I
Primero es una multitud, enloquecida por el terror, la que invade el pueblo con pataleo angustioso de ganado en fuga. Aquella multitud no hace alto. Sigue su carrera lanzando gritos, atropellándose, procurando acrecer más y más la distancia entre ella y el peligro que la hace huir.
—¡Los nuestros retroceden!… ¡Los nuestros retroceden! —vocean los fugitivos dirigiéndose al vecindario que les contempla con estupefacción medrosa—. ¡Muy pronto llegarán!… ¡Después de ellos, arrollándolos, destrozándolos, entrará el enemigo! ¡Con él van el incendio y la violación y la muerte!… ¡Huid!… ¡Poned vuestros bienes a salvo!…
Y la multitud deja el pueblo sin volver la cara, avivando su frenético galopar, levantando a su espalda torbellinos de polvo.
¡Ay de quien cae!… Sobre él pasan todos. Niño, adulto, viejo, hombre o mujer, nadie procura alzarlo de tierra. Tampoco las reses en huida se detienen o apartan ante la res que tropieza y cae; por cima de ella siguen, pateándola, magullándola, hasta dejarla muerta o aullando su dolor en una cuneta del camino.
Los vecinos ricos del pueblo, con la celeridad propia del espanto, enganchan a los carros sus bestias, cargan dentro lo más preciso, se acomodan entre la carga y huyen a todo correr de las caballerías, restallando los látigos, comiéndose con los ojos el horizonte.
Tras ellos van los pobres; los menos miserables, a lomos de caballerías menores; los más, a todo viaje de sus piernas; las madres, apretujando contra sus riñones a los hijos; los padres, con alforjas o lienzos, llenos de enseres a hombros: harapos son, pingajos miserables; pero son la riqueza de los mendigos y quieren salvarla como los ricos su oro, sus alhajas, sus ropas.
Los últimos ecos del humano tropel se pierden en los límites del espacio. El pueblo queda silencioso como una colmena abandonada; en él permanecen aún diez o doce familias, las que no pudieron escapar por dolencia de sus individuos; las que allí quedaron sujetas por ese imperativo bestial que empotra al campesino en el terruño donde nace, como empotra sus raíces el árbol.
Estas familias no turban con sus voces ni con sus pasos la soledad trágica de la aldea; en el interior de sus viviendas están, mudas, inmóviles, reprimiendo el aliento, a obscuras para que luz alguna delate su presencia a quien llegue.
No es la pasión tenaz del terruño la que detiene en el pueblo a Clotilde; es su padre el viejo doctor paralítico, el anciano achacoso e inútil que, sin fuerzas, sin movimiento, sin palabra, aguarda la muerte incrustado en una butaca, donde sobresale como un alto relieve tallado por las manos garrosas del dolor. Sólo hay vida en sus ojos enérgicos e inteligentes.
La figura espectral de este hombre contrasta con el divino poema de su hija. Clotilde es primaveral. Sus ojos tienen la poesía de las estrellas crepusculares. Su cintura dibujada, la arcada de su seno y el dulce óvalo de sus caderas en flor, recuerda la belleza corporal de las vírgenes paganas, graciosas y puras. Clotilde es rubia como las espigas calcinadas por el sol, las pupilas melancólicas del color de los berilos, la boca fina tallada en rubíes, con la apacible sonrisa de Gioconda… La garganta esbelta y torneada, las manos aristocráticas y afeligranadas, breves y áureos los pies… y una voz argentina con el ritmo de las plegarias… Clotilde es un poema wertheriano. Tiene en su carne todas las concupiscencias de las deidades gentiles, y en su alma todo el místico candor de las vírgenes humildes y románticas de los viejos códices.
Sí; esta singular mujer parecía la hija de un viejo poeta en otro tiempo trovador. Sus cabellos rubios y rizados como los de Berenice, evocaban a aquellas zamoceles sentimentales que al claror de la luna «mística» escuchaban ruborosas las «blancas» trovas de los gondoleros. Clotilde tenía en la esmeralda de los ojos ese poético verdor de los húmedos jardines otoñales abandonados, y en la boca el perfume vaporoso de los floridos campos abrileños… Clotilde era un rayo de sol a través de un gótico ventanal, y sus manos pulidas parecían dos nevados lirios. Antes que pasión infundía ternura; y los oídos que la escucharan y los ojos que la vieran, no podrían olvidarla jamas… Toda modestia, parecía que se gozaba como una tierna Dolorosa en su propio sacrificio, y no perdonaba ocasión constantemente en prodigar su bondad… En su risa se pintaba toda la inocencia de las niñas, y en su compostura todo el inmaculado poema de su virtud.
Clotilde era el único ser que en aquella desbandada, en vez de huir, se sacrificaba a su padre permaneciendo abrazada junto a él, para prestarle hasta morir el calor y la débil defensa de sus valerosos brazos.
Clotilde ha escrito sobre una cuartilla la triste ocurrencia motivadora de la fuga del vecindario.
El anciano, puestas las pupilas en el escrito, no las aparta de él. Súbito los párpados tiemblan sobre aquellas pupilas; lágrimas cuajan en las pestañas y humedecen los renglones escritos por Clotilde.
Ésta, con los codos en las rodillas y el rostro entre las manos, mira hacia los vidrios del balcón, al fondo de la noche negra.
II
Agudos sones de clarín y redobles marciales de tambor, rompen el silencio de la noche invernal.
Rumores sordos de multitud en marcha se escuchan hacia el fondo del horizonte. Ya no son estos rumores como los del atardecer, tumultuosos, desordenados. Son graves, rítmicos. Sobre ellos domina el ruido de ejes en volteo, de cascos de caballos en marcha, de aceros que chocan y rebrincan contra las desigualdades del camino.
Pronto se divisa una masa imponente de hombres; vienen alineados, correctos, con paso igual y firme; los fusiles relucen bajo la luz de las estrellas como rayo de luna.
Detrás marcha la artillería. Los cañones, rodando sobre sus armaduras, hacen temblar la tierra; en las arcas de municiones asientan los sirvientes; los conductores, montados en las fuertes bestias normandas, avivan su trote con el látigo y con la voz. Cerrando el desfile va la caballería. Las espuelas de los jinetes cascabelean en los estribos; al vaivén de los cuerpos, sables y lanzas dibujan metálicos zig-zágs en la sombra. Es la primera de las divisiones en retirada.
Rodeado por sus ayudantes y por el Estado Mayor, avanza el General en Jefe. No hay en su rostro vacilaciones de derrota; tampoco las hay en los de sus acompañantes y en los de oficiales y soldados. Aquello no es una huida; es una retirada. Así lo expresa el jefe hablando con los individuos del Estado Mayor.
