El Crimen de Ayer

Joaquín Dicenta


Cuento


Que á ella la tratase como a una de tantas como habia conocido en la vida, hasta justo podía ser; le daba pena, pero no le causaba extrañeza. No le era deudor de ningún sacrificio. Ni le hizo el de su familia, porque no la tenía; ni el de su fama, porque ya la había perdido; ni el de su bienestar, porque en punto á bienestar no disfrutó ninguno desde que su madre la echó al mundo hasta que un hombre cualquiera la arrojó en el arroyo. Del arroyo fué recogida por Enrique, quien, prendado de su cara pálida, de sus ojos azules, de sus labios frescos y de su pelo sedoso y rubio, la sacó de la infame mercenaria donde aún no había metido más que la punta de los pies, y la estableció en un sotabanco que tenía una ventana muy estrecha para mirar al cielo, cuatro tiestos de flores para recordar la primavera, y una virgen de barro, enfrente de la cual se arrodillaba Carmela todas las noches, para suplicarle que le perdonase sus anteriores culpas y que su Enrique la quisiera un poco.

¿Cuál era su sacrificio entonces? ¿Quererle? No. Quererle constituía una necesidad para ella. ¿Tolerar sus displicencias, sus malos humores, sus arranques de inconstancia, sus días de injusticia y sus horas de olvido?... Tampoco. Aun siendo el más duro, el más brutal, el más despiadado de los hombres, hubiese ocurrido lo mismo. Enrique formaba el complemento de su vida; vivir sin él era sencillamente no vivir, y como no había hecho propósito de matarse, no había hecho propósito de dejarlo...

Luego ella no era mala. Fué lo que fué por accidente, porque sí... La empujaron, cayó... pero le repugnaba volver á empezar... No estaba hecha para ello... Él la sacó de la ignominia, devolviéndole una cosa que estaba á punto de perder: la dignidad de alma; y haciéndole gustar un nuevo goce, desconocido para ella, el amor, considerado por ella como el goce supremo, hasta que nació su hijo, aquel pedazo de los dos, que sonreía á la madre con su boquita sonrosada y sin dientes, y miraba al padre con sus ojos claros, donde brillaba el instinto del cariño á través de unas pupilas muy azules y de unas pestañas muy negras.

Claro que á poder arreglarse las cosas á gusto de Carmela, Enrique la hubiera querido como Carmela le quería á él, con toda su alma; no la tratara con aquel desvío, con aquella superioridad desdeñosa.

Pero, ¡qué remedio!.., Bastante le daba... La deshonra, cuando se enamora, observa conducta de mendigo: toma lo que la ofrecen. Un pedazo de pan acompañado de un insulto, no deja de ser pan. Un beso, aunque vaya envuelto en una injuria, siempre es un beso. La miseria tiene hambre de pan, y sufre el insulto y come pan y vive. La deshonra tiene también hambre de amor, y soporta la injuria y devora el beso y sigue amando.

Eso hacía Carmela. No tenia derecho á ser exigente. Necesitando de Enrique, lo tomaba tal y como quería dársele, ó lo tomaba sin quejas, sin reconvenciones. Demás hacía con no tratarla á puntapiés.

Respecto de ella no se quejaba, Respecto de su hijo... respecto de su hijo estaba á punto de quejarse; á las veces encaramábasele por la garganta arriba un grito de reproche, una exclamación de protesta.

Pareciale que no era Enrique lo que debía ser para el niño; que había en sus caricias de padre cierto amaneramiento, cierta uniformidad automática, desprovista de esas brusquedades encantadoras, de esos arranques de frenesí en que el beso se confunde con el rugido y el rugido acaba por transformarse en lágrimas... Las caricias de Enrique eran iguales siempre: paternidad de rutina, afecto de ordenanza, saludo maquinal, como si lo hubiera aprendido de memoria y lo repitiera por costumbre. Entraba, se acercaba á Carmela, que tenia en brazos al niño, dábale á éste un golpecito en la mejilla, deciale con voz monótona: «adiós pequeño», y luego nada, nada, hasta que al marcharse repetía el golpecito en la mejilla, y el «adiós, pequeño», y tomaba escaleras abajo, sin volver la cabeza para despedirse.

¿Era aquello falta de amor para Carlitos, ó falta de condiciones de carácter para expresarlo?... ¡Ojalá fuese lo segundo!... Eso quería ella; eso trataba de creer. Pero el caso es que la conducta de Enrique prestábase, más que á la confianza, á la duda. Al nacer el niño pareció contrariado, no trató de reconocerlo, de darle su nombre, ni aun lo propuso; y eso que era libre, y soltero y rico,.. Siempre que ella le hablaba de aquel asunto, respondía: «Más adelante», y variaba de conversación.

¡Más adelante!... ¿Qué significaban estas dos palabras en labios de Enrique? ¿Una excusa? ¿Trataria de abandonar al niño cuando la dejase á ella?... ¡Abandonarle!,.. Poco á poco. El niño no tenía la culpa; era suyo, de Enrique; poseía un derecho indiscutible á la protección y al apellido de su padre... ¡Pues no faltaba más! Es por lo único que lo odiaría con toda su alma... Dejarla á ella, corriente, cuando quisiera hacerlo; no diría nada; estaba pronta á morlr en la soledad y á resignarse con el desprecio... Dejar al niño... ¡No!... Mal amante, bueno; mal padre, nunca. Por su hijo era Carmela capaz de todo... ¿De qué no sería capaz, sintiéndose capaz de aborrecer á Enrique, al hombre que constituía el centro de su vida, eje de su alma?

