El misterio de Axel Sodi: Retrato de una realidad alterna.

Retratos de la ingeniería genética

Jesús Quintanilla Osorio


Místerio, Axel Sodi, ingeniería genética, monstruos, tóxicos, virus



Capítulo I

Un aguacero se batió indolente sobre la ciudad.

Cuando salí del trabajo, cerca de las cuatro de la tarde, el hambre se manifestó, y apenas con mucha dificultad, había logrado bosquejar algunos apuntes de mi reporte. Un ambiente gris en mi alma, como el de el encapotado cielo que se cernía en mi cabeza, me inundaba con exceso.

Me entretuve en una librería durante casi las dos horas que faltaban para la cita, tratando en los títulos de los libros y en una rápida hojeada, de borrar de mi mente, la idea de que una tragedia nos hubiera asestado un golpe mortal, y la Muerte estuviera riendo guadaña en ristre.

Cuando faltaban casi veinte minutos para la hora marcada, una extraña sensación hizo presa de mí. Sentí un mareo, y de súbito, todo se tornó negro como la noche. Entonces, sombras fantasmagóricas se desprendieron de las sombras, y me vi rodeado de afilados colmillos y babeantes fauces. Fueron seguidos, pero cuando la visión esfumó, yacía en el suelo, ante la mirada atónita de un hombre que se había arrodillado para ayudarme.

“¿Se encuentra bien?”, preguntó, y sonriendo débilmente, le indiqué con un movimiento de la cabeza que no se preocupara.

Me incorporé despacio y, medio avergonzado, me escabullí entre los curiosos, enfilándome hacia mi destino.

Sin embargo, el recuerdo de esa espantosa aparición, me estremeció, y mis pasos se volvieron más ligeros, tal vez por un miedo irracional a lo desconocido ¿qué significaban esas figuras, esos monstruos aterradores que parecían buscarme? ¿Tendrían relación con la reunión que se aproximaba o sólo eran delirios desde mi frugal desayuno? Las preguntas no encontraban respuesta sencilla, pero el miedo que bullía en mi interior, se acrecentaba.

Llegué al “Adolfs” tres minutos antes, de acuerdo a mi reloj, y temiendo otro desmayo, pedí un bocadillo de atún con queso acompañado de una taza de café, dando instrucciones al camarero de que en cuanto llegara el periodista del Daily News, lo condujera sin vacilar hasta mi mesa. Me entretuve pensando en lo que debía preguntar y haciéndome a la idea de que no le diría nada respecto a lo que, comenzaba a suponer, era una alucinación.

Cuando terminaba mi segunda taza de café, un espigado joven, de no más de 25 años a mi parecer, y vestido con jeans y camisa a cuadros, se presentó como el reportero del diario.

“¿Alan Scofield?”, inquirí.

“Así es, mucho gusto… ¿Usted es?”

“Axel Sodi… Siéntese, por favor…¿Desea algo?”

“Un café negro, sin azúcar, por favor”. Llamé al mesero y le solicité el pedido.

“¿Cuál es su interés respecto a la nota que escribí?”, quiso saber el del cuarto poder.

“Mi abuelo Isaías vive o…vivía en San Gervasio”, expliqué.

“¿Dónde trabajaba usted?”, quiso saber.

“En el Centro de Salud Ambiental… Soy Técnico Verificador”.

“¿Los sabuesos del ambiente?”, preguntó sonriendo.

Reí divertido ante la frase. En efectivo, en el medio, de esa forma se nos conocía. Teníamos fama de investigar más concienzudamente que la NASA o Scotland Yard.

“Exacto… Aunque ahora, no hemos tenido trabajo importante, en verdad”, le hice saber.

“Pues… San Gervasio es un misterio digno de sus investigaciones más acusaciones”, reveló con un dejo de secreto en su voz.

“¿Por qué lo dice, Alan?”, pregunté intrigado ante el tono tan raro en la rueda de mi interlocutor.

“Es que… Hay cosas que no encajan en lo que Cienfuegos nos explicó en la rueda de prensa”. “¿Cómo cuáles?”

“Para empezar… Su función como Código azul en un simple desastre natural. Si sólo se trata de una tormenta, es gasto al contribuyente. Yo pienso que están ocultando la verdad, porque temen la reacción de la ciudadanía”, explicó Alan.

“¿Qué opina usted… Extraoficialmente?”, solté la idea para que no temiera hablar.

Se acercó a mí, y bajó la voz.

“San Gervasio, parece un caso de muertes sobrenaturales”

Me quedé serio, esperando que se tratara de una broma y enseguida Alan se carcajeara, pero no fue así.

“¿Algo sobrenatural?”, fruncí el ceño.

“Si…O algo que no podemos explicar racionalmente” Trajeron el café, y yo pedí otro.

Alan se quedó un momento en silencio, como ordenando sus pensamientos.

Afuera, había viento, y la lluvia, golpeteada los cristales. La letanía de la naturaleza canturreaba sus melodías.

“No sé cuánto pueda creerme… Mire. Cuando estuve en San Gervasio cubriendo la noticia, el ambiente parecía fantasmal.

Olía a sangre, sangre humana, pero no se nos negó cualquier inspección por el pueblo. Dijeron que estaban los daños y no podían permitirnos la entrada. Era evidente que estaban ocultando algo…Por eso, pienso que es tan espantoso y falto de respuestas que prefirieron reservárselo entre ellos”.

“¿No hubo sobrevivientes?”, pregunté.

“Hasta el momento de mi nota, no se había encontrado a nadie” Nos quedamos callados.

El arcano de la muerte parecía no tener llave alguna.

Secretos.

Misterio.

Sangre humana, evidencia de lucha, de dolor… De muerte.

La sola idea, me estremeció…¿Qué había matado a esa gente? ¿Extraterrestres…bacterias? Los datos aportados, no daban respuestas satisfactorias.

Tal vez, el Día del Juicio habíase celebrado en ese pequeño poblado, y por eso, ignorábamos lo sucedido.

La pesadilla de lo incógnito, envolvía este asunto.

La respuesta no se vislumbraba cercana.

“Bueno… Creo que lo sobrenatural del caso, es que la muerte que encontraron estos infelices no fue natural…De otro modo, nos lo mostrarían…¿No cree?”, preguntó Alan con rostro impasible.

“¿Es suficiente para considerar el caso sobrenatural?”, pregunté a mi vez.

“Si hubiera estado en ese lugar, me comprendería mejor…Todos los que fuimos a cubrirlo, coincidimos en el hecho de que se respiraba un ambiente irreal”, explicó, pero al no verme convencido, añadió.

“Además, los sueños…”

“¿Cuáles sueños?”, interpelé.

“En todas las pláticas de mis compañeros, siempre surgió la extrañeza porque todos, antes de viajar a San Gervasio, tuvieron una rara visión…Tómalo como un sueño, pero se refería a lo mismo: Monstruos de colmillos centellantes y hocicos babeantes” Me quedé callado.

Se trataba de lo mismo que me había sucedido, antes de la cita. Esa espantosa imagen de seres aterradores.

¿Debería revelarle mi caso?

No lo hice.

Quería tener mis datos, ideas, para poder emitir mi propio juicio.

“¿No tendrá una explicación natural?”, insistí.

Alan se tomó todo el contenido que restaba a su taza, y respondió:

“No sé que tan natural sea que la gente de un pueblo, se esfume de pronto, como si nunca hubiera existido…No parecía un desalojo pacífico o violento, ya sea por epidemia o problemas políticos. Había temor, en el rostro de Cienfuegos. Y el Coronel no le teme a nadie…Ni al mismo presidente”, aseveró Scofield.

“Me pregunto si contactando con el Coronel no me aportaría datos. Mi abuelo es residente de San Gervasio”, dije.

