Psicología del Intruso

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.

Se había colocado frente a mí en el compartimento de cuatro asientos un hombre que aparentaba treinta y cinco años. Vestía con esa elegancia que suele observarse en los jóvenes chilenos y que no se parece a la del joven inglés más de lo que se asemeja una gallina a una garza. Ambos tipos de jóvenes usan pantalones, chaleco, blusa, cuello y corbata, y sin embargo difieren substancialmente.

Todavía más, nuestras sastrerías se jactan de vestir a la inglesa y en realidad siguen la moda inglesa y no la turca; pero, por lo demás, en nada se parece la blusa del inglés a la del chileno. Cuando éste levanta un brazo toda su ropa sufre una violenta perturbación: el cuello sube hasta tapar la nuca, los ojales y los botones libran una lucha cuerpo a cuerpo muy fastidiosa y toda la vestimenta queda haciendo un gesto o mueca de disgusto sumamente ridículo. Esta elegancia chilena es apretada, consiste en llevar las cosas justas, en economizar género. Todo debe estar estirado: los pantalones no deben hacer rodilleras (esta es la gran preocupación del elegante chileno), el chaleco debe apretar la cintura, el cuello ceñir todo lo posible la garganta, la corbata formar un nudo perfecto. En una palabra, se ve a este falso elegante nacional muy incómodo en su traje y se piensa que al llegar la hora de desvestirse debe sentir un placer tan extraordinario como el caballo de posta al ser soltado en la pesebrera. El inglés tiene soltura dentro de su traje y su traje mismo es suelto, forma pliegues donde debe formarlos, es hecho para andar deprisa y con pasos largos y esbeltos, permite la ondulación del cuerpo. El nudo de su corbata no revela trabajo alguno de preparación ante un espejo.

En fin, no quiero distraerme en este episodio. Mi hombre era el tipo del elegante estirado, lo que quiere decir que al sentarse frente a mí se levantó los pantalones hasta dejar ver una cuarta de calcetines del mismo color de su corbata, del pañuelo que llevaba en el bolsillo sobre el corazón y, seguramente, de los suspensores. De esta manera las rodilleras se formarán en un sitio diverso de donde se encuentran las rodillas, lo que nuestro elegante estimará muy refinado.

La antipatía de este hombre se me comunicó como un pistoletazo. Fingí ignorarlo cuanto pude, a pesar de las sonrisas que divisaba en su rostro al través de mis pestañas cada vez que creía encontrarse con mi mirada. Era una sonrisa, preludio de cariñoso saludo. Por fin, como una señora, la perfecta señora chilena, es decir, gorda y que camina con las piernas abiertas y los pies inclinados hacia afuera, llegara como avalancha a ocupar el asiento inmediato al mío, el señor sonriente dijo en voz alta defendiendo una maleta que había yo colocado allí por precaución:

—Esa maleta es del señor Pino.

—A mí no me importan todos los Pinos del mundo —repuso con voz agria «la mujer chilena»—, porque este asiento está desocupado.

—Tiene razón, señora —dije yo humildemente, tomando mi bulto.

Pero no podía ignorar que el vecino me había llamado por mi nombre y sí le dirigí una mirada, ante la cual se estiró violentamente una mano enguantada y oprimió la mía temblorosa.

—Yo lo conozco a usted muchísimo, don Ángel. Su tía doña María Mercedes vive frente a la casa de mi hermana casada en la calle Compañía y nos vemos continuamente. Cuando mi hermana tuvo su último niñito, su señora tía la cuidó muchísimo y fue de ella la idea de ponerle Ramón, porque, según dijo, había tenido un tío que se llamaba así. Mi hermana, usted sabe, la Rebeca, que creo que su señora de usted conoce mucho porque se han encontrado en unas reuniones de una sociedad de beneficencia en casa de doña Manuela Cifuentes, que anda siempre con su prima la Luzmira Letelier y hacen mucho contraste las dos, porque la Luzmira es morena. Usted habrá oído que la embroman mucho conmigo...

Yo ya no pude tolerar más. En realidad no he tenido ni tengo ni es posible que tenga en el futuro una tía de nombre María Mercedes. No conocía ni a la Rebeca ni a la Luzmira ni al mismo señor que me suponía al tanto de sus amores con la señorita Letelier. Creí conveniente como única reflexión, para no dar lugar a más diálogo, preguntarle fríamente:

—¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

—Soy Bernardo Serey, abogado, servidor de usted.