Cuando pensaba en esto su melancólica figura de mujer, herida por la deshonra y resignada con su destino, adquiría una altivez salvaje y un erguimiento de rebelión; su rostro, bondadoso y triste, cubriase de palidez siniestra; contraíanse con dureza sus labios; un encajamiento de los dientes sustituia á la dulce sonrisa de su boca; brillaban con fiereza sus ojos, y una arruga profunda, recta, amenazadora, dividía en dos su entrecejo y anunciaba sobre su frente el ir y venir de pensámientos negros y de sombrías decisiones.

—¡No; no sufriré que te abandone, que te deje como un girón que estorba y se arranca y se tira al suelo, sin volver siquiera la cabeza para ver dónde cae!... ¡Es tu padre!... ¡Tienes derecho á llevar su nombre!... —exclamaba Carmela estrechando al niño entre sus brazos con las manos crispadas por el terror y los nervios sacudidos por la cólera, —¡Pobre de él si se atrevo á tanto!...

Luego rompía en sollozos, reprendiéndose por pensar tan mal de su Enrique; recobraba la calma y decía: No le abandonará, Estoy segura de que no puede ser tan infame.

Tales eran los pensamientos de Carmela, Y Enrique, ¿qué pensaba?

De ella, lo que pensó desde el primer momento: Que era una muchacha muy guapa, buena para entretenerle y nada más... Una, á quien dejaría cuando le estorbara en el avance de su camino... En cuanto al chico... no le quería mal del todo; encontrábase dispuesto á socorrerle, si no se tenían muchas exigencias en su nombre; pero de ahí no pasaba.

¡Reconocerle! No. ¡Para no tener hora de calma, para que el hijo natural disputase á los legítimos la herencia!... ¡Vaya, que no! Allá se las arreglara con su madre. Y ella erre que erre en sus pretensiones, precisamente cuando él estaba decidido á acabar y andaba concertando su boda con una muchacha muy rica y muy buena, ¡Si sería buena que se había educado en un convento y no se separaba de su madre un instante! ¡Que no, y que no! Necesitaba cortar por lo sano, y cortaría, ¡Así que no tenía Enrique fuerza de voluntad!


* * *


Ella lo supo, como se saben siempre estas cosas, porque sí. Un criado indiscreto, despedido de mala manera por Enrique, las puso al corriente de todo, El señorito se casaba, y á juzgar por lo que dijo á unos amigos suyos en cierta conversación que el sirviente pudo entreoir, ocultándose con los pliegues de una colgadura, dejaría á Carmela y al chico sin decirles nada... Casarse, tomar el tren, pasar un año en el extranjero; y luego del año de ausencia, asunto concluido; puede que no volvieran á encontrarse más en el mundo.

Aquel relato puso á Carmela en la pista de su desdicha, y lo averiguó todo.

Enrique se casaba dentro de ocho días.

¡Casarse!... Esto era horrible, horrible para ella, nada más que para ella... Pero, ¿y el niño?... ¡Olvidar al niño también!... ¡Esto sí que no lo sufría sin vengarse! Le haría una pregunta, una sola. De lo que él respondiera iba á depender todo.

Cuando Enrique entró, como todas las noches, Carmela le dijo:

—Oye, ¿cuándo piensas arreglar lo de Carlitos?

—¿Qué? —preguntó él,

—El reconocimiento.

—¡Ah, sí!... Más adelante.

—¡Más adelante! —repuso ella.— Mira, Enrique, creo que me engañas en lo que al niño se refiere; si me engañases en esto, sería capaz de matarte.

—¿Quién?... ¿tú? —repuso él riendo á carcajadadas.— ¡Matar tú! ¡Con esa carita tan dulce y con y ese carácter tan timido!... ¡Qué cosas tienes!... No te engaño, pero no digas ni pienses tonterías.

Luego, sin transiciones de ninguna especie, añadió:

—Estoy muy cansado y me conviene dormir un par de horas. Hasta después.

Enrique se echó enel sofá, cerró los ojos, y á la media hora roncaba como un santo.

—¡Esto es hecho! —gritó Carmela por lo bajo.—¡Hijo de mi vida! —siguió diciendo mientras contemplaba la cuna de Carlitos;— al hombre que te hiciera el menor daño, lo destrozaría con mis uñas. ¿Qué no haré con éste que va á causarte el mayor de los daños, el que no puede repararse nunca?... ¡Hijo mio! —exclamó contemplando á Enrique con angustia é ira.— Vale más que no tengas padre, que tengas ese...

No pensó más; se acercó á Enrique; vió que dormia, soñando acaso con un porvenir de riqueza y de goces, mientras preparaba á su hijo un porvenir de miseria y de infamia. Sintió que su amor se transformaba en odio, su mansedumbre en cólera, su resignación en apetito ciego de matar, y cogiendo con mano firme las anchas y puntiagudas tijeras de obrera que tenía encima de la mega, las clavó hasta el mango en la garganta de su querido.


* * *


Cuando entraron á prender á Carmela, hallábase ésta de rodillas al pie de la cuna de su hijo, que la sonreía con su boca sonrosada y sin dientes y miraba al cielo con sus ojos azules.


Publicado el 4 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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