“Lo dudo, pero si quiere intentarlo, hágalo a través del Centro. A usted no le hará ningún caso”, recomendó el periodista.

“¿Gustan ordenar algo de comer?”, la modulada voz del mesero, me sacó de mi concentración.

“Primero usted, Alan, por favor”, pedí. Y el reportero, carta a mano, eligió un par de platos de corte europeo. Yo nada más pedí un guisado de tipo mexicano.

“¿Su abuelo nunca le habló sobre algo extraño en el pueblo?”, la pregunta de Alan sacudió mi memoria…” Oye, hijito.

Cada viernes pasa lo mismo…Las luces del desierto aparecen a la medianoche. He visto muchas luces. Tardan algunas horas, y luego, me está haciendo mal el café por las noches, pero yo le digo que me acompañe…¿Por qué no investigas en tu trabajo si no es algo radiactivo o tóxico, nietito?”. Pero nunca lo había hecho, y la inquietud de mi pariente, quedó relegada al olvido. Ahora, la desaparición misteriosa de los ancianos, me remordía, por no haber hecho caso de su petición, y tal vez, de una posible pista.

Se lo conté a Alan, y su rostro se tornó en serio.

“Quizá algo grave ocurría…¿Por qué nunca lo investigó?”, quiso saber.

“A veces, parece que no tomas en serio lo que te dice la familia, hasta que ocurre una desgracia…¿No cree?”, dije con un dejo de lamento en la voz. Me sentía culpable, ya que los abuelos siempre habían sido muy buenos conmigo, y mi preocupación debió ser mayor.

Era tarde para lamentaciones.

“Voy a comunicarme con Cienfuegos, pero, Alan…Quisiera su apoyo, si no le molesta”, pedí.

Asintió con la cabeza.

Trajeron la comida.

Comimos en silencio.

Al terminar, la noche cubría con su manto negro el firmamento.

Capítulo II

Las ventanas sufrían el golpeteo de una incesante tormenta.

Los árboles gemían ante el embate de la naturaleza. Una enorme figura, monstruosa, dejaba escuchar una respiración hueca, fétida, llena de horrores diversos. El terror tomó forma, y se introdujo por un ventanal, con un gran estruendo. Olía a veneno, a muerte, como si la sangre de mil guerras, surgiera del abismo para llenar de hediondez el entorno. Aquello iba subiendo las escaleras con un ronco gruñido.

Las campanadas en el reloj, marcaban las doce de la noche.

La figura se acercó al cuarto…

Y de pronto, desperté bañado en sudor.

La pesadilla había sido tan real que pensé que afuera, me esperaba un horrible ser, para devorarme con la noche.

Encendí la luz de mi lámpara en el buró.

Eran las tres de la mañana.

Me senté en la cama, sin bajar los pies de la misma.

Un miedo irracional, parecía estar posesionándose de mí.

¿Acaso era un aviso, o sólo la imaginación presa de una fiebre acusada por el estrés y el desconcierto?

Lo ignoraba.

Lo cierto es que la plática con Alan Scofield, lejos de traerme un poco de paz, había logrado preocuparme insanamente.

Era manifiesto que lo sucedido en San Gervasio no era algo natural, pero tacharlo de actividad sobrenatural, no encajaba conmigo, más que en los temores de la niñez, cuando los fantasmas en tu habitación toman forma y crees ver en la sábana blanca, a un espanto del Más Allá que busca con denuedo tu alma. Pero mi infancia estaba en el pasado, y pensar otra vez en esos monstruos de antaño para darle una explicación irracional a los sucesos, no me parecía saludable en forma alguna. Al contrario, demostraba mi incapacidad para encontrarle una explicación lógica a los acontecimientos. Y para un profesional como yo, no era el recurso más apropiado, toda vez que mis conocimientos debían ser el soporte para entender lo que pasaba. Pero, con sinceridad, me sentía tan falto de datos, que tal vez por eso mi mente estaba fabricando esos seres de dentelleante aspecto. ¿Quién tenía la respuesta? Si el Coronel Cienfuegos no aceptaba darme respuestas, tendría que investigar, y si fuera posible, acudir al mismo San Gervasio para conocer de cerca lo sucedido.

Lo ideal era obtener la información en el Centro.

Debía existir alguna forma de conocer datos clasificados, y mis claves de acceso al Centro de Cómputo podían servirme para entrar a códigos de seguridad como los de Cienfuegos. Claro que era muy arriesgado, porque, de conocerse la situación, el peligro era palpable. Ser despedido sin miramientos del trabajo donde gozaba de tan privilegiada posición. Pero quedarme con la duda, era peor para mí. Era renunciar a esa unidad que tanto había defendido y en la que tanto creía.

No podía faltar a mi palabra.

Más no tenía muchas opciones en ese momento, ni alternativas que elegir.

Mientras esperaba el amanecer, me entretuve leyendo en mi biblioteca, todo lo referente a desapariciones de pueblos, y me encontré con una curiosa leyenda de una aldehuela inglesa llamada Landsbury, conocida como “La Ciudad de los Muertos”. De acuerdo a la vieja historia, existía una maldición, para todo aquel que muriera en las inmediaciones de la ciudad de los muertos. Esta consistía en que cada cincuenta años, la población, hundida durante un cataclismo, saldría de la bruma de las tinieblas de la muerte, resurgiendo en esa noche, al son del toque de difuntos para quienes fallecían en sus alrededores. Así se agregaban nuevos miembros a esa extraña comunidad de muertos, y, al llegar el alba, volvía a las profundidades. Landsbury, la ciudad maldita, había sido descubierta en 1860 por un alud de lodo, y un sacerdote apóstata en el calor de su desgracia, conjuró a los poderes de la Muerte, a la lesa majestad del sepulcro, a atrapar a los desgraciados que les tocara en suerte encontrarse con su destino.

Quizá, pensé, San Gervasio tenía en cierta forma una semejanza con la vieja población inglesa de la historia.

También encontré la crónica respecto a un pueblito llamado Providence, en los Estados Unidos de Norteamérica, cuna de Howard Phillip Lovecraft, un cuentista del horror, que con su pluma había creado espantosos seres, surgidos del mundo de el Mal, y que caminarían muy pronto entre los hombres. Curiosamente, Lovecraft, con su clásico corte de terroríficos relatos entretejió una profecía: El día que su pueblo fuera destruido, sus monstruos podrían tomar la superficie y habitar entre nosotros. Durante los 90s, un tornado, ese terrible asesino de viento, había destruido la población con sus habitantes. Según sus seguidores, la predicción estaba por cumplirse, y se esperaba el arribo del horror del Innombrable y su séquito de espantos.

Chico, California, era otro de los mencionados en el libro que leía. Una lluvia de piedras todos los días a las 3 de la tarde en punto durante varias jornadas, y la caída de pececillos de todo tipo en varias ocasiones, fueron parte de los insólitos acontecimientos de este pueblo, así como raras desapariciones de personas sin encontrarse el menor rastro a pesar de búsquedas muy intensas, y hasta la idea de que el pueblito, a veces, parecía diluirse en un vaho sobrenatural, a la vista de todos.

Bueno, esas eran las historias. Interesantes, documentadas, pero eran eso nada más: Historias. San Gervasio no era una fábula o anécdota. Yo mismo, en varias ocasiones, movido por el deseo de ver a los abuelos, había estado un par de noches en ese lugar.

Ahora, de alguna forma, su gente era cosa del pasado, y las circunstancias no eran del todo claras. Las explicaciones estaban bajo fuerte resguardo, como si alguien estuviera interesado en que no se conocieran los resultados. O tal vez, porque en verdad se ignoraba lo sucedido. Arrellanado en el asiento de atrás, cerré los ojos.

El radio, a bajo volumen emitía una noticia que me resultó de interés. Se refería a Alan Scofield.

