina a él, mal de su grado a la buena voluntad de ella, y necesita serle agradable para que ella consienta en dejarle que sea el más fuerte. Luego, lo que más complace al hombre en su victoria es dudar si la flaqueza es la que cede a la fuerza o si es la voluntad lo que se rinde, y la común astucia de la mujer es dejar que subsista esta viuda entre él y ella. En esto corresponde perfectamente el espíritu de las mujeres a su constitución, pues lejos de sonrojarse de su debilidad, presumen de ella; aparentan que no pueden alzar del suelo ni los más ligeros pesos y las avergonzaría ser fuertes. ¿Por qué obran de este modo? No sólo por parecer delicadas, sino por una precaución más astuta: desde muy lejos buscan disculpas y el derecho de ser débiles cuando lo crean necesario.
El progreso de las luces adquiridas con nuestros vicios ha cambiado mucho en este punto entre nosotros las antiguas opiniones, y ya no se habla de violencias desde que son tan poco necesarias, y los hombres ya no creen en su eficacia, pero en las remotas antigüedades griegas y judaicas eran muy frecuentes, debido a que estas opiniones son propias de la sencillez de la naturaleza, y sólo la experiencia de lo pervertido de las costumbres ha podido desarraigarlas. Si en los tiempos actuales se registran menos actos de violencia, no es porque los hombres sean más templados, sino porque son menos crédulos, y porque una lamentación que antiguamente hubiera persuadido a pueblos sencillos hoy no haría otra cosa que provocar la risa de los burlones, de forma que se gana más con callarse. En el Deuteronomío hay una ley en virtud de la cual la soltera de quien habían abusado era castigada junto con el seductor si el delito se había cometido dentro del pueblo, pero si se había cometido en el campo o en parajes solitarios, únicamente era castigado el hombre, porque, dice la ley, la doncella gritó, pero no la oyeron». Esta interpretación tan benigna enseñaba a las doncellas a no dejarse sorprender en parajes frecuentados.
El efecto de estas diversas opiniones se hace sensible en las costumbres; la galantería moderna es consecuencia de ellas. Convencidos los hombres de que sus gustos dependían más de la voluntad del bello sexo de lo que habían creído, han cautivado esta voluntad por medio de condescendencias que ha remunerado con usura.
Obsérvese cómo lo físico nos lleva de un modo insensible a lo moral, y cómo de la tosca unión de los dos sexos nacen paulatinamente las leyes del amor. El imperio no es de las mujeres por la voluntad de los hombres, sino porque la naturaleza así lo tiene ordenado, y antes de que pareciese que les pertenecía, ya era suyo. El mismo Hércules, que creyó violentar a las cincuenta hijas de Tespio, vióse precisado a hilar ante Onfilia, y el fuerte Sansón no era tan fuerte como Dalila. Este imperio pertenece a las mujeres, y no se les puede quitar, aunque abusen de él, pues si pudieran perderlo hace ya tiempo que lo habrían perdido.
No existe ninguna equivalencia entre ambos sexos en lo que es consecuencia del sexo. El varón es varón en algunos instantes; la hembra es hembra durante toda su vida, o por lo menos durante toda su juventud, todo la atrae hacia su sexo, y para desempeñar bien sus funciones precisa de una constitución que se refiera a él. Durante su embarazo necesita cuidarse, y cuando ha alumbrado precisa sosiego; le conviene una vida fácil y sedentaria para amamantar a sus hijos, debe tener mucha paciencia para educarlos y un celo y un cariño inagotables; es el vínculo entre los hijos y el padre; ella se los hace amar y le inspira confianza para que los llame suyos. ¡Cuánta ternura y solicitudes necesita para mantener unida toda la familia! Por último, nada de esto debe ser en ella virtud, sino placer, sin lo cual el linaje humano pronto se extinguiría.
La rigidez de los deberes relativos de ambos sexos no es ni puede ser la misma, y cuando en esta parte las mujeres se quejan de la desigualdad que han establecido los hombres, no tienen razón; aquel de los dos a quien la naturaleza confió el depósito de los hijos, le corresponde responder de ellos al otro. No cabe duda alguna de que no le es permitido a nadie violar su fe, y todo marido infiel que priva a su mujer de la única recompensa de las austeras obligaciones de su sexo es un inhumano y un injusto, pero la mujer infiel aún hace más, pues disuelve la familia y quebranta todos los vínculos de la naturaleza, pues al dar al hombre hijos que no son de él, traiciona a unos y a otros, y de esta forma junta la perfidia con la infidelidad. Casi no veo ningún desorden ni delito que no dependa de esto. Si existe en el mundo un estado de verdadero horror, es el del padre desventurado que, habiendo perdido la confianza en su mujer, no se atreve a entregarse a los más dulces afectos de su corazón, que al estrechar a su hijo entre sus brazos, duda si tiene en ellos al hijo ajeno, la prenda de su afrenta, al ladrón del caudal de sus verdaderos hijos. ¿Qué otra cosa es, pues, la familia, sino una compañía de secretos enemigos que arma unos contra otros una culpable mujer, forzándolos a fingir que se quieren?
No importa que únicamente sea fiel la mujer, sino que su marido la tenga por tal, sus parientes y todo el mundo; importa que sea modesta, recatada, atenta y que los extraños, no menos que su propia conciencia, den testimonio de su virtud. En una palabra, si es muy importante que el padre ame a sus hijos, también lo es que ame a la madre de sus hijos. Éstas son las razones que constituyen la apariencia misma como una obligación de las mujeres, siéndoles la honra y la reputación no menos indispensables que la castidad. De estos principios, con la diferencia moral de los sexos, proviene un nuevo motivo de obligación y decoro que exige especialmente a las mujeres velar con la mayor escrupulosidad su conducta y sus maneras. El sostener de una forma vaga que son iguales los dos sexos, y que poseen unas mismas obligaciones, es perderse a manifestaciones vanas, sin decir nada que no se pueda rechazar.
Responder con excepciones a leyes generales tan bien fundadas, ¿es una manera sólida de razonar? Vosotros decís que no están siempre embarazadas las mujeres. No, pero su destino es estarlo. Porque hay en el universo un centenar de ciudades populosas donde viviendo las mujeres de forma licenciosa paren poco, ¿tenéis la pretensión de que el estado de las mujeres consiste en que queden raramente embarazadas? ¿Adónde irían a parar vuestras ciudades si las aldeas, donde viven con más sencillez las mujeres y también con mayor castidad, no reparasen la esterilidad de las damas? ¿En cuántas provincias son tenidas como poco fecundas las mujeres que sólo han tenido cuatro o cinco partos? En fin, que esta o aquella mujer tenga pocos, ¿qué importa? ¿Por eso deja de ser el estado propio de la mujer el de ser madre? ¿Y no deben afianzar este estado con leyes generales las costumbres y la naturaleza? Aun cuando hubiese entre los embarazos tan largos intervalos como se supone, ¿cambiaría por eso una mujer brusca y alternativamente su manera de vivir, sin correr peligro? ¿Será hoy nodriza y mañana guerrera? ¿Variará de temperamento y gustos, como de colores un camaleón? ¿Pasará repentinamente de la sombra de su techo y sus tareas domésticas a la intemperie del aire, a las faenas, a las fatigas, a los peligros de la guerra? ¿Será unas veces tímida y otras animosa, unas delicada y otras robusta? Si los jóvenes educados en las grandes ciudades realizan con tantas dificultades los ejercicios de las armas, las mujeres que jamás han arrostrado el sol y que apenas saben andar, ¿se acostumbrarán a él después de cincuenta años de molicie? ¿Tomarán este duro ejercicio a la edad en que lo dejan los hombres?
Hay países en los cuales las mujeres alumbran casi sin dolor y crían a sus hijos con un esfuerzo mínimo, y lo admito, pero en esos mismos países, los hombres andan en todo tiempo casi desnudos, luchan a brazo partido con las fieras, llevan un bote al hombro, como unas alforjas, hacen cacerías de setecientas a ochocientas leguas, duermen al sereno en el suelo, aguantan increíbles fatigas y pasan muchos días sin comer. Cuando las mujeres se robustecen, todavía se robustecen más los hombres, y cuando los hombres se apoltronan, igual se apoltronan las mujeres, cuando los dos términos varían, la diferencia sigue siendo la misma.
Platón, en su República, señala a las mujeres los mismos ejercicios que a los hombres, y me parece bien. Al quitar de su gobierno las familias particulares, no sabiendo qué hacer con las mujeres, se vio obligado a hacerlas hombres. Ese singular ingenio todo lo había previsto y combinado; de antemano resolvía una objeción que tal vez nadie hubiera pensado hacerle, pero resuelve mal la que le hacen. No me refiero a aquella pretendida comunidad de mujeres, acusación tan repetida y que los que se la hacen demuestran que no le han leído; yo hablo de esa promiscuidad civil que en todas partes confunde los dos sexos en los mismos empleos, en las mismas tareas, lo que tiene que engendrar los más intolerables abusos; hablo de esa subversión de los más tiernos sentimientos de la naturaleza, inmolados a un sentimiento artificial que no puede subsistir, como si no fuera indispensable alguna base natural para formar vínculos de convención, como si el amor que tenemos a nuestros familiares no fuese el principio del que debemos al Estado, como si no fuera por la pequeña patria, que es la familia, por donde se une el corazón a la grande, como si no fueran el buen hijo, el buen padre y el buen esposo los que forman el buen ciudadano.
Demostrado que ni el hombre ni la mujer están ni deben estar constituidos del mismo modo en lo que respecta al carácter y al temperamento, se infiere que no se les debe dar la misma educación. Siguiendo las directrices de la naturaleza, deben obrar acordes, pero no deben hacer las mismas cosas; el fin de sus tareas es común, pero son diferentes, y, por consiguiente, los gustos que las dirigen. Habiendo procurado formar el hombre natural, por no dejar la obra imperfecta, veamos también cómo debe formarse la mujer para que le convenga al hombre.
¿Queréis estar siempre bien dirigidos? Pues no os apartéis nunca de las indicaciones de la naturaleza. Se debe respetar todo lo que caracteriza al sexo, tal como ella lo ha establecido. Continuamente decís: las mujeres tienen este o aquel defecto que nosotros no tenemos. Os engaña vuestra soberbia; en vosotros serían defectos, en ellas son cualidades, y todo iría peor si no los tuviesen. Procurad evitar que estos pretendidos defectos degeneren, pero guardaos de destruirlos.
Por su parte, las mujeres no dejan de clamar que las educamos para la vanidad y la coquetería, que las divertimos continuamente con niñerías para ser los amos con más facilidad, y se duelen de los defectos que les reprochamos. ¡Qué locura! ¿Desde cuándo los hombres se meten en la educación de las niñas? ¿Quién pone obstáculos a las madres para que las eduquen a su antojo? No tienen escuelas públicas, ¡qué desdicha! Si los muchachos no las tuviesen, se educarían con más juicio y mayor honestidad. ¿Necesitan vuestras hijas perder el tiempo en boberías? ¿Les hacen que contra su voluntad pasen, a ejemplo vuestro, la mitad de su vida en el tocador? ¿Evitan que las instruyáis y las hagáis instruir como os plazca? Si nos gustan cuando son hermosas, si sus monerías nos seducen, si el arte que aprenden de vosotras nos atrae y nos emboba, si nos complacemos en verlas vestidas con gusto, si les dejamos que afilen a su placer las armas con que nos cautivan, ¿es culpa nuestra? Resolved educarlas como a hombres, y ellas lo consentirán sin protestar. Cuando más se les quieren parecer, menos los gobernarán, y entonces sí que serán ellos los amos.
Las cualidades comunes a ambos sexos no las tienen en la misma medida, pero tomadas en conjunto quedan compensadas. La mujer vale más como mujer y menos como hombre, y en aquello en que impone el valor de sus derechos, nos aventaja, y en aquello en que quiere usurpar los nuestros, la ventaja es nuestra. Esta verdad general sólo puede ser rebatida con excepciones, que es a lo que recurren los galanes partidarios del bello sexo.
Cultivar en la mujer las cualidades del hombre y descuidar las que les son propias, es trabajar en detrimento suyo. Demasiado lo ven las astutas para dejarse engañar; cuando procuran usurpar nuestras ventajas, no abandonan la suya, pero ocurre que no pudiendo amalgamar bien las unas con las otras, debido a que son incompatibles, no llegan con unas adonde hubieran alcanzado y con las otras no pueden competir con nosotros, perdiendo de esta forma la mitad de su valor. Hacedme caso, madres juiciosas; no hagáis a vuestra hija un hombre de bien, que es desmentir a la naturaleza; hacedla mujer de bien, y así podréis estar segura de que será útil para nosotros y para sí misma.
¿Se puede deducir de todo lo expuesto que debe ser educada en la ignorancia de todas las cosas y limitada únicamente a las funciones caseras? ¿El hombre debe hacer de su compañera una sirvienta? ¿Le debe impedir que sienta y conozca nada con el fin de poderla esclavizar mejor? ¿Hará de ella una autómata? Sin duda que no; la naturaleza no lo ha dicho así; y si las ha dotado de una tan agradable y delicada inteligencia, quiere que piensen, juzguen, amen, conozcan y cultiven su entendimiento como su figura, que son las armas que les da para suplir la fuerza que les falta y dirigir la nuestra. Deben aprender muchas cosas, pero sólo las que es conveniente que sepan.
Lo mismo si considero el destino particular del sexo como si observo sus inclinaciones o cuento sus obligaciones, todo contribuye a indicarme la educación más conveniente. La mujer y el hombre están formados el uno para el otro, pero no es igual la dependencia; los hombres dependen de las mujeres por sus deseos y las mujeres dependen de los hombres por sus deseos y sus necesidades. Nosotros, sin ellas, subsistiríamos mejor que ellas sin nosotros. Para que posean lo que necesitan en su estado, es preciso que se lo demos, que se lo queramos dar, que las reputemos dignas; depende así de nuestros afectos, del precio que pongamos a su mérito, del caso que hagamos de sus encantos y sus virtudes. Por ley natural, las mujeres, tanto por sí como por sus hijos, están a merced de los hombres, y no es suficiente que sean apreciables, es indispensable que sean amadas; no les basta con ser hermosas, es preciso que agraden; no tienen bastante con ser honestas, es necesario que sean tenidas por tales; su honra no solamente se cifra en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la que consiente en pasar por indigna pueda nunca ser honesta. El hombre, cuando obra bien, sólo depende de sí mismo y puede arrostrar el juicio del público, pero la mujer, cuando obra bien, sólo tiene hecha la mitad de su tarea, y no le importa menos lo que de ella piensen que lo que efectivamente es. De aquí se deduce que en esta parte el sistema de su educación debe ser contrario al nuestro; la opinión es el sepulcro de la virtud para los hombres, y para las mujeres es su trono. La buena constitución de los hijos depende de la de las madres; del esmero de las mujeres depende la educación primera de los hombres; también de las mujeres dependen sus costumbres, sus pasiones, sus gustos, sus deleites, su propia felicidad. De manera que la educación de las mujeres debe estar en relación con la de los hombres. Agradarles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos cuando niños, cuidarlos cuando mayores, aconsejarlos, consolarlos y hacerles grata y suave la vida son las obligaciones de las mujeres en todos los tiempos, y esto es lo que desde su niñez se las debe enseñar. En tanto no alcancemos este principio, nos desviaremos de la meta, y todos los preceptos que les demos no servirán de ningún provecho para su felicidad ni para la nuestra.
Mas aunque toda mujer pretenda agradar a los hombres, y debe quererlo, hay una gran diferencia entre querer agradar al hombre de mérito, al verdaderamente amable, a querer agradar a esos lindos pollos que avergüenzan igualmente a su sexo y el que imitan. Ni la naturaleza ni la razón pueden llevar a la mujer a que ame en el hombre lo que se parece a ella, como tampoco debe aspirar a ser amada de los hombres afectando modos varoniles. De tal forma que cuando abandonan el estilo modesto y reposado de su sexo, remedando el porte de esos casquivanos, lejos de seguir su vocación, la abandonan, privándose ellas mismas de los derechos que tratar, de usurpar. Si fuésemos de otro modo, dicen, gustaríamos a los hombres. Mienten. Para querer a locos hay que ser también loca; el deseo de atraer a esas gentes demuestra la inclinación de la que a él se entrega. Si no existieran hombres insustanciales, ella se daría prisa a formarlos, y este defecto antes es obra suya que de ellos mismos. La mujer que gusta de los verdaderos hombres y quiere agradarles, acude a los medios propicios a este objeto. La mujer es coqueta por instinto, pero su coquetería cambia de forma y objeto según sus miras; regulemos éstas por las de la naturaleza y logrará la educación que le conviene.
Las niñas, casi desde que nacen, quieren ir bien vestidas; no satisfechas con ser bonitas, pretenden que se las vea así; en sus pasos y en sus ademanes se advierte ya su cuidado, y en cuanto empiezan a entender lo que les dicen, las corrigen hablándoles de lo que pensarán de ellas. Está muy lejos de que ejerza en los muchachos los mismos efectos el motivo que con imprudencia les plantean. Poco les importa lo que puedan pensar de ellos con que sean independientes y se diviertan, y sólo a costa de trabajo y tiempo los sujetan a la misma ley.
Esta primera lección, venga por donde venga, les será de mucha utilidad. Puesto que el cuerpo nace, por decirlo así, antes que el alma, el primer cultivo debe ser el del cuerpo, este orden es común a los dos sexos. Pero el objeto de este cultivo es distinto: en el uno es el desarrollo de las fuerzas, mientras que en el otro es el de las gracias, y no porque deban ser exclusivas estas cualidades en cada sexo, sino que se ha de invertir el orden; las mujeres precisan de la fuerza suficiente para ejecutar con gracia todo lo que realizan, y que los hombres posean la habilidad necesaria para ejecutar con facilidad lo que se les indique.
A causa de la gran molicie de las mujeres empieza la de los hombres. Las mujeres no deben ser robustas como ellos, sino para ellos, para que lo sean también los hombres que de ellas nacieron. En este aspecto, los colegios, donde las pensionistas comen platos comunes, pero saltan, corren, juegan en jardines al aire libre, son preferibles a la casa de los padres, donde una niña, comiendo cosas delicadas, y siempre acariciada o reprendida, siempre sentada al lado de su madre en un aposento cerrado, no se atreve a levantarse, ni andar, ni hablar, ni respirar, careciendo de un instante libre para jugar, brincar, correr, dar gritos, entregarse a la alegría natural de su edad; siempre una relajación peligrosa o una mal entendida severidad; jamás un justo medio. De este modo echan a perder el cuerpo y el corazón de la juventud.
Las doncellas de Esparta se ejercitaban, lo mismo que los jóvenes, en juegos militares, no para ir a la guerra, sino para un día dar a luz hijos a propósito para las fatigas bélicas. Esto no lo apruebo, pues para criar soldados para el Estado no es necesario que las madres lleven un fusil al hombro y hayan realizado ejercicios a la prusiana, aunque me parece que la educación griega en este sentido era muy discreta. Las vírgenes jóvenes eran mostradas en público con frecuencia, no mezcladas con los hombres, sino agrupadas entre sí. Casi no había fiesta, sacrificio ni ceremonia en que no se vieran corrillos de hijas de los principales ciudadanos coronadas de flores, cantando himnos, formando coros de danzas, llevando canastos, vasos, ofrendas y presentando a los depravados sentidos de los griegos un delicioso espectáculo capaz de servir de contrapeso el mal efecto de su indecente gimnasia. Fuese la que fuere la impresión que esta práctica hiciera en los hombres, era excelente para dar al sexo una constitución sana en su juventud, con agradables, moderados y sanos ejercicios y para formar y acendrar el gusto con el continuo deseo de agradar, sin exponer nunca la pureza de sus costumbres.
Esas doncellas, en cuanto se casaban, ya no se dejaban ver en público; siempre encerradas en su casa, sus afanes se limitaban a los cuidados caseros y de la familia. Éste es el método de vida que la naturaleza y la razón prescriben al sexo, y por esa razón de estas madres nacían los varones más sanos, más robustos y mejor constituidos; y, no obstante, la mala fama de algunas islas, está probado que entre todos los pueblos del mundo, sin exceptuar los romanos, no es posible citar ninguno donde las mujeres hayan sido, a un mismo tiempo, más recatadas y más amables y más hayan reunido la belleza con las buenas costumbres que en la antigua Grecia.
Sabemos que la holgura de los trajes, que no sujetaban el cuerpo, contribuía mucho a dejaren los dos sexos aquellas bellas proporciones que vemos en sus estatuas y que sirven aún de modelos al arte, ya que desfigurada la naturaleza, ha dejado de presentarlos entre nosotros. De todas las trabas góticas e innumerables ligaduras que tienen prensados nuestros miembros, ni una siquiera prohijaban los griegos; sus mujeres ignoraban el uso de esas cotillas con que las nuestras deforman su busto. No puedo concebir cómo ese abuso que con especialidad ha llegado en Inglaterra a un extremo inconcebible, no hace al fin degenerar la especie, y sostengo que la pretendida perfección que con él se propone es de muy mal gusto. No es agradable ver a una mujer partida en dos como una avispa; es repugnante a la vista y penoso para la imaginación. La finura del talle, como el resto de la figura, tiene sus proporciones y medidas, que, al rebasarlas, se transforma en defecto, lo que sería grato a la vista en una persona desnuda, pero no puede parecer belleza en una vestida.
No me atrevo a precisar las razones por las cuales las mujeres se empeñan en acorazarse de tal modo, pienso que un pecho fofo y un vientre abultado, desagradan mucho al joven de veinte años; pero al de treinta no le extrañan, y como, aunque nos pese, hemos de ser en todo tiempo lo que plazca a la naturaleza, y como los ojos de los hombres no se equivocan, menos desagradan estos defectos en una edad cualquiera que la necia afectación de una niña de cuarenta años.
Todo lo que molesta y oprime a la naturaleza, así en los adornos del cuerpo como en los del espíritu, es de mal gusto. Ante todo deben ser la vida, la salud, la razón, el bienestar, y no hay gentileza sin desahogo; la delicadeza no es endeble, ni la enfermiza puede agradar. La que sufre inspira lástima, y el deleite y el deseo buscan robustez y salud.
Las criaturas de uno y otro sexo tienen muchas cosas comunes, y así debe ser. ¿No los tienen también cuando son mayores? Tienen otros gustos peculiares que las distinguen. Los muchachos anhelan estrépito y bullicio, tambores, peonzas, carricoches; las muchachas gustan más de lo que da en los ojos y sirve de adorno; espejos, sortijas, trapos y, sobre todo, muñecas, que es la diversión peculiar del sexo; aquí tenemos determinado con toda evidencia su gusto por su destino. En el adorno está cifrado lo físico del arte de agradar y lo físico es todo lo que de este arte pueden cultivar las criaturas.
Observad a una chiquilla que se pasa el día dando vueltas con su muñeca, cambiándole continuamente el traje, vistiéndola y desnudándola mil veces, inventando sin cesar nuevas combinaciones de atavíos, bien o mal coordinados, poco importa, pues aún no tienen maña los dedos, ni está formado el gusto, pero la inclinación ya se pone al descubierto; en esta constante ocupación se le pasa el tiempo sin darse cuenta y corren las horas sin que ella lo sepa, hasta olvidársele el comer, puesto que siente más hambre de adornos que de manjares. Ya sé que diréis que viste a su muñeca y no se viste ella. Sin duda, ve a su muñeca y no se ve a sí misma, no puede hacer nada para ella, pues aún no está formada, carece de talento y de fuerza, no es nada todavía, vive para su muñeca, y en ella emplea su deseo de agradar, pero no siempre lo concretará en la muñeca, ya que vendrá el tiempo en que ella misma será su muñeca.
Podemos observar aquí una afición primera bien determinada; no hay que hacer otra cosa que seguirla y regularla. Es verdad que la chiquilla quisiera saber adornar a su muñeca; su punto de red, su pañuelo y su encaje, pero para esto la someten a la buena voluntad ajena, aunque mucho más grato sería para ella debérselo todo a su propia industria. De esta forma se encuentra motivo para las primeras lecciones que le dan y no son tareas que se le prescriben, sino favores que se le dispensan. En efecto, casi todas las niñas aprenden con repugnancia a leer y a escribir, pero aprenden siempre con mucho gusto las labores de aguja. Se imaginan de antemano que han de ser mayores, y piensan con satisfacción que esta habilidad las podrá servir un día para componerse.
Trazada ya esta primera senda, es fácil seguirla; naturalmente se suceden la costura, el bordado y los encajes. La labor de tapicería no les gusta tanto y no les atraen los muebles, que no tienen conexión con ellas, sino con otros familiares. Esta labor es una diversión de casadas, y las muchachas solteras no le tienen mucha afición.
Estos progresos voluntarios se irán extendiendo fácilmente hasta el dibujo, puesto que este arte no es indiferente para el vestirse con gusto, pero no sería de mi satisfacción que las aplicaran a pintar paisajes, y mucho menos figuras. Follajes, frutas, flores, ropajes, todo lo que puede ser útil para dar gracia a los adornos y hacer por sí mismas un patrón para bordar cuando no lo hallan a su gusto, basta. Si generalmente interesa a los hombres limitar sus estudios a conocimientos usuales, todavía importa más a las mujeres, porque aunque la vida de ellas sea menos laboriosa, como es y debe ser más constante en sus ocupaciones, y está más dedicada a quehaceres diversos, no les permite que se entreguen a ninguna habilidad especial en detrimento de sus obligaciones.
Digan lo que quieran los burlones, el buen sentido pertenece igualmente a los dos sexos. Generalmente las niñas son más dóciles que los muchachos, y también debe hacerse mayor uso de la autoridad con ellas, como diré más adelante, pero de aquí no se sigue que haya de exigirse de ellas ninguna cosa cuya utilidad no sea visible. El arte de las madres consiste en hacérsela palpable en todo lo que les indican; esto es más fácil por ser la inteligencia de las niñas más precoz que la de los niños. Esta regla aparta de su sexo, lo mismo que del nuestro, no sólo los estudios ociosos que no paran en nada bueno, y ni siquiera les son más agradables a los que se han aplicado a ellos, sino también aquellos que para su edad no son de provecho, y la criatura no puede prever que tiempo después puedan serlo. Si no quiero que den prisa a un muchacho para que aprenda a leer, con mayor razón tampoco quiero que obliguen a las niñas sin darles a entender antes para qué es buena la lectura y de cómo les hagamos ver esta utilidad, resulta que seguimos nuestras propias ideas en vez de las de ellas. Al fin y al cabo, ¿para qué necesita una muchacha saber leer y escribir tan pronto? ¿Tiene ya casa que gobernar? Son muy contadas las que no abusan de esta funesta ciencia, y todas son demasiado curiosas para que no la aprendan sin que las apremien a ello, y tan pronto como tienen ocasión. Tal vez deberían primero aprender a contar, ya que nada es de una utilidad tan palpable en todos los tiempos, ni exige tan larga práctica, ni deja tanto lugar al error como las cuentas. Si no se le dieran a la muchacha las cerezas para su merienda sin una operación aritmética, yo aseguro que pronto sabría calcular.
Conocí a una niña que aprendió a escribir antes que a leer, y escribió con la aguja antes que con la pluma. De la escritura, al principio, sólo quiso hacer oes, y las hacía grandes y chicas, de todos los tamaños, unas dentro de otras, y siempre trazadas al revés. Por desgracia un día que estaba ocupada en este útil ejercicio, se miró a un espejo y le desagradó su forzada postura, y en el acto, como otra Minerva, tiro la pluma y no quiso hacer más oes. A su hermano tampoco le gustaba escribir, pero lo que él sentía era la sujeción y no la figura que le daba. Tomaron otro giro para que volviera a escribir; la chiquilla era vanidosa y delicada, y no quería que sus hermanas se sirvieran de su ropa blanca; se la marcaban, y no quisieron seguir marcándosela; fue preciso que ella aprendiera a marcar. Se comprende que sin darse cuenta adelantaba.
Justificad siempre las tareas que impongáis a las niñas, pero imponérselas continuamente. Los dos defectos más peligrosos para ellas, y de los cuales es muy difícil que se desprendan una vez los han contraído, son la ociosidad y la indocilidad. Las doncellas deben ser atentas y laboriosas, pero no basta con esto; desde muy pequeñas deben estar sujetas. Esta desdicha, si lo es para ellas, es imprescindible en su sexo, y jamás se libran de ella, si no es para padecer otras más crueles. Toda la vida han de ser esclavas de la más continua y severa sujeción, que es la del bien parecer. Es preciso acostumbrarlas a la sujeción cuanto antes, con el fin de que nunca les sea violenta; a resistir todos sus caprichos, para sujetarlos a las voluntades ajenas. Si quisieran estar siempre trabajando, sería conveniente obligarlas a que algunas veces holgasen. La disipación, la insustancialidad, la inconstancia, son defectos que fácilmente nacen de sus primeros gustos extraviados y siempre cumplidos; para atajar esos excesos, enseñadlas a que se venzan continuamente. En nuestras desatinadas costumbres, la vida de una mujer honesta es una perpetua lucha consigo misma.
Impedid que se aburran las niñas en sus ocupaciones y que se apasionen por sus diversiones, como sucede siempre en la educación vulgar, en que, como dice Fenelón, «todo el fastidio está de una parte y todo el contento de otra». Siguiendo las reglas precedentes solamente ocurrirá el primero de estos inconvenientes cuando las personas que estuviesen con ellas les disgusten. Una niña que quiera mucho a su madre o a su aya, trabajará todo el día a su lado sin aburrirse; sólo con charlar quedará resarcida de toda sujeción. Pero si no puede sufrir a la que gobierna, tomará la misma repugnancia a todo lo que haga a su lado. Es muy difícil que las que no se encuentran más a gusto con sus madres que con los demás hagan nunca nada bueno, pero para juzgar de sus verdaderos afectos, es preciso estudiarlas, y no fiarse de lo que dicen, puesto que son aduladoras, disimulan y desde muy temprano saben disfrazar sus sentimientos. Tampoco se les debe prescribir que quieran a su madre, pues el afecto no resulta de la obligación, y en esto de nada sirve el apremio. El cariño, las solicitudes, el solo hábito harán que la hija quiera a la madre, a no ser que ésta actúe de tal forma, que se haga merecedora del aborrecimiento. Bien dirigida, hasta la sujeción en que se la tiene, lejos de debilitar su cariño, no hará otra cosa que aumentarlo, porque siendo la dependencia el estado natural de las mujeres, se inclinan a la obediencia.
Por la misma causa que deben tener poca libertad, se extralimitan en el uso de la que les dejan; siendo extremadas en todo, se entregan a sus juegos con mayor arrebato todavía que los niños, y ése es el segundo de los inconvenientes que acabo de indicar. Los arrebatos deben ser aplacados, puesto que son la causa de muchos vicios propios de las mujeres, entre otros el capricho y las manías por las cuales hoy se ciega una mujer por un objeto que mañana no querrá ni mirar. Para ellas es tan perniciosa la inconstancia como el exceso en sus gustos, ya que ambos tienen el mismo origen. No les pongáis ningún obstáculo para que se rían, alegren, metan bulla, retocen y jueguen, pero debéis impedir que se cansen de una cosa para correr hacia otra; no debéis consentir que no conozcan el freno durante un solo instante de su vida. Acostumbradlas a que se vean interrumpidas en sus juegos y a que las llamen para otras ocupaciones sin que murmuren. Sólo con el hábito basta para esto, puesto que no hace otra cosa que servir de auxilio a la naturaleza.
De esta presión habitual se obtiene una cualidad muy necesaria a las mujeres durante toda su vida, supuesto que nunca cesan de estar sujetas, o a un hombre o a los juicios de los hombres, y que nunca les es permitido que se muestren superiores a esos juicios. La blandura es la prenda primera y más importante de una mujer; destinada a obedecer a tan imperfecta criatura como es el hombre, tan llena a veces de vicios y siempre cargada de defectos, desde muy temprano debe aprender a padecer hasta la injusticia y a soportar los agravios de su marido sin quejarse; debe ser flexible, y no por él, sino por ella. La acritud y la terquedad de las mujeres nunca logran otra cosa que agravar sus daños y el mal proceder de sus maridos, los cuales saben que no son éstas las armas con que han de ser vencidos. La naturaleza no formó a las mujeres halagüeñas y persuasivas para que se volviesen regañonas, no las hizo débiles para que fueran imperiosas, no les dio una voz tan suave para que sirviera para decir denuestos, ni les proporcionó unas facciones tan delicadas para que las desfigurasen con la ira. Cuando se enfadan se olvidan de sí; muchas veces les asiste la razón para quejarse, pero siempre hacen mal en reñir. Cada uno debe conservar el tono de su sexo; un marido demasiado blando puede hacer insolente a su mujer, pero si el hombre no es un monstruo, no resiste la blandura de una mujer, quien triunfa de él tarde o temprano.
Las hijas deben ser siempre sumisas, pero las madres no pueden ser siempre inexorables. Para hacer dócil a una joven, no es necesario hacerla infeliz, ni es preciso entontecerla para que sea modesta; por el contrario, no me parecería mal que alguna vez le dejasen hacer uso de su habilidad, no para eludir el castigo de su desobediencia, sino para eximirse de que la hicieran obedecer. No se trata de hacerle penosa su independencia, pues es suficiente con hacer que la sienta. La astucia es un talento natural del sexo, y convencido de que son buenas y rectas en sí todas las inclinaciones naturales, soy del parecer de que se debe cultivar como las demás; sólo se trata de prevenir sus abusos.
En lo referente a la verdad de esta observación, me refiero a todo observador de buena fe, y no quiero que examinemos a las casadas, porque nuestras instituciones, que tanto las sujetan, pueden haber aguzado su inteligencia; quiero que se examinen las doncellas, las niñas que acaban, por decirlo así, de nacer; que sean comparadas con muchachos de la misma edad, y si ellos no parecen majaderos, atolondrados, tontos, al lado de ellas, sin duda alguna estoy equivocado. Permítaseme un solo ejemplo escogido en pleno candor de la niñez.
Es una cosa muy generalizada el prohibir a las criaturas que pidan nada en la mesa, debido a que se cree que su educación ha de salir mejor cuando se carga con inútiles preceptos, como si fuera tan difícil darles o negarles un pedazo de esto o de aquello, sin hacer que se muera una pobre criatura de un ansia que aumenta la esperanza. Todo el mundo conoce la astucia de que se valió un chico sujeto a esta prohibición, que habiéndose olvidado de servirle el plato, se le ocurrió pedir sal, etc. No diré que le podían reñir por haber pedido directamente sal y carne indirectamente; la misión era tan cruel, que aunque hubiera violado de un modo patente el mandato y manifestado sin rodeos que tenía hambre, no puedo creer que le hubieran castigado. Pero he aquí lo que hizo una chiquilla en mi presencia y en una situación mucho más apurada, porque además de que le habían impuesto una prohibición rigurosa de pedir nunca nada directa ni indirectamente, la desobediencia no hubiera merecido perdón, ya que había comido de todos los platos menos de uno que se habían olvidado de servirle y del cual ella tenía gran deseo. Pues para conseguir que reparasen este olvido sin que pudiesen acusarla de desobediente, fue señalando todos los platos con el dedo, y diciendo en voz alta a medida que los señalaba: «Yo he comido de eso, yo he comido de eso», pero con una visible afectación y sin decir nada pasó el dedo por encima del plato que no había comido, lo que hizo que se diese cuenta uno de los convidados, quien le dijo: «Y de eso, ¿has comido?». «¡Ah, no; de eso, no!», repuso con voz sumisa y bajando los ojos la golosilla. No añado más; compárese ahora: esta treta es una astucia de chica, y la otra es una astucia de muchacho.
Lo que hay es bueno, y no hay ninguna ley general que sea mala. Esta astucia particular dispensada al sexo es una muy justa indemnización de la fuerza que le falta, sin la cual la mujer no sería la compañera, sino la esclava del hombre, y por esta superioridad de talento se mantiene en igual suyo, y le gobierna obedeciéndole. La mujer lo tiene todo contra ella, nuestros defectos, su cortedad y su debilidad, y en su favor no tiene más que su habilidad y su belleza. El que cultive una y otra, ¿no es justo? Pero no es la belleza física que puede ser destruida por mil azares, que se va con los años, y la costumbre termina con su eficacia. El verdadero recurso del sexo está en el ingenio, pero no es ese ingenio necio que tanto aprecia el mundo y que en nada contribuye a hacer la vida feliz, sino el ingenio de su estado, el arte de sacar utilidad del nuestro y valerse de nuestras propias ventajas. Ignoramos el grado de provecho que tiene para nosotros esa misma astucia de las mujeres, el embeleso que añade a la sociedad de ambos sexos, cuánto sirve para reprimir la petulancia de las criaturas, cuántos maridos brutales refrena, cuántos buenos matrimonios mantiene, que sin eso se verían malogrados por la discordia. Las mujeres arteras y malas sé muy bien que abusan de ella, pero ¿de qué no abusa el vicio? No destruyamos los instrumentos de la felicidad, porque algunas veces los malos se sirven de ellos para seguir siendo malos.
Una puede lucir por sus adornos, pero sólo puede agradar por su persona. Nuestros trajes no son nosotros; de tanto ser estudiados muchas veces deslucen, y a menudo las que más quieren gire las vean por el vestido son las menos miradas. En este punto, la educación de las muchachas es diametralmente opuesta a la razón, les prometen galas como recompensa, procuran que gusten recargadas de adornos. «¡Qué bonita está!», les dicen al verlas muy emperifolladas, cuando les deberían hacer comprender que tanto atavío no tiene otro objeto que el de ocultar defectos, y que el verdadero éxito de la hermosura está en lucir por sí misma. La afición a las modas es de mal gusto, puesto que los semblantes no varían con ellas, y quedándose la cara siempre la misma, lo que una vez le cae bien, le cae bien siempre.
Cuando yo viera a la niña presumir con su atuendo, haría como que pensaba en lo que dirían de ella disfrazada de ese modo, y diría: «Todos esos adornos la desfiguran demasiado, y es una verdadera lástima. ¿No crees tú que le bastaría llevar unos adornos más sencillos? ¿Es tan hermosa que le podamos quitar esto o aquello?». Quizá ella misma rogará entonces que le quiten uno y otro adorno, y entonces es la ocasión de alabarla, si hay razón para ello. Cuanto con más sencillez estuviera vestida, tanto más yo la elogiaría. Cuando ella vea las galas sólo como suplemento de las gracias personales y convenga en que no necesita socorro para agradar, no estará ufana con su traje, sino muy humilde, y si vistiendo más engalanada de lo acostumbrado oye que le dicen: «¡Qué hermosa está!», enrojecerá de despecho.
Por lo demás, si hay figuras que necesitan adornos, no hay ninguna que exija ricos atavíos. Los costosos adornos son una vanidad de la clase y no de la persona, y dependen únicamente de la preocupación. La coquetería a veces es rebuscada, pero jamás es ostentosa, y Juno se engalanaba con mayor riqueza que Venus. «No pudiendo hacerla hermosa, la haces rica», decía Apeles a un mal pintor que pintaba a Elena cargada de adornos. También he podido darme cuenta de que las alhajas más preciosas eran llevadas por mujeres feas; no es posible tener una vanidad más desgraciada. Procurad que una joven tenga gusto y desprecie la moda, cintas, gasas, muselina y flores, y sin diamantes, dijes ni encajes, va a idear un traje que dé cien veces más realce a su hermosura que todos los brillantes harapos de la modista más encopetada.
Como lo que está bien siempre sienta bien, y como siempre es necesario parecer lo mejor que sea posible, las mujeres que más entienden de vestidos escogen los que les sientan bien, y los conservan, y como no cambian todos los días, se ocupan menos de sus trajes que las que no saben los que han de llevar. El verdadero arte requiere poco tocador. Las señoritas solteras rara vez gastan tocados aparatosos; la labor y las lecciones les ocupan el día, y, no obstante, por lo general, van tan bien vestidas como las señoras casadas y muchas veces con mayor gusto. El abuso del tocador no es lo que se piensa, ya que más procede de aburrimiento que de vanidad. Una mujer sabe muy bien que gasta seis horas en su tocador, que no sale de él mejor puesta que la que no está en el suyo más de media hora, pero es el tiempo ganado a la pesada duración del día, y más vale divertirse consigo que fastidiarse con todo. ¿Qué se podría hacer después de comer hasta las nueve de la noche, si no tuviesen el tocador? Se reúnen otras mujeres a su alrededor y se divierte en impacientarlas, eso ya es algo, se evitan las conversaciones a solas con el marido, que sólo se ve a esta hora, y eso todavía es más, y luego vienen las modistas, los petimetres, los pequeños autores, los versos y las canciones del día. Sin el tocador nunca se podría tocarlo y discutirlo todo, pero el único beneficio real que ella le saca es lucirse algo más cuando está vestida, aunque ese beneficio no es tanto como se piensa, ni de él sacan tanto las mujeres como se figuran. Dad sin escrúpulo una educación de mujer a las mujeres, procurad que se aficionen a las tareas de su sexo, que sean modestas, que sepan cuidar y gobernar su casa, y se les olvidará muy pronto el abuso del tocador, y no se las verá con peor gusto. A medida que van creciendo, lo primero que observan las niñas es que todos estos adornos extraños no bastan para quien no los tiene en su propia persona. Nadie se puede dar a sí mismo hermosura, ni se adquiere tan pronto el arte de agradar a los hombres, pero ya es posible dar a los ademanes un giro agradable, a la voz un acento melodioso, presentarse con sencillez, andar con ritmo, tomar posturas que tengan gracia y sacar ventaja de todo. La voz alcanza mayor intensidad, adquiere consistencia y metal, se desenvuelven los brazos, se afirma el paso, y de cualquier manera que una vaya vestida, sabe que hay un arte para lograr que la miren. Entonces ya no se trata sólo de aguja y de industria; se presentan nuevas habilidades y su utilidad es más que evidente.
Sé que los severos instructores no quieren que se enseñe música a las niñas, ni el baile ni ninguna de las artes agradables. Eso me parece muy gracioso. Pues, ¿a quién quieren que se enseñen? ¿A los muchachos? ¿A quién pertenece mejor la posesión de estas artes, a los hombres o a las mujeres? Me responderán que a nadie. Las canciones profanas son pecados horrorosos, el baile es una invención del diablo, una niña no debe tener otro pasatiempo que su labor y sus oraciones. ¡Qué absurdas diversiones son ésas para niñas de diez años! Me temo mucho que todas estas santitas, obligadas a pasar su niñez encomendándose a Dios, pasen su mocedad en cosas muy distintas y se resarzan lo mejor que puedan, cuando estén casadas, del tiempo que piensan que perdieron de solteras. Soy del parecer que se debe tener en consideración lo que conviene a la edad no menos que al sexo, que una muchacha no debe vivir como su abuela, que debe ser viva, alegre, retozona; cantar, bailar tanto como se le antoje, y disfrutar de los placeres inocentes propios de su edad, pues demasiado pronto le llegará el tiempo de ser reposada y de adoptar un aire más serio.
Pero ¿se necesita este cambio? ¿No es también una consecuencia de nuestras preocupaciones? Con esclavizar a las mujeres honestas con tristes obligaciones, han desterrado del matrimonio todo lo que podía hacerlo grato a los hombres. ¡Qué extraño es que el silencio que ven reinar en su casa los eche de ella, o que tan poca prisa se den para abrazar tan ingrato estado! El cristianismo, a fuerza de exagerar todas las obligaciones, las hace impracticables y vanas; con tanto prohibir a las mujeres el canto, el baile y todos los pasatiempos del mundo, las convierte en groseras, regañonas e inaguantables en su casa.
No hay religión en la que esté sujeto el matrimonio a tan severas obligaciones, ni ninguna en que sea más despreciado un vínculo tan sagrado. Se ha hecho tanto para impedir que las mujeres fuesen amables, que han convertido a los maridos en indiferentes. No debería ser así, y lo comprendo, pero digo que así debe ser, puesto que al cabo los cristianos no dejen de ser hombres. Por mí, yo querría que una moza inglesa cultivase con tanto esmero los talentos amenos para agradar al marido que un día tendrá como los cultiva una albanesa joven para el serrallo de Ispahan. Me argüirán que un marido no aprecia mucho todos estos talentos. Creo que sea así cuando en vez de emplearlos en su diversión sirven de cebó para tener en su casa mozuelos descarados que le afrentan. Pero ¿os figuráis que una casada cuerda, amable, adornada con estos talentos, y que los consagrase a la diversión de su marido, no aumentaría la felicidad de él, y no le evitaría que al salir de su oficina, agotado por el trabajo, fuese en busca de distracciones? ¿No habéis visto familias felices reunidas de tal forma que cada uno pone todo lo que sabe en la diversión común? Diga él si la confianza y la familiaridad que con ella va unida, si la inocencia y la dulzura de los placeres que disfrutan no sustituyen con ventaja al mayor bullicio que ofrecen las diversiones públicas.