Con tal estreno no pensé haberme encontrado con el intruso siempre misterioso para mí, sino con el famoso tonto de amarra. Pero luego el señor Serey recomenzó una especie de monólogo sobre la guerra europea nada mal hilado y con reflexiones de cierta originalidad. No debía ser pues un tonto, sino simplemente un intruso rudimentario. Porque era completamente candoroso eso de hablarle de una tía supuesta a un ser que revela estar en posesión de sus facultades. Así fue pasando el viaje hasta que llegamos a Rancagua, donde se dijo que había tiempo para descender y almorzar. No soy carnívoro y como en estos restaurantes de estación no hay jamás un pescado fresco ni un huevo transitable, ni una verdura limpia y sacada en el día, resolví quedarme en el vagón. Pero el señor Serey, que había bajado precipitadamente, subía en ese momento de nuevo con gran agitación en el rostro.

—Baje, señor Pino. La mesa está pronta. Yo soy muy amigo de don Salvador Peralta y del conductor y como saben que viene usted van a servirnos especialmente.

—Dispense usted, señor Serey, no almuerzo casi nunca...

—No diga usted tonterías; vamos luego que nos esperan...

Y tuve que bajar en compañía del señor Serey, cuya existencia dos horas antes ignoraba en absoluto y que ahora marchaba a mi lado empujándome ligeramente por la cintura.

En realidad el señor Peralta me hacía inclinaciones y el conductor se me presentaba al mismo tiempo con una sonrisa seductora.

Serey me había presentado en calidad de periodista y tal vez de periodista censurador y temible. Don Salvador estaba empeñado en que gustara la bondad de su cocina para que lo dijera enseguida en El Mercurio, no sé con qué pretexto, y el conductor, según pude entender, deseaba que se publicara una lista de firmas empeñadas en que no fuera removido de ese tren. A causa de la intrusión de Serey, me veía obligado a comer una carne con una salsa atroz, un pollo, una perdiz y otra carne, lo que revelaba en todo caso en el señor Serey escaso gusto culinario.

Yo estaba convencido de que o el almuerzo era gratuito, lo que me iba a hacer reñir con el restaurador, o debía pagarlo yo. Con disgusto y sorpresa vi que Serey se abalanzaba a la caja y manipulaba billetes. Toda mi resistencia fue inútil y habría sido impertinente. Debía resignarme a quedar en manos de este hombre y a aceptar que dijera toda la vida: «Cuando acostumbramos almorzar con Ángel Pino en Rancagua...». Entre tanto era su víctima durante el viaje.

Recuerdo que íbamos cerca de Talca cuando el señor Serey, que se había alejado por diez minutos de mi lado, volvió en compañía de dos señores altos, gruesos, que parecían hermanos gemelos y lo eran en realidad. Según me impuse por las frases enredadas de ambos y por las más claras y terminantes de Serey, se trataba de dos agricultores de la región, que estaban muy quejosos del juez y querían hacer una publicación.

—Qué suerte la de ustedes de haberse encontrado conmigo —les había dicho el abogado—, en el acto van a ser ustedes servidos. Mi amigo Ángel Pino que escribe en El Mercurio y es muy oído, viene viajando conmigo. Somos inseparables y puedo conseguirles una campaña de prensa.

Los dos gordos pretendían que yo dijera por mi cuenta que el juez Gándara era un prevaricador, que recibía regalos de los clientes, que estaba vendido a la parte contraria en un juicio de aguas que ellos seguían. Serey, que también se palmoteaba con los gigantones, decía a todas sus afirmaciones:

—A mí me consta.

Gasté vanamente mi lógica en demostrar a estos señores que ellos podían decir todo eso con sus firmas. Pero que ni yo, ni menos el diario asegurarían jamás por su cuenta algo que no nos constara personalmente. Me pidieron por fin que les redactara lo que podrían decir con esperanza de ser oídos, y entre salto y salto del tren les tracé el bosquejo de un remitido.

La carne del restaurante de Rancagua con su salsa picante me saltaba en el estómago para recordarme que ese almuerzo había sido pagado por Serey y que debía tolerar con paciencia las intrusiones de éste.

Como me fui convenciendo de que Serey era más bien pillo que tonto, debí interesarme en estudiarlo más a fondo. No podía tratarse de un intruso vulgar, luego la invención de mi tía no era una simple tontería.