—Burlados quedan —dice—; aprovechando su superioridad numérica, querían los enemigos envolvernos. No saben que mis 50 000 hombres son el anzuelo que ha de hundírseles en las agallas. Nuestra retaguardia, peleando heroicamente, ha obligado a su vanguardia a retroceder; gracias a ello seguimos la retirada en orden. Solo falta el sacrificio más cruel, porque en aquella aldea y en estas colinas han de pelear y han de morir 5000 valientes, para que el resto de la fuerza se incorpore al grueso del ejército. Allí vendrán ellos, cegados por el aguijón de una fácil victoria. Ciegos entrarán en la tenaza que nosotros formemos, y entre sus dos brazos quedarán destrozados. Seguro es que con sangre propia borrará el invasor cada paso que dé en el suelo de la patria.
Las primeras columnas atravesaron el pueblo a paso regular, sin detenerse. A éstas siguieron otras; los vecinos, asomados a las ventanas y a las puertas, mirábanles pasar en silencio.
Un núcleo, compuesto por cinco o seis mil hombres de todas armas, ocupó posiciones en las dos colinas que flanqueaban el lugar, abrió zanjas, alza-parapetos y trabó alambradas en el llano, fortificando las casas, convirtiendo cada una de ellas en reducto. La artillería se emplazó en la cumbre de las colinas, y en la calle central del pueblo la infantería se dispuso convenientemente para la resistencia y para el contraataque. La caballería, oculta en un repliegue del terreno, estaba pronta a aprovechar la ocasión propicia de lanzarse contra las columnas enemigas en retirada y destruirlas a golpe de sable y a pechugón de potro.
El resto de las fuerzas se perdieron en la distancia ínterin se verificaban estas operaciones.
El general, jefe de las tropas encargadas de defender el pueblo, se había instalado en la casa del cura, y sobre un plano, puesto en ancho reclinatorio a los pies de un Cristo alanceado, dictaba sus disposiciones, remordiendo nerviosamente la colilla de un puro.
Era hombre pequeño, de cara afeitada, con gafas; sus labios se contraían con gesto enérgico y audaz. Siempre que daba una orden, sin duda al objeto de parecer más alto, se empinaba sobre las puntas de las botas; cuando concluía de dar la orden golpeaba con un tacón el piso, diciendo: ¡Esto ya está! ¡A otra cosa!
El Estado Mayor tenía plena confianza en aquel hombrecillo que por su figura menuda, pero armónica, recordaba a Napoleón el Grande y a Alejandro el Macedónico. La frente espaciosa, enérgico el mentón y la mirada ligeramente espantada y distraída. Ojos de sibila, de fetiche, de hipnotizador. Este hombre, a pesar de sus movimientos nerviosos de pantera, esa antipática movilidad del hombre pequeñito, tenía una extraña distinción personal. Cada actitud suya recordaba los grandes capitanes inmortalizados en las viejas estampas… Sí; el Estado Mayor tenía plena confianza en aquel hombrecillo, porque sabía que era capaz de morir sin retroceder. Al contrario. Como los grandes caudillos, no creía en la fatalidad de las balas, tenía la extraña superstición de que la muerte no se cruzaría nunca en su camino a través del campo de batalla, este optimismo audaz lo trasmitía a sus soldados que sugestionados por ciego valor de aquel hombre pequeñito, avanzaban, avanzaban, disparaban, disparaban sin pensar en el hambre, ni en la fatiga, sino solo en el laurel de la victoria.
Y esta era la misión que en aquel trance se encomendaba al general: ¡Resistir! ¡Resistir! ¡Resistir!, hasta perder el último cartucho, el último cañón y el hombre último.
Era menester que el enemigo emplease media docena de horas en segar aquellos cinco mil soldados.
—¡Las perderá! —gruñía el hombrecillo—. ¿Seis horas?… Aseguro que pasarán de siete. Es carne muy correosa la de mis muchachos y han de mellarse muchos dientes antes de entrar en ella. ¿Está todo pronto? —añadió dirigiéndose al coronel de Estado Mayor que venía de visitar las posiciones.
—Todo, mi general —repuso el preguntado.
—Entonces a sorbernos este café y estos vasitos de cognac, y a esperar el amanecer a cuya hora confío que dé principio el baile.
En casa del paralítico doctor se habían instalado, ocupando el patio, el piso primero y los desvanes, cincuenta hombres al mando de un teniente rubio, de ojos azules, que apenas contaría veinte años.
El paralítico miraba al mozo con ojos donde relumbraba la pena.
Realmente era triste que la muerte fuera la única desposada pronta a abrir sus brazos para recoger aquella juventud.
Clotilde, obsequiosa, sobreponiéndose a su angustia para hacer al huésped los honores de la vivienda, se acercó a él, sonriente, ofreciéndole una taza de té; en su boca había una sonrisa; sobre su pecho gallardeaba un puñado de flores que la muchacha se prendió por la tarde, antes de advenir la tragedia.
—También tomará usted un poco de cognac —exclamó, sirviendo una copa al teniente.
—Gracias, señorita.
—¿Desea algo más?
—Tal vez sea mucho exigir; pero a los que están en capilla se les da cuanto piden. ¿Será usted tan amable que me regale una de esas flores para prenderla en mi guerrera? Siempre tuve capricho de que rodeasen mi cadáver con flores. Hoy me conformo con una, siempre que la prendan a este uniforme las preciosas manos de usted.
La joven, luego de mirar a su padre, que afirmó con los ojos, desprendió de su pecho el ramo y dijo al militar:
—Ahí van todas.
—Pues todas —repuso él; y, llevándolas hasta sus labios, depositó en ellas un beso.
—Ahora —dijo, devolviendo el ramo a la joven— préndalas aquí, en el lado del corazón. Después de todo, aunque salte sangre sobre ellas, no deslucirá sus matices. Son rojas.
III
El choque fue tremendo. Durante dos horas, la vanguardia enemiga, en espera del resto de las fuerzas, cañoneó a distancia, con fuego insistente y mortífero a los defensores del poblado.
Estos respondieron con iguales energía e intensidad. Sus trincheras estaban disimuladas hábilmente; en idéntica forma el emplazamiento de sus baterías.
Sin embargo, las bajas fueron grandes relacionadas con el reducido cuerpo de ejército. Mil hombres entre muertos y heridos, y varios cañones desmontados, certificaban la pericia y el encono del invasor.
—¡La táctica de siempre! —gruñía el general de las piernas cortas, remordiendo su puro—. ¡Matar, destruir desde lejos hasta triplicarnos o cuadruplicarnos en número! Luego el ataque a fondo, las grandes masas lanzándose al asalto como catapultas de carne. ¡No está mal!… ¡No está mal!… De cualquier modo, las seis horas exigidas por nuestro General en Jefe y un par de ellas más, resistiremos la avalancha.