Las habilidades agradables se han convertido en demasiado artísticas y se han generalizado en exceso; todo lo hemos puesto en máximas y preceptos, y hemos convertido en fastidio para las muchachas lo que debería servirles de diversión y juego. No imagino nada más jocoso que ver a un viejo maestro de música o de baile, que se acerca con ademán adusto a niñas que sólo piensan en reír, y para enseñarles su frívola ciencia toma un tono más pedante y magistral que si tratara de explicarles la doctrina cristiana. ¿El arte de cantar y el de la música escrita son inseparables? ¿No es posible hacer flexible la voz y ajustarla, aprender a cantar con gusto, y aun acompañarse sin conocer ni siquiera una nota? ¿Se ajusta el mismo género de canto a todas las voces? ¿Él mismo se adapta a todas las inteligencias? Nadie me hará creer que las mismas posturas, los mismos pasos, los mismos movimientos, los mismos ademanes, los mismos bailes, le convengan a una morenita viva y salada, igual que a una hermosa rubia, alta y de ojos serenos. Así, cuando veo a un maestro que da las mismas lecciones a las dos, digo: «Este hombre sigue su práctica, pero no entiende ni una palabra de su arte».
Existen dudas sobre si las niñas deben tener maestros o maestras. No sé; yo bien quisiera que no precisasen ni de unos ni de otras, que aprendiesen con libertad lo que tanta inclinación tienen a aprender, y que no viéramos vagabundear por nuestras ciudades tanto saltarín. Difícilmente dejaré de creer que el trato con semejantes gentes no sea más perjudicial para las niñas que útiles sus lecciones, y que su algarabía, su estilo, sus ademanes, no inspiren a sus discípulas la primera afición a las frivolidades, de tanta entidad para ellos, y que a ejemplo suyo ellas tendrán en breve como única ocupación.
En las artes, que no tienen otro objeto que el agradar, todo puede servir de maestro a las niñas; su padre, su madre, su hermano, su hermana; sus amigos, sus ayas, su espejo, y más que todo, su propio gusto. Nadie se debe brindar para darles lección; es preciso que ellas sean las que la pidan; ni se les debe señalar como una tarea lo que es recompensa, y en esta especie de estudios el mayor aprovechamiento depende especialmente de querer adelantar. En cuanto a lo demás, si son absolutamente necesarias lecciones en forma, yo no seré quien decida de qué sexo han de ser los que deban darlas. No sé si es preciso que un maestro de baile coja la blanca y delicada mano de su joven discípula, le haga levantar la ropa, alzar los ojos, tender el brazo y erguir un pecho palpitante; lo que sí sé es que por todo lo que hay en este mundo no quisiera ser yo ese maestro.
Con arte y talento se forma el gusto, con el gusto se introducen en nuestro entendimiento las ideas de la belleza de todo género, y por último, las ideas morales que a ellas se refieren. Quizá ésta es una de las razones porque el sentimiento de la decencia y la honestidad se insinúa más pronto en las niñas que en los muchachos, pues creer que ese sentimiento proviene de lo que les dicen sus ayas, sería no estar instruido ni en lo que son las lecciones de éstas, ni en el natural progreso del espíritu humano. El primer puesto en el arte de agradar es ocupado por el arte de hablar; por él sólo pueden añadirse nuevos encantos a aquéllos con que el hábito acostumbra a los sentidos. El espíritu no solamente vivifica al cuerpo, sino que en cierto modo lo renueva; por la sucesión de los sentimientos y las ideas anima y cambia la fisonomía, y por los razonamientos que inspira llamando la atención, sostiene mucho tiempo igual interés en el mismo objeto. Creo que por todas estas razones las muchachas adquieren tan pronto un charlar grato, acentúan lo que dicen aun antes de sentirlo, y los hombres se divierten escuchándolas aun antes de que ellas puedan entenderlos, espiando, por decirlo así, el instante de discernimiento de estas mozuelas para penetrar en su sentimiento.
Las mujeres tienen un lenguaje flexible, hablan más pronto y con mayor facilidad y agrado que los hombres. También se las acusa de que hablan más; así debe ser, y yo convertiría esta acusación en elogio; en ellas, la boca y los ojos tienen igual actividad por la misma razón. El hombre dice lo que sabe, y la mujer dice lo que agrada; el uno para hablar necesita conocimiento y la otra gusto; el principal objeto de él deben ser las cosas útiles, y el de ella las agradables. En sus razonamientos no debe haber otras formas comunes que las de la verdad.
La charla de las niñas no debe ser contenida, como la de los muchachos, con la dura pregunta de: «¿Para qué sirve eso?», sino con esta otra, a la cual no es difícil contestar: «¿Qué efecto hará eso?». En esta primera edad, en que aún no pueden discernir el bien y el mal, ellas no son jueces de nadie, y se deben imponer la ley de no decir nunca nada que no sea grato para aquéllos con quienes hablan, y lo que dificulta la práctica de esta regla es que siempre queda subordinada a la primera, que es no mentir nunca.
Todavía veo otras muchas dificultades, pero corresponden a una edad más adelantada. Por ahora, para agradar les basta con decir la verdad sin aspereza, y como ésta les repugna, fácilmente les enseña la educación a evitarla. En el trato con el mundo, generalmente observo que la cortesía es más oficiosa en los hombres y más halagüeña la de las mujeres, y esta diferencia no se ha instituido, sino que es natural. Parece como si el hombre tratara más de servir y la mujer más de agradar. De aquí se deduce que, sea cual sea el carácter de las mueres, su cortesía es menos falsa que la nuestra, puesto que no hace otra cosa que desarrollar su primer instinto, pero cuando un hombre finge que prefiere mi interés al suyo propio, por muchas demostraciones con que envuelva su embuste, estoy seguro de que miente. Así, a las mujeres les cuesta poco ser corteses, y poco, por consiguiente, a las niñas aprender a serlo. La primera lección proviene de la naturaleza, y el arte no hace más que seguirla y determinar en qué estilo se ha de manifestar esta forma. En cuanto a la cortesía entre ellas; es otra cosa; emplean un estilo tan forzado y tan frías atenciones, que sujetándose mutuamente no ponen mucho cuidado en ocultar su sujeción, y parecen sinceras en su mentira porque apenas se preocupan de encubrirla. Sin embargo, las jóvenes se dan algunas veces pruebas de amistad más francas. A su edad la alegría suple a la bondad natural, y satisfechas consigo mismas, lo están con todo el mundo. También es cierto que se besan con efusión y se acarician con más gracia delante de los hombres, envanecidas por excitar impunemente su apetito con la imagen de favores que saben que ellos anhelan.
Si no se debe consentir a los muchachos preguntas indiscretas, con mucha más razón se les deben prohibir a las niñas, cuya curiosidad, o satisfecha o no bien eludida, acarrea consecuencias mucho más importantes si sé tiene en cuenta su penetración para descubrir los misterios que les ocultan y su arte para averiguarlos. Pero sin permitirles preguntas, desearía que se les hicieran muchas a ellas, que procurasen hacerlas hablar para ejercitarlas a conversar con facilidad, que supieran encontrar réplicas prontas, y para que soltasen, cuando aún puede hacerse sin riesgo, la lengua y el entendimiento. Estas conversaciones envueltas siempre con alegría, pero preparadas con habilidad y bien dirigidas, serían un entretenimiento encantador para esta edad y podrían arraigar en los inocentes corazones de estas muchachas las primeras lecciones de moral, tal vez las más útiles que reciban en su vida, mostrándoles, con el cebo del deleite y la vanidad, cuáles son las cualidades que verdaderamente ganan la estimación de los hombres y en qué consiste la gloria y la felicidad de una mujer honesta.
Se comprende que si los niños son incapaces de formarse ninguna idea verdadera de religión, con mayor razón excede esta idea la capacidad de las niñas, y por eso mismo quisiera yo hablarles de ella más pronto, porque si hubiéramos de aguardar a que estuviesen en estado de discutir metódicamente estas profundas cuestiones, correríamos el riesgo de no hablarles nunca de ellas. La razón de las mujeres es una razón práctica que les hace encontrar muy hábilmente los medios de llegar a un fin conocido, pero que no les deja encontrar este fin. La relación social de los sexos es admirable, de esta sociedad resulta una persona moral, cuyos ojos son la mujer y los brazos el hombre, pero con tal dependencia uno de otro que la mujer aprenda del hombre lo que ha de ver, y él, de ella, lo que ha de hacer. Si la mujer pudiera igual que el hombre remontar a los principios, y si el hombre tuviera igual que ella el espíritu de los detalles, siempre independientes uno de otro, vivirían en continua discordia, y su sociedad no podría subsistir, pero con la armonía que reina entre ellos, todo tiende al fin común; no sabemos quién pone más de lo suyo, pues el uno sigue el impulso del otro, cada cual obedece y los dos son árbitros.
Por lo mismo que la conducta de la mujer está sujeta a la opinión pública, su creencia lo está también a la autoridad. Toda muchacha debe tener la religión de su madre y toda casada la de su esposo. Aun cuando esta religión fuera falsa, la docilidad que sujeta a la madre y a la hija al orden de la naturaleza borra para con Dios el pecado del error. No hallándose en estado de ser jueces por sí mismas, deben admitir la decisión de sus padres y de sus esposos como la de la Iglesia.
No pudiendo deducir por sí mismas la regla de su fe, tampoco pueden las mujeres asignarles por límites los de la evidencia y la razón, pero dejándose arrastrar de mil impulsos extraños, se quedan siempre más acá o van más allá de la verdad. Siempre exageradas, unas son libertinas y otras, devotas; no se ve ninguna que con la piedad reúna la discreción. El origen del mal no sólo está en el carácter extremado de su sexo, sino también en la mal regulada autoridad del nuestro; el libertinaje de costumbres se la hace despreciar, el pánico del arrepentimiento la convierte en tiránica, y de esta forma siempre vamos muy adelante o nos quedamos muy retrasados.
Ya que la autoridad debe regular la religión de las mujeres, no se trata tanto de explicarles las razones que existen para creer como de presentarles con claridad lo que se cree, puesto que la fe que ponemos en ideas oscuras constituye el origen del fanatismo, y la que se exige de cosas absurdas conduce a la incredulidad o a la locura. No sé a qué incitan más nuestros catecismos, si a ser impío o fanático, pero sé que necesariamente se da lo uno y lo otro.
Ante todo, para enseñar la religión a las muchachas no se la presentéis como una obligación o un trabajo, y no debéis hacerles aprender de memoria nada, ni siquiera las preces. Contentaos con rezar todos los días las vuestras en su presencia, pero sin obligarlas a que las escuchen. Procurad que sean cortas, según la instrucción de Jesucristo, y con el recogimiento y el respeto que convienen; debéis considerar que dado lo que pedimos al Ser Supremo, para que nos escuche, es justo que nosotros pongamos gran atención en lo que decimos.
Tiene menos importancia que las niñas sepan tan pronto su religión como que la sepan bien, y especialmente que la amen. Cuando se la hacéis gravosa o les pintáis a Dios siempre enojado contra ellas, y en su nombre le imponéis mil penosas obligaciones que nunca os ven desempeñar, ¿qué otra cosa han de pensar sino que saber la doctrina y encomendarse a Dios son obligaciones de chiquillas, ni qué más han de desear que ser mayores para eximirse como vosotros de esa sujeción? El ejemplo, el ejemplo; sin él, nada se consigue de las criaturas.
Al explicarles los artículos de fe, debe hacerse en forma de instrucción directa y no a través de preguntas y respuestas. Ellas sólo deben responder lo que piensan y no lo que les hayan dictado. Todas las respuestas del catecismo son contrarias al sentido común; y es el discípulo quien instruye al maestro; también en boca de los niños son mentiras, puesto que explican lo que no entienden, o afirman lo que no creen. Entre los hombres más inteligentes enséñenme uno que no mienta cuando dice su lección de catecismo.
Una de las primeras lecciones que hallo en el nuestro es ésta: «¿Quién os crió y os puso en el mundo? A lo cual la chiquilla, aunque sabe que fue su madre, contesta, sin titubear, que Dios. Lo único que ve ella es que a una pregunta que entiende mal, da una respuesta de la cual no entiende ni una palabra.
Yo quisiera que un hombre que conociese bien el progreso del espíritu de los niños compusiera un catecismo para ellos. Tal vez sería el libro más útil que se hubiera escrito y, a mi parecer, no sería el que menos honra proporcionase a su autor. Lo cierto es que si este libro fuese bueno, se parecería muy poco a los nuestros.
Semejante catecismo será tanto mejor cuando por las presuntas el niño dé las respuestas sin aprenderlas, teniendo en cuenta que algunas veces se verá en la necesidad de también preguntar él. Para dar a entender lo que quiero decir, sería necesario presentar una especie de modelo, y yo sé lo que me hace falta para poder bosquejarlo. Pero intentaré dar de él una ligera idea. Imagino, pues, que para llegar a la pregunta del catecismo que hemos mencionado anteriormente, sería necesario que empezase más o menos así:
LA MAESTRA: ¿Te acuerdas de cuando era niña tu madre?
LA NIÑA: No, señora.
LA MAESTRA: ¿Cómo no, teniendo tanta memoria?
LA NIÑA: Porque yo no había venido al mundo.
LA MAESTRA: ¿Conque tú no has vivido siempre?
LA NIÑA: No.
LA MAESTRA: ¿Y vivirás siempre?
LA NIÑA: Sí.
LA MAESTRA: ¿Eres joven o vieja?
LA NIÑA: Soy joven.
LA MAESTRA: Y tu abuela, ¿es joven o vieja?
LA NIÑA: Vieja.
LA MAESTRA: ¿Ha sido joven?
LA NIÑA: Sí.
LA MAESTRA: ¿Y por qué no lo es ahora?
LA NIÑA: Porque ha envejecido.
LA MAESTRA: ¿Y tú envejecerás como ella?
LA NIÑA: No lo sé.
LA MAESTRA: ¿Dónde están tus vestidos del año pasado?
LA NIÑA: Los han deshecho.
LA MAESTRA: ¿Por qué los han deshecho?
LA NIÑA: Porque me quedaban pequeños.
LA MAESTRA: ¿Y por qué te quedaban pequeños?
LA NIÑA: Porque he crecido.
LA MAESTRA: ¿Y todavía crecerás?
LA NIÑA: ¡Oh, sí!
LA MAESTRA: ¿En qué se convierten las niñas mayores?
LA NIÑA: En mujeres.
LA MAESTRA: ¿Y las mujeres en qué?
LA NIÑA: En madres.
LA MAESTRA: Y las madres, ¿qué son después?
LA NIÑA: Viejas.
LA MAESTRA: ¿Conque tú también serás vieja?
LA NIÑA: Cuando haya sido madre.
LA MAESTRA: Y las viejas, ¿qué son después?
LA NIÑA: No lo sé.
LA MAESTRA: ¿Qué ha sido de tu abuelo?
LA NIÑA: Murió.
LA MAESTRA: ¿Y por qué murió?
LA NIÑA: Porque era viejo.
LA MAESTRA: Entonces, ¿qué hace la gente vieja?
LA NIÑA: Se muere.
LA MAESTRA: Y tú, cuando seas vieja, ¿qué…?
LA NIÑA (interrumpiéndola): ¡Oh, no! Yo no quiero morir.
LA MAESTRA: Hija mía, nadie quiere morir, y todo el mundo se muere.
LA NIÑA: ¿Cómo? ¿También se ha de morir mi mamá?
LA MAESTRA: Como todo el mundo. Las mujeres envejecen como los hombres y la vejez lleva a la muerte.
LA NIÑA: ¿Qué se ha de hacer para envejecer muy tarde?
LA MAESTRA: Vivir con cordura cuando somos jóvenes.
LA NIÑA: Señora, yo siempre seré cuerda.
LA MAESTRA: Mejor para ti. ¿Pero tú crees que has de vivir siempre?
LA NIÑA: Cuando sea muy vieja, muy vieja…
LA MAESTRA: ¿Sí?
LA NIÑA: Cuando una es tan vieja, dice usted que conviene que se muera.
LA MAESTRA: ¿Conque al fin morirás?
LA NIÑA: ¡Ay, sí!
LA MAESTRA: ¿Quién vivía antes que tú?
LA NIÑA: Mi padre y mi madre.
LA MAESTRA: ¿Quién vivirá después de ti?
LA NIÑA: Mis hijos.
LA MAESTRA: ¿Y quién vivirá después de ellos?
LA NIÑA: Sus hijos…
Siguiendo este camino se hallan, mediante inducciones sensibles, un principio y un fin al linaje humano, como a todas las cosas; es decir, un padre y una madre que no tuvieron ni padre ni madre, y unos hijos que no tendrán hijos.
Sólo después de una larga serie de preguntas análogas, estará bastante preparada la del catecismo de que hemos hecho mención. Pero desde aquí hasta la respuesta a la pregunta «¿Quién es Dios?», que es, por decirlo así, la definición de la divina esencia, ¡qué inmenso salto! ¿Cuándo se llenará este intervalo? Dios es un espíritu. ¿Y qué es el espíritu? ¿Iré a meter el espíritu de una criatura en esa oscura metafísica a la que con tanta dificultad llegan los hombres? No pertenece a una niña resolver estas cuestiones; le pertenecería, si acaso, el proponerlas. Entonces le respondería con sencillez «Me preguntas qué es Dios, y no es fácil decírtelo: no podemos oírle, verle ni tocarle; sólo le conocemos por sus obras. Espera saber lo que ha hecho para entender lo que es».
Si todos nuestros dogmas son igualmente ciertos, no por eso tienen la misma importancia. Para la gloria de Dios, es indiferente el que nos sea conocida en todo, pero a la sociedad humana y a cada uno de sus miembros importa que todo hombre conozca y desempeñe las obligaciones que la ley de Dios le impone para con su prójimo y para consigo mismo. Esto es lo que continuamente debemos enseñarnos los unos a los otros, y en esto principalmente están obligados los padres y las madres al instruir a sus hijos. Que sea una virgen madre de su Creador, que haya parido a Dios, o sólo a un hombre con quien se unió Dios; que sea una misma la sustancia del Padre y del Hijo, o que sólo sea semejante; que proceda el espíritu de uno de los dos, que son lo mismo, o de ambos juntamente; no veo por qué ha de importar más al género humano la decisión de estas cuestiones, en apariencia esenciales, que saber qué día de la luna se ha de celebrar la Pascua, si se ha de rezar el rosario, ayunar, comer pescado, hablar latín u otra lengua de la Iglesia, pintar imágenes en los cuadros y paredes, oír o decir misa y no tener mujer propia. Cada uno que piense como le parezca sobre esto, pues no sé en qué puede interesar a los demás, si bien a mí para nada me interesa. Pero lo que a mí y a todos mis semejantes nos importa es que cada uno sepa que existe un árbitro de la suerte de los humanos, cuyos hijos somos todos, que a todos nos prescribe que seamos justos, que nos amemos unos a otros, que seamos generosos y misericordiosos, que cumplamos nuestra palabra con todo el mundo, aunque sea con nuestros enemigos y con los suyos; que nada es la aparente felicidad de esta vida, que después de ésta hay otra, en la cual el Ser Supremo será remunerador de los buenos y juez de los malos. Estos y otros dogmas semejantes son los que importa enseñar a la juventud y persuadir a todos los ciudadanos. El que los impugna merece sin duda el castigo, porque es perturbador del orden y enemigo de la sociedad. El que va más adelante, y pretende sujetarnos a sus opiniones particulares, llega al mismo término por un camino opuesto. Por establecer a su modo el orden, perturba la paz; con su temeraria soberbia, se constituye en intérprete de la Divinidad, exige en su nombre los homenajes y el respeto de los hombres, y se hace Dios, poniéndose en su lugar. Debería ser castigado como sacrílego, si no lo fuese como intolerante.
Abandonad, pues, todos esos misteriosos dogmas que para nosotros sólo son palabras sin ideas, todas esas doctrinas estrafalarias, cuyo vano estudio suple las virtudes de los que a ellas se entregan y sirven para convertirlos más en locos que en hombres buenos. Mantened siempre a vuestros hijos en el estrecho círculo de los dogmas que tienen relación con la moral, convencedlos de que no hay para nosotros otra ciencia útil que la que nos enseña a obrar bien. No hagáis teólogas ni argumentadoras a vuestras hijas; de las cosas del cielo enseñadles aquellas que sirven para la humana sabiduría; acostumbradlas a que se miren siempre ante los ojos de Dios, a que le tengan por testigo de sus acciones, de sus pensamientos, de su virtud, de sus placeres; a obrar bien sin ostentación, porque así se complace Dios; a padecer el mal sin murmurar, porque le llegará la recompensa; a ser, finalmente, todos los días de su vida lo que quisieran haber sido cuando comparezcan ante Él. Ésta es la verdadera religión, y la única que no es capaz del abuso de impiedad ni de fanatismo. Prediquen cuanto quieran otras más sublimes, que yo no conozco otra que ésta.
En lo que se refiera a lo demás, es provechoso observar que hasta la edad en que se ilustra la razón, y en que el sentimiento naciente hace hablar la conciencia, lo que es bueno o malo para las niñas es aquello que deciden las personas con quienes tratan. Todo lo que les mandan es bueno, y lo que les prohíben es malo, y no deben saber más, de donde se infiere que es más importante para ellas que para los muchachos la buena elección de las personas que han de vivir en su compañía y tener sobre ellas alguna autoridad. Por último llega la época en que ya empiezan a juzgar las cosas por sí mismas, y entonces es cuando ha llegado el tiempo de cambiar el sistema de su educación.
Tal vez he dicho demasiado hasta aquí. ¿A qué reduciremos a las mujeres si no les dejamos otra ley que las inquietudes públicas? No debemos rebajar hasta este punto el sexo que nos gobierna y que nos honra cuando no lo hemos envilecido. Para toda la especie humana existe una regla anterior a la opinión, y a la inflexible dirección de esta regla se deben referir todas las demás; juzga a la misma preocupación, y sólo cuando se aviene con ella la estimación de los hombres, debe trocarse en autoridad para nosotros.
Esta norma es el sentimiento interior. Aquí no repetiré lo que antes he dicho acerca de él; me es suficiente con observar que si estas dos reglas no contribuyen a la educación de las mujeres, será siempre defectuosa. Sin la opinión, el sentimiento no les proporcionará aquella delicadeza de alma que adorna a las buenas costumbres con el honor del mundo, y sin el sentimiento, la opinión no hará de ellas más que mujeres falsas y deshonestas, pero aparentando virtud.
De este modo, pues, les conviene el cultivo de una facultad que sirva de árbitro entre ambos guías, que evite que la conciencia se extravíe y que rectifique los errores de la preocupación. Esta facultad es la razón. ¡Pero, cuántas cuestiones se plantean al pronunciar esta voz! ¿Son capaces las mujeres de un talento sólido? ¿Tiene importancia que lo cultiven? ¿Lo cultivarán con provecho? ¿Tiene utilidad esta cultura para las funciones que se les imponen? ¿Es compatible con la sencillez que les conviene?
Las diferentes formas de considerar y resolver estas cuestiones hacen que, cayendo en excesos opuestos, los unos limitan a la mujer a hilar y a coser en su casa con sus criadas, reduciéndola de esta forma a ser la primera criada del amo; los otros, no satisfechos con afianzar sus derechos, también hacen que se apropien los nuestros, pero dejarla superior a nosotros en las cualidades propias de su sexo, y hacerla igual a nosotros en todo lo demás, ¿qué otra cosa es si no conceder a la mujer la primacía que la naturaleza da al marido?
La razón que guía al hombre para que conozca sus obligaciones es poco complicada; la que guía a la mujer para que conozca las suyas, todavía es más sencilla. La obediencia y la fidelidad que debe a su marido, la ternura y solicitudes que debe a sus hijos son tan naturales y palpables consecuencias de su condición, que sin mala fe no puede negar su consentimiento al sentimiento interior que la guía ni desconocer su obligación en sus inclinaciones, que aún no están alteradas.
No vituperaría sin hacer distinciones que una mujer se limitara solamente a ejecutar las tareas propias de su sexo y que la dejaran en una profunda ignorancia acerca de todo lo demás, pero para eso serian precisas costumbres públicas muy sencillas y muy sanas, o un método de vida muy retirado. En los pueblos grandes, y entre hombres pervertidos, esta mujer sería muy fácil de seducir, y muchas veces su virtud estribaría en las ocasiones; en este siglo filosófico, la mujer necesita una virtud a toda prueba; de antemano es preciso que sepa lo que le pueden decir, y lo que de ello debe pensar.
Por otra parte, estando sujeta al juicio de los hombres, debe ser merecedora de aprecio, en especial del de su marido; no solamente debe ser su persona la causa del aprecio, sino también su conducta; ante el público debe justificar la elección de su marido y honrarle con el honor que le tributen a ella. Ahora bien, ¿cómo podrá desempeñar todo esto si ignora nuestras instituciones, nuestros estilos y nuestro bien parecer, y no conoce la fuente de los juicios humanos ni las pasiones que las determinan? Suponiendo que al mismo tiempo depende de su propia conciencia y de las opiniones ajenas, es necesario que aprenda a comparar estas dos reglas, a conciliarlas y a preferir sólo la primera cuando las dos se encuentran en oposición. Se hace juez de los jueces, decide cuándo se ha de someter a ellos y cuándo los ha de recusar. Antes de desechar o admitir sus preocupaciones, las considera, aprende a llegar a su origen, a precaverlas, a hacérselas favorables, y pone atención en no merecer jamás censuras cuando su obligación le permite evitarlas. No puede hacer nada de esto bien sin cultivar su espíritu y su razón.
Siempre vuelvo al principio, y éste me da la solución de todas mis dificultades. Estudio lo que existe, averiguo la causa y, por último, veo que todo lo que existe está bien. Entro en una casa amiga, donde el marido y la mujer se esmeran en obsequiar a quien los visita. Los dos han tenido la misma educación, son igualmente corteses, poseen talento y gusto, están animados del mismo deseo de agasajar a sus amigos y de que se vayan satisfechos. El marido no omite ningún afán para atender a todos; va, viene, da vueltas y se toma un gran trabajo; siente ansias de convertirse todo él en atención. La mujer permanece sentada en su sitio, a su alrededor se reúne un pequeño círculo y le oculta, al parecer, a los demás concurrentes; no obstante, no sucede nada que no lo note, no sale nadie a quien no haya hablado ni ha olvidado nada de lo que a todo el mundo puede interesar; a cada uno le ha dicho lo que le puede ser agradable, y sin perturbar el orden, está tan bien atendido el último de la reunión como el primero. Ponen la sopa a la mesa y se sientan; el hombre, al corriente de las personas que más se avienen, las colocará con tacto; la mujer, sin saber nada, ya habrá leído en los ojos y en los ademanes las preferencias de unos y de otros, y cada uno verá que su vecino es el que deseaba. No digo que se olviden de nadie en el servicio, pues el amo de la casa vigila y va y viene, pero la mujer adivina lo que cada uno mira con placer, y se lo ofrece; cuando habla con su vecino, tiene la vista en el otro extremo de la mesa; comprende que aquél no come porque no tiene apetito y que aquel otro no se atreve a servirse o a pedir porque no es hábil o porque es tímido. Al levantarse de la mesa, cada uno supone que sólo han pensado en él; ninguno cree que haya comido más que unos bocados, pero la verdad es que ha comido más que nadie.
Cuando ya se han ido todos, los dos hablan de lo sucedido. El marido cuenta lo que ha oído, lo que hicieron y dijeron aquéllos con quienes habló. Si la mujer no es siempre la más exacta en este aspecto, en cambio ha intuido lo que se dijeron al oído en el otro extremo de la mesa; sabe lo que pensó fulano y a lo que tal dicho o tal ademán aludían; apenas se ha producido un movimiento expresivo que no lo haya interpretado íntimamente y casi siempre sin errar.
El mismo instinto que hace que una mujer se aventaje en el arte de obsequiar a los que van a su casa, hace que una coqueta se aventaje en el arte de embobar a muchos pretendientes. Sus tretas requieren todavía un discernimiento más sagaz que el de la cortesía, porque con tal que una mujer sea cortés con todo el mundo, ya tiene lo suficiente, pero la coqueta pronto perdería su imperio con esta uniformidad si no poseyera otro arte, pues si tratase de contentar a todos sus amantes, los disgustaría a todos. En la sociedad, las buenas formas que en general se tienen complacen a todos, y con tal que a uno le traten bien nadie se irrita por no ser el preferido, pero en materia de amor, un favor carente de exclusiva constituye un agravio. Un hombre sensible preferiría ser maltratado cien veces solo que halagado con todos los demás, y lo peor que le puede suceder es que lo distingan. La mujer que quiera entretener a muchos amantes es preciso que convenza a cada uno de que él es el preferido, y que sea delante de todos los demás, a quienes en presencia de él les hace creer lo mismo.
¿Queréis ver a un hombre confuso? Colocadle entre dos mujeres con las que tenga relaciones no manifiestas, y veréis luego qué figura tan torpe la suya. Colocad en el mismo caso a una mujer entre dos hombres, y podréis daros cuenta de cómo sucede todo lo contrario; quedaréis maravillado de su ingenio para engañar a los dos y para que uno se ría del otro. Pero si esa mujer demostrase la misma confianza y usara con ellos la misma familiaridad, ¿cómo se habían de engañar un instante? Si los tratara del mismo modo, ¿no demostraría que tienen los mismos derechos sobre ella? Lejos de tratarlos del mismo modo, afecta portarse con ellos con mucha desigualdad, y lo lleva tan bien, que el halagado se cree que es por ternura, y el maltratado cree que es por despecho. De este modo, contento cada uno con su suerte, siempre la supone ocupada en él, cuando en realidad sólo se ocupa de sí misma.
La coquetería sugiere medios parecidos en el deseo general de agradar; los caprichos no producirían otra cosa más que disgustar si no fuesen empleados con discreción, pero dispensándolos con arte, los convierte en cadenas mucho más fuertes.
Usa ogn’arte la donna, on de sia coito
Nella sua rete alcun novello amante;
Né con tuti, né sempre un stesso volto
Serba; ma cangia a tempo atto e semblante.
¿En qué consiste ese arte si no en sagaces y continuas observaciones que a cada instante le dicen lo que sucede en el corazón de los hombres y le facilitan el que a cada secreto movimiento que distingue emplee la fuerza necesaria para suspenderle o acelerarle? ¿Pero se aprende ese arte? No; nace con las mujeres y todas lo poseen, pero los hombres nunca lo consiguen en el mismo grado. Éste es uno de los caracteres distintivos del sexo. La presencia de espíritu, la penetración, las sutiles observaciones constituyen la ciencia de las mujeres, y en la habilidad para servirse de ella radica su talento.
Esto es lo que hay, y ya hemos visto por qué tiene que ser así. Las mujeres son falsas, nos dicen. Se hacen falsas. Su propio don es la habilidad y no la falsedad, y las verdaderas inclinaciones de su sexo, ni cuando mienten son falsas. ¿Por qué esperáis lo que va a decir si no es ella la que debe hablar? Observad sus ojos, su color, su respiración, su tímido ademán, su débil resistencia… Ése es el idioma que les ha dado la naturaleza para que os respondan. La boca siempre dice «no», y lo debe decir, pero a ese «no» le da un acento que no es siempre el mismo, y ese acento no sabe mentir. ¿No tiene las mismas necesidades la mujer que el hombre, sin tener el mismo derecho de expresarlas? Su suerte sería muy cruel si hasta para sus legítimos deseos no poseyera un lenguaje equivalente al que no se atreve a emplear. ¿Su pudor ha de hacerla desdichada? ¿No necesita un arte para comunicar, sin descubrirlas, sus inclinaciones? ¡Qué habilidad se necesita para inducir a que le roben lo que desea conceder! ¡Cuánto le importa aprender a agitar el corazón del hombre y que parezca que no le hace caso! ¡Qué discurso más seductor el de la manzana de Galatea y su hábil fuga! ¿Qué ha de añadir a eso? ¿Ha de ir a decirle al pastor que la sigue por entre los sauces que sólo huye con la intención de atraerle? Mentiría, por decirlo así, porque entonces no le atraería. Cuanto más recatada es una mujer, más arte debe usar, hasta con su marido. Yo sostengo que no rebasando los límites de la coquetería, es más modesta y sincera, sin transgredir por ello de la honestidad.
La virtud es una, decía muy bien uno de mis adversarios; no se puede descomponer para admitir una parte y desechar otra. Quien la ama, lo hace con toda su integridad; cuando puede, cierra su boca a los efectos que no debe sentir. Lo que es, no es la verdad moral, sino lo que es bueno; lo que es malo no debiera ser, y nunca se debe confesar, especialmente cuando le da esta confesión una eficacia que sin ella no hubiera tenido. Si yo tuviese intención de robar, y tentara a otro para que fuese mi cómplice diciéndoselo, ¿no sería sucumbir a la tentación el declarárselo? ¿Por qué decís que el pudor hace falsas a las mujeres? ¿Acaso son más ingenuas las que lo han perdido que las otras? Y no es así, pues son mil veces más falsas. No hay ninguna que llegue a esta depravación como no sea a fuerza de vicios, y los conserva todos, protegidos por un cúmulo de intrigas y de embustes. Por el contrario, las que aún no han perdido la vergüenza, las que no se enorgullecen de sus culpas, las que saben ocultar sus deseos a los mismos que los inspiran, las que más trabajo cuesta arrancarles su consentimiento, son las más verídicas, las más sinceras, las más constantes en cumplir sus promesas y con cuya fe se puede generalmente contar.
El único caso de que yo tengo noticia, que pueda citarse como excepción a estas observaciones, es el de Ninón de Lenclós, y por eso fue mirada como un portento. Despreciando las virtudes de su sexo, dicen que había conservado las del nuestro; alaban su sinceridad, su rectitud, lo seguro de su trato, su fidelidad en la amistad; por último, para completar la pintura de su gloria, dicen que se hizo hombre. Enhorabuena, pero a pesar de su fama, yo no hubiera querido a ese hombre ni para amigo ni para amante.
Esto no es tan inoportuno como parece. Observo hacia dónde se encaminan las máximas de la moderna filosofía, que escarnecen el pudor del sexo y su pretendida falsedad, y veo que el más seguro fruto de esta filosofía será quitar a las mujeres de nuestro siglo la poca honra que les ha quedado.
Por estas consideraciones creo que puede determinarse en general cuál es la especie de cultura que conviene a la inteligencia de las mueres y hacia qué objeto se deben dirigir sus reflexiones desde su juventud.
Ya lo he dicho: los deberes de su sexo son más fáciles de ver que de cumplir. Lo primero que deben aprender es a quererlos, al ver las utilidades que traen consigo; es el único medio de facilitárselos. Cada estado y cada edad tiene sus obligaciones, y pronto cada uno conoce las suyas con tal que las ame. Honrad vuestro estado de mujer, y sea cual fuere la jerarquía que os hubiere concedido el cielo, siempre seréis una mujer de bien. Lo esencial es ser lo que nos hizo la naturaleza, pues siempre somos más que lo que quieren los hombres que seamos.
La investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios y axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a generalizar las ideas, no es propio de las mujeres; sus estudios se deben referir a la práctica, y les toca a ellas aplicar los principios hallados por el hombre y hacer las observaciones que le conducen a sentar principios. Todas las reflexiones de las mujeres, en cuanto no tienen relación inmediata con, sus obligaciones, deben encaminarse al estudio de los hombres y a los conocimientos agradables, cuyo objeto es el gusto, porque las obras de ingenio exceden a su capacidad, toda vez que no poseen la atención ni el criterio suficientes para dominar las ciencias exactas, y en cuanto a los conocimiento físicos, el que es más activo ve más objetos, tiene otra fuerza y debe juzgar de las relaciones de los seres sensibles y las leyes de la naturaleza. La mujer, que es débil y nada ve fuera de sí misma, valora y juzga los móviles que para suplir su debilidad puede poner en acción, y las pasiones del hombre son estos móviles. Su mecánica es más fuerte que la nuestra, pues todas sus palancas tienden a remover el corazón humano. Es preciso que posea el arte de hacer que nosotros queramos todo lo que es necesario o agradable a su sexo y que no puede hacer por sí mismo; por lo tanto, es necesario que estudie a fondo el espíritu del hombre, no en general y en abstracto, sino el de los hombres que tiene cerca y a quienes está sujeta, sea por ley, sea por la opinión; es preciso que por sus razones, por sus acciones, por sus miradas y por sus ademanes, aprenda a penetrar sus ideas, y que por las razones, las acciones, las miradas y los ademanes de ella, sepa inspirarles el sentir que le acomode, sin que parezca que se fijen. Mejor que ella filosofarán ellos acerca del corazón humano, pero ella leerá mejor en el corazón de los hombres. A las mujeres compete hallar, por decirlo así, la moral experimental, y a nosotros reducirla a sistema. La mujer tiene más agudeza y el hombre más ingenio; la mujer observa y el hombre discurre, y de este concierto resultan la más clara luz y la ciencia más completa que pueda adquirir el entendimiento humano en las cosas morales. En una palabra, el conocimiento más seguro de sí y de los demás que puede alcanzar nuestra especie. Y de esta forma el arte puede tender a perfeccionar el instrumento que nos dio la naturaleza.
El mundo es el libro de las mujeres, y cuando ellas lo lean mal, suya es la culpa, porque acaso alguna pasión las ciega. No obstante, la verdadera madre de familia, lejos de ser una mujer de mundo, se recluye en su casa poco menos que la religiosa en su clausura. Sería, pues, conveniente hacer con las doncellas que se van a casar lo que hacen o deben hacer con las que se meten a monjas: enseñarles las diversiones que dejan, antes de que renuncien a ellas, no sea que la feliz imagen de estas diversiones que no conocen extravíe un día su corazón y turbe la felicidad de su retiro. En Francia las muchachas viven en los conventos y las casadas frecuentan el mundo; entre los antiguos sucedía todo lo contrario: las doncellas asistían, como ya he dicho, a muchos Juegos y fiestas públicas, y las casadas vivían retiradas. Este estilo era más racional y conservaba mejor las buenas costumbres. A las doncellas, antes de casarse, les es lícita una especie de coquetería, y su motivo principal es la diversión. Las casadas tienen otras ocupaciones en sus casas, y ya no necesitan buscar marido, pero no les traería cuenta esta reforma, y por desgracia son ellas las que mandan. Madres, que vuestras hijas sean cuando menos compañeras vuestras. Dadles una razón sana y un alma honesta, y no les ocultéis nada de lo que pueden mirar los ojos castos. Bailes, banquetes, juegos, hasta el teatro, y todo lo que, cuando se ve mal, reduce a una juventud imprudente, se puede presentar sin riesgo a ojos sanos. Cuanto más vean estos bulliciosos placeres, más pronto les repugnarán.
Ya oigo los clamores que se levantan contra mí. ¿Qué doncella resiste a tan peligroso ejemplo? Apenas ven el mundo y ya pierden la cabeza, sin que haya una que lo quiera dejar. Puede ser, pero antes de presentarles esta engañosa imagen, ¿las habéis preparado para que la vean sin emoción? ¿Les habéis explicado bien los objetos que representan? ¿Se los habéis pintado tal como son? ¿Las habéis acorazado bien contra las ilusiones de la vanidad? ¿Habéis excitado en su juvenil corazón la afición a los verdaderos placeres que no se encuentran en ese tumulto? ¿Qué precauciones, qué medidas habéis tomado para preservarlas del falso gusto que las extravía? Lejos de oponer en su espíritu algo contra el imperio de las preocupaciones públicas, las habéis mantenido en ellas; de antemano habéis hecho que se prenden de todos los pasatiempos frívolos que encuentran y hacéis que las cautiven cuando se entregan a ellos. Las jóvenes que entran en el mundo no tienen otro guía que su madre, muchas veces más locas que ellas, y que no les puede enseñar los objetos de otro modo que como los ve. Su ejemplo, más fuerte que la misma razón, las justifica a sus propios ojos, y la autoridad de la madre es para la hija una disculpa sin réplica. Cuando quiero que una madre introduzca a su hija en el mundo, es porque supongo que se lo debe enseñar tal como es.
Pero el mal empieza mucho antes. Los conventos son verdaderas escuelas de hipocresía, no la hipocresía honesta de que he hablado, sino la que produce todas las locuras de las mujeres y forma las más extravagantes melindrosas. Cuando salen del convento, para de repente mezclarse con la algarabía de la sociedad, las recién casadas se sienten inmediatamente en su sitio. Educadas para esa vida, ¿qué tiene de extraño que se encuentren a gusto? No afirmaré lo que voy a decir sin el temor de dar por observación un prejuicio, pero me parece que en los países protestantes generalmente hay más cariño en las familias, esposas más dignas y madres más tiernas que en los católicos, y si así es, no se puede dudar de que esta diferencia se debe en parte a la educación de los conventos.
Para que se prefiera la vida pacífica y doméstica es indispensable conocerla, y es preciso haber probado su dulzura desde la niñez. Sólo en la casa paterna se adquiere el cariño a la propia casa, y toda mujer que no ha sido educada por su madre, no tendrá voluntad para educar a sus hijos. Desgraciadamente ya no hay educación privada en las grandes ciudades. En ellas la sociedad es tan general y tan mezclada, que no queda asilo para el retiro, y están las gentes en público incluso en sus casas. A fuerza de vivir con todo el mundo, ya nadie tiene familia, los parientes apenas se conocen, se ven como extraños y se extingue la sencillez de las costumbres domésticas al mismo tiempo que la dulce familiaridad que era su encanto. De este modo nace ya en el amanecer de la vida la afición a los deleites del siglo y a las máximas que reinan en él.
A las solteras les imponen una aparente sujeción para hallar insensatos que por su aspecto se casen con ellas, pero observad un instante a estas jóvenes, las cuales, con unas actitudes afectadas, encubren malamente el ansia que las consume, y en sus ojos ya se lee el ardiente deseo de imitar a sus madres. No sienten ansias por un marido, sino por los excesos del matrimonio. ¿Qué necesidad tienen de esposo con tantos medios para prescindir de él? Pero lo necesitan para que sea la tapadera de sus medios. Está retratada en su semblante la modestia, y la disolución alienta en su corazón, indicando esa misma modestia fingida que sólo pretenden quedar libres cuanto antes de toda sujeción. Mujeres de París y de Londres, os ruego que me disculpéis; no hay regla sin excepción, pero yo no sé de ninguna, y si una de vosotras tiene el alma honesta, yo no entiendo ninguna palabra de vuestras instituciones.
Todas esas distintas educaciones inspiran igualmente en las doncellas la afición a les deleites del mundo y a las pasiones que pronto nacen de esta afición. En las ciudades populosas la depravación empieza con la vida, y en las de poco vecindario comienza con la razón. Las jóvenes provincianas, instruidas en menospreciar la dichosa sencillez de sus costumbres, se dan prisa por ir a la capital y participar de la corrupción de las nuestras; los vicios adornados con el pomposo nombre de talentos, son el único objeto del viaje, y avergonzadas por llegar de tan lejos, al verse muy distantes todavía del noble desenfreno de las mujeres del país, no tardan en hacer méritos para ser también ellas vecinas de la capital. ¿Me preguntareis dónde comienza el daño, adónde le proyectan, o dónde lo llevan a cabo?
No quiero que una madre juiciosa lleve a su hija desde la provincia a París para enseñarle estas imágenes, tan perniciosas para otras; digo, sí, que cuando lo hiciese de este modo, o su hija está mal educada o serán poco peligrosas para ella. Con gusto sano, prudencia y afición a las cosas honestas, no parecen tan atractivas como lo son para las que se dejan seducir por ellas. En París se ven jóvenes insensatas que toman rápidamente el estilo del país y son de moda durante seis meses, para ser objeto de burla para siempre, ¿pero quién se fija en tantas cosas intrascendentes con el bullicio de la corte?, y se vuelven a su provincia satisfechas con su suerte comparada con la que otras envidian. ¡Cuántas jóvenes casadas he visto yo llevadas a la capital por esposos condescendientes, deseosos de que las vean, halagadas ellas, para después regresar con más deseo que el que las trajo, y diciendo con emoción la víspera de su marcha; «Volvamos a nuestro tabuco, donde se vive más feliz que en los palacios de aquí»! No sabemos cuánta buena gente hay que todavía no ha doblado la rodilla ante el ídolo y que desprecia su insensato culto. Sólo las locas meten ruido, y nadie repara en las sensatas.