“¿Puede subirle un poco, por favor?”, pedí al chofer, y así lo hizo.

De acuerdo a lo que escuché, Alan había sido encontrado muerto en su casa en la madrugada. Se desconocían detalles, aunque se rumoraba que una bestia salvaje habíale cercenado el cuello, y su mirada era la de un horror absoluto. Bueno, esa era la versión extraoficial, pero como siempre parece haber más verdad en ese tipo de informaciones que en la que por lo general presentan a la Prensa, pedí al taxista que mejor me llevará al Departamento de Policía.

Cuando por fin entré a la oficina del teniente asignado al caso, la mirada de cansancio que este hombre me mostró y sus ojeras, me revelaron que llevaba horas sin dormir.

“Así que usted cenó con él anoche”, soltó el oficial.

“Exacto…Y no parecía presentir su fin…¿Qué le sucedió?”

“Bueno, dijimos a la Prensa unos datos, pero no todos. ¿Promete no hablar con ellos?”, preguntó.

“Lo prometo. Mi interés con el asunto es por otro lado”, expliqué.

“Alan era un buen chico y sentí mucho lo sucedido. Algo, que en mi opinión fue un lobo, le cortó la cabeza…Sólo había un trozo de carne que la mantenía pegada al cuerpo ¿me entiende, verdad? Y estaba muy desfigurado”

“¿Usted cree que fue un lobo? Pero aquí no hay lobos. A no ser en el zoológico”, dije.

“Es sólo una opinión. No quiero decir que tiene que creer mis hipótesis, hombre”

“Tiene razón, pero me queda una duda…¿Hay alguna posibilidad de que se trate de otro animal o…, de un monstruo?”

“¿Qué insinúa? ¿Qué hay monstruos rondando por las calles? ¡No seas ridículo!”

“El estaba investigando un asunto muy extraño. El caso de San Gervasio, un pueblito donde su gente desapareció como por arte de magia”

“¿Usted cree---y puso énfasis con sus palabras---que la muerte de Alan Scofield está relacionada con su trabajo sobre el pueblo de San Gervasio?”

“¿Quiere la verdad?”, pregunté.

Asintió con la cabeza.

“Sí. Creo que alguien o algo, lo mató para que no investigará más sobre el caso” “Usted tiene interés en el caso, supongo”, soltó.

“Dígamos que un interés personal”, concedí.

“¿Alguna novia?”, sonrió.

“No. Mis abuelos paternos. Son o eran residentes de ese pueblito” Se levantó de su asiento. Entendí el mensaje.

“Bueno, gracias por su información”, dije sarcástico.

“Buenos días”, cortó en seco.

Salí de su despacho con más extrañeza que antes. Por alguna razón, existía hermetismo sobre el asunto, al grado de que parecía ultraconfidencial.

Debía desenmarañar la tela, y cortarla.

Era tiempo de averiguar a fondo.

En el Centro de Salud Ambiental, la cara de asco de mi jefe, me manifestó que estaba disgustado por mi tardanza.

Cuando le expliqué que la policía me había interrogado por ser el último que vio con vida al reportero Scofield, se interesó, y se olvidó de regañarme. Quería saber detalles que despertó en él, que decidió ofrecer su apoyo gratuito de conocimiento y logística al caso.

Y entonces, me colé en su lita. Después de todo, yo era el eslabón con las autoridades.

Me permitieron entrar al departamento de Scofield. Había sangre por todos lados, como si se tratase de una masacre. Me sentí mal por mi recién conocido, ahora muerto. ¿Era mejor estar sobre la pista de sus asesinos…? ¿O era mejor decir, su asesino? La lucha más intensa habíase desarrollado en su estudio. Parecía que su atacante utilizó la ventana para entrar. Sólo que con varios pisos de altura, la hipótesis de un lobo, se cuarteaba seriamente. Tenía que ser algo que pudiese volar, o escalar las paredes.

Tal vez un enorme murciélago, pero para matar a un hombre del tamaño de Alan, se necesitaría un monstruo inimaginable.

La escena del crimen me introdujo aún más al misterio de San Gervasio, porque algo me indicaba que todo convergía en ese punto un presentimiento, la espantosa visión anterior a la cita con el periodista, no sé. Pero algo me indicaba que allí había un pozo profundo, bajo la carpeta de ULTRACONFIDENCIAL guardaba en una gaveta, y era necesario penetrar en esa incógnita para conocer la verdad.

Era preciso.

Debía de marchar a San Gervasio, para conocer de primera fuente la situación. Sin embargo, el riesgo de que estuviera cercada el área para resguardarla de los intrusos, era un motivo de preocupación. Pero no debería dejar que el tiempo pasara. El secreto de el poblado debía despejarse para siempre. Ya había cobrado la vida de un hombre ajeno a sus entornos, y no se debería permitir que sucediera otra tragedia. Era el momento de actuar.

La oportunidad de cumplir con mi cometido se me presentó cuando se me autorizó investigar más a fondo, en los alrededores de San Gervasio para conocer de boca de sus vecinos, las respuestas a nuestros interrogantes. O al menos eso se esperaba, porque lo que a mí me interesaba en realidad era averiguar en el escenario mismo de los hechos: En el mismo poblado.

Esa noche, bastante cansado, me disponía a tomar un café antes de cenar, cuando nuevamente, la espantosa visión del momento anterior a la cita de Scofield, se presentó de nuevo, y por un instante, algo me indicó que quien tuviera que ver conmigo luego de ver esas imágenes de monstruos, moriría, como si se tratase de una maldición.

Pero, esa noche, nadie me vería, el menos que yo supiera.

Recibí una llamada.

Al levantar el auricular, una respiración obsesivamente fuerte, se escuchó a través de la línea.

Quise saber si se trataba de una broma, pero a pesar de mi insistencia, nadie respondió.

Sentí un temor absurdo, irracional, como si de pronto me sintiera marcado para la muerte.

La madrugada transcurrió fría e impersonal, con un silencio aplastante.

Al romper en fragmentos la noche, el alba se presentó luminosa.

Cayó una lluvia leve.

Mi ánimo, parecía congelado.

Capítulo III

La mujer corrió gritando con el terror pintado en su cara.

Las figuras estaban muy cerca.

Casi la alcanzaban.

Ella tropezó.

Se acercaron más.

La joven logró incorporarse y haciendo un esfuerzo producto de su mismo miedo e instinto, continúo su carrera, intentando escapar.

Su destino estaba marcado.

La agarraron, y encontró una muerte espantosa.

Las sombras se sumaron a las de la noche.

Cuando levanté el auricular de nuevo, la pesadilla se había desvanecido.

Algo, me indicó que no era un simple sueño.

Era un aviso.

“EL AVISO DE LA MUERTE ES MAS TERRIBLE QUE LA MISMA MUERTE”

Recordé el dicho con resquemor.

Eran cerca de las ocho, así que como caía un fuerte chubasco, pedí un servicio de taxi para dirigirme a una rentadora de autos. Debía marchar a San Gervasio ese mismo día.

Ya en el vehículo de alquiler, mis pensamientos regresaron a la extraña visión, y me pregunté si eso ya había sucedido, o sería parte de un futuro inmediato.

Cesó la lluvia.

Lo ignoraba.

Tan pronto abordé el auto, me encaminé sin demora a la carretera principal, la que me conduciría al camino del poblado.

En el camino, el sol resplandeciente me fustigó con ganas.

Luego, cuando cayó la pertinaz lluvia, sentí alivio.

Iba ensimismado en mis pensamientos.

De alguna manera, sentía estar cerca de una respuesta a mis inquietudes más profundas. Al mismo tiempo, un temor cerval me estremecía por momentos.

Encendí la radio.

