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Cuento.
8 págs. / 14 minutos / 111 KB.
28 de octubre de 2020.
El cura del Romeral andaba un día en unas confesiones lejanas. Yo leía en el largo corredor que daba sobre la plaza del pueblo y dejaba vagar la vista en la vibrante atmósfera fundida por el sol. Ni una alma pasaba por la calle: soledad de la aldea en medio del fuego del estío que enmudece los pájaros, retiene al hombre a la sombra de sus árboles y hace pesar los párpados hasta el sueño. De pronto, don Francisco llegó precipitadamente, se dejó caer en su gran sillón de mimbres y soltó una carcajada homérica. Era inútil hablarle. Todo su cuerpo se sacudía con convulsiones, y la risa detenida un momento volvía a resonar como una explosión histérica. Un perro llegó velozmente y se detuvo a ladrar verdaderamente irritado con los alaridos del viejo. Yo concluí por contagiarme y cada vez que lo miraba me reía con igual entusiasmo, ignorando en absoluto la causa de tan continuada hilaridad. Mucho trabajo me costó sacar la historia que la provocaba. Don Francisco persiguiendo el esclarecimiento del misterio de los huevos, había descubierto el nidal. Pertrechado tras del cerco que separaba el huerto de la casa vecina, reteniendo casi el aliento, había descubierto que doña Rita buscaba los huevos entre el pasto, los elegía cuidadosamente y colocaba los dos más grandes y hermosos en su seno, metiéndolos bajo su camisa según lo aseguraba el espía ensañado en la víctima. De esta manera con tan piadoso ingenio, la buena mujer suplía el calor del nidal y contentaba al viejo cura. «¡Si supiera Ramón —decía el malvado en medio de nuevas explosiones de risa— de qué nido salen calientes los huevos que se engulle con tanto deleite!». Le supliqué no contar a su hermano el descubrimiento. ¿Para qué privarlo de este único placer de su vida? Pero el inexorable verdugo encontraba una infinita alegría en figurarse la escena con que el cura habría de rechazar su alimento contaminado con uno de los más perversos enemigos del hombre. Oyó el pobre cura la historia, se ruborizó intensamente y cuando Gregoria entró llevando el par de blancos y tibios huevos de su almuerzo, levantó iracundo su mano y los hizo saltar violentamente. La pobre mujer quedó como una estatua; yo hacía esfuerzos por no enternecerme y me sonreía y don Francisco salía estremeciéndose de nuevo con sus carcajadas.