Y si, a pesar de la general corrupción, las preocupaciones universales y la mala educación de las niñas, todavía conservan muchas un juicio a toda prueba, ¿qué será cuando hayan fortalecido su juicio con adecuadas instrucciones, o cuando no le hayan extraviado con instituciones viciosas?, pues siempre se cifra todo en conservar o restablecer los afectos naturales. Para esto no se trata de aburrir a las jóvenes solteras con vuestras largas pláticas, ni de dictarles vuestras secas inmoralidades. En los dos sexos estas moralidades constituyen la muerte de toda buena educación. Las lecciones tristes sólo sirven para que terminen desdeñando a los que las dan y todo lo que les dicen. Cuando se habla con muchachas jóvenes, no se trata de que teman sus obligaciones de agravar el yugo que les ha impuesto la naturaleza. Debéis explicarles de una forma fácil y concisa estas obligaciones, y no las induzcáis a que crean que su cumplimiento sea penoso, ni recurráis a posturas rígidas y agresivas. Todo lo que se dirige al corazón debe salir de él; su catecismo de moral debe ser tan claro y tan corto como el de religión, pero no tan grave. Junto a estas mismas obligaciones enseñadles el manantial de sus satisfacciones y la base de sus derechos. ¿Es tan penoso amar para ser amada, hacerse amable para ser feliz, hacerse estimable para ser obedecida y honrarse para ser honrada? ¡Qué hermosos y respetables son esos derechos! ¡Qué queridos son para el corazón del hombre cuando la mujer le sabe dar valor! No es necesario que espere a la vejez para gozar de ellos; empieza su imperio con sus virtudes, y apenas se desarrollan sus gracias que ya reina por la dulzura de su carácter y hace respetar su modestia. ¿Cuál es el hombre, por insensible e inhumano que sea, que no suaviza su acritud y tiene más delicados modales al lado de una niña de dieciséis años, juiciosa y amable, que habla poco, que tiene un aspecto decente y honestas razones, a quien su hermosura no hace olvidarse de su sexo ni de su juventud, y que por su misma cortedad sabe interesar y granjearse el respeto que ella tiene a todo el mundo?
Estos testimonios, aunque exteriores, de ningún modo son frívolos, ni se fundan sólo en el atractivo de los sentidos, sino que nacen de la íntima conciencia que todos tenemos de que las mujeres son los jueces naturales del mérito de los hombres. ¿Quién quiere ser menospreciado por ellas? Nadie, ni siquiera el que ya no quiere amarlas. Y a mí, que les digo verdades tan duras, ¿creéis que me son indiferentes sus juicios? No; aprecio más su voto que el vuestro, lectores, a veces más femeninos que ellas. Aun despreciando sus costumbres, quiero hacer honor a su justicia, y me importa poco que me odien si las obligo a que me aprecien.
¡Cuántas cosas grandes se harían con este resorte si se supiera ponerlo en acción! Desventurado el siglo en que las mueres pierden su ascendiente y sus juicios no valen nada para los hombres. Ése es el último grado de la depravación. Todos los pueblos que han tenido buenas costumbres han respetado a las mujeres. Véase Esparta, los germanos y Roma, Roma, el emporio de la gloria y la virtud, si alguna vez la ha habido en la tierra. Allí las mujeres honraban las proezas de los insignes capitanes, públicamente lloraban a los padres de la patria, y sus votos o su luto se entendían como el juicio más solemne de la república. Allí todas las grandes revoluciones procedieron de las mujeres; por una mujer, Roma logró la libertad; por una mujer, alcanzaron los plebeyos el consulado; por una mujer, terminó la tiranía de los decenviros, y por una mujer Roma fue salvada de las manos de un proscrito. Galantes franceses, ¿qué habríais dicho al ver pasar tan ridícula procesión ante vuestros burlones ojos? La habríais acompañado con silbidos. ¡Con qué distintos ojos vemos los mismos objetos! Tal vez todos tenemos razón. Que se forme esa comitiva con hermosas damas francesas, y no sé de nada más indecente, pero si la formamos con romanas, todos tendremos los ojos de los volscos y el corazón de Coriolano.
Aún diré más: sostengo que la virtud es tan propicia al amor como a los demás derechos de la naturaleza, y que no estriba menos en ella la autoridad de las amadas que la de las esposas y las madres. Sin entusiasmo no hay verdadero amor, ni entusiasmo sin un objeto de perfección, real o fantástico, pero siempre existente en la imaginación. ¿Con qué se han de inflamar los amantes para quienes no existe esta perfección, y que en lo que aman sólo ven el objeto de los deleites sensuales? No; el alma no se enciende así, ni se entrega a aquellos sublimes raptos que son a un mismo tiempo el delirio de los amantes y el encanto de su pasión. Admito que en el amor todo es simple ilusión, pero lo que es real son los sentimientos que nos animan hacia la verdadera hermosura que nos hace amar. Esta hermosura no está en el objeto amado, que es obra de nuestro error. ¿Y qué importa? ¿Dejamos por eso de sacrificar nuestros bajos sentimientos a este modelo imaginaria? ¿Deja de embeberse nuestro corazón en las virtudes que atribuimos a lo que queremos? ¿Quién es el amante verdadero que no está dispuesto a dar su vida por su amada? ¿Y cuál es la torpe y sensual pasión del hombre que quiere morir? Nos burlamos de los caballeros andantes porque conocían el amor, y nosotros sólo conocemos el desenfreno. Cuando estas máximas caballerescas empezaron a ser escarnecidas, el cambio no fue menos culpa de la razón que de las abyectas costumbres.
Dentro del siglo que se quiera las relaciones naturales no varían; la conveniencia o discrepancia que de ellos resulta es la misma, y las preocupaciones con el vano nombre de razón, sólo cambian su apariencia. Siempre será bello y grande reinar en sí mismo, aunque sea para obedecer a fantásticas opiniones, y siempre resonarán los verdaderos motivos del honor en el corazón de toda mujer de juicio que en su estado sepa encontrar la felicidad de su vida. La castidad debe ser especialmente una deliciosa virtud para la mujer hermosa que tenga el alma elevada. Mientras ve la tierra bajo sus pies, triunfa de todo y de sí misma, y en su propio corazón se erige un trono al cual todos rinden homenaje; los afectos tiernos o celosos, pero siempre respetuosos de ambos sexos, la universal estimación y la suya propia le pagan sin cesar un tributo de gloria. Las privaciones son pasajeras, pero el premio es permanente. ¡Qué gozo para un alma noble unir con la hermosura la altivez de la virtud! Cread una heroína de novela, y más exquisitas voluptuosidades gozará ella que las Lais y las Cleopatras, y cuando su belleza se eclipse, aún vivirán su gloria y sus placeres, y sabrá disfrutar del tiempo pasado.
Cuanto más penosas y mayores son las obligaciones, más palpables y fuertes deben ser las razones en que se fundan. Existe un cierto lenguaje devoto con el cual aturden los oídos de las jóvenes en las materias más graves, sin lograr persuadirlas. De este lenguaje tan desproporcionado con sus ideas, y del poco aprecio que en secreto hacen de él, nace la facilidad de ceder en sus propensiones, no hallando motivo de resistencia en la misma naturaleza de las cosas. Una doncella educada con piedad y discreción, sin duda está fuertemente armada contra las tentaciones, pero aquélla cuyo corazón, o mejor sus oídos no han recogido más que las monsergas de la devoción, infaliblemente será presa del primer seductor astuto que la pretenda. Nunca una persona hermosa y joven despreciará su cuerpo, ni se afligirá de verdad por los pecados que su belleza le haga cometer, ni llorará con sinceridad ante Dios porque sea objeto de deseos, ni se creerá que sean invención de Satanás los sentimientos más dulces del corazón. Dadle otras razones sacadas de la esencia de las cosas y propias para ella, porque éstas no la convencen. Aún será peor si, como nunca faltan, se le dictan ideas contradictorias; si después de haberla humillado, envileciendo su cuerpo y sus gracias como torpezas del pecado, le dicen luego que ese mismo cuerpo que le han pintado tan despreciable lo ha de respetar como el templo de Jesucristo. Tan sublimes y tan bajas ideas son igualmente insuficientes y no se pueden asociar; se precisan razones que no rebasen la capacidad propia de la edad y del sexo. Las consideraciones sobre el deber no tienen más fuerza que los motivos que nos llevan a cumplirlo. No se sospecharía que es Ovidio quien emite un juicio tan severo.
¿Queréis, pues, inspirar a las jóvenes la afición a las buenas costumbres? Pues sin decirles continuamente que sean recatadas, tratad de que lo sean; hacedles comprender la importancia del recato y se lo haréis amar. No es suficiente mostrarles desde lejos ese interés para el porvenir; presentádselo en el instante actual, en las relaciones de su edad y en el carácter de sus amores. Les debéis pintar el hombre de bien y el hombre de mérito; enseñadles a que lo reconozcan y lo quieran por su propia felicidad, probadles que, sean amigas, esposas o amantes, sólo él puede hacerlas dichosas. Llevadlas a la virtud por la razón, que comprendan que el imperio y las ventajas de su sexo no sólo dependen de sus buenas costumbres y su conducta, sino también de las de los hombres, pues las mujeres tienen poca influencia en los espíritus viles y soeces, y el que sabe servir a su dama sabe servir a la virtud. Estad seguros de que pintándoles las modernas costumbres, les inspiraréis hacia ellas una sincera repugnancia; con mostrarles a las personas de moda, se las haréis despreciar; les infundiréis antipatía a sus máximas, aversión a sus sentimientos y desdén a su vano galanteo; les despertaréis una más noble ambición: la de reinar en almas grandes y fuertes, como las mujeres espartanas, que mandaban a los hombres. Una mujer atrevida, descarada, intrigante, que sólo por la coquetería sabe atraer a sus amantes, y sólo los conserva por sus favores, hace que la obedezcan como lacayos en cosas comunes y serviles, pero en las importantes y graves no tienen ninguna autoridad sobre ellos. En cambio, la mujer honesta, amable y prudente, que consigue que los suyos la respeten; la que tiene modestia y recato, la que con la estimación sostiene el amor, por ella irán al fin del mundo, al combate, a la gloria, a la muerte, adonde ella quiera. Hermoso es este imperio y creo que es tentador el conseguirlo.
Ése es el espíritu en que ha sido educada Sofía, con más cuidados que afanes y más bien siguiendo sus gustos que violentándolos. Digamos ahora una palabra de su persona conforme al retrato que de ella le he hecho a Emilio, y según él mismo se figura la esposa que puede hacerle feliz.
Nunca repetiré lo suficiente que dejo aparte los prodigios. Emilio no lo es, ni mucho menos Sofía; Emilio es un hombre y Sofía una mujer, y en esto está cifrada su gloria. En la confusión de sexos que reina entre nosotros, casi es un prodigio el ser uno del suyo.
Sofía es de índole apacible, tiene buen natural y el corazón muy sensible, y esa excesiva sensibilidad algunas veces agita tanto su imaginación que no es fácil moderarla. Su inteligencia es menos justa que penetrante, y fácil, aunque desigual, su condición; regular, pero su cara es agradable; su fisonomía promete alma, y no miente; uno puede acercarse a ella con indiferencia, pero no dejara sin emoción. Algunas mujeres tendrían prendas que a ella le faltan y otras más que las que ella tiene, pero ninguna calidad es mejor lograda para formar un feliz carácter. Sabe sacar provecho de sus defectos y agradaría menos si fuese más perfecta.
Sofía no es hermosa, pero a su lado los hombres se olvidan de las hermosas, y las hermosas no están satisfechas de sí mismas. A primera vista apenas si es bonita, pero cuanto más se la ve más se hermosea; gana con lo que tantas pierden, y nunca pierde lo que ha conseguido ganar. Es posible tener ojos y una boca hermosos, y una cara que agrade más, pero no un talle mejor, ni un color más hermoso, ni unas manos más blancas, unos pies más delicados, un mirar más dulce y una expresión más tierna. Es interesante sin deslumbrar, embelesa y no se sabe decir por qué.
A Sofía le gusta ir bien vestida, y lo consigue, su madre no tiene otra camarera que ella; posee un gusto exquisito para que luzca su vestido, pero detesta los trajes suntuosos; en el suyo la sencillez va siempre unida con la elegancia; no es aficionada a lo que brilla, sino a lo que le cae bien. Ignora los colores de moda, pero sabe muy bien los que la favorecen. No hay joven que se la vea tan sencilla con menos estudio, pero ninguna lleva un traje más estudiado, a pesar de que nada se debe a la casualidad, y sin que se vea el arte. Su adorno es muy modesto en apariencia y muy coquetón; cubre sus encantos, pero deja que se los imaginen. Los que la ven dicen: Vaya muchacha modesta e inteligente». Pero mientras uno está a su lado, los ojos y el corazón la siguen de un lado a otro, y podría decirse que ese traje tan sencillo se lo ha puesto para que se lo vaya quitando pieza a pieza la imaginación.
Sofía tiene un talento natural que no ha dejado de cultivar, pero como no ha estado en situación de valerse del arte, se ha contentado con educar su bonita voz para cantar con gusto, en habituar sus delicados pies a andar con ligereza, facilidad y gracia, y en hacer las reverencias necesarias en cualquier situación sin timidez ni torpeza. En cuanto a lo demás, no tuvo otro maestro de canto que su padre, ni otra maestra de baile que su madre, y un organista vecino le ha dado algunas lecciones de acompañamiento en el clavicordio, que luego ha cultivado ella sola. Al principio sólo pensaba en lucir su mano sobre las teclas negras, después observó que el áspero y seco sonido del clavicordio hacía parecer más dulce su voz, y poco a poco empezó a sentir la armonía; por último, ya mayor ella, ha comenzado a sentir el encanto de la expresión y a amar la música por sí misma. Pero con más afición que talento no sabe leer las notas de un aria escrita.
Lo que mejor sabe Sofía, y lo que le han hecho aprender con el mayor cuidado, son las tareas propias de su sexo, incluso las poco corrientes, como cortar y coser vestidos. No hay trabajo de aguja que no sepa hacerlo bien y con gusto, pero el que prefiere a los demás es el punto de encaje, porque no hay otro que le permita una postura más agradable y que se ejerciten los dedos con más gracia y ligereza. También se ha aplicado a todos los quehaceres del hogar; sabe de cocina y de repostería, el valor de los comestibles, su calidad, lleva, bien las cuentas y hace de ama. Destinada a ser un día madre de familia, gobernando la casa de sus padres aprende a gobernar la suya, puede suplir a los criados, y todo lo hace con agrado. No sabe mandar bien el que no sabe hacer lo que quiere que hagan los otros, y ésta es la razón que tiene su madre para querer que lo aprenda todo. Sofía no va tan allá; su primera obligación es la de hija y la única que por ahora desempeña; no tiene otra idea que la de servir a su madre y aliviarla en parte de sus quehaceres, pues la verdad es que no todos los hace con el mismo gusto. Por ejemplo, aunque le gusta comer bien, no tiene afición a la cocina, aparte de que nunca le parece bastante limpia. En este sentido es de tal delicadeza que casi es uno de sus defectos; antes dejaría que se quemase la comida que mancharse el vestido. Nunca ha querido cuidar el jardín por la misma causa; la tierra le parece muy sucia, y en cuanto ve estiércol, ya cree que lo huele.
Este defecto lo debe a las lecciones de su madre, según la cual una de las primeras obligaciones de la mujer es la limpieza; obligación especial, indispensable, impuesta por la naturaleza. No hay en el mundo nada más repugnante que una mujer sucia, y el marido que la desdeña tiene mucha razón. Ha inculcado tanto a su hija esta obligación desde su niñez, ha exigido tanta limpieza en su persona, en su ropa, en su aposento, en su labor y en su tocador, que convertida en costumbre la ocupa la mayor parte del tiempo, y de tal forma que el hacer bien las cosas es su segundo cuidado: el primero es hacerlas siempre como es debido.
No obstante, todo esto no ha degenerado en vana afectación ni en molicie, ni en un lujo refinado. En su habitación hay siempre el agua limpia, no conoce otro perfume que el de las flores, ni nunca su marido respirará otro más dulce que el de su aliento. Por último, el cuidado que pone en lo exterior no le hace olvidar que debe dedicar su vida y su tiempo a más nobles tareas; ignora o desdeña aquella excesiva limpieza de cuerpo que va en desdoro del ama. Más que limpia, Sofía es pura.
He dicho que Sofía era glotona, pero se propuso ser sobria y ahora lo es por virtud. No son lo mismo las niñas que los niños, los cuales se dejan llevar hasta cierto punto por la gula, una inclinación que puede serles perjudicial y no se les debe permitir. Sofía, cuando pequeña, si entraba en el gabinete de su madre, no siempre salía con el bolsillo vacío, ni se contenía si veía bombones. Su madre la sorprendió, la reprendió, la castigó y la obligó a ayunar. Y consiguió convencerla de que las golosinas echaban a perder la dentadura, y que cuando las niñas comían con exceso, engordaban demasiado. Y se enmendó Sofía, pues a medida que crecía, otras aficiones le hicieron olvidar los dulces. En los hombres, como en las mujeres, en cuanto se despierta el corazón, la gula cesa de ser un vicio dominante. Sofía ha conservado los gustos propios de su sexo, la pastelería y los entremeses, pero muy poco la carne y nunca ha bebido el vino ni licores fuertes, y come de todo con mucha moderación. Le gusta lo bueno y sabe paladearlo, como sabe acomodarse con lo que no lo es, sin que le disguste ni demuestre la menor contrariedad.
Sofía tiene un ingenio agradable sin que sea brillante, y seguro sin que sea profundo; un espíritu que no extraña a nadie porque el que habla con ella lo ve parecido al propio. Siempre sabe cómo agradar a los que la rodean, sin caer en un lenguaje artificioso, conforme a la idea que tenemos de la preparación de las mujeres, debido a que la suya no se ha formado con la lectura, sino con las conversaciones de sus padres, con sus propias reflexiones y con las observaciones que ha hecho sobre el poco mundo que ha visto. Sofía, naturalmente, es alegre; cuando niña era locuela, pero poco a poco su madre la fue corrigiendo, y ha terminado siendo modesta y reservada antes de que llegase a la edad de serlo, y ahora que ha llegado ese tiempo, le es más fácil seguir igual que volver a sus antiguas costumbres. Es gracioso ver que de vez en cuando se reintegra a los atolondramientos de su niñez, pero pronto se recobra, baja los ojos y se sonroja. Lógicamente la época intermedia de las dos edades participa un poco de las dos.
Sofía es sensible en extremo para que pueda conservar una perfecta igualdad temperamental, pero tiene el tacto necesario para que importune con su sensibilidad a los demás pues sólo se perjudica a sí misma. Si dicen una palabra que la disguste, no pone mala cara, pero se le encoge el corazón y trata de desaparecer para ir a llorar. Si en medio de su llanto su padre la llama o su madre le dice una palabra, acude en seguida, riendo y enjugándose los ojos, disimulando su malestar. Tampoco está exenta de caprichos. Su enfado, cuando se la irrita, es vivo, y entonces está propensa a excederse. Pero dadle tiempo para que se recobre, y repara su culpa de una manera que casi la convierte en mérito. Si la castigan, es dócil y sumisa y demuestra que su vergüenza no proviene tanto del castigo como de su yerro. Si no le dicen nada, nunca deja de enmendarse por sí misma, y con tan buena voluntad que no es posible guardarle rencor. Besará el suelo delante del último criado, sin que le cueste el menor trabajo esta humillación, y tan pronto como se la ha perdonado, sus halagos y su alegría demuestran cómo se ha aliviado su corazón. En una palabra, lleva con paciencia las sinrazones de los demás y con satisfacción consigue las suyas. Ésta es la amable índole de su sexo antes de que nosotros lo hayamos pervertido. La mujer está hecha para someterse al hombre, incluso para soportar sus injusticias. Nunca podréis reducir a los muchachos al mismo punto; en ellos se exalta el sentido interior, que se revuelve contra la injusticia, pues la naturaleza no lo formó para tolerarla.
Gravem
Pelidae stomachum cedere nescii.
Sofía tiene religión, pero racional y sencilla, con pocos dogmas y menos prácticas de devoción, o no conociendo otra práctica esencial que la moral, dedica su vida a servir a Dios haciendo el bien. En la instrucción que le han dado sus padres sobre esta materia, la han acostumbrado a una respetuosa sumisión, diciéndole siempre: «Hija mía, estos conocimientos no son para tu edad, pero cuando sea el tiempo, tu marido te instruirá». En lo demás, en lugar de discursearle sobre la piedad, se limitan a predicársela con su ejemplo, y los ejemplos se han grabado en su corazón.
Sofía ama la virtud, y ese amor se ha convertido en su pasión dominante. La ama porque no hay nada tan hermoso como la virtud; la ama porque la virtud constituye la gloria de una mujer, y una mujer virtuosa le parece casi igual a los ángeles; la ama como la única senda de la felicidad, y porque sólo ve miseria, abandono, desdicha, ignominia y oprobio en la vida de una mujer deshonesta; finalmente, la ama como preciosa para su respetable padre y para su tierna y digna madre, quienes no satisfechos con su propia virtud, también quieren estarlo con la de su hija, y la primera felicidad de ésta es la esperanza de hacer felices a sus padres. Todos estos sentimientos le inspiran un entusiasmo que enaltece su alma, y somete sus mezquinas inclinaciones a tan noble pasión. Sofía será casta y honesta hasta su último aliento; se lo juró en la intimidad de su alma, y en una época en que ya sabía lo que cuesta cumplir semejante juramento; lo juró cuando había podido revocar su propósito, si sus sentidos se le hubiesen impuesto.
Sofía no tiene la suerte de ser una amable francesa, fría por temperamento y coqueta por vanidad, que más quiere lucir que agradar, y que busca la diversión y no el deleite. La necesidad de amar es la única que la absorbe, y altera su corazón durante las fiestas; ha perdido su antigua alegría y los juegos la fastidian, y en vez de temer la soledad, la busca; piensa en aquel que puede endulzársela; la importunan los que le son indiferentes, no siente necesidad de adoradores, sino sólo de un enamorado; prefiere más agradar a un solo hombre de bien y agradarle siempre que ver alzarse en su favor el grito de la moda, que dura un día, y el siguiente se ha convertido en escarnio.
El juicio de las mujeres se forma más temprano que el de los hombres; estando a la defensiva casi desde su niñez, y encargadas de un depósito difícil de guardar, necesariamente conocen primero lo bueno y lo malo. Sofía es precoz en todo, porque la lleva su temperamento a serlo, y también enjuicia más pronto que otras jóvenes de su edad. Esto no tiene nada de extraordinario, pues la madurez no es en todas la misma y al mismo tiempo.
Sofía está instruida en las obligaciones y en los derechos de su sexo y del nuestro; sabe los defectos de los hombres y los vicios de las mujeres, así como las cualidades y las virtudes contrarias, y las lleva grabadas en el corazón. No es posible tener una idea más elevada de la mujer honesta que la que ella se ha formado, y no la asusta esa idea, pero todavía piensa con más complacencia en el hombre de bien, en el hombre de mérito; comprende que ella está destinada al hombre, que es digna de él, que le puede devolver la felicidad que de él reciba; sólo hace falta que lo encuentre.
Las mujeres son los jueces naturales del mérito de los hombres, lo mismo que ellos lo son del de las mujeres. Es un derecho recíproco que ni unos ni otros ignoran. Sofía sabe de ese derecho y se sirve de él, pero con la modestia que conviene a su juventud, a su inexperiencia y a su estado; sólo emite juicios sobre las cosas que están a su alcance, y sólo cuando le sirven para deducir alguna máxima útil. Habla de los ausentes con una gran circunspección, y de un modo especial si se trata de mujeres. Piensa que lo que las convierte en murmuradoras y satíricas es el hablar de su sexo y que únicamente son discretas cuando se limitan a hablar del nuestro. Sofía es así. Nunca habla de las mujeres si no es para decir lo bueno que de ellas sabe; ése es un respeto que cree debe a su sexo, y de las que no puede hablar bien, se calla, y la comprenden.
Sofía tiene poco mundo, pero es obsequiosa, atenta y pone gracia en todo lo que hace. Su natural le vale más que el arte que pusiere. Tiene una cierta cortesía muy propia, que no consiste en fórmulas, ni está sujeta a la moda, pero que procede del deseo de agradar, y lo consigue. Ignora los cumplimientos triviales, ni los inventa; no dice que está muy agradecida, que la honran mucho, que no se tomen el trabajo, etc. Se cuida mucho menos de redondear las frases. A una atención, a una cortesía almibarada, corresponde con una cortesía sencilla, o con un simple «Muchas gracias», pero esta expresión en su boca vale más que cualquiera en otra. Ante una atención sincera deja hablar a su corazón, sin que sean cumplidos lo que sale de él. Jamás ha soportado el yugo de los remilgos, como, por ejemplo, apoyarse, al pasar de un salón a otro, en el brazo sexagenario que antes debería ella sostenerlo. Cuando un galancete le ofrece ese impertinente servicio, deja el oficioso brazo en la escalera y en dos saltos llega al salón, diciendo que no le necesita.
No sólo guarda silencio y respeto con las mujeres de mayor edad, sino también con los hombres casados, y más aún con los ancianos; nunca aceptará un puesto más destacado que el de ellos, como no sea por obediencia, y de ser así, se volverá al suyo más inferior en cuanto le sea posible, pues sabe que antes que los derechos del sexo están los de la edad, que tienen en su favor la sabiduría, la cual debe honrarse por encima de todo.
Con los jóvenes de su edad ya es otra cosa; precisa un tono distinto para imponerles respeto, y sabe emplearlo sin dejar el modesto ademán que le conviene. Si ellos son modestos y prudentes, conservará la amable familiaridad de la juventud, sus conversaciones serán graciosas, pero con decencia, y si son serias, querrá que sean útiles; si degeneran en requiebros, las interrumpirá sin rodeos, porque desprecia el necio galanteo por considerarlo como algo que ofende a su sexo. Sabe que el hombre que ella anhela no incurrirá en adulaciones, y no sufre de otro lo que no admitiría de aquél que va creando su imaginación, en el que ve un espíritu altivo y pureza de sentimientos; aquella energía de la virtud que siente en sí misma, es la causa de que oiga con indignación las lisonjas con que pretenden divertirla. No las oye con aparente enojo, sino con un irónico aplauso que sorprende y desconcierta al impertinente. Si un joven almibarado le piropea y exalta con agudeza su hermosura, sus gracias, y aspira a la dicha de agradarle, ella es muy capaz de interrumpirle diciéndole: Caballero, me parece que yo sé mejor que usted todo eso que ve en mí; entonces, si no tiene nada más que decirme, creo que podemos dar por terminada nuestra conversación». Acompañar estas palabras con una sobria cortesía y encontrarse a veinte pasos, para ella es cosa de un momento. Preguntad a vuestros petimetres si es fácil, ante un espíritu tan sensato, lucir su ingenio durante mucho tiempo.
Esto no quiere decir que le disguste verse elogiada si el elogio es sincero y pueda creer que efectivamente piensan lo que le dicen. Para que se crea en el mérito de uno, ese uno debe empezar por demostrarlo. Un homenaje fundado en la estimación puede agradecerlo, pero el galanteo le repugna a Sofía, pues a ella no la conmueven las sutilezas de los necios.
Con un juicio tan equilibrado bajo todos los aspectos en una muchacha de veinte años, Sofía a los quince no será tratada como una niña por sus padres. Tan pronto como le adviertan la primera inquietud de la juventud, tomarán sus medidas antes de que haga progresos, y le irán dando razones tiernas y juiciosas, las propias de su edad y según el carácter, y si éste es como yo me lo imagino, ¿por qué su padre no le ha de hablar más o menos así?
«Ya eres mayor, Sofía, y no has crecido para quedarte siempre en este estado. Queremos que seas feliz, puesto que de tu felicidad depende la nuestra. La felicidad de una honesta joven consiste en hacer la de un hombre de bien; por lo tanto debes pensar en casarte, porque como la suerte de la vida depende del matrimonio, nunca hay tiempo de sobra para pensarlo bien.
»No hay nada más difícil que la elección de un buen marido, si no es la elección de una buena mujer. Tú, Sofía, serás esa mujer rara, serás la gloria de nuestra vida y la felicidad de nuestra vejez, pero por mucho que sea tu mérito, no faltan hombres que todavía tienen más que tú. No hay ninguno que no se sienta honrado con alcanzarte, y hay muchos que te honrarán más a ti. Se trata de encontrar uno que te convenga, de que le conozcas y que te conozca él.
»De tantas condiciones depende la felicidad del matrimonio, que sería una locura pretender reunirlas todas. Primeramente es necesario asegurarse de las que más importan; cuando se encuentran, las demás se corrigen, y cuando faltan, no deben ser causa de amargura. En la tierra no hay una felicidad perfecta, pero la mayor de las desgracias, la que siempre debemos evitar es la de ser desdichados por culpa nuestra.
»Hay conveniencias naturales, hay otras que son por institución y otras que dependen de la opinión. De las dos últimas, los padres son los jueces; los hijos sólo pueden juzgar de la primera. Los matrimonios hechos por la autoridad de los padres, se regulan únicamente por las conveniencias de institución y opinión; no son las personas las que se casan, sino las condiciones y los bienes, pero todo esto puede cambiar; se quedan siempre las personas, y a despecho de la fortuna, por las relaciones personales un matrimonio puede ser feliz o desdichado.
»Tu madre era noble, yo rico, y fueron las únicas condiciones que aconsejaron a nuestros padres nuestro matrimonio. Yo he perdido mis riquezas y ella su nombre; olvidada de su familia, ¿de qué le sirve hoy el haber nacido de noble cuna? En nuestras desgracias la unión de nuestros corazones nos ha consolado de todo; la conformidad de nuestros gustos ha hecho que eligiéramos la soledad; aquí vivimos pobres y felices, siendo el uno para el otro. Sofía, eres nuestro tesoro común; bendecimos al cielo porque nos la ha dado y nos ha quitado lo demás. Mira, hija mía, a dónde nos ha llevado la Providencia; las conveniencias que determinaron nuestra unión han desaparecido, y somos felices por otras, en las que nadie pensó.
»Toca a los esposos el escogerse. Su primer vínculo debe ser el cariño recíproco; sus primeros guías los ojos y los corazones, porque como su primera obligación, cuando están unidos, es amarse, y el amor o desamor no depende de nosotros mismos, esta obligación envuelve necesariamente la otra, que es la de amarse antes de unirse. Éste es el derecho de la naturaleza, que nada puede reprimir; los que con tantas leyes civiles la han apremiado, han atendido más al orden aparente que a la dicha del matrimonio y a las costumbres de los ciudadanos. Ya ves, Sofía, que no te predicamos una moral difícil, la cual tiende a hacerte dueña de ti misma y a que seas tú quien decida al elegir esposo.
»Luego de haberte expuesto las razones que tenemos para dejarte con entera libertad, justo es hablarte también de las que tienes tú para hablar de ella con sensatez. Hija mía, tú eres buena y discreta, tienes rectitud y piedad, posees las condiciones que convienen a la mujer honesta y no te falta belleza, pero eres pobre; si posees bienes más estimables te faltan los que más se cotizan. No aspires, por tanto, a más de lo que puedes alcanzar y regula tu ambición no por tus juicios ni por los nuestros, sino por la opinión de los hombres. Si sólo se tratara de igualdad de mérito, no sé dónde pondría límite a mis esperanzas, pero tú no las encumbres más altas que tu caudal ni te olvides de que éste es muy humilde. Aunque para un hombre digno de ti no sea obstáculo esta desigualdad, lo que él no haga debes hacerlo tú. Sofía debes imitar a tu madre y no entrar en una familia que con ella no se honre. No has visto nuestra opulencia, has nacido durante nuestra pobreza, la has consolado y la has compartido sin que fuese tu desconsuelo. Créeme, Sofía; no busques los bienes por los que bendecimos al cielo por habernos librado de ellos, pues sólo hemos sido felices después de haber perdido la riqueza.
»Eres muy amable para que no tengas un pretendiente, y no es tanta tu pobreza que puedas ser una carga para un hombre de bien. Tal vez te pretendan hombres que no valgan tanto como tú. Si se te muestran a ti tal como son, los apreciarás por lo que valen, y si todo es apariencia no te engañarás mucho tiempo, pero aunque tengas un sano juicio y comprendas los méritos, careces de experiencia e ignoras hasta dónde se pueden empequeñecer los hombres. Un sujeto astuto puede estudiar tus gustos para seducirte y fingirte las virtudes de que carezca. Te perdería, Sofía, antes de que lo conocieses, y sólo verías tu error para llorar. Los sentidos son el lazo más peligroso, el único que no puede prever el buen juicio; sólo verás fantásticas ilusiones, tus ojos quedarán deslumbrados, quedará mediatizada tu voluntad, amarás hasta tu propio error, y aun cuando llegares a comprenderlo no querrás salir de él si tienes la desdicha de caer en sus redes. Hija mía, a la razón de Sofía te entrego, no a las inclinaciones de su corazón. Mientras no tengas inclinación hacia ningún hombre, que seas tú misma tu propio juez, pero tan pronto como estés enamorada, concede a tu madre el cuidado de vigilarte.
»Te propongo un acuerdo entre nosotros que restablece el orden natural y te demostrará nuestro cariño. Los padres le eligen el esposo a su hija, y sólo la consultan por simple fórmula, pues ésa es la costumbre. Pero nosotros haremos lo contrario: tú escogerás y seremos nosotros los consultados. Haz uso de tu derecho con libertad y discreción. Tú debes elegir el esposo que te convenga consultándonos a nosotros, pero a nosotros nos toca juzgar si te engañas acerca de las conveniencias y si haces, sin saberlo, algo distinto de lo que te conviene. En nuestros argumentos no tendrán parte ni el nacimiento, ni los bienes, ni la jerarquía, ni la opinión. Elige a un hombre de bien cuyo físico te agrade y cuyo carácter te convenga, pues sea quien fuere, lo aceptamos por yerno. Siempre tendrá el caudal suficiente, si tiene buenas costumbres y ama a su familia, y siempre ilustración suficiente si le ennoblece la virtud. ¿Qué importa que el mundo nos censure? No aspiramos a la aprobación pública; tenemos bastante con tu felicidad».
No sé, lectores, cuál sería el efecto producido por este razonamiento en las muchachas educadas con vuestro sistema. En lo que se refiere a Sofía no podrá responder con palabras, porque el rubor y la ternura no la dejarán hablar, pero estoy seguro de que en su corazón quedará grabado para el resto de su vida, y que si podemos contar con alguna resolución humana, será con la que la hará ser digna de la estimación de sus padres.
Pongámonos en el peor de los casos y démosle un temperamento ardiente que le haga penosa una larga espera, y digo que su juicio, sus conocimientos, su sano gusto, su delicadeza, y más que todo, los sentimientos que desde su niñez han inculcado en su corazón, opondrán tal obstáculo a los ímpetus de los sentidos que serán suficientes para vencerlos, o para resistirlos durante mucho tiempo. Antes. morirá mártir que afligir a los padres, casándose con un hombre sin merecerla y exponerse a las desgracias de un matrimonio desigual. La misma libertad que le ha dado da una nueva elevación a su espíritu, y la hace más escrupulosa para la elección de un dueño. Con el temperamento de una italiana y la sensibilidad de una inglesa, tiene, para poner freno a su corazón y a sus sentidos, la altivez de una española, la cual, aunque busque un amante, difícilmente encuentra uno que le parezca digno de ella.
No todo el mundo tiene facilidad para comprender lo que el amor a lo honesto enriquece el alma, y la fuerza que puede encontrar en sí el que sinceramente quiere ser virtuoso. Hay gentes a quienes todo lo que es grande les parece fantástico, y quienes con su vil y baja razón jamás conocerán lo que con las pasiones humanas puede la misma locura de la virtud. A éstos sólo se les ha de hablar con ejemplos, y si se obstinan en negarlos, peor para ellos. Si yo les dijera que Sofía no es un ser imaginario, que sólo su nombre es invención mía, que realmente ha existido con su educación, su carácter y sus costumbres, y hasta su figura, y que su memoria todavía cuesta lágrimas a una familia honrada, sin duda no lo creerían, pero ¿qué es lo que aventuro en concluir sin rodeos la historia de una joven tan parecida a Sofía, que pudiera la de ésta ser la suya sin que debiesen extrañarlo? Si la creen verdadera o no, importa muy poco; para ellos habré contado ficciones, pero siempre habré explicado mi método y llegaré al fin que me he propuesto.
Esta joven, con el temperamento que he atribuido a Sofía, tenía todas las demás condiciones que la podían hacer merecedora de este nombre, y así se lo dejo. Después de la conversación que he referido, viendo su padre y su madre que no se presentarían partidos en el pueblo donde vivían, la enviaron a pasar un invierno en la ciudad, en casa de una tía a quien secretamente informaron del motivo del viaje, porque la altiva Sofía tema innata la noble arrogancia de saber triunfar de sí misma, y por más que necesitaba un marido, antes moriría doncella que ir a buscarlo ella.
Siguiendo la intención de sus padres, su tía la presentó en varias casas, la llevó a diversos círculos y bailes, la enseñó al mundo, o la mostró en él, pues Sofía no se interesaba por aquel frenesí. Se observó, no obstante, que no se apartaba de los jóvenes de agradable presencia y que parecían decentes y modestos. En su mismo recato poseía cierto arte para atraerlos, un poco parecido a la coquetería, pero después de hablar dos o tres veces con ellos, se cansaba. Pronto, a aquel aspecto de autoridad con que parecía admitir los homenajes, lo sustituye una conversación más simple y una cortesía más fría. Siempre atenta a sí misma, no les dejaba ocasión para ofrecerle el más leve servicio, lo que era decirles que no quería ser su dama.
Los corazones sensibles jamás han gustado de las diversiones ruidosas, vana y estéril felicidad de las personas que nada sienten y que creen gozar de la vida porque están aturdidos. No encontrando Sofía lo que buscaba, ni esperando encontrarlo, se aburrió de la ciudad. Amaba tiernamente a sus padres y no había nada que se los hiciese olvidar; se volvió, pues, mucho tiempo antes del término señalado para su regreso.
Apenas hubo reanudado sus quehaceres en casa de sus padres, se observó que, aun siguiendo la misma conducta, había cambiado su carácter. Incurría en olvidos y en impaciencias y se escondía para llorar. Al principio creyeron que estaba enamorada y que no se atrevía a confesarlo; se lo preguntaron, y lo negó, asegurando que ninguno había impresionado su corazón, y Sofía no mentía.
Cada día era mayor su abatimiento, y su salud empezaba a alterarse. Su madre, asustada con el cambio, quiso averiguar la causa y la llamó a solas, recurriendo a aquel cariño que sólo la ternura maternal sabe emplear: «Hija mía, tú, a quien tuve en mis entrañas y sigues siempre en mi corazón, confía los secretos del tuyo a tu madre. ¿Cuáles son esos secretos que tu madre no puede saber? ¿Quién se duele de tus quebrantos, quién los sufre y quiere aliviarlos, si no es tu padre y yo? Hija mía, ¿quieres que me mate tu pesar sin saber cuál es?».
Lejos de esconder sus sentimientos a su madre, ella no deseaba otra cosa que tenerla por confidente y que la consolase, pero la vergüenza le impedía hablar, y su modestia no hallaba expresiones que describieran un estado tan indigno de ella como la emoción que a pesar suyo agitaba sus sentidos. Por último, sirviendo su propia vergüenza de indicio a su madre, le sacó su dolorosa confesión. Lejos de afligirla con reprensiones injustas, la consoló, la compadeció y lloró con ella, pues era demasiado sensata para recriminarle una dolencia que sólo su virtud hacía que fuese tan cruel. Pero ¿por qué, sin necesidad, soportaba un dolor que tan legítimo y fácil remedio tenía? ¿Por qué no hacía uso de la libertad que le habían dado? ¿Por qué no aceptaba un marido? ¿Por qué no lo escogía? ¿No sabía que era dueña de su suerte y que cualquiera que fuese su elección, sería confirmada, pues tenía que ser honesta? La habían enviado a la ciudad y no quiso seguir en ella, se le habían presentado pretendientes y los rechazó a todos. Pues, ¿qué era lo que esperaba? ¿Qué quería? ¡Qué contradicción tan inexplicable!
La contestación era muy sencilla. Si no se tratase de otra cosa que de un alivio para la juventud, pronto se haría la elección, pero no es tan fácil escoger un dueño para toda la vida, y no siendo posible la separación de estas dos elecciones, es indispensable esperar y a veces dejar que se vaya la juventud antes de encontrar el hombre con quien se quiere unir. Ésta era la situación de Sofía; necesitaba un amante, pero este amante había de ser un marido, y para un corazón como el suyo, era casi tan difícil hallar lo uno como lo otro. Todos esos jóvenes tan brillantes sólo coincidían con ella en la edad, pero siempre les faltaban las otras coincidencias; la superficialidad de su espíritu, su vanidad, su palabrería, sus desarregladas costumbres, sus frivolidades le repugnaban. Ella buscaba a un hombre y sólo hallaba muñecos, buscaba un alma y no la encontraba.
«¡Qué desgraciada soy! —le decía a su madre—. Necesito querer y no veo quién me satisfaga. Mi corazón repele a los que atraen mis sentidos. No veo uno que no excite mis deseos y ni uno que no los refrene; el gusto sin la estimación no puede ser duradero». No es ese el hombre que Sofía necesita. Tiene grabado el modelo que la seduce en el fondo de su corazón. A él solo puede amar y hacer dichoso, y sólo con él puede serlo ella. Prefiere consumirse y sufrir continuamente, morir desgraciada y libre antes que vivir desesperada al lado de un hombre al que no le quiere y a quien haría desgraciado; es preferible morir que vivir sólo para padecer.
Su madre, asombrada de estas rarezas, le parecieron tan extravagantes que sospechó que encerraban algún misterio. Sofía no era cursi ni amiga de fingimientos. ¿Cómo había podido adoptar esa excesiva delicadeza a quien desde su niñez nada le habían inculcado tanto como el deber de habituarse al trato de los hombres, con uno de los cuales tenía que vivir y hacer de la necesidad una virtud? Este modelo del hombre amable que tanto la embelesaba y tanto repetía en sus conversaciones, hizo sospechar a su madre que el mal tenía otro fundamento que ella ignoraba y que Sofía no se lo había dicho todo. La infeliz, abrumada con su secreta pena, sólo procuraba desahogarse. Ante el acoso de su madre, titubeó, y luego salió sin decir una palabra; y volvió en seguida con un libro en la mano. «Compadeced a vuestra desdichada hija; su tristeza es irremediable, y su llanto no puede agotarse. ¿Queréis, madre, saber la causa? Vedla aquí», dijo, y arrojó el libro sobre la mesa. Lo coge su madre y lo abre: Aventuras de Telémaco. De momento no adivina este enigma, pero después de muchas preguntas y ambiguas respuestas, ve con abrumadora sorpresa que su hija es la rival de Eucaris.
Sofía amaba a Telémaco y lo amaba con tal pasión, que nada la pudo curar. Cuando sus padres conocieron su desvarío, se rieron de ella y quisieron vencerlo con razones, pero estaban equivocados, pues la razón no estaba totalmente de su parte. Sofía tenía la suya y sabía defenderla. ¡Cuántas veces los hizo callar valiéndose de sus propios argumentos, haciéndoles ver que ellos eran la causa de su daño por no haberla moldeado para un hombre de su tiempo, siendo necesario que ella adoptase la forma de pensar de su marido o que éste admitiese el suyo, que el primer medio se lo habían imposibilitado por el modo como la habían educado y el otro era precisamente el que ella buscaba! «Dadme un hombre que coincida con mis apreciaciones, o que yo se las pueda contagiar; y me caso al instante, pero ahora, ¿por qué me reñís? Compadecedme, porque soy una desdichada y no una loca. ¿El corazón se halla sometido a la voluntad? ¿No lo ha dicho así mi padre? ¿Es culpa mía si amo lo que no existe? No soy una ilusa, pues no pretendo a un príncipe, ni busco a Telémaco, porque sé muy bien que es una ficción, pero busco a uno que se le parezca. ¿Y por qué no ha de poder existir si existo yo, con un corazón tan parecido al suyo? No, no deshonremos de este modo a la humanidad; no pensemos que sea ilusión un hombre virtuoso y amable. Existe y quizá busca un alma que sepa amarle. Pero ¿quién es?, ¿dónde está? No lo sé; no es ninguno de los que yo he visto, tal vez ninguno de los que me quedan por ver. ¡Y, madre mía! ¿Por qué habéis pintado la virtud tan amable? La culpa es más vuestra que mía si sólo soy capaz de amar esa virtud».
