Alto de estatura, delgado de cuerpo, rubia y como erizándose contra los peines y el cepillo la barba, emborrascado el pelo, soñadores los ojos, malo el color y peores las trazas de su indumentaria habitual, veía yo hace algunos años por calles, cafés y redacciones de periódicos, a un joven de quien primero supe que se llamaba Rafael Delorme, y luego de estrechar su mano y oirle hablar y discutir, averigüé que era un pensador notable, un propagandista tenaz, un revolucionario vehemente y un hombre honrado.
Honrado, sí; no con esa honradez que consiste en alistarse resiguadamente a la recua humana, y hacerse expedir un certificado de buena conducta por los vecinos del barrio, con el visto bueno de la portera de la casa; no con esa honradez apaisada que estriba en levantarse temprano, desayunarse con chocolate, ser novio para casa de los padres, y ayuntarse a una hembra con su miajita de bendición sacerdotal, y su poco de idilio a posteriori traqueteado en los almohadones de un vagón de primera, y de rato en rato interrumpido por el entrar y salir de viajeros, conductores y mozos de tren; en buscar unos garbancitos seguros, cuesten las humillaciones que cuesten, para sostener las sagradas necesidades de la familia, y en faltar a la señora de cinco a siete de la tarde con todo linaje de reservas y preservativos higiénicos para no adquirir fama de trasnochador y de adúltero, o echarse encima algún compromiso de aquellos en que la ley anda a puñetazo limpio con la naturaleza. Declaro que si esta es la honradez, Delorme no podía formar en sus filas.
Pero si la honradez se cifra en no prostituir el alma, en no vender la inteligencia, en consagrarse a ideas y fines, que sean cuales sean, se reputan justos, verdaderos y santos, en sacrificarse por ellos, en no transigir aunque para obligarnos a transigir nos empujen y soliciten la miseria, el desamparo, el olvido, el odio ajeno y el sufrimiento propio; si ser honrado es luchar y luchar sin tregua contra tales poderosos adversarios, y no rendirse y seguir adelante; no ser manceba del oro y mercancía del mejor postor, hay que convenir en que Rafael Delorme ha sido uno de los hombres más honrados de esta España de las abdicaciones y los destinos de seis mil reales.
Prueba de ello es que Delorme pudo estar al frente de una fábrica que le garantizase un porvenir práctico y no lo estuvo, ni era fácil que estuviese en ninguna, cuando todos los fabricantes sabían que hubo de abandonar su puesto porque defendió los intereses de los obreros contra las exigencias codiciosas del patrono; tenía valor, energía, talento, don de gentes, y ni comerció con su valor, ni traficó con su energía, ni hizo feria de su talento, ni utilizó su don de gentes en captarse beneficios y protecciones; pudo ser rico y fue pobre; conocido y apenas si le conoce nadie en España, donde pocos saben que es padre de un libro notabilísimo, Los aborígenes de América, del que con grandes elogios se ha ocupado toda la prensa americana; pudo vender su pluma, su fe, sus ideales y defendió con pudores de virgen la primera, con abnegaciones de mártir la segunda, con bravura de heroe los últimos; pudo conquistar una subsecretaría haciéndose ministerial de cualquier Ministerio y sólo quiso conquistar el porvenir siendo socialista.
Raro fenómeno, caso de excepción el que, con otros pocos, representaba Delorme en esta juventud que sólo sabe luchar por el panecillo; que en arte se dedica a lisonjear las groseras exigencias del público; en política las vanidades del personaje o los caprichos de la personaja, y en usos y costumbres sociales las venerandas tradiciones; juventud enteca, enfermiza de alma y cuerpo, con inteligencia de usurero, corazón de sapo y estómago de dromedario; que no mira al sol porque ofende los ojos, ni al abismo social porque el abismo es negro y respira alientos de podredumbre y de miseria; juventud que aprieta la mano de los ladrones enriquecidos y vuelve la espalda a los hombres de bien mal trajeados; juventud de mendigos que se visten de caballeros mientras los caballeros, como no se dedican a mendigar, precisan vestir de mendigos; juventud que no tiene grandeza en sus vicios porque no tiene grandeza en sus virtudes; juventud por la que pasará la historia, como pasan los hombres por un charco fangoso: dando un salto para no mancharse los pies.
Y si antes de saltar se detiene, será para dirigir una mirada de simpatía y una sonrisa de cariño a los pocos que supieron sustraerse al medio ambiente que les rodeaba y abrir, ya que no un camino, una senda que se encaminase a lo futuro. Si tal ocurre, entre los favorecidos por esa mirada y los acariciados por esa sonrisa, figurará Rafael Delorme.
* * *
Tal fue el hombre que sucumbió en el hospital de la Princesa, sin
que el espectáculo de la muerte le hiciera vacilar en sus convicciones
filosóficas. Inútil ha sido que algunas hermanas de la caridad, con más
espíritu católico que buen acuerdo, se acercaran al lecho donde
agonizaba Delorme, para mendigarle una retractación de sus ideas, para
expedirle un certificado eclesiástico con destino al cielo de los
frailes y de las monjas. Delorme ha respondido sencillamente: «No se
molesten ustedes; todo es inútil; estoy donde estaba; como he vivido
moriré.»
Y ha muerto como un justo, según la expresión del enfermero de la sala.
¡Volverse atrás!... ¡Apostatar de sus creencias!... No era Delorme de esos. Delorme era un convencido, no era un fanfarrón; los fanfarrones se retractan ante las amenazas que en nombre del más allá les dirige un hábito cualquiera; los convencidos, no. ¡Cómo iba a retroceder en la corta brega de la muerte, quien como Delorme no retrocedió en la pelea larga de la vida!
No, Delorme no era de esos. No retrocedía nunca. Cuando se ha acercado a conquistarle la religión llevando a la muerte por alcahueta, Delorme ha respondido: «No hagas arrumacos, te conozco.» Y cerrando los ojos a la vida y abriendo la sonrisa al porvenir, ha dejado de ser.
Ha dejado de ser; pero en nosotros queda su memoria para alentarnos y sostenernos; con nosotros queda el recuerdo de aquel hombre que ha luchado cuerpo a cuerpo con la miseria, con el hambre, con el odio, con las persecuciones para caer limpio de toda mancha.
Con nosotros queda y nosotros la veneraremos siempre y le admiraremos siempre también.
¿Que Delorme era casi desconocido por la gente?
¿Que no ha triunfado?
¿Y qué?
En estos combates del ideal el que cae durante la pelea es tan grande como el que triunfa.