—No le quepa a usted duda; el secreto de la vida está en divertirse y solo en divertirse, sin descuidar, por supuesto, lo que a nuestras comodidades y a nuestro porvenir se refiere.
Así se expresaba un joven de veintidós a veintitrés años, asiduo concurrente a cierto café donde asisto yo todas las tardes, como quien asiste a una cátedra; porque si el café constituye en la mayoría de los casos un centro de holganza y un congreso de maldicientes, puede también resultar, para quien sabe utilizarlo, un observatorio de hombres como otro cualquiera.
Aquel joven era y sigue siendo mi contertulio de mesa; yo me complazco en escucharle porque representa de hecho y de derecho a la última hornada de nuestra juventud y, ¡qué demonio!, bien vale la pena de perder un par de horas averiguando cómo razonan y cómo discurren los que a vuelta de algunos años han de influir en los destinos de la patria con el esfuerzo de sus músculos o con los productos de su inteligencia.
Viste el mozo a quien me refiero con irreprochable elegancia. Entre él y los figurines de sastrería solo existe una diferencia: los segundos no hablan, mi contertulio lo hace por los codos. Si este hecho resulta favorable para los figurines o para mi amigo, cosa es difícil de averiguar; yo al menos reservo cuidadosamente mi opinión. Su indumentaria, repito, es de última moda y ajusta a maravilla en su cuerpo débil, sobre cuyos hombros descansa una cabeza de ojos perezosos, y de cutis pálido, no con esa palidez mate y saludable que acusa la energía de un temperamento nervioso, sino con esa otra palidez blancuzca y enfermiza por medio de la cual se manifiesta el desplome de un organismo deshecho por abusos propios y por males hereditarios. Yo contemplo siempre a este individuo con íntima tristeza, porque me parece que él y cuantos iguales a él circulan por calles, salones y teatros, son los últimos esputos de una raza que sucumbe con el raquitismo en la sangre y el desequilibrio en el cerebro.
—¿Con que divertirse, eh? ¿Nada más que divertirse? —exclamé, repitiendo las últimas frases de mi interlocutor.
—Así como suena —repuso él—. De sobra he hecho perdiendo seis años en estudiar a tropezones una carrera que me dé posición oficial en el mundo; ahora que tengo el título pienso gozar todo lo que pueda y hasta donde mis recursos me lo permitan; por algo hay en la corte mujeres hermosas y maridos simples, y padres imbéciles, y centros de placer; por algo soy joven. ¡Qué diablo! Los hombres como yo no han nacido para el trabajo. Que trabajen las bestias y los jornaleros; que discurran los filósofos; que inventen los sabios. Yo no me ocupo en tales disparates.
—¿De modo que piensa usted dedicar la vida entera a divertirse? ¿Que no tiene usted otros propósitos? ¿Que de joven, como lo es usted hoy y de hombre maduro, como lo será usted mañana, y de viejo —porque a viejo llegará usted si no se muere— está decidido a hacer lo mismo, sin preocuparse de otra cosa?
—¡Quia, no, señor! Soy hombre práctico. No me lanzaré a esos desenfrenos públicos y casi siempre inofensivos que perjudican el bienestar y el porvenir de algunos infelices. Si tuviera una fortuna inmensa acaso lo haría, pero no la tengo. Cuando lo juzgue necesario y útil a las contingencias futuras de mi vida, me casaré.
—¿Para constituir un hogar dichoso? ¿Para enaltecerse por el trabajo? ¿Para mirarse en los ojos de una mujer bella y virtuosa? ¿Para tener una compañera en sus alegrías y un consuelo en sus infortunios? ¿Para…?
—¡Quiere usted callar, hombre, quiere usted callar! ¿Quién se casa en el mundo para eso?… Lo que menos me importa a mí es que mi mujer sea guapa y buena y humilde; lo que necesito yo, ante todo, y sobre todo, es una mujer rica, tampoco me opongo a que sea tonta: miel sobre hojuelas. Con esposa de tales condiciones, podía seguir divirtiéndome sin temor a miserias y contrariedades. En sabiendo cubrir las formas —de esto yo me encargo— se consigue la felicidad. Si mi mujer es fea, pagaré con mi dinero o con el suyo (para el caso es igual) una querida hermosa que satisfaga mis apetitos. Tendré buena casa, buena mesa, caballos en la cuadra, un coche a mi disposición, amigos que me agasajen y me adulen; trabajaré poco o, mejor dicho, no trabajaré nada; solo que a fin de no merecer entre mi familia renombre de holgazán, procuraré habilitarme un despacho pertrechado con todos los requisitos de fórmula, desde una mesa muy grande y un tintero casi tan grande como la mesa, hasta una biblioteca llena por libros de todos los autores, clases e idiomas.