¿Continuaré hasta su desenlace esta triste narración? ¿Diré los frecuentes debates que la precedieron? ¿Representaré a una madre impaciente que convierte en rigores sus primeros halagos? ¿Mostraré a un padre enojado, que olvidando sus primeras promesas trata de loca a la más virtuosa de las hijas? Por último, ¿pintaré a la desventurada, más apegada a su fantasía con la persecución que por ella padece, caminando lentamente hacia la muerte, y descendiendo a la tumba cuando creen llevarla al tálamo nupcial? No; desviemos estos fúnebres objetos. No es necesario avanzar tanto para hacer ver con un ejemplo bastante exacto, según creo, que, no obstante, las preocupaciones debidas a las costumbres del siglo, no es más ajeno de las mujeres que de los hombres el entusiasmo por lo decente y lo hermoso, y que bajo la dirección de la naturaleza, nada hay que ni ellas ni nosotros no podamos alcanzarlo.
Que se me ataje aquí y se me pregunte si es la naturaleza quién ordena que pongamos tantos afanes para reprimir los deseos inmoderados. Yo os contesto que no, pero tampoco es la naturaleza quien nos despierta tantos deseos de esa clase. Sin embargo, todo lo que no es de la naturaleza es contrario a ella, y esto lo he probado ya mil veces.
Restituyamos su Sofía a nuestro Emilio; volvamos a la vida a esta amable doncella para ofrecerle una imaginación más moderada y un destino más venturoso. Mi voluntad era la de pintar a una mujer común, y, a costa de elevar su alma, he terminado perturbando su razón, y hasta yo mismo me he extraviado. Retrocedamos. Sofía no posee más que una buena índole con un alma común; todas las otras ventajas sobre las demás mujeres son producto de su educación.
En este libro me he propuesto decir lo que es posible hacer, dejando a la elección de cada uno aquello que está a su alcance de todo lo que de bueno puedo haber dicho. Al principio había pensado crear de antemano la compañera de Emilio y educarlos el uno para el otro, pero habiéndolo pensado mejor, me he dado cuenta de que todas estas disposiciones demasiado prematuras eran mal entendidas, y que el destinar a dos niños para que se unieran antes de poder saber si esta unión estaba en el orden de la naturaleza y si tendrían las convenientes relaciones entre sí para formarla, era un absurdo. No se debe confundir lo que es propio del estado natural con lo que lo es del estado civil. En el primero, todas las mujeres convienen a todos los hombres, porque unas y otros sólo tienen su forma común y primitiva; en el segundo, desarrollado cada carácter por las instituciones sociales, y habiendo recibido cada espíritu su forma propia y determinada, no sólo de la educación, sino del bien o mal ordenado concierto de la índole y la educación, es imposible unirlos como no sea presentando el uno al otro, para ver si bajo todos los aspectos se convienen, o preferir la elección que mayores afinidades ofrece.
El mal está en que al desarrollarse los caracteres, el estado social distingue las jerarquías, y no siendo uno de estos órdenes semejante al otro, cuanto más se distinguen las condiciones, más se confunden los caracteres. De aquí los matrimonios desiguales y todos sus desórdenes, donde se ve, por una consecuencia evidente, que a medida que se alteran los sentimientos naturales, cuanto mayor es la diferencia entre los grandes y los pequeños, más se afloja el vínculo conyugal; cuanto más ricos o pobres, menos maridos y padres hay. Ni el amo ni el criado tienen familia; cada uno de ellos sólo pende de su estado.
¿Queréis atajar los abusos y hacer matrimonios felices? Sofocad las preocupaciones, relegad al olvido las instituciones humanas y consultad a la naturaleza. No queráis unir a dos personas que sólo se convienen por una determinada condición y que al cambiar esa condición ya no se convendrán, sino personas que se convengan en cualquier situación, en cualquier país y en cualquier clase a que puedan llegar. No digo que sean indiferentes en el matrimonio los intereses, pero sí es más poderoso el influjo de las relaciones naturales que el de las conveniencias, pues él solo decide del destino de la vida, y existe tal afinidad de gustos, genios, sentimientos y caracteres, que debería persuadir a un padre sensato, aunque fuera un noble o un monarca, de dar a su hijo la doncella que tuviera esas semejanzas con él, aunque fuese hija de un mendigo o hubiese nacido en un hogar de dudosa rectitud. Afirmo, sí, que aunque todas las desgracias imaginables cayesen sobre esposos estrechamente unidos, disfrutarían más felicidad verdadera llorando juntos que las que tendrían con todas las fortunas de la tierra si las envenenase la desunión de sus corazones.
Así, en vez de destinar desde la niñez una esposa a mi Emilio, he preferido esperar a saber la que mejor le conviene. No soy yo quien fijó este destino, sino la naturaleza; mi objetivo no es el de su padre, porque cuando me confió a su hijo me hizo cesión de su derecho, y al sustituirlo con el mío, yo soy el verdadero padre de Emilio, yo soy quien lo ha hecho hombre. Me habría negado a educarle si no me hubiera dejado ser el dueño de casarle a su gusto, que es decir el mío. Sólo con la satisfacción de hacerle dichoso se ve uno recompensado de los afanes que cuesta el conseguir que lo sea.
No penséis tampoco que para encontrar la esposa de Emilio he esperado que me encargara de buscársela. Esta fingida pesquisa sólo ha sido un pretexto para hacerle conocer a las mujeres y comprendiese el valor de la que le conviene. Hace mucho tiempo que Sofía está ahí, y quizá Emilio ya la ha visto, pero no la conocerá hasta que llegue el tiempo oportuno.
Aunque para el matrimonio no se precise la igualdad de condiciones, cuando son semejantes, proporciona un nuevo valor; ninguna es el contrapeso de otra, pero inclina la balanza cuando está en el fiel.
Un hombre no puede, si no se trata de un monarca, buscar mujeres en todos los estados, porque las preocupaciones que él no tenga las encontrará en los demás, y aunque cierta joven le conviniese, no por eso la alcanzaría. Hay, pues, máximas de prudencia que deben limitar las pretensiones de un padre juicioso; su alumno no debe pretender un establecimiento superior a la clase a que pertenece, pues eso no depende de él, y aun cuando dependiese, no debería desearlo, porque, ¿qué le importa al joven, o por lo menos al mío, la condición social? No obstante, si sube de rango, se expone a mil males reales que no dejará de sufrir durante su vida. También digo que no ha de querer bienes de naturaleza distinta, como la nobleza y el dinero, pues cada uno de ellos da menos realce al otro por el que suspira, y, además, nunca hay avenencia en la valoración común, y porque la preferencia que cada uno da a lo que aporta, prepara la discordia entre las dos familias, y muchas veces entre los esposos.
Es una cosa muy distinta también para el orden matrimonial el que un hombre se case con una mujer superior o inferior a él; lo primero es totalmente contrario a la razón, y lo segundo tiene mayor conformidad con ella. Como la familia se relaciona con la sociedad por su jefe, él es quien rige a la familia. Cuando se casa con una mujer de clase inferior, no se rebaja él, sino que encumbra a su esposa; por el contrario, cuando su mujer es superior a él, la rebaja sin encumbrarse. De tal modo, que en el primero de los casos resulta un bien sin mal, y en el segundo un mal sin bien. El orden de la naturaleza también quiere que la mujer obedezca al hombre; por lo tanto, cuando la escoge de un orden inferior, el orden natural y el civil están en concordancia y todo está bien, pero ocurre lo contrario cuando ella es de una clase superior, pues el hombre se condena a renunciar a sus derechos o a la gratitud, y ser ingrato o despreciado. Entonces la mujer, apropiándose la autoridad, se convierte en tirana de su dueño, y convertido en esclavo, el marido se encuentra reducido a la más ridícula y miserable de las criaturas. Tal son los desventurados válidos que honran y atormentan, haciéndolos sus favoritos, los reyes de Asia, y quienes para acostarse con sus mujeres se meten en la cama por el extremo opuesto.
Sin duda, muchos lectores, viendo que doy a la mujer un talento natural para gobernar al hombre, me van a acusar de contradicción, y se engañarán. Hay una gran diferencia entre arrogarse el derecho de mandar a gobernar al que manda. El imperio de la mujer es un imperio de dulzura, de habilidad y condescendencia; sus órdenes son los halagos y sus amenazas los llantos. Debe reinar en casa como un ministro en la nación, procurando que le manden lo que quiere hacer. En este sentido, es constante que los mejores matrimonios son aquéllos en los cuales la mujer tiene más autoridad. Pero cuando desconoce la voz de su dueño, cuando quiere usurpar sus derechos y mandar ella, sólo miseria, escándalo e indignidad resultan de este desorden.
El hombre puede elegir entre las iguales y las inferiores a él, y aún debe hacerse una restricción en lo que se refiere a las últimas, pues es muy difícil hallar entre el bajo pueblo una mujer capaz de hacer feliz a un hombre honrado, y no porque haya más vicios en las clases humildes que en las elevadas, sino porque tiene un precario concepto de lo que es hermoso y decente, y porque la injusticia de los demás estados hace que el suyo tenga como gustos sus mismos vicios.
Naturalmente que el hombre piensa poco. El pensar es un arte que se aprende al igual que los demás, pero con mayor dificultad. Sólo conozco dos clases distintas en ambos sexos: las personas que piensan y las que no piensan; esta diferencia proviene casi de la educación. Un hombre de la primera de estas dos clases no debe casarse con una mujer de la otra, debido a que falta el mayor encanto de la sociedad cuando estando en posesión de una mujer se ve obligado a pensar solo. Las personas que pasan la vida trabajando para vivir, carecen de otra idea que la de su trabajo o su interés, y su espíritu se concentra en sus brazos. Esta ignorancia no causa ningún perjuicio a la probidad ni a las sanas costumbres, e incluso puede contribuir a ellas; muchas veces uno se habitúa a sus obligaciones de tanto pensar en ellas, y termina dejando que la fantasía sustituya a la realidad. El más ilustrado de los filósofos es la conciencia; no necesita saber los Oficios, de Cicerón, para ser un hombre de bien, y tal vez la mujer más honesta del mundo no sabe casi qué es honestidad. No por eso es menos verdad que sólo un entendimiento cultivado hace agradable el trato, y que para un padre de familia es muy triste verse obligado a encerrarse dentro de sí mismo, sin poder ser entendido por nadie de su familia.
Por otra parte, ¿cómo ha de educar a sus hijos una mujer que no tiene la costumbre de reflexionar? ¿Cómo les ha de hacer comprender lo que les conviene? ¿Cómo los ha de preparar para las virtudes que no conoce y para el mérito del que no tiene ninguna idea? No sabrá hacer más que halagarlos o amenazarlos, hacer que sean insolentes o timoratos; los hará tontos o pillos, pero nunca espíritus sanos y criaturas amables.
No le conviene, pues, al hombre educado casarse con una mujer sin educación, ni que sea de una clase muy distante de la suya. Pero aún preferiría cien veces más a una muchacha sencilla y con una educación tosca que a una sabelotodo que compondría en su hogar un tribunal de literatura, del que ella sería su presidenta. Una mujer de esta especie es el azote de su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados y de todo el mundo. Desde la sublime elevación de su genio, mira con desprecio todas las obligaciones de mujer y siempre empieza por hacerse hombre. Fuera de casa es ridícula y criticada con mucha razón, porque tiene que serlo quienquiera que se sale de su estado y no está destinado para el que quiere prohijar. Todas esas mujeres de gran talento sólo engañan a los necios. Se sabe siempre cuál es el artista o el mago que lleva la pluma o el pincel cuando trabajan, y cuál es el discreto letrado que secretamente les dicta sus oráculos. Todo ese charlatanismo es indigno de una mujer honesta, y aun cuando fuese poseedora de un talento verdadero, la envilecería su presunción. Ser ignorada es su dignidad; su gloria se funde en la estimación de su marido, y sus alegrías están en la dicha de la familia. Lector, sed sincero: decidnos qué es la mejor idea de una mujer, si cuando entráis en su gabinete y hace que os acerquéis a ella con más respeto el verla ocupada en las tareas de su sexo, en los cuidados caseros, arreglando la ropa de sus hijos, o cuando la encontráis en su tocador componiendo versos, rodeada de folletos de varias clases y de tarjetas de todos los colores. Cuando no haya en la tierra más que hombres de juicio, ninguna soltera literata hallará marido en toda su vida.
Quaeris cur nolim te ducere, Galla? Diserta es.
Después de estas consideraciones viene la de la figura, que es la primera que se nota, y la última que debe hacerse, pero todavía se debe apreciar en algo. Me parece que la mucha hermosura debe rehuirse antes que desearla en el matrimonio. La belleza, con la posesión, se gasta pronto; al cabo de seis semanas ya no es nada para el poseedor, pero sus peligros duran tanto como ella. A menos que una mujer hermosa sea un ángel, su marido es el más desventurado de los hombres, y aunque ella sea un ángel, ¿cómo podrá evitar que su marido esté siempre rodeado de adversarios? Si la suma fealdad no fuese repugnante, yo la preferiría a la suma belleza, pues al cabo de poco tiempo son nulas para el marido la una y la otra. La belleza es un inconveniente y la fealdad una ventaja, pero la mayor desdicha es la que produce una beldad que cause repugnancia; lejos de borrarse ese sentimiento, aumenta sin cesar y llega a convertirse en odio. Un matrimonio semejante es un infierno; más valdría morir que vivir así.
En todo debéis desear la medianía, lo mismo que con la belleza. Es preferible una figura que agrade y conquiste el espíritu e inspire más benevolencia, pues no asusta al marido y sus virtudes redundan en provecho común. Las gracias no se gastan como hace la belleza, poseen vida, se renuevan continuamente, y al cabo de treinta años de matrimonio, una honesta mujer llena de gracia agrada a su marido lo mismo que el primer día.
Éstas son las reflexiones que me han determinado para la elección de Sofía. Alumna de la naturaleza, como Emilio, es más a propósito para él que ninguna otra; será la mujer del hombre. Ella le es igual en mérito y en cuna, y sólo en fortuna le es inferior.
A primera vista no seduce, pero cada día gusta más. Sus dotes atractivos aumentan gradualmente, sólo se manifiestan en la intimidad del trato, y más que nadie los reconocerá su marido. Su educación no es brillante ni descuidada, tiene un gusto sano sin cultivo, talento sin arte y juicio sin conocimientos. Su entendimiento ignora, pero es apto para aprender; es una tierra bien abonada que sólo espera la semilla para fructificar. No ha leído otros libros que las aventuras de Telémaco, que por azar cayó en sus manos, pero ¿tiene el corazón insensible y el alma sin delicadeza una muchacha capaz de apasionarse por Telémaco? ¡Oh, la amable ignorancia! ¡Qué venturoso el que está destinado a instruirla! No será profesora de su marido, sino su discípula, y lejos de quererlo atar a sus gustos, se acostumbrará a los de él. Éste la preferirá a que estuviese instruida, porque así tendrá la satisfacción de enseñárselo todo. Ha llegado ya el tiempo de que se vean; intentemos que se acerquen el uno al otro.
Salimos de París tristes y pensativos. Este lugar de charlatanes no es nuestro centro. Emilio vuelve una desdeñosa mirada hacia esta populosa villa, y dice con despecho: «¡Cuántos días perdidos en inútiles pesquisas! No, no es aquí donde reside la esposa de mi corazón». «Amigo mío, bien lo sabíais, pero os importa poco mi tiempo y mis males no os duelen». Le miró fijamente y añado: «Emilio, ¿creéis lo que decís?». Al momento se cuelga de mi cuello y me estrecha en sus brazos sin responderme. Siempre ha sido ésta su respuesta cuando ha obrado mal.
Ya estamos en el campo como verdaderos caballeros andantes, no buscando, como ellos, aventuras, pues huimos de ellas al abandonar la ciudad, pero imitando su andar errante, desigual, andando de prisa y a veces despacio. Constante en seguir mi método, ya se habrá saturado de su espíritu el lector, y espero que no haya ninguno que suponga que vamos en una silla de posta, bien cerrada y abrigada, sin ver ni observar nada, desde nuestra partida al sitio de llegada, y con nuestro rápido andar perdiendo el tiempo creyendo ganarlo.
Dicen los hombres que la vida es corta, y observo que se toman un gran empeño en acortarla. No sabiendo en qué emplear el tiempo, se quejan de su rapidez y yo veo que en lo que lo emplean corre con demasiada lentitud. Absortos siempre por lo que desean alcanzar, ven con pesadumbre el intervalo que los detiene; uno quisiera estar en el día de mañana, otro en el mes próximo, otro diez años más tarde, y ninguno quiere vivir hoy ni está satisfecho con la hora presente, y todos encuentran que el tiempo es demasiado lento. Al quejarse de que el tiempo corre muy rápido, mienten, ya que pagarán la facultad de acelerarle con gusto; gustosamente emplearán su caudal en consumir la vida entera, y tal vez no exista uno que no hubiera limitado sus años a cortísimas horas si a satisfacción de su tedio hubiera podido quitar de ellos las que para él eran penosas, o a gusto de su impaciencia las que le desviaban del ansiado instante. Hay quien pasa la mitad de su vida viajando de la ciudad al campo, del campo a la ciudad, y de un barrio a otro, que no sabría que hacerse con sus horas si de este modo no hubiera encontrado la forma de perderlas, y que se desvía expresamente de sus asuntos para buscar otros, que cree que gana el tiempo que en ellos gasta de más, y que no sabría de ningún otro en qué emplearle, o bien corre por correr, y viene en posta, sin otra finalidad que la de volverse como vino. ¡Mortales! ¿No dejaréis de calumniar a la naturaleza? ¿Por qué os quejáis de que es corta la vida si no lo es tanto como deseáis? Si uno de vosotros supiera frenar lo suficiente sus deseos para no anhelar nunca que pasase el tiempo, podéis estar seguros de que ése no la tendría por corta; vivir y gozar serían una misma cosa para él, y, aunque hubiese de morir joven, siempre habría vivido llenando sus días.
Aun cuando mi método no tuviese otra ventaja que ésta, sólo por ella debería ser preferido a cualquier otro. Yo no he educado a mi Emilio para desear ni para sufrir, sino para disfrutar, y cuando extiende sus deseos más allá de lo presente, nunca es con un ardor tan impetuoso que le amargue la lentitud del tiempo. No sólo gozará del placer de desear, sino del de acercarse al objeto deseado, y sus pasiones son moderadas de tal forma que siempre está más donde se encuentra que adónde irá. De esta forma no viajamos como postillones, sino como viajeros; no sólo pensamos en llegar, sino en la distancia que recorremos. El mismo viaje es una diversión para nosotros; no lo hacemos con resignación, y como encerrados en una jaula, ni con la indiferencia y el abandono de las mujeres. No nos privamos del cielo, ni de lo que nos rodea, ni de contemplarlo todo a nuestro antojo. Emilio nunca se metió en un coche ni cogió la posta si no tenía prisa. ¿Y qué es lo que puede dar prisa a Emilio? Sólo una cosa: gozar de la vida. ¿Añadiré hacer bien cuando pueda? No, porque eso también es disfrutar de la vida.
Un solo modo concibo de viajar más agradablemente que a caballo, y es ir a pie. Uno sale cuando quiere, se para cuando se le antoja, anda mientras le apetece. Observa el país, ahora a la izquierda y luego a la derecha, mira lo que le interesa, se detiene donde el paisaje le gusta. Si veo un río, sigo su corriente; si un espeso bosque, disfruto de su sombra; si una gruta, la visito; si una cantera, observo los minerales. Donde me divierto me paro, y en cuanto me aburro, me voy. No dependo ni de caballos ni de postillón; no necesito atajos ni caminos fáciles; por donde puede pasar un hombre, paso yo; todo lo que puede ver un hombre, lo veo yo, y dependiendo sólo de mí mismo, disfruto de la mayor libertad. Si me detiene el mal tiempo y me canso de esperar, pido caballos. Si estoy cansado… Pero Emilio se cansa poco, pues es fuerte; ¿y por qué se ha de cansar? Nadie le da prisa. Si se detiene, ¿cómo se ha de aburrir? Adonde vaya lleva lo necesario para divertirse. Entra en casa de un maestro, trabaja, ejercita los brazos y le descansan los pies.
Viajar a pie es viajar como Tales, Platón y Pitágoras. Apenas puedo comprender cómo un filósofo viaja de otro modo, y sin ver las riquezas que tiene a sus plantas y que la prodiga la naturaleza. ¿Quién, quien sea, algo aficionado a la agricultura, no desea conocer las producciones propias de la comarca que atraviesa y el modo de cultivarlas? ¿Quién que tenga inclinación por la historia natural puede pasar por un terreno sin examinarlo, ver una roca sin descantillarla, montes sin herborizar, pedregales sin buscar fósiles? Vuestros filósofos de estrado estudian la historia natural en gabinetes; entienden de esto y de lo otro y no tienen la menor idea de la naturaleza. Pero el gabinete de Emilio es más rico que el de los reyes, porque es el mundo entero. Cada cosa está en su lugar; el naturalista que cuida de él lo tiene todo colocado en perfecto orden.
¡Cuántos placeres diferentes se reúnen con ese agradable modo de viajar! Sin contar que se fortalece la salud y el buen humor es mejor cada vez. Siempre he visto que los que viajaban en buenos y cómodos coches iban pensativos, tristes, regañones y nerviosos, y los que van a pie siempre alegres, ágiles y satisfechos… ¡Cómo se ensancha el corazón cuando se llega a la posada! ¡Qué sabrosa es la vulgar comida! ¡Con qué satisfacción se sienta uno a la mesa! ¡Qué bien se duerme en un duro lecho! El que sólo quiere llegar, puede correr a la posta, pero el que quiere viajar, debe ir a pie.
Si antes de andar cincuenta leguas de la forma que me imagino, no está olvidada Sofía, es que tengo muy poca habilidad o Emilio carece de curiosidad, pues con tantos conocimientos elementales es difícil que desee adquirir otros. A medida que se van haciendo progresos en la instrucción, la curiosidad va creciendo, y él sabe lo suficiente para sentir deseos de aprender. No obstante, un objeto es atraído por el otro, y siempre vamos adelante. He señalado un término distante en nuestro primer viaje, y el pretexto es irreprochable, pues quien sale a buscar mujer, tiene que hacer mucho camino.
Un día, después de habernos internado en una comarca montuosa, donde no se distinguía ningún camino, no supimos hallar el nuestro. Pero eso poco importa, pues con que se llegue, todos los caminos son buenos, pero hay que llegar a algún sitio cuando el hambre aprieta. Afortunadamente, encontramos a un campesino que nos llevó a su choza y comimos con el mejor apetito su frugal menestra. Viéndonos tan fatigados y tan hambrientos, nos dijo: Si Dios les hubiera guiado al otro lado de la colina, habrían sido mejor recibidos, habrían encontrado una casa acomodada… con personas caritativas…, con muy buena gente… No tienen un corazón mejor que el mío, pero son más ricos, aunque dicen que en otro tiempo lo habían sido más. No les falta nada, gracias a Dios, y todo el país se beneficia de lo que les queda».
Al oír las palabras buena gente», el corazón de Emilio se alboroza. Amigo mío —dice, mirándome—, vamos a esa casa a cuyos amos bendice la vecindad; me gustaría verlos, y tal vez a ellos también les agrade vernos. Estoy seguro de que seremos bien recibidos; si son de los nuestros, seremos de los suyos».
Sabido el camino de la casa, seguimos vagando por los bosques, y poco después nos detuvo la lluvia que arreciaba y no podíamos seguir adelante, pero al fin salimos del apuro y al anochecer llegamos a la casa indicada. Solitaria, cerca de una aldea, aunque sencilla, tiene cierta apariencia. Llamamos y pedimos hospitalidad; nos llevan a hablar con el dueño, quien nos hace preguntas corteses, y sin decirle el motivo de nuestro viaje, le explicamos el rodeo que dimos. De su pasada opulencia le queda la facilidad de conocer las personas por sus modales, y cualquiera que haya vivido mucho pocas veces se engaña en ese aspecto. El resultado es que nos admiten.
Nos enseñan una habitación muy pequeña, pero limpia y cómoda; encienden unos leños en el hogar, nos ponen sábanas limpias y todo lo que necesitamos. «Parece que nos estaban esperando —dice Emilio, asombrado—. Tenía razón el campesino. ¡Qué bondad y cuánta previsión! Y con gente desconocida. Me parece que estoy en los tiempos de Homero». «Agradeced todo eso —le dije—, pero no pongáis una confianza excesiva; en todas partes donde no son frecuentes los forasteros, les atienden; no hay nada que más invite a la hospitalidad que el verse pocas veces en la necesidad de ofrecerla; la afluencia de huéspedes acaba con ella. En los tiempos de Homero se viajaba poco, y los caminantes eran bien recibidos en todas partes. Quizá somos los únicos forasteros que han visto aquí en todo el año». «No importa, pues eso mismo ya es su elogio: saber vivir sin huéspedes y recibirlos bien».
Secados y cambiados de ropa, volvemos a ver al dueño de la casa, quien nos presenta a su mujer, la cual nos acoge no sólo con respeto, sino con bondad. Mira con preferencia a Emilio. En la situación en que ella se encuentra, una madre rara vez mira sin inquietud al joven que entra en su casa.
En atención a nosotros, adelantan la cena. En el comedor hay cinco cubiertos; nos sentamos y vemos que queda uno de vacío. Entra una joven, saluda con una reverencia y se sienta sin decir nada. Emilio corresponde a su saludo, pero sigue comiendo con fruición; el principal motivo de su viaje lo tiene tan olvidado que cree aún está muy lejos el final. Se habla de nuestro extravío. «Caballero —le dice el dueño de la casa—, usted me parece un joven amable y sensato, y esto me hace pensar que usted y su ayo han llegado aquí como Telémaco y Mentor a la isla de Calipso». «Es verdad —responde Emilio— que encontramos aquí la hospitalidad de Calipso». «Y las gracias de Eucaris», añado yo; pero Emilio conoce la Odisea y no ha leído a Telémaco, ni sabe lo que es Eucaris. Veo que la joven se sonroja, que mira su plato y que ni se atreve a respirar. La madre, que se ha dado cuenta de su confusión, hace una seña al padre, y entonces él cambia la conversación. Hablando de su soledad, cuenta los motivos que se han sucedido para elegirla, la vida serena y tranquila que pasan en este retiro después de las desventuras de su vida, la constancia de su esposa y los consuelos que en su unión han encontrado, pero sin decir una palabra respecto a su hija. Es un tierno y emotivo relato que no se puede escuchar sin que despierte interés. Emilio, conmovido e intrigado, deja de comer para poner mayor atención en lo que se dice. Por último, en el pasaje en que el más honrado de los hombres se explaya hablando del cariño de la más digna de las mujeres, el caminante joven, fuera de sí, estrecha una mano del marido, que tiene cogida, y con la otra la de la mujer, sobre la cual se inclina, llenándola de lágrimas. La cándida demostración del joven encanta a todos, pero la doncella, más enternecida que nadie ante su buen corazón, cree ver a Telémaco compadecido de las desdichas de Filoctetes. Le mira de soslayo para ver su figura, y no encuentra nada que desmienta la comparación. En su aspecto no hay arrogancia y sus modales no son extremados; su sensibilidad hace más suave su mirada y más tierna su expresión, y la doncella, al verle llorar, fundiría sus lágrimas con las de él. Con tan hermoso pretexto, la retiene una secreta vergüenza; ya no se acusa del llanto que iba a brotar de sus ojos, como si verterlo por su familia fuese reprensible.
La madre, que desde el principio de la cena no ha dejado de observarla, se da cuenta de que está violenta, para que se reponga la envía con un recado a otra agitación. Vuelve a entrar al cabo de un rato, pero tan desasosegada aún, que su agitación es visible a los ojos de todos. Su madre le dice con dulzura: «Sofía, serénate; nunca dejarás de llorar las desdichas de tus padres? Tú, que eres su consuelo, no las sientas más que ellos».
Al oír el nombre de Sofía, Emilio se estremeció. Con la impresión que le ha producido tan amado nombre, se agita y clava una ansiosa mirada en ella. ¡Sofía, Sofía!… Sois vos la que busca mi corazón, la que yo amo… La observa, la contempla con una mezcla de temor y recelo. No ve exactamente la figura que él había supuesto, ni sabe si la que está mirando vale más o menos. Estudia cada facción, observa cada movimiento y cada ademán; para todo halla mil confusas interpretaciones y daría la mitad de su vida para que ella dijese algo. Me mira inquieto y turbado, sus ojos me hacen cien preguntas y cien reproches. Parece que cada mirada me diga: «Guiadme, que aún es tiempo: si se entrega mi corazón y se engaña, no me recobraré en mi vida».
Emilio es el hombre que menos sabe disimular. ¿Cómo puede disimular la mayor turbación de su vida, entre cuatro espectadores que le observan y que el que parece más distraído es el más atento? Su desasosiego no se oculta a los sagaces ojos de Sofía; sabe que ella es la causa, y yo sé que esa inquietud todavía no es amor, pero ¿qué importa? Se ocupa de ella, y esto basta; será mucha su desgracia si se ha ocupado inútilmente.
Las madres tienen ojos como sus hijas, y, además, experiencia. La de Sofía se sonríe al deducir nuestros proyectos. Lee en el corazón de los dos jóvenes, ve que es el momento de fijar el del nuevo Telémaco, y hace que hable su hija, la cual, con su natural dulzura, responde en un tono tímido que produce más efecto. Al primer sonido de esa voz, Emilio se rinde; es Sofía, ya no lo duda, y aunque no lo fuese, es ya muy tarde para retroceder.
Es entonces cuando los embelesos de esta encantadora joven inundan su corazón, y bebe con ansia el tósigo con que ella le embriaga. Ya no habla, ya no responde; sólo ve a Sofía, sólo oye a Sofía; si ella dice una palabra, él mueve los labios; si ella baja los ojos, él los baja; si la ve respirar, parece como si el alma de Sofía le animara. ¡Cómo ha cambiado la de él en pocos instantes! Ya no debe temblar Sofía, y ahora le toca a Emilio. Adiós libertad, candor, franqueza. Confuso, embargado y medroso, no se atreve a mirar en torno suyo temiendo que le miran. Avergonzado de que lo adivinen, quisiera ser invisible. Sofía, por el contrario, se ha serenado ante el temor de Emilio; segura de su victoria, goza con ella.
No’l mostra già ben ché in suo cor ne rida.
No ha cambiado de expresión, pero a pesar de su modesta actitud y sus ojos bajos, palpita de júbilo su tierno corazón y le dice que ha encontrado a Telémaco.
Si entro aquí en la historia tal vez demasiado inocente y sencillísima de sus amores, acaso algunos creerán una frivolidad estas menudas circunstancias, y no tendrán razón. No se considera como se debe lo que influye el primer acercamiento de un hombre y una mujer y lo que significará en la vida de ambos, ni se advierte que la impresión primera, cuando es tan viva como la del amor, produce dilatados efectos, cuyo encadenamiento en el transcurso de los años no se percibe, pero que es activo hasta la muerte. En los tratados de educación nos ponen un montón de variedades acerca de las fantásticas obligaciones de los niños, y no nos dicen nada de la parte más importante y delicada de la educación, o sea, de la crisis que media el pasar de la niñez a la mocedad. Si he logrado que estos ensayos sean provechosos bajo algún aspecto, será por haberme extendido mucho en esta parte tan esencial, omitida por los demás, y por no haberme retraído de la empresa por falsas delicadezas ni asustado con las dificultades del lenguaje. Si he expuesto lo que es conveniente que se haga, he dicho lo que es una obligación; me importa muy poco haber escrito una novela. Es muy bella la novela de la naturaleza humana. Si no la encuentran en estas páginas, ¿es mía la culpa? ¿Debía ser la historia de mi especie? Vosotros la depraváis, sí, hacéis de mi libro una novela.
Otra consideración que confirma la primera es que aquí no se trata de un joven entregado desde su infancia a la credulidad, a la codicia, a la envidia, a la soberbia y a todas las pasiones que sirven de instrumento a las educaciones comunes, sino de un joven cuyo primer amor no es ése, sino también su primera pasión de toda especie, y de esta pasión, tal vez la única que con tanto ímpetu puede sentir en toda su vida, depende su definitivo carácter. Fijado su modo de pensar, sus sentimientos, y sus gustos por una duradera pasión, adquirirán tal consistencia, que ya nunca se alterarán.
Ya se comprenderá que la noche de esa cena, Emilio yo dormimos poco. Pues, ¿qué? La coincidencia de os nombres, ¿tanto ha de turbar a un hombre sensato? ¿No hay más que una Sofía en el mundo? ¿Se parecen las almas como los nombres? ¿Todas las que vea han de ser la suya? ¿Está loco el apasionarse por una desconocida con la que nunca habló? Esperad, joven, y observad, examinad. Ni siquiera sabéis en que casa estáis, y el que os oiga creerá que estáis en la vuestra.
No estamos en tiempos de lecciones, ni éstas están destinadas a que las escuchen, no hacen más que inspirar al joven un nuevo interés por Sofía. con el deseo de justificar su inclinación. Esta identidad de nombre, este encuentro que él cree casual mi misma reserva tienden a agitar su vivacidad. Sofía le parece tan estimable que está seguro de hacérmela querer.
Supongo que mañana Emilio procurará vestirse mejor. Seguro que lo hará. Y me río de la prisa que tiene en seguir la línea de los dueños. Profundizo en su idea y veo con placer que procura establecer una especie de correspondencia que le permita ir y volver, entrar y salir.
Había esperado encontrar a Sofía algo más ataviada, y me equivoqué. Esa vulgar coquetería es buena para aquéllos a quienes una mujer sólo quiere agradar. La del verdadero amor es más acentuada y tiene otras pretensiones. Sofía va vestida con más sencillez que la víspera, y con más negligencia, pero con escrupulosa seriedad. Yo no veo negligencia en esa coquetería, ni veo afectación. Sofía sabe que un adorno más estudiado es lo mismo, pues una mujer no se contenta con agradar por su adorno, sino también por ella misma. ¿Qué le importa al amante cómo se haya vestido su amada si ve que se ocupa de él? Sofía, segura ya de su poder, no se limita a cautivar con sus encantos a Emilio; también desea que su corazón los prefiera; y no le basta con que los vea, quiere que los suponga. ¿No ha visto ya bastante para obligarle a que adivine lo que no se ve?
Hay que creer que durante nuestra conversación no hayan hablado Sofía y su madre; habrá habido confesiones e instrucciones. Se las vio preparadas al día siguiente. Nuestros jóvenes no hace doce horas que se han visto, no se han dicho una palabra y se ve que se entienden. No se acercan el uno a otro con familiaridad; se les ve tímidos y confusos, no se hablan y sus ojos parece que se evitan, y esto mismo es la señal de una mutua inteligencia; se huyen, pero como si fuese de acuerdo, y sienten ya la necesidad del misterio sin haberse dicho nada. Al irnos, pedimos permiso para traer nosotros mismos lo que nos llevamos. Emilio pide permiso al padre y a la madre mientras sus inquietos ojos, clavados en la hija, se lo piden con más ardor. Sofía no dice nada, ni hace ningún gesto y parece que no ve ni oye, pero se sonroja, y este rubor es una respuesta más clara todavía que la de sus padres.
Nos permiten volver sin invitarnos a que nos quedemos. Esta conducta es prudente; se alberga a caminantes que no hallan posada, pero no es decoroso que un enamorado duerma en casa de su amada.
Apenas nos encontramos fuera de esta querida casa cuando Emilio piensa establecerse en los alrededores, y la choza más próxima le parece muy distante; él quisiera dormir en cualquier rincón de la hacienda. «Joven atolondrado —le dije, apiadado—. ¡Cómo os ciega la pasión! Ya no veis ni la razón ni el bien parecer. Desventurado, que porque estáis enamorado, ya queréis que calumnien a vuestra amada. ¿Qué dirán de ella cuando sepan que el mozo que sale de su casa duerme a cuatro pasos de su alcoba? ¿Y decís que la amáis? ¿Cómo queréis, entonces, quitarle su reputación? ¿Es ese el pago de la hospitalidad que os han dado sus padres? ¿Seréis el oprobio de aquella de quien esperáis la felicidad?». «¿Y qué me importan —me replicó en el acto— la habladuría de los hombres y sus injustas sospechas? ¿No me habéis vos mismo enseñado a despreciarlos? Quién sabe mejor que yo cómo quiero respetar a Wía? Mi cariño no causará su afrenta, y, por el contrario, redundará en gloria suya, y será digno de ella. Aun cuando mi corazón le rinda en todas partes el homenaje y las atenciones que merece, ¿en qué la puedo agraviar?».
«Querido Emilio —le contesto mientras le abrazo—, razonáis por vos, pero aprended a razonar por ella. No comparéis el honor de un sexo con el del otro, porque tienen principios totalmente distintos. Esos principios son igualmente sólidos y racionales, porque provienen de la naturaleza, y la misma virtud que os hace despreciar los chismes de los hombres, os obliga a que los respetéis por vuestra amada. Vuestro honor radica en vos solo, pero el suyo depende de otro. Descuidarle sería faltar al vuestro, y no cumplís con lo que a vos os debéis si sois la causa de que no le tributen el que se le debe».
Luego, explicándole las causas de estas diferencias, procuro que comprenda lo injusto que sería el no hacer aprecio de ellas. ¿Quién le ha dicho que ha de ser esposo de Sofía, cuyos sentimientos ignora, cuyo corazón o cuyos padres tal vez tienen contraídos compromisos anteriores; de Sofía, a quien no conoce y que acaso no tiene ninguna de las condiciones necesarias para hacer feliz un matrimonio? ¿No sabe que para una joven todo escándalo es una mancha indeleble que no borra ni el matrimonio con el que la ha causado? ¿Dónde está el hombre sensible que quiere perder a su amada? ¿Qué hombre honrado quiere que llore para siempre una desventurada la desgracia de haberle querido?
El joven, asustado con las consecuencias que le preveo, y siempre extremado en sus ideas, ahora cree que nunca está lo bastante lejos del hogar de Sofía, y acelera el paso y mira a nuestro alrededor por si nos escuchan; sacrificaría toda su dicha por el honor de la que ama, y antes preferiría no volverla ver que causarle la más pequeña amargura. Éste es el primer fruto de mis cuidados para conseguir que cuando sea hombre ten a un corazón que sepa amar.
Trata, pues, de encontrar un albergue apartado pero no lejano. Hacemos averiguaciones, nos informamos, sabemos que a dos leguas hay una ciudad, y vamos allí a buscar alojamiento, mejor que en las aldeas más cercanas, donde sería sospechoso el quedarnos. Por último, ahí llega el nuevo amante, lleno de amor, de esperanza, de alegría y, más que todo, de buenos sentimientos, y dirigiendo paso a paso su naciente pasión a lo que es bueno y honrado, consigo que sus inclinaciones tomen el mismo camino.
Ya me acerco al final de mi carrera, pues lo veo con antelación. Están vencidas las grandes dificultades, superados los grandes obstáculos, y ya nada difícil me queda que hacer, como no sea estropear mi obra dándome prisa para terminarla. En la incertidumbre de la vida humana debemos evitar más que todo la falsa prudencia de sacrificar lo presente a lo venidero, pues de esta forma muchas veces se sacrifica lo que no será. Procuremos hacer dichoso al hombre en todas las edades, por si después de muchos afanes se muere antes de haberlo sido. Pero si hay un tiempo a propósito para disfrutar de la vida, con seguridad que es al final de la adolescencia, cuando las facultades del cuerpo y del alma han cobrado su mayor vigor, y en el curso de su carrera, el hombre ve desde muy lejos los dos términos que le hacen sentir su brevedad. Si la juventud imprudente se engaña, no es por querer gozar, sino por buscar el gozo donde no existe, y preparándose para un desgraciado porvenir, ni siquiera sabe aprovechar el momento presente.
Ved a mi Emilio a los veinte años cumplidos, bien formado, bien constituido de cuerpo y de espíritu, fuerte, sano, dispuesto, hábil y robusto, juicioso, apacible, bondadoso, humano, con buenas costumbres y cuando la belleza libre del imperio de las pasiones crueles, exento del yugo de la opinión, pero sujeto a la ley de la sabiduría y dócil a la voz de la amistad; poseedor de todos los talentos útiles y muchos agradables, cuidándose poco de las riquezas, pero llevando su defensa en los brazos, sin temor que le falte el pan. Ahora embriagado con una pasión naciente, su corazón se abre a los primeros juegos de amor, y sus dulces ilusiones forman para él un mundo nuevo de goces y delicias; su ídolo es amable, y todavía más amable por su persona; espera una correspondencia que sabe que se le debe.
De la armonía de los corazones, de la concurrencia de honrosos sentimientos se ha formado su primera inclinación, la cual debe ser duradera. Confiado y fundado en razón, se entrega al delirio sin temor, sin pesar, sin remordimiento y sin otra inquietud que aquella que es inseparable del sentimiento de la felicidad. ¿Qué le puede faltar a la suya? Ver, indagar, imaginar lo que todavía necesita y que se pueda hermanar con lo que posee. Reúne todos los bienes que se pueden alcanzar y no es posible añadirle ninguno si no es sacrificando otro, y es todo lo dichoso que puede ser un hombre. ¿Acertaré yo en este momento tan dulce suerte? ¿Enturbiaré tan puro contento? Todo el precio de la vida consiste en la felicidad que goza. ¿Qué podría darle yo que tuviese tanto valor como lo que le hubiera quitado? Incluso colmándole de felicidad, destruiría su más poderoso encanto. La esperanza es cien veces más dulce que la posesión de esta dicha suprema; la goza más el que la espera que el que la disfruta. ¡Oh, buen Emilio! Ama y sé amado, goza durante mucho tiempo antes de que poseas, goza al mismo tiempo del amor y de la inocencia, disfruta la bienaventuranza en la tierra mientras te espera la otra; yo no abreviaré esta época feliz de tu vida; mantendré su encanto y lo prolongaré tanto como me sea posible. ¡Ay! Es forzoso que se acabe, y que se acabe pronto, pero por lo menos haré que dure eternamente en tu memoria, y que jamás te arrepientas de haberle disfrutado.
Emilio no se olvida de que tenemos que hacer restituciones. Tan pronto como está preparado, tan pronto como partimos, ya querría haber llegado. Así que el corazón da cabida a las pasiones, nace el tedio de la vida. Si yo no he perdido mi tiempo, su vida no parará del mismo modo.
Por mala suerte, el camino es muy accidentado y el país muy montuoso. Nos perdemos; él lo advierte antes, y sin impacientarse, sin quejarse, pone el mayor celo en encontrar la senda; le cuesta encontrarla, pero no pierde la serenidad. Esto no quiere decir nada para nadie, pero mucho para mí, que conozco sus arrebatos. Ahora veo el fruto de los afanes que me he tomado para endurecerle desde su niñez contra los golpes de la necesidad.
Por fin llegamos, y el recibimiento es mucho más sencillo y más afectuoso que la primera vez; ya somos conocidos antiguos. Emilio y Sofía se saludan con un poco de cortedad y todavía no se hablan; ¿qué se han de decir en nuestra presencia? La conversación que necesitan no quiere testigos. Nos paseamos por el jardín, el cual, en vez de parterres, tiene un huerto muy bien distribuido, y en vez de césped, árboles frutales de todas clases, con algunos riatillos y caballones llenos de flores. «¡Qué hermoso sitio! —exclama Emilio, lleno de su Hornero y siempre con su entusiasmo—. Me parece que estoy en los jardines de Alcinoo». La niña desea saber quién era Alcinoo, y se lo pregunta a su madre. «Alcinoo —les digo yo— era un rey de Corfú, cuyo jardín, que Homero describe, las personas de gusto lo encuentran demasiado sencillo y poco adornado. Este Alcinoo tenía una simpática hija que la víspera de recibir un extranjero hospitalidad en casa de su padre, soñó que pronto tendría marido». Sofía se sonroja, baja los ojos y se muerde los labios; no es posible imaginar una confusión semejante. Su padre, que se divierte en aumentarla, interviene en la conversación y añade que la princesa joven iba a lavar la ropa al río. ¿Es de creer que no se había llevado las servilletas sucias porque olían a comida? Sofía, contra quien va la indirecta, se olvida de su timidez natural y se excusa con viveza. Su padre sabe que no hubiera habido otra lavandera mejor que ella si se lo hubiese permitido, y con la mejor alegría si se lo hubiesen ordenado. Diciendo esto, me mira de refilón con una inquietud que me hace sonreír, leyendo en su ingenuo corazón el sobresalto que la obliga a contestar. Su padre tiene la crueldad de aguzar su desconcierto preguntándole con tono burlón a qué obedece el hablar de ella misma y si tiene algo de común con la hija de Alcinoo. Avergonzada y temblando, no se atreve a respirar ni a mirar a nadie. ¡Encantadora niña! Ya no puedes fingir; sin darte cuenta te has declarado.
