El Amanecer en Madrid

Joaquín Dicenta


Cuento


Pocos habitantes de la corte han examinado lo que significa en ella el amanecer. Los individuos que circulan a tales horas por las calles de la gran población no poseen tiempo hábil ni inteligencia clara para realizarlo. Embrutecidos unos por el alcohol, que sube desde su estómago hasta su cerebro, para fermentar en vapores que sacuden los nervios con el ansia de todas las impurezas y de todos los vicios; enervada, casi desaparecida la inteligencia de los otros, que acuden al trabajo con la pasividad inconsciente de la bestia de carga, apenas si allá, en algún sitio, entre las vidrieras de un balcón entreabierto, se descubre la silueta de un pensador que, asomando su cabeza pálida y febril por el hueco que dejan libres los cristales, fija sus ojos en el lucero de la mañana, que se desvanece en el horizonte, mientras en el fondo de la habitación, sobre la mesa de despacho, chisporrotea al extinguirse la luz de la lámpara que ha presidido los esfuerzos titánicos hechos en obsequio de la ciencia, del arte, de la humanidad, por aquel hombre tembloroso y rendido.

Y, sin embargo, el amanecer en Madrid es uno de los espectáculos más grandes que pueden ofrecerse a las meditaciones del hombre. No hay en él, como en las auroras campestres, gorgeos de pájaros, murmurios de arroyos, estremecimientos de hojas, perfumes desprendidos de las plantas, cuchicheos amorosos del aire y gotas de rocío que palpitan y se estremecen como lágrimas de ventura y de amor sobre la aterciopelada superficie de las flores; no existe el idilio alegre de la Naturaleza que despierta risueña y alborozada a los primeros besos del sol, pero existen las palpitaciones siniestras de una humanidad luchadora que se dibuja entre las tintas grises de crepúsculo.

¿Habéis visto el primer desperezo de una mujer que se despierta? Por hermosa, por inteligente que sea, resulta en aquellos instantes antiestética, estúpida: sus ojos, guiñados a causa de la viva impresión que en ellos produce la luz, miran sin ver; sobre sus pestañas, que acaso constituyen el delirio amoroso de un hombre elegante, se enroscan legañas amarillas capaces de robar la ilusión a cualquiera; el rostro, donde la sangre llega perezosa y dormida, ostenta una palidez mate, cuando no la salpican manchas violáceas, que el baño restaura y el afeite disimula; sus dientes, comparados por su blancura al nácar, aparecen entonces enmohecidos por el vaho sucio que se desprende de la respiración; sus miembros se estiran con movimientos torpes y brutales; bostezo enorme abre su boca de par en par: la mujer hermosa sólo es una masa grosera hasta que el primer chispazo de su inteligencia, pasando por sus indecisas pupilas, le devuelve el movimiento y la expresión.

Algo muy parecido a esto ocurre con el amanecer en la corte. Madrid es, a esta hora, una figura colosal que se despereza.

Fijaos bien en ella, y veréis, a la melancólica luz de la mañana, cómo ofrece, entre bostezos gigantescos, lo más repugnante y lo más horrible que en ella se esconde; desde la miseria que oculta de día sus andrajos entre la multitud bien trajeada que la escarnece, hasta el vicio que se oculta también, más que por pudor, por cansancio o por hipocresía.

Del quicio de un portal, que la noche velaba a los ojos del transeúnte, brota una imagen andrajosa, vestida de remiendos, con las manos amoratadas y sucias, el rostro ennegrecido y los cabellos en desorden; es un mendigo que tiene por lecho una piedra y por fortuna su descaro; por la esquina de una calleja miserable se pierden dos chicuelos, macho y hembra, sin casa, sin hogar, desarrapados, insolentes, carne para la mancebía y para el presidio, que mientras les llega el momento de cubrir los puestos que les ha señalado el destino, aprenden a morirse de hambre; del fondo oscuro de una taberna que permanece cerrada de noche para la autoridad y abierta para la embriaguez, sale el ladrón borracho, mientras sale del elegante restaurant el alcoholizado señorito, llevando del brazo a su querida, que ríe como una loca y borbotea palabras útiles a los oficios de un carretero, cosa que no le impide mirar con dignidad despreciativa a las mercenarias del arroyo que se alejan más que de prisa en busca de sus infames tabucos, a fin de esconder a la luz del día el basto colorete que remeda sonrojos en las sombras nocturnas y sólo es al amanecer una pasta resquebrajada y asquerosa, inhábil hasta para producir solicitaciones livianas en los mozos de cuerda.

He aquí los trágicos perfiles que se distinguen entre los temblorosos fulgores del crepúsculo, fulgores que cuando los vendedores de café recorren las calles y los comerciantes de churros plantan sus tiendas en las aceras, y los serenos apagan sus faroles y los carros de limpieza golpetean el empedrado con rudo y estridente chirrido, aparecen a los ojos del pensador como repugnantes legañas y manchas asquerosas y palideces enfermizas y llagas siniestras de la gran ciudad que se despereza y abre los ojos.

Luego, cuando los gobernantes despiertan y los filósofos de similor se lavan la cara y los chicos del Ateneo toman modestamente un chocolate sazonado con citas eruditas, Madrid es otra cosa. Como el baño y la ducha restauran el cuerpo humano, las mangas de riego empujan al fondo de sus guaridas a la multitud de seres horribles que se descubren al amanecer, y sólo quedan los obreros que van al trabajo; las criadas que acuden a la plaza con la mano en la cesta y el pensamiento en la sisa; los estudiantes que se encaminan a las aulas; las enamoradas parejas que marchan con rumbo al Retiro; los empleados que se dirigen a las oficinas; lo que representa vida, inteligencia, trabajo.

Madrid se ha puesto el traje de mañana. La señora ya puede recibir.

Pero no hay que verla así, que es como la ven, por regla general, gobernantes y pensadores reputados, no hay que verla tampoco a la caída de la tarde, cuando inunda calles y paseos vestida de lujo, ni a los comienzos de la noche; entonces es una ciudad elegante que ríe y se divierte y goza; no, para comprender las miserias que en ella se esconden; los vicios que en ella se ocultan; los males que hay que corregir; las injusticias que hay que remediar y las desventuras que hay que proteger, es necesario verla como yo la he visto muchas veces.

En camisa.


Publicado el 22 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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