—¿Piensa usted entregarse a la lectura en sus ratos de ocio?
—No, señor. ¡Lecturas!… ¿A qué fin?… Los versos me fastidian, las novelas me aburren, la ciencia me empalaga. ¿Qué me importan a mí los sentimientos traducidos por un poeta en renglones cortos que siempre me suenan a hueco? ¿De qué valen esas pinturas de costumbres que hacen los novelistas condenándolo todo y sin arreglar nada? ¿Qué se me da a mí de los inventos modernos? ¡Inventos!… Con utilizarlos cuando los necesite, tengo bastante. Lo de la biblioteca lo haré por lujo y nada más; se lo juro a usted sinceramente.
—No reclamo el juramento, amigo mío; le creo a usted bajo su palabra de honor.
—Muchas gracias.
—¿Siendo usted tan poco aficionado a la literatura, aborrecerá también el teatro?
—El teatro es distinto; en el teatro hay gente, se lucen trajes, joyas; se habla, se murmura… Como entretenimiento, no me parece mal. Palco en la Ópera no ha de faltarme si mis deseos se realizan; y para solaz del espíritu ahí están los teatrillos de hora, que son una deliciosa institución. Lo que sí le prometo a usted con toda mi alma es no asistir a los teatros donde se representen dramas y comedias serias. No pienso frecuentarlos más que en días de estreno, y eso para ver si logro reventar la obra y matar al autor a silbidos.
—También lo creo, joven; no necesita usted esforzarse en demostrarlo; pero permítame usted una pregunta. Fuera parte de la querida que a diario aburre, de la ópera que toca cada tres noches y de los teatrillos por entregas, usted que ni lee, ni estudia, ni se molesta en discurrir, ¿cómo piensa emplear su tiempo?
—¿Cómo?… Dedicándolo a otras cosas, las cuales, sobre no valer menos, entretienen más. Dos horas de sala de armas no hay quien me las quite; manejo la espada, el florete y la pistola regularmente, y no quiero perder la costumbre; así, cuando tenga una de esas cuestiones de amor propio, que nunca faltan en el gran mundo, mataré a mi contrario; esto proporciona fama y prestigio; desde la sala de armas saldré a dar un paseo a caballo, porque soy buen jinete, no he descuidado mi educación, y los días de aburrimiento me iré de caza; también soy un cazador notable.
—Me felicito de ello; siendo buen jinete, buen cazador y esgrimidor famoso, puede usted prestar grandes servicios a la patria acudiendo a salvarla el día que se encuentre en peligro.
—¡La patria!… ¿Y qué es la patria? ¿Por ventura existe? La patria se encuentra en cualquier sitio donde uno pueda vivir tranquilo y satisfecho. ¡Defenderla! Que la defiendan los soldados y la gente de poco más o menos; bueno que esta idea se emplea para conmover a las masas; para adquirir popularidad; pero sacrificarse por ella es un absurdo; claro que yo no diré tales cosas cuando me nombren diputado; hablaré de la patria todos los días y en todos mis discursos, y haré lo que hacen muchos, la mayor parte de los que la invocan; llevarla en los labios y suprimirla del corazón.
—¡Magnífico! Eso se llama tener práctica y experiencia y espíritu sagaz y calculista. Por supuesto, que cuando usted ocupe un escaño en el Congreso de los Diputados no lo hará ansioso de proteger los derechos del ciudadano, los intereses del país, las libertades públicas, el progreso, etc.; se servirá usted de estas palabras en obsequio propio y llegará a ministro —porque usted llega a ministro de seguro— para satisfacer su vanidad y el apetito de unos cuantos aduladores.
—Justo. Ha interpretado usted mis sentimientos a maravilla.
—¡Basta, joven, basta! —exclamé estrechando entre mis brazos, con tanta fuerza que casi lo ahogo, a aquel representante de la moderna juventud—, basta; no siga usted; tiene usted razón que le sobra. El secreto de la vida está en divertirse; ¿para qué sirven todos esos nombres huecos de amor, virtud, justicia, patria, civilización y progreso? ¿Qué es la ciencia, sino una carga insoportable? ¿Qué es el arte, sino una mentira estúpida? Nada, nada; yo felicito a usted cordialmente desde el fondo de mi corazón. Buenos trajes, buenos caballos, buena mesa, buena salud y buenas queridas; ¿lo demás qué importa? Adelante, amigo, adelante, y si alguien le dice que con tales ideas y con tan pobre juventud las naciones se estancan y los pueblos desaparecen, diga usted que por muy deprisa que vayan las cosas, usted no ha de verlas…
Ni yo tampoco.