—¿De dónde ha sacado usted, señor Serey, que yo tengo una tía que se llama María Mercedes?

—¡Cómo! ¿Entonces doña María Mercedes Pino no es tía suya?

— Pues no señor, ni tía ni ninguna otra cosa. No la conozco ni la he oído nombrar.

—¡Ah! Entonces dispense; yo creí... ¡lo gracioso es este Ángel Pino que se ha venido tan callado sin protestar que le hubieran atribuido la tía de otra persona! Yo creía que usted era de los Pinos de Limache.

Es evidente que no existe la tal tía; pero Serey necesitaba una introducción y se lanzó audazmente en la mentira para salir después como ha salido, con toda sencillez y sin ponerse colorado siquiera.

Ahora bien, ¿qué pretendía este hombre? Nada; muy poco, no perder tiempo en el viaje. Hacer una nueva amistad a toda costa. La concurrencia del tren era bastante insignificante para que yo pudiera ser una de las personas más interesantes que viajan en él. Serey ha observado que no hay hombre, por impenetrable y adusto que parezca, que no sea susceptible de ser domesticado. Por instinto animal, el intruso descubre un sitio desocupado entre las personas que poseen cierta influencia o notoriedad, o fortuna, o lo que sea, para diferenciarlas del montón, y las que necesitan ayuda, amparo, empeños y no tienen medios directos para solicitarlos. El intruso es, pues, un intermediario. El intruso nace y no se hace. El intruso tiene condiciones especiales y carece de olfato, de oído, de delicadezas demasiado aguzadas. Es un animal constituido especialmente para embestir a unos y ponerlos en relación con sus propias relaciones y otras igualmente ficticias. Como la mosca, volverá tantas veces como sea necesario hasta ser admitido por aquel cuya relación persigue. El intruso es eterno como el mundo y mientras haya tres hombres sobre la tierra, uno de ellos será intruso. El intruso, como el insecto que, sin saberlo, lleva el polen de una flor a otra, establece conocimientos que no están previstos en su programa. El intruso, finalmente, es útil y (admírense mis lectores) es necesario. Además el intruso no es gratuito: saca siempre un provecho.

Hay en estas ciudades-aldeas de nuestros países muchas influencias sueltas. El intruso las caza, las recoge, las ordena, las clasifica, y se sirve de ellas dejándose una pequeña comisión. Perro que husmea por las orillas de las paredes, sabe que Fulano es bien mirado por Zutano y que no tiene ocasión de decírselo. Pues bien, él se presentará como amigo del uno y se introducirá en el ánimo del otro. Esas influencias sueltas, como la semilla de cardo, volarían lejos, muy lejos, si el intruso no se pusiera como el espino a su paso para recogerlas y retenerlas. Aprovechador de fuerzas motrices perdidas, el intruso representa un factor importante en la economía social.

Todo esto lo he pensado antes de conocer a Serey en Santiago. El abogado ha continuado cultivándome. Me llega el rumor de que se dice mi amigo. Debo creerlo a juzgar por la insistencia con que algunos solicitantes de imprenta pronuncian su nombre como medio de destruir mis resistencias a sus publicaciones.

—¡Si es el abogado Serey el que nos manda a hablar con usted!, como esperando que yo abra los brazos y me tome la cabeza con ambas manos y exclame:

—¡Haberlo dicho antes, pues hombre! ¡A Serey yo no le puedo negar nada!

Sin embargo, declararé que he visto a mi intruso en una falla grave. Lo he encontrado con don Juan Luis Sanfuentes en la calle y me ha hecho un saludo protector. Esto no está de acuerdo con el carácter que he atribuido al intruso en general. Debe comprender que este gesto me habrá disgustado sobre su conducta y que ahora seré más severo para sus recomendados. ¿Cómo se le habrá introducido a don Juan Luis? ¿Lo tendrá él también por intruso o lo creerá un valioso contingente para su campaña presidencial?

¡Oh, Serey! ¡Tú eres un hombre fuerte! Tú vas a ser alto empleado público en espera de una diputación por la cual llegarás a un Ministerio. Y entonces tú también encontrarás intrusos en tu camino que te hablarán de tías que no tienes y tratarán de hacer creer que son hermanos de leche contigo.

Los intrusos forman una cadena sin fin, una de esas cadenas de capachos para elevar agua; cada cual recoge, sube y vacía. Se dice, sin embargo, por los Santos Padres que en el valle de Josafat los intrusos no van a encontrar lugar.


Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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