Las noticias respecto de la muerte de Alan, por conveniencia de la buena imagen de las autoridades, eran respecto a un asesino atroz, un psicópata, y no una extraña bestia como hubiera sido más lógico suponer. Claro que quien no supiera el modo de la muerte, cualquier información lo conformaría. Sin embargo, a quien tuviera sus dudas como yo, de alguna forma la misma curiosidad le impulsaría a buscar respuestas. Por eso, me dirigía al poblado.

De súbito, un carro negro, compacto, de vidrios polarizados, comenzó a hacerse notar. Sus insistentes claxonazos, me pusieron nervioso. Aminoré la marcha, para dejarlo pasar, y en lugar de hacerlo, prosiguió, logrando ponerme en un estado de inquietud terrible.

Quien estuviera detrás de ello, sabía como lograr un estado de desesperación.

Estaba a punto de detenerme, cuando escuché una detonación, y entonces comprendí que querían matarme.

Y aceleré el vehículo.

Venían cerca.

A unos 20 metros detrás mío.

No podía dejar que me alcanzaran si es que quería seguir vivo, así pues, haciendo zigzag de que los disparos me espantaban, no perdí el control.

De alguna forma, un presentimiento me indicaba que esa persecución estaba relacionada con el caso, y particularmente con la muerte de Alan Scofield, pues quizá pensaban que él me había comunicado algo importante, o que yo sabía algo.

Lo que importaba, por el momento, era salvar el pellejo, y para tal efecto, lo mejor era mantenerlos a raya, evitando que se acercaran mucho.

Divisé un camino solitario, y sin pensarlo dos veces, di un volantazo imprevisto que los desbalanceó, porque, por un momento, siguieron de largo, aunque en segundos, reaccionaron y continuaron detrás de mí.

Sin embargo, mientras corría velozmente por el camino de tierra, un mariposeo en el estómago, me hizo advertir que tal vez ellos habían planeado mi entrada a ese sitio. Si mis temores eran ciertos, ese sitio conducía a donde ellos querían que yo fuera.

Intenté regresar, pero me fue imposible. Estaban pisándome los talones.

De pronto estallaron los neumáticos de mi auto, y con suma dificultad, logré enderezarlo y tuve que estacionarme. Al momento de hacerlo me apeé del vehículo con agilidad y corrí con todas mis fuerzas.

Debía escapar de ellos.

Ellos hicieron lo mismo.

Una sensación de conocer a mis enemigos, me estremeció.

¿Por qué les llamaba “ellos”?

Logré voltear, mientras corría, y pude ver que eran cuatro los individuos que me perseguían.

Intentando perderme de su vista, tomé un atajo, y por un rato, me sentí libre.

Pasó bastante tiempo.

O al menos, eso me pareció.

De súbito, distinguí una construcción abandonada, como una enorme bodega de varios cientos de metros, rodeada por una malla de alambre, en la cual un letrero, prohibía el paso, por ser una zona restringida por el gobierno. El letrero alusivo, mencionaba peligro de tóxicos, pero no especificaba nada.

Eso me extrañó sobremanera. Ese tipo de áreas, eran conocidas como el personal del Centro de Salud Ambiental, y en especial por los verificadores como yo. Sin embargo, ese lugar parecía abandonado, y un depósito de esa naturaleza, no se abandonaba nada más así.

De todos modos, mis opciones no eran muchas. O entraba al lugar, o me exponía a ser alcanzado por los tipos, que, por cierto, llevaban por lo menos, un arma de fuego, y ya me habían mostrado sus intenciones al dispararme antes. Así pues, entré brincando como fue posible el alambrado.

Ya dentro, busqué como esconderme de su vista.

Seguía intrigándome ese sitio.

¿Acaso era clandestino?

Esa posibilidad, me atemorizó.

La ilegalidad siempre es defendida con la fuerza, y si se sienten acosadas, las personas son capaces de todo…Hasta de matar, si es necesario.

Me escondí.

Se acercaban.

Pude verlos a distancia.

Debía escapar. Si me quedaba, me agarrarían, y mi suerte futura sería lógica.

Así que actué enseguida, y arrastrándome, cerca de la puerta de entrada de la bodega, avisté a lo lejos de un bosque. Si lograba llegar hasta él, podría perderme de su vista.

Lo intenté, y todo indicaba que la esperanza de lograr mi propósito, no estaba desencaminada. Ninguno de mis captores se había dado cuenta de mi maniobra.

Indudablemente, mi trabajo de oficina no tenía concordancia con esta habilidad, pero agradecí a Dios el ser ágil.

Cuando estuve a unos treinta metros, la desesperación me hizo correr. Ellos me vieron, y se apresuraron a seguirme como si fueran tras una recompensa. Pronto llegué a la vegetación, y me interné en ésta como pude.

Estuve perdido durante horas y horas, y cuando anocheció me di cuenta de que los sujetos habían abandonado la búsqueda.

Era hora de regresar a la ciudad.

Cuando la madrugada, explotó en luz solar, y la noche se fue, avisté una carretera.

Eché a andar, hasta que alguien se compadeció, y me recogió. De tantas horas de esfuerzo físico al que no estaba acostumbrado, y a la tensión de ser hostigado por unos malvivientes durante una carrera que en su momento me pareció interminable. Temía que ellos regresarán; pero el cansancio era más fuerte que yo.

Si iban ir tras de mí, les estaba facilitando en gran manera las cosas.

El descanso fue verdaderamente reparador, aunque durante los sueños, que se sucedieron unos a otros durante el tiempo que visité a Morfeo, los monstruos y las dudas los contaminaron, sin conseguir despertarme.

Cuando lo hice, ya estaba oscuro.

La negrura en mi cuarto, por un instante, me paralizó.

Sin embargo, la lluvia que tiene la cualidad de tranquilizarme, logró su propósito. Me di cuenta que ya no estaba en el peligro de antes, que era el momento de actuar, de pensar, de sacar ventaja a mi situación, antes de que quien estuviera detrás de este caso lo hiciera.

Así que me levanté enseguida, y disqué el número de Tass, la joven del departamento de informática del Centro de Salud Ambiental, seguro de que ella me echaría la mano. De alguna forma, el saberla interesada por mí, me motivaba a confiar en su discreción.

“¿Tass?”

“¿Eres tú, Sodi?”, dije intencionalmente.

“¿Cómo estás?”, preguntó con cierta preocupación en el tono.

“Bien, aunque un poco cansado. No pude ir a la oficina porque estaba investigando algunas cosas…Tú sabes. El jefe me asignó como apoyo a lo de Alan Scofield”

“El jefe está muy molesto contigo. Dice que te estás pasando”

Un timbre de alarma sonó en mi mente…¿Por qué escuchaba tan excitada a Tass? No lograba entenderlo.

“Tass…Quisiera hablar contigo a solas, si te es posible. Para…Contarte algo importante” Se quedó en silencio.

¿Estaría preguntándole a alguien?

Escuché un ruido.

VENIA DE LA COCINA.

Tal vez, un intruso.

“Espero que no sea el visitante de Alan”, pensé.

“¿Estás ahí?”, preguntó ella.

“Sí…Espera. Llamo al rato. Escuchó ruidos en la cocina.

Creo que mi cafetera ya está pitando”, colgué con fuerza, en parte por los nervios, y también porque desconfiaba de Tass.

Quizá no todos eran enemigos, o que yo me estaba volviendo paranoico.

Apagué la luz.

La cocina tenía luz. Normalmente, la encendía al entrar la noche. Debía haberlo hecho un día anterior, y se había quedado así.

Di pasos.

Me escondí detrás de un mueble.

Una silueta me mostró al visitante.

Parecía normal.

Y humano.

Quizá estaba armado.

Esperé.

“¿Axel?”, escuché una voz conocida.

Permanecí en silencio, esperando.

“¿Axel? Soy Alan. Necesito hablarle…No tengas miedo, por favor” Me desconcerté.