—Ya se descubren en el fondo —exclamó un ayudante que recorría con sus gemelos los límites del horizonte—. No tardaremos en recibir el pechugón.
—Pues a sostenerse, no hasta lo posible, hasta lo imposible. Lleven esta orden a cada posición. Yo visitaré las avanzadas.
Y mientras los individuos del Estado Mayor salían precipitadamente a cumplir el mandato, el general se encasquetó la teresiana, tiró la colilla del puro, bajó al patio, montó a caballo y, seguido por sus dos ayudantes, partió a galope en dirección de las posiciones de vanguardia.
Una, diez, veinte veces cayeron las columnas de ataque contra el reducido cuerpo de ejército.
Éste, aguardando silenciosamente, dejaba llegar a los embestidores. Al tenerlos a corta distancia, movía contra ellos el abanico de sus ametralladoras, el abierto haz de sus fusiles, diezmando, dispersando a los asaltantes, rechazándoles, cargándoles rabiosamente al arma blanca, obligándoles a retroceder por una alfombra de cadáveres, a ocultarse entre los repliegues de la llanura para rehacerse y comenzar la embestida a fondo, el ataque en masas profundas que, a la postre, dada la pequeñez numérica del adversario, les había de traer la victoria.
Seis horas les costó ganar las colinas inmediatas al pueblo y las trincheras a éste próximas. Sólo faltaba apoderarse de él. Antes de emprender la postrera y dura conquista, los vencedores hicieron una pausa.
De ella se aprovechó el general de las piernas cortas para llamar al coronel encargado de defender el pueblo.
—A las órdenes, general. Hemos cumplido honrosamente con nuestra obligación. De cinco mil hombres, quedamos dos mil. El caserío está bordeado por dos gigantescos barrancos, los cuales imposibilitan todo avance que no se realice por las calles del pueblo y la carretera que lo divide en dos. Con quinientos soldados defendiéndose casa por casa, pared por pared, esquina por esquina, piedra por piedra, se puede resistir una hora. En esa hora me comprometo a salvar mil quinientos hombres. ¿Se compromete usted a ganar esa hora, muriendo con los otros quinientos?
—Sí.
—A ello entonces, señor coronel. Y venga un abrazo. Los quevedos del general de las piernas cortas se empañaron como mordidos por la niebla.
La defensa fue heroica.
El general de las gafas con montura de oro y de las piernas cortas, cumplía con excesos la palabra empeñada a sus jefes cuando le confiaron la salvación inmediata del cuerpo de ejército y la preparación del futuro desquite.
Se multiplicaba mostrándose en todas partes a la vez como si poseyera la mágica virtud de la ubicuidad, llegaba a los sitios de peligro mayor cuando era el crítico momento de alentar a los desfallecidos y de espolear a los bravos. A su presencia, los soldados se trocaban en héroes y desafiaban a la muerte, viendo como su general no la arrostraba, sino gallardamente la buscaba, burlándose de ella, mirándola fijamente rostro a rostro a través de los cristales de sus gafas, insultándola con su gesto burlón.
Durante dos horas el enemigo se contentó con cañonear las posiciones, con hacer bajas a distancia, por cálculo encomendado a la ciencia lo que antiguamente se encomendaba a la ferocidad.
Era menester debilitar al adversario, callar su artillería, llevar a sus filas la desmoralización y el espanto. Después vendría el ataque a fondo, el encontronazo brutal, las grandes masas penetrando como una saña en la carne enemiga para partirla y triturarla.
Caro les costó este último empeño y largo fue el tiempo durante el cual permaneció la victoria indecisa.
Palmo a palmo disputóse el terreno; los sitiados no pedían cuartel; los sitiadores no le daban. Las techumbres de los edificios se desplomaban sobre sus defensores sin que éstos pensaran en huir; el humo de la pólvora formaba cortinones en el espacio; la atmósfera vibraba epilépticamente al estampido del cañón; los heridos agonizaban con trágicas posturas. Al sentir en sus carnes el hierro de las balas, abrían los brazos, entornaban los ojos moribundos y luego se desplomaban. Los unos, al caer, se partían la frente contra las piedras; los otros se desnucaban. En todas las bocas el mismo gesto de ira, de espanto y de dolor… ¿Quién reconocería en aquellos valientes, ennegrecidos por la pólvora y la sangre a los marciales soldados de las paradas?… Aquellos gentiles militares de los brillantes uniformes, antes sonrientes; aquellos airosos caballos que caracoleaban vanidosos de sus jinetes y sus arreos, ahora, angustiosos y despedazados, se confundían en trágico montón, en un lecho de cieno, de pólvora y de sangre… ¡Cuánta desventura!… Por todas partes redoblar angustioso de tambores, voces de mando como una imprecación, crepitar de incendio, balas gigantes que abren pozos en la tierra, y lanzas y sables que se hunden en la carne.
Por aquel campo que aún conservaba su yerba de esmeralda y la dulce bengala de su sol, campos de paz y dicha, surcados antes por mansos rebaños, yuntas perezosas y tardos carros campesinos; por aquellos campos de aldea y romería, los hombres corrían despavoridos como espantados de sus propios crímenes; retrocedían para avanzar luego, para volver a retroceder, para volver a avanzar… Diez, cien vidas costaba cada palmo de terreno. Todos luchaban como lobos; los fusiles, ya sin balas, abrasaban; las manos, doloridas, no podían tampoco disparar…
Ese épico valor con que los corresponsales de los diarios esmaltaban sus crónicas de guerra, no aparecía por ninguna parte. La tragedia de las balas hacía temblar a todos por igual. Cuando un proyectil estallaba en el seno de un grupo, mutilando a los hombres y reventando a los caballos, desde los veteranos más valientes hasta los más audaces bisoños corrían despavoridos por aquellos campos de maldición regados por la lluvia incandescente de las balas… esas balas diabólicas que solo reventaban, para hacer más carniceras las heridas, en el tierno seno de las carnes, pulverizando vísceras, arterias y huesos…
En las cargas el bronco estampido del cañón encabritaba a los caballos que se negaban a avanzar… También los soldados vacilaban un momento y palidecían… El terror corría más velozmente que la pólvora… En aquellos trágicos momentos acaso el instinto de conservación tendría más fuerza que el sentimiento de la Patria… Con todo, la batalla era más carnicera cada vez.