Pronto esta pequeña escena es olvidada o lo parece. Por suerte de Sofía, el único que no ha comprendido nada es Emilio. Continúa el paseo, y nuestros jóvenes, que al principio iban a nuestro lado y seguían con dificultad la lentitud de nuestra marcha, poco a poco se adelantan y nosotros los vemos bastante lejos. Sofía parece atenta y reposada; Emilio habla y acciona vivamente; no parece que les aburra la conversación. Bastante después de una hora regresamos, los llamamos, pero vienen lentamente y se ve que aprovechan el tiempo. Luego dejan de hablar antes que les podamos oír, y aceleran el paso para reunirse con nosotros. Emilio llega con rostro franco y alegre, en sus ojos brilla el júbilo y los dirige con un poco de inquietud hacia la madre de Sofía, para ver cómo le recibirá. Sofía no tiene un aspecto muy tranquilo; al acercarse parece turbada por verse sola con un joven, ella que tantas veces ha estado con otros sin confusión y sin que lo hayan visto mal. Se apresura a ir al lado de su madre, titubeando un poco y diciendo palabras sin significado, como queriendo demostrar que hace ya un rato que ha llegado.
Por la serenidad que se refleja en el rostro de estas amables criaturas, nos damos cuenta que su conversación quitó de un gran peso sus juveniles corazones. No son menos reservados uno con otro, pero es menos embarazosa su reserva, pues sólo procede del respeto de Emilio, de la modestia de Sofía y de la honestidad de los dos. Emilio se atreve a dirigirle algunas palabras; a veces también ella se atreve a contestar, pero mirando antes a su madre. El cambio que parece más sensible en ella es para conmigo. Me demuestra una consideración más solícita, me mira con interés, me habla afectuosamente, se fija en todo lo que me puede complacer; veo que me distingue con su aprecio y que no le es indiferente conseguir el mío. Comprendo que Emilio le ha hablado de mí, que han convenido ganarme, pero no es así, y la misma Sofía no se gana tan pronto. Tal vez precisará él más de mi valimiento con ella que del suyo conmigo. ¡Pareja encantadora! Al pensar que en la primera conversación con su dama mi joven amigo le ha hablado mucho de mí, recibo la compensación de mis desvelos; su amistad me ha pagado.
Las visitas se repiten y las conversaciones entre ellos dos son más frecuentes. Emilio, embriagado de amor, cree que ya toca su felicidad. Sin embargo, no obtiene el consentimiento formal de Sofía, que le escucha y no le contesta. Emilio comprende su modestia, y tanto recato le extraña un poco, aunque se dice que quizá debe ser así; sabe que son los padres quienes casan a sus hijas, y supone que Sofía espera la conformidad de sus padres; le pide permiso para solicitarla, y ella no se opone. Me habla, hablo yo en su nombre y en presencia suya. ¡Qué extraño es para él saber que Sofía depende de sí misma y que para hacerle feliz a ella le basta con querer! Comienza por no comprender su conducta, pierde su confianza, se sobresalta, se considera menos adelantado de lo que pensaba, y entonces el amor emplea el más tierno lenguaje.
Emilio no es capaz de adivinar lo que le perjudica, y si no se lo dicen, no lo sabrá nunca, y Sofía es demasiado orgullosa para decírselo. Las dificultades que la detienen, para otra cualquiera serían estímulos. No ha olvidado las experiencias de sus padres. Es pobre, Emilio es rico y ella lo sabe. ¿Qué necesidad tiene de que la quiera ella? ¡Cuánto mérito necesita para borrar esa desigualdad! ¿Y cómo allanará ese obstáculo? ¿Sabe Emilio que es rico? ¿Le preocupa saberlo? Gracias a Dios, no tiene necesidad de serlo, y sin eso sabe ser generoso. El bien que hace sale de su corazón y no de su bolsillo. A los desventurados les ofrece su tiempo, su afecto y su persona, y en la valoración de sus beneficios, casi se atreve a contar el dinero que reparte entre los indigentes.
No sabiendo a quién culpar por su desgracia, se culpa a sí mismo, porque, ¿quién se atreverá a suponer caprichosa a la que es el objeto de sus adoraciones? Con el desaire del amor propio se aumenta el desconsuelo del amor desdeñado. Ya no se acerca a Sofía con aquella amable confianza de un corazón que se siente digno del suyo; anee ella tiembla y teme. No espera moverla por la ternura y procura ablandarla por la piedad. Alguna vez agota la paciencia y el despecho le sustituye. Sofía, que parece presentir estos arrebatos, le mira, lo cual le desarma al momento, y queda más sumiso que antes.
Turbado con su obstinada resistencia y ese invencible silencio, vierte su corazón en el de su amigo, deposita en él los duelos de su pecho desgarrado por el pesar, e implora su asistencia y sus consejos. ¡Qué impenetrable misterio! «Ella se interesa por mi suerte, no lo puedo dudar; lejos de evitarme, se acerca a mí; cuando llego demuestra alegría y sentimiento, y cuando me voy se entristece; me avisa sobre esto y aquello y a veces me reprende. No obstante, rechaza mis solicitudes y mis ruegos. Cuando me atrevo a hablarle de la unión, me impone silencio, y si añado una palabra, me deja al instante. ¿Por qué extraña razón quiere que yo sea suyo sin querer oír que ella sea mía? Vos, a quien honra, a quien ama y a quien no mandará callar, hablad, haced que hable ella, servid a vuestro amigo y coronad vuestra obra; no queráis que vuestros afanes sean funestos para vuestro alumno. Los que os debe labrarán su miseria si no completáis su felicidad».
Hablo con Sofía, y con poca dificultad le arranco un secreto que yo no ignoraba antes de que ella me lo descubriese. Me da licencia para instruir de él a Emilio; lo consigo al fin y lo aprovecho. Esta explicación le asombra tanto que casi no la comprende. No entiende su delicadeza ni concibe qué pueden representar para el carácter y el mérito unos doblones más o menos. Cuando le hago comprender que son la causa de muchas preocupaciones, se echa a reír, y arrebatado de júbilo quiere irse al instante, destruirlo todo, renunciar a todo, para tener la honra de ser tan pobre como Sofía y volver digno de ser su esposo.
«¿Cómo? —dije, deteniéndole y riéndome de su ímpetu—. ¿Nunca sentaremos esa juvenil cabeza? Y después de filosofar durante toda la vida, ¿no aprenderéis nunca a razonar? ¿Cómo no os dais cuenta que con llevar a cabo vuestro desatinado proyecto vais a empeorar vuestra situación y haréis a Sofía intratable? Poseer algún caudal más que ella es una pequeña ventaja, pero sería muy grande habérselo sacrificado todo, y si no puede resolverse su altivez a deberos la obligación primera, ¿cómo había de resolverse a deberos otra? Si no quiere consentir que su esposo pueda echarle en cara que la hizo rica, ¿cómo había de consentir que pudiese acusarla de que por ella se había empobrecido? ¡Ah, desventurado! Temblad de que sospeche que habéis tenido semejante proyecto. Haceos, por el contrario, económico y cuidadoso por el amor de ella; que no llegue a sospechar que la queréis ganar por astucia, y que le sacrificáis voluntariamente lo que por negligencia perdáis.
¿Creéis que la van asustar los muchos bienes, que su oposición procede precisamente de vuestras riquezas? No, querido Emilio; tienen más sólida y grave causa en el efecto que producen estas riquezas que en el alma del poseedor. Sabe que los que tienen bienes de fortuna siempre son preferidos. Los ricos estiman el oro más que el mérito. En la puesta común del dinero y los servicios, jamás encuentran que éstos pagan lo suficiente por aquél y piensan que les es deudor el que pasa su vida sirviéndolos y comiendo su pan. ¿Qué debéis hacer, pues, para tranquilizar sus temores? Haceos conocer bien por ella, que no es cuestión de un día. En los tesoros de vuestra noble alma enseñadle con qué rescatar aquellos que por vuestra desgracia os han cabido en suerte. A fuerza de tiempo y constancia venced su resistencia; a fuerza de grandes y generosos sentimientos hacedle olvidar vuestras riquezas. Amadla, servidla y servid a sus respetables padres. Demostradle que vuestros afanes no son efecto de una loca y pasajera pasión, sino de los principios indelebles grabados en vuestro corazón. Honrad dignamente el mérito agraviado por la fortuna, único medio de reconciliarlo con el mérito por ella favorecido».
Se comprenden los raptos de júbilo que en el joven produce este razonamiento, cuánta esperanza y confianza le restituye, cuántos parabienes se da su honrado corazón por saber qué hacer para agradar a Sofía y lo que haría por sí mismo, aun cuando Sofía no existiera o no estuviese enamorado de ella. ¿Quién no adivinará su conducta en esta ocasión por poco que haya comprendido su carácter?
Vedme, pues, confidente de mis dos buenas personas y mediador de sus amores. ¡Bello empleo para un ayo! Tan bello que no hice nada en mi vida que me enalteciese tanto a mis propios ojos de más, me dejase tan contento de mí. En cuanto a lo demás, este empleo no deja de tener sus encantos; no soy mal recibido en la casa, se fían de mí para que vigile que no se desmanden los amantes. Emilio, que siempre tiene miedo de disgustarme, nunca ha sido tan dócil. La niña me llena de halagos que no me engañan, y sólo guardo para mí la parte que me pertenece, y así, indirectamente, se resarce del respeto en que contiene a Emilio. Me hace mil tiernas caricias, que antes preferiría morir que hacérselas a él, y él, que sabe que yo no deseo perjudicar sus intereses, está encantado con nuestra recíproca armonía. Se consuela cuando ella rehúsa su brazo en el paseo y prefiere el mío. Se aleja sin murmurar, apretándome la mano y diciéndome, en voz baja y enérgica «Habladle en mi favor». Sus ojos nos siguen con interés, y procura leer en nuestros semblantes nuestras palabras e interpretarlas por los gestos; sabe que todo lo que decimos ella y yo le concierne. Buena Sofía, ¡qué sosegado está tu sincero corazón cuando sin que te oiga Telémaco puedes departir con su mentor! ¡Con qué amable franqueza le dejas que lea todos los afectos de tu tierno corazón! ¡Con qué gusto le demuestras toda tu estimación hacia su alumno! ¡Con cuánta ingenuidad me permites que adivine tus dulces sentimientos! ¡Con qué fingido enojo despides al importuno cuando su impaciencia le obliga a interrumpirte! ¡Con cuán seductor acento le afeas su imprudencia cuando viene a estorbar que hables o que oigas hablar bien de él y que de mis respuestas saques algún nuevo motivo para quererle!
Habiendo llegado Emilio a que se le reciba en la casa como novio declarado, hace valer todos sus derechos; habla, apremia, solicita, importuna… Si le responden con aspereza o le maltratan, poco le importa mientras le escuchen. Por último, no sin dificultad, logra que Sofía consienta en tomar sin disimulo sobre él la autoridad de ama, que le prescriba lo que ha de hacer, que le mande en vez de rogarle, y en vez de darle gracias acepte, que disponga cuándo y el número de visitas, que le prohíba que vuelva hasta tal día y que se quede hasta tal hora. Todo esto no se hace como un juego, sino muy de veras, y si ella con dificultad admitió estos derechos, los usa con un rigor que el pobre Emilio muchas veces siente el habérselos dado. Pero ordene ella lo que quiera, él no replica, y muchas veces, cuando por obediencia se va, me mira con unos ojos tan felices que me dicen: «Ya veis que ha tomado posesión de mí». La picaruela lo observa todo con disimulo, y secretamente se sonríe de la sumisión de su esclavo. Albano y Rafael, prestadme el pincel de la voluptuosidad. Divino Milton, enseña a mi tosca pluma a describir los placeres del amor y de la inocencia, pero no escondáis vuestras artes mentirosas ante la santa verdad de la naturaleza. Tened sólo corazones sensibles y almas honestas; después dejad vagar sin trabas vuestra imaginación, pues los raptos de dos enamorados jóvenes, que delante de sus padres y de sus guías se abandonan a la dulcísima ilusión que los halaga y en la embriaguez de sus deseos, se adelantan con pasos lentos hacia un final enlazado con guirnaldas de flores, hacia el bienhadado vínculo que ha de unirlos hasta el sepulcro. Tantas imágenes llenas de hechizo hasta a mí me embriagan; las amontono sin orden y enlace, pues el delirio que en mí excitan me impide ordenarlas. ¿Quién, teniendo entrañas, no sabrá interpretar la deliciosa imagen de las varias situaciones del padre, de la madre, de la hija, del ayo, del alumno y del concierto de unos y otros para la unión de la más encantadora pareja que el amor y la virtud han podido hacer dichosos?
Ahora sí que sintiendo verdaderos deseos de agradar, Emilio comienza a sentir el valor de los talentos recreativos que ha adquirido. A Sofía le gusta el canto, y canta con ella; hace más: le enseña música. Es viva y ágil y le gusta saltar; baila con ella, convierte en pasos sus saltos y los perfecciona. Estas lecciones encantan; las anima la juguetona alegría, que dulcifica el tímido respeto del amor; es lícito a un amante dar estas lecciones con voluptuosidad y ser el maestro de su amada.
Hay un clavicordio viejo descompuesto: Emilio lo arregla y lo templa; es tan buen aficionado como buen carpintero, y su máxima fue siempre no necesitar de socorro ajeno para todo lo que podía hacer él mismo. La casa está en un sitio muy pintoresco y saca vistas viéndose a Sofía arreglando el gabinete de su padre; los marcos no son dorados ni tienen que serlo. Viendo dibujar a Emilio, e imitándola ella, se perfecciona con su ejemplo, cultiva su talento y los hermosea todos con su donaire. Cuando sus padres ven brillar de nuevo a su alrededor las bellas artes, únicas que les hacía amar su pasada opulencia, las recuerdan en su memoria; la casa está enriquecida por el amor y basta ese amor para que reinen en ella los placeres que en otro tiempo se reunían a fuerza de afanes y dinero.
Del mismo modo que el idólatra enriquece con los tesoros que aprecia el objeto de su culto y atavía en el altar al dios creador, el amante, aunque tenga por perfecta su dama, continuamente quiere añadirle nuevos adornos. No es que los necesite para agradarle, pero él siente necesidad de adornarla, lo que es un nuevo homenaje que le tributa y un nuevo interés que añade al gusto de contemplarla. Le parece que no hay nada hermoso que esté en su lugar cuando no adorna a la beldad suprema. Es un espectáculo tierno y joven, a la vez, ver a Emilio queriendo enseñar a Sofía todo lo que sabe, sin consultar si es de su gusto o si le conviene lo que le quiere enseñar. Le habla de todo, se lo explica todo con un pueril anhelo; cree que le basta con hablar y que se le ha entendido al instante; piensa en lo que disfrutará al discurrir y meditar con ella, y considera inútil todo lo que sabe si no puede alardear de ello ante Sofía, y casi se avergüenza de saber cosas que ella ignora.
Y vedle dándole lecciones de filosofía, de física, de matemáticas, de historia… En una palabra, de todo. Sofía se presta con placer a su celo y procura sacar provecho. ¡Cómo se alegra Emilio cuando puede dar sus lecciones de rodillas delante de ella! Cree que ve el cielo abierto. No obstante, esta situación, más incómoda para la discípula que para el maestro, no es la más favorable para la instrucción. Entonces Sofía no sabe hacia dónde mirar para evitar los ojos que persiguen los suyos, y cuando se encuentran, poco les aprovecha la lección.
El arte de pensar no es extraño en las mujeres, pero no deben hacer otra cosa que quedarse en la superficie del raciocinio. Sofía lo concibe todo, pero retiene poco. En la moral es donde más progresa, y en las cosas de gusto; en cuanto a la física, sólo conserva alguna idea de las leyes generales y del sistema del mundo. Algunas veces, al contemplar en sus paseos las maravillas de la naturaleza, sus inocentes y puros corazones se atreven a elevarse hasta su Autor, pues como no temen su presencia, conjuntamente abren el alma ante Él.
¿Cómo? ¿Dos amantes en la flor de su edad llenan su tiempo hablando de religión y repasando la doctrina? ¿Por qué manosear lo que es sublime? Sí, sin duda se dicen la ilusión que les encanta, y se imaginan perfectos, se aman, hablan con entusiasmo de lo que es el premio de la virtud. Los sacrificios que le rinden se la hace más querida. En los arrebatos que es preciso vencer alguna vez, vierten lágrimas más puras que el rocío del cielo, y esas dulces lágrimas son el encanto de su vida y viven en el más inefable delirio que nunca almas humanas disfrutaron. Las mismas privaciones acrecientan su dicha, y a sus propios ojos las honran con sus sacrificios. Hombres sensuales, cuerpos sin alma, un día ellos conocerán vuestros deleites, y toda su vida se dolerán del tiempo dichoso que habéis perdido.
A pesar de esta buena inteligencia, no deja de haber algunas discusiones y hasta disputas; la amada tiene sus caprichos y el amante sus enfados; pero estas ligeras tormentas carecen de duración y no hacen más que fortalecer lo que les une; la experiencia ha enseñado también a Emilio a no temerlas tanto, y siempre le traen más provecho las reconciliaciones que daño las riñas. El fruto de la primera le ha enseñado a esperar las otras, y si se ha equivocado, si no siempre saca un beneficio tan claro, gana siempre al ver que Sofía confirma el noble interés que tiene en conservar su corazón. ¿Quiere el lector saber cuál es este beneficio? Me place, con tanto más gusto cuanto que me dará ocasión este ejemplo para explicar una máxima utilísima y para impugnar otra muy funesta.
Emilio ama; por lo tanto, no es temerario, y, además, no ignora que la imperiosa Sofía no es una joven que le consienta familiaridades. Como en todas las cosas, el recato tiene sus límites, y antes se la podría tachar de excesivamente áspera que de indulgente, y su mismo padre a veces recela que su excesivo orgullo degenere en altanería. En las conversaciones más secretas, a solas, Emilio no se atrevería a solicitar el más leve favor, ni siquiera a dar ninguna señal que demuestra su deseo, y cuando en el paseo quiere pasar el brazo bajo el suyo, gracia que no permite que se convierta en derecho, apenas él se atreve a estrechar el brazo contra su pecho. No obstante, después de una larga sujeción, se aventura a besar con disimulo su vestido, y muchas veces es tan feliz que ella consiente y hace como si no lo viese. Un día que quiere tomarse con más franqueza la misma libertad, se le ocurre a ella enfadarse. Él se empeña, ella se irrita, y la indignación le dicta algunas expresiones un poco duras; Emilio no las tolera sin replicar y están serios todo lo que resta del día; luego se separan muy disgustados.
Sofía está fuera de sí. Su madre es su confidente. ¿Cómo ha de esconder su sentimiento? Ésta es su primera riña, y una riña de una hora es un asunto de mucha importancia. Está arrepentida de su culpa, su madre le permite que la repare y su padre se lo ordena.
El día siguiente, Emilio, inquieto, vuelve antes de lo acostumbrado; Sofía está en el gabinete de su madre y su padre también está allí; Emilio entra muy respetuosamente, pero con gesto triste. Después de saludar al padre y a la madre, se vuelve a Sofía, le tiende la mano y con voz cariñosa le pregunta cómo está. Bien se ve que esta bonita mano se adelanta así para que se la besen, pero Emilio la coge y no la besa. Algo avergonzada, Sofía la retira como mejor puede. Emilio, que no está acostumbrado a las maneras de las mujeres, no sabe para qué sirven los caprichos, no los olvida con facilidad ni se apacigua tan pronto. Viéndola confusa, el padre acaba de confundirla con su risa. La pobre muchacha, avergonzada, humillada, no sabe qué hacer y lo daría todo para poder llorar. Cuanto más se contiene, más se le aprieta el corazón, y, por último, a pesar suyo, le brilla una lágrima. Emilio ve esa lágrima, se arroja a los pies de Sofía, le coge una mano y la besa con arrebato muchas veces. «La verdad es que sois demasiado bueno —dice el padre, soltando una carcajada—, y yo sería menos indulgente con esas locuelas y castigaría la boca que me hubiese ofendido». Emilio, alentado con estas palabras, mira con ojos suplicantes a la madre, y creyendo observar una señal de asentimiento, temblando se acerca al rostro de Sofía, quien desvía la cabeza, y para librar la boca presenta su sonrojada mejilla. El imprudente no se contenta, y ella se resiste con blandura. ¡Qué beso si no lo recibiese delante de su madre! Severa, Sofía, tened mucho cuidado; muchas veces os pedirán vuestro vestido para besarlo, con la condición de que lo neguéis algunas.
Después de este castigo ejemplar, el padre se va a sus asuntos, la madre despide a Sofía alegando un pretexto, y luego se dirige a Emilio y le dice en un tono bastante serio: «Caballero, creo que un joven de tan buena condición, tan educado como vos, que pasee buenos sentimientos y costumbres, no querrá pagar con el deshonor la amistad que una familia le demuestra. Yo no soy melindrosa ni gazmoña; sé lo que se debe permitir a la festiva juventud, y buena prueba de ello es lo que os he consentido. Consultad a vuestro amigo acerca de vuestras obligaciones, y os dirá la diferencia que hay entre los juegos que autoriza la presencia de un padre y las libertades que lejos de ellos se toman, abusando de su confianza y convirtiendo en lazos los mismos favores que delante de ellos son inocentes. También os diré, caballero, que la única falta que mi hija ha cometido con vos ha sido no atajar desde la primera vez lo que nunca debió permitir; os diré que todo lo que se atribuye a favor lo es, pero es indigno de un hombre de honor abusar de la sencillez de una niña para robarle en secreto los mismos favores que delante de todo el mundo ella puede dispensar. Sabemos lo que el buen parecer tolera en público, pero ignoramos dónde se detiene, si en la oscuridad del misterio, el que se constituye en el único juez de sus fantasías».
Luego de esta justa reprensión, más bien dirigida a mí que a mi alumno, la prudente madre se va y me deja absorto con esa rara tolerancia que no se alarma de que delante de ella besen a su hija en la boca y se asusta de que a solas se atrevan a besarle el vestido.
Reflexionando en lo desatinado de nuestras máximas, que siempre sacrifican la verdadera honestidad a la decencia, comprendo por qué cuanto más estragados están los corazones el idioma es más casto, y los procedimientos más correctos cuanto más ruines los que los utilizan.
Con este motivo, inculcando yo en el corazón de Emilio las obligaciones que le debí dictar antes, se me ocurre una nueva reflexión que tal vez honra en mayor grado a Sofía, pero que, no obstante, me guardo de comunicar a su enamorado, y es que la pretendida soberbia de que la acusan no es más que una precaución muy sensata para guardarse a sí misma. Como tiene la desdicha de sentirse con un temperamento ardiente, teme la primera chispa, y la desvía con todo su poder. No es severa por soberbia, sino por humildad. Con Emilio toma el dominio que teme no tener para sí, y recurre al uno para contrarrestar el otro. Si fuera más confiada, sería menos altiva. Exceptuando esto, ¿qué doncella hay en el mundo que sea más fácil y más dócil? ¿Quién que con mayor paciencia sufra un agravio. ¿Quién que sienta más agraviar a otro? ¿Quién que no presuma de algo que no sea de su virtud? Ni tampoco se envanece de su virtud, o si se envanece es sólo para conservarla, y cuando puede abandonarse sin peligro a las inclinaciones de su corazón, hasta a su prometido acaricia. Pero su prudente madre no explica estas circunstancias ni siquiera a su propio padre, pues los hombres no tienen porqué saberlo todo.
Lejos de parecer orgullosa con su conquista, Sofía todavía se ha vuelto más afable y menos esquiva con todo el mundo, excepto con el único que ha coaccionado su cambio. El sentimiento de la independencia ya no la engríe y con modestia triunfa en una batalla que ha recortado su libertad. Se presenta con menos desenvoltura y tiene el hablar más tímido desde que no oye sin sonrojarse la voz de su amante, pero entre el encogimiento se observa su satisfacción, y su misma vergüenza no es un sentimiento que la aflija. La diferencia de su conducta es más palpable, especialmente con los jóvenes que se presentan. Desde que les ha perdido el miedo, ha cedido mucho la excesiva reserva con que los trataba. Decidida su selección, se muestra obsequiosa sin reparo con los indiferentes, desde que no le interesan, y siempre encuentra la correcta amabilidad en gentes con las que nada de común puede tener.
Si el verdadero amor pudiera hacer uso de la coquetería, yo creería ver algunos vestigios de ella en la forma como Sofía, en presencia de su enamorado, se comporta con ellos. Se diría que no satisfecha con la ardiente pasión que por una mezcla exquisita de reserva y cariño le abrasa, se complace en irritar todavía esa misma pasión con alguna inquietud; que divirtiendo intencionadamente a los jóvenes, huéspedes suyos, agrava el tormento de Emilio demostrándoles una jovialidad que con él no se atreve a usar, pero Sofía es demasiado atenta, buena y juiciosa, para atormentarle. El amor y la honestidad sustituyen en ella a la prudencia para frenar ese peligroso estimulante; cuando es preciso sabe alarmarle y tranquilizarle en el acto, y si alguna vez le inquieta, nunca le entristece. Debemos disculpar la zozobra que causa al que ama por el temor de que nunca está bastante sujeto.
Pero ¿qué efecto causará en Emilio este juguete? ¿Tendrá celos o no los tendrá? Esto es motivo de examen, puesto que semejantes digresiones forman parte del objeto de mi libro y me apartan poco de mi asunto.
Hice observar antes cómo en las cosas que sólo dependen de la opinión, se introduce esta pasión en el corazón del hombre. Pero en el amor es muy diferente; entonces los celos parecen estar tan unidos con la naturaleza que con dificultad se puede creer que no provengan de ella, y el mismo ejemplo de los animales, muchos de los cuales tienen furiosos celos, establece sin apariencias de réplica el dictamen opuesto. ¿La opinión de los hombres es que aprenden de los gallos a despedazarse, y de los toros a batirse hasta matarse?
El sentir aversión hacia todo lo que perturba nuestros gustos y se opone a ellos es muy natural; en esto no cabe discusión alguna. Hasta cierto punto también se halla en el mismo caso el deseo de poseer exclusivamente lo que nos complace. Pero cuando volviéndose en pasión, ese deseo se convierte en furor, o en el triste y tenebroso desvarío llamado celos, entonces es otra cosa; esta pasión puede ser o no ser natural. Importa distinguir.
El ejemplo sacado de los animales está examinado en el Discurso sobre la desigualdad, y ahora que de nuevo reflexiono sobre ello, ese examen me parece tan sólido que me atrevo a remitir a él a mis lectores, y sólo añadiré a las distinciones de mi escrito que los celos que provienen de la naturaleza tienen mucho enlace con la potencia del sexo, y cuando esta potencia es o parece ser ilimitada, los celos llegan al mayor exceso, porque como entonces el macho mide sus derechos por sus necesidades, no puede mirar a otro macho sino como a un adversario importuno. En estas mismas especies, las hembras obedecen siempre al primero que llega y perteneciendo de este modo a los machos por derecho de conquista, provocan entre ellos combates eternos.
Por el contrario, en las especies en que un macho se une con una hembra, en que el emparejamiento produce una especie de vínculo moral, una especie de matrimonio, perteneciendo la hembra por elección suya al macho que ha escogido, generalmente se niega a cualquier otro, y como el macho confía en la fidelidad de ella por el cariño de que es objeto, siente menos inquietud a la vista de otros machos y vive más pacíficamente con ellos. En estas especies, el macho toma parte en el cuidado de los hijos, y por una de las leyes de la naturaleza que se observan con enternecimiento, parece que la hembra agradece al padre el cariño que tiene puesto en sus hijos.
Si se considera a la especie humana en su primitiva sencillez, es fácil ver la limitada potencia del macho y la templanza de sus deseos, que fue destinado por la naturaleza a contentarse con una sola hembra, y esto lo confirma la igualdad numérica de los individuos de ambos sexos, por lo menos en nuestros climas; igualdad que, ni con mucho, existe en las especies en que la mayor fuerza de los machos agrupa muchas hembras para uno solo. Y si bien el hombre no empolla como el palomo, careciendo de mamilas para criar a sus vástagos; se encuentra bajo este aspecto en la clase de los cuadrúpedos: son débiles y se arrastran durante tanto tiempo los pequeños, que con dificultad podrían ellos y la madre vivir sin la protección del padre.
Todas las observaciones contribuyen a demostrar que el furor celoso de los machos en algunas especies de animales, no prueba nada con respecto al hombre, y hasta la excepción de los climas meridionales, donde se halla establecida la poligamia, no hace más que confirmar este principio, porque de la pluralidad de las mujeres proviene la tiránica precaución de los maridos, y el sentimiento de su propia flaqueza incita al hombre a que recurra a la sujeción para eludir las leyes de la naturaleza.
Entre nosotros, donde estas mismas leyes menos eludidas en esta parte lo son en sentido contrario y más odioso, el motivo de los celos se funda más en las pasiones sociales que en el instinto primitivo. En la mayor parte de las relaciones de amor, el amante más odia a sus rivales que lo que quiere a su amada, y si teme no ser el único favorecido, es debido al, amor propio, cuyo origen he demostrado, y su vanidad sufre mucho más que su amor. Por otra parte, nuestras torpes instituciones han hecho a nuestras mujeres tan disimuladas, y han inflamado tanto sus apetitos, que casi no se puede contar con el cariño mejor probado, y ellas ya no pueden demostrar preferencias que extingan el miedo a los rivales.
En cuanto al verdadero amor, es una cosa muy distinta. Ya observé en el escrito señalado antes que este afecto no es tan natural como se piensa, y que existe una gran diferencia entre el dulce hábito que aficiona al hombre a su compañera y el ardor desenfrenado que le embriaga. Esta pasión, que sólo respira exclusiones y preferencias, se diferencia de la vanidad en que, como ésta todo lo exige y nada otorga, siempre es inicua, y el amor, dándole todo lo que exige, es por sí mismo un afecto lleno de equidad. Por otra parte, cuanto mayor es su exigencia, mayor es su credulidad; la misma ilusión que le causa facilita el convencerle. Si el amor es inquieto, la estimación es confiada, y nunca en un corazón honrado ha existido amor sin estimación, porque nadie ama en el objeto amado otras cualidades que las que aprecia.
Puesto en claro todo esto, puede decirse con certeza de qué especie de celos es capaz Emilio, porque en cuanto el germen de esa pasión apunta en el corazón humano, sólo la educación determina su forma. Enamorado y celoso, Emilio no será sañudo, suspicaz, desconfiado, sino delicado, sensible y tímido; estará más alarmado que irritado, y se esforzará más por ganar a su dama que en amenazar a su rival; le desviará, si puede, como un obstáculo, sin odiarle como a un enemigo; si le aborrece, no será porque se atreve a disputarle un corazón que sabe suyo, sino por el peligro de perderle; su orgullo no se ofenderá neciamente porque otro se declare rival suyo; convencido de que el derecho de preferencia se funda únicamente en el mérito, y que en el triunfo está vinculada la honra, su sentimiento le impulsará a ser amable y probablemente lo conseguirá. Si la generosa Sofía irrita su amor con algunos sobresaltos, sabrá regularlos y reparar el daño, y no tardará en expulsar los rivales que únicamente consentía por ponerle a prueba.
¿Pero adónde me veo arrastrado sin darme cuenta? ¡Ah, Emilio!, ¿cómo eres ahora? ¿Puedo reconocer en ti a mi alumno? ¡Qué decaído te veo! ¿Dónde está aquel joven formado con tanta dureza, que arrostraba los rigores de las estaciones, que entregaba su cuerpo a los más rudos trabajos y su alma a las leyes de la sabiduría; inaccesible a la preocupación y a las pasiones, que sólo amaba a la verdad, únicamente cedía a la razón y sólo lo que había en él le interesaba? Ahora, entregado a una vida ociosa, se deja gobernar por mujeres; sus ocupaciones son simples pasatiempos, y sus lees la voluntad de una mujer; una joven es el árbitro de su destino; se postra, se arrastra por el suelo ante ella y el grave Emilio es el juguete de una criatura.
Tal es el cambio de las escenas de la vida; cada edad posee sus resortes que la hacen mover, pero el hombre siempre es el mismo. A los diez años se le domina con pasteles y a los veinte con una amada; a los treinta son los deleites, a los cuarenta es la ambición, a los cincuenta es la avaricia…, ¿y cuándo persigue la sabiduría? Dichoso es el que llega a ella aun contra su voluntad. ¿Qué importa el guía de que nos sirvamos con tal que nos lleve a la meta? Los héroes, y hasta los mismos sabios, han pagado este tributo a la flaqueza humana, y hasta hubo quien rompió husos con sus dedos, y no por eso dejó de ser un gran hombre.
La eficacia de una feliz educación, ¿queréis que se extienda a la vida entera? Pues prolongad durante la juventud los buenos hábitos de la niñez, y cuando vuestro alumno sea lo que deba ser, procurad que continúa siendo el mismo en todos los tiempos. Ésta es la perfección que os falta dar a vuestra obra. Por esto particularmente es importante el dejar un ayo a los jóvenes; en cuanto a los demás, no hay que temer que sin él no sepan enamorar. Lo que engaña a los instructores, y más a los padres, es que se figuran que un modo de vivir excluye otro, y que cuando uno es mayor debe renunciar a todo lo que hacía siendo pequeño, pero si fuese así, ¿de qué serviría cuidar de la infancia, puesto que del buen o mal uso que hiciesen de ella dependería todo, y tomando modos de vivir absolutamente diversos, por necesidad adquirirían otros modos de pensar?
Como sólo las graves enfermedades constituyen una solución de continuidad en la memoria, así también las pasiones fuertes nacen de las costumbres, y si bien nuestros gustos y nuestras inclinaciones varían, esta mudanza, a veces atropellada, se suaviza con los hábitos. En la sucesión de nuestras inclinaciones, como en una buena gradación de colores, el artista debe hacer imperceptibles los pasos, confundir y mezclar las tintas, y para que no sobresalga ninguna, extenderá muchas en el lienzo. Esta regla la confirma la experiencia; las personas inmoderadas mudan de aficiones todos los días, de gustos y sentimientos, y sólo en el vicio de variar son constantes, pero el hombre ordenado vuelve siempre a sus antiguas costumbres, y ni en la vejez pierde el gusto de los deleites que amaba de niño.
Si procuráis que cuando los jóvenes pasan a una nueva edad no desprecien la anterior, que cuando contraigan nuevos hábitos no abandonen los antiguos, y que siempre quieran hacer lo que está bien, sin tener en cuenta el tiempo en que empezaron a hacerlo, sólo entonces habréis puesto a salvo vuestra obra y estaréis seguros de ellos hasta el fin de su vida, porque la revolución más temible es la de la edad que ahora veláis. Como siempre sentimos su falta con tristeza, perderemos más tarde los gustos que hemos conservado, pero una vez interrumpidos, ya no se recobran.
La mayor parte de los hábitos que hacéis contraer a los niños jóvenes no son verdaderos hábitos, porque los han adquirido a la fuerza, y como los siguen contra su voluntad, únicamente aguardan la ocasión para dejarlos. Nadie se aficiona a la cárcel por vivir en ella; entonces el hábito, lejos de disminuirla, aumenta la aversión. Con Emilio no sucede así, pues, no habiendo hecho en su niñez nada que no fuese voluntariamente y con agrado, si continúa haciendo lo mismo cuando es hombre, a la dulzura de la libertad añade el placer de la costumbre. La vida activa, los trabajos manuales, el ejercicio, el movimiento, se le han hecho necesarios de tal manera, que no podría renunciar a ellos sin molestia. Sería aprisionarle, encadenarle, retenerle en un estado de violencia y apremio el reducirle a una vida sedentaria, y no dudo que su índole y su salud se resentirían. Apenas si respira a su gusto en una habitación cerrada, y necesita aire libre, movimiento y fatiga. Hasta estando con Sofía mira con codicia el campo y desea correr con ella. Sin embargo, cuando es preciso está parado, pero se siente inquieto, agitado, parece que lucha, consigo mismo; no se mueve porque se encuentra encadenado. Me diréis que son necesidades a las cuales yo le he amoldado, sujeciones que le he impuesto, y es verdad: le he sujetado al estado del hombre.
Emilio ama a Sofía, ¿pero cuáles son los primeros encantos que le han enamorado? La sensibilidad, la virtud, el amor de las cosas honestas. Si ama ese amor en su dama, ¿cómo le ha de haber perdido por sí mismo? ¿Qué precio se ha puesto Sofía? El de todos los afectos que son naturales en el corazón de su amante: la estimación de los verdaderos bienes, la frugalidad, la sencillez, el desinterés generoso, el menosprecio del fausto y las riquezas. Antes de que el amor le hubiera impuesto estas virtudes, Emilio ya las poseía. ¿Pues, en qué ha cambiado? Tiene nuevos motivos para ser el mismo, y únicamente en este punto se diferencia de lo que era antes.
No pienso que nadie que lea este libro con alguna atención crea que se han reunido por casualidad todas las circunstancias de la situación en que Emilio se encuentra. ¿Es casualidad el que, ofreciendo las ciudades tantas jóvenes amables, la que le gusta esté en un sitio tan lejano y aislado? ¿Es una casualidad el dar con ella? ¿Es una casualidad si se convienen? ¿Es casualidad si no pueden vivir en el mismo lugar? ¿Es casualidad si la ve tan pocas veces y está obligado a tantas fatigas para darse la satisfacción de verla? Decís que se afemina, y por el contrario se endurece, y es preciso que sea tan robusto como yo le he formado para resistir las fatigas que Sofía le hace sufrir. Vive a dos leguas de su casa, y esa distancia sirve de estímulo a su amor. Si viviesen puerta por puerta, o si pudiera ir a verla cómodamente sentado en un buen coche, tal vez por esa misma facilidad la amaría menos. ¿Habría querido morir Leandro por Hero si no les hubiera separado el mar? Ahorradme, lector, más detalles; si sois capaz de entenderme, los seguiréis sin vacilar.
Las primeras veces que fuimos a ver a Sofía, pedimos caballos para llegar más pronto, y nos pareció cómodo, y la quinta vez aún seguimos yendo a caballo. Nos esperan; a más de media legua de la casa vemos gente en el camino. Emilio observa, el corazón le late, se acerca, reconoce a Sofía, salta del caballo, corre, vuela y ya está con la amable familia. Emilio prefiere briosos caballos, y el suyo lo es; se siente libre y corre por el campo; yo le sigo, le alcanzo con mucha dificultad y me lo traigo. Sofía tiene miedo de los caballos y no me atrevo a acercarme a ella. Emilio no ve nada, pero Sofía le dice al oído el trabajo que ha dejado que se tome su amigo. Emilio acude avergonzado, coge los caballos y se queda atrás, pues es justo que le toque a cada uno su vez. Se va el primero para librarse de la montura. Dejando de esta manera a Sofía detrás, ya no encuentra que el caballo sea un medio tan cómodo, y vuelve jadeando y nos encuentra a mitad de camino.
Al siguiente viaje, Emilio ya no quiere más caballos. «¿Por qué? —le digo—; tomaremos un lacayo que cuide de ellos». «No —me contesta—; ¿hemos de aumentar los gastos de tan respetable familia? Ya veis que lo quieren mantener todo, hombres y caballos». «Es verdad —admito—; tienen la noble hospitalidad de la pobreza. Avarientos los ricos en medio de su fausto, sólo alojan a sus amigos, pero los pobres también alojan a los caballos de sus amigos». «Vamos a pie —dijo; ¿no tenéis ánimos para ello, vos que con tan buena voluntad compartís las fatigas de vuestro hijo?». «Con mucho gusto», le respondo al momento, y la verdad es que también a mí me parece que no se requiere tanto ruido para enamorar.
Al llegar hallamos a la madre y a la hija todavía más lejos que la primera vez. Hemos venido como el rayo; Emilio está empapado de sudor; una mano querida se digna enjugarle las mejillas con su pañuelo. Habían de sobrar caballos en el mundo antes de sentir otra vez la tentación de servirnos de ellos.
No obstante, es muy cruel el no poder permanecer juntos más tiempo que la tarde. El otoño se acerca y empiezan a ser más cortos los días. Por más que nos excusemos, no nos permiten que regresemos de noche, y cuando no venimos por la mañana, tenemos que irnos poco después de llegar. De tanto quejarnos, y compadeciéndose de nosotros, a la madre se le ocurre que no siendo posible alojarnos con decencia en su casa, tal vez se pueda encontrar en el lugar un albergue para pasar algunas veces la noche. Al oír estas palabras, Emilio da palmadas y salta de alegría, y Sofía le da más besos que nunca a su madre el día que se le ocurre esta solución.
Poco a poco se establecen y consolidan entre nosotros la dulzura de la amistad y de la inocencia. Los días señalados por Sofía o por su madre, regularmente voy con mi amigo, pero algunas veces le dejo que vaya solo. La confianza enaltece el alma y un hombre no debe ser tratado como una criatura. ¿Qué habría adelantado hasta aquí si mi alumno no mereciera mi total estimación? Algunas veces también yo voy sin él, y entonces se queda triste, pero no murmura, ¿pues de qué le valdrían sus quejas? Por otra parte sabe muy bien que yo no voy a perjudicar sus intereses. En lo que se refiere a lo demás, lo mismo si vamos juntos que separados, se entiende que no nos importa el tiempo, orgullosos por llegar en estado que no inspire lástima. Por desdicha, Sofía nos priva de este honor y nos prohíbe viajar con mal tiempo. Ésta es la única vez que la encuentro rebelde a las reglas que le dicto secretamente.
Un día que ha ido solo, y que yo no le esperaba hasta el siguiente, veo que llega la misma tarde y le digo mientras le abrazo: «Amado Emilio, ¿te vuelves con tu amigo?». Pero en vez de corresponder a mi halago me dice con acento de enfado: «No creáis que vuelvo tan pronto por mi gusto, sino contra mi voluntad. Ha querido que regresase, y lo hago por ella, no por vos». Enternecido con esta ingenuidad le abrazo otra vez, diciéndole: «Alma franca, amigo sincero, no me robes lo que me pertenece. Si vienes por ella, por mí lo dices; tu vuelta es obra suya, pero tu franqueza es mía. Conserva siempre ese candor de las almas nobles. Dejemos que piensen como quieran los indiferentes, pero es un delito consentir que un amigo nos agradezca lo que no hemos hecho por él».
Me guardo bien de disminuir a sus ojos el valor de esta confesión, encontrando en ella más amor que generosidad y diciéndole que no se quiere quitar tanto el mérito de esta vuelta como atribuírselo a Sofía. Pero me dice lo que siente su corazón sin que piense en ello; si ha vuelto despacio, y soñando en sus amores, Emilio es el fiel, el amante de Sofía; si llega de prisa, sofocado, aunque murmure por lo bajo, Emilio es el amigo de su mentor.
Por estas circunstancias se ve que mi joven está muy lejos de pasarse la vida al lado de Sofía y verla cuando quiera. Los permisos que le dan los limitan a un viaje o dos por semana, y sus visitas, que muchas veces no son más que de medio día, rara vez llegan al siguiente. Gasta más tiempo esperando verla o en disfrutar el placer de haberla visto, que en verla realmente. Del tiempo que emplea en sus viajes, pasa más en el camino que al lado de Sofía. Verdaderas, puras, deliciosas, pero más imaginarias que reales, sus satisfacciones irritan su amor sin entibiar su corazón.