¿A poco Scofield no estaba muerto? ¿Se trataba de una broma, de un mal sueño o qué?

Decidí jugármela y hablé.

“Enciende la luz, Alan”

Así lo hizo y pude verle. Se vepia bien, aunque con cara de cansancio.

Se sentó enseguida.

“¿Qué sucedió Alan? ¿Por qué no tocaste?”, pregunté con reserva.

“Temía que alguien se me hubiera adelantado” “¿Adelantado?”, quise saber.

“Sí. Quieren matarte, como pensaban hacerlo conmigo. El hombre que encontraron en mi departamento era mi hermano Zac.

Por eso nos confundieron. Tiene mi misma estatura, y…Como estaba desfigurado, no pudieron identificarlo, y pensaron que era yo…Afortunadamente, estoy vivo”, explicó.

“¿Todo esto es por San Gervasio?”, le interrogué.

Asintió con la cabeza.

“Esto es más grande de lo que te imaginas”, dijo.

Se escucharon golpes en la puerta. Alguien intentaba derribarla.

“Salgamos por la puerta de servicio”, sugerí.

Alan me siguió. No tenía alternativas.

Cuando alcanzábamos la calle, logré escuchar como cedía la puerta, y un gruñido espantoso, me aterrorizó.

Corrimos como locos.

¿La visión se había convertido en realidad?

Capítulo IV

A varias cuadras de distancia, me detuve. Mis pulmones me dolían, y respiraba como fuelle.

Alan estaba en mi misma situación.

“¿Qué sería eso?”, preguntó aterrorizado.

“El enemigo”, respondí sin saber qué decía.

“¿Acaso Cienfuegos es un monstruo?”, preguntó delirante.

El temor lo tenía preso.

“Cálmate”, le toqué el hombro.

Nos sentamos.

Su semblante estaba pálido.

Supongo que el mío también.

“Los periódicos dicen que tú ya has muerto”, dije esperando su reacción.

Se rió, quizá de nervios.

“¿Me ves cara de espíritu?”, preguntó.

“No…Pareces el mismo Alan que conocí” Sonrió con rostro cansino.

“San Gervasio tiene un misterio que huele a muerte”, sentenció Scofield.

Caminos.

Un hotelucho de mala muerte era una buena guarida para pasar la noche, y perdernos de los seguidores.

Podría ser nuestro cuartel general.

Alquilamos una habitación de esas características.

Las camas parecían de utilería, pero estábamos tan cansados, que no reparamos en esos

detalles.

Nos sentamos sin dilación, apenas las vimos.

“Algo sucede…Y es muy extraño…¿Qué serían esas cosas Alan?”, pregunté.

“No lo sé, pero…No me gustaría conocerlos”, dijo.

“Ni a mi…Se parecen a los de mis sueños”, y diciendo esto, cerré los ojos, evocando las imágenes.

“¿A qué sueños te refieres?”, inquirió.

“He soñado con monstruos, como si se tratase de los mutantes de las películas de niños deformes”

Alan se quedó pensativo.

“Yo también. Por eso en el restorán te dije que creía que era algo sobrenatural, por mis sueños”, explicó.

Vi mi reloj.

Eran cerca de las tres de la mañana.

“Tengo el presentimiento de que todo esto tiene que ver con el Centro de Salud Ambiental”, comenté.

“¿Por qué no averiguas de qué se trata? Tal vez si entramos ahorita, nadie sepa que lo hacemos, y podríamos checar información confidencial”

“Eso sería peligroso, Alan”, respondí.

“¿Más que la cosa esa que nos seguía?”, su voz fría y estudiada logró su efecto.

“Debemos entrar por la puerta de servicio. Pero te advierto que hay vigilancia electrónica, y fotoceldas con alarmas”, expliqué.

“Vamos”, dijo decidido.

La entrada al Centro no fue fácil, pero Scofield mostró habilidades que me asombraron para evadir vigilancia electrónica, y cuando por fin logramos entrar a la zona restringida con la lamparita en mano, estuvimos dedicados a buscar papeles que pudiesen contener datos importantes.

Se me ocurrió que tal vez en las computadoras hubiese archivos con información clasificada, y aprovechando mis claves de acceso, me introduje a una serie de ellos, pero no encontré nada.

De pronto, en el escritorio de Roberto Data, el gerente corporativo, un diskette me llamó particularmente la atención.

Parecía no contener nada, porque generalmente los discos de computadora los rotulaban con anagramas o señales que sólo ellos conocían. Sin embargo, ese no tenía nada escrito en su etiqueta.

“Alan. Creo que encontré algo”, llamé la atención de Scofield, y este se acercó a donde yo estaba.

Lo introduje al drive, rogando a Dios que no tuviese algún virus.

Cuando los primeros datos aparecieron en la pantalla, me di cuenta de que estaba en terreno peligroso…Era el material de un proyecto ultrasecreto:

“PROYECTO DESTINO FINAL”

Estaba a punto de accesar a uno de sus Password cuando escuché toquidos en la puerta.

“¿Hay alguien aquí?”, preguntaron.

“Tenemos que irnos…Voy a llevarme este disco”, dije, e hice el proceso para sacarlo rápidamente. Luego, nos escabullimos con la habilidad de Alan, y pronto estuvimos en la

calle.

Era preciso escapar.

Corrimos.

Por la mañana, en un viejo Volkswagen que Alan guardaba en su cochera, nos dirigimos a ese extraño depósito cercado de alambre del que había escapado la vez anterior, cuando los cuatro individuos me seguían. Alan ya estaba enterado de la historia y su entusiasmo periodístico por descubrir la verdad de los hechos, era el punto de unión para acompañarme en tan peligrosa empresa.

Debíamos descubrir la verdad.

Cuando llegamos al camino de tierra, se lo indiqué a Scofield (pues él iba al volante), y nos introdujimos al camino polvoriento.

El trayecto duró poco menos de una hora.

El enorme edificio apareció a nuestra vista, y estacionamos el auto entre la maleza, para no ser visibles.

Brincamos la cerca de alambre, y nos encaminamos a la puerta del edificio. No tenía puertas ni ventanas, solamente una escotilla. Entré primero al sitio, que estaba obscuro y sucio. Un líquido negruzco estaba pegado a las paredes. Alan entró detrás de mí.

Encendí la lámpara.

Parecía una bodega de productos, pues cientos de tambos estaban esparcidos por todo el lugar, muchos de ellos, rotos, y con su contenido esparcido por todos lados. Restos de aserrín en montoncitos, aparecían a los lados. El lugar era un desastre. Una tapa en el piso, me llamó la atención.

La alumbré.

Scofield se acercó.

“CUIDADO. CONTIENE PLAGUICIDAS”

“CLASIFÍQUESE EXTREMADAMENTE PELIGROSO”

“DOSIS LETAL MEDIA…”

La demás información había sido borrada a propósito.

¿Un depósito clandestino de plaguicidas? ¿Con qué fin?

La idea me alarmó un poco.

Mis datos de estos tóxicos estaban en mis archivos de la escuela, porque generalmente el trabajo en el Centro era de rutina, y rara vez, nos encontrábamos con material en verdad preocupante.

Escuché un ruido.

“¿Oíste algo, Alan?”, pregunté.

“Sí…Suena como un fuelle” Otro ruido.

Comenzaron a multiplicarse los sonidos.

Sin pensarlo dos veces, corrimos hasta donde estaba la escotilla y apresuradamente, salimos.

La luz del sol me cegó por un momento; al igual que Scofield, me lancé en veloz carrera hacia el vehículo.

Escapamos con la adrenalina hasta el tope, y sólo sentí cierta tranquilidad en la carretera.

Volvimos al hotel.

Alan estaba muy nervioso, y se disculpó, yendo al cuarto.

