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—Otro día será, hermano… que Dios le asista.
Pero el pobre no me soltaba. Era un mozo de cara atontada, barbilampiño, con el cuello surcado de tumores y la cara abotargada y amarillenta, muy amarilla, de un matiz brillante como la grasa de gallina.
—Por amor de Dios… por amor de Dios —iba diciendo.
—Váyase con mil diablos… —exclamé fuera de mí, y de un tirón desasime de él.
El pobre quedó entonces inmóvil como una estatua, con la mano todavía tendida, dirigiéndome una mirada llena de desolación y lágrimas.
Volví la espalda, y continué la discusión con mi amigo, pero ya sin arrestos, sintiendo un peso en el corazón que me quitaba todo prurito de locuacidad. La mirada del pobrecillo permanecía grabada en lo más hondo de mi imaginación. ¡Y era la mirada tan dolorosa, tan desamparada! Si el mendigo se hubiese enojado, y hubiese prorrumpido en unas desvergüenzas, inmediatamente olvidara yo la escena; pero nada de eso, el desdichado no manifestó la cólera más leve, ni sus ojos habían expresado la menor reprimenda; sólo revelaron una gran amargura, una larga desolación.
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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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