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Cuento.
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28 de octubre de 2020.
En la casa del lado al curato, vivía una señora que decían todos era ni más ni menos que la hija de Josefina Pacheco la Cantárida. Ya de cuarenta años, doña Rita era una real hembra: a juzgar por sus ojos y pestañas que hacían recordar los del daguerrotipo, no debía andar muy descaminada la suposición. Muy joven, viuda, vivía retirada en su arboleda con una parienta anciana y hacía cuanto podía, arreglando en la parroquia los altares, sacudiendo y barriendo, suministrando los remedios prescritos por el cura, aconsejando a unos y hasta socorriendo materialmente a otros. Por lo demás parecía insensible a todo, y don Francisco había escollado muchas veces en sus galanteos y hasta en la inconveniente pretensión de atisbar al través del cerco de colihues, cuando en el rigor de la canícula, doña Rita tomaba un baño en el transparente canal que pasaba por el fondo. En sus mayores apuros, Gregoria recurría a doña Rita. Si el cura estaba enfermo y se empecinaba en no tomar un remedio, doña Rita acudía y su presencia era para el pobre viejo como la del demonio, porque apenas sentía su voz cálida y musical, ya gritaba: —«¡Que no venga, que ya lo estoy tomando!». Y en realidad lo tomaba. Sobre la aversión del párroco a su buena vecina, hacía don Francisco las más graciosas disquisiciones. «Para mi hermano, decía, no hay sino tres enemigos, el mundo, el demonio y la carne. El mundo es la ciudad, el demonio soy yo y doña Rita es la carne». Tal vez recordaba el buen viejo la historia romántica de la Cantárida y veía en la hija, cercana ya al crepúsculo de la vida, algo de ese ardor en la mirada y de esa seducción en la voz, que debieron ser la causa de las desgracias y penas de familia de su remoto antecesor. El hecho es que los vecinos hacían su vida cada uno por su lado, sin ignorarse pero casi sin verse.