Los días que no la ve no permanece ocioso y sedentario; esos días todavía es Emilio, y no está transformado. La mayor parte de las veces recorre las campiñas inmediatas, sigue su historia natural, observa, examina las tierras, sus producciones y su cultivo; compara las labores que ve con las que ya conoce y averigua los motivos de las diferencias; cuando juzga otros métodos que son preferibles a los usados en el país, se los enseña a los labradores; si propone un tipo de arado mejor, lo manda construir conforme a su dibujo; si encuentra una veta de marga les enseña su uso, ignorado en el país; muchas veces, él mismo pone mano a la obra; se quedan atónitos al contemplar que maneja con más habilidad que ellos sus aperos, que abre surcos más derechos y profundos que los suyos, que siembra con mayor igualdad y traza los arriates con más seguridad. No se burlan de él como de un peripuesto charlatán de agricultura, pues se dan cuenta de que verdaderamente sabe. En una palabra, su celo y sus afanes abrazan todo le bueno y útil, y no se limita a eso: visita las casas de los labradores, se informa de su estado, de sus familias, del número de sus hijos, de la extensión de sus tierras, de la naturaleza de las producciones, de su venta, de sus cargas y sus deudas. Da poco dinero, pues sabe que generalmente lo emplean mal, pero él mismo se cuida de su empleo y procura que les sea provechoso incluso contra su voluntad. Les ofrece operarios y muchas veces les paga los jornales para las labores que necesitan.
A uno le hace reparar o techar su choza medio agrietada, al otro desmontar su tierra abandonada por falta de medios, a éste otro le da una vaca, una mula, o unas reses que le compensen de las que ha perdido; dos vecinos que entablen un pleito, los persuade y reconcilia; si enferma un aldeano, le hace cuidar y le cuida él mismo; otro sufre la opresión de un vecino poderoso, y él lo recomienda y le ampara; si dos jóvenes pobres se quieren casar, les ofrece su ayuda para que se casen; si una infeliz mujer ha perdido a su hijo, le hace una visita, la consuela y la acompaña durante un largo rato; no desdeña a los miserables, y muchas veces come en casa de los rústicos que asiste, como también acepta las invitaciones de vecinos que no le necesitan; es el bienhechor de unos y amigo de otros, y nunca deja de ser el mismo. Por último; siempre hace tanto bien con su persona como con su dinero.
Alguna vez dirige sus paseos hacia la venturosa mansión; tal vez espere divisar a Sofía, verla paseando sin que ella lo advierta. Pero Emilio no gasta rodeos en su modo de obrar, ni sabe ni quiere eludir nada. Posee aquella amable delicadeza que con el buen testimonio de sí mismo alimenta el amor propio y le halaga. Cumple rigurosamente su destierro, y nunca se acerca lo suficiente para alcanzar del acaso lo que sólo quiere deber a Sofía. En cambio, vaga placenteramente en las inmediaciones buscando de hallar las huellas de los pasos de su amada, enterneciéndose con la molestia que se ha tomado y las caminatas que ha realizado por condescendencia de él. La víspera de los días que la debe ver, entra en un caserío inmediato a preparar una merienda para el día siguiente. Dirige su paseo hacia esta parte como por casualidad, entran en el caserío, y se encuentran con frutas, pasteles y nata. Estas atenciones complacen mucho a la golosa Sofía, y agradece nuestra previsión, pues yo siempre tomo parte en el cumplimento, aunque no haya tenido ninguna en la diligencia que la motiva, pero es una astucia de muchacha para dar las gracias con mas afecto. Su padre y yo comemos unos bollos y bebemos vino, pero Emilio se pega a las mujeres, estando siempre al acecho para coger el plato de nata en el que Sofía haya metido la cuchara.
A propósito de bollos, hablo a Emilio de sus antiguas carreras. Sienten curiosidad para saber en qué consistían estas carreras; lo explico, se ríen y le preguntan si todavía sabe correr. Mejor que nunca, responde, y sentiría mucho haberlo olvidado. Alguno de los presentes tiene muchas ganas de verle correr y no se atreve a decirlo; otro se encarga de la propuesta, y la acepta; se reúne a dos o tres mozos de las inmediaciones, se fija un premio, y para imitar mejor los antiguos juegos, se pone un bollo encima de la meta. Cada uno ya está preparado; el padre da la señal con una palmada. El ágil Emilio atraviesa el viento, y llega al final de la carrera cuando los otros tres patanes acaban de arrancar. Emilio recibe el premio de las manos de Sofía, y no menos generoso que Eneas, reparte dádivas a los vencidos.
En medio de los aplausos del triunfo, Sofía se atreve a desafiar al vencedor, y se jacta de correr tanto como él. Emilio acepta, y mientras ella se dispone para la carrera, levantándose un poco la falda, y con más deseos de mostrar a Emilio una pierna bien formada que de vencer en la carrera, mira si queda demasiado corto el vestido, él dice una palabra al oído de su madre, que sonríe, y le hace una señal de aprobación. Luego se pone al lado de su competidora, y tan pronto como se da la señal, la ve que parte ligera como un pájaro.
Las mujeres carecen de disposición para correr, y cuando huyen es para que las alcancen. La carrera no es lo único que hacen sin habilidad, pero sí que es lo único que hacen sin gracia; sus codos echados atrás y pegados al cuerpo les dan una postura ridícula y los altos tacones sobre los cuales se empinan les dan una apariencia de saltamontes que quieren correr sin dar saltos.
Emilio no se imaginaba que Sofía corriese mejor que otra mujer, y no se digna moverse de su sitio, viéndola partir con una sonrisa burlona. Pero como Sofía es ágil y no lleva tacones, no necesita ningún artificio para que se vea la pequeñez de su pie, y se aleja con tal velocidad que él apenas tendrá tiempo para alcanzar a esta nueva Atalanta. Por fin se lanza adelante, como el águila que se arroja sobre la presa, la sigue, casi tropieza con ella cuando la alcanza y se ve cómo jadea; le ciñe con suavidad el cuerpo con su brazo izquierdo, la levanta como una pluma y, estrechando sobre su pecho la dulce carga, termina de este modo la carrera, pero haciendo que sea ella quien primero toque la meta, y grita: ¡Victoria por Sofía!»; seguidamente dobla la rodilla ante ella y se reconoce vencido.
A estas diversas ocupaciones se añade la del oficio que hemos aprendido. Por lo menos un día a la semana, y todos aquellos en que el mal tiempo no nos permite salir al campo, Emilio y yo vamos a trabajar en casa de un maestro. No trabajamos por cumplido y como personas superiores a esta condición, sino de veras y como verdaderos artesanos. La vez que recibimos la visita del padre de Sofía, nos encuentra trabajando, y no deja de contar con admiración a su hija y a su esposa lo que ha visto. «Id a ver —les dice— a ese joven al taller y veréis si tiene en poco la condición de pobre». Podéis imaginar si Sofía oiría con satisfacción estas razones. Halan de ello y quisieran cogerle trabajando. Indirectamente me preguntan y, habiéndose informado del día fijo, la madre y la hija toman un coche y el día señalado vienen a la ciudad.
Al entrar en el taller, Sofía descubre al otro extremo a un joven con una blusa, despeinado y tan ocupado en lo que está haciendo que no la ve; se detiene y hace una seña a su madre; Emilio con un escoplo en una mano y el martillo en la otra, concluye una muesca; luego asierra una tabla y pone una parte de ella sobre el banco para cepillarla. Este espectáculo tan respetable no hace reír a Sofía, sino que la emociona. Mujer, honra a tu jefe; él es quien trabaja para ti, quien te gana el pan y quien te mantiene; ése es el hombre.
Mientras le observan, yo me doy cuenta de ellas, tiro a Emilio de una manga, se vuelve y las ve, arroja las herramientas y de un salto llega hasta a ellas, dando un grito de júbilo. Luego de sus primeros arrebatos, las hace sentar y se vuelve a su trabajo, pero Sofía no puede estar sentada, y recorre el taller, lo mira todo, toca las tablas pulimentadas, pisotea las astillas del suelo, mira nuestras manos, y después dice que ese oficio le gusta porque es limpio. La locuela también quiere imitar a Emilio. Con su débil y blanca mano empuja el cepillo sobre la tabla, pero le resbala y no prende. Cree que ve al amor riéndose en los aires, batiendo las alas y gritar alegremente: «Hércules está vengado».
Entre tanto, la madre hace preguntas al jefe: «Señor maestro, ¿cuánto paga usted a esos oficiales?». «Señora, les doy un franco diario a cada uno y comida, pero si ese joven quisiera, ganaría mucho más, pues es el mejor oficial de esta tierra». «¿Un franco al día y la comida?», dice mirándonos enternecida la madre. «Sí, señora», afirma el maestro. Al oír estas palabras, corre hacia Emilio, le abraza casi llorando y repitiendo varias veces: «¡Hijo mío, hijo mío…!».
Después de pasar Emilio un rato en conversación con nosotros, pero sin dejar el trabajo, la madre dice que hay que irse, pues es ya tarde y las estarán esperando. Luego se acerca a Emilio y, dándole una palmadita en la mejilla, le dice: «Buen oficial, ¿no quiere venir con nosotras?». Él responde con voz muy triste: «He dado mi palabra; dígaselo usted al maestro». Le preguntan al maestro si nos deja ir, y responde que no puede. «Tengo —dice—, un trabajo que urge y debo entregarlo pasado mañana. Contando con estos señores, no he admitido a otros trabajadores que se me han presentado, si éstos me faltan no sé dónde encontrar otros y no podré entregar la obra el día que he prometido». La madre no replica y espera a que hable Emilio, quien baja los ojos y calla. «Señor —le dice, sorprendida por su silencio—, ¿no dice usted nada?». Emilio mira con tiernos ojos a la hija y responde sólo estas palabras: «Usted ya ve que debo quedarme». Al oírle, ellas se van y nos dejan. Emilio las acompaña hasta la puerta, las sigue con los ojos hasta perderlas de vista, suspira y vuelve a su trabajo sin hablar.
Ya en el camino y contrariada, la madre habla a su hija de lo absurdo del procedimiento. «¿Cómo?, ¿era tan difícil contentar al maestro sin verse obligado a quedarse? ¿Un joven tan pródigo, que tira sin necesidad el dinero, no encuentra la solución que conviene?». «Mamá —responde Sofía—, no quiera Dios que Emilio conceda tanto poder al dinero, valiéndose de él para romper sus compromisos personales, para faltar impunemente a su palabra y hacer que otro falte a la suya. Estoy segura de que fácilmente resarciría al jefe del ligero perjuicio que le causaría su ausencia, pero obrando de este modo sometería su alma a las riquezas, se acostumbraría a dejar a un lado sus obligaciones y a creer que el que paga está dispensado de todo. Emilio tiene otro modo de pensar y espero que yo no seré la causa de que cambie. ¿Creéis que no le ha dolido tenerse que quedar? Él ha hecho eso por mí; me lo han dicho muy bien sus ojos».
Esto no quiere decir que Sofía sea indulgente en los verdaderos sentimientos del amor; por el contrario, es imperiosa, exigente, y antes preferiría no ser amada que serlo a medias. Tiene el noble orgullo del mérito propio, y lo estima y quiere ser correspondida como él corresponde. Desdeñaría a un corazón que la amase por sus encantos más que por sus virtudes, un corazón que no la prefiriese a todo lo demás. No ha querido un amante que sólo obedeciese la ley de ella; quiere reinar en un hombre que no haya cambiado. Es así como Circe desprecia a los compañeros de Ulises que ella ha humillado y sólo se entrega a él, a quien no ha podido cambiar.
Pero dejando aparte este inviolable y sagrado derecho, excesivamente celosa de todos los suyos, Sofía observa con qué escrúpulos los respeta Emilio, con qué fervor cumple su voluntad, con qué facilidad la adivina; con qué puntualidad llega en el instante convenido; no quiere que se retarde ni que se adelante, sino que sea puntual. Adelantarse es preferirse a ella; retrasarse es un desaire. ¡Desairar a Sofía! No ocurriría dos veces. La injusta sospecha de un desaire los puso al borde de una ruptura, pero Sofía es sensata y sabe reparar sus faltas.
Una tarde nos esperan; Emilio ha recibido la orden. Vienen a recibirnos y no llegamos. ¿Qué ha pasado? ¿Qué desgracia les habrá sucedido? Nadie les da noticias y pasan las horas esperándonos. La pobre Sofía nos cree muertos, se desconsuela, se atormenta y no para de llorar. Al anochecer, mandan a un mensajero para informarse de nosotros y les lleve noticias nuestras a la mañana siguiente; el enviado es seguido de otro nuestro, que les presenta nuestras excusas y diciéndoles que estamos bien. Poco más tarde, aparecemos. Entonces la escena cambia; Sofía enjuga sus lágrimas, y si las vierte son de ira. Su altivo corazón no ha ganado nada con torturarse; Emilio vive y ha hecho que ella le esperara inútilmente.
Cuando llegamos quiere encerrarse. Le mandan que se quede, y tiene que obedecer, pero en seguida toma una decisión, y finge una alegría que engañaría a otros. Su padre viene a recibirnos, y nos dice: «Mucha angustia nos han hecho pasar, amigos; aquí hay quien no se lo perdonará fácilmente». «¿Quién es, papá?», pregunta Sofía, sonriendo, sin que su sonrisa le pase de los labios. «¿Qué importa —contesta su padre—, mientras no seas tú?». Sofía calla y se fija en su labor. Su madre nos recibe con frío y estudiado gesto; Emilio, cortado, no se atreve a acercarse a Sofía, pero ella le habla, le pregunta cómo está, le invita a que se siente y disimula de tal modo que el pobre joven, que todavía no conoce el lenguaje de las vehementes pasiones, se desconcierta de tanto aplomo, y casi se indigna más de lo que lo está ella.
Para apaciguarle voy a coger la mano de Sofía y quiero llevármela a los labios, como hago algunas veces, pero ella la retira bruscamente y exclama: «¡Señor!», en un tono tan vivo, que este involuntario movimiento la descubre al instante a los ojos de Emilio.
La misma Sofía, viendo que se ha traicionado, se apacigua un poco. Su aparente serenidad se convierte en un irónico desdén. A todo lo que le dicen responde con monosílabos, insegura la voz, como temerosa de que se advierta su indignación. Emilio, muerto del susto, la mira con dolor y trata de que ella le mire a los ojos y lea sus nobles sentimientos. Más irritada Sofía con su confianza, le dirige una mirada que le quita el deseo de pedirle otra. Confundido y temblando, Emilio no se atreve a mirarla, ni hablarle, pues aunque no tenga ninguna culpa, si hubiera soportado su cólera, ella no se lo hubiera perdonado nunca.
Entonces, viendo yo que ha llegado mi hora, y que hay que explicarse, vuelvo a Sofía. Cojo otra vez su mano, que ya no la retira porque le falta poco para desmayarse, —y le digo con suavidad— «Querida Sofía, somos desgraciados, pero vos sois razonable y justa, y no debéis juzgarnos sin antes oírnos; escuchadnos». Ella no responde, y yo le digo esto:
«Salimos ayer a las cuatro, teníamos que llegar aquí a las siete, y siempre nos tomamos más tiempo del necesario para poder descansar cuando estamos ya cerca. Habíamos andado las tres cuartas partes del camino cuando llegaron a nuestros oídos unos dolorosos lamentos que salían de un barranco cercano. Acudimos a los gritos, y hallamos a un desventurado aldeano que, volviendo de la ciudad un poco bebido, había caído y se había roto una pierna. Dimos voces llamando a gente, pero nadie contestó; probamos de montarlo en el caballo y no pudimos; al menor movimiento, el desventurado chillaba de dolor. Decidimos atar al caballo en un rincón del bosque y, haciendo cama con nuestros cuatro brazos, cogidas las manos, cargamos al desgraciado y anduvimos muy despacio, siguiendo sus indicaciones, por el camino que le llevaba a su casa. El trecho era largo y tuvimos que descansar muchas veces. Al fin llegamos, rendidos de fatiga, y nos encontramos con la triste sorpresa de ver que conocíamos la casa, pues el infeliz que con santo cuidado llevábamos era el mismo que tan cordialmente nos recibió el primer día de nuestra visita a esta casa. La turbación de los tres, hizo que no nos reconociésemos hasta entonces.
»No tenía más que dos críos que no le podían auxiliar en nada, y como su mujer estaba próxima a dar a luz al tercer hijo, se asustó de tal modo al verle, que se sintió con agudos dolores y alumbró poca horas después. ¿Qué podíamos hacer en una apartada choza donde no era posible esperar ningún socorro? Emilio fue a buscar el caballo que habíamos dejado en el bosque y corrió a llamar a un médico, al que le dio el caballo; y no habiendo podido encontrar a una mujer que los cuidase, volvió a pie con un criado, después de despacharos un propio, mientras que yo, apurado como os podéis figurar, entre un hombre con la pierna rota y una mujer que iba de parto, disponía lo que creía que, era necesario para ayudar a los dos.
»No os contaré con detalle lo demás, pues eso ya no importa. Eran las dos de la madrugada antes de que consiguiésemos que el uno y el otro descansaran un poco. En fin, que hemos llegado antes del amanecer a nuestro albergue, aquí cerca, donde hemos esperado la hora de que estuvieseis despierta para daros cuenta de nuestro accidente».
No digo más, pero antes de que nadie hable, Emilio se acerca a su amada, y con una firmeza que yo no hubiera esperado, le dice a ella: «Sofía, sois árbitro de mi suerte, bien lo sabéis. Podéis matarme de pesar, pero no esperéis que me olvide de los derechos de la humanidad, más sagrados para mí que los vuestros y a los cuales nunca renunciaré por vos».
Sofía, en vez de contestarle, se levanta, le ciñe el cuello con un brazo, le besa una mejilla y, tendiéndole la mano, le dice: «Emilio, toma esta mano; es tuya. Serás, cuando tú quieras, mi esposo y mi dueño, y yo trataré de merecer ese honor».
Apenas le ha abrazado, cuando su padre, encantado, da palmadas, gritando: «Otro, otro», y Sofía, sin hacerse rogar, le da dos besos en la otra mejilla, pero al momento, asustada con lo que acaba de hacer, se echa a los brazos de su madre, y en el seno maternal esconde su rostro, rojo de vergüenza.
No describiré la común alegría, pues todo el mundo se lo puede imaginar. Después de comer, Sofía pregunta si la casa de esos pobres enfermos está muy lejos, para ir a visitarlos. Sofía quiere, y es una buena obra. Vamos allá y los encontramos a cada uno en una cama, pues Emilio hizo traer una, y hallamos gentes que los cuidan, que Emilio también ha buscado. Pero hay tal desorden, que sufren por lo incómodo y por su situación. Sofía busca un delantal de la buena mujer y arregla su cama; después hace lo mismo con el hombre, y su tierna y hábil mano sabe encontrar lo que le duele y consigue la postura que le permita descansar mejor. Cuando ella se les acerca, se sienten más aliviados. Ahora esta delicada joven, no siente asco ni de la suciedad ni del mal olor, y lo limpia todo sin pedir ayuda y sin molestar a los enfermos. Siempre tan modesta y a veces tan desdeñosa, que ni por todo el oro del mundo habría tocado con la punta del dedo la cama de un hombre, mueve y da vueltas al herido sin ningún escrúpulo, le coloca en una posición más cómoda para que pueda descansar mucho tiempo. El celo de la caridad le va bien a la modestia; lo que hace, lo hace con tal habilidad y ligereza, que el enfermo se siente aliviado sin casi darse cuenta de que le hayan tocado. El marido y la mujer bendicen a la amable joven que les sirve, que les compadece y los consuela. Es un ángel del cielo que Dios les ha enviado, en su angelical rostro, hay gracia, dulzura y bondad. Enternecido, Emilio la mira en silencio. Hombre, ama tu compañera; Dios te la ofrece para que te consuele en tus penas, para que te alivie en tus males, y eso es la mujer.
Se bautiza al recién nacido. Los dos amantes son los padrinos, y sólo desean proteger a otras criaturas. Sueñan en el instante tan deseado, y todos los escrúpulos de Sofía han desaparecido…, pero empiezan los míos. Aún no han llegado adonde creen, y a cada uno le espera su turno.
Una mañana, después de dos días sin verse, entro en la habitación de Emilio con una carta en la mano y le digo, mirándole fijamente: «¿Qué haríais si os dijesen que ha muerto Sofía?». Da un grito terrible, se levanta descompuesto, y sin contestar, me mira aterrado. Continúo con la misma tranquilidad, le digo que conteste y, enfurecido ante mi frialdad, se me acerca mirándome con ira, se detiene y su gesto es una amenaza. «¿Qué haría? No lo sé, pero sí sé que no volvería a ver en mi vida a quien me lo hubiese dicho». «Tranquilizaos —le respondo sonriendo—, pues vive, está bien, piensa en vos y nos espera esta tarde. Pero vamos a dar un paseo y hablaremos».
La pasión que tanto le absorbe no le permite entregarse como antes a diálogos en los que se considera todo, y debo despertar su interés para estudiar su misma pasión, a fin de que ponga atención en mis lecciones. Con este terrible preámbulo estoy seguro de que me escuchará.
«Hay que ser feliz, querido Emilio; el fin de todo ser sensible es ése, el primer deseo que nos imprimió la naturaleza y el único que no nos abandona. ¿Pero dónde está la felicidad? ¿Quién lo sabe? Todos la buscan y nadie la encuentra. Pasamos la vida corriendo tras ella y morimos sin alcanzarla. Querido joven, cuando naciste, tomándote en mis brazos y poniendo a Dios por testigo, prometí que me disponía a sacrificar mi vida por tu felicidad. ¿Sabía yo a 1o que me obligaba? No lo sé, pero sabía que haciéndote feliz, yo también lo sería. Velando por ti, velaría por los dos.
»Mientras ignoramos lo que debemos hacer, la sabiduría consiste en permanecer en la inacción. Ésta es entre todas las máximas la más necesaria al hombre y la que menos sabe seguir. Buscar la felicidad ignorando dónde está exponerse a huir de ella y correr tantos peligros como sendas hay para descarriarse. Pero a todo el mundo le es posible estar quieto. En la inquietud del deseo por nuestro bienestar preferimos engañarnos corriendo tras él antes que dejar lo que sea para encontrarlo, y una vez nos alejamos de donde está, ya no sabemos retroceder.
»Traté de evitar el mismo error con la misma ignorancia. Cuidando de ti, determiné no dar un paso inútil e impedir que lo dieras tú. No me aparté de la senda de la naturaleza, puesto que ella me enseñaba la senda de la felicidad. Ha resultado que eran una misma y que sin pensarlo la había seguido.
»Sé mi testigo, sé mi juez, y jamás te recusaré. Tus primeros años no han sido sacrificados a los que debían venir después, y has disfrutado de todos los bienes que la naturaleza te había otorgado. De los males a que te sujeto, y los que he podido evitar, sólo has sufrido los que podían endurecerte para los demás. No has soportado ninguno que no fuera para evitar otro mayor. No has conocido ni el odio ni la esclavitud; contento y libre, has sido justo y bueno pero el pesar y el vicio son inseparables y solo son malvados los desgraciados. Ojalá que el recuerdo de tu infancia te dure hasta la vejez. Espero que tu buen corazón siempre se acordará de ella para bendecir la mano que la dirigió.
»Al entrar en la edad de uso de razón, te guardé de la opinión de los hombres; al hacerse sensible tu corazón, te preservé del imperio de las pasiones. Si hubiera podido prolongar esta interior tranquilidad hasta el fin de tu vida, yo habría afirmado mi obra y siempre serías todo lo feliz que un hombre puede ser, pero en vano, querido Emilio, he templado tu alma en la Estigia, pues no he conseguido hacerla invulnerable por todas partes; se presenta un nuevo enemigo que aún no has aprendido a vencer y del que no puedo liberarte. Ese enemigo eres tú mismo. La naturaleza y la fortuna te habían dejado libre. Podías soportar la miseria, sufrir los dolores corporales y desconocías los del espíritu; no estabas obligado más que a tu condición humana, y ahora lo estás con todos los vínculos en que tú te has atado; al aprender a desear, te has convertido en esclavo de tus deseos. Sin que cambie nada en ti, sin que nada te ofenda, sin que nada toque tu ser, muchos sinsabores pueden ensombrecer tu alma. Muchos dolores puedes sentir sin estar enfermo y muchas muertes puedes padecer sin morir. Una mentira, un error, una duda, puede conducirte a la desesperación.
»En el teatro has visto a los héroes, víctimas de grandes dolores, que ensordecen con sus alaridos, que se afligen como mujeres, que lloran como criaturas y se ganan el aplauso del público. Recuerda la sorpresa que estas lamentaciones, estos clamores y estas quejas te causaban en hombres de los que sólo los actos de constancia y de entereza debían esperarse. Decías, indignado, si eran los ejemplos que querían que siguiésemos, los modelos que debíamos imitar. “Temen que el hombre no sea lo bastante mezquino, desventurado y débil, y todavía vienen a exaltar a su flaqueza con la falsa imagen de la virtud”, agregabas. Pues, querido joven, de hoy en adelante sé más indulgente con el teatro del mundo, que ya eres uno de sus héroes.
Sabes sufrir y morir, sabes soportar la ley de la necesidad en los males físicos, pero aún no han impuesto leyes a los apetitos del corazón, y los pesares de nuestra vida, más que de nuestras necesidades, nacen de nuestra casi nula fuerza. El hombre está unido con mil cosas por sus anhelos, y por sí mismo no lo está con nada, ni siquiera con su misma vida; cuanto más aumenta sus vínculos, más multiplica sus penas. Por la tierra todo pasa rápidamente; todo lo que amamos, tarde o temprano ha de faltarnos, y sentimos ese amor como si hubiera de durar eternamente. ¡Qué terror ante la sospecha de la muerte de Sofía! ¿Has creído que ha de vivir siempre? ¿No muere ninguna a sus años? Tiene que morir, hijo mío y quizá antes que tú, y, ¿quién sabe si en este momento vive? La naturaleza te había sujetado a una sola muerte, y tú te sujetas a una segunda, y te hallas en el caso de morir dos veces.
»Sometido así a tus desordenadas pasiones, ¡qué compasión merecerás! Siempre privaciones, pérdidas y sobresaltos, nunca disfrutarás de lo que te han dejado. El temor de perderlo todo evitará que poseas nada, y por haber querido seguir tus pasiones, nunca podrás satisfacerlas. Siempre desearás el sosiego, y huirá siempre de ti; serás desgraciado y te volverás malo. ¿Y cómo podrías no serlo si no tienes otra ley que tus desenfrenados deseos? Si no puedes sufrir las privaciones involuntarias, ¿cómo te has de imponer las voluntarias? ¿Cómo has de sacrificar tu inclinación y resistirte a tu corazón por escuchar la razón? Tú, que ya no quieres ver al que te anunciase la muerte de tu amada, ¿cómo verías a quien quisiera quitártela viva, a quien se atreviese a decirte que para ti ha muerto? Si forzosamente has de vivir con ella, sea o no casada Sofía, seas tú libre o no, te ame o te deteste, que te la den o te la nieguen, nada importa que tú la quieras; es forzoso que la poseas a cualquier precio. Dime, pues, ¿en qué delito incurre el que no sigue otras leyes que los ímpetus de su corazón y a nada de lo que desea sabe resistirse?
»Hijo mío, no existe felicidad sin valor, ni virtud sin resistencia. La palabra “virtud” viene de “fuerza”, y la fuerza es la base de toda virtud. La virtud sólo pertenece a un ser débil por su naturaleza y fuerte por su voluntad, y aunque digamos que Dios es bueno, no le llamamos virtuoso, porque para obrar bien no necesita hacer esfuerzo alguno. He esperado a que estuvieses en la edad de entenderme para explicarte esta palabra tan profana. Cuando no cuesta nada practicarla hay poca necesidad de conocer la virtud. Esta necesidad llega cuando las pasiones se despiertan, y para ti ya ha llegado.
»Educándote con toda la sencillez de la naturaleza, en lugar de prescribir penosas obligaciones, te he preservado de los vicios que hacen penosas estas obligaciones; he hecho que aborrezcas la mentira porque es inútil; te he enseñado a darle a cada uno lo suyo y a no interesarte por lo que no es tuyo, y antes he tratado de que fueses bueno que virtuoso. Pero el que es bueno y no disfruta siéndolo, no se mantiene en esa situación; la bondad se rompe y muere con el choque de las pasiones, y el hombre que no únicamente es bueno, sólo es bueno para sí mismo.
»¿Pues cuál es el hombre virtuoso? El que sabe vencer sus afectos, porque entonces sigue la norma de la razón y de la conciencia, cumple con su deber, persiste fiel al orden y nada puede apartarle de él. Hasta aquí tu libertad sólo era aparente; poseías la ínfima libertad de un esclavo a quien no han ordenado nada. Ahora aprende a ser dueño de ti y a ser efectivamente libre. Manda, Emilio, en tu corazón, y serás virtuoso.
»He aquí otro aprendizaje que te espera, más penoso que el primero, pues la naturaleza nos libra de los males que nos impone, o nos enseña cómo hay que sufrirlos; mas en los que provienen por nuestra causa, no nos ayuda, nos abandona a nosotros mismos, dejando que, víctimas de nuestras pasiones, nos rindamos a nuestros inútiles dolores, y aun nos desahogamos con llantos que debieran avergonzarnos.
»Ésta es tu primera pasión, y quizá la única digna de ti. Si como hombre sabes regirla, será la última; dominarás las demás y sólo obedecerás la que atañe a la virtud.
»Sé que esta pasión no es culpable y que es tan pura como las almas que la sienten. La honestidad la crea y la inocencia la nutre. ¡Venturosos amantes! Los encantos de la virtud no tienen otros efectos que la de aumentar en vosotros los del amor, y el suave yugo que os aguarda es unía recompensa que proviene más de vuestro recato que de vuestro cariño. Pero dime, hombre sincero, ¿no te ha dominado esa pasión tan pura? ¿No te ha hecho su esclavo? Y si mañana dejara de ser inocente, ¿la estrujarías en el acto? Ha llegado la hora de probar tus fuerzas, pues debe hacerse cuando es necesario. Los peligros deben afrontarse antes de que sea tarde. El soldado no se ejercita para la lucha delante del enemigo, sino que se dispone antes de la guerra y cuando se presenta ya está preparado.
»El distinguir las pasiones en lícitas y prohibidas, para abandonarse a las primeras y negarse a las otras, es un error. Para quien las sabe dominar, todas son buenas, como son malas para el que se deja vencer por ellas. Lo que nos tiene vedado la naturaleza, es extender nuestros lazos más allá de lo que permiten nuestras fuerzas; lo que rechaza la razón es pretender lo que no podemos alcanzar; lo que nos prohíbe la conciencia no son las tentaciones, sino que nos dejemos vencer por ellas. El tener o no tener pasiones no depende de nosotros, pero sí depende de nosotros el regularlas. Todos los sentimientos que sepamos dominar son legítimos, y despreciables todos los que nos dominan. Un hombre no peca por amar a la mujer de otro si sujeta esta desdichada pasión a la ley del deber, pero sí peca cuando ama a su propia mujer hasta el extremo de sacrificarlo todo a su amor.
»No esperes de mí largos preceptos de moral; sólo tengo que darte uno y ése comprende todos los demás. Sé hombre; limita tu deseo a los límites de tu condición. Estudia y conoce estos límites, pues si uno se encierra en ellos, por estrechos que sean, nunca será infeliz, pero lo es el que los rebasa, el que con sus desatinados deseos cree posible lo que no lo es, el que se olvida de su estado de hombre para forjarse otro imaginario, del que ya no se libra. Los únicos bienes cuya privación nos es un sacrificio son aquéllos a los que creemos que tenemos derecho. La imposibilidad de poderlos alcanzar nos detiene y nos atormentan los deseos sin esperanza. Un mendigo no sufre con el deseo de ser rey, y un rey quiere ser Dios sólo cuando cree que es más que hombre.
»La fuente de nuestros mayores males son las ilusiones del orgullo, pero siempre nos modera la contemplación de la miseria humana. Permanece en su puesto, no se impacienta por salir de él, ni gasta inútilmente sus fuerzas para disfrutar lo que no puede conservar, y empleándolas todas en la posesión de lo que tiene, en realidad es más poderoso y rico en todo lo que desea con menos intensidad que nosotros. Siendo yo mortal y deleznable, ¿he de poner lazos con nudos externos sobre esta tierra, donde todo cambia, todo para y de donde desapareceré mañana? ¡Ah, Emilio, hijo mío!, si te perdiera, ¿qué es lo que quedaría de mí? Pero es preciso que me vaya acostumbrando a perderte, porque, ¿quién sabe cuándo me serás robado? ¿Quieres, pues, vivir feliz y sabio? No entregues tu corazón más que a la belleza, que nunca muere; limita tu condición, tus deseos, y que tus obligaciones sean antes que tus inclinaciones; extiende la ley de la necesidad a las cosas morales, aprende a perder lo que te pueden quitar, y a dejarlo todo cuando lo manda la virtud, a superar los acontecimientos adversos antes de que destrocen tu corazón, a ser fuerte en las horas difíciles, a someterte a tu obligación para no ser un delincuente. Entonces serás feliz a despecho de la fortuna y feliz y sabio a pesar de las pasiones; entonces, en la misma posesión de los bienes frágiles, encontrarás un deleite que nada podrá perturbar; los poseerás sin que te posean, y sabrás que el hombre de quien todo huye, sólo goza de lo que sabe perder. Es verdad que carecerás de los placeres imaginarios, pero también te librarás de los sufrimientos que producen. De este cambio sacarás mucha ventaja, porque los sufrimientos son reales y frecuentes, y los placeres son raros y vanos. Vencedor de tantas opiniones falaces, también lo serás de la que tanto premio atribuye a la vida; pasarás la tuya sin turbación y la terminarás sin espanto; sabrás desprenderte de ella como de todas las cosas. Otros, invadidos por el terror, piensan que dejan de existir cuando la dejan, pero tú, consciente ya de que la vida no tiene ningún valor, creerás que comienzas a vivir. La muerte es el fin de la vida del malvado y el principio de la del justo».
Temiendo de este preámbulo alguna conclusión siniestra, Emilio me escucha con una atención mezclada de inquietud. Tiene el presentimiento de que, habiéndole expuesto la necesidad de ejercitar la fuerza de ánimo, le quiero sujetar a esta dura prueba, y como el herido que se estremece al ver acercarse al cirujano, ya cree sentir la dolorosa mano en su llaga, que, benéfica, impide que se gangrene. Irresoluto, perturbado, ansioso por saber adónde quiero ir a parar, en vez de responder, me pregunta con miedo. «¿Qué es lo que hay que hacer?». «Lo que conviene hacer —le respondo con firmeza—, es dejar a Sofía». «¿Qué decís? —exclama arrebatado—; ¡dejar a Sofía!, ¡abandonarla, engañarla, ser un hombre falso, un traidor, un perjuro…!». «¿Cómo? —le replico, interrumpiéndole—, ¿piensas aprender de mí a merecer esos nombres?». «No —continúa con el mismo ímpetu—; ni de vos ni de nadie, pues yo sabré, para conservar vuestra obra, no merecerlos».
Esa irascibilidad ya la esperaba yo, y sin inquietarme, dejo que se le pase. Si no tuviese la moderación que le predico, mal me estaría predicársela. Emilio me conoce muy bien para creerme capaz de exigirle nada que sea malo, y también sabe que obraría muy mal si dejara a Sofía, en el sentido que le da a esa palabra. Por lo tanto espera que yo me explique. Entonces reanudo mi discurso.
«¿Creéis, querido Emilio, que un hombre puede ser, en cualquier situación en que se encuentre, más feliz que lo que lo sois vos desde hace tres meses? Si lo pensáis, debéis desengañaros. Antes de gozar de los deleites de la vida, tenéis ya vacío el vaso de la felicidad. No hay más de lo que ya habéis gozado. La felicidad de los sentidos es transitoria; el estado del corazón siempre pierde con ella. Habéis gozado más con la esperanza que lo que nunca gozaréis en realidad. La imaginación, que cubre todo lo que deseamos, en la posesión la abandona. Fuera del único ser existente para él, no hay nada más hermoso que lo que no existe. Si ese estado hubiese podido durar siempre, habríais hallado la suma felicidad. Pero habéis de saber que todo lo que depende del hombre se resiente de su miseria; todo termina, todo es efímero en la vida humana, y aun cuando el estado que nos hace felices durara sin cesar, el hábito de gozarlo nos quitaría el gusto de poseerlo. Si en el exterior nada sufre ningún cambio, sí cambia el corazón; la dicha nos deja o la dejamos nosotros.
»Mientras duraba vuestro delirio, el tiempo transcurría sin que os dieseis cuenta, pero el verano se acaba y se acerca el invierno. Aun cuando pudiéramos repetir nuestras caminatas en tan mala estación, no nos lo consentirían. Por fuerza, aun a pesar nuestro, tenemos que cambiar el modo de vivir. Observo en vuestros impacientes ojos que esta dificultad no os preocupa mucho; el consentimiento de Sofía y vuestros propios deseos os indican un medio fácil para evitar la nieve y no tener que hacer más caminatas para ir a verla. El expediente sin duda resulta cómodo, pero llegada la primavera la nieve se derrite y el noviazgo sigue, pero hay que pensar en todas las estaciones del año.
»Queréis casaros con Sofía y todavía no hace cinco meses que la conocéis. Queréis casaros, no porque os conviene ella, sino porque os gusta, como si el amor no se engañase nunca acerca de las conveniencias, y como si nunca los que empiezan amándose acabasen despreciándose. Es virtuosa, lo sé, ¿pero basta con eso? ¿Es suficiente el ser personas honestas para avenirse? No es de su virtud de lo que dudo, sino de su carácter. ¿El de una mujer se revela en un día? ¿Sabéis en cuántas situaciones hay que verla para conocerla bien? Cuatro meses de cariño, ¿os responden de la vida entera? Dos meses de ausencia tal vez sean suficientes para que os olvide, y quizá otro espera a que estéis lejos para borraros de su pecho; acaso cuando volváis la encontraréis tan indiferente como hasta ahora la habéis hallado sensible. Los afectos no dependen de los principios; puede seguir siendo muy digna y dejar de amaros. Yo me inclino a creer que será constante y fiel, ¿pero quién os responde de ella, y quién le responde a ella de vos mientras no habéis llegado a las mayores pruebas? Para la prueba, ¿esperáis que sea inútil? Para conoceros, ¿esperáis a cuando ya no os podréis separar?
»Sofía aún no tiene dieciocho años y vos acabáis de cumplir veintidós; esta edad es la del amor, pero no la del matrimonio. ¡Qué padre y madre de familia! Para saber educar niños, esperad por lo menos que no lo seáis. ¿Sabéis cuántos jóvenes han visto su salud alterada y cuántas han muerto a causa de un embarazo precoz? ¿Ignoráis cuántos niños, por no haber tomado su primera sustancia de un cuerpo lo suficientemente desarrollado, han vivido endebles y enfermizos? Cuando el crecimiento de la madre y el del hijo vayan a la par, y se reparte la sustancia necesaria para el incremento de cada uno, ni a él ni a ella les llega lo que señala la naturaleza, ¿y cómo es posible, entonces, que los dos no sufran? O conozco muy mal a Emilio, o querrá tener más tarde hijos y mujer robustos en vez de que su impaciencia sacrifique su vida y su salud.
»Hablemos de vos, Emilio. Aspiráis al estado de esposo y padre, ¿pero habéis pensado en vuestras obligaciones? Haciéndoos cabeza de familia, os vais a hacer miembro del Estado. ¿Y qué es ser miembro del Estado? ¿Lo sabéis? Habéis estudiado vuestras obligaciones de hombre, ¿pero conocéis las de ciudadano? ¿Sabéis qué cosa es Gobierno, leyes y patria? ¿Sabéis a qué precio os es lícito vivir y por quién debéis morir? Creéis que todo lo habéis aprendido y todavía no sabéis nada. Antes de tomar asiento en el orden civil, aprended a conocerlo y a saber qué puesto os corresponde.
»Emilio, hay que dejar a Sofía; no digo abandonarla, aunque si fueseis capaz, para ella sería una gran dicha no casarse con vos; es preciso dejarla para volver siendo digno de ella. No seáis tan vano pensando que ya la merecéis. —¡Con lo que aún tenéis que hacer! Venid a desempeñar esta noble tarea, venid a aprender a sufrir la ausencia—, venid a ganar el premio de la fidelidad, para que al volver podáis honraros por algo junto a ella, y pedir su mano, no como una gracia, sino como una recompensa».
No acostumbrado todavía a luchar contra sí mismo, aún inexperto en desear una cosa y querer otra, el joven no se rinde y se resiste, diciendo: «¿Por qué he de rehusar la felicidad que me espera? ¿No sería desdeñar la mano que me brindan si tardase en aceptarla? ¿Qué necesidad tengo de apartarme de ella para saber lo que le debo? Y aun cuando así fuese necesario, ¿por qué no dejar con indisolubles vínculos la prenda segura de mi vuelta? Siendo su esposo, estoy dispuesto a separarme de ella; unámonos y la dejo sin temor». «¿Uniros para separaros, querido Emilio? ¡Qué contradicción! Es muy hermoso que un hombre pueda vivir sin su amante, pero un marido no debe dejar a su mujer sin necesidad. Observo que para atenuar vuestros escrúpulos, vuestras dilaciones han de ser involuntarias; es preciso que le podáis decir a Sofía que la dejáis contra vuestra voluntad. Bien está, contentaos, y puesto que no obedecéis a la razón, reconoced a otro dueño. No habréis olvidado el compromiso que habéis contraído conmigo. Emilio, hay que dejar a Sofía; yo lo ordeno».
Ante estas palabras inclina la cabeza, calla, medita un momento, y luego, mirándome con entereza, me dice «¿Cuándo nos vamos?». «Dentro de ocho días —le contesto—; hay que preparar a Sofía para esta partida. A las mujeres se les deben más contemplaciones, y como esa ausencia no es para ella una obligación como lo es para vos, le es lícito el sufrirla con menos conformidad».
Tentado estoy de prolongar hasta la separación de mis dos jóvenes el diario de sus amores, pero hace mucho tiempo que estoy abusando de la indulgencia de mis lectores, por lo que debo terminar de una vez. ¿Se atreverá Emilio a tener con su amada la misma entereza que conmigo? Así lo creo; de la misma verdad de su amor debe sacar esa seguridad. Más confuso estaría en su presencia si le fuese menos costoso el dejarla; la dejaría como cargado de culpa, y este papel es siempre difícil para un corazón honrado; cuanto mayor es su sacrificio, más se honra a los ojos de la que le es tan querida. No teme que su amada no acierte el motivo que lo determina, y parece que con cada mirada le dice «Sofía, lee dentro de mi corazón y me serás fiel; tu amante no es un hombre sin virtud».
La altiva Sofía procura sufrir con dignidad el imprevisto golpe que la hiere. Hace esfuerzos para parecer insensible, pero no teniendo, como Emilio, el afán de combatir y vencer, flaquea su entereza. Llora, gime contra su voluntad, y el temor de verse olvidada hace más agudo el dolor de la separación. Pero no llora delante de él, no le demuestra sus temores, y antes se ahogaría que dejar que se le escapase un suspiro; en cambio, teniéndome a mí por confidente, soy yo el que recoge su dolor y ve sus lágrimas. Las mujeres son sagaces y saben fingir; cuanto más murmura para sí contra mi tiranía, más se desvive en serme grata, pues sabe que su suerte está en mis manos.
La consuelo, la tranquilizo, le respondo de su amante, o más bien de su esposo, porque si ella le guarda la misma fidelidad que él, le aseguro que lo será dentro de dos años. Me aprecia lo suficiente para creer que no la quiero engañar. Soy el fiador del uno para el otro. Sus corazones, su virtud, mi probidad, la confianza de sus padres, todo los anima. ¿Pero qué vale la razón contra la debilidad? Se separan como si ya no tuviesen que volver a verse.
Es entonces cuando Sofía, acordándose del sentimiento de Eucaris, cree que realmente está en su lugar. No dejemos que se despierten estos fantásticos amores durante la ausencia. «Sofía —le dije un día—, haced con Emilio un cambio de libros. Dadle vuestro Telémaco para que aprenda a parecérsele y él os dará el Espectador, cuya lectura os gusta. Estudiad en él las obligaciones de las esposas honestas, pues dentro de dos años estas obligaciones van a ser las vuestras». Este cambio complace a los dos y les inspira confianza. Por fin llega el triste día, hay que separarse.