Yo no podía pensar.

Tenía que regresar a mi departamento.

Debía leer el contenido del proyecto.

Una corazonada me indicaba que existía relación con lo sucedido en esa bodega de tóxicos.

La tarde estaba cayendo lenta y silenciosa, como si escondiera en sus entrañas, temores inciertos, vaguedades.

De regreso a casa, escuchaba en la radio las noticias.

Continuaban afirmando que Alan Scofield estaba muerto.

Eso estaba produciendo en mi persona un efecto extraño.

La sensación de no estar tratando con una persona de verdad.

Pareciera que Scofield sólo fuera producto de mi imaginación.

De cualquier forma, era el único aliado en esos sucesos tan poco comunes, y no tenía muchas opciones, y todavía quedaba la posibilidad de que estuvieran equivocados. Sí, de seguro se trataba de una confusión, como el mismo Alan me había explicado.

Pensé de nuevo en la bodega que habíamos visitado. Los ruidos tan raros, y el ambiente del lugar me hicieron recordar a los grandes cementerios de autos donde la chatarra se amontonaba por todos lados, y olía a viejo, a humedad, y a vacío, como si de verdad la muerte estuviera presente.

San Gervasio continuaba siendo un misterio para mí.

No lo entendía.

Era imposible que las autoridades simplemente dieran un carpetazo a las investigaciones y dejaran a un lado la desaparición de los habitantes de un pueblo por pequeño que este fuera.

Bueno, tal vez sólo era importante para quienes teníamos algún familiar en ese sitio, y el resto de la gente, veía con total indiferencia un hecho, mientras no les afectará, como si la humanidad misma se olvidará de aquello que no los tocaba y que aparentemente, no tenía nada que ver con ellos. Tal vez todos éramos insensibles al dolor humano, y de alguna manera nos sentíamos solos cuando nos sucedía una tragedia y nadie parecía reparar en lo que eso significaba para el que resultaba afectado por la tragedia, ajenos como estábamos a la realidad del mundo, imbuidos en nuestro mundo de constantes presiones, de compromisos inevitables, donde el deber era implacable, y la misma ciudad se convertía en una jungla de asfalto, donde la ley de la selva era sobrevivir, aunque no supiera si el vecino contiguo estaba enfermo o había pasado a mejor vida, y donde se podía pisar hasta el mejor amigo o a la madre, con tal de sobresalir o de obtener alguna forma, satisfacciones económicas o de reconocimiento que pudiesen alimentar el ego, y reducir las tensiones agobiantes con las que todos lidiábamos en nuestra propia pesadilla personal. Por eso quizá, muchos vivían sujetos a drogas para controlar ese mundo tan absorbente que nos envolvía hasta asfixiarnos. Esta parecía ser la realidad. Abyecta, fría, calculadora, pero al fin y al cabo la verdad. La lucha entre humanos, la maldad, la envidia y el poder, que regían cada uno de los movimientos de la gente.

Reflexionando en todo ello, sentí lástima por todos.

Por mí mismo.

Porque si no hubiera sabido nada de San Gervasio, estaría esperando a las fiestas navideñas para preguntar por la suerte del abuelo Isaías.

Sí.

Todos éramos insensibles a la necesidad humana.

El altar del ego era el chiste del ir y venir de todos los días, con la gritona alarma sonando insistente para levantarnos e ir al trabajo, esperando el día de quincena o la semana de pago y recibir un dinero por el que protestaríamos airadamente por su monto, aunque a veces no estuviéramos realizando con suma responsabilidad nuestras labores.

La triste realidad.

El mundo de los inconformes.

Una humanidad despiadada y cruel, con más dientes que cualquiera de mis visiones, que mordían y desgarraban, sin importar el daño ocasionado.

En ese trayecto a casa, reconocí que Dios era sólo un concepto abstracto y sin forma para la gran mayoría de las personas, incluyéndome. Si Él fuera importante para nosotros hubiéramos actuado por el bien de nuestro prójimo, porque al hacerlo, estaríamos haciéndonos bien a nosotros mismos.

Dios.

Lágrimas de dolor por la miseria humana corrieron por mis mejillas.

Era hora de ser sensibles.

Tal vez en esta aventura, yo mismo me encontraría con que mi interior era el de un monstruo, una bestia voraz que no respetaba a nadie, y debía ser aniquilado para que la paz tomara forma.

A unas cuantas calles de mi casa, distinguí un par de patrullas estacionadas en mi acera.

¿Estaban ahí por mí?

La sola idea, me atemorizó.

Decidí esconderme.

No podía permitir que me agarraran.

¿Acaso había cometido un crimen?

Que yo supiera, era inocente.

Sin embargo, no estaba dispuesto a investigar que deseaba la policía conmigo.

En la primera oportunidad, puse tierra de por medio Debía regresar al hotel.

Afortunadamente a Alan se le había ocurrido no registrarnos con nuestros nombres verdaderos, como cuestión de seguridad, sobretodo, porque, oficialmente, estaba muerto.

La palabra resonó en mis oídos.

¿Por qué me resultaba tan impactante esa frase?

Lo ignoraba.

Era como si me subyugará la sola idea de que Alan en realidad no existiera, aunque yo estaba seguro de que era él. Equivocarme en esas cuestiones, era harto difícil, si no imposible en mi opinión. Sin embargo, las noticias sobre su muerte, y la forma en que esta se había dado de acuerdo a la prensa y las mismas autoridades, me producía una heladse que me es imposible describir enteramente. Era como tener la gélida mano de la muerte sobre mi hombro, y no querer aceptarlo.

Cerca del hospedaje, me detuve.

Entré a un restorán, siguiendo una idea, y me entretuve leyendo un periódico, quizá buscando información, pero nada me arrojó.

Me concentré en un noticiero de televisión, tratando de aliviar mis dudas.

Era necesario sentirme seguro, de mí, de Alan, de todo.

De acuerdo al vespertino, en la calle de mi casa, se había detectado una importante cantidad de plaguicidas en el drenaje, y tarilla.

Eso me alarmó, pero a la vez me hizo darme cuenta de que no estaba loco y que lo que Scofield y yo habíamos escuchado en casa, no era una locura.

Tenía el diskette en mi bolsa.

Debía conocer su conocer su contenido.

Era imprescindible encontrar un lugar para ver tranquilamente la información y sacar conclusiones.

Con esa idea, marché a donde podía lograr esto.

Capítulo V

Por alguna extraña razón que nunca había comprendido, desde joven viví con la idea de que, un Apia, me sería útil una vieja cabaña a orillad de un lago, donde contaba con servicios de luz y agua, que me podría servir cuando sucediera algo imprevisto.

Ese momento, había llegado.

En la cabaña tenía los instrumentos que siempre pensé podrían tener sus ventajas cuando la crisis comenzará: Archiveros con información clasificada por números, y una computadora sencilla, con lo que indispensable para trabajar.

Cierto que este mi retiro, parecía a simple vista, desde el polvoriento camino cercano a ella, como si estuviera abandonada por un viejo cazador de osos. Esa había sido mi intención: Que pasara desapercibida y nadie la tomase en cuenta para no estropear mi “refugio”. Al pensar en esa palabra, mientras me dirigía a ella en un auto alquilado, me acordé de la historia de Ana Frank, aquella muchachita judía que se volvió tan aficionada a los porotos y los granos cuando, durante la ocupación alemana, formó parte de quienes se escondieron de sus enemigos en una especie de sótano. Era curioso, pero capté cierta similitud con la historia de esa jovencita, como si estuviese escondiéndome de alguien que contaba con mil ojos.

Alan debía estar durmiendo, y por eso, no quise molestarlo con mi aventura. Ya después se enteraría de lo que yo estaba ansioso de leer.