En las descubiertas, los soldados se parapetaban tras el cuerpo hinchado de los jamelgos muertos. Cada árbol era una fortaleza, y una sepultura el surco de cada trinchera. A cada estampido surgía una llamarada… luego, un muro que se desploma, una viga que se desprende, el pavimento que se cae… Después, cuando la nube del polvo y de las balas se desvanecía, se contemplaba un tétrico cuadro… ¡brazos y piernas que asomaban por entre la cal y la madera de los escombros, y allá, en el fondo de las ruinas, el débil lamento de seres infelices en el trágico estertor de su agonía!…
Y mientras los unos y los otros implacablemente se destrozaban, no como hombres, sino carniceramente como fieras, allá arriba, en la ciudad, las madres y las novias de todos, las hermanas o las hijas, con los brazos en cruz, lloraban y rezaban por la muerte de los suyos; ¡aquéllos desventurados seres a quienes no volverían a ver jamás!
¿Quien no pagaría su tributo a la hecatombe aquella?… El que salvara la vida no salvaría sus piernas, sus brazos o sus ojos… Los carros de sanidad y el blanco espectro de las camillas que como una maldita paloma mariposeaban por los campos de batalla, recogiendo los horribles despojos de cuerpos tullidos, se llevaban al hospital de sangre ejércitos de hombres, ayer gentiles y vigorosos, hoy tristemente mutilados… Y el venturoso mortal que escapara íntegro de aquella catástrofe, le quedaría la incurable huella de una enfermedad adquirida en el pestilente pozo de las trincheras…
¿Pero qué importa? Sangre, incendio, bayonetas y bajas. Alaridos de hombres degollados como fieras, llanto de huérfanas, jóvenes hombres ciegos y tullidos. ¡Qué importa tanta lágrima, tanto dolor, tanta irreparable desventura!… Los generales en las recepciones palaciegas, en la vanidad de las espléndidas paradas lucirían el gayo oro de sus cruces y sus bandas, sus sables de oriental empuñadura de esmeraldas y de oro, sus fajas de general, la policromía de sus entorchados. Sí; cuando los generales vanidosos desfilaran por la doble columna de soldados, las músicas les saludarían con bélicas marchas, las banderas se inclinarían reverentes a su paso y les presentarían el acero de las armas. ¡Hurra!… ¡Hosanna!… gritaría la multitud sacudiendo sus gorras, y una nube de fotógrafos inmortalizaría en los periódicos el gesto napoleón de aquellos pintureros capitanes, sin acordarse para nada de la sangre y las lágrimas de los infelices que perecieron olvidados en el obscuro seno de las trincheras.
* * *
El oficial de los ojos azules acababa de ser transportado por un
«número» y un sargento a la cueva, convertida en hospital de moribundos y
en refugio del doctor paralítico y su hija.
El oficial agonizaba. Aquel hombre que horas antes sonreía con la alegría y la juventud de un niño, un poco engallado por la vanidad de sus sueños —el grado de capitán, el laurel de alguna gran cruz— aquel hombre, enamorado de su uniforme, las botas de montar, con el sable a rastras, el choquear de sus espuelas y el oro de sus bigotes cyranescos… Aquel hombre, lleno antes de esperanzas y de vida, agonizaba…
La palidez de su rostro, la frialdad prematura de sus manos y el rictus de su boca, contraída de dolor, demostraban la gravedad de su herida… ¡Una bala mortal!
Como un bravo había dirigido la defensa, sin poner atención a una herida que hacía sangrar su hombro. Cuando un balazo en el vientre le derribó por tierra, recostóse contra la pared y continuó dirigiendo a sus hombres. Dos balazos más en el pecho ahogaron su palabra e inmovilizaron su acción.
Al depositarle sus conductores en el suelo, sobre unas mantas viejas, preguntó:
—¿Cuántos quedan, sargento?
—Ocho, contando dos heridos que todavía pueden pelear. A más, este soldado y yo.
—Defiéndase hasta lo último y hasta el último.
—Se hará, mi teniente.
—Hasta después, entonces.
El oficial siguió a sus soldados con los ojos, en un postrer adiós. Luego miró a Clotilde que, arrodillada ante él, procuraba aliviarle…
Aquellos ojos crepusculares eran el bálsamo postrero del oficial. Las manos vaporosas de Clotilde, acariciaban al herido santamente como a un hermano. Le hablaban y le sonreían… Clotilde, enamorada, no de aquel hombre, sino de su desventura, procuraba ahuyentar con sus tiernas caricias la sombra fatal de la muerte que avanzaba.
También el oficial, en la niebla de la agonía, acaso confundiera a aquella mujer con su madre o con su hermana, y la tendía desfallecidamente los brazos como pidiéndola protección.
El oficial, en aquella hora de dolor augusto y postrero tornaba a su antigua condición de niño… Como una tierna criatura que imploraba el cariño materno, el oficial, olvidando la fortaleza de sus años y su rango militar, trémulamente, dejaba deslizar una lágrima, adivinando su postrero fin, comprendiendo toda la magnitud de su desventura… Clotilde, sintiéndose más mujer que nunca, convertía su debilidad en fortaleza, y tomando a aquel hombre extraño por su hijo, lo oprimía santamente contra su corazón…
Sin hablarse en la angustia de aquel momento, los dos se miraban como dándose un adiós… Acaso el oficial, en el estertor de su agonía, le pidiese la pureza de un beso, para que luego se lo devolvieran a su madre… Clotilde intentó consolarle una vez más.
—Es inútil —balbuceó—. Tengo lo mío. Coja usted el ramo de flores que llevo en la guerrera.
Ella obedeció.
—Acérquelo a mi boca.
—Ya está.
—¡Gracias! La muerte así es más dulce. —Luego calló… Entornó los ojos; aquellos ojos azules llenos de luz horas antes… Abrió aún más los brazos… Un leve quejido… Una ligera contracción… Y murió.
Murió con la boca puesta en el ramo.
Las pupilas del paralítico recogieron aquella agonía hasta su postrer convulsión.
IV
Los disparos de fusilería llegaban a la cueva como redoble de tambores en señal de luto destemplados.
Súbito oyéronse un estampido ensordecedor y un crujimiento formidable. Era el desplome de la casa.
El sargento y dos soldados entraron en la cueva enrojecidos por la pólvora, cubiertos de sangre y de polvo.
—¡Pronto! —gritó el sargento—. Arrancad la puerta; amuralladla con todo cuanto haya disponible; poned esos colchones contra el enrejado de la techumbre; por estos ventiladores, que dan al pasadizo y que parecen aspilleras, podremos disparar. Municiones quedan bastantes; fusiles hay seis ¡Si tuviésemos quien nos fuera cargando los fusiles vacíos mientras disparábamos los otros!…
—Yo los cargaré —dijo virilmente Clotilde—. Enséñeme cómo se hace y los cargaré.