El digno padre de Sofía, con quien lo he concertado todo, me abraza al despedirnos, y en seguida, llevándome aparte, me dice con grave y expresivo acento las siguientes palabras: «Yo he hecho lo que habéis querido para complaceros; sabía que trataba con un hombre de honor, y sólo me falta deciros dos palabras: No olvidéis que vuestro alumno firmó en la boca de mi hija su contrato de matrimonio».
¡Qué distinto el aspecto de los dos amantes! Emilio, impetuoso, ardiente, agitado, fuera de sí, gime, vierte raudales de lágrimas sobre las manos del padre, de la madre y de la hija; abraza sollozando a la gente de casa, y repite mil veces las mismas cosas con un desorden tal que en otras circunstancias harían reír. Sofía, abatida, pálida, los ojos enrojecidos, la mirada turbia, no llora, no ve a nadie, ni siquiera a Emilio. En vano él la coge de las manos y la estrecha en sus brazos; permanece inmóvil, insensible a sus llantos, a sus halagos y a todo lo que hace; para ella él ya se fue. Eso conmueve más que los quejidos y el aparatoso desconsuelo de su amante, y él lo ve, lo siente y se le desgarra el corazón; me lo llevo a la fuerza, pues si le dejo un instante más, no querrá partir. Estoy muy satisfecho de que se lleve impresa esta triste imagen. Si alguna vez le viniera la tentación de olvidarse de lo que debe a Sofía, recordándola tal como la ha visto en el momento de su partida, ha de tener un abyecto corazón si no se lo devuelvo a ella.
DE LOS VIAJES
SE pregunta si es útil que los jóvenes viajen, y se discute mucho sobre esto. Si lo propusieran de otro modo, y preguntaran si es útil que hayan viajado los hombres, quizá no discutirían tanto.
El abuso de los libros mata la ciencia. Creyendo que sabemos lo que hemos leído, ya no creemos que tengamos que aprender. La mucha lectura sólo sirve para hacer ignorantes presuntuosos. No ha habido siglo en que se haya leído tanto como en éste y en que haya menos ciencia; entre todos los países de Europa no hay uno en el que se impriman tantas historias, relaciones y viajes como en Francia, ni ninguno donde menos se conozcan el genio y costumbres de las otras naciones. Tantos libros nos hacen olvidar el libro del mundo, y si aún leemos en él, sólo son más páginas. Aun cuando yo no supiera el dicho «¿Es posible ser persa?», de tanto oírlo habría adivinado que se dijo en el país donde las preocupaciones nacionales son una obsesión.
Un parisién cree que conoce a los hombres, y sólo conoce a los franceses; en su capital, llena siempre de extranjeros, mira a cada uno como un fenómeno extraordinario que no tiene par en el resto del mundo. Hay que haber visto desde cerca a los burgueses de esta gran ciudad, y haber vivido entre ellos para creer que con tanto espíritu puedan ser tan estúpidos. Lo extraño es que cada uno ha leído quizá diez veces la descripción del país de que tanto se admira cuando ve a uno de sus habitantes.
Es excesivo el tener que observar a la vez las preocupaciones de los autores y las nuestras para llegar a la verdad. He pasado mi vida leyendo relatos de viajes, y nunca he encontrado dos que me dieran la misma idea de un mismo pueblo. Comparando lo poco que podía observar con lo que había leído, he terminado por dejar a los viajeros y sentir el tiempo gastado en su inútil lectura, convencido de que en cuanto se refiere a observaciones de cualquier género, no se ha de leer, sino que se ha de ver. Esto sería verdad en esta ocasión, aunque fuesen sinceros todos los viajeros, o sólo dijesen lo que han visto y lo que creen y únicamente disfrazasen los falsos colores que a sus ojos tiene la verdad. ¿Qué será cuando también sea necesario comprenderla a través de su mala fe y sus mentiras?
Dejemos, pues, el recurso de los libros a los que son capaces de contentarse con ellos. Es bueno, como el Arte magna de Raimundo Lulio, para aprender a hablar de lo que no se entiende o para adiestrar Platones de quince años a filosofar y a ilustrar sobre los usos y las costumbres de Egipto y de las Indias, según las aportaciones de Pablo Lucas o de Tabernier.
Tengo por máxima indiscutible que aquel que sólo ha visto un pueblo, en vez de conocer a los hombres, únicamente conoce las gentes con las cuales ha vivido. Esto es otra forma de fiar la cuestión de los viajes. ¿Es suficiente con que un hombre bien educado no conozca más que a sus compatriotas, o le importa conocer a los hombres en general? Aquí ya no cabe ninguna discusión ni duda. La solución de una cuestión difícil a veces depende del modo de presentarla.
Pero para estudiar a los hombres, ¿hay que recorrer toda la tierra? ¿Hay que ir al Japón para observar a los europeos? Para conocer la especie, ¿hay que conocer a todos los individuos? No, puesto que hay hombres tan parecidos que no hace falta que se los estudie separadamente. Quien haya visto a diez franceses es como si los hubiera visto a todos. Aunque no pueda decirse lo mismo de los ingleses ni de otras naciones, pues cada nación tiene su carácter propio, que se saca por inducción, no de la observación de uno de sus miembros, sino de muchos. El que haya comparado a diez pueblos conoce a los hombres, como el que ha visto a diez franceses conoce a los franceses.
Para instruirse no basta recorrer países, sino saber viajar. Para observar, hay que tener ojos y fijarlos en el objeto que se quiere conocer. Hay muchas gentes a las que todavía instruyen menos los viajes que los libros porque ignorando el arte de pensar, en la lectura el autor guía su espíritu, y en sus viajes nada saben ver por sí mismos. Otros no se instruyen porque no quieren instruirse. Llevan un fin distinto, y todo les impresiona poco, y es mucha casualidad que veamos con exactitud lo que no nos interesamos en mirar. De todos los pueblos del mundo, el francés es el que más viaja, pero saturado de sus costumbres, todo lo que no tiene un parecido con ellos lo confunde. Donde quiera que sea hay franceses, y en ningún país hay mayor número de personas que hayan viajado que en Francia, y con todo eso, el pueblo de Europa que más recorre los otros el que menos los conoce.
También viaja el inglés, pero éste lo hace de otro modo; es forzoso que estos dos pueblos sean contrarios en todo. La nobleza inglesa viaja y la francesa no; la plebe francesa viaja y la inglesa no. Esta diferencia me parece muy honrosa para los ingleses. Los franceses casi siempre llevan algún asunto de interés comercial en sus viajes, pero los ingleses no van a buscar fortuna en las otras naciones, sino que incrementan su comercio y van con las manos llenas; cuando viajan es para gastar su dinero y no para vivir de su industria; son demasiado orgullosos para ir a humillarse fuera de su patria. También esto es causa de que en país extranjero se instruyan peor que los franceses, quienes llevan otras ideas en la cabeza. No obstante, también tienen sus preocupaciones nacionales los ingleses, y quizá más que ningún otro país, pero sus preocupaciones son hijas de la pasión, no de la ignorancia. El inglés tiene las preocupaciones de la soberbia, y el francés las de la vanidad.
Por regla general, los pueblos menos cultivados, los más cuerdos y los que menos viajan, hacen mejor sus viajes, pues al ser menos adelantados que nosotros en nuestras frívolas investigaciones, y menos ocupados en los objetos de nuestra vana curiosidad, ponen toda su atención en lo que es verdaderamente útil. No conozco más que los españoles que viajen de esta forma.
Mientras que un francés frecuenta a los artistas de un país, un inglés hace dibujar alguna antigüedad y un alemán lleva su álbum a casa de los sabios, el español estudia en silencio el gobierno, las costumbres y la policía, y él es el único de los cuatro que saca del viaje observaciones útiles para su patria.
Sabemos de los antiguos que viajaban muy poco, que leían menos y que escribían escasos libros, y, no obstante, en los que nos quedan vemos que se observan mejor unos a otros que lo que nosotros observamos a nuestros contemporáneos. Sin remontarnos a los escritos de Homero, el único poeta que nos transporta a los países que describe, no se le puede negar a Herodoto el honor de haber pintado las costumbres en su Historia, aunque abunde más en narraciones que en reflexiones, y siempre mejor que nuestros historiadores llenando sus libros de retratos y caracteres. Tácito describió mejor a los germanos de su tiempo que ningún historiador moderno ha descrito a los alemanes. Los que están versados en la historia antigua, indiscutiblemente, conocen a los griegos, cartagineses, romanos, galos y persas mejor que ningún pueblo de nuestro tiempo a sus vecinos.
Es necesario también advertir que, desapareciendo paulatinamente los caracteres primitivos de los pueblos, es más difícil conocer el carácter propio de cada uno. A la vez que se mezclan las castas y se confunden los pueblos, poco a poco vemos desaparecer aquellas diferencias nacionales que antes se notaban a primera vista. En la antigüedad, cada nación permanecía más encerrada dentro de sí misma había menos comunicaciones, menos relaciones políticas y civiles de un pueblo con el otro, y tampoco habían tantos conflictos de los que llamamos negociaciones, ni embajadores ordinarios o residentes perpetuos; las largas navegaciones escaseaban y era muy exiguo el comercio lejano, y el poco que se hacía lo emprendía el mismo príncipe sirviéndose de extranjeros, o lo ejercían hombres despreciables que no se sujetaban a ley ninguna ni aproximaban a las naciones entre sí. Hay actualmente cien veces más relación entre Europa y Asia que la que antiguamente había entre la Galia y España; Europa estaba más aislada que lo que hoy lo está el globo entero.
Agréguese a esto que considerándose la mayor parte de los pueblos antiguos como autóctonos, u oriundos de su propio país, pues lo ocupaban desde los remotos tiempos en que se establecieron en ellos sus antepasados y el clima ya había tenido tiempo de absorberlos, entre nosotros, después de las invasiones romanas, las emigraciones modernas de los bárbaros lo han mezclado todo y confundido. Los franceses de hoy ya no son aquellos cuerpos rudos, blancos y rubios de otros tiempos; los griegos tampoco son aquellos bellos hombres para servir de modelo al arte; los mismos romanos han variado de carácter y de constitución; los persas, oriundos de la Tartaria, van perdiendo su primitiva fealdad con la mezcla de la sangre circasiana; los europeos ya no son ni galos, ni germanos, ni iberos, sino escitas que han degenerado de diversas formas en la figura, y todavía más en las costumbres.
Queda aquí descrita de una forma palpable por qué las antiguas distinciones de las castas, las calidades del aire y del terruño deslindaban con mayor energía de la que actualmente podemos emplear, las costumbres y los caracteres, pues la falta de permanencia constante en la población europea no da tiempo a ninguna causa natural para imprimir sus caracteres, y taladas las selvas, desecados los pantanos y cultivada la tierra con mayor uniformidad pero peor, ya no permite, ni siquiera en lo físico, tan notables diferencias ni de país.
Quizá, reflexionando de esta forma, pondríamos menos en ridículo a Herodoto, Ctesias y Plinio por haber representado a los moradores de ciertos países con caracteres originales y diferencias muy marcadas que ya no les encontramos. Habría que ver de nuevo a los mismos hombres para reconocer en ellos las mismas figuras y que nada los hubiera hecho variar para que fuesen iguales. Si pudiésemos contemplar a un mismo tiempo todos los hombres que han existido, ¿cabe la menor duda de que los encontraríamos más diversos de un siglo a otro que ahora de una a otra nación?
A la vez que aumentan las dificultades para las observaciones, se ejecutan de una forma peor y con mayor negligencia, y es otra de las razones que justifican el poco fruto de nuestras investigaciones en la historia del género humano. La instrucción obtenida de los viajes se refiere a la causa que los motiva; si ésta es un sistema filosófico, el viajero ve únicamente lo que quiere ver; si es el interés, absorbe la atención de los que se dedican a él. El comercio y las artes, que mezclan y confunden los pueblos, también son obstáculos para su estudio. Cuando ya saben el beneficio que pueden reportarse mutuamente, ¿qué necesidad tienen de saber otras cosas?
Para el hombre es útil conocer todos los sitios donde se puede vivir más cómodamente. Si cada uno se bastara a sí mismo, no le interesaría conocer más que el país que le puede mantener; el salvaje, que no necesita a nadie y tampoco desea nada, no conoce ni trata de conocer otro país que el suyo. Si para vivir se ve forzado a salir de él, se aparta de los sitios habitados, y sólo persigue a los animales porque necesita comer. Pero nosotros, siéndonos necesaria la vida civil, y porque no podemos vivir sin comer, nuestro interés es frecuentar los países donde más fácil es encontrar el sustento. Por eso hay tanta afluencia en Roma, en París y en Londres. Es siempre en las capitales donde se vende más barata la sangre humana. Así que sólo conocemos las grandes ciudades y todas se parecen.
Se dice que tenemos sabios que viajan para instruirse, y esto es un error: los sabios hacen esos viajes por interés, como los demás. Ya no hay Platones ni Pitágoras, y si los hay, están muy lejos de nosotros. Nuestros sabios sólo viajan por orden de la corte; los despachan, los mantienen, los pagan para ver un objeto determinado, el cual no es un objeto moral. A este objeto único le dedican su tiempo, y son demasiado honestos para robar el dinero. Si a su costa en un país cualquiera viajan curiosos, no es para estudiar a los hombres, sino para instruirlos, y para eso no necesitan ninguna ciencia, sino ostentación. ¿Cómo en sus viajes han de aprender a sacudir el yugo de la opinión cuando sólo los hacen por ella? H ay una gran diferencia entre viajar para ver países o para ver sus pueblos. Lo primero es siempre propio de los curiosos, y lo segundo es accesorio. Mientras no puede observar a los hombres, el niño observa las cosas; el hombre debe empezar observando a sus semejantes, y después, si tiene tiempo, las cosas.
Por lo tanto, no se puede deducir que los viajes sean inútiles cuando viajamos mal. Una vez reconocida la utilidad de los viajes, ¿se deduce que son convenientes a todo el mundo? Muy al contrario; convienen a poca gente, y sólo son convenientes para hombres dueños de sí mismos, que sepan escuchar las lecciones del error sin dejarse seducir, y ver los ejemplos del vicio sin dejarse arrastrar.
Los viajes empujan la inclinación hacia su pendiente y terminan por hacer bueno o malo al hombre. El que regresa de correr el mundo, ya es lo que será durante su vida; son más los que vuelven malos que no buenos, pues entre los que emprenden viajes, son más los inclinados a lo peor que a lo mejor. Los jóvenes mal educados y mal conducidos, contraen en sus viajes todos los vicios de los pueblos que visitan, pero ni una de las virtudes mezcladas con estos vicios; en cambio, los que tienen buenas inclinaciones, aquéllos en quienes se ha cultivado su buen natural y que viajan con intención de instruirse, regresan mejores y más juiciosos de lo que eran. Así viajará mi Emilio; así había viajado aquel joven digno de un siglo mejor, cuyo mérito asombró a la atónita Europa y que murió por su país en la flor de sus años, pero que merecía vivir, y cuya tumba, adornada únicamente con sus virtudes, esperaba ara ser honrada, que una mano extranjera esparciese ores sobre ella. (El conde de Siron).
Todo lo que se hace de una forma racional tiene sus reglas. Los viajes mirados bajo el punto de vista educativo, también deben tener las suyas. El viajar por viajar es andar errante, ser un vagabundo; el viajar para instruirse todavía es un objeto muy vago, ya que la instrucción sin un fin determinado es nula. Yo quisiera excitar en el joven un vivo interés por instruirse, y este interés, bien escogido, también fijaría la naturaleza de la instrucción, pues es la consecuencia del método que he procurado practicar.
Así, pues, luego de haberse considerado por sus relaciones físicas con los demás seres, y por sus relaciones morales con los demás hombres, le falta considerarse por sus relaciones civiles con sus conciudadanos. A esta finalidad necesita que primero estudie la naturaleza del Gobierno en general, sus diversas formas, y, por último, el Gobierno particular en que cada uno ha nacido, para saber si le conviene vivir en él, porque en virtud de un derecho que nadie puede revocar, todo hombre, al ser mayor de edad y dueño de sí mismo, tiene el derecho de denunciar el contrato por el cual está ligado a la comunidad, dejando el país donde vive. Únicamente por la estancia que hace en él después de su mayoría de edad, confirma el compromiso adquirido por sus antepasados. El derecho de renunciar a su patria lo ha adquirido como renuncia de la sucesión de su padre, y siendo el sitio de nuestro nacimiento un don de la naturaleza, cede lo que le pertenece quien a él renuncia. En un riguroso derecho, cada hombre permanece libre por su cuenta y riesgo en cualquier país que nazca, a menos que de una forma espontánea se sujetó a las leyes para adquirir el derecho de ser amparado por ellas.
Yo le diría, por ejemplo: «Hasta aquí habéis vivido bajo mi dirección porque vuestra edad no era para gobernaros vos mismo. Pero llegáis a la época en que permitiéndoos las leyes disponer de vuestro caudal, os hacen dueño de vuestros pasos. Os vais a ver solo en la sociedad, dependiente de todo, hasta de vuestro patrimonio. Tenéis voluntad de estableceros, una idea loable, porque ésta es una de los obligaciones del hombre, pero antes de casaros es indispensable que sepáis lo que queréis ser, en qué queréis emplear la vida, cuáles son las medidas que vais a tomar para asegurar vuestro pan y el de vuestra familia; pues, aunque no deba mirarse esto como lo principal de la vida, es indispensable no descuidarlo. ¿Queréis depender de los hombres que despreciáis? ¿Queréis cimentar vuestro caudal y fijar vuestro estado, en las relaciones civiles, a discreción de los demás y que os obliguen, para libraros de pícaros, a serlo sólo de vos?
Después le hablaré de todos los medios posibles para que su patrimonio le produzca beneficios, ya sea en el comercio, ya en los cargos o rentas públicas, y le haré observar que no hay uno que carezca de riesgos, y que le conviene cambiar de costumbres, de opinión y de conducta, tomando ejemplo de los otros.
Le diré que hay otro medio de emplear el tiempo y su persona, que es el de servir en el ejército, o sea, cobrar una miseria para ir a matar gente que ningún daño le ha hecho. Este oficio es muy apreciado entre los hombres, y tienen en gran estima los que sólo sirven para él. En lo referente a lo demás, lejos de soslayar otros recursos, deben tenerse en cuenta, porque es una parte del honor de este estado el arruinar a los que a él se dedican. Es verdad que no empobrece a todos y que se va introduciendo la moda de enriquecerse como en los otros, pero dudo que explicándoos cómo se las arreglan los que logran esto, deseéis imitarlos.
Ved que en esta misma profesión ya no se trata de valor ni de esfuerzo, como no sea quizá por las mujeres; por el contrario, el más rastrero, el más adulador, el más servil, es siempre el más honrado, y si pensáis cumplir con vuestra obligación, seréis despreciado, aborrecido, tal vez expulsado de vuestro cuerpo o bien os aislarán procurando que vuestros camaradas os posterguen por haber cumplido con vuestro deber en la trinchera, mientras ellos cumplían el suyo en el tocador de las damas.
Ya se puede uno dar cuenta de que todos estos diversos empleos no serán del agrado de Emilio. «Pues, ¿acaso se me han olvidado los juegos de mi niñez? ¿He agotado mis fuerzas? ¿No sé trabajar? ¿Qué me importan estos soberbios empleos y las necias opiniones de los hombres? No conozco otra gloria que la de ser justo y benéfico, ni otra felicidad que la de vivir independiente con lo que uno quiere, teniendo todos los días apetito y salud para trabajar. Toda esa barahúnda de que me habláis me afecta muy poco. No aspiro a otras riquezas? que la de un pequeño hogar en un rincón del mundo. Toda mi avaricia se limitará a cultivar el huerto y vivir sin inquietudes. Sofía y mi campo, y seré rico».
Sí, amigo mío, para la dicha del sabio basta con una mujer y un campo que sean suyos, pero estos tesoros, aunque modestos, no son tan comunes como pensáis. El más raro ya lo habéis visto, y hablemos del otro.
Un campo que sea vuestro, querido Emilio. ¿Y en qué país lo escogeréis? ¿En qué rincón de la tierra podréis decir: «Aquí soy dueño de mí mismo y del terreno que me pertenece»? Sabemos en qué lugares están los parajes donde enriquecerse es fácil, pero ¿quién sabe dónde se puede vivir libre careciendo de riquezas, dónde con independencia y libertad no tendrás que perjudicar a nadie ni temerás que se le haga ningún daño? Si hay algún medio legítimo y seguro para poder vivir sin intrigas, sin negocios ni dependencia, debo decir que es el de vivir de su trabajo y cuidando su tierra. Pero ¿cuál es la situación en que uno puede decir que la tierra que pisa es suya? Antes de elegir esta magnífica tierra, debéis aseguraros de que en ella encontraréis la paz que buscáis; tened presente que lo mismo un Gobierno violento que una religión perseguidora con perversas costumbres pueden perturbaros. Fijaos en los impuestos excesivos que destrozarán el fruto de vuestro trabajo, y con los continuos pleitos que irán disminuyendo vuestro capital. Procurad que viviendo rectamente no tengáis necesidad de obsequiar a los intendentes, a los jueces, a sus clérigos, a los poderosos vecinos y a todo género de bribones siempre a punto para atormentaros si os distraéis. Guardaos de las vejaciones de los grandes y de los ricos, pensad que vuestras tierras en todos los lugares pueden confinar con la viña de Nabot. Si por desgracia un hombre de valimiento pretende comprar o construir una casa cerca de la vuestra, ¿quién os ha asegurado que no hallará ningún medio, con cualquier excusa, para ocupar vuestra propiedad y ensanchar la suya, o que el día menos pensado veréis vuestra posesión convertida en un camino real? Y si tenéis crédito para evitar todos estos inconvenientes, también podréis conservar vuestras riquezas, pues no os será muy difícil guardarlas. Tanto la riqueza como el crédito se fortalecen de forma recíproca, y la primera sin la segunda siempre es de mal sostenimiento.
Tengo más experiencia que vos, querido Emilio, y por eso veo mejor lo difícil que es vuestro proyecto No obstante, es bello, honroso, y en realidad os haría feliz; debemos hacer todos los esfuerzos para ponerlo en práctica. Tengo que haceros una proposición: pongamos nuestro empeño, durante los dos años que hemos señalado para la época de vuestro regreso, en buscar un rincón en Europa, donde podáis vivir feliz con vuestra familia, salvando todos los peligros que os he señalado últimamente. Si logramos conseguirlo, habréis alcanzado la verdadera felicidad por la que tantos se desviven en vano, y no os daréis cuenta del tiempo invertido para conseguirla. Si no podemos lograrlo, os libraréis de una idea fantástica, os consolaréis de una desdicha inevitable y os sujetaréis a la ley de la necesidad.
Ignoro si mis lectores saben adónde nos conducirá esta investigación así propuesta, pero sé que si al regreso de sus viajes y hechos con esa idea, Emilio no regresa enterado de todas las materias del Gobierno, moral pública y máximas de Estado de toda especie, es necesario que seamos muy cortos, él de inteligencia y yo de discernimiento.
El derecho político todavía está por nacer, y es presumible que no nacerá jamás. Grocio, el maestro de todos nuestros sabios en esta cuestión, es un niño, y lo peor es que lo es de mala fe. Al ver cómo se encumbra a Grocio hasta las estrellas y execran a Hobes, me doy cuenta de las gentes de juicio que leen o comprenden a estos dos autores. Lo cierto es que son exactamente semejantes y que sólo se diferencian en las expresiones y en el método. Hobes se apoya en sofismas y Grocio en los poetas; todo lo demás les es común.
El único escritor moderno capaz de crear esta inútil y vasta ciencia hubiera sido el ilustre Montesquieu, pero tuvo mucho cuidado en no tratar de los principios del derecho político, limitándose a tratar del derecho positivo de los Gobiernos establecidos, y no hay nada más distinto que esos dos estudios.
No obstante, el que pretenda formarse un juicio verdadero de los Gobiernos, tal como son, forzosamente tiene que reunir los dos; es indispensable saber lo que hay para ver con acierto lo que no hay. La más grave dificultad para poner en claro estas importantes materias es saber contestar a estas dos preguntas: ¿Qué me importa? ¿Qué tengo que ver yo con esto? A nuestro Emilio lo hemos preparado ya para poder responder a la una y a la otra.
La segunda dificultad procede de las preocupaciones de la niñez, de las máximas que nos han inculcado, y, de un modo especial, de la parcialidad de los autores, que siempre hablan de la verdad en que no piensan y sólo atienden a su interés, del que no hablan. Pero si el pueblo no ofrece cátedras, ni pensiones, ni empleos académicos, fíjense cómo debe establecer sus derechos esta gente. He procurado que tampoco existiera para Emilio esta dificultad. Casi ignora lo que es un Gobierno, y lo único que le importa es encontrar el mejor; su finalidad no es la de componer libros, y si alguna vez los escribe, no será para adular a los poderosos, sino para defender los derechos de la humanidad.
Queda la tercera dificultad, más aparente que sólida, la cual no quiero resolver ni proponer; basta con que mi celo no se impresione; es verdad que en esta clase de investigaciones es menos tener un gran talento que un sincero amor a la justicia y un verdadero respeto a la verdad. Por consiguiente, si se pueden tratar en algún caso sin pasión las materias de gobierno, a mi modo de ver es en el que nos encontramos, y, en caso contrario, jamás.
Antes de proceder a la observación, es necesario la adquisición de reglas para hacer las observaciones pertinentes y construir una escala para con ella comparar las medidas que se hayan tomado. Esta escala la constituyen nuestros principios de derecho político, y nuestras medidas las leyes políticas de cada país.
Nuestros elementos serán claros, sencillos y tomados inmediatamente de la naturaleza de las casas, y se formarán por las cuestiones que se ventilen entre nosotros, las que no convertiremos en principios hasta que no estén resueltas.
Por ejemplo, subamos primero al estado de naturaleza, veamos si los hombres nacen esclavos o libres, asociados o independientes; si se reúnen de forma espontánea o bien obligados, si en algún caso la fuerza que fue motivo de reunión puede constituir un derecho permanente en virtud del cual esa fuerza anterior obligue, aun cuando fuese superada por otra, de tal forma que desde la fuerza del rey Nembrod, que, según dicen, sujetó a los primeros pueblos, todas las otras fuerzas que destruyan aquélla, sean infames y usurpadoras, y no hayan otros reyes legítimos que los descendientes del tal rey Nembrod, o los que de él derivan su título, o bien si cesando esta primera fuerza, la que le sucede obliga alternativamente y destruye la obligación de la otra de tal forma que nadie está obligado a obedecer sino cuando se ve forzado a ello, y de este modo queda dispensado de la obligación de oponer resistencia, con derecho a que a mi modo de ver significaría poco más que la fuerza, y esto sólo sería un juego de palabras.
Examinaremos si no se puede decir que toda enfermedad nos viene de Dios y si de esto se puede deducir que el llamar al médico es un delito.
También examinaremos si obligados en conciencia, estamos en condiciones de tener que entregar nuestro bolsillo a un bandolero que nos lo pide en el camino porque su pistola también es un poder.
Si en este caso la palabra poder quiere decir otra cosa que legítimo, es a consecuencia de las leyes que le dieron el ser.
Suponiendo que ese derecho de la fuerza sea rechazado y admitido el de la naturaleza, o el de la autoridad paterna como el principio de las sociedades, buscaremos la medida de esa autoridad, qué fundamento tiene en la naturaleza, si su debilidad reconoce otro origen distinto que el de la utilidad del hijo y el natural cariño de su padre; por consiguiente, el haber terminado ya la debilidad del hijo y haber madurado su razón, no se convierte en juez natural, de lo que resulta conveniente para su conservación el ser dueño de sí mismo, y sin depender de otro hombre, aunque sea su padre, porque es más que cierto que el hijo siente más amor hacia sí mismo que no el padre hacia el hijo.
Si cuando el padre ha muerto los hijos están obligados a obedecer al hermano mayor, o a otro que no les tenga el cariño natural del padre, y si de generación en generación tiene que haber siempre una cabeza única a la cual toda la familia está obligada a obedecer, averiguaremos cómo se ha podido dividir la autoridad, y qué derecho hay para que en toda la tierra exista más de una autoridad que gobierne el linaje humano.
Suponiendo que los pueblos hayan sido formados con su libre consentimiento, distinguiremos el derecho consumado y preguntaremos si habiéndose sujetado de esta forma a sus hermanos, tíos o parientes, no por obligación, sino por su propia voluntad, esta especie de sociedad no queda en una asociación libre y voluntaria.
Pasando luego al derecho de esclavitud, miraremos si de una forma legítima un hombre puede enajenarse a otro, sin resistencia ni reserva, ni ninguna clase de condición, o sea, si puede renunciar a su persona, a su vida, a su razón, a «su yo» a toda moralidad en sus acciones; en una palabra, dejar de existir antes de su muerte contra la voluntad de la naturaleza, que le encarga su propia conservación, y contra su conciencia y su razón, que le ordena lo que debe hacer y de lo que se debe abstener.
Y si hay alguna reserva, alguna restricción en el acta de esclavitud, deliberaremos si el acta no se convierte en un verdadero contrato, en el cual, no teniendo ambos contrayentes, en calidad de tales, un superior común, permanecen sus jueces propios en cuanto a las condiciones del contrato, libres, por consiguiente, en esta parte y árbitros para romperlo en cuanto se consideren perjudicados.
Y si un esclavo no puede liberarse sin reserva de su duelo, ¿cómo un pueblo puede liberase sin reserva de su caudillo? Y si el esclavo sigue siendo juez del cumplimiento del contrato por su dueño, ¿cómo no ha de seguir siendo juez el pueblo de la observación del contrato por su caudillo?
Obligados a volver atrás y teniendo en consideración el significado de la palabra «pueblo», veremos si para fundar éste es necesario un contrato, entendiendo que ha de ser anterior al que suponemos.
Puesto que antes de que el pueblo elija rey, el pueblo ya es pueblo, ¿qué es lo que le concede la condición de pueblo si no el contrato social? Entonces, el contrato social es el fundamento de toda sociedad civil, y en la naturaleza del acta debe hacerse la de la sociedad que forma.
Averiguaremos la condición de este contrato, y no es posible enunciarlo con esta fórmula sin una pequeña diferencia: Cada uno de nosotros aporta a la comunidad sus bienes, su persona, su vida y su poder bajo la superior dirección de la voluntad general, y todos en un cuerpo recibimos a cada uno de los miembros como una indivisible parte del todo.
Esto supuesto, para definir los términos que nos son necesarios, observaremos que en lugar de la persona particular de cada contrayente, esta acta de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, el cual consta de tantos miembros como votos tiene la asamblea. Esta persona pública en general se llama «cuerpo político», al cual sus miembros llaman «estado» cuando es pasivo, «soberano» cuando es activo y «poder» cuando se compara con sus semejantes. En lo que hace referencia a los mismos miembros, colectivamente considerados, es llamado «pueblo», y en particular «ciudadanos» como miembros de la ciudad o partícipes de la autoridad soberana, y «súbditos» en cuanto están sujetos a esta misma autoridad.
Observaremos, además, que esta acta de asociación contiene un compromiso recíproco del pueblo y los particulares, y viéndose cada individuo, por decirlo así, obligado bajo dos conceptos, esto es, como miembro del soberano hacia los particulares y como miembro del Estado hacia el soberano.
Todavía queda otra observación, y es que no estando ninguno obligado a los compromisos que consigo ha contraído, la deliberación pública que puede obligar a todos los súbditos con el soberano, a causa de los dos aspectos distintos bajo el cual está mirado cada uno de ellos, no puede obligar al Estado. De donde infiere que no puede haber otra ley fundamental que con propiedad pueda llamarse así como no sea el pacto social, lo que no significa que en ciertos aspectos no pueda el cuerpo social contraer compromisos con otro, ya que con respecto a los otros países se convierte en un simple individuo.
Las dos partes contratantes, o sea, cada particular y el público, no habiendo un superior común que pueda juzgar en sus diferencias, observaremos si uno de los dos es dueño de romper el contrato cuando le acomode, es decir, renunciar a él cuando se considere perjudicado.
Con el fin de poner en claro esta cuestión, observaremos que no pudiendo actuar el soberano de conformidad con el pacto social, a no ser por las voluntades generales y comunes, sus actas tampoco deben tener otros fines distintos de los comunes y generales; de donde se deduce que un individuo no puede ser perjudicado directamente por el soberano sin que lo sean todos los demás, lo cual no puede suceder, debido a que sería perjudicarse a sí mismo. Por consiguiente, el contrato social no necesita otra fianza que el de la fuerza pública, ya que la lesión sólo puede provenir de los particulares, y entonces no por eso quedan libres de su obligación, sino que son castigados por haberla violado.
Para solucionar debidamente las cuestiones que tienen analogía, debemos recordar siempre que el pacto social es de naturaleza particular y propia de él solo en cuanto que el pueblo únicamente se debe a sí mismo, esto es, el pueblo en cuerpo como soberano, con los particulares como súbditos, condición que crea el artificio y el juego de la máquina política y que constituye empeños legítimos, racionales y exentos de riesgo, pues sin eso serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más grandes abusos.
Como los particulares se han sometido al soberano, y como la autoridad soberana no es otra cosa que la voluntad general, veremos de qué modo, obedeciendo cada hombre al soberano, sólo se obedece a sí mismo, y cómo es más libre en el pacto social que en el estado de naturaleza.
Cuando hayamos comparado la libertad natural con la civil, en lo referente a las personas y a los bienes, haremos la del derecho de propiedad con el de soberanía, la del dominio particular con el prominente. Si la autoridad soberana está basada en el derecho de propiedad, es este el derecho que más se debe respetar, pues es inviolable y sagrado mientras exista el derecho individual y particular, pero desde el momento que se considera común a todos los ciudadanos, queda sujeto a la voluntad general, la cual puede destruirlo. Entonces el soberano carece de derecho para tocar los bienes de un particular ni los de nadie, pero puede legítimamente apoderarse de los bienes de todos, tal como se hizo en Esparta en los tiempos de Licurgo; en cambio, la abolición de deudas por Solón fue un acto ilegítimo.
Ya que sólo obliga a los súbditos la voluntad general, se debe averiguar la forma cómo se manifiesta esta voluntad, las señales seguras que tiene para reconocerla, en qué consiste la ley y cuáles son sus caracteres verdaderos. Este asunto es nuevo y falta dar la definición de la ley.
Desde el momento en que el pueblo considera en particular a uno o a muchos de sus miembros, se divide. Entre el todo y su parte se forma una relación que los constituye en dos seres separados, uno de los cuales es la parte y el otro es el todo menos dicha parte. Pero el todo menos una parte no es el todo; por lo tanto, mientras subsista esta relación, no existe el todo, sino dos partes desiguales.
Y al revés: cuando todo el pueblo establece unos estatutos sobre todo el pueblo, se considera a sí mismo, y si se forma una relación, es el objeto entero bajo otro punto de vista, sin división del todo. Entonces el objeto sobre el que estatuye es general y lo es también la voluntad que impone los estatutos. Haremos un examen por si hay alguna otra clase de acta que merezca el nombre de ley.
Si el soberano sólo puede hablar por medio de las leyes, y si la ley nunca puede tener otro objeto que no sea general y relativo a todos los miembros del Estado por igual, se deduce que el soberano nunca está facultado para estatuir sobre un objeto particular, y como es importante, para la conservación del Estado, que se decida también acerca de los asuntos particulares, estudiaremos de qué forma se puede hacer.
Las actas del soberano únicamente pueden ser actas de voluntad general, o sea, leyes; después son precisas actas determinantes, actas de fuerza o de gobierno, para la ejecución de estas mismas leyes, las cuales, por el contrario, sólo pueden tener objetos particulares. Así, el acta por la cual el soberano estatuye que se elija un jefe es una ley, y el acta por la cual se elige, en cumplimiento de la ley, ese jefe, sólo es un acta de gobierno. Así tenemos el tercer aspecto bajo el cual podemos considerar al pueblo congregado, es decir, como magistrado o ejecutor de la ley que como soberano ha dictado.
Haremos un examen para ver si es posible que el pueblo se desprenda de su derecho de soberanía para que recaiga en un hombre o en muchos, pues al no ser el acta de elección una ley, ni siendo soberano el mismo pueblo, no vemos cómo puede transmitir un derecho de que carece.
Ya que la esencia de la soberanía consiste en la voluntad general, tampoco vemos cómo puede ser posible asegurarse de que una voluntad particular tenga que estar siempre de acuerdo con la voluntad general. Se debe presumir que muchas veces se halla en contradicción con ella, ya que el interés privado siempre aspira a las preferencias, mientras que el público tiende a la igualdad, y aun cuando fuera posible esta concordancia, bastaría que no fuese indestructible y necesaria para que no pudiese resultar de ella el derecho soberano.
Veremos, sin violar el pacto social, si los caudillos son otra cosa, sea lo que fuere su denominación, que unos oficiales del pueblo a quienes éste ordena que hagan cumplir las leyes; si esos caudillos no le deben rendir cuentas de su administración, y si ellos mismos no están sujetos a las leyes por cuyo cumplimiento deben velar.
Si un pueblo no puede enajenar su derecho supremo, ¿podrá confiarlo por un tiempo determinado? Si no puede nombrar dueño, ¿podrá nombrar representantes? Esta importante cuestión merece que se discuta.
Si un pueblo no puede tener ni soberano ni representantes, veremos cómo puede imponer las leyes por sí mismo, si debe tener muchas, si deben cambiarse frecuentemente, y si es fácil que un gran pueblo sea su propio legislador. Si no era un pueblo grande el pueblo romano, y si conviene que haya pueblos grandes.
De las precedentes consideraciones, se deduce que en el Estado hay un cuerpo intermedio, compuesto de uno o muchos miembros, que está encargado de la administración pública, de la ejecución de las leyes y de mantener la libertad civil y política.
Sus miembros son llamados magistrados o reyes, es decir, gobernadores. El cuerpo entero, en lo que se refiere a los hombres que lo componen, se llama príncipe, y considerado por su acción, se llama gobierno.
Si tenemos en cuenta la acción del cuerpo entero actuando en sí mismo, o sea, la relación del todo con el todo, o del soberano con el Estado, podemos establecer una comparación entre esta relación con la de los extremos de una proporción continua cuyo término medio es el Gobierno. El magistrado recibe del soberano las órdenes que da el pueblo; y regulado todo, su producto o su potencia está en el mismo grado que el producto o la potencia de los ciudadanos, que son súbditos por una parte y soberanos por otra. No es posible la alteración de ninguno de los tres términos sin romper la proporción. Si el soberano quiere gobernar, si el príncipe quiere dar leyes, o si el súbdito se niega a la obediencia, el desorden sustituye a la regla, y disuelto el Estado, cae en el despotismo o en la anarquía.
Supongamos que el Estado esté formado por diez mil ciudadanos. El soberano sólo puede considerarse colectivamente y en cuerpo, pero cada particular tiene, ` como súbdito, su existencia individual e independiente, de tal modo que el soberano está con el súbdito en la relación de diez mil a uno, esto es, que a cada miembro del Estado sólo le corresponde la diez milésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sujeto a ella. Si el pueblo consta de cien mil hombres, el estado de los súbditos no sufre variación, y cada uno de ellos lleva siempre sobre sí el imperio de las leyes, ya que reducido su voto a una cien milésima, tiene diez veces menos influencia en su redacción. Así, siendo el súbdito siempre uno, queda aumentada la relación del soberano en razón del número de ciudadanos. De ahí que cuanto más se engrandece el Estado, más disminuye su libertad.
Ahora bien, cuanto menor sea la concordancia de las voluntades particulares con la voluntad general, o sea, las costumbres con las leyes, mayor debe ser la fuerza represiva. Proporcionando la grandeza del Estado más tentaciones y medios para que abusen de ella los depositarios de la autoridad pública, cuanto mayor es la fuerza de que dispone el Gobierno para contener al pueblo, mayor debe ser también la del soberano para contener al Gobierno.
De esta relación doble se infiere que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, sino una consecuencia de la naturaleza del Estado. Al ser fijo uno de los extremos, el pueblo, también se deduce que siempre que se aumenta o disminuye, aumenta o disminuye la razón simple, lo cual no puede ser si sufre cambio otras tantas veces el término medio, de donde se puede sacar la consecuencia de que no hay constitución de gobierno que sea única y absoluta, sino que debe haber tantos Gobiernos de diferente naturaleza como haya Estados de diferente importancia.
Si el país es muy poblado, concuerdan menos las leyes con las costumbres, y veamos si por una analogía bastante evidente, podremos afirmar que cuanto más numerosos son los magistrados, más débil es el Gobierno.
Para poner en claro esta máxima, haremos una distinción en la persona de cada magistrado, tres voluntades esencialmente distintas; primero, la voluntad propia del individuo, que sólo aspira a su provecho personal; segundo, la voluntad común de los magistrados, que sólo se refiere al beneficio del príncipe, que podemos llamar de cuerpo y que es general con respecto al Gobierno y particular con respecto al Estado de que es parte el Gobierno; tercero, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, la cual es general, tanto en lo referente al Estado considerado como el todo, como en lo referente al Gobierno considerado como parte del todo. En una legislación perfecta, la voluntad individual y particular debe ser casi nula, muy subordinada debe ser también la del cuerpo propio del Gobierno, y regla, por consiguiente, de todas las demás voluntades, la general y soberana. Por el contrario, siguiendo el orden natural, a medida que estas diversas voluntades se van concentrando se vuelven más activas, pues la voluntad general es siempre la más débil; luego viene la de cuerpo y después la individual, que se prefiere a todo, de tal modo que cada uno es primero él mismo, luego magistrado y después ciudadano; una graduación opuesta a la que exige el orden social.
Sentado esto como base, supondremos el Gobierno a manos de un solo hombre. Aquí están reunidas la voluntad particular y la de cuerpo, y, por lo tanto, posee el mayor grado de intensidad posible. Pero como de este grado depende el uso de la fuerza, y como la fuerza absoluta del Gobierno no sufre ningún cambio, puesto que siempre es la del pueblo, se deduce que el Gobierno más activo es el gobierno de uno solo.
En cambio, unamos el Gobierno con la autoridad suprema, hagamos príncipe al soberano y los ciudadanos otros tantos magistrados, entonces perfectamente confundida la voluntad del cuerpo con la general, no tendrá otra actividad que ésta y abandonará toda su fuerza a la particular. Entonces el Gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, permanecerá en el menor grado de actividad.
Estas reglas son incontestables, y otras consideraciones sirven para confirmarlas. Vemos que los magistrados son más activos en su cuerpo que el ciudadano en el suyo, y que, por lo tanto, la voluntad individual tiene mayor influencia, porque cada magistrado casi siempre tiene a su cargo alguna función particular del Gobierno, pero cada ciudadano, tomado individualmente, no desempeña ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el Estado, más aumenta su fuerza real, aunque aumente en relación directa con la de su extensión, pero siendo el Estado el mismo, en vano se multiplican los magistrados, pues no por eso adquiere más fuerza real el Gobierno, ya que es depositario de la del Estado, la que suponemos siempre igual. De modo que con esta pluralidad, la actividad del Gobierno disminuye sin que pueda aumentar su fuerza.
Después de advertir que el Gobierno se debilita a medida que los magistrados se multiplican, y que cuanto más numeroso es el pueblo, la fuerza represiva del Gobierno debe aumentar, concluiremos que la relación de los magistrados con el Gobierno debe estar en relación inversa a la de los súbditos con el soberano, o sea, que cuanto más se extiende el Estado, más se debe apiñar el Gobierno, de forma que disminuya el número de jefes en proporción a lo que haya aumentado la población.
Para que esta diversidad de formas queden pronto fijadas con denominaciones más rigurosas, observaremos que el soberano puede confiar el depósito del Gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de tal modo que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. Esta forma de Gobierno es llamada «democracia».
También puede concentrarse el Gobierno en un número de ciudadanos más pequeño, de manera que haya más ciudadanos que magistrados; esta forma toma el nombre de «aristocracia».
Por último, puede reunir todo el Gobierno en manos de un magistrado único. Esta forma es la más común y se llama monarquía o Gobierno real.
Subrayemos que todas estas formas de Gobierno, o por lo menos las dos primeras, son capaces de más o menos, y tienen bastante latitud, pues la democracia puede comprender todo el pueblo, o reducirse a la mitad. De la misma forma puede limitarse la aristocracia desde la mitad del pueblo hasta los números más bajos. Hasta el cetro en algunas ocasiones puede ser como partido, sea entre el padre y el hijo, entre dos hermanos o de otra forma. En Esparta siempre había dos reyes, y en el Imperio romano incluso se vieron ocho emperadores a la vez sin que pudiese decirse que el Imperio estuviese dividido. Existe un punto en el cual cada forma de Gobierno se confunde con la inmediata, y bajo tres específicas denominaciones, el Gobierno es realmente capaz de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el Estado.