Estaba cayendo la noche y el sonido tan peculiar de los insectos de los bosques, se hizo presente, como una larga letanía, como un rezo a las sombras que se iban apoderando de los espacios.

La luna, tímida, asomaba a través de un manto de nubes que intentaban ocultarla, y la luz de la lumbrera menor, iluminaba de hermosa manera el panorama. El espectáculo junto al lago era bellísimo. Una alfombra de luz bañada ceremoniosamente las aguas, dándoles un brillo que hasta parecía irreal.

Los árboles, esos gigantes vegetales que a tantas andanzas me habían acompañado como mudos espectadores de mis temores y a veces, como guardianes bondadosos, eran en particular portentosos a mi vista.

Estacioné el auto.

Un cervatillo corrió apresurado ante los haces del vehículo, y pude verlo escabullirse, graciosamente, entre los matorrales cercanos.

Me apeé del auto, y me dirigí a la casa de madera.

Se veía normal. Sola y silenciosa.

Como si esperara mi visita para compartir viejos recuerdos cuando de estudiante me entretenía leyendo a la luz de las llamas de la chimenea, donde crepitaban los leños con crujidos lastimeros. Eran mis oportunidades de escapar de las tensiones y de la rutina diaria, para encontrar un poco de alivio.

A veces, platicaba con Dios. Era edificante admirar su naturaleza, a solas con Él.

Recuerdos. Viejos recuerdos.

Revisé mi cajón donde guardaba mis notas de estudiante.

Información que tenía en distintas carpetas rotuladas de acuerdo a la materia.

Seleccioné entre todas, una cuyo título, se relacionaba directamente con aquella visita a la bodega de donde habíamos escapado Alan y yo: Plaguicidas tóxicos.

En la primera hoja, mecanografiada en rojo y negro (pues según recordaba mi máquina de escribir estaba muy deteriorada), se refería al tipo de estudios que se llevaban a cabo al personal que laboraba en plantas elaboradoras de este tipo de venenos.

“Estudios de colinesterasa en sangre” Control por exámenes hematológicos.

Biometría hemática.

Examen hepático y endocrinológico”.

La segunda página del trabajo, comenzaba con la definición que el profesor Sergei nos dio de los plaguicidas:

“Plaguicida es una substancia o mezcla para controlar o repeler vectores que dañan”. Luego continuaba con las características de los envases:

“Los envases deben estar bien cerrados. Limpios. Resistentes, clasificación por etiquetado de acuerdo al grado de riesgo”

Continuaba con los requerimientos de los almacenes donde se guarden plaguicidas…Esto me resultó importante porque de acuerdo a estos datos, ese depósito que habíamos visitado no cumplía con las normas mínimas.

“Ladrillos de 20 centímetros de espesor, o en caso de ser de cemento, por lo menos, 10 cms.

Techo de concreto o lámina de asbesto.

Facilidad para salida de humo y gases.

Declive del 1% para que los tóxicos vertidos por descuido o accidente, puedan ir a una fosa de contención.

Rebordes de 15-20 centímetros de altura.

Los envases deben estibarse de acuerdo a como el fabricante lo señale, respetando las que no deban tocar el piso.

Un metro de distancia entre estibas.

Extintores de químico polvo seco.

Que no tenga esquinas rectas, si no redondeadas.

Entradas para aireación.

Tuberías identificadas por colores”

Me detuve en la lectura. En esa bodega no había nada de lo indicado en estos apuntes. Rompía con todas las reglas. ¿Acaso no se tenía conocimiento de esto o las autoridades se hacían de la vista gorda?

Continué analizando el material de escuela. Era muy revelador.

La tercera hoja mencionaba algunos efectos en el organismo de los plaguicidas que pueden conducir a una adecuada etiología de la intoxicación.

Era una lista algo larga.

Leí algunas partes.

Estaba dividida en dos columnas.

Decía lo siguiente:

“EFECTO----------------------------------------------------------------------------TÓXICO.

Hipotensión arterial-----------------------------------------Insecticidas organofosforados

Bradicardia----------------------------------------------------------------Organosfosforados

Ictericia--------------------------------------------------------------Tetracloruro de carbono

Cianosis------------------------------------------------------------Metahematoglobalizantes

(La hipoxia produce cianosis)”

La lista continuaba larga y compleja, pero sobretodo, era reveladora de los efectos que causaban entre los humanos.

Fue interesante conocer algo del malatión, tan usado para elimiar mosquitos que quizá no dañarían tanto como el veneno usado para combatirlos.

“Efectos cancerígenos y teratogenéticos………………..Malatión con nebulizador.

Arritmia………………………………………………...Insecticidas organoclorados”

Era aterrador el efecto.

Y eso que eran sólo apuntes de una materia escolar… ¿Cuánto más habría de fondo?

Lo ignoraba.

Me di cuenta que algo muy tenebroso bailoteaba como las sombras a la llama de una vela en este extraño asunto.

Un sitio de plaguicidas que no cumplía con las reglas, y nadie protestaba.

Encendí la computadora, dejando los apuntes a un lado, y saqué el diskette.

Después de intentarlo mucho, logré entrar a la primera parte de los datos del Proyecto Destino Final. En esta no aparecía nada que revelara de manera exacta la naturaleza del plan. Aparentemente, la información más profunda estaba protegida con artilugios informáticos.

Entrar a estas claves, me resultó imposible durante las cinco horas que estuve intentando penetrar.

Me fui a dormir cuando los ojos ya no me respondían, porque estaban cargados de sueño.

Pesadillas sucesivas me atormentaron.

En una de estas, estaba atrapado en una gran telaraña, donde un gigantesco arácnido, de patas peludas, me mostraba sus colmillos…Grandes, filosos, aterradores.

Y cuando el insecto se acercaba y sentía el vaho del monstruo cerca de mí, desperté horrorizado.

Mi camisa estaba pegada a mi espalda por el sudor.

La luz del día penetraba por entre las rendijas, y los pequeños espacios que la cortina dejaba. Uno de esos rayitos del astro solar incidía directamente en mi rostro.

Me levanté enseguida.

Me vestí despacio.

Salí fuera de la cabaña.

El aire fresco era agradable.

Había montones de leños a unos pasos, que estaban invisibles a mi vista la noche anterior.

Olía a tierra mojada.

Debía haber llovido y no escuché nada.

Volví a casa.

Guardaba latería en la despensa, así que me preparé un desayuno en la estufita eléctrica que siempre dejaba en mis visitas.

Desayuné pensando en Alan.

Tal vez, Scofield pensaba que no confiaba en él.

Tenía razón.

San Gervasio seguía siendo mi obsesión, y hasta el momento, nadie parecía llenar el perfil para servirme de compañero fiel.

La supuesta muerte de Scofield y su repentina aparición, flotaban en mi mente mostrándome un ángulo incomprensible, contradictorio.

¿Y si mejor marchaba al pueblo para averiguar de primera mano lo sucedido?

Esa idea se fortaleció en mi mente, y tomé la decisión de seguirla. Después podría intentar averiguar el Destino Final.

Aborde el auto y me encaminé a la carretera.

Ya en esta, enfilé hacia San Gervasio.

Me sentía cerca del arcano mayor de esta rara aventura.

Las cartas estaban de enfrentar la verdad.

Encendí la radio.

Un voraz incendio había consumido mi casa en la ciudad. Me alarmé sobremanera.

Si me hubiera quedado, ahora sería historia.

Cenizas.

O quizá el viento estaría paseándome por toda la urbe.

La sola idea me hizo sentir incómodo.

Apagué el aparato, y me concentré en el camino.

El tráfico esa mañana, era muy escaso.

Un vehículo cada diez minutos.

Era temprano.

8:15 AM.

Llegué a San Gervasio cuando aún no estaba el sol en el cenit. Guardaba un aspecto inocente, como si nada hubiera pasado en su interior.