—No es difícil. Así. Vea usted, señorita.
—Enterada.
—Pues a ello, que ya se siente a esos granujas. Vosotros y yo a las aspilleras. El pasadizo tiene poca anchura, solo da por un frente de tres. Tirad sin prisa, apuntando sobre seguro. Antes de que entren tumbaremos un par de docenas. ¡Atención, que se empieza el baile! ¡Ya tengo encañonado al mío! ¡Como un conejo!… ¡A otro!…
Los disparos de los sitiados se sucedían secos, intermitentes, precisando la puntería, ahorrando cartuchos. Los sitiadores disparaban sin escasear municiones, procurando meter sus tiros por los respiraderos. Otros golpeaban la puerta con una gruesa viga transformada en ariete; sobre el techo de la cueva resonaba un rencoroso pataleo.
Clotilde cargaba los fusiles con mano firme y rápida.
Aquella mujer humilde y sentimental en cuyo corazón florecían todas las virtudes, el candor, la piedad, la ternura, transfigurada en leona como si quisiera vengar la muerte de aquel desventurado oficial que tan patéticamente había muerto en sus brazos, disparaba, disparaba con la bravura y el acierto de un curtido veterano… Aquellas manitas, mariposas delicadas como un lirio que mitigaron antes tantos infortunios con sus caricias, ahora segaban la vida de los adversarios, entre los cuales se encontraría acaso otro joven oficial, lleno de ilusiones, con los ojos azules también…
Una terrible descarga resonó…
De pronto, a un tiempo mismo, saltó la reja de la techumbre, cayeron los colchones y se hundió con estrépito la barricada sostenedora de la puerta.
Racimos de hombres se descolgaron por la abertura de la bóveda; un torrente de ellos salvó los obstáculos, hacinados contra el pasadizo.
Los últimos disparos de los defensores derribaron tres asaltantes más. La lucha al arma blanca fue breve; veinte cuchillos hundiéronse a la vez en la carne de aquellos héroes que sucumbían peleando sin pedir gracia.
—¡Listo! —gritó el jefe que mandaba el tropel—. Nada hay que hacer aquí. ¡A otra casa!
—¡Nada que hacer!… ¡Nada que hacer!… —murmuró por lo bajo un soldado, último en salir, dirigiéndose a sus compañeros más próximos—. Algo queda y mejor que irse a matar o a hacerse matar por esas callejas del demonio.
—¿Qué queda? —repuso uno de los interpelados.
—Me parece que la mocita…
El soldado, un sátiro de barba roja, nariz chata y ojos saltones, terminó la frase guiñando un párpado y señalando con el gesto a Clotilde.
Más que un hombre parecía un bicho. Belludo como un orangután, estrecha la frente, los labios carnosos y sensuales; boca que era hocico. En sus piernas cortas y arqueadas y en la longitud desproporcionada de sus brazos, recordaba a los feroces gorilas de las selvas africanas.
En los ojos de aquel monstruo temblaban los más viles apetitos, los instintos más crueles y más bajos. No era una fiera audaz, sino el reptil cobarde que se desliza en silencio por la hierba. Este soldado de la nariz chata y barba roja era un cretino que en la guerra no buscaba como otros soldados la gloria o el sacrificio, sino el robo, el sádico placer del incendio y la golosa manzana de la violación… Apenas hablaba, reía nada más. Tramaba en la sombra. Se sospechaba de él que en la confusión de las batallas fusilaba impunemente por la espalda a sus propios oficiales… Y cosa estupenda… Todos morían, las balas eran las únicas que respetaban a él…
Clotilde al verle sintió un terror, ¡el escalofrío del presentimiento! Más grande todavía que la explosión y el estrago de las balas… La fiebre de la batalla, el patético espectáculo de aquellas caravanas abandonando el pueblo, la muerte del joven oficial, la parálisis de su padre, su propia debilidad, no lo espantaron tanto como el tranquilo espectáculo de aquel hombre que al mirarla sonreía en silencio nada más…
¡Un maldito poema sin palabras! ¡Una tragedia sin sangre, sin veneno y sin puñal!… Nadie se hablaba, apenas se miraban, no se habían visto nunca y sin embargo se comprendían…
La casa sola, los soldados lejos, y en aquella perdida habitación un paralítico, una mujer débil y bonita y un hombre con todos los impuros apetitos de un chimpancé… ¿Cómo el monstruo iba a desperdiciar aquella impunidad? ¿Cómo iba a dejar escapar su instinto de reptil aquella preciosa ocasión para apagar de momento su eterna sed devoradora?… Los ojos le brillaron más, enseñó sus dientes blancos y fuertes de lobo, y tirando el fusil abrió sus descomunales brazos de sátiro…
… Y fue allí, frente al padre paralítico, impotente para la defensa, para el grito en reclamación de socorro donde aquella bestia se arrojó sobre la virgen, rememorando el impudor y la ferocidad con que los machos humanos violaban a las hembras en los períodos ancestrales.
Clotilde quiso defenderse. Un puñetazo del sátiro de la barba bermeja la tumbó en el suelo sin sentido.
El tormento de Ayax encadenado a la rueda… El suplicio del conde Hugolino en el poema de Dante, todas las torturas y todos los dolores de la tierra son pequeños comparados con la ira y el dolor del paralítico encastillado en su sillón sin poder moverse ni gritar.
Aquella escena de la deidad y el dios Pan, de Clotilde y el lúbrico soldado, recordaba esos poemas gentiles inmortalizados en los viejos cuadros… Un valle oloroso, un cielo italiano muy azul y al pie de un roble milenario una cándida virgen pagana perseguida por un macho cabrío tembloroso de voluptuosidad… Aquí también Clotilde, como las Venus rubias de Tiziano, contrastaba por la fragancia de sus carnes traslucidas, con la piel tostada de aquel veterano curtido, más que por el aire y por la pólvora del campo de batalla, por sus lúbricos apetitos y la tragedia disolvente del alcohol… Su barba rubia y afilada, como la de los chivos y su ancha mandíbula de cinocéfalo, le daban un siniestro aspecto muy decorativo por su extremada fealdad que recordaba las efigies talladas en marfil de los antiguos camafeos… Sí; la escena inmortal de los viejos cuadros se reproduciría otra vez. El sátiro sepultaría las garras de sus dedos sarmentosos, en las caderas golosas, eternamente jóvenes, de aquella blanca y virgen mujer…
El desventurado padre de Clotilde cerró los ojos, la piel de sus manos inmóviles se contrajo y tembló.
