Críticos Espontáneos

Joaquín Dicenta


Cuento


Es cosa que produce asombro el adelanto conseguido por y para la crítica en los tiempos que corren. Antiguamente (me refiero a diez o doce años atrás) ejercían de críticos hombres de gran autoridad literaria, de vasta erudición, de talento sólido, de juicio sereno, de extraordinarias y respetables aptitudes; y estos hombres cuando trataban de juzgar alguna obra dramática hacíanlo al cabo de una semana, después de oirla, de verla, de leerla y de estudiarla, pues de todo eso necesitaban aquellas pobres gentes, tan inocentonas y premiosas, que si escribían algo a la mañana siguiente de un estreno, calificábanlo con el modesto y ruin titulejo de Impresiones teatrales.

¡Infelices señores aquellos que se pasaban la vida revolviendo clásicos y revolucionarios de todas las literaturas para tener un criterio fijo, cimentado en bases duraderas y firmes, y analizaban concienzudamente las obras sujetas a su examen, por gozar fama de escrupulosos y de justos! ¡Qué desengaño tan grande el suyo, cuando hayan visto probado, con el irrefutable testimonio de los hechos, que los críticos no se forman en fuerza de estudios y de meditaciones hondas, si no que brotan espontáneamente, a semejanza de los saludadores; y así como éstos llevan la salud en la lengua por obra y gracia del Espíritu Santo, llevan ellos en el mismo sitio, y por las mismas divinas mercedes, el don maravilloso de la crítica.

Y no caben dudas de ninguna especie a propósito de esta materia; sólo considerando la facultad de criticar como parte integrante de la gracia que ha inmortalizado a San Agustín, puede explicarse uno la existencia de muchos críticos contemporáneos que andan y hablan y escriben sin asombro de nadie y hasta con aplauso y respeto de muchos. ¿Cómo podrían hacer y deshacer reputaciones los que no disfrutan de ninguna, sin el apoyo invisible de la Providencia? ¿Cómo, en fin, los que nada saben, ni de nada entienden, ni sirven absolutamente para nada, iban a ejercer de críticos y directores del gusto literario, si quienes semejantes oficios les encomiendan y quienes acatan con servil inconsciencia sus opiniones, no reconocieran en ellos la intercesión sobrehumana y el sobrehumano amparo a que anteriormente me refería?

A no ser por esto, no me explicaría yo nunca cómo es crítico y ejerce de tal mi antiguo compañero Bonifacio Gómez, que nunca supo redactar una noticia con sentido común, y andaba cada cuatro líneas a puñetazo limpio con la sintaxis. Pues, sin embargo, de pocos meses a esta parte se ha metido a juzgar pontificalmente a todo el mundo, desde las columnas de un periódico, y lo hace con tal soltura y tanto desahogo, que da envidia verlo. Dígaseme cómo este individuo, que no pudo encontrar en cinco años editor para una novela donde había más puntos suspensivos que palabras, y que en dos temporadas consecutivas alcanzó la honra merecida de ser silbado en un teatrillo por horas, se atrevería, sin el divino auxilio de la gracia, a repartir por esos escenarios de Dios patentes de genio con la misma desdeñosa y altiva indiferencia con que entrega al público hojas impresas un repartidor de prospectos.

No: cuando Bonifacio Gómez hace eso, es porque un día, mientras se levantaba de la cama, hallóse invadido por el microbio de la crítica, y así como las embarazadas incipientes se arrojan en brazos de su esposo al sentir el primer síntoma justificativo del suceso, y le dicen con voz donde se mezclan el asombro y la alegría: «¡Me siento madre!» Bonifacio Gómez notó algo que le escarabajeaba por el cuerpo, y, presentándose en la redacción del periódico, le dijo al director con voz conmovida: «Déjeme usted ir al teatro. ¡Me siento crítico!»

Y fue; y hoy produce admiración respetuosa verle entrar por el pasillo de butacas, con el sombrero sobre las cejas, la levita abrochada, el rostro grave y el ceño fruncido, en el momento de ir representadas algunas escenas. Sus tacones, que causan un ruido infernal, como si estuvieran muy satisfechos de sustentar a individuo tan eminente, hallan por fin descanso cuando el crítico, arrellanándose en la butaca, adopta una posición severa, pregunta al vecino lo que pasa en escena y el nombre de los personajes, enfila los gemelos hacia las candilejas, y a cada verso, a cada situación hace un gesto desdeñoso, como si exclamara: «¡Qué ignorantes son estos escritores! ¡Qué sabio soy yo, y qué paliza voy a dar mañana en el periódico al desdichado autor de esa quisicosa indefinible!»

Pero donde Gómez despliega todo su poder y todas sus excepcionales condiciones de crítico providencial, es en los entreactos. No para un momento; va de un lado a otro: se detiene en un corrillo; saluda a X. y a Z.; murmura palabras entrecortadas, por este o parecido estilo: «Veremos», «escabroso...» «efectismo»... «la cosa vale poco», «la situación está mal preparada»... «las corrientes del público son otras», etc., etc. Al cabo vuelve a su butaca, suelta una carcajada despreciativa en la situación más patética del drama, mueve los pies como si en ellos tuviera su gusto literario el centro de sensibilidad, y enarca las cejas, hasta que abandona la sala momentos antes de terminar el espectáculo, no sin dirigir primero, y en voz alta, una frase de protesta contra el autor de la obra y contra el público, que tiene la paciencia de sufrir semejantes disparatadas concepciones.

Desde el teatro se dirige a la redacción, y allí es de ver patente, más que en parte alguna, la protección que recibe Gómez de la altura. Aquel sujeto que en su vida pudo escribir cuatro líneas descifrables; que desconoce en absoluto la literatura patria; que no tiene la noción más rudimentaria de arte, llena cuartillas y más cuartillas, emite juicios, sienta afirmaciones, expide una credencial de imbécil al autor del drama, y se va a su casa seguro de que al día siguiente participarán de su opinión la mayor parte de los lectores del periódico.

Claro es que Gómez suele escribir actitud por aptitud, o decir, en obsequio de una obra, que tiene un verso admirable, origen del éxito, cuando no averigua que los monólogos están bien dialogados y otras lindezas por él estilo.

Pero... ¿qué son éstas sino pequeñas faltas que nada significan, y que en modo alguno pueden destruir el golpe de vista, la clara intuición, el acertado criterio de aquel hombre que acaso sea, y es en realidad, un ignorante, pero que ha resultado crítico espontáneo, y sirve para el caso mejor que todos los sabios y todos los eruditos del mundo?

Lo repito; la facultad de criticar es independiente del cerebro; puede carecerse del segundo y poseer en alto grado la primera. ¿No es un testimonio patente de esta afirmación, Bonifacio?

Yo creo que sí, y creo que semejantes críticos sirven para dos cosas: para encauzar el gusto literario —hecho indudable a todas luces— y para justificar el poder de la Previdencia, sin cuya intervención no podrían explicarse muchos sucesos que ocurren en el mundo.


Publicado el 19 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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