El viento lamía las calles.

El polvo formaba pequeños montoncitos en algunos lugares.

La estación de gasolina estaba cerrada, y no se veía a nadie a la vista. Me extrañó que no hubiera guardia cuidando la población que se suponía devastada.

Recorrí el pueblo entrando en cada calle, por pequeña que esta fuera.

Por fin, estacioné el auto frente a la cama del abuelo, y decidido a enfrentar la situación, bajé del vehículo.

La puerta estaba entornada…Rota del quicio.

Me introduje con el corazón queriendo salirse por el pecho.

Había rastros de lucha.

Algo, con unos dientes muy grandes, era el causante de mordeduras en los muebles… Encontré rastro de sangre seca.

Quizá los del Ejército no limpiaban bien, porque las paredes estaban repletas de sangre en los cuartos, como si la hubieran aventado a cubetazos para manchar el tapiz.

Isaías. Mi abuelo.

¿Qué sería de él? ¿Estaría vivo?

La sola idea, que me impactó en ese momento en gran manera de que la sangre era casi seguro de mi viejito, logró aterrorizarme.

Salí de la casa como perseguido por un espanto, y corrí hacía el coche.

Una sensación de sentirme observado, azuzó mi temor.

Era como si miles de ojos, estuviesen atentos a mi persona.

Ojos malvados, cargados de odio…

Arranqué el motor, y me encaminé hacia la carretera.

Era suficiente.

No permanecería más tiempo en ese lugar.

Aceleré.

Debía alejarme lo más pronto posible de ese lugar maldito, o tal vez nunca saldría de

allí.

Capítulo VI

En el camino de regreso a la ciudad, me sentí mejor.

Era como escapar de una cárcel.

San Gervasio tenía los ingredientes para atemorizarme con mucha facilidad.

Parecía un pueblo atestado de fantasmas, como aquella Landsbury de la leyenda.

Pero esta era la realidad, no una vieja historia de horror.

Me concentré en la carretera.

Ya el tráfico comenzaba a hacerse denso.

Eso me ayudó a olvidar un poco la sensación de San Gervasio, y me tranquilicé aún más.

Regresé al hotel, donde Alan, según mis sospechas, estaría bastante preocupado por mi tardanza, y quizá algo molesto por no haberlo considerado para mi visita al pueblo.

Sin embargo, al llegar a dicho sitio, el recepcionista me informó que Scofield había salido muy temprano, pagando el cuarto, y que dejó un recado para mí.

Era un sobre amarillo, de papel Manila.

Lo abrí enseguida, y me senté en un mullido sillón de la sala de espera.

“Axel:

“Como veo que no me tienes confianza, y supongo que ya fuiste a San Gervasio, voy a ir por mis propias medios.

“Espero que algún día puedas confiar en mí.

Con afecto.

Alan”

Su nota, aunque breve, revelaba sus planes.

Me imaginé a Alan marchando a el poblado maldito.

Su vida peligraba. Esa era mi corazonada.

Así pues, abordando el vehículo, me dirigí a San Gervasio.

Pasé antes a llenar el tanque de gasolina. En la estación, demoré algunos minutos que me desesperaron, temiendo que algo terrible sucediera.

Deseaba acelerar la velocidad del auto más de lo que lo permitía su propia capacidad, porque mi consternación me ahogaba.

Cuando estuve cerca del lugar, aminoré la marcha.

Entré a la calle principal.

Una extraña niebla, cubría parte del pueblo, flotando siniestra, e imaginé por un momento que emanaba de la boca de un dragón rojo, como el de las leyendas de mi niñez, y que pronto aparecería en una esquina.

Deseché la idea por absurda, pero la irrealidad parecía estancar el tiempo.

Recorrí las calles, buscando a Alan.

No encontré rastro de él…¿Acaso no había llegado?

Detuve el carro en la avenida principal, y decidí esperar con paciencia a que apareciera Scofield.

El segundero tenía pies de plomo.

Las manecillas del reloj estaban durmiendo.

Cronos bostezaba.

Y yo, me sentía inútil.

Era el momento de que sucediera algo, o me marcharía.

La neblina, se hacía más espesa, como envolviendo las cosas con su humedad.

De pronto, advertí una figura a un centenar de metros.

¿Sería Alan?

La esperanza me sobrecogió, y animado, encendí el vehículo, y me encaminé a donde se distinguía la silueta.

Cuando estaba a cosa de veinte metros, se movió, desdibujándose de mi vista, sumándose a la bruma.

Llegué hasta el sitio, y no encontré nada.

¿Era acaso una broma? ¿Alan tenía ganas de jugar?

Bueno, en caso de que se tratará de él.

Tal vez, todo era producto de mi estado de estrés. Según mi médico, mi tensión nerviosa siempre era muy por encima de lo normal. Vivía sobrepresionado, y esto, podía despertar alucinaciones. Un estado febril no es nada aconsejable para la buena salud, y la tranquilidad. Menos en una situación crítica como esta.

Volví a mi lugar de antes, y decidí no dejarme influenciar por las sombras.

Debía esperar con paciencia.

Si él llegaba, lo vería.

Si ya se había ido, esperaría un tiempo pertinente y me marcharía.

Lo fascinante de esa nebulosidad, era su desusual avance si la mañana estaba avanzada y el calor era sofocante.

A menos de que su origen no fuera natural.

Avanzaba rápida hacia mí, como queriendo cubrirme. Al menos, eso me parecía.

¿O es que así era?

Dudé por un momento.

Por si las moscas, giré la llave, sin llegar a hacerlo totalmente, esperando.

Continuaba su avance…

Me sentí nervioso, agitado.

Arranqué el motor, y puse la reversa. Aquellas nubecillas estaban muy cerca.

Demasiado.

Comenzaba a temblar…Grité.

De pronto el motor tosió, y se apagó. La desesperación me tomó por asalto.

Salí corriendo, temiendo a no sé qué, como si el peligro estuviera disfrazado de nube, buscando alejarme lo más posible de mi perseguidor.

Me introduje a una casa, la primera que elegí. Esta tenía escaleras, así que subí hasta el segundo piso.

Un extraño rugido, me heló la sangre, recordándome mis visiones.

Busqué un lugar adecuado para esconderme.

Una lluvia pertinaz se batió indolente golpeteando los ventanales que se estremecían como sacudidos por unas manos gigantescas.

Si viento rugía amenazador.

Me tapé los oídos, porque el ruido era insoportable.

La puerta estalló en mil pedazos y hube de romper una ventana del cuarto donde estaba y salté por ella.

Apenas toqué el suelo puse tierra de por medio.

Era preciso escapar.

Mi vida estaba en peligro.

Corrí como cuatro calles y me detuve.

Mi exceso de peso, no me favorecía en absoluto.

Estaba respirando como fuelle.

“Aquello” que había escuchado cerca de mí, no se vislumbraba.

Era necesario evaluar la situación.

Con eso de la niebla, ya no sabía ni dónde estaba el coche.

Pero quedaba el recurso de escapar corriendo con todas mis fuerzas.

Así que, sin pensarlo dos veces, me lancé en veloz carrera, hacia la salida del pueblo.

Sin embargo, varias figuras me obstruyeron el paso, por lo que debí de buscar otra vía alternativa.

El bosque era una de las mejores opciones.

La otra sería internarse de nuevo en San Gervasio, y como estaban las cosas, no era muy seguro que digamos.

Era apostar a la muerte.

Cuando llegué a la vegetación, me sentí casi a salvo. Poco a poco se iba tornando más espesa, y me costaba un trabajo extra el lograr avanzar con la debida rapidez.

Sin embargo, mis nervios al tope eran el principal motivador de ese escape.

Detenerme era imposible.


Publicado el 17 de enero de 2021 por Jesús Quintanilla Osorio.
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