V
La guerra proseguía; pero en las fronteras, donde el invasor se iba replegando paso a paso, defendiéndole tercamente, retrasando con todo linaje de esfuerzos el instante de ver allanado su territorio, de sufrir en sus villas y en sus hogares los horrores múltiples, las angustias sin término, las vejaciones y martirios que hizo sufrir antes a la nación con quien combatía.
El pueblo de X, escenario de la tragedia anteriormente referida, disfrutaba ahora de casi plena paz. De minuto en minuto iba la tranquilidad afirmándose merced a los triunfos del ejército patriota.
Tornaron ya los fugitivos a sus tierras. Algunos, los más acaudalados, comenzaban a rehacer sus fincas, destruidas por los enemigos cañones. El arado surcaba la campiña desflorándola para que la fecundase el sembrador. En muchos jardines, sobre macizos que aún supuraban grasa de hombres acuchillados, florecían matas de pensamientos.
La casa del doctor fue de las primeras en recobrar su disposición primitiva. Era el paralítico hombre de posibles y, a más, querido por todo el vecindario, que puso empeño y arbitró recursos para la reedificación del inmueble. Ocurrió esto al mes de la retirada de los invasores. Tocábales entonces batirse en constante repliegue y dejaron en el pueblo, para proteger al grueso de sus fuerzas, una división. A su cargo corría resistir el empuje enemigo cuanto fuera posible. La escena de meses atrás se repetía; el drama era igual; los actores también. Solo se hallaban trocados los papeles.
En las postrimerías del combate, cuando el pueblo estaba ya ocupado por los guerreros patriotas, cayó herido de muerte, frente a los escombros de la casa del paralítico, un soldado extranjero.
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba el hombre—. ¡Me abraso de sed!
Clotilde salió atraída por aquellos lamentos. Sus manos oprimían un jarro lleno de agua.
Al llegar junto al moribundo, al poner sus pupilas en él, reconoció al sátiro de la barba roja y la chata nariz.
—¡Agua! —repetía él, tendiendo sus brazos a la joven.
—¿Agua para ti?… ¡Nunca! ¡Muere pidiéndola, sin que mano alguna te la dé! —exclamó cruelmente Clotilde.
Y rompiendo contra una piedra el jarro, permaneció cerca del herido, en cuclillas, inmóvil, persiguiendo con ojos tenaces todas las palpitaciones de su terrible agonizar.
Este grupo, que ahora ofrecían Clotilde y el sátiro de la barba bermeja, contrastaba con aquel otro que antes ofrecieran el joven oficial de los ojos azules y Clotilde… Los ojos de esta mujer ayer cándidos, enamorados y embellecidos por el rocío de las lágrimas, ahora tenían trágicos resplandores de incendio; eran, no pupilas de mujer, sino ojos de pantera en celo; aquellas manos blancas y amorosas, ahora se contraían con la crueldad de una garra… Más que mujer parecía una alimaña que se gozaba con la maldita agonía de aquel vampiro.
—¡Agua! ¡Agua! —repetía— ¡me abraso de sed!
Clotilde, sin abandonar su trágica postura de fiera agazapada en el cañaveral, le enseñaba el jarro roto, y en sus labios se dibujaba la misma sonrisa del monstruo, cuando la viera por primera vez…
Sólo cuando un último estremecimiento sacudió el cuerpo del soldado y este quedó rígido, con la boca en torsión, alzóse Clotilde y fue retirándose lentamente, de espaldas, dando rostro al cadáver.
Fue a poco de esta escena el regreso de los fugitivos, la reintegración de todo el vecindario a la vida corriente.
Los campos, pocos meses antes calcinados por el incendio, remordidos por los proyectiles de cañón, ahondados por las máquinas militares para formar trincheras y por los azadones para enterrar hombres hechos pedazos no guardaban rastro de la tragedia, señal alguna del desastre.
Las mieses verdeaban sobre los surcos meciéndose a compás del aire balanceando en el remate de sus tallos las espigas a medio madurar.
En la pradería tendíanse las hierbas en suave y espeso tapiz bordado con rojo de amapolas, blancos y amarillos de margaritas, morados de campanillas y violetas silvestres. Esta gama espléndida de colores trepaba a lo largo de las colinas, serpenteando entre los pinos de verdinegras hojas y los olivos de acerado color. Algunos troncos mostraban rasgaduras enormes, otros aparecían rotos, secos, ennegrecidos como si el rayo los hubiese escogido por víctimas. No fue el rayo, fue la batalla quien los desgarró y los mató.
En el barrio humilde del pueblo aún quedaban vestigios patentes del desastre.
Paredones derruidos, ahumados, que antes fueron vivienda humana; huertos donde el esfuerzo del azadón no acababa de borrar las huellas de la guerra… Algunas mujeres enlutadas pasaban por entre aquellas ruinas, restregándose los ojos con los puños y ahogando sollozos.
Las piquetas de los albañiles, contratados por el Ayuntamiento, dábanse prisa en borrar las trágicas señales. De allí a poco no existirían, no turbarían con su aspecto miserable y lloroso el aspecto plácido y satisfecho que tenían los otros barrios, reedificados totalmente, irguiéndose blancos y coquetones entre el humo de las fábricas en trajín y los doseles de verdura que el viento columpiaba en los muros de los jardines.
La paz tornaba, la tranquilidad renacía, todos los afanes del vecindario iban lejos del pueblo, hacia las fronteras donde el ejército nacional acorralaba a los enemigos de la patria.
Por el triunfo completo hacían voto todos los corazones.
Clotilde parecía tranquila. Su padre, inmóvil en el sillón de cuero, miraba con ojos más tristes, más apagados cada vez hacia la campiña que transparentaban los vidrios.
A los anocheceres asentaba la hija junto al padre; abrigaba con sus manos tibias las manos heladas del enfermo y permanecía con él, reclinando la cabeza en su hombro, murmurándole en el oído tiernas y consoladoras palabras.
En uno de estos crepúsculos, llenos de melancolía y dulcedumbre, sintió Clotilde en sus entrañas leve sacudimiento. Fue rápido, ni aun le hubiera dado importancia a no repetirse a pocos instantes con más intensidad, denunciando la presencia de un algo vivo que tomaba posesión de su feudo en el vientre de la mujer.
Era el hijo.
Clotilde enlivideció, sus manos se crisparon y, cerrándose en puño, cayeron con rabia contra el hueco de las caderas.
VI
Durante mucho tiempo el impulso de odio experimentado por Clotilde al sentir en sus entrañas al hijo de la lujuria y la violencia se manifestaba, acentuándose quizás a cada nuevo latido de la criatura por nacer.
Llegó una noche en que fue la sacudida más brusca, más intensa, provocando en la madre dolor. Aquella noche el odio, a cuenta de aumentar, decreció, tamizándose en el sufrimiento de la hembra para convertirse en piedad.