Todavía hay más: como bajo diferentes puntos de vista cada uno de estos Gobiernos puede subdividirse en diversas partes, una administrada de una manera y otra de distinta forma, de la combinación de estas tres formas pueden resultar numerosas formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.
Se ha discutido siempre en todos los tiempos sobre la mejor forma de Gobierno, sin tener en cuenta que cada una es la mejor en un caso determinado y la peor en otros. Por lo que afecta a nosotros, si en los diversos Estados el número de los magistrados debe ser inverso al de los ciudadanos, concluiremos, que en general, conviene el Gobierno democrático a los Estados pequeños, el aristocrático a los medianos y el monárquico a los grandes.
Por el curso de estas investigaciones llegaremos a saber cuáles son los deberes y derechos de los ciudadanos y si es posible separar unos de otros, qué es la patria, en qué consiste precisamente y por dónde cada uno puede comprender si tiene o no tiene patria.
Luego de examinar de este modo a cada especie de sociedad civil en sí misma, las compararemos con el fin de observar sus diversas relaciones, unas grandes y otras pequeñas, acometiéndose, ofendiéndose y destruyéndose entre sí, y en esta acción y reacción continua hace más hombres miserables y cuesta más vidas que si todos hubieran conservado su primitiva libertad. Veamos si la institución social ha ido muy adelante o se ha quedado muy atrás, si los individuos sujetos a las leyes y a los hombres, mientras las sociedades conservan entre sí la independencia de la naturaleza, no permanecen expuestos a los males de los dos estados, sin que se gocen sus beneficios, y si no sería mejor que no hubiera sociedad civil en el mundo en vez de que haya muchas, y ni una ni otra segura, per quem neutrum licet, nes tanquam in bello paratum esse, nec tanquam in pace seculorum? Esta imperfecta y parcial asociación, ¿no es la que produce la guerra y la tiranía? ¿Y no son los dos azotes más crueles de la humanidad?
Por último analizaremos la especie de remedios que contra estos inconvenientes se han imaginado con las ligas y confederaciones que, dejando a cada Estado árbitro suyo en lo interior, lo arman en lo exterior contra todo agresor injusto. Indagaremos el modo cómo se puede establecer una buena asociación federativa, que es lo que puede hacerla duradera y hasta qué punto puede extenderse el derecho de la confederación, sin causar perjuicio al de la soberanía.
El abate de Saint-Pierre propuso una asociación todos los Estados de Europa con el fin de mantener entre ellos una paz perpetua. ¿Era practicable esta asociación? Y suponiendo que se hubiera establecido, ¿era de presumir que hubiera durado? Estas indagaciones nos conducen directamente hacia todas las cuestiones de derecho público, que pueden ayudar a aclarar las de derecho político.
Finalmente, pondremos los verdaderos principios del derecho de guerra, y veremos por qué Grocio y los otros no han hecho más que sentar principios falsos.
No sería de extrañar que en medio de nuestros razonamientos, mi joven, poseedor de un sano juicio, me dijera: «Dirán que levantamos nuestro edificio con tablas y no con hombres a medida que ponemos en línea cada pieza según la regla». «Es cierto, amigo mío, pero ved que no se doblega el derecho a las pasiones de los hombres, y que entre nosotros se trata de sentar primero los verdaderos principios del derecho político. Ahora que ya tenemos puestos los cimientos, venid a ver todo lo que sobre ellos han edificado los hombres y podréis apreciar bellas cosas».
Después le hago leer Telémaco y que siga su camino; buscamos la feliz Salento y el buen Idomeneo, prudente a fuerza de desdichas. En la ruta encontraremos a muchos Protesilaos y a ningún Filocles. Tampoco a Adrasto, rey de los daunos, es posible hallarlo. Pero dejemos que los lectores imaginen nuestros viajes o que los hagan con Telémaco en la mano, y no les sugiramos tristes aplicaciones que el mismo autor aparta de sí o ejecuta contra su voluntad.
En cuanto a lo demás, como Emilio no es rey ni yo soy Dios, no nos atormentamos por no poder imitar a Telémaco y a Mentor en el bien que proporcionaban a los hombres; nadie sabe mantenerse mejor que nosotros en su puesto, ni tiene menos deseos de salir de él. Sabemos que fue señalada la misma tarea a todos, que la ha desempeñado con todo corazón quien ama lo bueno y lo ejecuta con todo su poder. También sabemos que Mentor y Telémaco no son otra cosa que ficciones. Emilio no hace sus viajes como un hombre ocioso, sino como si fuese un príncipe. Si fuésemos reyes no seríamos bienhechores. Y si fuésemos lo uno y lo otro, aun sin quererlo, haríamos mil males reales por un bien aparente. Si fuésemos reyes y sensatos, el primer bien que a nosotros y a los demás querríamos hacer sería el de abdicar y volver a ser lo que somos.
Ya he dicho la causa de que los viajes sean infructuosos, y es por como los hace todo el mundo. Lo que todavía hace que sean más inútiles para la juventud es el modo como se la obliga a viajar. Los ayos, más atentos a su propia diversión que a la instrucción de sus alumnos, los llevan de pueblo en pueblo, de palacio en palacio, de concurrencia en concurrencia, y si son sabios o eruditos, transcurre su tiempo en registrar bibliotecas, visitar anticuarios, contemplar monumentos antiguos y copiar inscripciones medio borradas. En cada país se ocupan de otro siglo, que es como si se ocuparan de otro país, por lo que después de recorrer una gran parte de Europa, abandonándose a frivolidades o al fastidio, regresan sin que hayan visto nada que les sea útil.
Todas las capitales se parecen, se mezclan todos los pueblos, se confunden las costumbres y no son sitios para el estudio de las naciones. Londres y París son para mí una misma ciudad. Sus habitantes tienen algunas preocupaciones distintas, pero no las tienen en menor número los unos que los otros y sus máximas y sus prácticas son las mismas. Sabemos la especie de hombres que deben reunirse en las cortes, no ignoramos la clase de costumbres que se dan en todas partes con el hacinamiento del pueblo y con la desigualdad de bienes materiales. Tan pronto como se me habla de una ciudad de doscientas mil almas, sé cómo viven en ella. Lo poco más que sabría viajando no merece el esfuerzo que me significaría.
En las más apartadas provincias, donde hay menos movimiento y menos comercio y por donde viajan menos los extranjeros, cuyos habitantes salen menos de su pueblo y cambian menos de posición y de estado, necesitan estudiar el carácter y las costumbres de una nación. Contemplad de paso la capital, pero id a ver los lugares apartados del país. Los franceses no están en París, sino en Turena; los ingleses son más ingleses en Merci que en Londres, y los españoles le son más en Galicia que en Madrid.
En estos sitios alejados, un pueblo se caracteriza y se manifiesta tal como es, sin mezcla, y es donde se observan mejor los buenos y malos efectos del Gobierno, como en el extremo de un radio mayor es más exacta la medida de los arcos.
Las necesarias relaciones de las costumbres con el Gobierno se hallan tan bien explicadas en el libro el Espíritu de las leyes, que lo mejor es leer esta obra para estudiar esas relaciones. Pero, en general, hay dos reglas fáciles y sencillas para juzgar de la bondad relativa de los Gobiernos. Una es la población. En todo país que se despuebla, el Estado propende a su ruina, y el que aumenta de población aunque sea el más pobre, es el mejor gobernado.
Mas para ello es preciso que este aumento sea producido por un efecto natural del Gobierno y de las costumbres, porque si resultase de colonias o de otras causas accidentales y transitorias, entonces probarían el mal por el remedio. Las leyes promulgadas por Augusto contra el celibato, eran una muestra de la decadencia del Imperio romano. Es preciso que la bondad del Gobierno induzca a los ciudadanos a casarse, y no que lo hagan obligados por la ley; no debe analizarse lo que se hace a la fuerza, pues la ley que impone la Constitución se evita y se frustra, más que lo que se hace por la influencia de las costumbres y la bondad del Gobierno, pues sólo estos medios tienen una eficacia constante. La política del buen abate de Saint-Pierre era siempre buscar un medicamento para cada dolencia particular en vez de subir a su fuente común y ver si podía curarlos a todos al mismo tiempo. No se trata de curar separadamente cada úlcera en el cuerpo de un enfermo, sino de purificar la sangre que las produce. Dicen que en Inglaterra se premia a la agricultura; no quiero saber más, pues no prosperará mucho tiempo.
La segunda señal de la bondad relativa del Gobierno y las leyes, también se obtiene de la población, pero de otro modo, de su distribución y no de su cantidad. Dos Estados iguales en territorio y en población puede que sean muy desiguales en fuerza, y siempre el más poderoso es aquel cuyos habitantes están repartidos con más igualdad; el que no tiene ciudades tan populosas, y, por consiguiente, brilla menos, siempre vencerá al otro. Las ciudades populosas son las que dejan a un Estado exhausto y son su debilidad; la riqueza que producen es ilusoria y aparente, es mucho dinero y poco efecto. Se viene diciendo que la ciudad de París vale para el rey de Francia tanto como una provincia, pero creo que le cuesta algunas, pues en muchos aspectos París se mantiene de las provincias, y la mayor parte de las rentas afluyen a esta ciudad y se quedan en ella sin que vuelvan jamás ni al pueblo ni al rey. Es increíble que en este siglo de calculadores no haya quien vea que Francia sería mucho más poderosa si se destruyese a París. Una mala distribución del pueblo no sólo no es provechosa para el Estado, sino que es más funesta que la misma despoblación, porque ésta produce un producto nulo y el mal entendido consumo lo da negativo. Cuando oigo a un francés y a un inglés enorgullecidos por la grandeza de sus capitales y discuten si tiene más habitantes París o Londres, para mí es como si discutieran sobre cuál de los dos tiene el honor de ser peor gobernado.
Estudiad a un pueblo tuera de sus ciudades y sólo así lo conoceréis. Ver la forma aparente de un Gobierno con todo el aparato de la administración y el lenguaje de los administradores, es no ver nada si no estudiamos también su naturaleza por los efectos que produce en el pueblo y si no la estudiamos en todos los grados de la administración. Encontrándose repartida entre todos estos grados, la diferencia de lo que es pura fórmula y lo que es en realidad, sólo cuando se confunden se aprecia esta diferencia. En este país se comienza a sentir el espíritu del ministerio por las maniobras de los subdelegados, y en el otro, es necesario ver elegir a los miembros del Parlamento para comprender si la nación es libre. En todo país, sea el que fuere, es imposible que conozca su Gobierno quien sólo recorre las ciudades, ya que nunca es el mismo el espíritu de las ciudades y el del campo. Ahora es el campo el que hace al país, y el pueblo del campo el que hace a la nación. Este estudio de los varios pueblos que viven en sus apartadas provincias, y en la sencillez de su carácter original, ofrece una visión general favorable a mi epígrafe y que consuela al corazón humano, y es que, observadas así las naciones, parece que aumenta su valor, y cuanto más se acercan a la naturaleza, más predomina la bondad en su carácter; sólo encerrándose en las ciudades y alterándose a fuerza de cultura, se depravan y convierten en perniciosos y agradables vicios algunos defectos más groseros que destructores.
De esta observación resulta una nueva ventaja en la forma de viajar que propongo, y es que los jóvenes, en las ciudades populosas donde hay una horrible corrupción, están menos expuestos a contraerla, y entre hombres más sencillos y en ciudades menos pobladas, conservan un gusto más sano y costumbres más honestas. Pero esta epidemia no será temible para mi Emilio, pues está preparado para defenderse. Entre las precauciones que he tomado veo, como la más eficaz, los sentimiento que le he inculcado.
Yo no sé todo lo que puede lograr el verdadero amor en las inclinaciones de los jóvenes, pues sus dirigentes, que no lo ignoran menos que ellos, los desvían de él. No obstante, es indispensable que el joven esté enamorado, si no es un disoluto. Imponerse por las apariencias es fácil. Me citarán mil jóvenes que, según dicen, viven con mucha castidad, pero cítenme un hombre maduro que diga que pasó así su mocedad. En todas las virtudes y en todas las obligaciones sólo buscan la apariencia, y yo quiero la realidad, y me engaño o no hay para conseguirla otros medios que los que propongo.
La idea de procurar que Emilio se enamore antes de hacerle viajar, no es una invención mía, sino que me la sugirió lo que voy a relatar.
Estaba yo en Venecia en casa del ayo de un joven inglés; era invierno y nos hallábamos alrededor de la lumbre. El ayo recibe las cartas del correo, las lee, y luego su alumno lee otra en voz alta. Estaba escrita en inglés y no la entendía, pero durante la lectura me di cuenta de que el joven rasgaba unos bonitos encajes que tenía en la manga y los arrojaba al fuego con el mayor disimulo posible para que no lo advirtiesen. Extrañándome, le miro de frente y creo que le veo cierta emoción, pero los signos exteriores de las pasiones tienen diferencias en cada país, acerca de los cuales es fácil engañarse, ya que los pueblos tienen distinta expresión tanto en su lenguaje como en su semblante. Espero el final de la lectura, y señalando luego al ayo los puños desnudos de su alumno, que éste procura esconder, le digo: «¿Se puede saber qué significa esto?».
Viendo el ayo lo sucedido, soltó la risa, abrazó a su alumno con la mayor satisfacción, y después de obtener su consentimiento, me dio la explicación que yo pedía.
«Los encajes que acaba de rasgar John —me dijo—, son un regalo que hace poco le hizo una señora de este pueblo. Pero debéis saber que John está comprometido en su país con una señorita a la que quiere mucho y la cual lo merece todo. Esta carta es de la madre de su amada, y voy a traduciros el párrafo culpa del arrebato que habéis visto.
»“Lucía no deja nunca los vuelos de lord John. Su amiga Beta Roldán vino ayer a pasar la tarde con ella y quiso ayudarle en un bordado. Sabiendo que hoy Lucía se había levantado más temprano que de costumbre, quise ver lo que hacía, y la encontré deshaciendo lo que hizo Beta. No quiere que en su regalo haya ni un punto que sea de otra mano que la suya”».
Poco después salió John para repasar otros encajes y yo le dije a su ayo: «Tenéis un alumno de un carácter excelente, pero decidme la verdad: ¿es cierta esa carta de la señorita Lucía que dice haberla recibido de su madre, o es un expediente arreglado por vos contra la dama de los encajes?». «No —me dijo—, es la pura verdad, no he puesto tanto arte en mis cuidados; sólo me valgo de la sencillez, y Dios ha bendecido mi obra.
Nunca he olvidado la acción de ese joven y tenía que impresionar una cabeza tan imaginativa como la mía. Es tiempo de terminar. Llevemos a lord John ante su Lucía, es decir, a Emilio delante de su Sofía. Un corazón no menos enamorado que antes de su partida y un espíritu más ilustrado, y lleva a su país la ventaja de haber conocido los Gobiernos con todos sus vicios y los pueblos con todas sus virtudes. He procurado que en cada nación se hiciera amigo de algún hombre de mérito mediante lazos de hospitalidad, como hacían los antiguos, y no me dolerá que por medio de la correspondencia continúe cultivando esas relaciones. Además de que puede ser provechoso y siempre es agradable tener corresponsales en países alejados, es una excelente precaución contra el imperio de las preocupaciones nacionales, que acometiéndonos continuamente durante toda la vida, tarde o temprano ejercen sobre nosotros alguna influencia. Con el fin de neutralizarla, lo más conveniente es el trato desinteresado con los hombres juiciosos a quienes apreciamos, y que careciendo de precauciones, exponiéndoles las nuestras, nos proporcionan los medios de contrarrestar las unas con las otras, y de este modo preservarnos de todas. El tratar con los extranjeros en nuestro país no es lo mismo que tratarlos en el suyo. En el primer caso, siempre tienen para el país dónde viven algunas reservas que encubren lo que piensan de él, o piensan favorablemente mientras residan en él, pero al regresar al suyo van rectificando la opinión que se llevaron, y casi siempre son justos. Me gustaría mucho que el extranjero a quien yo consultase hubiese recorrido mi país, pero sólo estando en el suyo le preguntaría su parecer respecto al mío.
Después de recorrer durante cerca de dos años algunos de los grandes Estados de Europa, y otros pequeños; luego de aprender las dos o tres lenguas principales y haber visto lo más interesante, en historia natural, en gobierno, en artes, en hombres, Emilio devorado por la impaciencia me advierte que nuestro plazo llega al final. Entonces yo le digo: «Muy bien, amigo mío; recordáis el principal objeto de nuestros viajes; habéis visto y habéis observado. ¿Cuál es el resultado de vuestras observaciones? ¿En qué os habéis fijado más? O estoy equivocado con mi método o más o menos me responderéis esto». “¿En qué me he fijado? ¿Qué decido? Pues ser como habéis logrado que sea y no añadir voluntariamente ninguna otra cadena distinta de la que me han cargado la naturaleza y las leyes. Cuando con mayor detalle analizo la obra de los hombres en sus instituciones, más me doy cuenta de que a fuerza de aspirar a ser independientes se hacen esclavos, y que invierten su propia libertad en inútiles esfuerzos para asegurarla. Para no ceder al torrente de las cosas, se forman mil sujeciones, y después, cuando pretenden dar un paso, no pueden, y les asombra verse atados a todo. Creo que para vivir libre no hay que hacer nada; basta con no querer dejar de serlo. Vos, maestro mío, me habéis hecho libre enseñándome a ceder ante la necesidad. Que se presente cuando quiera, que yo me dejaré llevar sin oposición, y como no pretendo combatirla, no recurriré a nada que me retenga. En nuestros viajes he procurado ver si hallaría un rincón de tierra que pudiera ser absolutamente mío, pero entre los hombres, ¿dónde no depende uno de sus pasiones? Bien examinado, he visto que este anhelo mío es contradictorio, pues aunque no estuviera ligado a ninguna otra cosa, quedaría sujeto a la tierra donde me hubiese fijado; mi vida estaría atada a la tierra, al igual que lo estaba la de las dríadas a los árboles. He comprendido que las palabras imperio y libertad son incompatibles y que no podría ser dueño de una choza si no fuese dueño de mí mismo”».
«Hoc erat in votis: modus agri non ita magnus».
"Recuerdo que la causa de nuestras investigaciones fueron mis bienes. Con una gran solidez me demostrabais que yo no podía conservar a la vez mi riqueza y mi libertad, pero cuando queríais que fuese libre y sin necesidades, pretendíais dos cosas incompatibles, puesto que no puedo salir de la dependencia de los hombres sin entrar en la de la naturaleza. Entonces, ¿qué voy a hacer de los bienes que me dejaron mis padres? Lo primero será evitar el depender de ellos; romperé los nudos que me sujetan; si me los dejan, los conservaré, y si me los quitan, no seré arrastrado con ellos. No me atormentaré para retenerlos y seguiré firme en mi puesto. Pobre o rico, seré libre y no lo seré sólo en un país, o en una comarca, sino que lo seré en cualquier parte del mundo. Quedan rotos para mí todos los lazos de la opinión; solamente conozco los de la necesidad. Desde mi infancia aprendí a llevarlos, y los llevaré hasta la muerte, porque soy hombre; ¿y por qué no los he de llevar siendo libre si también sería forzoso llevarlos siendo esclavo, y los de la esclavitud por añadidura?
»"¿Qué me importa mi condición en la tierra? ¿Qué me importa el país donde viva? En todas partes donde vivan hombres, sea cualquiera, convivo con mis hermanos, y donde no los haya, estoy en mi casa.
»"En tanto pueda seguir independiente y rico, poseo caudal para vivir y viviré. Cuando me sujete mi caudal, sin pesar alguno lo abandonaré; tengo brazos para trabajar, y viviré. Cuando me falten los brazos, viviré si me dan de comer, o moriré si me abandonan, pero también moriré sin que me abandonen, pues la muerte no es el castigo de la pobreza, sino una ley de la naturaleza. Cualquiera que sea la época que viva, puedo afirmar que me encontrará haciendo preparativos para vivir, sin que nada pueda evitarme el haber vivido.
»Ved, mi buen padre, cómo y qué determino. Si no tuviera una pasión, vivirías en mi estado de hombre, independiente como Dios mismo, pues deseando únicamente lo que existe, jamás tendría necesidad de luchar contra el destino. No tengo más que un solo yugo, el único al que siempre estaré ligado, y del cual me puedo enorgullecer. Dadme a Sofía y soy libre.".
»No sabes, querido Emilio, lo mucho que me complace oírte razones de hombre y ver los sentimientos de tu corazón. No me disgusta ese desinterés excesivo a tu edad. Será menor cuando tengas hijos, y entonces serás lo que debe ser un buen padre de familia y un hombre sensato. Antes de que emprendieras tus viajes ya sabía yo cuáles serían los efectos, sabía que, observando nuestras instituciones, estarías muy distante de poner en ellas la confianza que no se merecen. Es inútil aspirar a la libertad bajo el amparo de las leyes. ¡Leyes! ¿Dónde las hay? ¿Y dónde son respetadas? En todas partes sólo has visto el interés particular y las pasiones humanas. Pero hay las leyes eternas de la naturaleza y del orden, que para el sabio sustituyen la ley positiva; están escritas en lo más íntimo de nuestro corazón por la razón y la conciencia; para poder ser un hombre libre es preciso que primero uno se haga esclavo de ellas, y no hay más esclavo que el que obra mal, pues siempre va movido por fuerzas contrarias a las de su voluntad. La libertad no está en ninguna forma de Gobierno, pero está en el pecho del hombre libre y la lleva consigo a todas partes, mientras que el hombre vil lleva a todas partes la esclavitud. El uno sería esclavo en Ginebra y el otro lo sería en París.
"Si te hablara de los deberes del ciudadano, tal vez me preguntaras dónde está la patria, y creerías que me habías confundido. Pero te engañarías, querido Emilio, porque quien no tiene patria, tiene por lo menos un país. Siempre hay un Gobierno y simulacros de leyes bajo los cuales ha vivido tranquilo. ¿Qué importancia tiene que no se haya cumplido el contrato social si le ha amparado el interés particular como lo hubiera hecho la voluntad general, si la pública violencia le ha preservado de las violencias particulares, si lo malo que ha visto hacer ha sido la causa de que amara lo que era bueno, y si nuestras instituciones han hecho que conociera y odiara sus propias iniquidades? ¡Ah, Emilio! ¿Dónde está el hombre de bien que no debe nada a su país? Sea quien fuere, le debe lo más hermoso que hay para el hombre: la moralidad de sus acciones y el amor a la virtud. Nacido de la selva, hubiera vivido más venturoso y más libre, pero careciendo de obstáculos a los cuales tuviera que vencer para seguir sus inclinaciones, habría sido ser bueno sin mérito alguno, pero no virtuoso, mientras que ahora lo es, a pesar de sus pasiones. La sola apariencia del orden le induce a que lo conozca y lo quiera. El bien público, que sirve de simple pretexto para los demás, para él sólo es un motivo real. Aprende a combatirse, a vencerse y a sacrificar su interés al de los demás. El provecho que obtiene de las leyes consiste en que le inspiran y en que desee de ser justo, incluso entre los malvados. También le han hecho libre, puesto que le han enseñado a ser dueño de sí mismo.
»Entonces, no digas: “¿Qué me importa el sitio donde estoy?”. Es importante para ti estar donde puedas cumplir tus deberes, y uno de ellos es sentirte raíz de la tierra donde naciste. Tus compatriotas te protegieron siendo niño, y tú debes amarlos siendo hombre. Tienes que vivir entre ellos, en un lugar donde les puedas ser útil y donde te puedan encontrar así alguna vez si necesitan de ti. Hay circunstancias en que un hombre puede ser más útil a sus conciudadanos viviendo fuera de su patria que en ella. Entonces sólo debe escuchar su celo y sufrir sin quejarse su destierro, puesto que ese destierro es uno de sus deberes. Pero tú, buen Emilio, a quien nadie ha impuesto tan dolorosos sacrificios; tú, que no te has tomado la triste obligación de decir la verdad a los hombres, vete, vive con ellos, cultiva su amistad con suave trato, sé tú su bienhechor y su modelo, y les será más provechoso tu ejemplo que todos nuestros libros, y las buenas acciones que vean en ti les valdrán más que todos nuestros discursos.
»Con esto no te exhorto para que vayas a vivir en las grandes ciudades, sino al contrario; uno de los ejemplos que los buenos deben a los demás es el de la vida patriarcal y compasiva, la vida primitiva del hombre, la más pacífica, más natural y más dulce para quien no tiene cansado el corazón. ¡Dichoso el país donde no hay que ir a buscar la paz en un desierto! Pero ¿cuál es ese país? Un hombre generoso satisface mal esa inclinación suya en las ciudades, donde casi no halla a quien pueda favorecer, si no cae en las tretas de los intrigantes y los bribones. La acogida que se hace a los incautos que van a probar fortuna acaba de arruinar al país, cuando debería repoblarse a costa de las ciudades. Todos los que huyen de las grandes urbes son útiles por el solo hecho de irse, pues todos sus vicios provienen de ser muy pobladas. También son útiles cuando pueden llevar al desierto la vida, la cultura y el amor de su primitivo estado. Me conmuevo pensando en los beneficios que pueden aportar Emilio y Sofía desde su sencillo retiro, la vida que pueden proporcionar a las campiñas y cómo van a reanimar el apagado celo del infeliz aldeano. Ya creo ver cómo el pueblo se multiplica, cómo se fertilizan los campos, cómo se engalana la tierra con nuevos frutos y la muchedumbre y la abundancia transforman en fiestas los trabajos y se elevan bendiciones y alegres clamores en torno a la amable pareja que ha reanimado los rústicos juegos. Tratan de fantástico el siglo de oro, y lo será siempre para quien tenga estragados el gusto y el corazón. Tampoco es cierto que sientan haberlo perdido, pues ese sentimiento siempre es vano. ¿Qué se necesita para que renazca? Una sola cosa, pero imposible amarle.
»Ya me parece que está renaciendo alrededor de la morada de Sofía; no haréis más que acabar juntos lo que sus dignos padres han empezado. Pero no rechaces, querido Emilio, las obligaciones penosas si alguna vez te las imponen; acuérdate de que los romanos abandonaban el arado por la toga consular. Si el príncipe o el Estado te llama para el servicio de la patria, déjalo todo para desempeñar el puesto que se te señale, el honroso papel de ciudadano. Si esta función te resultase costosa, hay un medio decente y eficaz para librarte de ella, y es desempeñarla con tanta integridad que se te releve al poco tiempo. No deben inquietarte las dificultades de semejante carga; mientras hayan hombres de este siglo, no será a ti a quien irán a buscar para servir al Estado».
Si pudiera pintar la vuelta de Emilio a casa de Sofía y el fin de sus amores, o mejor, el principio del amor conyugal que los une… Amor fundado en la estimación, tan duradero como la vida; en las virtudes, que no se desvanecen con la hermosura; en la armonía de los caracteres, que hacen amable el trato y prolongan en la vejez el encanto de la unión primera. Pero estos detalles pudieran distraer sin ser provechosos, y hasta aquí sólo he descrito las circunstancias agradables que me han parecido útiles. ¿Abandonaré ese sistema al final de mi tarea? No, y veo, además, que mi pluma siente ya el cansancio. Muy débil para tan extenso trabajo, lo abandonaría si estuviera menos adelantado, dejándolo imperfecto, pero ya es hora de que lo concluya.
Al fin veo nacer el más encantador de los días de Emilio y el más feliz de los míos; veo coronados mis afanes y empiezo a saborear su fruto. Que se una la muy digna pareja con una indisoluble cadena; lo dice su boca y confirma su corazón que sus juramentos no serán vanos; son ya esposos. Al regreso del templo, se dejan conducir; no saben dónde están, ni adónde van, ni lo que harán a su alrededor. No oyen, no responden más que palabras confusas; sus temblorosos ojos no ven nada. ¡Oh, delirio y flaqueza humana! El sentimiento de la felicidad entontece al hombre, sin fuerzas para resistirlo.
Son muy pocos los que en el día de una boda sepan hablar con los novios en el tono más conveniente. El triste decoro de unos y las chocarrerías de otros, me parecen del mismo modo impertinentes. Preferiría que dejasen que estos jóvenes corazones se recogieran dentro de sí mismos y se abandonaran a una agitación que tiene cierta delicia, en vez de distraerlos con tanta crueldad, entristeciéndolos con una inoportuna seriedad, o incomodándolos con humoradas que si los hubieran divertido en otra ocasión, son más que importunas en ese día.
Veo que mis dos jóvenes, en la dulce emoción que los turba, no escuchan nada de todo lo que se les dice. Yo, que deseo que el hombre goce de todos los días de la vida, ¿he de permitir que pierdan uno tan precioso? No; quiero que lo gusten, que lo paladeen, que disfruten de sus delicias. Les arranco de la indiscreta muchedumbre que les cansa, y llevándomelos a pasear en un sitio apartado, les llamo a la realidad hablándoles de ellos. No sólo quiero llegar a su oído, sino también a su corazón, y no ignoro cuál es el único asunto con que han de llenar este día.
«Hijos míos —les digo, cogiéndolos de la mano—, hace tres años que vi nacer esta viva y pura llama que hoy es vuestra felicidad. Ha ido en aumento, y en vuestros ojos leo que ha llegado a su mayor grado de vehemencia, y no se puede debilitar». Lectores, ¿no veis los arrebatos, la emoción, los juramentos de Emilio, el aire desdeñoso con que Sofía desprende su mano de la mía y las tiernas protestas que sus ojos se hacen mutuamente de adorarse hasta el último aliento? Les dejo que sigan y vuelvo a mi tema.
«He pensado muchas veces que si se pudiera prolongar la dicha del amor en el matrimonio, habría el paraíso en la tierra. Hasta hoy nunca se ha visto. Pero si no es totalmente imposible, uno y otro sois dignos de dar un ejemplo que de nadie habéis recibido y que pocos esposos sabrán imitar. ¿Queréis, hijos míos, que os diga los medios que imagino para ello y que creo los únicos posibles?».
Se miran sonriendo y burlándose de mi simplicidad. Emilio me agradece mis palabras y me dice que cree que Sofía tiene una receta mejor que la mía y que a él con eso le basta. Sofía aprueba, y parece muy confiada; no obstante, en medio de su risueña expresión, creo percibir cierta curiosidad. Observo a Emilio; sus ardientes ojos devoran los encantos de su esposa; es lo único que le interesa, y mis razonamientos no le dicen nada. Yo me sonrío diciéndome que pronto conseguiré que me haga caso.
La diferencia casi imperceptible de estos movimientos secretos señalan una muy característica en los dos sexos y muy contraria a las preocupaciones admitidas, y es que, por regla general, los hombres son más inconstantes que las mujeres y se fatigan más pronto del amor satisfecho. Desde muy atrás, la mujer presiente la inconstancia del hombre y se alarma. Esto la vuelve celosa. Cuando él empieza a entibiarse, ella aumenta los cuidados que le dedicó en otros tiempos para serle grata, y llora, se humilla y pocas veces con buen resultado. El cariño y los obsequios se ganan los corazones, pero no tienen el poder de recobrarlos. Vuelvo a mi receta contra el enfriamiento del amor en el matrimonio.
»Es fácil y sencillo: el secreto está en que sigan siendo amantes cuando son esposos». «Efectivamente —dice Emilio, riéndose del secreto—. Esta receta no nos será pesada seguirla». «Pesada será para vos que habláis de lo que no sabéis. Dejad que me explique.
»Los nudos que se quieren apretar demasiado se rompen. Esto es lo que sucede con el matrimonio cuando se le quiere dar más fuerza de la que debe tener. La fidelidad que impone a los esposos es el más santo de todos los derechos, pero el poder que da a cada uno sobre el otro es demasiado. La violencia y el amor son de mal unir, y el deleite no se dirige. No os sonrojéis, Sofía, ni os vayáis. Dios no permita que yo quiera ofender vuestra modestia, pero aquí se trata de vuestro destino. Ante tan importante causa, debéis sufrir de un padre y un esposo razones que de otros no soportar dais.
»La posesión no causa el hastío que produce la sujeción, y el hombre que tiene una querida le conserva el cariño mucho más tiempo que a su propia mujer. ¿Cómo ha sido posible transformar en obligación los más tiernos cariños y en derecho las más dulces prendas de amor? El deseo mutuo hace el derecho, y la naturaleza no conoce otro. La ley puede restringir este derecho, pero no extenderlo. El deleite es dulce por sí mismo. ¿Ha de recibir de la sujeción la fuerza que no haya podido lograr con sus atractivos? No, hijos míos; en el matrimonio están ligados los corazones, pero no están esclavizados los cuerpos. Os debéis fidelidad, pero no condescendencia. Cada uno de los dos sólo puede ser del otro, pero ninguno debe ser del otro más que cuando a éste le plazca.
»Por lo tanto, querido Emilio, si es verdad que queréis ser amante de vuestra mujer, ella debe ser siempre dueña de vos y de sí misma; sed un amante feliz, pero respetuoso; debéis alcanzarlo todo del amor sin exigir nada de la obligación, y los más pequeños favores no deben ser nunca derechos, sino gracias para vos. Ya sé que el pudor aparta los consentimientos malos y pide que sea vencido, pero con verdadero amor y delicadeza, ¿se engaña el amante acerca de la voluntad secreta? ¿No sabe cuándo los ojos y el corazón otorgan lo que la boca niega? Que cada uno tenga derecho a ser dueño de su persona y de su cariño, sin debérselo conceder contra su propia voluntad. Recordad que ni siquiera en el matrimonio el deleite es legítimo cuando no es compartido. No temáis de que esta ley os desvíe al uno del otro; por el contrario, hará que los dos os esforcéis en agradaros, y evitaréis el hastío. Limitados el uno al otro, os acercarán la naturaleza y el amor». Al oír estas y otras semejantes razones, Emilio se enoja y gruñe; Sofía, avergonzada, se tapa los ojos con su abanico y no dice nada. El más descontento de los dos no es, tal vez, el que más se queja. Sin ablandarme, insisto; avergüenzo a Emilio por su poca delicadeza, salgo fiador de Sofía, quien admite el pacto, la invito a que hable y veo que no se atreve a desmentirme. Emilio, inquieto, consulta con los ojos a su esposa y observa, en medio de su cortedad, que hay en los de ella una deliciosa turbación que le tranquiliza contra los riesgos de la confianza. Se arroja a sus pies, besa la mano que ella le ofrece y jura que, excepto la prometida fidelidad, renuncia a cualquier otro derecho sobre ella. «Sé tú, amada mía —le dice—, árbitro de mis placeres como lo eres de mi vida y de mi destino. Aunque tu crueldad tuviese que costarme la vida, te hago entrega de mis queridos derechos. No quiero deber nada a tu complacencia; lo que quiero es tu corazón».
Buen Emilio, tranquilízate. Sofía es demasiado generosa para dejarte morir víctima de tu generosidad. Por la noche, al despedirme, les digo en el tono más grave que puedo: Acordaos el uno y el otro de que sois libres, que no haya diferencias falsas, que no se trata de obligaciones conyugales». ¿Quieres venir, Emilio? Sofía te lo permite. Enfurecido. Emilio querrá pegarme. ¿Y vos, Sofía, qué decís? ¿Queréis que me lo lleve? La embusterilla, sonrojada, dirá que sí. ¡Bella y dulce mentira que vale más que la verdad!
Al día siguiente… La imagen de la felicidad complace a los hombres; la corrupción del vicio ha depravado su gusto no menos que sus corazones. Ya no saben sentir lo tierno ni ver lo amable. Vosotros, que para pintar el deleite nunca imagináis más que dichosos amantes embriagados en el seno de las delicias, qué imperfectas son todavía vuestras pinturas; sólo ofrecéis la más grosera mitad, los atractivos más dulces del deleite no los recogéis. ¿Quién de vosotros no vio jamás dos esposos jóvenes salir del tálamo nupcial, y en su lánguido y casto mirar, el reflejo de los dulces deleites que acaban de disfrutar, la amable serenidad de la inocencia y la certidumbre de vivir juntos toda su vida?
Éste es el objeto más encantador que puede presentarse al corazón del hombre y la verdadera pintura del deleite; la habéis visto cien veces sin reconocerla; vuestros endurecidos corazones no están hechos para amar. Dichosa y serena, Sofía pasa el día en brazos de su madre, blando descanso para la que ha pasado la noche en los de su esposo.
Al otro día observo ya un cambio. Emilio quiere dar muestras de descontento, pero a través de esa afectación noto un ardor tan tierno y tanto rendimiento, que no auguro nada que sea triste. Sofía está más alegre que el día anterior, en sus ojos brilla una visible satisfacción, es muy cariñosa con Emilio, casi le provoca, y parece que él se enfada más con sus halagos.
Estos cambios son poco notables, pero no se me escapan. Inquieto, consulto a Emilio a solas, y me entero de su mucho sentimiento porque, a pesar de sus instancias, ha tenido que dormir en otra cama la noche pasada. La imperiosa se ha dado prisa en hacer uso de su derecho. Se explican, Emilio se queja con amargura, Sofía bromea y, por último, viendo que se pueda enfadar de verdad, fija una mirada de dulzura en él, y apretándome la mano, pronuncia esta palabra, pero con un acento que llega al alma: «¡Ingrato!». Emilio es tan tonto que no entiende nada de eso. Yo sí lo entiendo, y apartando a Emilio, hablo con Sofía.
«Ya veo, le digo, la razón de ese capricho. No es posible tener más miramiento, ni emplearlo más inoportunamente. Tranquilizaos, querida Sofía; es un hombre el que os he dado, y debéis tener miedo de tratarle como a un hombre; estáis en las primicias de la juventud, y con ninguno la ha gastado él y la conservará para vos.
»Es necesario, querida niña, que os explique con más una mujer se parece a Sofía, merece que el marido sepa. Tal vez sólo visteis como un modo de hacer uso con economía de vuestros deleites para que fuesen duraderos. No, Sofía; era otro objeto más digno de mis cuidados. Convertido en vuestro esposo, Emilio pasa a ser vuestro dueño; la naturaleza lo quiere así. Mas cuando una mujer se parece a Sofía, merece que el marido sea llevado por ella, también es una ley de la naturaleza y para que tengáis tanta autoridad en su corazón como su sexo os la da a vuestra persona, yo os he hecho árbitro de sus gustos. Lo conseguiréis a costa de privaciones, pero reinaréis en él si sabéis reinar en vos, y lo que ha sucedido me demuestra que ese difícil arte no es superior a vuestras fuerzas. Reinaréis por el amor mucho tiempo sí hacéis que sean preciosos y escasos vuestros favores, si sabéis hacerlos valer. ¿Queréis ver siempre a Emilio a vuestros pies? Mantenedle siempre a cierta distancia de vuestra persona, pero sed modesta en vuestra severidad, y no caprichosa; que os vea reservada y no maniática; evitad que por no hastiar su amor dude del vuestro. Lograd que os ame por vuestros favores y os respete por vuestras repulsas, y que adore la castidad de su mujer sin tener que sentir agravios por su tibieza.
»De esta forma os entregará su confianza, escuchará vuestros consejos, os consultará en sus negocios y no resolverá nada sin antes meditarlo con vos. De este modo lo podéis llevar a la razón cuando se extravíe, reducirle mediante una dulce persuasión, haceros amable para ser útil, emplear el arte de agradar en servicio de la virtud y el amor en servicio de la razón.
»Sin embargo, no vayáis a creer que siempre puede daros resultado este arte. Por más precauciones que se tomen, el gozo gasta los deleites, y el amor antes que todos los demás. Pero cuando el amor ha durado mucho tiempo, un dulce hábito llena su vacío, y a los raptos de la pasión suceden los atractivos de la confianza. Los hijos forman un vínculo no menos suave y a veces más fuerte que el mismo amor entre los padres. Cuando dejéis de ser la amante de Emilio, seréis su mujer y su amiga, seréis la madre de sus hijos. Entonces, en lugar de vuestra primera reserva, estableced la mayor intimidad entre vosotros; no más lecho aparte, no más repulsas, no más caprichos. Sed su otra mitad, que no pueda vivir sin vos y tan pronto como se separe de vuestro lado, que se sienta lejos de sí mismo. Vos que conseguisteis que reinaran en casa de vuestros padres los encantos de la vida doméstica, procurad que también reinen en la vuestra. Todo hombre que se encuentra a gusto con su familia ama a su mujer. No olvidéis que si vuestro esposo vive feliz en casa, seréis una mujer feliz.
»Por lo que hace al presente, no seáis tan severa con vuestro amante, pues es merecedor de la mayor condescendencia, y vuestros temores le ofenderían; no miréis tanto por su salud a costa de su dicha, y gozad de la vuestra. No se debe esperar que venga el hastío, ni repeler el deseo, ni se ha de negar por el simple capricho de negar, sino para aumentar el valor a lo que se concede».
Acto seguido los reúno y delante de ella, digo al joven esposo:
«Hay que soportar el yugo que uno mismo se ha impuesto, y entonces proceded de suerte que seáis merecedor de que os lo hagan más suave. Ante todo, debéis mostraros agradecido por las gracias recibidas, y no debéis pensar que se gana nada demostrando descontento. No es difícil lograr la paz, y cualquiera acierta las condiciones». El tratado se firma con un beso. Después le añado —a mi discípulo: «Querido Emilio, tienes que saber que el hombre necesita durante el transcurso de su vida consejo y guía. Yo he hecho todo lo que me ha sido posible para cumplir esta obligación contigo, pero aquí termina mi larga tarea y comienza la de otro. Hoy renuncio a la autoridad que me confiasteis, y de ahora en adelante aquí tenéis a vuestro guía».
Poco a poco se va calmando el primer delirio, y les deja que gocen en paz el momento de su nuevo estado. ¡Dichosos amantes, dignos esposos para honrar sus virtudes y trazar el cuadro de su felicidad, habría que escribir la historia de su vida. ¡Cuántas veces, contemplando en ellos mi obra, siento cómo me palpita, estremecido, el corazón! ¡Cuántas veces estrecho con las mías sus manos y bendigo a la Providencia entre mis más hondos suspiros! ¡Cuántos besos imprimo sobre esas manos que aprietan las mías! ¡Y cuántas lágrimas mías de gozo sobre sus manos! También a ellos les conmueven mis transportes. Sus respetables padres gozan por segunda vez de la juventud viendo la felicidad de sus hijos; vuelven, por decirlo así, a comenzar su vida en ellos, o comprenden por primera vez el valor que tiene la vida, y maldicen sus antiguas riquezas, las que cuando tenían la misma edad impidieron que disfrutasen tan deliciosa suerte. Si existe la felicidad en la tierra, hay que venir al albergue donde vivimos para encontrarla.
Al cabo de algunos meses, Emilio entra en mi habitación y dándome un abrazo me dice: «Maestro mío, felicitad a vuestro hijo, pues espera para muy pronto tener el honor de ser padre. ¡Oh, cuántos desvelos nos esperan y cuánto vamos a necesitar de vos! Que Dios no permita que yo os deje educar a mi hijo después de haber educado a su padre, ni que otro que sea yo desempeñe un deber tan dulce y santo, aunque pudiese escoger con tanto acierto para él como escogieron para mí. Pero queremos que seáis el maestro de los maestros jóvenes. Aconsejadnos, dirigidnos, pues nosotros seremos dóciles, y mientras yo viva, tendré siempre necesidad de vos. Os necesito más que nunca, porque ahora comienzan mis funciones de hombre. Vos habéis cumplido las vuestras; guiadme para imitaros. Ha llegado el tiempo de que descanséis».
Libro Quinto
Ya hemos llegado al último acto de la juventud, pero no estamos aún en el desenlace.
No es conveniente que el hombre esté solo. Emilio es hombre, le hemos prometido una compañera y es necesario dársela. Esta compañera es Sofía. ¿Dónde está su albergue? ¿En qué lugar la encontraremos? Para encontrarla, es indispensable conocerla. Debemos saber primero lo que es, y luego acertaremos más fácilmente el sitio donde habita, y cuando la encontremos, todavía no estará todo terminado. «Puesto que nuestro gentilhombre está para casarse, es hora ya de que le dejemos con su amada», dice Locke. Y con esto da por terminada su obra. Yo, que no tengo el honor de educar a un gentilhombre, me guardaré de imitar a Locke en ese aspecto.