—¿Qué culpa tiene? —murmuraba Clotilde—. ¡Yo no le puedo odiar! ¡Lástima de mí y de él; de él más que de mí! Eso es lo que yo siento.
Y en la mente de Clotilde, al decir esto, se reproducía la trágica imagen de aquella escena… Ella, el sátiro y la espantosa angustia de su padre sin poder levantarse ni gritar… Cada vez que en su seno sentía el leve y dulce palpitar del nuevo ser veía, no las pupilas lúbricas del sátiro, sino el mudo dolor del paralítico que cerraba los ojos para no ver… Sin embargo, en medio de aquel odio, una pasión extraña, empezaba a invadir su corazón… Una pasión buena…
No era el amor; era el primer paso hacia el amor lo que vibraba en el corazón de Clotilde. Vibraba muy quedo, como cuando se anda de puntillas, por vergüenza de ser oído. Poco a poco la vibración fue más persistente, más firme. La madre gozaba recogiéndola, prolongando sus ecos, persiguiéndolas en los interiores de su espíritu con amante curiosidad.
No fue ya tan sombría la expresión de su rostro, tan amargo el gesto de su boca, tan honda la arruga incrustada entre sus dos cejas, tan siniestra la tranquilidad con que se ofrecía al curioseo de la gente. La imagen del sátiro de la barba roja y los ojos saltones, presente en sus recuerdos como una deshonrosa marca, se enturbió poco a poco, ofreciéndose confusa, vacilante, sin consistencia.
Al fin se borró por completo.
Y advino una hora en que la maternidad supo imponerse a todo. La hembra encinta triunfó de la mujer violada. El amor de la madre enterró el rencor de la virgen.
Clotilde, luego de besar a su padre, de ruborizarse una vez más ante la mirada que el paralítico ponía en ella, en su vientre deforme, ganó la alcoba frontera al sillón-cama donde el enfermo padecía, y cerrando la puerta comenzó a desnudarse.
Sin concluir de hacerlo, desceñidas las falda y enagua, pero cubierta por la chambra, se recostó contra el sofá inmediato al armario de luna.
El espejo reflejaba su imagen.
El rostro de Clotilde acusaba el desencajamiento propio a la preñez; hondas ojeras bordeaban sus párpados pálido era el matiz de su cutis; grave y dulce la expresión de su boca. Faltaban en su cuerpo las esbelteces de la virginidad, subtituídas por un desdibujamiento augusto, no exento de belleza. También la tierra se deforma cuando la hincha el desarrollo de los gérmenes, y también es bella desdibujada por la fecundidad.
Entornó los ojos Clotilde para soñar despierta en el hijo. Una violenta sacudida, como no la sufriera nunca, hizo temblar su cuerpo: llevóse ambas manos al vientre y sintió delinearse plenamente a su criatura. Allí estaba moldeándose debajo de la piel como se moldea el barro inconcluido tras el lienzo con que lo envuelve para protegerlo el escultor.
Al contacto del hijo, la madre prorrumpió en sollozos.
—¡Hijo de mi sangre! ¡Hijo de mi sangre! —exclamaba—. Y apagando la luz, hundiéndose en el lecho, rebujándose con las sábanas, aguardó silenciosa el resurgir de su criatura para acariciarla, para besarla, con sus dedos temblantes de inquietud y de amor.
VII
Los dos hermanos de Clotilde, mocetones que prestaban servicio voluntario en el ejército nacional, llegaron al pueblo con licencia; el mayor, convaleciente de una herida.
No ignoraban (su hermana se lo refirió por escrito) el bárbaro atropello de que aquella fue víctima.
Lo sabían, y sus rencores, su vengativa ansia, que no podían caer sobre los criminales, se encrespaban contra el fruto de la anónima violación, contra quien, dentro de espacio breve, saldría al mundo pregonándola.
Estos hombres a quienes el instinto de conservación y el recuerdo de los suyos les hacía palidecer la fiebre de la batalla, cuando supieron el atropello de que fue víctima su inocente hermana, la rabia les convirtió en héroes. Nada bastaba para detener a aquellos hombres cuando se lanzaban sobre el enemigo en la loca esperanza de encontrar al sátiro de la barba roja. Como si quieran purificar con su propia muerte la involuntaria falta de su hermana, pecho descubierto arremetían contra las bocas de los cañones y las bayonetas del ejército adversario… En cada soldado creían descubrir al maldito seductor y solo mitigaban su dolor cuando lograban hundir el cuchillo de sus fusiles en el pecho tembloroso de algún enemigo… Pero por ninguna parte parecía el sátiro cuyo rostro, sin conocerlo, adivinaban y que acaso por un fenómeno espiritual, el presentimiento, hubieran sabido distinguirle de otros hombres de fisonomía igual, de haberle visto frente a frente… La imagen maldita de aquel granuja la tenían ellos grabada en el corazón y creían verlo en todas partes a través de su rencor y su tristeza…
Más aún. Cuando después de la batalla tenían que dar sepultura a sus adversarios, buscaban en todos los cadáveres a aquella maldita cara del hombre de la chata nariz y la roja barba… Otras veces, cuando exploraban el campo en patrulla, preguntaban locos de ansiedad a los campesinos y a los espías… ¡Todo en vano!
Ese loco deseo llegó a consumirles de tal manera que, perdida la esperanza de hallar al seductor, imaginaban terribles venganzas, como si pudieran con estos cándidos juegos de imaginación mitigar su desventura… ¡Pobre, pobre Clotilde!… La rabia les bañaba de lágrimas los ojos y les crispaba las manos cuando otra visión, aún más trágica, se asomaba a su imaginación. ¡El inocente ser que germinaba en el seno de su hermana!
—¡No! —decían— no vivirá; es necesario que no viva; que su primer grito sea el último. Debe morir porque no es solamente el portavoz de nuestra deshonra; es la invasión, es el martirio de la patria, haciéndose carne, mezclándose a la carne nuestra. «Eso» que ha de nacer está fuera de toda ley humana, de la ley del amor, de la ley de la caridad… ¿El odio empezó la obra? Que la termine el odio. Cuando nazca le haremos desaparecer. Que la tierra pudra su cuerpo y el tiempo pudra su memoria.
Tales diálogos eran sostenidos en voz alta por los hermanos sin preocuparse de la presencia de Clotilde; creyendo que al igual de ellos pensaría, examinaban con escrúpulo los medios mejores para deshacerse sin riesgo del infante.
Contaban con la complicidad absoluta del vecindario. Sentía éste, como ellos, el horror de la infamia cometida por los invasores, el odio hacia la prueba viviente del crimen. No hubiera cuidado que nadie, ni aun los mismos que ejercían autoridad, pusieran coto a la venganza y les dieran castigo una vez cumplida. A juicio de todos, la supresión del recién nacido era un acto de alta justicia.
Todos aquellos que abandonaron con espanto sus hogares, que luego la metralla calcinó, todos aquellos que vieron amenazadas sus vidas, perdidas sus haciendas, que lloraban la muerte del ser querido inmolado en el campo de batalla, querían ahora vengar las vejaciones y los atropellos en la inocente carne de aquel niño… «Que su primer grito sea el último»… Necesitaban una víctima para apagar su rencor, y ya que el adversario estaba tan bien armado y sabía defenderse tan bien, ya que no podían vengarse del seductor, sacrificarían a aquel tierno ángel que se estremecía en el cálido seno de Clotilde que iba a ser madre sin haber perdido su pureza espiritual de virgen…
¡No: no vivirá!… ¡«Eso que ha de nacer está fuera de toda ley humana»!
El paralítico no ignoraba estos proyectos y los planes de sus hijos. Hallábase privado de palabra y acción, pero oía y entendía perfectamente.
Los hermanos le interrogaron esperando de sus ojos una respuesta afirmativa. Nunca la consiguieron. Los párpados del viejo seguían inmóviles. Sus pupilas destacaban entre ellos, fijas pero sin expresión, como las pupilas de la esfinge.
Clotilde callaba también. Nunca, ni aún en los momentos de proyectar sus hermanos los planes más crueles, les combatía con una réplica, con un ademán, con una lágrima. Dejando caer la cara contra el pecho y cruzando sobre el vientre las manos, seguía la conversación de los jóvenes sin perder sílaba, atento el oído y fruncidas las cejas.
Al quedar a solas en su cuarto, cuando nadie podía verla, erguíase bravamente frente al espejo y murmuraba con acento seguro y firme:
—¡No temas, hijo mío, no temas! ¡Tu madre te defenderá!
* * *
El momento llegó.
Tendida en su lecho, con los cabellos en desorden, la faz lívida, los músculos contraídos, la frente goteando sudor, la boca en desgarro para no entorpecer el grito y las manos engastadas a los almohadones, cumplía Clotilde la sagrada función materna, la función, tan dolorosa como augusta, de ofrendar un ser a la vida.
Revuelto con sangre cayó el recién nacido en las sábanas. La comadrona después de lavarlo y fajarlo se lo entregó a la madre y se despidió sin las frases corrientes de enhorabuena. No ignoraba, como nadie en el pueblo, que aquel infante venía condenado y maldito.
Abiertas de par en par las puertas de la alcoba, el paralítico podía ver desde el sillón-cama a su hija y a su nieto.
Los dos hermanos de Clotilde, que mientras duró el alumbramiento habían permanecido en un ángulo de la salita, vueltos de espaldas a la alcoba, se consultaron con los ojos.
—¡Nada de vacilaciones! —dijo rudamente el mayor—. ¡Lo que se tiene que hacer, se hace!
—Bien dices. ¡Vamos!… ¡Y cuanto antes mejor!
El paralítico seguía aquel diálogo contrayendo el ceño, guiñando fuertemente los ojos. Los dos mocetones avanzaron hacia la alcoba. Al fin podrían satisfacer aquel sordo rencor que en silencio les devoraba. Ya que no habían podido estrangular al miserable aquel de la barba roja ¿que importa?, estrangularían a su hijo… De todos modos aquella infamia no quedaría impune… Un relámpago cruzó por sus ojos que brillaron diabólicamente con extraña alegría… Apretaron el paso temerosos de que la voz de la conciencia paralizara su voluntad y malograra en un momento la obra que durante tanto tiempo fermentó el rencor… Grande era la culpa que creían vengar; pero acaso aún más grande fuera el escalofrío que estremecieran sus manos cuando sintieran entre ellas las tiernas y cálidas carnecitas del niño… Para evitar todo remordimiento se abalanzaron al lecho de su hermana.
Al verlos, Clotilde se incorporó en los almohadones, apretando a su hijo contra el pecho.
—¿Qué queréis? —preguntó con voz firme—. De sobra lo sabes. El chiquillo. ¡Tráelo!
—¿Mi hijo?… ¿Que os dé mi hijo? ¿Para separarle de mí, para hacerle desaparecer, para asesinarle?… ¿Estáis locos?
—Loca eres tú, negándote a lo inevitable.
—¿Lo inevitable?… ¿Quién sois vosotros para apoderarse del niño? ¡Mi hijo no es de nadie más que mío! ¿Con qué derecho me lo queréis arrebatar? ¡Soy su madre, entendéis, su madre! ¡Más madre que las otras! Aquellas parieron con dolor, pero concibieron con placer. ¡Para mí no existió el placer! ¡Con dolor y afrenta concebí!
—¡Clotilde! —dijo uno de los hombres, extendiendo las manos para apoderarse del niño mientras el otro daba vuelta a la cama, a fin de sujetar a la parturienta.
—¡No!… ¡No lo tendréis! —gritó ella, cogiendo al niño entre sus brazos y saltando, desde el lecho a tierra, en un salto brusco que la puso junto a los umbrales de la alcoba—. ¡No lo tendréis! ¡No me lo quitaréis! ¡Habríais de matarme primero!… ¡Hacedlo! ¡Hacedlo! Pero mientras yo viva, mientras quede en mis venas una gota de sangre, ¡no lo tendréis! ¡No lo tendréis!…
Los dos hombres avanzaron hacia ella. La imagen del soldado de la barba roja, como un fantasma, cruzó por su imaginación otra vez.
—¡Tómale padre! —exclamó la joven, depositando al niño sobre las rodillas del paralítico. ¡Tómale! Así quedo más libre para luchar con estas fieras. ¡Tenle! ¡Y protégele contra ellos! Tú le protegerás. Ellos no engendraron. Tú, sí.
Erguida, arrogante, desafiadora plantóse Clotilde junto al sillón del paralítico, pronta a la defensa.
Las pupilas del viejo se clavaron en los dos hombres con tal fuerza, con un imperioso destello, que los jóvenes retrocedieron.
Aquella mirada era un «no», un «lo prohíbo» más terminante, más enérgico que los expresados por la frase más categórica, por el ademán más decisivo.
Clotilde cayó de rodillas, ciñendo a un tiempo con sus brazos al viejo y al infante.
En éste se pusieron las pupilas del paralítico con dulce expresión; temblaron sus párpados después y dos lágrimas cayeron sobre el rostro del niño.
El niño sonreía, levantando uno de sus brazos a la atmósfera, para saludar al futuro.